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INSTITUTO POLITÉCNICO NACIONAL
SECRETARÍA ACADÉMICA •iJf
PROYECTO DE ESTUDIOS SOCIALES,
TECNOLÓGICOS Y CIENTÍFICOS

PESTYC

EL MÉTODO EN RENÉ DESCARTES:


UNA REFLEXIÓN EPISTEMOLÓGICA

T E S 1 S
QUE PARA OBTENER EL GRADO DE
MAESTRO EN CIENCIAS
CON ESPECIALIDAD EN METODOLOGÍA DE LA CIENCIA

PRESENTA:
JESÚS GABRIEL CARPIO RAMÍREZ

DIRECTORA: M. EN C. ESPERANZA VERDUZCO RIOS

MÉXICO MAYO DE 2000


• :
RECONOCIMIENTOS

La realización de este trabajo fue posible gracias


a la solidaridad de mis compañeros de grupo y las
generosas enseñanzas de los profesores del
PESTYC: Adalberto Ojeda Delgado, Angel
Eduardo Vargas Garza, Carolina Manrique Nava,
Guillermo Auliet Bribiesca, Javier Sánchez
Pozos, Luis Castillo García, Luis Mauricio
Rodríguez Salazar, Onofre Rojo Asenjo y
Rolando Jiménez Domínguez.
Particularmente valiosos fueron los comentarios a
este manuscrito realizados por las maestras
Esperanza Verduzco Ríos, María Ruth Guerrero
Santoyo y el Dr. Humberto Monteón González.
Agradezco también el eficiente apoyo
bibliográfico proporcionado por Eliud Vázquez
Mejía y Clementina Trujillo Castañeda y la
amable colaboración de José Flores Rangel y Luz
María Sánchez Herrera.
Esta lista de reconocimientos quedaría
ingratamente incompleta si no mencionara a
Roberto Rodríguez Lua, amigo inmerecido.
ÍNDICE

RESUMEN - ABSTRACT .3

INTRODUCCIÓN....................................................................5

CAPÍTULO PRIMERO .............................................................9


DESCARTES EN LA ENCRUCIJADA

CAPÍTULO SEGUNDO .............................................................15


ACERCA DEL MÉTODO

CAPÍTULO TERCERO ............................................................23


LA DUDA Y LA BÚSQUEDA DE LA VERDAD

CAPÍTULO CUARTO ..............................................................33


DIOS Y LA TEORÍA DEL ERROR

CAPÍTULO QUINTO ...............................................................51


EL NÚCLEO METODOLÓGICO

CONCLUSIONES ...................................................................69

REFERENCIAS.......................................................................73

BIBLIOGRAFÍA ......................................................................77
RESUMEN

La metodología de la ciencia, entendida como teorización sobre los métodos, enfrenta


al menos dos problemas básicos: identificar las características de las estrategias de
investigación que permiten asumirlas como métodos y, evaluar las condiciones bajo las cuales
acreditan su efectividad. Ambos no pueden, sin embargo, resolverse atendiendo únicamente a
sus particularidades instrumentales yio algorítmicas, por el contrario, es necesario conocer
cuál es la matriz epistemológica, ontológica y antropológica que les subyace.
El objetivo de este trabajo fue identificar y problematizar la dimensión epistemológica
que fundamenta al método de René Descartes. Nuestras hipótesis suponen que éste descansa
en una noción de verdad cuyos criterios definitorios son aprehensibles a través de la intuición
desplegada por el pensamiento puro y que en virtud de que hace depender su criteriología de la
existencia de Dios, los argumentos que emplea para justificarla se convierten en una tautología
epistemológica que termina por hacerlos inconsistentes.

ABSTRACT

Methodology of science, understood as the theory upon the methods, faces at least
two basic problems: identify the characteristics of the strategies in the investigation that allow
to assum them as methods and, to evaluate the conditions in which they credit their efficiency.
However, both cannot be solved only by attending their instrumental or allogarithmical
features; on the contrary, it is necessary to know which one is their epistemological,
ontological and anthropological matrix.
The aim of this paper was to identify an discuss the epistemological dimension that
sustain the method of René Descartes. Our hypothesis supposes that this rests in a notion of
truth whose ultimate criterions are comprehensible through the intuition unfolded by the pure
thought and that by virtue of that makes depend their criterions of the existence of God, the
arguments that employs in order to justify is converted them in a epistemological tautology
that ends up by doing them lacking firmness.

3
INTRODUCCIÓN

Cuando se reflexiona acerca de la metodología de la ciencia es inevitable preguntarse


si las ciencias emplean un método común o cada una de ellas ha desarrollado uno en particular
para abordar su objeto de estudio. La respuesta más obvia parece ser que, en efecto, cada
ciencia utiliza uno diferente, sin embargo, ¿qué características tienen o deben tener los
métodos para que sean aceptados como instrumentos legítimos de la investigación científica?
Aquí comienzan las dificultades, ya que para responder necesariamente se debe hacer
abstracción de sus peculiaridades intentando encontrar algunas características generales de su
proceder que nos permitan comprender qué los convierte en métodos.
Si decimos que su rasgo distintivo consiste en ser el instrumento heurístico de una
ciencia, entonces resulta que no es posible hacer definiciones generales en virtud de que cada
una es de suyo diferente. Así, la noción de método se convierte en atributo de las ciencias pero
no precisa un procedimiento de indagación específico. Otro camino consiste en agrupar a las
ciencias en función de ciertas propiedades comunes ubicándolas en categorías más
comprensivas de tal suerte que podemos hablar de "ciencias naturales", "ciencias sociales" etc.
Con este recurso, sin embargo, la cuestión sigue en pie puesto que nada más las adjetivamos
pero no logramos concretar las especificidades de sus métodos.
La perspectiva que nosotros consideramos más conveniente es referir el conjunto de
operaciones de indagación que emplean las ciencias en la búsqueda del conocimiento a tres
dimensiones analíticas: lo ontológico, lo epistemológico y lo antropológico. Examinemos
sucintamente cada una de ellas.
El plano ontológico nos remite a la adopción de una determinada caracterización de lo
real, de lo que existe y es. Por ende, una ciencia o un método sólo se despliegan con
coherencia cuando su ejercicio opera sobre lo reconocido como real. Lo epistemológico alude
a la asunción de una determinada concepción de la verdad, al delimitarla establecemos las
condiciones bajo las cuales es posible percatamos de su presencia. Si no tenemos definida una
noción de verdad no podremos saber si el método ha sido efectivo. Por último, el plano
antropológico apunta a los límites de las capacidades cognoscitivas que estamos dispuestos
admitir al entendimiento humano.
Así, por ejemplo, si afirmamos la existencia de algo pero no le adscribimos al hombre
facultades para conocerlo, todo método que con tal propósito se implemente carece de
pertinencia, en el otro extremo, si convenimos la existencia de algo y concedemos que el
hombre tiene la capacidad para conocerlo pero no detallamos los requisitos que debe cubrir
una afirmación respecto a lo existente para que sea verdadera, no podremos elaborar un
método que nos conduzca a la verdad acerca de la cosa en cuestión. Tal vez pudiéramos decir
que hemos alcanzado determinado conocimiento de ella, pero no sería posible afirmar que éste
sea verdadero.
En esta tesitura es que sostenemos que para conocer la estructura, lógica y pertinencia
de algún método es necesario indagar cuáles son las adopciones, implícitas o explícitas,

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epistemológicas, antropológicas y ontológicas que le subyacen. Por este medio evitamos
centrar el análisis en cuestiones "técnicas" o instrumentales, pues éstas únicamente cobran
sentido a la luz de las adopciones señaladas. Más aún, instituimos sus condiciones de
inteligibilidad como prescripciones que nacen desde sus fundamentos gnoseológicos.
Abundan los estudios que reflexionan acerca de los métodos que emplean las ciencias,
unos tratan de identificar sus características en la perspectiva de generalizar una serie de
propiedades que permitan establecer qué estrategias de investigación son efectivamente
métodos con valor científico. Otros pretenden ubicar las condiciones históricas y desarrollos
conceptuales que han contribuido a la formación de métodos con probado valor para generar
conocimientos nuevos. Estos estudios forman el corpus teórico de la metodología de la
ciencia, disciplina filosófica que estudia y evalúa la naturaleza de los métodos.
Las preocupaciones por el método inician con la filosofia griega; sin embargo, es en el
siglo XVII cuando se formaliza su examen con los trabajos metodológicos de F, Bacon y
Descartes quienes a partir del sorprendente desarrollo de la ciencia fisico-matemática de su
época estiman necesario puntualizar los cánones que ha de seguir la investigación científica.
Su anhelo es establecer una regulación definitiva, no intentan la definición de un método
específico, antes bien, pretenden elaborar el método; general y único de la ciencia.
Este intento ha marcado toda una línea de pensamiento que ve en la definición de un
método universal la posibilidad de contar con una forma segura de resolver, científicamente,
todos los desafios que se le presentan al entendimiento humano. En qué medida lo logran es
algo que todavía se discute, pero es indudable que ambos filósofos heredaron al pensamiento
moderno un problema crucial en el examen de esa forma de producción de conocimientos
llamada ciencia.
El objetivo del presente trabajo fue precisamente investigar cuáles son algunos de los
supuestos epistemológicos que subyacen al método que Descartes nos propone para conocer la
verdad y por cuyo concurso se puede construir de nuevo el edificio del conocimiento.
Reconstrucción que pretende alejar la razón tanto de los sofismas escolásticos como de las
dudas de los escépticos. Y aunque ese fue el propósito principal que animó nuestro estudio,
resultó ineludible analizar tangencialmente algunas de sus premisas ontológicas y
antropológicas.
Dos hipótesis trazamos para cumplir con nuestro objetivo: primera, el método de
Descartes obtiene su justificación epistemológica en una noción de verdad que encuentra sus
criterios definitorios en una aprehensión inmediata del espíritu que supone una nota de
incorregibilidad certificada por la actividad del pensamiento puro. Segunda, los atributos que
la definen, al hacerlos depender de la existencia de Dios, son colocados dentro de una
argumentación tautológica que termina haciéndolos epistemológicamente inconsistentes.
El método que empleamos para evaluar la certidumbre de nuestras hipótesis consistió
en la lectura y análisis crítico tanto de los escritos cartesianos en donde se postulan sus
principios metodológicos como de algunas de sus obras filosóficas en las que se presentan los
fundamentos metafisicos de las categorías con las cuales estructura su método. Iniciamos con
el diálogo inconcluso de La investigación de la verdad, las Reglas y el Discurso, continuamos
con las Meditaciones y concluimos con los Principios y los tratados del Mundo y del Hombre.
Terminada la lectura ubicamos sus conceptos básicos e inferimos la estrategia argumentativa
con la que prueba sus premisas. Finalmente, elaboramos una interpretación que destaca cuáles

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son los apuntalamientos epistemológicos que subyacen a su método. En pocas palabras,
establecimos una relación dialógica con los textos cartesianos desde una posición
hermenéutica.
A lo largo de esta investigación realizamos también una revisión bibliográfica para
conocer lo que se ha escrito sobre la obra de Descartes, percatándonos que son abundantes y
muy diversas las lecturas acerca de sus tesis, así, se han examinado profundamente las
implicaciones metafisicas de su racionalismo, por ejemplo, en Vial, J. (1971), Hofflnan, A.
(1932) y Hamelin, 0. (1949); con relación a la metafisica en el método tenemos el trabajo de
Xirau, R. (1946). Respecto a su teoría del conocimiento se encuentran los ensayos de García,
J. (1976) y el de Desmond, M. (1986). De los estudios generales acerca del cartesianismo
destacan los de Williams, B. (1995), Dauler, M (1990), Villoro, L. (1965) y Turbayne, M.
(1975), de éstos últimos hemos retomado una parte importante de sus ideas para organizar
nuestros propios argumentos. Otro de los temas que desde un principio alimentó un agudo
debate es la distinción mente - cuerpo y que en la actualidad es discutido, entre otros, por
Quine, W. 1(986), Williams, B (1986), Ryle, G. (1949) y Ribes, E. (1999).
Todos estos estudios tienen en común una actitud crítica respecto a las consecuencias
del sistema cartesiano, sin embargo, debemos destacar, en defensa de Descartes, que entre sus
elaboraciones y las de aquéllos median más de trescientos años de evolución de la filosofia y
la lógica, él no podía, con toda su genialidad, superar los horizontes conceptuales de su
tiempo.
A propósito de los límites históricos del desarrollo de la ciencia tenemos que en la
composición de ésta y sus métodos intervienen no sólo factores de índole conceptual sino que
también influyen en su formulación una serie de condiciones sociales e ideológicas
históricamente determinadas las que, a través de las cosmovisiones que de ellas emergen, se
deslizan al "interior" de sus formulaciones teóricas.
Atendiendo esta condicionalidad, en el primer capítulo examinamos las circunstancias
sociales y científicas de los siglos XVI y XVII que contextualizan la obra de René Descartes.
En él señalamos como principales acontecimientos históricos los descubrimientos geográficos,
la Reforma protestante y los logros de la scienza nuova que surge con el Renacimiento.
Colocamos especial énfasis en las implicaciones que estos sucesos tuvieron en la mentalidad
de los hombres en la época que le tocó vivir a nuestro Polibius y que culminaron en una nueva
filosofia de la naturaleza.
En el segundo hacemos una presentación general del método cartesiano mostrando
algunas de sus características, intenciones y orígenes conceptuales. También tratamos de
ubicar los puntos de articulación que al respecto detectamos en las llamadas "obras
metodológicas" y señalamos que entre ellas existe cierta continuidad teórica, reconociendo,
por otro lado, que sus elaboraciones conceptuales fueron matizadas y, en algunos aspectos,
reestructuradas en sus obras posteriores.
En el tercer capítulo exploramos cómo desde las disputas teológicas acerca de la regla
de fe y las dudas de los escépticos se constituye una polémica epistemológica que trae a
primer plano de la reflexión filosófica el problema de los criterios de verdad. Analizamos la
forma en que Descartes, desarrollando las consecuencias más radicales de la duda, termina
obteniendo una certeza indubitable a través del cogito, la que constituirá su primer principio
de filosofia.

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En el cuarto capítulo abordamos la necesidad epistemológica que enfrenta el autor del
Discurso del Método para probar la existencia de Dios como condición necesaria para afianzar
el criterio de verdad que la conciencia de la duda le proporciona. Examinamos cómo, si
fracasan sus argumentos, resulta imposible afirmar la existencia de las cosas, la posibilidad del
conocimiento y, en consecuencia, la viabilidad de un método para encontrar la verdad.
En capítulo quinto mostramos algunas implicaciones epistemológicas del núcleo
metodológico de su propuesta. El análisis, la síntesis y la enumeración las correlacionamos
con su teoría de las ideas y su concepción acerca de la materia. También elaboramos algunas
especulaciones acerca de cómo el lenguaje puede resultar crucial para instrumentar
consistentemente sus prescripciones
Para concluir esta introducción y en honor a la verdad debemos decir que tratar de
analizar el sistema filosófico de Descartes resultó ser una empresa que con mucho desbordó
nuestras capacidades; pecamos de arrogancia cuando la creímos tarea fácil. La lectura de esa
'monumental obra del pensamiento filosófico moderno que son las Meditationum de Prima
Philosophiae ha significado un esfuerzo agotador por ser una de las obras más densas a las que
nos hemos enfrentado, sirvan estas declaraciones de mea culpa para contar con la indulgencia
de nuestros sufridos lectores.

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CAPÍTULO PRIMERO
DESCARTES EN LA ENCRUCIJADA

Al acercarse a la obra de René Descartes en cualquiera de los múltiples ángulos de su


sistema inevitablemente se encuentra uno ante un pensamiento que, más allá de la elegancia y
aparente simplicidad de su expresión discursiva, resulta sumamente complejo y la
comprensión de sus razonamientos requiere de no pocos esfuerzos de la inteligencia y la
imaginación. Considerado por muchos el gran fundador de la filosofia moderna y su ethos
racionalista y por otros como el último de los ingenios renacentistas con indudable herencia
medieval, es en todo caso un punto central en el desarrollo de la moderna conciencia
filosófica. Atendiendo a las peculiaridades del contexto histórico en medio del cual elabora sus
escritos podemos considerarlo un personaje cuyas meditaciones transitan infatigablemente a lo
largo de una tortuosa encrucijada que va de los ecos nostálgicos de la metafísica escolástica a
los himnos heráldicos de la ciencia nueva.
Su producción filosófica representa una respuesta a las incertidumbres y perplejidades
que le ofrece un mundo en acelerada transformación, en donde la paz monacal que ha
conocido el medievo se ve de pronto socavada y conmovida desde sus cimientos. Descartes y
sus contemporáneos conocen y participan de la exaltación del espíritu que se da en todos los
ordenes del pensamiento social, filosófico, científico y religioso
Durante el diecisiete paulatinamente se desdibuja el cosmos ordenado donde todo
encontraba su lugar y sentido merced a la voluntad de Dios y sus representantes. Si durante el
medievo se consideraba "natural" tanto el pago de los diezmos como el derecho de pernada y
se creía firmemente que el sufrimiento del hombre en la Tierra era una especie de expiación de
la transgresión adánica, una expatriación cósmica que preparaba la salvación de las almas,
(Azuela, 1994: 38), durante los siglos XVI y XVII la conciencia conoce un literal
ensanchamiento de sus horizontes terrenales y celestiales.
Gradualmente las preocupaciones y aspiraciones humanas van cambiando a partir del
conocimiento del saber clásico, el descubrimiento de nuevas razas y tierras, la interpelación
protestante y los cambios en la estructura social. En su conjunto estas circunstancias prohíjan
un cambio de lugares donde se posa la mirada, descendiendo del cielo al mundo y de Dios al
hombre.
Sin extendernos demasiado en el análisis del tránsito de la cosmovisión medieval a la
moderna, pues no es el propósito de este trabajo, mencionaremos algunos de los sucesos que
caracterizan esta hora de creación, este recomienzo del espíritu (Bachelard, 1973: 32).
Cerrado el comercio con Levante por la caída de Constantinopla y buscando encontrar
una vía alternativa, los europeos descubren las "Indias Occidentales". Conocer la existencia de
hombres que viven y piensan de una manera distinta a ellos trastoca y seduce su conciencia
produciéndoles una perplejidad de largo alcance ya que los límites de su mundo crecen
inconmensurablemente:

9
la vida europea [se vio libre] de dos limitaciones que la paralizaban: su apartamiento del resto
del mundo, y la escala en que los hombres medían las distancias. Tierras antaño inmensamente
remotas, o inclusive desconocidas o insospechadas, se hicieron accesibles y por consiguiente lo
que antes pareciera distante ahora estaba relativamente cerca (Clark, 1963: 87; corchetes
nuestros)

Pero el descubrimiento de América no modifica exclusivamente su percepción del


tamaño del mundo, antes bien, procura la institución de nuevos imaginarios sociales, por
ejemplo, la noción de tiempo se transforma y adquiere valor, su medida se vuelve de pronto un
asunto importante y se coloca como parámetro en el cálculo mercantil, pero el cambio más
importante de todos es tal vez la aparición del otro (el indio) en el horizonte de su propia
identidad. La reflexión antropológica redimensiona el examen de lo humano, el otro se vuelve
un enigma al que hay que asignarle sentido y en su pobreza de espíritu no aciertan sino a
inscribir en el cuerpo colectivo del recién aparecido las marcas de su propia identidad. La
evangelización con toda su violencia real y simbólica conjura la amenaza que sienten cuando
descubren que su apartamiento es más un accidente de la historia que un privilegio otorgado
por Dios.
Paralelamente a los misterios y fantasías que desata el descubrimiento del nuevo
mundo, Europa conoce y explota el descubrimiento de la imprenta de tipos móviles. Con la
imprenta el monopolio de la palabra que detentaba la Iglesia católica se seculariza y se
transfiere al hombre común, se abre la posibilidad de leer y pensar fuera de la tutela de los
clérigos. Al circular profusamente los libros en sus versiones originales se pudieron conocer
directamente lo que los pensadores griegos habían dicho y no lo que sus comentadores árabes
interpretaban. Además, con las traducciones a las lenguas populares cada vez más gente se
encontraba discutiendo las cuestiones que anteriormente se consideraban exclusivas de doctos
y teólogos. Esta condición constituyó una de las bases para la diseminación de la Reforma
protestante.
En este sentido, la imprenta contribuyó a fracturar el control que sobre el saber poseía
la Iglesia. La lectura de la Biblia fue una posibilidad real para todo aquél que pudiera leer, de
esta forma fue conocida la letra que asentaba el dogma y, más aún, se pudo discutir el valor
teológico y axiológico de la jerarquización del orden del mundo sostenida por la teología. La
crisis de la cosmogonía medieval marchaba por los rieles de la producción de libros, por la
recuperación de las obras de Arquímedes y Euclídes, por la traducción de la Biblia y la
circulación masiva de nuevos saberes
Otro acontecimiento que contribuirá a agudizar la crisis fue la Reforma protestante. No
imaginaba Lutero la tormenta que estaba desatando cuando clavaba sus noventa y cinco tesis
en las puertas de la iglesia de Wittenberg el 31 de octubre de 1517 en contra de la venta de
indulgencias que había ordenado León X para la construcción de la Basílica de San Pedro.
Ante su rebeldía es conminado a retractarse y al no hacerlo es condenado mediante la bula
Exurge Domine, no hace caso de la misma y la quema, el Papa no tolera más y es
excomulgado definitivamente en 1521.
Lutero inicialmente sólo desestima moralmente las indulgencias pero cuando es
condenado y acusado de husita trata de fundamentar teológicamente su desacato llevando sus
consideraciones al seno mismo de la escritura y encuentra que no existe en parte alguna de la
Biblia la justificación de la autoridad Papal para condenarlo. Al hacer esta afirmación inicia

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una disputa que cuestiona los principios fundamentales de la teología cristiana, con lo cual
toda reconciliación con Roma se vuelve imposible.
Lamentándose de sentirse pecador a pesar de su vida monacal impecable, agobiado por
la indignación de la venta de indulgencias y aborreciendo a ese Dios justo pero castigador
cruel de los pecadores, se sume en la meditación de las Cartas de Pablo a los romanos y tiene
una experiencia intelectual y espiritual reveladora:

Hasta que por fin, por piedad divina, y tras meditar noche y día encontré la concatenación de los
dos pasajes [de las cartas]: "la justicia de Dios se revela en él [el evangelio]", "conforme está
escrito: el justo vive de la fe" comencé a darme cuenta de que la justicia de Dios no es otra que
aquella por la cual el justo vive el don de Dios, es decir, la fe, y que el significado de la frase
era el siguiente: por medio del evangelio se revela la justicia de Dios, o sea, la justicia pasiva,
en virtud de la cual Dios misericordioso nos justifica por la fe, conforme está escrito. "El justo
vive por la fe". Me sentí entonces un hombre renacido y vi que se me habían franqueado las
puertas del paraíso (en: Martínez, 1984: 31; corchetes nuestros)

Buscando calmar sus angustias termina por introducir la duda en la certeza misma de la
interpretación de la escritura, esto es, interpela desde una intuición espiritual la Regla de Fe en
la que encuentra asiento toda la interpretación teológica del cristianismo. No se deriva, en la
visión de Lutero, la autoridad del Papa de las escrituras, en consecuencia dogma y liturgia se
ven cuestionados en sus fundamentos ¿cuál es la auténtica verdad teológica? la que ha dicho el
Papa y sus concilios o la que en la intimidad del recogimiento espiritual es revelada
directamente por Dios a través de las escrituras. Con esta pregunta surge en la conciencia
europea el problema de los criterios de verdad, los que como veremos, serán una temática
central en la ciencia nueva en general y en el cartesianismo en particular. Llevada a sus
extremos, la duda sobre la certeza teológica sienta las bases para cuestionar la certidumbre de
la cosmología cristiana.
Estas consideraciones de orden teológico pronto conocerán expresiones seculares como
el descrédito de los métodos escolásticos para obtener conocimientos y la consecuente
búsqueda de éste a través de la propia experiencia. Si en lo teológico la fe otorga certeza de
salvación, en el conocimiento de las cosas del mundo es la razón quién la procura.
Precisamente el rechazo al silogismo escolástico y el uso de la propia razón serán las primeras
reflexiones de Descartes a través de las cuales comenzará su búsqueda de la verdad. En sus
Meditaciones se refleja la disputa en torno a los criterios de verdad y, similarmente a la certeza
luterana, encontrará en la intimidad de la intuición el lugar privilegiado para acceder a ella.
Sumado a la interpelación reformista de la regla de fe tenemos la aparición de la
ciencia nueva. Si tratáramos de ubicar un acontecimiento que claramente señale el momento
en que se inicia la revolución científica de los siglos XVI y XVII, tal acto fundacional lo
podemos ubicar el glorioso año de 1543 con la publicación del De Revolutionibus Orbium
Caelestium de Nicolás Copérnico, del De Humani Corporis Fabrica Libri Septum de Andréas
Vesalio y de una nueva traducción de la obra de Arquímedes
¿Por qué decimos que aquí se inaugura la ciencia moderna? Porque por un lado se
recuperan y actualizan las matemáticas griegas y, por otro, con Copérnico y Vesalio el hombre
comienza a construir un mundo nuevo - literalmente - desde una visión que encuentra sus
fundamentos en las propias luces de la razón. Salvar el sistema metafísico-teológico antes que
atender al mundo concreto es la divisa del pensamiento medieval e incluso cuando mucha de

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esta actitud acompañará a los científicos modernos, aquéllos no dudan en emplear todas las
capacidades de su entendimiento para priorizar en su comprensión del mundo las verdades que
infieren de la cosmovisión cristiana, afirmando un cosmos cualitativamente jerarquizado en y
por Dios, continúan con la mirada puesta en el cielo y despreciando los problemas de la tierra.
Les interesa más la teología que la ciencia y continúan sumisos a la autoridad del libro, el
maestro y la Tora.
Por su parte los modernos, aunque muchos de ellos son profunda y sinceramente
cristianos, no dudan en modificar la imagen de Dios para hacerla semejante a las leyes de la
naturaleza que mediante razonamiento matemático y observación experimental van
estableciendo, con ellos Dios deja su trono celeste y asume la forma de la naturaleza.
Pero si el redescubrimiento de las matemáticas, de especies de animales y plantas
representan elementos de asombro para el hombre europeo, mayores conmociones y
perplejidades son las que sacuden su conciencia con los avances de la mecánica y astronomía
por un lado y del conocimiento del cuerpo humano por el otro, ambos reductos sagrados donde
se asentaba la cosmología aristotélica medieval.
Rechazando el ordenamiento de las esferas celestes sostenido por Ptolomeo y
Aristóteles, Copérnico propone uno en donde hace girar las esferas alrededor del sol y no de la
tierra. Aun cuando pensado como finito, el mundo copemicano conmueve la astronomía
tradicional al exponer matemáticamente un cálculo más simple y ajustado a los movimientos
observables de los planetas que el de sus antecesores. Pero al trastocar la visión astronómica
del mundo subvierte al mismo tiempo toda la cosmología del medievo, no sólo ha quitado del
lugar central a la tierra, sino que sus tesis suponen que el mundo no es como dice Dios en la
Biblia. Implica dudar del orden divino del universo, colocar bajo sospecha la tradición
escolástico-medieval. Si Lutero ha cuestionado la regla de fe, el trabajo de Copérnico
cuestiona el ser mismo de la obra de Dios. Para Copérnico no hay duda de que el orden del
mundo es realmente como lo concibe, la observación y el cálculo matemático lo demuestran
claramente, por eso afirma en el prefacio de su obra:

Por lo tanto, no nos avergonzamos de defender que todo lo que está debajo de la Luna, con el
centro de la tierra, describe entre los otros planetas una gran órbita alrededor del sol, que es el
centro del mundo; y lo que parece ser un movimiento del sol es, en verdad un movimiento de la
tierra [ ... ] si todo esto es dificil y casi incomprensible o contra la opinión de mucha gente, lo
haremos, si Dios quiere, más claro que el sol, por lo menos a aquellos que saben algo de
matemática (en: Crombie, 1974: 158; cursivas nuestras)

Observación y matemáticas, he aquí el fundamento de la nueva conciencia científica.


Las hipótesis no son artículo de fe sino de demostración matemática, contesta Copérnico a
Ossiander cuando éste especula sobre la naturaleza de su sistema. Pronto hasta los mismos
teólogos como Nicolás de Cusa y Giordiano Bruno habrán de defender la causa copernicana
seducidos por la fuerza de la argumentación matemática. Bruno irá mas lejos y afirmará en la
Cena de las Cenizas (1984: 131 y 132) que el universo es infinito y que existen infinidad de
mundos similares al nuestro. Plantear tal diversidad dejaba sin aliento a los teólogos pues
suponía tener que responder a cuestiones como ¿habría tenido Cristo tantas comparecencias
como mundos infinitos hay? ¿necesitan la redención los seres humanos de los otros mundos?
¿habría habido tantas encarnaciones de Cristo y tantas expiaciones del hijo de Dios a lo largo y

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ancho del universo infinito? (Butterfield, 1981: 88) tanta herejía no podía ser soportada por el
clero y en 1600 es condenado a la hoguera.
Posteriormente los desarrollos de la astronomía y la mecánica llevados a cabo por
Galileo, Tycho Brahe y Kepler confirmarán matemáticamente las tesis de Copérnico. Sus
trabajos científicos arrojarán sobre la mentalidad del diecisiete tres elementos de estupor:
descubren un cielo nuevo tal como Colón ha descubierto un mundo nuevo, establecen la
certidumbre de que la comprensión del universo está al alcance de la razón humana (la razón
experimental y matemática) y, finalmente, comienzan a concebir el universo como espacio
geométrico. Homogeneidad del ser, razón matemática y geometría realizada serán los grandes
corolarios de la mecánica terrestre y celeste del siglo XVII. Respecto a la racionalidad
geométrico-matemática Galileo es contundente cuando declara:

la filosofía está escrita en ese vasto libro que esta siempre abierto ante nuestros ojos, me refiero
al universo; pero no puede ser leído hasta que hayamos aprendido el lenguaje y nos hayamos
familiarizado con las letras en que esta escrito. Está escrito en el lenguaje matemático; y las
letras son los triángulos, círculos y otras figuras geométricas, sin las que es humanamente
imposible entender una sola palabra (Galileo, 1965: 38)

Con base en esta fe racional se buscarán los nuevos criterios de certeza que han de
guiar al hombre al conocimiento y dominio de la naturaleza, como claramente es afirmado por
Descartes y Bacon. Si atrás han quedado las utopías renacentistas ahora se erige una nueva
utopía que muy bien supo describir F. Bacon en su Nueva Atlántida, en donde la sociedad
estaría organizada por el saber de los hombres que habitan la Casa de Salomón (Bacon, 1975).
El ethos teológico cede su lugar al more geométrico.
Las transformaciones generadas por la revolución científica, la Reforma protestante y
la secularización de la palabra procurada por la imprenta conducirán, entre otros factores, a la
crisis definitiva de la cosmovisión medieval. Los postulados cinemáticos de Galileo fracturan
tanto la fisica aristotélica como los fundamentos de su cosmovisión puesto que suponen que el
universo mismo podría moverse sin ese primer motor que mueve el universo que a su vez
mueve las esferas de las estrellas fijas. El principio de inercia rompe con la heterogeneidad del
espacio, la necesidad de la causa y la finalidad del movimiento. Sus leyes del movimiento
crean las condiciones de posibilidad para pensar una nueva filosofia de la naturaleza. La
incomprensión inicial de los conceptos de Galileo y otros científicos se debe a que ya no
responden a los antiguos marcos de interpretación, por eso:

Han tenido que reformar nuestro propio intelecto; darle una serie de conceptos nuevos; elaborar
una nueva idea de la naturaleza, una concepción nueva de la ciencia; dicho de otro modo, una
nueva filosofia (Koyré, 1978: 183)

Quebrantados sus fundamentos aristotélicos, la cosmovisión del mundo cerrado pronto


se ve atacada por otros flancos; el estudio del cuerpo y la observación naturalista. En la nueva
visión del mundo se postula la homogeneidad del espacio en donde operan las mismas leyes
en la Tierra y en el cielo, espacio donde se cumplen cabalmente las leyes de la gravitación
universal, tal como lo postula Newton en su magna obra Philosophiae Naturalis Principia
Mathematica y lo reafirma en su Sistema del mundo. Con Newton se rompe definitivamente la
separación cualitativa entre las regiones, las mismas leyes regulan tanto el movimiento de la

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bala de un cañón como las órbitas de los planetas alrededor del Sol (NL 'vton, 1988). El espíritu
humano conquista por fin una nueva racionalidad del ser y construye un mundo
completamente nuevo.
Ligero sería, sin embargo afirmar que la tradición escolástica y sus questions
metafisicas son definitivamente abandonadas, algunos de los forjadores del nuevo
entendimiento de la naturaleza se verán envueltos en agudas disertaciones sobre las mismas,
Kepler y el santo Espinoza son muestra de ellos. El propio Descartes encuentra en la suprema
Bondad de Dios el fundamento último que garantiza sus certezas epistemológicas.
Perdida la confianza en la fe y la fisica aristotélica y teniendo enfrente la crisis de la
institución universal de la Iglesia, la exaltación del espíritu intentará calmar sus ansiedades y
angustias en la búsqueda de fundamentos nuevos para comenzar la reconstrucción total del
conocimiento. Tal es la tarea que emprenden por caminos divergentes Bacon y Descartes,
ambos coinciden, sin embargo, en la búsqueda de un instrumento que bien conduzca la
investigación de la verdad: el método. Igualmente comparten el ideal de la nueva filosofia: la
búsqueda de una ciencia que permita al hombre alcanzar el dominio de la naturaleza.
En las líneas iniciales de este capítulo decíamos que la obra de Cartesius se inscribe en
el marco de este mundo convulsionado y afirmábamos que se encontraba en una encrucijada,
confiamos que después de estas breves consideraciones hemos mostrado que esto es así dado
que, por un lado, conoce los logros de la ciencia y asiste al derrumbamiento espiritual del
medievo y, por otro, admira el nacimiento de una nueva cosmovisión.
Crucificado por estas circunstancia su obra transcurre en un constante ir y venir por las
sendas viejas y los caminos nuevos. Busca los fundamentos que le garanticen la certidumbre
indubitable del conocimiento verdadero, lleva hasta sus últimas consecuencias la duda
escéptica y tiene el firme propósito de desprenderse de todas las opiniones recibidas y no
atender ni a los libros ni a los sentidos, realiza una operación de recogimiento radical del
espíritu para regresar con la certeza del cogito. Pero en su viaje encuentra que solamente en
Dios puede fundamentar sus principios.
Con base en la sucinta revisión que hemos hecho del contexto histórico y social que
rodea la vida y obra de Descartes tal vez sea posible comprender el vasto programa de
reconstrucción cartesiano que desde el ejercicio radical de la duda elabora un ambicioso
proyecto de investigación que va de la metafisica al mundo pasando por el método.

14
CAPÍTULO SEGUNDO
ACERCA DEL MÉTODO

La obra de Descartes se inscribe en un contexto histórico particularmente


sorprendente y algunas de sus características influirán en su producción filosófica y científica.
En los siglos XVI y XVII se asiste a la crisis de la cosmovisión medieval, atrás va quedando el
orden cosmológico sostenido por el tomismo y aparecen las obras de sus impugnadores.
Anunciada por Escoto y Bruno, la nueva concepción del mundo formulada en lenguaje
matemático por Copérnico, Galileo, Tycho y Kepler terminará derribando el cosmos
amurallado colocando en su lugar un universo infinito.
El naciente paradigma mecanicista y geométrico de la ciencia será al mismo tiempo
causa y efecto del propio sistema cartesiano, empero, el filósofo de Turena no podrá renunciar
totalmente a algunos elementos esenciales del pensamiento medieval, su método en muchos
aspectos los recupera y en otros los rechaza para apropiarse de los de la ciencia moderna
ubicándolos en un conjunto con aspiraciones universales.
La filosofia que en tiempos del joven Descartes aún se enseña en las Universidades es
la escolástica que encuentra en la autoridad de las summas el fundamento de la verdad. En la
escuela se enseña, entre otras asignaturas, dialéctica y teología articuladas entre sí para
desarrollar en los estudiantes la destreza necesaria en el manejo del Organón aristotélico más
para disputar con ingenio que para obtener conocimientos.
Hasta qué punto la filosofia escolástica tenía desencantado a Descartes se pone de
manifiesto en el prefacio de su Investigación de la verdad por la luz natural ( 1984: 55) y en
la primera parte del Discurso del Método (1981a: 10) en donde leemos:

Tan pronto como terminé de aprender lo necesario para ser considerado como persona docta,
cambié enteramente de opinión porque eran tantos y tan grandes mis errores y las dudas que a
cada momento me asaltaban, que me parecía que instruyéndome no había conseguido más que
descubrir mi profunda ignorancia. Y, sin embargo, yo estaba en una de las más célebres
escuelas de Europa.

A partir de este descubrimiento nos dice:

Por esas razones en cuanto me liberté de la tutela intelectual de mis preceptores, abandoné el
estudio en los libros, y decidido a no buscar más ciencia que la que en mi mismo o en el gran
libro del mundo pudiera encontrar, empleé el resto de mi juventud en viajar (Ibídem: 12)

Buscar la ciencia en "el gran libro del mundo", en esta frase se advierte que Descartes
no era indiferente al desarrollo científico de su época, compartía la nueva actitud filosófica del
Renacimiento y de la ciencia del diecisiete, tal como queda manifestado en las referencias
explícitas que hace de los descubrimientos fisiológicos de W. Harvey en la quinta parte del

15
Discurso (Ibídem: 28 y 29) y de las experiencias de Gilbert sobre el imán en las Reglas para
la dirección del espíritu (1981c: 127 y 130).
Las mismas obras científicas (los Metéoros, la Dióptrica y la Geometría) de las cuales
el Discurso es un prefacio y su Tratado del Hombre son muestras evidentes de que Descartes
compartía y se comprometía en la producción de conocimientos científicos útiles, mostrando
que más allá de sus reflexiones metafisicas se encuentra una profunda preocupación por el
bienestar humano (Benítez, 1994). El conoce la desolación, miseria y dolor que han causado la
guerra (vr. gr . la de los "treinta años"), las hambrunas y las constantes epidemias de peste
bubónica que azotan el suelo europeo de 1618 a 1675 (Dantí, 1991), de ahí que pondere
enfáticamente la necesidad de una medicina científica.
Desde esta perspectiva, su rechazo a la escolástica no debe leerse simplemente como
insatisfacción intelectual o arrogancia de filósofo, la que no le era ajena como se aprecia en el
prefacio de las Meditaciones Metafísicas (1981b: 49) sino también como profunda vocación
filantrópica que le lleva a compartir, en este aspecto, el ideario baconiano que proclama el
señorío humano sobre la naturaleza. Igual que Bacon, anhela conseguir una ciencia aplicada
para resolver las necesidades del hombre (Rudoy, 1994: 64). Sobre el particular en la sexta
parte del Discurso (198 la: 33) nos dice que busca una:

filosofia eminentemente práctica, por la cual, conociendo la fuerza y las acciones del fuego, del
agua, del aire, de los astros, de los cielos y de todo lo que nos rodea, tan distintamente como
conocemos los oficios de nuestros artesanos, aplicaríamos esos conocimientos a los objetos
adecuados y nos constituiríamos en señores y poseedores de la naturaleza. Y no solo me refiero
a la invención de una infinitud de artificios que nos proporcionarían sin trabajo alguno el goce
de los frutos de la tierra e innumerables comodidades; me refiero especialmente a la
conservación de la salud, que es sin duda el primer bien y el fundamento de todos nuestros
bienes de esta vida.

El deslinde de la escolástica y la búsqueda de una ciencia renovada no es, sin embargo,


una postura original de Descartes, forma parte de la actitud filosófica que desde los albores del
Renacimiento se ha venido gestando y que P. Remus expresa en términos sorprendentemente
similares a los cartesianos casi cien años antes:

Después de haber dedicado tres años y seis meses a la filosofia escolástica, de acuerdo con las
reglas de nuestra universidad; después de haber leído, discutido y meditado sobre los distintos
tratados del Organón [ ... ] aún después digo, de haber invertido todo ese tiempo, considerando
los años en que me ocupé por entero en el estudio de las artes escolásticas, quise saber, en
consecuencia, a que propósito podía aplicar el conocimiento que con tanto esfuerzo y fatiga
había adquirido. Pronto descubrí que toda esa dialéctica no me había vuelto más docto en la
historia y el saber de la antigüedad, ni más diestro en la elocuencia, ni mejor poeta ni más sabio
en nada. ¡ah, que estupefacción, qué dolor! ¡Cómo deploraba mi malhadado destino, la
esterilidad de mi mente que, tras tanto trabajo, no podía recoger ni percibir siquiera los frutos de
esa sabiduría que, según afirmaban, se hallaba con tanta abundancia en la dialéctica de
Aristóteles! (en: Debus, 1985: 20)

Conocimientos útiles para la vida cotidiana de los hombres no esa suerte de juegos
verbales que la escolástica enseña para hacer más grande la reputación de filósofos y doctos,
tal es una de las principales coordenadas dentro de las que se ubica el proyecto cartesiano.
Otro de los rasgos distintivos de éste es la búsqueda de la verdad absoluta e indubitable para

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fundamentar los principios que sirvan de base para deducir todos los conocimientos posibles.
Estas breves consideraciones muestran hasta que grado Descartes compartía la naciente
filosofia que paso a paso vuelve la espalda a la obscuridad medieval.
Otro aspecto importante del contexto espiritual en el que surge la obra de nuestro
filósofo y que influirá hondamente en sus reflexiones, son las especulaciones de los
escépticos, tanto académicos como pirrónicos. Los primeros sostenían que no es posible lograr
el conocimiento absoluto ya que sólo se adquieren verdades probables. Los pirrónicos
recuperando los razonamientos de Sexto Empírico proponían suspender el juicio en todas
aquellas cuestiones en las que pareciera haber pruebas contradictorias acerca de su verdad,
este ejercicio debe incluir, consideraban, la cuestión de si "es posible conocer algo" (Popkin,
1983: 13)
Siguiendo la estrategia escéptica, el examen de las posibilidades del conocimiento
terminaba en un doble callejón sin salida: de un lado en el agnosticismo y del otro, en un
estado continuado de ataraxia. Lejos de ella quedaban las conclusiones mayéuticas de la
ironía socrática.
El escepticismo conoce un resurgimiento muy particular durante la Reforma a través de
la controversia en torno a la "regla de fe", esto es, acerca de ¿cuál es el criterio válido para
interpretar la Biblia? Cuando Lutero interpela la autoridad papal lo hace desde el
convencimiento de que la verdad sobre cuestiones religiosas descansa en un acto de fe
individual mediante el que se enfrenta a la escritura bíblica. A través de esta operación de
íntimo recogimiento, la autoridad del Papa y sus concilios es colocada en el nivel de una
simple opinión, como la de cualquier otro lector de la Biblia, ambos, el Papa y el lector
solitario se encuentran en el mismo nivel de verdad acerca de lo que quieren decir las
escrituras y, por lo tanto, una interpretación no es superior a otra en cuanto a su fundamento de
verdad. La interrogación del monopolio de la interpretación nace con los reformadores y es
seguida por filósofos como Espinoza y más tarde por los enciclopedistas. (Cresson, 1971: 16)
La controversia teológica implica en el fondo un grave problema gnoseológico que
atañe a toda teoría del conocimiento, nos referimos al problema de los criterios de verdad.
¿Dónde ha de encontrar su fundamento la verdad? ¿cuál es el procedimiento legítimo,
epistemológicamente, para encontrarla? Este es un asunto cardinal que el escepticismo
reformista hereda al pensamiento filosófico secular y que Descartes y los filósofos actuales
han tratado de responder.
Antes de analizar la propuesta cartesiana es conveniente señalar que la preocupación
acerca de la definición de un método seguro para encauzar la indagación científica está
presente en muchos de sus contemporáneos. Ya desde la segunda mitad del S. XVI tenemos el
trabajo de Acontius quien en 1558 escribe el De methodo, en 1620 se publica el Novum
Organum de Bacon, el Discurso ve la luz en 1637 y por esa misma época se dan a conocer el
Art de penser de por Royal (1650) y la Recherche de la Vérité (1674) de Malebranche.
(Hamelin, 1949: 40)
Pero lo que hace que el método cartesiano sea calificado como fuente primaria del
pensamiento filosófico moderno no es tanto su estructuración formal sino la función que
Descartes le asigna como instrumento para obtener el contenido total del conocimiento "puro"
derivando de él una continuidad exenta de cualquier laguna. (Cassirer, 1986: 448)

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En consecuencia, cuando se interroga acerca de las características que ha de tener el
método, encuentra que es conveniente reelaborar algunas virtudes de los procedimientos de
demostración de algebrístas y geómetras, pero antes de proceder a ello postula tres premisas
de orden gnoseológico que le permiten ir desbrozando el camino. Primera, considerando la
heurística huera del saber heredado y la fiabilidad de los sentidos, estima necesario comenzar
de nuevo todo el edificio del saber. Segunda, asume que entre los hombres no existen
diferencias sustanciales en cuanto al entendimiento, la razón es igual en todos. Tercera,
sostiene que la diferencia de opiniones tiene su origen en el hecho de que se siguen vías
distintas al considerar las cuestiones a investigar.
Con relación al primer punto Descartes declara ya en su Investigación que para poder
reconstruir el edificio del conocimiento es conveniente deshacerse de todas las opiniones
previamente recibidas. Para explicarlo recurre a la metáfora de la pintura, según la cual, así
como un pintor no pierde tiempo en corregir trazos anteriormente mal hechos y en lugar de
ello borra todo para que la nueva pintura no salga mal por guiarse en los trazos viejos, en la
búsqueda de la verdad es imprescindible desprenderse de todo aprendizaje previo (1984: 65).
Esta idea la recupera en los párrafos iniciales de la primera meditación (1981b: 55) y en la
segunda parte del Discurso, donde nos prepara para damos las reglas del método:

Digo esto porque yo me propuse arrancar de mi espíritu todas las ideas que me enseñaron, para
sustituirlas con otras si mi razón las rechazaba o para reafirmarme en ellas si las encontraba a su
nivel. Creía firmemente que por este medio obtendría mejores resultados que edificando sobre
los viejos fundamentos y apoyándome en principios aprendidos en mi juventud, sin examinar si
eran verdaderos (Descartes, 198 la: 14)

La depuración de ideas se convierte en operación básica para quién, como Descartes,


intenta definir un método infalible. Que el investigador de la verdad se deshaga de todo el
saber heredado es el paso inicial en este camino de reconstrucción, el que es llevado a cabo a
través del ejercicio de la duda metódica.
La segunda de sus premisas, la de la igualdad de la razón entre los hombres, es
necesaria a Descartes para justificar la potencia epistemológica del método, ya que si hubiese
diferencias intelectuales abismales entre ellos la universalidad del método, en este piano de
carácter cognitivo, perdería su pertinencia. Así, nos dice en la Investigación (1984: 63) que
hasta el más mediocre de los ingenios con el concurso del método puede descubrir por sí
mismo todo lo que los más sutiles pueden encontrar. En los párrafos introductorios de la
primera parte del Discurso lleva más adelante esta afirmación y declara abiertamente que el
buen sentido o razón para juzgar y distinguir lo verdadero de lo falso es por naturaleza igual
en todos los hombres.
Asentir en la igualdad de la razón entre los hombres establece las condiciones para
aseverar que son las diversas estrategias seguidas en el proceso de investigación de los
problemas y/o dificultades, así como los principios que las justifican, lo que hace que los
hombres mantengan distintas opiniones acerca de las cuestiones examinadas y se incrementen
las dificultades en la búsqueda del conocimiento. Esta observación constituye la esencia de la
tercera de sus premisas, de ahí que reiteradamente insista en que el método para encontrar la
verdad iguala las posibilidades cognoscitivas de los hombres. Es el método, entonces, el
instrumento a través del cual ha de realizarse la igualdad de la razón.

18
Teniendo en cuenta las anteriores consideraciones, Descartes revisa cuáles de las
estrategias de demostración matemática pueden serle útiles a sus propósitos y encuentra que
únicamente en el álgebra y la geometría puede obtener algo bueno. De la lógica que se enseña
en las escuelas advierte que más que producir conocimientos o inventar algo nuevo sirve para
ordenar las disputas e inferir conclusiones dudosas, ya que la verdad de las premisas en las que
descansan sus inferencias no ha sido establecida, por eso insiste en que los silogismos de los
dialécticos engañan a los sofistas pero no a quién se conduce con las luces de la razón, luego,
el silogismo ha de ser rechazado (1981c: 130). En su opinión, la dialéctica "vulgar" -
escolástica - desliza la búsqueda de la verdad de la ciencia a la retórica (1981 a: 116)
En cuanto al álgebra y el análisis geométrico, les critica que al ser empleado solamente
en la solución de cosas particulares pierden de vista sus aplicaciones generales,
permaneciendo, por lo tanto, sujetas a una exagerada dependencia de las figuras y los
números. Sin embargo, les reconoce que permiten ejercitar el pensamiento y procuran una
suerte de invención, al menos la de las demostraciones. Al respecto, antes de enunciar los
cuatro preceptos del método, declara:

Fundado en estas consideraciones comprendí la necesidad de buscar otro método que reuniendo
las ventajas de los tres anteriores [lógica, análisis y álgebra] estuviera exento de sus defectos
(Ibídem: 15; corchetes nuestros)

¿Cómo logra la reunión de sus ventajas para dar nacimiento a un nuevo método?
Siguiendo a Hamelin, 0. (1949: 60-62) podemos decir que la lleva a cabo a través de dos
operaciones: por un lado, haciendo abstracción de lo más general que subyace al álgebra y la
geometría descubre que ambas coinciden en que trabajan con relaciones y proporciones
(Descartes, 1981a: 16). Por otro, mediante la simplificación del análisis, en el álgebra hace
más sencillo el sistema de flotación, por ejemplo, empleando exponentes y en el análisis
geométrico empleando el álgebra para expresar relaciones geométricas y de cantidad. Al
respecto, Struik, (1998: 143) destaca que ese fue uno de los méritos de su Geometría al
permitir el tratamiento algebraico de curvas con lo que se sentaron las bases de la geometría
analítica. Este procedimiento lo apunta en el Discurso (198 la: 16) cuando señala:

Para considerarlas [las relaciones y proporciones] en particular del modo más adecuado a su
sencillez y a la claridad de la comprensión, las supuse líneas geométricas. Para considerarlas
en conjunto era conveniente que las representara por cifras. Por este procedimiento pondría a
contribución el análisis geométrico y el álgebra y corregiría los defectos con las ventajas que su
uso me reportara (corchetes e itálicas nuestras)

Con base a estas estimaciones resulta ahora comprensible por qué Descartes prefiere el
procedimiento analítico al sintético, tan común entre los geómetras, ya que procura la
invención de las verdades y muestra el método a través del cual se llegó a ellas. A su vez, los
resultados del análisis son adoptados ulteriormente por la síntesis como si fuesen axiomas
(Descartes, 1945: 172).
Al proceder a esta abstracción generalizadora de los elementos comunes del álgebra y
el análisis geométrico Descartes afianza las pretensiones de validez universal del método, por
eso decimos que él no está buscando cualquier procedimiento, está construyendo el método.
Bajo esta perspectiva también resulta claro su entusiasmo respecto a la posibilidad de crear

19
una ciencia universal, que denomina mathesis universalis a la que alude en la primera de las
Reglas.
Ubicados ciertos lugares desde los cuales concibe el método revisaremos enseguida
algunas de las características que piensa debe tener. Inicialmente diremos que desde su
perspectiva vale más no intentar buscar la verdad que hacerlo sin él, de esta forma dentro de su
proyecto el método ocupa un lugar privilegiado, más aún, indispensable. Pero ¿cómo lo
define? Descartes responde a esta pregunta en dos momentos, de manera extensa en las Reglas
y en forma resumida en el Discurso. Analicemos primero cómo lo hace en las Reglas. En la
regla IV define formalmente el método en los siguientes términos:

Por método entiendo aquellas reglas ciertas y fáciles cuya rigurosa observación impide que se
suponga verdadero lo falso, y hace que —sin consumirse en esfuerzos inútiles y aumentando
gradualmente su ciencia- el espíritu llegue al conocimiento de todas las cosas accesibles a la
inteligencia humana (1945: 101)

Dos cosas esenciales conviene destacar de esta sucinta definición: primero, que el
método es un ordenamiento reglado del despliegue del entendimiento que nos permite acceder
a la verdad; segundo, que nos proporciona la estrategia necesaria para alcanzar todo
conocimiento posible. Este último aspecto tiene implicaciones muy radicales ya que supone
una tesis epistemológica fuerte: señala que el método nos conducirá, si es seguido bajo estricta
observancia, a los límites del conocimiento. En este sentido, el método también define los
límites reales de la razón, por eso insiste enseguida que es obligatorio:

No suponer verdadero lo que es falso y llegar al conocimiento de todas las cosas. No hay que
perder de vista estos fines del método (Ibídem: 101; itálicas nuestras.)

Desde un principio Descartes deja claro que el método es el instrumento de la razón


que le garantiza poder llegar a la verdad y distinguirla del error, ¿pero qué es la verdad? ¿en
qué consiste el error? En este apartado no nos detendremos a analizar estas cuestiones, las que
habremos de revisar más adelante, por el momento basta con señalar que su propuesta
metodológica supone la prescripción tanto de los límites de las facultades cognoscitivas como
de lo cognoscible.
Por otro lado, y consecuente con su ponderación heurística del análisis y la síntesis,
ambos procedimientos los considera operaciones básicas del método:

El método consiste en el orden y disposición de las cosas a las que debemos dirigir el espíritu
para descubrir alguna verdad. Lo seguiremos fielmente si reducimos las proposiciones obscuras
y confusas a las más sencillas, y si partiendo de la investigación de las cosas más fáciles,
tratamos de elevarnos gradualmente al conocimiento de todas las demás (Ibídem: 104)

Como complemento instrumental de los pasos anteriores en la regla VII expone la


necesidad de hacer tantas enumeraciones como sean necesarias para asegurarnos que nada ha
escapado a la reducción analítica y ascenso sintético. Esta revisión permite descubrir
conexiones que inicialmente no eran evidentes, así, la enumeración se convierte en una especie
de aseguramiento del espíritu de la confiabilidad de los procedimientos señalados en la regla
V, leemos en las Reglas:

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Para completar la ciencia, es preciso, por un movimiento continuado del pensamiento, recorrer
todos los objetos que se relacionan con el fin que nos proponemos, y así abarcarlos en una
enumeración suficiente y ordenada (Ibídem: 107)

La explicación de los preceptos metodológicos de análisis, síntesis y enumeración es


ampliada en las reglas XI, XII y XIII. Por otro lado, las demás reglas sirven para precisar
algunos aspectos involucrados en dichos principios. Por ejemplo, en la VIII y XII presenta
algunos aspectos de la teoría del conocimiento que subyacen al método y en las reglas IX y X
resalta las facultades del espíritu que pueden auxiliar al intelecto para hacerlo
epistemológicamente efectivo.
Finalmente, es en la segunda parte del Discurso donde Descartes expone en forma
resumida las reglas del método las cuales las reduce a cuatro preceptos. Primero, el de la
evidencia, nos prescribe rechazar como si fuese falso lo dudoso. Segundo, el de la división,
señala que las dificultades que se examinan deben ser divididas en tantas partes como sea
necesario para resolverlas. Tercero, el del ascenso sintético, establece la necesidad del
ordenamiento de los conocimientos comenzando con los más sencillos para elevarse
gradualmente hasta los complejos. Cuarto, el de la enumeración, impone hacer tantas
revisiones enumerativas como sea necesario y suficiente para tener la seguridad de que no ha
sido omitido nada. (198 la: 16)
Tales son en síntesis las características y objetivos del método que Descartes nos
propone para descubrir la verdad. Y su propuesta se encuentra articulada adecuadamente con
las premisas mencionadas. Como se advierte, nosotros hemos asumido una continuidad
conceptual entre la exposición realizada en las Reglas con la del Discurso, esta interpretación
no es, sin embargo, aceptada por algunos comentadores del método cartesiano, por ejemplo,
Grau, J. (1938) señala que las dos obras remiten a métodos distintos y agrega que se abandonó
la terminación de las Reglas porque resultaron un proyecto inviable, de tal suerte que, en su
opinión, no pueden servir para comprender los postulados del Discurso. Por su lado,
Desmond, M. (1986) sostiene que existe una diferencia entre el método y la metodología que
Descartes usa en sus investigaciones científicas. Aunque él rechaza esto enfáticamente a
propósito de la forma en que metodológicamente elaboró las Meditaciones, esta cuestión
continúa siendo un debate abierto.
En cualquier caso, aun concediendo que no sea posible establecer correlaciones
puntuales entre las Reglas y el Discurso, coincidimos con Quintas, (1980: 29) en el sentido de
que el pensamiento cartesiano se fue construyendo progresivamente y que se advierte la
introducción de matices tanto en el Discurso como en las Meditaciones y los Principios.
En estas líneas sólo hemos considerado los rasgos distintivos y la estructura general del
método en Descartes, sin embargo, queda pendiente elucidar cuáles son los supuestos e
implicaciones epistemológicas que subyacen a su propuesta metodológica. Tal es la pregunta
central que orientará nuestras reflexiones en los siguientes capítulos, pues es precisamente ése
el propósito principal de nuestro trabajo: indagar y tratar de ubicar algunos puntos
constitutivos del entramado epistemológico del método cartesiano.

21
CAPÍTULO TERCERO
LA DUDA Y LA BÚSQUEDA DE LA VERDAD

Desde nuestro punto de vista podemos decir que el Discurso representa un momento
fundacional de la filosofia moderna en su vertiente racionalista en tanto declara inútiles los
viejos modos de pensamiento escolástico y afirma la autosuficiencia de la razón para llegar
por sus propios medios a la verdad.
Al colocar bajo sospecha la certidumbre del conocimiento adquirido de libros y
preceptores, Descartes enfrenta los aguijoneos de los escépticos y decide llevar la duda hasta
sus más radicales consecuencias. Se propone entonces rechazar todo prejuicio u opinión
previamente adquirido sometiéndolos a un riguroso examen a través de un método que le
permita distinguir los conocimientos verdaderos de los falsos.
En la segunda parte del Discurso presenta los cuatro preceptos metodológicos que han
de llevarnos por vías seguras a la solución de los problemas de la ciencia, el primero enuncia
el principio de la evidencia, el segundo el del análisis, el tercero el de la progresión sintética y
el cuarto el de la enumeración. Por sus implicaciones epistemológicas el primero cobra
especial relevancia para nuestro análisis ya que en él se despliega el carácter heurístico de la
duda al señalar que exclusivamente lo indubitable puede ser considerado verdadero.
Tan crucial es el papel que juega la duda dentro del sistema cartesiano que
consideramos imprescindible aventurar algunas reflexiones con relación a la forma en
Descartes se vale de ella tanto para mostrarnos la irritable fragilidad del Ser como para afirmar
su primer principio.
Al proponerse examinar los fundamentos en los que descansa el conocimiento
heredado, Descartes tiene claro cual es el proyecto en el que se inscribe el ejercicio dubitativo,
la búsqueda de la verdad:

Me impulsaba un imperioso deseo de aprender a distinguir lo verdadero de lo falso para juzgar


con claridad mis acciones y caminar rectamente por la senda de la vida [ ... J Para coronar mi
moral examiné las profesiones que suelen ejercerse en sociedad a fin de elegir la que mejor me
pareciera; y, sin que esto sea despreciar la de los demás, pensé que la mejor profesión era la que
ya practicaba, que la más noble misión del hombre consistía en cultivar la razón, y que, al
consagrarme por entero a esta labor, debía avanzar cuanto pudiera en el camino de la verdad,
siguiendo fielmente el método que me había impuesto (Descartes, 198la: 12 y 19; itálicas
nuestras)

Dedicarse únicamente a la búsqueda de la verdad, tal es el propósito inicial de


Descartes que comprende la parte filosófica de su proyecto, la otra es la producción de
conocimientos ciertos y útiles en las demás ciencias. Es, sin embargo, la búsqueda de la
verdad una empresa que adquiere características muy especiales dentro del sistema cartesiano
ya que él no se refiere a las verdades particulares de una ciencia en especial, por el contrario,
habla de la verdad, de fundamentar la posibilidad misma de poseer alguna verdad indubitable

23
que sirva de primer principio de la filosofía.. Esta connotación la ubica en un plano filosófico
y, más aún, metafisico. ¿Cuáles son los presupuestos epistemológicos de la verdad? ¿es
posible establecer firmemente una? Estas preguntas de suyo definen un asunto crucial: el
problema del conocimiento. Detrás de estas interrogaciones se encuentra la duda acerca de la
posibilidad misma del conocimiento. Tales preguntas emplazan las iniciales reflexiones acerca
del método no en el orden técnico o puramente algorítmico, tal como una lectura ligera de la
segunda parte del Discurso pudiera sugerir, sino en el terreno estrictamente filosófico, que
derivara, como más adelante analizaremos, en reflexiones de orden ontológico y metafísico.
Pero, ¿por qué Descartes se pregunta acerca de la posibilidad de establecer la verdad?,
esto presupone que antes ha puesto sobre todo el saber tradicional la interpelación escéptica.
Nuestro infatigable autor manifiesta, en la primera parte del Discurso, que no le han satisfecho
los conocimientos adquiridos en la Escuela en la que se enseña a ganar controversias pero no a
encontrar nuevos conocimientos, respecto a los libros no deja de señalar que incluso:

Un hombre discreto no tiene la obligación de haber leído todos los libros ni de haber aprendido
con esmero todo lo que se enseña en las escuelas; fuera incluso cierto defecto en su educación
el haber empleado demasiado tiempo en el ejercicio de las letras (1984: 55)

El desencanto del saber aprendido le lleva a concluir que tal vez resulta más útil viajar
y aprender del gran libro del mundo y dedicarse por sí mismo a reflexionar sobre las cosas que
le son urgentes de aclarar, de este modo, reconoce sólo dos fuentes posibles de conocimiento:
la experiencia directa y la reflexión solitaria de la razón. En consonancia con estos
pensamientos, nos dice al inicio de la cuarta parte del Discurso:

Observé que, en lo relativo a las costumbres, se siguen frecuentemente opiniones inciertas con
la misma seguridad que si fueran evidentísimas; y esto fue precisamente lo que me propuse
evitar en mis investigaciones de la verdad. Quería rechazar lo que me ofreciera la más pequeña
duda para ver después si había encontrado algo indubitable (1981a: 21)

De manera similar se expresa en el primer párrafo de la primera meditación:

Hace algún tiempo que vengo observando que desde mis primeros años he recibido por
verdaderas muchas opiniones falsas que no pueden servir de fundamento sino a lo dudoso e
incierto, porque sobre el error no puede levantarse el edificio de la verdad. Con los principios
que me habían enseñado nada útil podía conocer, porque de principios falsos no se deducen
consecuencias ciertas, y decidí deshacerme de todos los conocimientos adquiridos hasta
entonces y comenzar de nuevo la labor, a fin establecer en las ciencias algo firme y seguro
(1981b: 55)

Estas dos citas nos muestran claramente que lo que Descartes se propone, en esta etapa,
es llevar a acabo una revisión exhaustiva de los fundamentos de todo conocimiento y como no
cree que lo aprendido en la escuela y con los maestros pueda serle útil para lograrlo adopta
como estrategia inicial el método de la duda.
Comienza su tarea suponiendo que todas las opiniones y creencias que hasta ese
momento tenía como ciertas están equivocadas o son falsas, se abstiene de darles su
asentimiento y las considera dudosas. Además, coloca bajo este cristal la certidumbre de la

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existencia de su cuerpo, los objetos y en general las cosas del mundo. Este es el camino lógico
que sigue la duda, la que es asumida como requisito indispensable para poder encontrar alguna
verdad fuera de toda sospecha.
Rechazar lo dudoso como si fuese falso - no afirma nunca que sea realmente falso - he
ahí la característica central de la duda cartesiana. Y como él lo que busca es una verdad cuya
naturaleza sea la indubitabilidad no puede aceptar como verdadera cualquier cosa que le
presente la más mínima ocasión para dudar de ella. Este principio que ha quedado establecido
en las reglas II y III, lo resume en el primer precepto del método:

El primero de estos preceptos, consistía en no recibir como verdadero lo que con toda evidencia
no reconociese como tal, evitando cuidadosamente la precipitación y los prejuicios, y no
aceptando como cierto sino lo presente a mi espíritu de manera clara y distinta que acerca de su
certeza no pudiera caber la menor duda (198 la: 16)

El despliegue de la duda lo lleva a cabo en tres momentos de creciente generalidad,


comienza con las ilusiones perceptuales, lo continúa en la experiencia onírica y lo generaliza a
través de la hipótesis del "genio maligno". De la desconfianza en el conocimiento sensual
llegará hasta la puesta en duda de la existencia de todas las cosas, incluida la de su propio
cuerpo, pues en última instancia, es a través del testimonio de los sentidos que tenemos la
experiencia de existencia del mundo extra mental.
¿Qué es lo primero que ha de ponerse en duda? El conocimiento que proviene de los
sentidos. Para Descartes resulta evidente que los sentidos engañan ya que muchas veces nos
informan equivocadamente acerca de la realidad del mundo. Recuperando sus ejemplos
tenemos que, al mirar el sol nos parece que tiene un tamaño diminuto, cuando observamos a lo
lejos una torre percibimos que es cuadrada y cuando nos acercamos a ella descubrimos que es
circular y si sufrimos de ictericia todo lo vemos de color amarillo. Estos errores perceptuales
le llevan a concluir que así como no confiamos más en aquel que una vez nos ha mentido,
tampoco podemos hacerlo con los sentidos puesto que si en alguna ocasión nos engañan es
posible que en otras también lo hagan. El saber por lo sentidos es entonces dudoso y como no
hemos de aceptar lo dudoso como si fuese cierto han de ser rechazados como camino para
encontrar la verdad.
La duda sobre los sentidos encuentra un desarrollo más cuando Descartes reflexiona
que no es posible distinguir el sueño de la vigilia ya que estando dormidos podemos soñar que
estamos sentados frente a una hoja de papel en blanco, que vestimos de negro y que sentimos
el calor del fuego y son tan vívidas las sensaciones que durante el sueño no existe manera
alguna de saber si nuestras creencias perceptuales son verdaderas o falsas. Esto se aclara
cuando despertamos y vemos que estamos desnudos y tendidos sobre la cama. De manera
similar reflexiona que incluso ahora que él está sentado, vestido de negro, escribiendo y
sintiendo el calor de una estufa puede suceder que esté soñando:

,Estaré soñando ahora? Mis ojos ven claramente el papel en que escribo; muevo la cabeza de
un lado a otro con perfecta soltura, levanto el brazo y me doy cuenta de ello. Todo me parece
mucho más distinto y preciso que un sueño. No, no estoy soñando. Pero pienso con
detenimiento en lo que en este momento me pasa y recuerdo que durmiendo me frote los ojos
para convencerme de que no estaba soñando, y me hacía las mismas reflexiones que despierto
me hago ahora. Eso me ha ocurrido muchas veces. De aquí deduzco que no hay indicios por los

25
que podamos distinguir netamente la vigilia del sueño. No los hay, y porque no los hay me
pregunto lleno de extrañeza, ¿será un sueño la vida? Y estoy a punto de persuadirme de que en
este instante me hallo durmiendo en mi lecho (1981b: 56)

Las consideraciones cartesianas en tomo a la imposibilidad de distinguir el sueño de la


vigilia no son más que un segundo corrimiento de la duda (en la sexta meditación expone los
elementos para hacer la distinción) para extenderla a todo aquel conocimiento que tenga su
origen en los sentidos. Pero pudiéndosele objetar que si bien los sentidos algunas veces nos
engañan en otras no lo hacen, Descartes introduce la estrategia de la imposibilidad de
distinguir el sueño de vigilia, pues al no haber "marcas" que los distingan, no se puede afirmar
que las experiencias en vigilia acerca de los objetos de los sentidos sean verdaderas en virtud
de que las acaecidas durante el sueño son siempre falsas en tanto que sus objetos no existen
factualmente. Ahora bien, es la duda sobre los objetos de la percepción, más que el saber si se
está despierto o soñando, lo que resulta epistemo lógicamente pertinente dentro del proyecto
del buscador de la verdad. (Dauler, 1990: 54 y 58)

Luego, si no es posible distinguir el sueño de la vigilia y en aquél los sentidos de suyo


siempre resultan un engaño, se instala definitivamente la duda sobre toda percepción posible y
con ello comienza un deslizamiento de lo epistemológico a lo ontológico. Con el argumento
del sueño se rechazan los sentidos como fuente de conocimiento y los objetos son cubiertos
con un velo de opacidad existencial.
De esta forma Descartes abona el camino para hiperbolizar la duda. y se pregunta
cómo es posible que también desconfie de las verdades que antes de iniciar el proceso
dubitativo había tenido como inconmovibles, pues argumenta, aun dormido es indudable que
dos más dos son cuatro y que en un triángulo la suma de sus ángulos internos es igual a dos
rectos. ¿Cómo pueden ser cuestionadas verdades tan evidentes? El mismo responde que,
debido a que se ha hecho el propósito de dudar de todo lo que anteriormente consideraba
cierto, es necesario que las verdades matemáticas igualmente sean puestas en duda.
Esta respuesta parece inconsistente ya que las verdades geométricas y aritméticas
cumplen con el requisito de ser claras y distintas, entonces, ¿por qué a pesar de esto han de ser
vistas como si fuesen falsas? Para contestar advierte que en él se encuentra la idea de un ser
todo poderoso de quién él es un efecto y asume que es posible que éste ser soberano, cuyos
atributos reconoce en Dios, bien puede ser tal que siempre se empeñe en engañarlo:

Supondré, pues, que Dios —la suprema Bondad y la Fuente soberana de la verdad- es un genio
astuto y maligno que ha empleado su poder en engañarme; creeré que el cielo, el aire, la tierra,
los colores, las figuras los sonidos y todas las cosas exteriores, son ilusiones de que se sirve
para tender lazos a mi credulidad; consideraré, hasta que no tengo manos, ni ojos, ni carne, ni
sangre, ni sentidos y que a pesar de ello crea falsamente poseer todas esas cosas; me adheriré
obstinadamente a estas ideas; y si por este medio no consigo llegar al conocimiento de alguna
verdad, puedo por lo menos suspender mis juicios, cuidando de no aceptar ninguna falsedad
(1981b: 58; itálicas nuestras)

Con la introducción de la hipótesis del Genio Maligno la duda es llevada hasta sus
últimas consecuencias y si admite la posibilidad de que exista dicho genio entonces no existen
razones para no suponer que empleando toda su astucia en engañarlo también lo lleve a

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equivocarse en proposiciones como: "dos mas dos son cuatro", pues está en su poder hacer
que no sea así y que dos más dos sumen cinco.
Dos consecuencias pueden derivarse del recurso de la figura del genio maligno. En
primer lugar se consolida la tesis de que los sentidos definitivamente no pueden ser fuente
confiable de conocimiento, especialmente de las cosas a través de ellos testimoniadas. Para
Descartes las sensaciones no sólo no nos proporcionan una base adecuada para distinguir las
percepciones verdaderas de las falsas, sino que los sentidos efectivamente nos engañan acerca
de cómo es realmente el mundo. Para escapar de la falsa imagen sensorial es necesario
distanciarnos de los sentidos y movernos en dirección racionalista, esto es, hacia la
verificación racional de las percepciones.
Desde esta perspectiva se comprende uno de los argumentos que presenta en la sexta
meditación para desencaminar el argumento del sueño. Por un lado apela a lo psicológico
diciendo que una forma de distinguir el estado onírico de la vigilia es la imposibilidad de la
memoria para relacionar nuestros sueños unos con otros y con la serie de los acontecimientos
de nuestra vida, lo que sí puede hacer estando despiertos (Ibídem: 89). Por otro lado, y este es
el argumento que apunta en la dirección racionalista, una vez que se han establecido los
criterios de verdad (en la tercera meditación) es posible desestimar el sueño como elemento
para desacreditar los pensamientos tenidos en vigilia siempre que se ajusten a los criterios de
claridad y distinción, en consecuencia, los sentidos se rechazan no por su eventual naturaleza
onírica, sino porque no se ajustan a las notas de veracidad. (Dauler, 1990: 57).
La segunda consecuencia es que al extender la duda a la existencia de los cuerpos y
objetos, el ego cogitans no puede afirmar ontológicamente el mundo a partir de su propio
despliegue. El mundo dado en la experiencia sensible no resiste pues la crítica de la duda y en
este estadio inicial:

el ser del mundo tiene que quedar fuera de validez. El que medita se mantiene a sí mismo, en
cuanto ego puro de sus cogitaciones, como siendo absolutamente indubitable, como
insuprimible aun cuando no exista el mundo (Husserl, 1997: 6)

La aguda observación husserliana nos permite señalar cómo, en este nivel de la duda,
de la imposibilidad de afirmar la veracidad del mundo se transita a su negación ontológica.
Bajo estas condiciones se prefigura una de las más sorprendentes, y al mismo tiempo
malograda, intuición cartesiana, la del ego como razón pura. (Frondizi, 1952: 18-27; Husserl,
1997: 25)

Con la duda metafisica, Descartes se encuentra epistemológica y ontológicamente solo.


En la primera etapa de su búsqueda de la verdad todavía no encuentra siquiera una y sí en
cambio se ha perdido como cuerpo y su alma siente el vahído que provoca la precipitación de
la razón en la gran oquedad que le ha dejado la pérdida del mundo
Dos cosas más se han logrado a través de la duda hiperbólica: primero, conmover los
cimientos de los viejos sistemas de creencias y segundo, colocar la razón como fuente única de
conocimiento. Sin embargo, ¿cómo salir de la soledad epistemológica? ¿qué puede haber que
detenga la nada? Es precisamente en este punto que la duda revela sus posibilidades. En el
límite de la misma Descartes encuentra que:

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enseguida noté que si yo pensaba que todo era falso, yo, que pensaba debía ser alguna cosa,
debía tener alguna realidad; siendo que esta verdad: pienso luego existo era tan firme y tan
segura que nadie podría quebrantar su evidencia, la recibí sin escrúpulo alguno como el primer
principio de filosofia que buscaba (198 la: 21)

Siguiendo el camino de la duda Descartes finalmente se recupera a sí mismo y obtiene


la evidencia de su existencia. Por medio del cogito se constituye una verdad indubitable de
naturaleza dual. Por un lado, representa la primera certeza epistemológica: sabe que existe y,
por otro, expresa una certeza ontológica: él es. A tales certidumbres, que representan los
cimientos de su sistema, hay que agregar la inferencia de los criterios por los cuales puede
reconocerse la verdad:

Estoy seguro de que soy una cosa que piensa; pero, ¿sé acaso lo requerido para estar cierto de
algo? En este primer conocimiento me he asegurado de la verdad por una clara y distinta
percepción de lo conocido. Esta percepción no sería suficiente para darme la seguridad de que
lo que afirmo es verdadero, si pudiera ocurrir que una cosa concebida con toda claridad y
distinción fuese falsa. Me parece que puedo ya establecer la regla general de que todas las
cosas que concebimos clara y distintamente, son verdaderas (1981b: 64; itálicas nuestras)

La claridad y distinción son entonces, a partir de la certeza autoevidente del cogito, los
criterios de verdad que permiten distinguir lo verdadero de lo falso. La sencillez aparente de
los criterios de verdad que supone el cogito no lo es tanto. Un examen cuidadoso de ellos nos
revelan una serie de problemas epistemológicos de largo alcance, por el momento no nos
detendremos en esto (lo haremos más adelante) y proseguiremos con la exposición de las
relaciones entre el cogito y la duda.
Con el cogito la duda es detenida y la nada comienza a ceder su lugar al conocimiento
positivo; Descartes ha encontrado por fin su anhelado punto arquimedeano. La certeza de ser
en tanto se piensa detiene la duda y se encuentra el "primer principio de filosofia" para poder
reconstruir desde sus cimientos el edificio del conocimiento. No importa cuanto me engañe el
genio maligno, no importa que emplee todo su poder en hacer que me equivoque, en tanto lo
haga no puede dudarse que soy en tanto me equivoco y dudo, en tanto pienso. Sin embargo, la
asechanza del genio maligno aún no está conjurada, pues todavía puede suceder que los
criterios de verdad sean falsos y que una cosa concebida con toda claridad y distinción no sea
verdadera. Esto puede ocurrir en virtud de que el genio engañador tiene el poder para forzarme
a creer en cosas equivocadas.
La hipótesis del genio maligno es, sin embargo, una tesis contradictoria o paradójica;
veamos por qué. Si es tal su poder que hace que siempre me equivoque y que todo lo que
afirme sea falso, entonces la postulación de su existencia es también una creencia falsa, en
consecuencia, no es cierto que siempre me equivoque pues al ser falsa su existencia, toda
predicación que de él haga también lo es. únicamente admitiendo su existencia cobra
coherencia epistemológica la afirmación de su poder para llevarme siempre al engaño.
Empero, Descartes finge que no conoce a Dios y mantiene la posibilidad de su existencia con
el propósito de refutar definitivamente los argumentos de los escépticos, así, nos dice en la
tercera meditación:

Si ninguna razón tengo para creer que hay un Dios que me engañe, y si todavía no he
examinado las que prueban que existe un Dios, la razón de dudar depende solamente de la

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opinión expuesta [la idea del genio maligno], es bien ligera y, por decirlo así, metafísica. Pero a
fin de quitarle el fundamento que pudiera tener, procuraré saber si hay un Dios tan pronto como
de ello se me presente la ocasión; y si veo que hay uno, intentaré saber si puede engañarme. Sin
el conocimiento de estas dos verdades, es imposible considerar como cierta ninguna cosa
(198 lb: 64; corchetes e itálicas nuestras)

Si bien la duda se ha detenido y el genio maligno ha sido derrotado por la certeza del
cogito, aún queda por demostrar que el ser omnipotente que puede hacer que siempre me
equivoque existe y saber si realmente lo hace. Tal es el siguiente paso en el camino de
recuperarse a sí y al mundo perdido. Antes de pasar a revisar los argumentos de Cartesius
respecto a estas dos cuestiones (que abordaremos en el próximo capítulo), conviene
reflexionar acerca de algunas implicaciones del cogito.
¿En que se apoya Descartes para considerar los resultados de la experiencia del cogito
.como el primer principio de la filosofia? Una de las objeciones iniciales que se le hicieron ya
desde la redacción del Discurso, que previamente había dado a conocer a algunos lectores, fue
que no podía afirmar la certidumbre del mismo pues antes había que saber lo que es pensar,
dudar y existir. El responde que no hay que hacerlo a la manera de los escolásticos, sino que
ante todo hay que asumir el cogito como un acto de intuición inmediata aun cuando, por su
redacción, pudiera pensarse como una inferencia, particularmente a partir de que pensamiento
y ser se entrelazan por el conectivo luego.
Si se considerara el cogito como inferencia nacida de un silogismo, entonces seria
posible reconstruir su estructura haciendo pública (argumentan sus objetadores) la mayor, que
podría formularse en los siguientes términos: "todas las cosas que piensan son", la menor: "el
hombre piensa", luego... Pero como hemos señalado, el silogismo falla precisamente porque
su "materia", esto es, sus premisas no han sido previamente demostradas, condición necesaria
para demostrar la verdad de las conclusiones. Pero cuando Descartes afirma que es una
intuición evita disputar en los falaces terrenos de la dialéctica escolástica:

Cuando vemos que somos cosas que piensan, es ésta una primera noción que no se deduce de
silogismo alguno; y cuando alguien dice: yo pienso, luego soy o existo, no infiere su existencia
de su pensamiento como cediendo a la fuerza de algún silogismo, sino afirmando una cosa de
suyo conocida, que ve por una simple inspección del espíritu (1945: 64)

Con esta aseveración elude la necesidad de demostrar la premisa mayor ya que el


cogito se aprehende en un acto de intuición espiritual cuya inmediatez en la conciencia no deja
lugar a la posibilidad de que la duda se introduzca. El acto intuitivo mediante el cual se accede
a la certeza del cogito no está, sin embargo, exenta de objeciones como la que señala
Villanueva, E. (1988: 45-46) cuando dice que junto con las ideas, consideradas por Descartes
como en sí mismas no falsas, también existen actos simples de intuición (como el cogito) que
son de suyo evidentemente ciertos, por lo tanto, en ambos casos la predicación veritativa no se
suscita en tanto que la afirmación inherente de su verdad y la imposibilidad de aplicarles el
predicado de falsedad parece implicar que tampoco puede adscribírseles, predicativamente, el
de verdad. Si esto es cierto, entonces el cogito no derrota a la duda filosófica en virtud de que
ésta opera sobre cosas a las que se les pueda aplicar el predicado de verdad o falsedad, en
consecuencia, no estaría acreditado el cogito como concepción verdadera. . .o falsa.

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Por nuestra parte consideramos que, aun cuando la estructura gramatical del cogito
parece sugerir una inferencia silogística no lo es, como en repetidas ocasiones lo señala el
propio Descartes, por lo que, en tanto acto de aprehensión del espíritu encuentra su
fundamento de verdad en la inmediatez de la intuición, locus último en donde acaece la
experiencia de claridad y distinción, la primera por su presencia inmediata al espíritu y la
segunda por concurso del entendimiento que puede concebirla sin necesidad de otra cosa.
En cuanto al conectivo "luego" que une pensar y existir, Descartes encuentra, como lo
señala WIlliams, B. (1995: 89) que es una relación de necesidad que puede ser captada
intuitivamente, así, el cogito es inmediatamente captado en toda su extensión y en un instante,
estableciendo de esta manera las condiciones suficientes para sostenerse como paradigma de
verdad y certidumbre. Tomado en su ejemplaridad Cartesius adopta las notas de claridad y la
distinción del cogito como criterios de verdad para cualquier idea o inferencia. Al respecto
conviene señalar que reiteradamente insiste en que exclusivamente existen dos formas de
capturar la verdad de un pensamiento o razonamiento: la intuición y la deducción.
Por la intuición se aprehende la certeza evidente de proposiciones como: "lo que ha
sido no puede haber no sido", "los ángulos internos de un triángulo son igual a dos rectos",
etc. Su certeza es autosubsistente al margen de cualquier consideración empírica, por la sola
fuerza de la evidencia captada en la intuición se justifica su verdad. Por su parte, la deducción
sólo es confiable si sus distintos eslabones se han derivado con claridad y distinción de los
precedentes y se sigue en los mismos términos con los subsiguientes. para garantizar que esto
sea así conviene, nos recomienda Descartes, ejercitar la mente en recorridos constantes de
estas cadenas de deducción para capturarlas a través de un movimiento continuado del
espíritu, esto es, por una intuición sostenida (198 lb: 109)
Esta inspección en "un solo movimiento del espíritu" es el fundamento epistemológico
de la deducción que corresponde al precepto de la progresión sintética señalada como el tercer
precepto del método, sobre esto volveremos más adelante.
Si como dice Morente, M. (1941) la hipótesis del genio maligno instala la duda en la
onticidad y cognoscibilidad del mundo, su derrota mediante la certeza del cogito, abre el
camino para recuperarlo en los dos planos por él señalados al mismo tiempo que rescata la
posibilidad de la razón de fundar con certeza la verdad, pero tales recuperaciones no
sobrevendrán sino hasta que quede demostrada la existencia y bondad de Dios, probanza que
resulta inevitable hacer para sostener el racionalismo cartesiano.
La duda metódica que Descartes propone como una estrategia de principio para
interrogarse acerca de las posibilidades del conocimiento cumple adecuadamente su propósito
en dos niveles. Primero, al hacerse "hiperbólica" y poner bajo sospecha toda creencia
inicialmente considerada verdadera, incluso la del propio cuerpo y la del mundo, cumple una
función crítica que evita todo apresuramiento epistemológico y, consecuentemente, previene
contra el error que descansa en el prejuicio. Segundo, al estar enfocada contra los cimientos de
la teoría del conocimiento que encuentra en los sentidos el fundamento esencial de todo saber,
como lo declaraba Aristóteles en su famoso aforismo de que "nada hay en la mente que antes
no haya pasado por los sentidos", allana el camino que define su propia concepción de
conocimiento y método. Con relación a la primera, asume que sólo en la intelección acaece el
verdadero conocimiento tal como lo advierte en último párrafo de la tercera meditación
(1981b: 63)

30
Heme aquí en el punto a que quería llegar. Si puedo afirmar con pleno convencimiento que los
cuerpos no son conocidos propiamente por los sentidos o por la facultad de imaginar, sino por
el entendimiento; si puedo asegurar que no los conocemos en cuanto los vemos o los tocamos
sino en cuanto el pensamiento los comprende o entiende bien.

Al señalar que es el entendimiento el que conoce y asumiendo el cogito como ejemplo


privilegiado del mismo, Descartes hace descansar todo conocimiento posible en la
certificación de la verdad por concurso de la razón, la que a su vez encuentra sus fundamentos
de posibilidad en Dios. Pero no sólo la verdad como acción judicativa está implicada en la
teoría del conocimiento cartesiana, la certificación misma de los entes del mundo encuentra su
legalidad en la intuición de la razón que los certifica cuando reconoce en ellos las propiedades
de claridad y distinción.
Esta premisa filosófica o metafisica es igualmente adoptada en El Mundo (1986),
cuando afirma sin ninguna ambigüedad que las leyes de la naturaleza son inmutables debido a
la invarianza de la acción de Dios y que sus nociones han sido implantadas en nosotros de
manera innata. Bajo esta lógica, el ser se despliega racionalmente (en su mundo imaginado) tal
como la razón extiende sus poderes cuando cobra conciencia de sí y se hace de los principios
de la filosofia y el método para conducirla. Mediante esta estrategia todo conocimiento posible
guarda un isomorfismo con el ser posible del mundo, en tanto que la explicación de los
fenómenos se realiza a través de leyes universales cuyos principios deben tener el carácter de
fundamentos ontológicamente verdaderos. (Velázquez, 1993: 36)
Respecto al método, una vez establecidos los criterios de verdad derivados del cogito y
el principio de evidencia, se instrumenta en forma tal con relación a estos principios que no
puede dejar de pensarse y emplearse si no es bajo las prescripciones epistemológicas de su
teoría del conocimiento, esto es, por la duda se llega a la necesidad de no admitir sino lo
evidente dejando fuera de consideración aquello que fuese dudoso y asumiéndolo como si
fuese falso.
El segundo nivel en el que la duda cumple sus propósitos es cuando, al llevamos a sus
límites, nos coloca frente a una verdad indubitable: la certidumbre de ser gracias a la
experiencia del cogito. La autoconsciencia de la propia existencia nos proporciona el
fundamento de todo conocimiento en la soledad de la razón pura para, desde ahí lanzarse a la
búsqueda de las verdades acerca de las cosas del mundo dotados de fundamentos ciertos e
indubitables. Paradójicamente es la duda metafisica la que finalmente nos proporciona las
condiciones de posibilidad del conocimiento, aun cuando en esta fase sólo sea de una manera
negativa. La reconstrucción racional del mundo vendrá en un segundo momento cuando se
encuentre justificada la existencia de Dios y las cosas materiales. De la pérdida a la
recuperación del mundo, tal es la curiosa dialéctica que instala la duda en la reconstrucción del
saber que anhela Descartes. La duda no es, en ese sentido, una extravagancia del pensador
solitario, sino una necesidad epistemológica para fundamentar su programa de investigación
de la verdad, como advierte Labastida, J. (1990), la duda tiene una fase negativa en donde se
pierde el mundo, al regreso de ella se tiene uno "nuevo" del cual ya no es posible dudar,
afirmando así las condiciones de posibilidad de su conocimiento. Tenemos entonces que la
duda, al conducirnos a la experiencia del cogito, define un punto de intersección donde se
manifiestan al menos tres líneas de fuga. Epistemológica, al dotamos de los criterios de
verdad; ontológica, al aseguramos la plausibilidad de la existencia del ser y; metodológica, al
prescribirnos el principio de evidencia.

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Antes de concluir este capítulo conviene destacar que la puesta entre paréntesis que
sufre el mundo por intervención del proceso dubitativo es de naturaleza filosófica y no está
encaminada a suspender la creencia en la existencia de las cosas que cotidianamente acontecen
en la vida ordinaria. El buscador de la verdad no pretende eliminar sus contactos con el
mundo, hace abstracciones de orden conceptual con la finalidad de meditar acerca de los
fundamentos generales en los que se sostienen nuestras creencias, no tiene la intención de
quedarse únicamente en la esfera del pensamiento pretende, por el contrario, "regresar" de sus
dubitaciones al mundo concreto con una ciencia firme que le permita desarrollar invenciones
en beneficio de los hombres.
Tan es importante la vida social que Descartes propone en la tercera parte del Discurso
una "moral provisional", mínima y definitiva según González, E. (1993), con el objeto de que
aquél que se inicie en la búsqueda de verdad no vea interrumpida su tarea teniendo que
resolver cuestiones relativas a la vida común. La duda metódica no es entonces una especie de
extravío mental como el de los que afirman tener cuerpo de cristal o sangre azul, es
fundamentalmente una estrategia para obtener conocimientos. Su sentido se esclarece cuando
se le considera parte de un proceso amplio de reedificación del saber, se duda para conocer
con certeza, para evitar que a nuestro entendimiento se filtren conocimientos falsos. Bajo esta
perspectiva se comprende que cumple un papel epistemológico crucial en la obtención de la
verdad.
Descartes es contundente al respecto cuando contesta a Gassendi y a Bourdin sus
objeciones, referentes a lo irracional que puede resultar negar la realidad a la que diariamente
se asiste, diciendo que quién así lo considere está en un error ya que la duda sólo se aplica en
la contemplación de la verdad (1945: 303 y 397).
No es necesario para quién intenta establecer un sistema gnoseológico con base en
principios indubitables suponer la no existencia del mundo cotidiano ya que él no opera, en
principio, en este nivel de la experiencia común sino que lo hace en el plano puramente
epistemológico desde el cual cuestiona la realidad como categoría filosófica, por eso:

Por lo que hace al uso diario de la vida toca, no pienso, ni mucho menos, que sólo deben
seguirse las cosas que conocemos muy claramente [ ... ] Pero cuando no se trata más que de
contemplar la verdad ¿quién negará que es obligado suspender el juicio respecto a las cosas
oscuras y no conocidas con la distinción necesaria?. Ahora bien; que esta pura contemplación
de la verdad es el único objeto de mis Meditaciones, aparte de que se comprende con bastante
claridad por su simple lectura, lo he declarado en palabras terminantes al fin de la primera
(Ibídem: 168)

Hemos apuntado que los criterios de verdad, las certidumbres ontológicas y


epistemológicas que nos proporciona la experiencia del cogito y la derrota final del genio
maligno se encuentran aseguradas, en última instancia, por la existencia de Dios y su soberana
bondad. En el siguiente capítulo examinamos como se realiza la prueba de su existencia.

32
CAPÍTULO CUARTO
DIOS Y LA TEORÍA DEL ERROR

Al extenderse la duda de los sentidos hasta la totalidad del ser, pasando por la
imposibilidad de distinguir (en cuanto a realidad y verdad) el sueño de la vigilia e introducida
la hipótesis del genio maligno para justificar la duda hiperbólica, Descartes descubre que para
continuar su búsqueda de la verdad debe encontrar un principio inconmovible. De la
conciencia de la dubitación llega a la experiencia del cogito y de éste deriva una regla de
verdad o principio de certeza que será crucial en el análisis de sus progresos hacia la
fundamentación de su sistema. El principio epistemológico fundamental que adquiere después
de examinar atentamente el cogito postula que todo aquello que concebimos clara y
distintamente es verdadero (1981a: 21), líneas más adelante hace una declaración donde
fundamenta metafisicamente el principio:

En primer término la regla general que afirma la verdad de las cosas que concebimos muy clara
y distintamente se funda en que Dios existe (Ibídem: 23; itálicas nuestras)

Si el cogito y el principio de certeza se encuentran garantizados en la existencia de


Dios, entonces queda claro que, para continuar buscando los primeros principios de la
filosofia, debe cumplir con dos tareas: una, demostrar que Dios existe y, dos, que no es un
engañador. Si logra lo primero queda asegurado el fundamento ontológico y epistemológico
de la regla de verdad, si cumple lo segundo, está en condiciones de continuar su búsqueda del
conocimiento científico y, correlativamente, de su método. Esto demuestra dramáticamente la
necesidad de que Dios exista y sea veraz. Sin ello resulta imposible avanzar más allá de los
límites del cogito (García, 1976: 38). Sin Dios el ego queda reducido al abandono solipsista de
su propia conciencia.
Es en la cuarta parte del Discurso y en la tercera de las Meditaciones donde emprende
esta labor. En el primero presenta de manera muy sintética tres argumentos que prueban la
existencia de Dios, en la segunda los retorna, amplía y hace algunas consideraciones que
responden a las objeciones que, respecto a lo expuesto en el Discurso, ha recibido. Tomando
esto en cuenta examinaremos sus argumentos probatorios siguiendo principalmente los
razonamientos vertidos en las Meditaciones.
Con relación a la probanza que analizamos, las dos obras cartesianas encuentran un
punto de articulación en una de las dos impugnaciones presentadas en el prefacio de las
Meditaciones. El argumento de la objeción señala que de la posesión en el entendimiento de la
idea de una cosa más perfecta que nosotros no se sigue que efectivamente lo sea y que la cosa
representada exista realmente más allá de nuestro espíritu. Si sustituimos "cosa más perfecta
que nosotros" por "Dios" se comprende de inmediato el sentido de la objeción.
Descartes responde que la idea tomada en su sentido objetivo, atendiendo a la cosa
representada, sin suponer que exista fuera del entendimiento, puede, no obstante, ser más

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perfecta que nosotros en razón de su esencia, y por ello mismo existir realmente. Con base en
esta consideración expone que el objetivo de sus Meditaciones es:

Demostrar que si se tiene la idea de una cosa más perfecta que nosotros, podemos afirmar que
existe (1981b: 50)

No es, sin embargo, en la dimensión teológica en donde ha de realizar su demostración,


pues él como sincero cristiano está convencido que la existencia de Dios es para los fieles
creíble con toda certeza únicamente por la fuerza de la fe, por lo tanto, es en el orden de la
demostración racional en donde ha de llevarla a cabo. La estrategia metodológica que sigue es
la misma que él ha establecido en los preceptos indicados en el Discurso, por consiguiente
inicia su demostración postulando como principios evidentes el cogito y la claridad y
distinción como criterios de verdad
Reflexionando acerca de porqué ha podido dudar de todo, de los sentidos, las
demostraciones geométricas, las cosas, los cielos, etcétera, encuentra que se debe a que en él
existe la idea de que algún Dios le ha dado una naturaleza tal que hace que se equivoque en
todo y concluye que tales pensamientos descansan en una opinión bien ligera y metafisica.
Con el propósito de quitarle cualquier fundamento posible se toma urgente y necesario saber si
Dios existe y si es capaz de engañamos. Si no se conocen esas dos cosas resulta inimaginable
concebir alguna cosa como indubitablemente cierta (Ibídem: 64, 79 y 80).
¿Cuáles son los argumentos que prueban la existencia de Dios? ¿cuáles son sus
atributos? ¿es efectivamente bondad pura? ¿Dios termina por destruir la hipótesis del genio
maligno? En lo que sigue trataremos de ir respondiendo estas preguntas siguiendo los
argumentos cartesianos al mismo tiempo que introducimos algunos elementos de perplejidad
que es posible derivar de ellos.
El primer argumento sostiene que la existencia de Dios es testimoniada por la posesión
de su idea en nuestro espíritu. Para desarrollarlo comienza explicitando una serie de
consideraciones con relación a las ideas. Inicia su análisis señalando que las ideas tomadas en
sí mismas, como modos del pensamiento, no pueden ser falsas. Puede tenerse la idea de un
caballo, una quimera, un Dios o un ángel, sin embargo, de su presencia en el entendimiento no
se deriva que los objetos que representan sean reales, así, pueden no existir quimeras, caballos,
Dios ni ángeles, pero es indudable que existen como modos del pensamiento y en tanto tales
es indudable que existen.
Siguiendo esta lógica en su indagación, examina qué ideas son las que su mente puede
imaginar y nos dice que en general éstas son susceptibles de clasificarse en: innatas,
adventicias y ficticias. Las primeras son aquellas que han nacido con uno, las segundas nos
son extrañas y al parecer nos vienen de "fuera" y las últimas son aquellas que nuestra mente
construye por sí. Reflexiona que todas ellas pueden, en virtud de la posesión de una facultad
aún no conocida, ser producidas por nosotros, adicionalmente señala que no encuentra en la
mayoría de ellas grandeza tal que su propia mente no pueda producir. Enseguida pasa a
analizar las ideas adventicias que al parecer encuentran su origen en cosas fuera del
entendimiento. Las razones que encuentra para que tengamos la impresión de que refieren
objetos del mundo son: primero, que la naturaleza nos persuade a creer que son semejantes a
los objetos de los sentidos; segundo, se nos presentan sin que participe la voluntad y; tercero,
que son debidas a una temeraria impulsión. (Ibídem: 66)

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La primera razón no le convence ya que manifiestamente la "luz natural" i. e. la razón,
es más confiable que la creencia a que nos induce la naturaleza y como estas ideas no han
pasado por el escrutinio de aquélla no pueden aceptarse como verdaderas y, por lo tanto, no
resulta confiable la supuesta semejanza entre las ideas y las cosas.
El segundo motivo para creer que las ideas remiten a objetos del mundo, Descartes lo
rechaza manifestando que es posible que en realidad nosotros seamos quién las produce en
virtud de alguna facultad desconocida, tal como sucede en los sueños en donde se nos
presentan ideas de objetos que no existen, pues estamos durmiendo y todo lo que acontece en
nuestro sueño no es sino una producción ficcional de nuestra mente.
Con relación a la temeridad, de suyo se descalifica como argumento legítimo en tanto
que la razón no debe conducirse por impulsión ciega en el escrutinio de las cosas. En suma,
resuelve que resulta sumamente dudoso que los objetos de las ideas existan fuera de nosotros y
que sean semejantes a éstos.
A pesar de estas conclusiones provisionales extiende su análisis para saber si entre las
cosas de que tiene idea hay alguna que realmente exista fuera de la mente y esto le interesa
profundamente en tanto él posee la idea de Dios y trata de saber si no es un sueño, sin
embargo, considerando las estimaciones hechas anteriormente, aún no está en condiciones de
probar que El exista más allá de su pensamiento.
Continua sus razonamientos exponiendo una serie de consideraciones que toma de la
escolástica teoría de las causas. Siguiendo, tal vez, a Scoto, D. (1985: 41-42) formula lo que
aquí denominaremos el "axioma metafísico uno":

La luz natural de nuestro espíritu nos enseña que debe haber tanta realidad por lo menos en la
causa eficiente y total como en su efecto: porque ¿de dónde sino de la causa puede sacar su
realidad el efecto? Y ¿cómo esta causa podría comunicar realidad al efecto, si no la tenía? De
aquí se sigue que la nada es incapaz de producir alguna cosa y que lo más perfecto, lo que
contiene más realidad no es una consecuencia de lo menos perfecto (198 lb: 66)

Tres consecuencias importantes se infieren de la adopción de este axioma metafísico:


primero, la causa debe tener la realidad suficiente para poder comunicársela a su efecto;
segundo, la nada no produce algo y; tercero, lo más perfecto no procede de lo menos perfecto,
teniendo la causa tiene mayor perfección que el efecto. Como veremos, estas consecuencias se
aplican puntualmente a su demostración de la existencia de Dios, pero antes de continuar
haremos algunas consideraciones respecto a las implicaciones que este axioma tiene.
Traicionando su propio principio de la evidencia Descartes asume como enseñanza de
la luz natural algo que no es evidente sino que, por el contrario, proviene de la creencia
medieval acerca de los niveles de realidad del ser. Según ésta el ser se ordena jerárquicamente
en grados, tal como sostenía Agustín de Hipona. Así, una cosa puede tener más o menos
realidad que otra dependiendo del lugar que ocupe en dicha escala. Esta noción del ser implica
además, tal como sostenía la escolástica medieval, una visión teleológica que supone una
progresión o marcha de las criaturas hacia la perfección (Williams, 1995: 134).
Cuando el autor del Discurso avanza en sus reflexiones para trasladar estos principios a
su teoría de las ideas, implícitamente asume cuatro cosas: primero, las ideas son efectos;
segundo, si son efecto tienen una causa; tercero, su causa debe tener al menos tanta realidad

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como la idea misma y; cuarto, las ideas participan del ser reflejando su escala, por lo tanto, su
causa puede tener más o menos realidad. (198 lb: 67)
Analizando la naturaleza de las ideas nos dice que éstas pueden ser consideradas en
tres planos. En cuanto modos del pensamientos todas son iguales y de la misma naturaleza.
Con relación a su realidad ésta es formal y objetiva, la primera refiere su naturaleza en tanto
modo del pensamiento y la segunda a su propiedad representacional del ser, la que ha de tomar
de la realidad formal o eminente de su causa. Finalmente en tanto imágenes y atendiendo a su
realidad objetiva, guardan grandes diferencias ya que mientras unas pueden representar
modos, otras atributos y algunas más esencias, su realidad objetiva es diferente, las primeras
representan menos realidad que las segundas y éstas menos que las terceras. (Ibídem: 66)
De esta forma su teoría de las ideas supone que cada una de ellas tiene una causa con al
menos tanta realidad formal o eminente como realidad objetiva tienen aquéllas, en
consecuencia, la idea presupone una causa con realidad actual, así, en tanto imágenes que
representan algo implican la existencia de lo representado, recuérdese que la nada no puede
producir algo, (i. e. la idea) y que es menor su perfección respecto a su causa.
Ahora bien, la certidumbre de su teoría de las ideas descansa en la certeza atribuida al
"axioma metafisico uno" en virtud de ser éste una verdad clara y evidente, algo que así le
parece a Descartes pero que no argumenta y deja asentado como indubitable, de esta forma
cuando analiza las ideas de piedra y calor concluye que sus causas realmente existen:

Pero la idea del calor o de la piedra no pueden estar en mi si no han sido puestas por una causa
que contenga por lo menos tanta realidad como la que concibo en el calor o en la piedra [...] a
fin de que la idea contenga verdadera realidad objetiva, debe tomarla de alguna causa en la que
se encuentra por lo menos tanta realidad formal como realidad objetiva contenga la idea
(Ibídem: 67)

Enseguida Descartes se pregunta pero de todo esto ¿qué concluyo? y pasa entonces a
formular formalmente el primer argumento que prueba la existencia de Dios a partir de su
teoría de las ideas (en realidad los otros dos argumentos son continuación de éste). Enseguida
de la interrogación precedente, reconoce que posee la idea que refiere un ser tan grande y
perfecto que claramente reconoce que su realidad objetiva no existe en él formal ni
eminentemente y admite, en consecuencia, que no está solo y que debe existir una cosa que
sea la causa de su idea, esto es, que Dios existe (Loc. cit.).
Antes de analizar esta idea de un ser perfecto y completo, Descartes examina algunas
de las ideas que posee para saber si él puede ser su causa, y nos dice que tiene ideas que lo
representan a él mismo, a Dios, a cosas corporales e inanimadas, a ángeles, animales y
hombres. De la primera dice que su causa es él en tanto es simplemente una cosa que piensa,
de las cosas corporales e inanimadas dice que pueden originarse en él (como actos
imaginativos) y de los ángeles, animales y otros hombres aclara que puede formarlas (ideas
ficticias) con las ideas que posee de las corporales y de Dios, en esta última detiene sus
pensamientos y la examina con más amplitud.
Para Descartes la idea de Dios comprende una sustancia que es infinita, eterna,
inmutable, independiente, unida. Además le adscribe otros tres atributos que serán cruciales en
su argumentación: es toda perfección, suma bondad y ha creado todos los seres. Cuando
reconoce estas propiedades a la idea de Dios, se percata que él no las tiene y concluye dos

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cosas: que él no es Dios, pues no poseé sus atributos y, que por lo tanto él no puede ser la
causa de la idea de Dios, luego, éste realmente existe.
Con base en su teoría de las ideas, que es una expresión de su teoría metafisica de las
causas y de los grados de realidad de la escala del ser, particularmente de aquella parte que
asume que debe haber al menos tanta realidad objetiva en la causa como en el efecto y que de
lo menos perfecto no puede proceder lo más perfecto, Descartes sostiene que la realidad
objetiva de la idea de Dios no tiene su causa eficiente ni formal en él, por lo tanto él no puede
ser su causa y, en consecuencia, ésta no puede ser otra que Dios mismo.
Este argumento se refuerza cuando analiza en lo particular tres de los atributos
comprendidos en la idea de Dios. Su infinitud, considerando que lo menos perfecto no puede
ser causa de lo más perfecto, reconoce que su finitud representa menos perfección que la del
ser infinito, por lo tanto, no puede él en su realidad formal ser la causa de la realidad objetiva
de la idea de Dios, por lo que ésta sólo puede encontrarse en Dios.
Su perfección, conocer es más perfecto que dudar y como él duda de casi todo no
puede ser causa de la perfección atribuida a Dios, ahora bien, él se percata de que su falta de
conocimiento es una imperfección porque posee la idea de la perfección atribuida a Dios,
nuevamente él no puede ser su causa. Por último, la actualidad, ante la posibilidad de que él
siendo imperfecto pudiera llegar a mayor perfección cuando gradualmente incremente su
conocimiento, comprende que la idea de Dios no lo refiere como un ser en potencia sino en
acto puro y considerando que es más imperfecto un ser en potencia que en acto, ya que el
primero es pura posibilidad y el segundo realidad actual, concluye que el atributo de
perfección comprende de suyo la actualidad y su pretendida perfección creciente es solamente
potencia. No, definitivamente él nunca será Dios.
Este es en síntesis, el argumento de la probanza de Dios por la sola posesión de su idea,
y como este será la base para desarrollar los otros dos, conviene hacer algunas reflexiones
sobre él con la intención de mostrar algunos elementos de perplejidad epistemológica que
encierra.
En primer lugar, el axioma metafisico uno, como le hemos llamado, no supone que la
idea agote en su realidad objetiva la realidad formal de su causa, la cual incluso puede ser
eminente. Dos razones pueden esgrimirse para pensar la imposibilidad de tal acabamiento.
Primera, el efecto no puede tener más realidad objetiva que realidad formal la causa. Segundo,
en tanto modo la idea participa de menor realidad del ser que es esencia. Por lo tanto, si la idea
de Dios no puede aprehender por representación la totalidad de su causa, i. e. Dios, luego su
causa no puede tener tanta o más realidad que Dios mismo y si su causa entonces es menor en
cuanto a realidad formal o eminente que Dios, su causa no puede ser Dios. Así, llevando hasta
sus últimas consecuencias el axioma metafisico uno, podemos concluir que Dios no es la
causa del Dios cartesiano (Williams, 1995: 142), puede, en todo caso, ser algo "parecido" a
Dios, pero desde luego Descartes no estaría dispuesto a aceptar que la causa de Dios no sea
Dios.
En segundo lugar, a todo el argumento le ronda el fantasma de la inconsistencia
epistemológica, veamos por qué. En principio Descartes ha dicho que el axioma metafisico
uno encuentra su certeza en el hecho de que la "luz natural" se lo muestra con claridad y
evidencia y como ha dejado establecido en la cuarta parte del Discurso y en los primeros
párrafos de la tercera meditación estos criterios son consecuencia de haber aceptado la

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evidencia del cogito, por lo tanto, la fuerza probatoria del argumento, en el plano
epistemológico, descansa en la confiabilidad de la regla de verdad derivada de aquél y que
hace extensiva al axioma metafisico uno, luego, la verdad de la prueba de la existencia de Dios
se sostiene, en última instancia, en su claridad y distinción. Pero resulta que más adelante
Descartes afirma que:

La idea de Dios es muy clara y muy distinta, contiene más realidad objetiva que ninguna otra,
es la más verdadera y la que menos podemos tachar de sospechosa [ ... ] Es tan clara y distinta,
que todo lo que mi espíritu concibe distinta y claramente de real y verdadero y encierra alguna
perfección, está contenido en la idea de Dios (198 lb: 69; itálicas nuestras)

En el Discurso es más enfático respecto a la aseveración contenida en la segunda parte


de la cita precedente:

la regla general que afirma la verdad de las cosas que concebimos muy clara y distintamente, se
funda en que Dios existe, en que es un Ser perfecto y en que todo lo que hay en nosotros
procede de él (1981 a: 23; itálicas nuestras)

Siguiendo la lógica cartesiana tenemos que la existencia de Dios se prueba porque su


idea es clara y distinta, que todo lo claro y distinto es verdadero y todo lo claro y distinto es
verdadero ¡porque Dios existe! resulta entonces que es posible afirmar que el argumento
cartesiano está fundado en un círculo que podemos llamar "tautología epistemológica". Al
margen de que todavía no examinamos sus consecuencias ontológicas, lo haremos más
adelante, resulta que en el plano epistemológico la proposición "por la posesión de la idea de
Dios se prueba que existe" es una aseveración cuya verdad no es concluyente porque su fuerza
veritativa descansa en una tautología.
Pasemos a continuación a revisar el segundo argumento que demuestra su existencia.
Ahora Descartes se cuestiona si él que posee su idea ¿podría existir si Dios no existiera? Sin
advertirlo esta pregunta resulta contraria a sus propósitos, su sola formulación lleva implícita
la respuesta. Apelando nuevamente al axioma metafisico uno tenemos que la causa debe
contener al menos tanta realidad formal como el efecto. Esto supone que la noción de causa
resulta ininteligible sin la de efecto y viceversa, por lo tanto, el efecto está implicado
ónticamente en la causa. Se podría objetar que una cosa puede ser causa de efectos en potencia
y que no es necesario que éstos se actualicen para que sean. Esta objeción encierra, sin
embargo, un sofisma puesto que aun concebido como potencia el efecto continúa siendo con
relación a la causa, la potencia es un modo del ser, así, el efecto, aunque en potencia, es. En
consecuencia, cuando él se pregunta por su existencia que posee la idea de Dios se sigue
necesariamente que debe existir por dos razones: primero, para "portar" la idea de Dios
necesita ser, al menos como pensamiento puro. Sólo el pensamiento puede ser portador de sus
modos, y recordemos que las ideas son modos del pensamiento, más aún, de éste toman su
realidad formal y no podrían hacerlo si aquél no es, en consecuencia, el pensamiento de
Descartes existe. Segundo, si es precisamente el pensamiento lo que asegura su existencia,
como ha quedado sentado en el cogito, Descartes como tal existe, así, la pregunta se puede
responder afirmativamente, de hecho es la única respuesta posible. De lo expuesto se infiere
que él podría existir sin que Dios existiera, conclusión contraria a lo que pretende demostrar.

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Sin reparar en estas consideraciones y seguro de su existencia demostrada en el cogito,
Descartes se pregunta acerca de su génesis (diferente del reconocimiento de que es) y
revisando qué o quién podría ser la causa de su existencia valora la posibilidad de que tal vez
sea él mismo, sus padres, Dios o una causa menos perfecta que él.
Para responder reflexiona que si él fuera su propio autor se hubiera hecho de tal modo
que tuviera todas los atributos de un ser perfecto pero claramente advierte que no tiene tal
poder pues él duda y dudar es signo de imperfección, por lo tanto, él no es su propio autor. Sus
padres tampoco pueden serlo, pues no existe ninguna relación entre los medios de que se
valieron para engendrarlo y la posesión de una sustancia espiritual que hace de él su esencia,
no, de ellos no recibió el alma. Tampoco reconoce en otras causas menos perfectas que Dios el
origen de su existencia.
Antes de revisar si Dios es su causa, Descartes nos presenta dos consideraciones, una
fisica y otra metafísica que posteriormente retomará para continuar con sus argumentos En la
primera señala que el tiempo puede ser dividido en infinidad de partes que guardan entre sí un
orden sucesivo, en la segunda afirma que:

Es una cosa bien clara y evidente para los que consideren con la debida atención la naturaleza
del tiempo, que una substancia, para ser conservada en todo momento de su duración, necesita
el mismo poder y la misma acción necesarios para producirla y crearla de nuevo, si hubiera
dejado de existir (198 lb: 70; itálicas nuestras)

Esta segunda consideración la llamaremos "axioma metafísico dos" y será esencial


para sostener la segunda prueba de la existencia de Dios, antes de analizarlo examinemos
cómo lo aplica Descartes en el análisis del origen de su existencia. El se ha reconocido como
una substancia (res cogitans) además, observa que del hecho de que en un momento antes
haya existido no se sigue que deba existir en el siguiente, de ahí infiere que se requiere de un
poder que para conservarlo tenga al menos el necesario para crearlo y como previamente ha
reconocido que él no se ha creado (pues se hubiera hecho como Dios) reconoce que tampoco
tiene el poder para conservarse. Aquí es donde entra en juego este segundo axioma metafísico,
él como substancia requiere para ser conservada de la misma acción que lo ha creado y como
ni él, ni sus padres ni ninguna otra causa lo han dotado de existencia, entonces no hay más que
admitir que Dios es quien lo ha creado y que en virtud de su omnipotencia, lo conserva.
Y como señala el axioma metafisico uno, que debe haber tanta realidad en la causa
como en el efecto, entonces él como efecto creado no es su causa, pues no tiene el poder para
conservarse, en consecuencia sólo Dios puede ser su causa, así su existencia da testimonio de
la de Dios, Dios existe porque él existe y no a la inversa. Tal es el segundo argumento de la
existencia de dios. Podemos advertir que éste se articula con el primero en razón de que:

el primero [el primer argumento] señala directamente que el creador de la idea de Dios debe ser
Dios; el segundo trata de mostrar que el creador de alguien que tiene la idea de Dios debe ser
dios, mostrando que no puede ser cualquier otra cosa (Williams, 1995: 150; corchetes nuestros)

Siguiendo la propia línea argumental cartesiana podemos observar cómo continúa


acechándole el fantasma de la circularidad epistemológica ya que el axioma metafísico dos, al
igual que el primero, es aceptado por su claridad y evidencia, esto es, está basado en la regla

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de verdad derivada del cogito que aún no se ha justificado plenamente, no al menos en tanto se
apele a Dios como su fundamento, el que a su vez se encuentra garantizado por la claridad y
distinción de su idea. Consecuentemente, el segundo postulado metafisico tampoco se
encuentra legitimado en su certeza, por lo tanto, el argumento de que Dios existe porque es
claro y distinto y que para conservar la existencia de quien lo piensa requiere del mismo poder
que lo ha creado, tampoco lo está. Igualmente resulta dudosa la conclusión de Descartes de
que es imposible que siendo su naturaleza como es, conciba la idea de Dios sin que éste exista
verdaderamente.

En el fondo, la inconsistencia de sus razonamientos estriba en que al ser Dios uno de


los términos de la tautología epistemológica, las notas de claridad y distinción como criterios
de verdad no se justifican en tanto ellas son el otro término. Por lo tanto, la verdad de la
proposición cartesiana: "es una cosa bien clara y distinta que una substancia para ser
conservada requiere del mismo poder que la ha creado" no está demostrada, no al menos
mientras se apele a la claridad y distinción como definitorios de su verdad. En consecuencia,
la consideración de que Dios me conserva y ello prueba su existencia es un argumento cuyas
premisas no están libres de la circularidad epistemológica.

El tercer argumento de la existencia de Dios es presentado por Descartes en la quinta


de sus meditaciones, para fundamentarlo inicia retomando la evidencia paradigmática de las
demostraciones geométricas, así, nos dice que hay ideas como la de "triángulo" en la cual se
encuentra de manera inseparable a ella la propiedad de que sus ángulos internos sumen dos
rectos. Continúa diciendo que igualmente resultan inseparable las ideas de valle y montaña y
otras semejantes. Siguiendo estos razonamientos expresa que no conoce menos clara y
distintamente que una actual y externa existencia pertenece a la naturaleza de Dios igual que lo
demostrado (geométricamente) de alguna figura o número pertenece a la suya (1981b: 78).
Adelantándose a la posible objeción de que de la imposibilidad de concebir una montaña sin
valle no se sigue que deba existir la montaña, expresa que la nota de existencia contenido en la
idea de Dios es especial ya que la existencia no es semejante a cualquier otro atributo. Si su
idea comprende la de existencia y resulta imposible separarlas (ya que no existir supone una
imperfección y Dios es perfecto), entonces realmente El existe.

En síntesis este argumento, el más sencillo de todos, asume que la existencia de Dios
se prueba porque su idea implica la existencia. Este argumento, que con sus matices,
anteriormente había sido presentado por San Anselmo, es el más vulnerable de todos pues
como ya sus primeros objetadores habían advertido bastaría con adscribirles el atributo de
existencia a la idea de otros seres para confirmar su realidad, de tal suerte que resultaría
pertinente concebir la existencia de dragónes. Adicionalmente, en la sección de las
Meditaciones donde se formula el argumento ontológico, Descartes reitera dos afirmaciones
que vuelven circular el argumento:

¿Hay algo más claro y manifiesto que el pensamiento de que existe un Dios, un Ser soberano y
perfecto, de existencia necesaria o eterna, inseparable por lo tanto, de la esencia? [ ... ] después
de concebida [la verdad de la existencia de Dios] la tengo por tan segura que me parece la más
cierta de todas; es más, la certeza de todas las demás dependen de ella, de tal modo que sin el
conocimiento, de Dios es imposible saber nada perfectamente (Ibídem: 75; corchetes e itálicas
nuestras)

40
Dios existe, eso es una verdad tan clara y distinta que "la certeza de todas las demás
depende de ella", luego entonces la verdad de lo claro y distinto también depende de la
existencia de Dios, pero ¿no acaso la verdad de "Dios existe" depende de que es una
concepción "clara y distinta"?, como vemos nuevamente aparece la tautología epistemológica.
Para concluir nuestro examen de las pruebas de la existencia de Dios expondremos de
manera sintética un doble aspecto de la circularidad argumental que encierran y proyectaremos
algunas consecuencias para sus propósitos de investigar la verdad y descubrir los principios de
filosofia a partir de los cuales ha de reconstruir el conocimiento científico.
Consideramos que los razonamientos involucrados en la probanza de la existencia de
Dios se organizan alrededor de una argumentación circular que definen una doble tautología:
epistemológica y ontológica. Descartes al llevar la duda escéptica hasta sus límites se queda
sin ninguna creencia firme que pueda asumir como verdad indubitable, es entonces cuando se
percata que al dudar encuentra la certeza de su existencia, existe porque piensa, intuición que
de inmediato adopta como "el primer principio de filosofia" y junto con él deriva un principio
epistemológico fundamental, una regla de certeza que afirma que toda concepción clara y
distinta es verdadera.
Cuando nos presenta sus argumentos para probar la existencia de Dios termina, en sus
tres pruebas, afirmando que "Dios existe" es una proposición verdadera en virtud de que
presenta los criterios definidos por su regla de verdad, esto es, claridad y distinción. Hasta aquí
el argumento parece consistente, la objeción máxima que se le puede hacer es que acaba
diciendo que la existencia de Dios es autosubsistente, por lo tanto, su verdad se presentaría
fundada en una intuición inmediata del espíritu, tal como puede decirse que sucede durante un
abandono místico. Pero asumir esto colocaría a Descartes en la creencia teológica, pues la
aprehensión de la verdad por la fe no requiere demostración alguna y él no está interesado en
hacer teología. Por el contrario, requiere de probar la existencia de Dios en un orden racional
para que su sistema tenga coherencia y sea legítimo epistemológicamente. Es aquí cuando
extiende sus razonamientos y asegura que la verdad de cualquier proposición o concepción
clara y distinta encuentra sus fundamentos en el hecho de que "Dios existe", pero como la
verdad de esta proposición fue probada vía la claridad y la distinción la explicación se vuelve
circular, definiendo así la "tautológica epistemológica" que podemos enunciar en los
siguientes términos: "lo claro y distinto es verdadero" es una proposición verdadera porque
Dios existe y la proposición "Dios existe" es verdadera porque es clara y distinta, lo que
equivale a decir: "lo verdadero es verdadero porque es verdadero" o que "Dios existe porque
Dios existe"
Pero las perplejidades no paran ahí, en la quinta de sus meditación Descartes realiza
una operación sorprendente: iguala verdad a ser.

Siendo la verdad lo mismo que el ser, es evidente que todo lo verdadero es alguna cosa; ya he
demostrado ampliamente que las cosas conocidas clara y distintamente son verdaderas (Ibídem:
78; itálicas nuestras)

Esta equivalencia constituye una tesis ontológica muy fuerte, establece que el ser existe
en los mismos términos que nuestra razón concibe la verdad, con esto Descartes proyecta al
pensamiento filosófico, lo que Castoriadis, C. (1983) ha denominado el gran imaginario de la
modernidad: la racionalidad del ser.

41
Dos consecuencias se pueden derivar: primero, que es posible conocer la realidad de
las cosas tal como ella son en virtud de que su estructura guarda una relación de especularidad
respecto a los criterios epistemológicos que nuestra razón adopta como verdaderos. Segundo,
si la naturaleza del ser coincide con los presupuestos racionales del entendimiento, entonces el
método adquiere pertinencia en tanto que es el instrumento de la razón para bien conducirla en
la búsqueda de la verdad.
Si el método es efectivo y se cuida de no tomar por verdadero lo falso atendiendo a las
notas de claridad y distinción además de llegar a la verdad, también se encontrará con los
entes del mundo tal como son. En el método, cuando logra sus propósitos, se difuminan los
límites entre lo ontológico y lo epistemológico coincidiendo razón y ser.
Al igualarse ser y verdad se puede encontrar otra vía para efectuar la demostración de
la existencia de Dios la que, sin embargo, comparte la naturaleza tautológica de los
argumentos previos sólo que ahora en el plano ontológico. Examinemos primero cómo
mediante la afirmación de que lo verdadero necesariamente es se puede encontrar a Dios.
Si otorgamos nuestro asentimiento a las siguientes proposiciones: "una idea o
concepción clara y distinta es verdadera", "lo verdadero existe", "La idea de Dios es clara y
distinta" y "la idea de Dios es verdadera", entonces es legítima la conclusión: "Dios existe".
Hasta aquí parece coherente la "vía ontológica" para demostrar la existencia de Dios,
sin embargo, hay que recordar que la verdad de la proposición: "lo claro y distinto es
verdadero" depende de esta otra "La verdad de lo claro y distinto descansa en la existencia de
Dios". Nítidamente se advierte que todo el argumento se encuentra sostenido en una tautología
que desde lo epistemológico traslada a lo ontológico su circularidad.
Como hemos dicho, con esta doble tautología la demostración de la existencia de Dios
no queda establecida ontológica ni epistemológicamente. En consecuencia la certeza del
cogito y, correlativamente, la regla de verdad no se encuentran demostradas. Sus
implicaciones son graves para el sistema cartesiano: no queda en pie ninguno de los principios
que cree demostrados, ni siquiera su propia existencia, por lo tanto, el genio maligno no ha
sido derrotado y desde las sombras del escepticismo esboza una siniestra sonrisa, a pesar de
que Descartes nos diga:

reconozco con toda claridad que la certeza y la verdad de la ciencia depende del conocimiento
del verdadero Dios; de suerte que antes de conocerle, yo no podía saber perfectamente ninguna
cosa. Ahora que conozco a Dios tengo el medio de adquirir una ciencia perfecta relativa a
infinidad de cosas tanto a las que están en El como a las que pertenecen a la naturaleza
corporal (1981b:,80; itálicas nuestras)

Al no estar establecida la existencia de Dios, él no puede avanzar en la búsqueda del


conocimiento verdadero. Si Descartes hace depender toda certeza de la afirmación del ser en
la existencia de Dios, al no demostrarla indubitablemente, las verdades que cree alcanzadas se
derrumban y se detiene el proceso de investigación, que siguiendo el proyecto cartesiano
pretende deducir de ellas todos los conocimientos de que es capaz el intelecto humano.
Si con la duda llevada a sus más radicales consecuencias se ha perdido la confianza de
toda creencia previa, si se ha puesto en suspenso el ser del mundo y colocado la conciencia del
ego cogitans en los laberintos de su propia soledad (pues sus certezas se reducen a la de su

42
propia existencia), cuando se apela a la existencia de Dios como garantía de verdad y
existencia y se fracasa en la demostración de su afirmación ontológica, entonces no se detiene
la duda y se cancela el "camino de regreso" al mundo. La estrategia cartesiana, en su intento
por volver de la esfera del pensamiento puro a la terrenalidad del ser tiende un puente religioso
que acaba por no sostener el peso de la razón, ante lo cual sólo queda el grito o el silencio.
Con todo, Descartes considera demostrada la existencia de Dios, justificada la
racionalidad del ser y la plausibilidad de su conocimiento. Para continuar con la empresa
gnoseológica en la que se ha comprometido no basta, empero, la sola demostración de la
existencia de Dios resulta crítico saber si es o no un engañador, lo que intenta esclarecer
mediante la ponderación de uno de los atributos comprendidos en su idea: la perfección:

Ese Dios de que tengo idea posee todas las perfecciones que nuestro espíritu puede imaginar,
aunque no le sea posible comprender al ser soberano; no tiene ningún defecto ni nada que
denote alguna imperfección; luego no puede engañamos ni mentir, como nos enseña la luz
natural de nuestro espíritu, el engaño y la mentira dependen necesariamente de algún defecto
(Ibídem: 71)

Aunque puede hacerlo Dios no engaña si lo hiciera denotaría algún tipo de defecto pero
como El es suma perfección está fuera de toda posibilidad que lo haga.. Con base a la
perfección divina la hipótesis del genio maligno queda sin fundamento pues todos los poderes
con que inicialmente se le había concebido no pueden sino pertenecer a Dios y como es
perfecto la mentira queda fuera de sus atributos. Al perderse la figura del genio maligno, el
fundamento de la duda metafisica se desvanece y con ello se disipa la imposibilidad de creer
en la existencia de cosas más allá de la esfera del pensamiento, al mismo tiempo la razón se ve
liberada definitivamente de la amenaza de escéptica que no cree posible encontrar
conocimientos indubitables.
Pero si Dios en su infinita perfección no nos engaña ¿por qué, como es evidente, en
algunas ocasiones nos equivocamos?, ¿cómo explicar la existencia del error? En un primer
momento la presencia del error desafia la perfección divina y constituye un problema en la
teoría del conocimiento cartesiana. Ambas preguntas reciben una respuesta que restituye a
Dios su perfección y hace descansar en la naturaleza humana el origen del error. Para hacerlo
Descartes enfatiza la dependencia causal de su existencia con respecto a la de Dios, él depende
en cada momento de su vida de la acción conservadora de aquél y evalúa la naturaleza del
deseo de engañar que pudiera tener Dios:

de que esta idea [la de Dios] se encuentre en mí y de que yo que la poseo existo, concluya tan
evidentemente la existencia de Dios, y la dependencia de la mía con respecto a la suya en todos
los momentos de mi vida, que no pienso que el espíritu humano pueda conocer nada con más
evidencia [...] Reconozco que es imposible que me engañe, porque en el engaño hay algo de
imperfección, y aunque el engañar es una prueba de sutileza o poder, el querer engañar
atestigua debilidad o malicia; y esto es imposible encontrarlo en Dios (Ibídem: 72; corchetes
nuestros)

Estas declaraciones cartesianas reiteran su confianza en la existencia de Dios y señalan


el vínculo causal entre ésta y la suya. El hombre como ego cogitans depende de Dios. Asentir
en esta relación conduce lógicamente a pensar que en tanto efecto de Dios el hombre tendría
que serlo también en alguna medida, con lo cual el error no tendría porque aparecer si

43
compartimos la perfección divina. Es cierto, razona Descartes, que está en su poder haberme
hecho de tal manera que mi naturaleza fuera imperfecta, pero al igual que sucede con el deseo
de engañar que delataría una imperfección, el querer hacemos imperfectos atestiguaría
"debilidad y malicia" y Dios ni es débil ni es malo.
De tales razonamientos se puede inferir que, siendo consecuentes con los atributos que
le reconocemos a Dios, es imposible que nos haya hechos imperfectos o que nos induzca a la
equivocación. Aunque puede hacerlo no desea engañarnos pues sería una imperfección, ni ha
querido hacemos imperfectos pues eso revelaría malicia, empero, esto nos cierra el camino
para elucidar algo que atormenta a la conciencia: la duda y el error. Buscando respuestas a
estas contradicciones Descartes señala:

Conozco, por propia experiencia, que hay en mí cierta facultad de juzgar o discernir lo
verdadero de lo falso, que he recibido de Dios como todo lo que poseo; y como es imposible
que El quiera engañarme, es indudable que no me ha concedido tal facultad para que me
equivoque aunque la use como debo usarla (Loc. cit.)

Las consecuencias de esta afirmación son muy importantes. Por un lado, resulta que
debido a la dependencia causal de mi existencia con respecto a Dios, que queda testimoniada
por el hecho de haber recibido de El la facultad judicativa, yo no debería equivocarme, mis
juicios siempre deberían ser acertados en virtud de la perfección de la facultad recibida.
Por otro lado, si concedemos que Dios no ha dotado de una facultad que conduce al
error ésta sería perfecta en su naturaleza, por lo cual siempre nos equivocaríamos, pero
evidentemente hay cosas en las que sí conocemos la verdad, como queda constatado en la
certidumbre de la propia existencia que proporciona el cogito. En cualquier caso ambas
posibilidades revelarían la imperfección del ser que me ha creado, lo cual es imposible
pensarlo a partir del atributo de perfección adjudicado a Dios.
Reiteramos, ¿entonces porqué me equivoco y conozco el error? ¿cuál es el origen del
error? Para responder estas preguntas Descartes nos dice que en tanto efecto de Dios no hay
fuente de error en uno, pero si éste existe es porque de algún modo participamos de la nada.
Al declarar el error como "participación de la nada" ubica en ésta una especie de
frontera que separa lo cognoscible de lo inteligible o entre el entendimiento humano y las
razones de Dios, de tal suerte que coloca al hombre entre el ser y el no ser para, desde ahí,
intentar la estructuración del sentido del mundo la que, en última instancia, persigue la
liberación de los sentidos y el afianzamiento de una esperanza (Llanos, 1960: 13 y 14).
Aquí cabe una breve reflexión, antes se había admitido que la nada no puede producir
algo, pero aquí Descartes afirma que el hombre participa de la nada y que ésta causa el error.
Resulta entonces que el error es un "efecto" cuya "causa" es la nada, pero ¿cómo puede la
nada ser causa de algo?, la nada no puede ser causa de algo. Al respecto se nos puede objetar
que el error no es "algo", que no es "efecto" que o "es nada" o "no es nada", pero en ambas
formulación el predicado de existencia o su negación hacen pensar en la nada como sujeto.
Como curiosidad adicional quedaría por explicar la causa de la idea de la nada, ¿cuál es la
causa de la nada? ¿qué es la nada?. No abundaremos en estas cuestiones, nos limitaremos a
decir que la idea de remitir el error a la participación del hombre con la nada nos parece
confusa y obscura y por lo tanto, no aceptable por el principio de evidencia. Descartes mismo

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no queda satisfecho con este argumento y prosigue en su investigación acerca del origen del
error.
Las preguntas subsisten ¿por qué Dios me hizo de tal forma que me equivoco? ¿porqué
me equivoco? La primera cuestión Descartes evita responderla al declarar que no es propio de
una sustancia finita comprender en su totalidad a una infinita por lo que el entendimiento
humano no puede conocer los designios divinos. Con esta respuesta se rinde ante la
omnipotencia de Dios y desecha de la búsqueda de la verdad las explicaciones por las causas
finales, modelo de demostración escolástica. Este rechazo cartesiano define uno de los rasgos
distintivos del pensamiento moderno: el abandono de toda teleología epistemológica.
La respuesta a la segunda interrogación demanda una doble explicación ya que ha de
precisarse en qué consiste el error y una vez conocido esto se debe indagar si es posible
prevenirlo, lo que a final de cuentas forma parte sustancial de su proyecto. Si se descubre que
el error es de tal naturaleza que resultase imposible su prevención, todo intento por construir
una ciencia fundada en principios verdaderos es inviable. Para responder a todas estas
cuestiones lleva a cabo una revisión, en su opinión exhaustiva, de las operaciones (poderes le
llama él) de la mente y expone que todas ellas se pueden reducir a dos: la voluntad y el
entendimiento.
El entendimiento opera exclusivamente con ideas, las cuales como hemos visto no son
de suyo falsas, por lo tanto el entendimiento por sí mismo no es fuente de error, se limita a
concebir ideas, y desde luego que evidentemente pueden faltarle muchas, es decir, resulta
claro que el entendimiento es limitado en cuanto a la posesión o producción de ideas, así, se le
puede acusar de limitado o ignorante pero no de falaz:

El entendimiento, por sí solo, no asegura ni niega ninguna cosa; concibe ideas de las cosas que
puede afirmar o negar. Considerándole así, nunca encontramos errores en él, si tomamos la
palabra error en su propia significación [...] si considero mi facultad de concebir, veo que es
poco extensa y muy limitada (1981b: 74)

Por su parte, la voluntad se muestra ilimitada y tiene como atributo principal el ser
libre. Concebida como libre albedrío no encuentra límite alguno pues en cualquier
circunstancia está en condiciones de asentir o no a alguna idea propuesta por el entendimiento.
Tan grande es la extensión de la voluntad que en ella encuentra Descartes el sello de
semejanza con Dios, pues aun cuando reconoce que la voluntad divina es mucho más extensa
que la de él, comparte con ella la libertad y la infinitud tan solo acotada por la finitud global
del ser creado. La voluntad la explica en los siguientes términos:

Consiste esta facultad en que podemos hacer una cosa o no hacerla. Afirmar o negar, perseguir
o huir; o mejor dicho, consiste en que, para afirmar o negar, perseguir o huir las cosas que el
entendimiento nos propone, obramos de tal modo que ninguna fuerza exterior nos obliga a la
acción (Loc. cit., 74; itálicas nuestras)

Caracterizados en esos términos el entendimiento y la voluntad, el autor de las


Meditaciones cuenta ahora con los elementos para explicar en qué consiste el error. Para que
éste acaezca se requiere del concurso de las dos facultades señaladas. Desde su perspectiva el
juicio, cuyo principal atributo es la afirmación de la verdad o falsedad, consiste en el libre
asentimiento de la voluntad a las ideas o concepciones que nos propone el entendimiento, pero

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como ésta es más extensa que aquél puede otorgar su asentimiento a cosas que no son claras y
distintas. Por lo tanto, es en la precipitación de la voluntad al emitir juicios que se suscita el
error, así, éste puede definirse como precipitación de la voluntad:

¿Dónde nacen, pues mis errores? De que siendo la voluntad mucho más amplia y extensa que el
entendimiento, no la contengo en los mismos límites, sino que la extiendo a las cosas que no
entiendo, se extravía fácilmente y elige lo falso por lo verdadero y el mal por el bien; todo esto
hace que yo me equivoque y peque (Ibídem: 75)

Varias implicaciones tiene la concepción cartesiana del error. Comencemos con la


exculpación de la bondad de Dios. Ha quedado establecido que El en su infinita bondad no
pudo haberme dado facultades imperfectas y la existencia del error parecería contradecir esta
afirmación, en realidad la contradicción es aparente, veamos por qué. El entendimiento aunque
limitado es perfecto pues su limitada extensión se encuentra en consonancia con la naturaleza
finita del hombre y, lo más importante, cuando se cuestiona su imperfección en virtud del
error, se le hace una acusación sin fundamento ya que al proponer exclusivamente ideas no va
más allá de ellas y como de suyo éstas no pueden ser falsas y el entendimiento no las afirma ni
las niega ontológica ni epistemológicamente, no puede ser él fuente de error, por lo tanto, es
perfecto.
Por otro lado, la voluntad por sí misma también es perfecta pues no tiene restricción ni
"es obligada por alguna fuerza externa", puede elegir libremente dar su asentimiento o no
darlo. Es tan extensa la voluntad que se parece en algo a la de Dios, en consecuencia, por sí
misma la voluntad no es imperfecta. La naturaleza de la voluntad y el entendimiento entonces
excluyen a Dios como fuente de error pues lo que El ha otorgado al hombre son facultades sin
defectos, como todo lo que deriva de su perfección y bondad.
La segunda implicación importante es que el error tiene su origen exclusivamente en el
uso que el hombre hace de las facultades que Dios le ha dado. El no lo obliga a sentir o negar,
por el contrario, libremente elige sin ninguna coacción, puede hacerlo bien o mal dependiendo
de la forma en emplee la voluntad, Dios se la otorga pero no le obliga a encaminarla en
determinada dirección. Descartes señala un límite epistemológico, que no ontológico, al
despliegue de la voluntad cuando dice:

Si me abstengo de dar mi juicio sobre una cosa cuando no la concibo con suficiente claridad y
distinción, es evidente que hago bien y no me equivoco; pero si me determino a negarla o
afirmarla, no me sirvo como debo de mi libre arbitrio, y aunque juzgue verdaderamente —esto
no ocurre más que por casualidad- no por eso habré dejado de usar mal mi libre arbitrio, porque
la luz natural nos enseña que el conocimiento del entendimiento debe preceder a la
determinación de la voluntad (Loc. cit.)

Es claro entonces que el límite posible de la voluntad es de orden epistemológico debe,


para evitar el error, circunscribir su despliegue a las concepciones claras y distintas. En el ir
más allá de estas fronteras se encuentra el origen del engaño, pero esta transgresión es una
acción voluntaria del hombre y no imposición ontológica dictada desde la naturaleza de la
voluntad.
La tercera consecuencia de la teoría de error cartesiana es crítica para seguir avanzando
en la búsqueda de la verdad y sirve de apoyatura a las prescripciones reguladoras del método.

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Al estar el hombre en la posibilidad de contener la voluntad dentro de los límites del
entendimiento es posible concebir estrategias que garanticen esta abstención y disciplinen la
voluntad, tal es precisamente el papel del método: enseñar a la voluntad a contenerse dentro de
los límites de las proposiciones claras y distintas.

Por último, destacaremos a este respecto que la teoría de error se encuentra ubicada en
la intersección de lo psicológico y lo epistemológico debido a que el error es en sentido
estricto una falla del juicio al asentir como verdadero lo falso, sin embargo, es la voluntad
(facultad psicológica) quien la provoca pues en su precipitación escapa de la esfera del
entendimiento (Benítez, 1994).

Hasta aquí los argumentos cartesianos que explican la naturaleza y origen del error los
que, paralelamente, permiten justificar la pertinencia epistemológica del método. Ahora
expondremos algunas consideraciones que se pueden llegar a convertir en perplejidades. En
primer lugar, se advierte que en las formulaciones de Descartes se desliza de manera inocente
una equivalencia axiológica entre lo epistemológico y lo ético al calificar de "adecuado" el uso
de la voluntad siempre y cuando restrinja su asentimiento a lo que el entendimiento le propone
clara y distintamente y como "bueno" o "malo" si transgrede esos límites. La transgresión es
mala y la limitación es buena, lo verdadero se iguala a bueno y lo falso a malo. Con base en
este traslape de planos axiológicos es que se permite adjetivar éticamente la voluntad
señalando que puede haber un "buen" o "mal" uso del libre arbitrio. La impronta teológica de
Descartes es el origen de este error categoríal convirtiendo el juicio, ejercicio de la voluntad,
en una acción moral y por lo tanto, considerando a Dios como el juez último de su legalidad,
tal como antes lo a adoptado en el plano epistemológico.

Una segunda cuestión aparece cuando analizamos el límite epistemológico de la


voluntad, fundamento de la prevención del error. Anteriormente ha quedado establecido que la
verdad de todo lo claro y distinto se aprehende en un acto de intuición que hace evidente su
certeza al espíritu, tal como ha manifestado Descartes en su examen de la experiencia del
cogito. Si esto es cierto, entonces parecería que el juicio como acto de voluntad sólo tiene dos
caminos: o se convierte en una tautología al seguir la prescripción cartesiana de que para evitar
el error hay que limitar los juicios a las proposiciones claras y distintas y otorga su sentimiento
nada más a lo que el entendimiento le propone en tales términos, esto es, cuando se limita a
afirma la verdad de algo que ya se sabe es verdadero; o se convierte en un ejercicio silente
cuando, tratando de evitar el error, tiene que abstenerse de emitir algún juicio sobre una
proposición que no es clara y distinta. Silencio y tautología epistemológica constituyen
entonces dos aspectos de un mismo problema en el que la lógica de la teoría de error ha
colocado la búsqueda de la verdad: el solipsismo subjetivista. Pues ¿cómo decir del mundo
algo si no puedo hablar acerca de lo que no conozco con claridad y distinción, tal como la
existencia de las cosas fuera del pensamiento? y ¿qué sentido tiene afirmar la verdad de algo
que previamente mi espíritu ya conoce con toda evidencia? (Villanueva, 1988a: 47).

Al limitar el juicio a las experiencias de la conciencia, único lugar donde acaece la


evidencia, se encierra el conocimiento en el subjetivismo y al abstenerse de emitirlo se
renuncia a hacer proposiciones acerca del mundo que den cabida a la predicación veritativa ya
que en este ejercicio siempre está presente el riesgo de asentir con error, lo cual no sirve al
proyecto cartesiano que está empeñado en encontrar la verdad absoluta.

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Dos salidas posibles puede haber para fracturar el aislamiento del ego cogitans. Una la
propone el propio Descartes cuando afirma, en la sexta meditación, que la existencia de las
cosas del mundo se encuentra garantizada en la de Dios. La otra es considerar de una manera
alternativa el sentido de lo "claro y distinto".
Los argumentos cartesianos para probar la existencia de las cosas fuera de la
conciencia se pueden sintetizar en tres. Primero, considerando que todo lo concebido clara y
distintamente es verdadero y existe, al reconocer en la idea de su propio cuerpo estas notas
concluye que éste es una res extensa. Este argumento deja abierta la posibilidad de que existan
otros cuerpos (los cielos, la tierra, etc.) aunque en este momento sólo esté certificado
ontológicamente el suyo.
Segundo, apelando al "axioma metafisico uno" (la teoría de las causas) y reconociendo
en él la posesión de una facultad pasiva de reconocer y recibir ideas de las cosas sensibles y
considerando que ésta no tendría sentido epistemológico si no existiera algo que las produjera,
concluye diciendo que las causas de tales ideas, esto es, los cuerpos sensibles, existen fuera de
su mente, pues de ¿de dónde habrían de tomar, si no de la realidad formal o eminente de los
cuerpos, su realidad objetiva las ideas que de ellos tiene?
Tercero, reconociendo que tiene una gran inclinación a creer que la causa de las ideas
de los cuerpos tienen su origen en los objetos que existen "fuera" de él y considerando que
Dios no lo engaña, resulta imposible pensar cómo se podría liberar de la nota de impostor si
tales ideas procedieran de otras causas. Aunque, por otro lado, es importante señalar que él
nunca afirma la verdad de la creencia de que las ideas sean semejantes a los cuerpos que
representan. (Descartes, 1981b: 85).
En la imposibilidad de que la nada produzca algo y en la bondad de Dios que evita que
lo engañe, Descartes encuentra los elementos que justifican la creencia en la existencia de las
cosas del mundo, con ello se sientan las bases para romper la soledad del cogito y aventurar
juicios sobre cosas que remitan al mundo, esto es, se abre la posibilidad de predicar
veritativamente al mundo.
La otra vía para escapar de la vacuidad epistemológica de la voluntad en la
formulación de los juicios es asumir que lo "claro y distinto" signifique, más que una
certidumbre intuitiva, una nota de consistencia. La claridad y la distinción no remitirían, bajo
esta perspectiva, a la inherencia de la verdad sino a la comprensibilidad del sentido de las
proposiciones haciendo que se suscite la predicación veritativa. (Williams, 1995:183-184)
Ambas posibilidades plantean, sin embargo, una cuestión adicional: el problema de la
certificación de la predicación veritativa. Siguiendo la lógica cartesiana no existe más
verificación que la que sobre sí misma ejerce la razón, de tal suerte que para que un
conocimiento califique como verdadero basta con que cumpla los criterios de claridad y
distinción o que las inferencias sean aprehendidas con evidencia. Por ejemplo, a Descartes le
parece que la verdad de la proposición: "los ángulos internos de un triángulo son igual a dos
rectos" no depende ni de su eventual naturaleza onírica ni de que en la realidad exista
triángulo alguno, desde esta perspectiva, la certificación de la predicación veritativa es vaciada
de empíria (Ribes, 1999: 71)
La otra posibilidad de certificar la certeza de los juicios es a través de la experiencia
mediante la adecuación de las proposiciones con la realidad. Por esta vía se legitima desde el

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ejercicio racional la pertinencia heurística de la verificación empírica, algo que, contra la
creencia común, Descartes nunca dejó de lado (Monroy, 1993: 58).
La contrastación empírica se proyecta desde el racionalismo como una posibilidad más
en la búsqueda de la verdad sin embargo, se mantiene siempre la necesidad de que esta
demostración también sea certificada por la razón. En el discurso cartesiano, no puede
concebirse un conocimiento verdaderamente científico si estas experiencias no terminan por
pasar por el rasero de la razón (Benítez, L, 1993, p. 25).
Para terminar este capítulo diremos que la probanza de la existencia de Dios, que
resulta una necesidad epistemológica para el sistema cartesiano, se conduce en términos tales
que es posible sospechar que no logra su propósito con lo que los fundamentos de su sistema
quedan tambaleantes. Esto desde luego no descalifica el esfuerzo cartesiano, pero apunta a
ciertos elementos de perplejidad y señala algunos problemas epistemológicos que es posible
detectar y que dada su importancia en la formulación del método resultan muy importantes.
Con el retroceso de la duda y la derrota del genio maligno Descartes inicia un recorrido
de regreso desde la ataraxia escéptica hasta la afirmación de la existencia de las cosas del
mundo donde va cimentando los fundamentos epistemológicos que justifican los cuatro
preceptos del método. En este contexto, destaca, como hemos visto, el primero que establece
el principio de evidencia y el axioma epistemológico fundamental, con ellos la razón está en
condiciones de desarrollar un instrumento heurístico que le garantice la validez del
descubrimiento de nuevas verdades..
Si Descartes ha tenido que encarar las más espinosas cuestiones metafisicas no es por
vocación escolástica sino por una actitud científica, aunque parezca paradójico. Emprende la
demostración de la existencia de Dios no porque no crea en El, sino porque a través de ella
afianza la validez de su regla de verdad.
De igual forma la exposición de su teoría del error no es una vanalidad especulativa, es
una necesidad para justificar epistemo lógicamente la pertinencia del método al asegurar la
prevención del error. Si está en las facultades humanas tener errores también reside en ellas la
posibilidad de evitarlo aprendiendo a distinguir lo verdadero de lo falso, siendo el método el
instrumento de la razón para hacerlo. Si no demuestra que es posible vencer la falibilidad de la
facultad judicativa el método se torna impertinente y el hombre queda a merced de la
obscuridad o de la luz por revelación, cosas totalmente ajenas al proyecto cartesiano.
Como veremos en el último capítulo de este trabajo los otros dos preceptos
metodológicos no son sino la instrumentación de la regla de verdad y la teoría del error. El
análisis o división y el ascenso sintético se fundan, como veremos, en la posibilidad de que las
inferencias descansen en el principio de evidencia a través, como dice Descartes, de una
inspección continuada del espíritu. El precepto de enumeración representa un aseguramiento
"técnico" de que esto se ha realizado adecuadamente, es un auxiliar de la memoria que evita
dejar fuera una consecuencia necesaria legítima o haber incluido una espuria.
Compartiendo las preocupaciones de Descartes nos pareció conveniente analizar en
qué se fundamentan sus certezas epistemológicas, de no hacerlo el examen del método se
convierte en un ejercicio huero. Las reflexiones realizadas en este capítulo también nos
permitieron detectar algunos argumentos que expresan claramente como Descartes es
inevitablemente un hombre de su tiempo y como tal se encuentra en la encrucijada teórica del
siglo XVII, su herencia escolástica permea claramente la mayoría de los argumentos que

49
presenta para demostrar la existencia de Dios, sin este saber heredado no hubiera podido
hacerlo. Serán los filósofos de la naturaleza que le siguen los que finalmente terminarán por
abandonar a Dios como hipótesis epistemológica necesaria. Sin embargo, para hacerle justicia
debemos decir que así como es refractario a la escolástica también es sensible a la scienza
nuova y contribuye enormemente a configurar la nueva imagen del mundo. Su mecanisismo y
su visión geométrica del ser son, sin lugar a dudas un aporte esencial en este sentido, más aún,
su obra científica es producto directo de esta cosmovisión que lo aleja, y con mucho, de las
especulaciones escolásticas, en ese sentido, su Geometría representó el mayor avance
geométrico-matemático del siglo XVII.

50
CAPÍTULO QUINTO
EL NÚCLEO METODOLÓGICO

En el primer capítulo hemos hecho una presentación general de los rasgos distintivos
del método de Descartes, en éste continuaremos algunas observaciones y organizaremos
nuestra exposición siguiendo los cuatro principios enunciados en el Discurso vinculándolos
con las indicaciones que nos da a conocer en las Reglas. En éstas nos presenta los preceptos
que forman el armazón lógico e instrumental del método pero señala que su "núcleo" lo
constituyen las prescripciones contenidas en las reglas V, VI y VII. Por otro lado, en la
segunda parte del Discurso nos ofrece una visión sintética de los mismos. Comenzaremos
nuestra tarea examinando el primero de ellos:

El primero de estos preceptos, consistía en no recibir como verdadero lo que con toda evidencia
no reconociese como tal, evitando cuidadosamente la precipitación y los prejuicios, y no
aceptando como cierto sino lo presente a mi espíritu de manera tan clara y distinta que acerca de
su certeza no pudiese caber la menor duda (1981 a: 16)

Con la indicación de no aceptar sino lo que con toda claridad se conoce como
verdadero, el precepto nos coloca nuevamente frente al principio epistemológico central: el
principio de evidencia o certeza. Este ha sido enunciado también en las Reglas (1981c: 96), en
éstas además se precisa que únicamente se deben admitir conocimientos indubitables y que
sólo mediante intuición o deducción podemos confiar en la certeza de alguna proposición
(Ibídem: 98).
¿Pero qué es lo evidente? Para Descartes la evidencia es una percepción del espíritu
que aprehende de manera directa e inmediata algo cuya verdad no puede ser puesta en duda ya
que por sí sola se justifica. Lo capturado a través de la evidencia no requiere de demostración
lógica o experencial puesto que la luz de la razón nos la muestra de manera instantánea y
patente.
La evidencia de un conocimiento queda asegurada, además, por su claridad y
distinción. Esta se caracteriza como la presencia inmediata de algo de tal suerte que cuando se
presenta al espíritu no hay posibilidad de que se le conciba obscura o confusamente. Por otro
lado, la claridad alude a la percepción de algo simple y sencillo que es de tal naturaleza que no
se le puede pensar como compuesto de alguna cosa más, en este sentido, la distinción señala
los límites entre una cosa y otra.
Tanto la claridad como la distinción aparecen mediante un acto del espíritu: la
intuición. Únicamente a través ella es posible concebir algo de manera evidente. Podemos
decir que las cosas capturadas por intuición son equivalentes a los axiomas geométricos y
como ellos, son de suyo verdaderas. Por eso Descartes nos señala que la intuición evidente de
las cosas implica la certeza de su verdad.
Las afirmaciones cartesianas con relación a la intuición, la evidencia y la verdad se
encuentran sustentadas en una noción de verdad según la cual cuando "algo" es conocido se

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trae a la conciencia su presencia. De este modo encontrar la verdad implica la aprensión de
los entes que son su correlato:

La certeza se da necesariamente, dada la presencia del objeto. Es - podríamos decir - un


carácter del acto de aprehensión de lo patente, certeza sería la cualidad subjetiva que
necesariamente aparece al mostrarse lo verdadero (Villoro, 1965: 16)

La evidencia, entonces y desde la visión cartesiana de la verdad, implica que a


diferencia de un mencionar lejano de las cosas, éstas se hacen presentes como son ellas
mismas, de tal forma que a la predicación veritativa le precede una certeza pre-predicativa. En
consecuencia, en el más amplio sentido del término:

La [evidencia] es una experiencia de algo que es y que es de tal manera, o sea justamente, un
verlo en sí mismo con la mirada del espíritu (Husserl, 1997: 17; corchetes nuestros)

La patencia del objeto nos remite, por lo tanto, a lo que en el capítulo anterior
señalábamos cuando decíamos que para Descartes lo verdadero es "algo". Si algo lo
reconocemos verdadero entonces necesariamente existe, sea actualmente o en potencia. De
este modo la predicación veritativa es la certificación del ente por la razón. Por eso la
declaración cartesiana de que si entendemos una palabra es que poseemos su idea, implica que
cuando comprendemos algo, el ente se nos presenta. Con relación a esto Villoro, L. (1965: 27)
señala:

El método tendrá una esencial dualidad: consistiría en llevar las significaciones [ideas] del
lenguaje a la claridad y distinción, y por ese mismo hecho en presentar ante la intuición, las
cosas mismas ocultas por el lenguaje" (corchetes e itálicas nuestras)

Atender a este carácter del lenguaje, su comprensibilidad, que lo convierte en portador


representacional de los entes será crucial para examinar el análisis y la síntesis ubicados en el
segundo y tercer principios del método, sobre esto volveremos más adelante, por el momento
conviene señalar que siguiendo los argumentos de Descartes, únicamente mediante la intuición
es que podemos asegurar la verdad de las concepciones más simples, claras y distintas.
Pero entonces, ¿cómo debemos entender la reiterada afirmación cartesiana de que para
lograr el conocimiento no hay más que dos formas: la intuición y la deducción? Si
previamente ha establecido a este respecto la primacía de la intuición.
Él mismo apunta que la deducción es una operación por la cual se infiere una cosa de
otra, pero ha de ser realizada en forma tal que aprehenda las relaciones de necesidad que
existen entre las cosas, estableciendo así su evidencia. (1981c: 100 y 108) Como se advierte,
lo que asegura epistemológicamente la deducción es la evidencia de la relación de necesidad.
Aquí se le podría objetar a Descartes, como lo hicieron los lectores anticipados de las
Meditaciones, que ¿cómo es posible garantizar la evidencia de largas cadenas deductivas ya
que éstas suponen una sucesión temporal en los razonamientos con lo que se pierde la
posibilidad de la patencia que es de suyo inmediata?, a esto responde que la cadena de
inferencias se elabora a través de la intuición de las uniones o relaciones necesarias:

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no hay otras vías abiertas al hombre para llegar al conocimiento cierto de la verdad que la
intuición evidente y la deducción necesaria; y que son esas naturalezas simples de que
hablamos en la regla octava. Es evidente que la intuición se aplica a estas naturalezas y a sus
uniones necesarias (Ibídem: 124)

Señalado el carácter de la evidencia como acto de intuición, el primer precepto nos


previene también de la precipitación para dar nuestro asentimiento a cosas que son obscuras y
confusas, siguiendo estrictamente el principio de evidencia no es posible avanzar en el
conocimiento de las cosas si no vamos estableciendo de manera indubitable los conocimientos
previos.
Para tratar de ubicar algunas de las implicaciones de la noción de verdad que subyace
al principio de evidencia, conviene recordar la forma en que Descartes enfrenta el problema
del conocimiento. Según él, una vez que se han conocido los principios que regulan la
estructura del método y antes de aplicarlo a otras cuestiones, conviene emplearlo para
examinar la naturaleza del conocimiento y dice:

Ninguna cuestión es más importante ahora que la de determinar en qué consiste el conocimiento
y cuál es su extensión [ ... ] Para llegar a conocer hemos de considerar dos cosas: nosotros que
conocemos y los objetos que son conocidos. En nosotros existen cuatro facultades que
empleamos en el conocimiento: la inteligencia, los sentidos y la memoria. De estas facultades
sólo la inteligencia puede percibir la verdad pero debe ayudarse de la imaginación, de los
sentidos y la memoria para no dejar en la inutilidad ninguno de nuestros medios. (Ibídem: 118)

Estas aseveraciones nos muestran claramente que del "lado de quién conoce" sólo la
inteligencia es la que propiamente conoce y respecto a los "objetos que son conocidos" que
éstos pueden estimarse atendiendo a su existencia real y a la forma en que los concibe la
inteligencia. En ambos casos los objetos pueden dividirse en simples y compuestos. Los
simples son aquellos cuyo conocimiento es tan claro y distinto que el espíritu no puede
dividirlos de manera que su conocimiento sea aún más distinto y cita como ejemplo la figura,
la extensión y el movimiento. Por su lado, las cosas compuestas son aquellas que se forman
con el concurso de las simples. Con relación a la verdad adscribible a las cosas o naturalezas
simples nos dice:

Estas naturalezas simples son conocidas por ellas mismas, y que nada de falso contienen; lo
cual veremos fácilmente si distinguimos la facultad por la que la inteligencia ve y conoce las
cosas de la facultad por la cual juzga afirmativa o negativamente (Ibídem: 122)

Esta cita nos permite redondear su concepción del problema del conocimiento. En
cuanto a "nosotros que conocemos" ya hemos visto en el capítulo anterior que para Descartes
el entendimiento se limita a proponer ideas para que la voluntad asienta o no en ellas,
señalando que por sí mismas no pueden ser falsas y que es la precipitación judicativa de la
voluntad la que provoca que se suscite el error, no abundaremos más al respecto. Sin embargo
conviene ahora resaltar cómo a partir de su concepción de "las cosas posibles de conocer", su
noción de verdad nos remite nuevamente al principio de evidencia.
En las naturalezas simples no hay error, éste aparece cuando el espíritu se compromete
en la composición de otras, puesto que las únicas naturalezas compuestas que pueden ser
consideradas verdaderas son aquellas cuyas uniones (de naturalezas simples) son necesarias.

53
Si las naturalezas simples son siempre verdaderas y a lo que nos enfrenta la intuición son
precisamente a ellas, entonces se puede inferir que las únicas verdades fuera de toda duda se
encuentran en aquellas ideas o proposiciones simples, claras y distintas que muestran a los
entes simples y, correlativamente, las naturalezas compuestas son verdaderas si su unión es
necesaria, la que sólo puede hacerse evidente mediante otro acto de intuición. Así tenemos que
la certeza de la inferencia deductiva depende de mostrar que el paso de una cosa a otra es
necesario, esto es, si refleja la "unión necesaria" de las cosas simples que dan lugar a las
compuestas.
Siguiendo la noción de verdad antes expuesta tenemos entonces que en cualquier caso
ésta siempre nos muestra al ser, el que realmente existe, pues cuando de él predicamos una
verdad (siempre necesaria) estamos al mismo tiempo afirmando su existencia. Este
señalamiento nos revela que en Descartes siempre estuvo ligado el ser a la verdad, recordemos
una vez más: el ser es verdadero y lo verdadero es. En consecuencia, el principio de evidencia
además de fundamentar la solidez epistemológica del conocimiento también garantiza la
consistencia ontológica del Ser. Esta es precisamente la primera gran implicación de la noción
de verdad subyacente al principio de evidencia: la ontologización de la razón y la
racionalización del Ser. Por eso, en última instancia, la teoría del conocimiento cartesiana no
nos remite a las vanas figuras especulativas de la escolástica sino que nos enfrenta a la
realidad de los entes, confirmando así tanto la coherencia de su sistema como la pertinencia y
posibilidad del conocimiento sobre un mundo real que ha quedado asegurado, además, por la
existencia y bondad de Dios.
La segunda implicación es que dota de sentido heurístico y pertinencia epistemológica
al método. Sentido heurístico porque al mostramos al ser nos abre las posibilidades reales de
su conocimiento y asegura el camino para la intervención en él hasta, eventualmente, hacernos
"amos y señores de la naturaleza" y al mismo tiempo legitima el proyecto de reconstrucción
del edificio de la ciencia útil a los propósitos del hombre. Pertinencia epistemológica porque
nos garantiza un orden racional en el proceso de conocimiento.
Existe una tercera implicación muy importante en la noción de verdad que se juega en
el principio de evidencia, nos referimos a la prescripción que hace de los límites del
entendimiento humano:

Afirmamos, en quinto lugar, que nada podemos comprender más allá de estas naturalezas
simples y de las naturalezas compuestas que con ellas se forman, frecuentemente es más fácil
examinar varias unidas que separar una de todas las demás (Ibídem: 123)

El entendimiento entonces encuentra sus límites en las naturalezas simples, esto es, en
las partes más simples del ser. Con esto Descartes señala claramente que el conocimiento,
aunque muy extenso - como lo es el ser - no es infinito ya que la única substancia infinita es
Dios pero tratar de conocerlo totalmente es tanto una temeridad como una arrogancia y acaso
una estupidez del espíritu. Correlativamente al señalamiento de los límites del conocimiento se
prescriben los límites del método mismo:

Todo el que, en la solución de alguna dificultad, observe rigurosamente las primeras reglas [las
por él señaladas como el núcleo del método] y por la que ahora nos ocupa, se entere que debe
detenerse en su labor de investigación, sabrá entonces con seguridad que por ningún medio

54
puede llegar a la ciencia que busca, no por falta suya sino porque a ello se opone la naturaleza
de la dificultad o la condición humana (Ibídem: 110, corchetes nuestros)

Al igual que con el conocimiento, el método llega a sus límites cuando se enfrenta a las
naturalezas simples, no se puede avanzar más. Y la imposibilidad de hacerlo de ninguna
manera es un descubrimiento despreciable pues nos instala en las fronteras de lo cognoscible.
Descartes nos dice que racionalmente la intuición de las naturalezas simples nos señalan los
límites del entendimiento en tanto que instrumentalmente el método los refleja y lo enfatiza
afirmando que antes de abordar el estudio de alguna cosa en particular es conveniente saber
cuáles son los conocimientos que puede alcanzar la razón humana (Ibídem: 112).

Apoyado en una noción de verdad que supone la patencia del ente, el principio de
evidencia nos garantiza que la aplicación correcta del método nos conducirá por un camino
seguro para no extraviarnos en la búsqueda de la verdad la que queda garantizada, nos insiste
Descartes, si únicamente nos limitamos a considerar lo intuido con toda evidencia, esto es, si
buscamos solamente el conocimiento de las naturalezas simples y sus uniones necesarias.

Con estos breves señalamientos concluimos nuestro estudio acerca de las implicaciones
epistemológicas que subyacen al principio de evidencia contenido en el primero de los
preceptos del método. A continuación revisamos los de análisis y síntesis siguiendo el orden
en que son presentados en el Discurso, iniciemos con el de división o análisis:

El segundo era la división de cada una de las dificultades con que tropieza la inteligencia al
investigar la verdad, en tantas partes como fuera necesario para resolverlas (198 la: 16)

En las Reglas formula el principio en los siguientes términos:

El método se sigue fielmente si reducimos las proposiciones obscuras y confusas a las más
sencillas (1981c: 104)

Para Descartes toda question o asunto a investigar debe ser reducido a sus
componentes últimos (o primeros) elaborando para su examen series de conocimientos de las
cosas siguiendo el orden de sus relaciones mutuas. En las Reglas habla indistintamente de
"cosas" o "naturalezas simples" éstas ya las hemos analizado, veamos ahora la noción de
"cosa". Según Descartes las cosas se pueden dividir en absolutas y relativas. Las primeras son
aquellas que contienen las naturalezas puras y simples que se investigan y son las más fáciles
y las más simples señalando que de ellas debemos servirnos para resolver las cuestiones y/o
dificultades que investigamos. Debido a su simpleza y a que se muestran intuitivamente son
siempre verdaderas (Hamelin, 1949: 97)

Las cosas relativas son las que se forman por el concurso de las absolutas y podemos
reducirlas a las absolutas, además, las cosas relativas contienen relaciones que les otorgan el
carácter de dependientes, múltiples, desemejantes, compuestas, etc. Nos indica que es muy
importante estimar el carácter de las cosas pues de ello depende la posibilidad de operar
correctamente la resolución analítica:

55
recomendamos que se distingan bien estas relaciones y se observen su conexión y orden natural,
de modo que partiendo de las últimas y pasando por las otras lleguemos a lo absoluto (1981c:
105)

De esta declaración se infiere que el sentido del análisis consiste en descomponer la


dificultad o las questions siguiendo no un orden arbitrario sino observando atentamente la
naturaleza de las cosas involucradas percibiendo si se trata de una absoluta (por medio de la
intuición) o de una relativa, en cuyo caso es obligado observar y distinguir sus relaciones las
que la alejan o acercan a lo absoluto. Las relaciones deben escrutarse para ver si se trata de una
conexión necesaria o arbitraria. Siguiendo estas recomendaciones tenemos que el orden del
análisis se deriva de la necesidad de las relaciones de las cosas. Mediante este procedimiento
se asegura la posibilidad de llegar a las naturalezas simples que constituyen el punto a donde
termina la operación analítica. Conocidas éstas es posible al espíritu advertir las relaciones
necesarias que se presentan con toda evidencia permitiéndole aplicar un juicio seguro sobre
ellas.

A través del análisis y al descomponer la dificultad para llegar a las cosas absolutas o
naturalezas simples se despeja la vía para llegar a los entes mismos, para arribar al fundamento
de verdad en el que ha de sostenerse el orden de nuestra serie de conocimientos así elaborados

Muestra el análisis el verdadero camino por el cual ha sido descubierta metódicamente una
cosa, y hace ver cómo dependen los efectos de las causas: de modo que si el lector quiere
seguirlo y mirar atentamente todo lo que contiene, comprenderá y se apropiará la cosa así
demostrada, tan perfectamente como si él mismo la hubiera inventado (1945: 171-172; itálicas
nuestras)

Al hacernos evidente la "cosa así demostrada" se llega a la verdad y se muestra el ente


que se encontraba oculto en medio de la obscuridad que inicialmente nos plantea la dificultad.
El análisis entonces tiene como finalidad descomponer un todo (la question) en partes
(naturalezas simples) que son estimadas como una demarcación dual coincidente: de un lado
el ente y del otro el entendimiento. Con ello se establecen los principios claros y distintos que
demanda el método cartesiano para estar seguros que las series de conocimientos son
coherentes y verdaderas. Coherentes en tanto reflejan las partes y relaciones del ser y
verdaderas porque más allá de las naturalezas simples el pensamiento no puede operar ninguna
división más, aprehendiendo así su verdad con toda evidencia.
Ahora bien, el momento analítico cartesiano es posible en tanto se asuman dos
premisas no declaradas: Primero: la suposición de que toda question:

puede ser formulada por proposiciones complejas o complejos de proposiciones susceptibles de


resolverse en determinadas "partes" sin que cambie su sentido; de tal modo que el significado
de la proposición compleja en que se formula la cuestión resulte del significado de los
elementos que la componen (Villoro, 1965: 28)

Esta premisa se encuentra a su vez articulada en un conjunto de supuestos de orden


fisico y metafisico que son constitutivos del more geométrico con el que Descartes examina la
constitución del mundo y el hombre. Por eso antes de analizar las implicaciones de orden
epistemológico a las que apunta el señalamiento de Villoro consideraremos brevemente

56
algunas ideas cartesianas con relación a la naturaleza y estructura de la materia así como de la
forma en que emprende el estudio del hombre. Conocer sus ideas al respecto nos permitirá
comprender por qué el principio del análisis supone la posibilidad real de que mediante este
procedimiento metodológico se conozcan las cosas absolutas. Veamos primero su concepto de
materia:

Al tratar esto, deseo primeramente que adviertan que todos los cuerpos, tanto duros como
líquidos están hechos de una misma materia, y que es imposible concebir que las partes de esta
materia compongan nunca un cuerpo más sólido o que ocupe menos espacio, ya que cada una
de ellas limita por todas partes con las demás que le rodean [ ... ] las experiencias de las que he
hablado [son suficientes] para persuadimos de que los espacios en los que no percibimos nada
están llenos de la misma materia y contienen tanta de ésta como aquellos que están ocupados
por los cuerpos que percibimos (Descartes, 1986: 63-66; corchetes e itálicas nuestras)

Dos cosas conviene resaltar de estas ideas, primero, que la materia de que están hechos
todos los cuerpos es homogénea y segundo, que está formada de partes, además es extensa y
la misma en todo el universo (Rocha, 1993: 69)
Las propiedades de la materia reflejan las del espacio de los geómetras que por
definición es homogéneo, constituyendo esta peculiaridad su condición de necesidad para
establecer las igualdades e inferencias que demuestran, si el espacio geométrico no fuese
concebido como un pleno homogéneo no se podría garantizar (en esta etapa del desarrollo de
la geometría) la certidumbre de sus axiomas. Y al igual que los geómetras que pueden
concebir su espacio dotado de un número indefinido de figuras y partes, Descartes nos dice
que no podemos:

sino [concebir la materia] como un verdadero cuerpo, perfectamente sólido, que llene
igualmente todos los largos, anchos y profundidades de este gran espacio en medio del cual
hemos detenido nuestro pensamiento de suerte que cada una de sus partes ocupe siempre una
parte de este espacio, de tal modo proporcionada a su tamaño, que no podrá llenar una más
grande, ni encerrase en una más pequeña, ni tolerar que mientras permanece ahí algún otro
[cuerpo] tome su lugar. Agreguemos a esto que esta materia puede dividirse en todas las partes
y según todas las figuras que podamos imaginar; y que cada una de sus partes es capaz de
recibir en sí todos los movimientos que podamos también concebir. Y supongamos, además,
que Dios la divide verdaderamente en muchas partes determinadas, las unas más grandes, las
otras más pequeñas; las unas de una figura, las otras de otra, tal como nos plazca forjarlas
(1986: 78; corchetes e itálicas nuestras)

Imaginar partes en la materia puede hacerse si se considera la posibilidad de dividirla


indefinidamente. Desde esta perspectiva es posible concebir la existencia de cuerpos simples
(elementos) y compuestos y, si estos últimos se forman con la participación de los simples,
entonces pueden ser reducidos analíticamente a aquéllos. En ese sentido debe entenderse la
siguiente afirmación cartesiana:

Examinen cuanto quieran, todas las formas que pueden dar a los cuerpos mezclados, los
diversos movimientos, las figuras y tamaños, la diferente disposición de las partes de la materia,
y estoy seguro de que no encontrarán ninguna que no tenga en sí las cualidades que tienden a
hacer que cambie, y que cambiando, se reduzca a alguna de las [formas] de los elementos
(Ibídem: 72; itálicas nuestras, corchetes de la traductora)

57
Por otro lado, al igual que en el plano epistemológico Descartes encuentra la certeza
del criterio de verdad en la infinita bondad de Dios, en el plano fisico apela a El para
garantizar la estructura y naturaleza de la materia del mundo. Solamente Dios tiene el poder
para llevar a cabo la creación, aunque en sus postulados se aparte del génesis bíblico. Su
cosmología a pesar de estar cimentada en la idea y atributos divinos, es ante todo un esfuerzo
de explicar racionalmente el ser:

supongamos que Dios crea de nuevo, a todo nuestro alrededor, tanta materia que, de cualquier
lado que nuestra imaginación se pueda extender ya no perciba ningún vacío [ ... ] ahora bien,
puesto que nos tomamos la libertad de forjar esta materia en nuestra fantasía, atribuyámosle, si
les parece, una naturaleza en la que no haya nada más que lo que cada uno pueda conocer tan
perfectamente como es posible [...] Y con respecto a la materia de que he compuesto [este
mundo], no hay nada más simple ni más fácil de conocer entre las criaturas inanimadas, y su
idea está de tal modo comprendida en todas las que nuestra imaginación puede formar, que es
necesario que la conciban o no conciban jamás ninguna cosa (Ibídem: 78 y 80; itálicas nuestras,
corchetes de la traductora)

A partir de estas referencias resulta imprescindible considerar dos consecuencias de


orden gnoseológico que implica la concepción de materia de Descartes. La primera tiene que
ver con el fundamento epistemológico desde el cual define la homogeneidad y divisibilidad en
partes simples de la materia. Es por concurso de la imaginación, de la razón, que es posible
concebirla es esos términos, en consecuencia, es el pensamiento puro el que prescribe las
condiciones y formas de existencia de la materia no una inducción experencial. Luego
entonces, la materia en tanto pensada tiene las propiedades mediante las que se le piensa
(Ribes, 1999: 46).
La segunda concierne al fundamento metafisico que hace posible que la materia sea
realmente como la razón la concibe. El orden de dependencia ontológico que formalmente
acepta la visión cartesiana encuentra en Dios al creador de la materia en los términos que la
concibe la razón, y no porque El siga nuestros designios, sino porque al crear el mundo y sus
leyes ha impuesto en nosotros sus nociones (1981a: 25), de ahí que el entendimiento no pueda
sino proponer concepciones que coinciden con la naturaleza misma del ser creado.
Al interrogarse Benítez, L., en su estudio introductorio a la traducción de El Mundo
(1986: 35), acerca de la génesis de los principios metafisicos del sistema fisico cartesiano
concluye diciendo que la participación creadora de Dios es una suerte de hipótesis ad hoc para
dar coherencia a su física. Por nuestra parte, creemos que al margen de que heurísticamente los
principios metafisicos sirvan de hipótesis ad hoc a la fisica cartesiana lógicamente le son
precedentes en la medida que sin ellos sus tesis acerca de la materia y el mundo carecen de
fundamento. Esta idea la podemos reforzar si consideramos que en su concepción de materia
supone que ésta es una idea tan "simple y fácil de conocer" que el entendimiento no puede
sino concebir esa y no otra, la que por otro lado, encuentra su cimiento en Dios:

Por qué, ¿cuál fundamento más firme y más sólido puede uno encontrar para establecer una
verdad, incluso queriéndolo escoger a capricho, que tomar la firmeza misma y la inmutabilidad
que está en Dios? (1986: 88)

Considerando la participación de Dios en la génesis del mundo, la estructura de la


materia y la naturaleza de los cuerpos, resulta inteligible la afirmación de que éstos se pueden

58
reducir a elementos simples por cuya combinación se forman los cuerpos mezclados o
compuestos. Por eso, cuando decíamos que el primer precepto (el de la evidencia) nos
colocaba de frente al ente, es porque se había llegado a las naturalezas simples del ser. Bajo
esta misma lógica el análisis también tiene como finalidad llegar a lo más simple del ser, así,
la reducción analítica instrumenta una operación por medio de la cual el ente se patentiza
descomponiendo lo compuesto expresado en questions complejas.
La concepción cartesiana de que las cosas están constituidas de "partes" y que
mediante el conocimiento de éstas es posible comprender lo "compuesto" también se hace
presente en su antropología. Aquí hay que recordar que en el Discurso nos menciona que en el
tratado que por algunas razones ha decidido no publicar (la condena de Galileo) también
abordaba la descripción de la estructura y funcionamiento del hombre. El resumen que al
respecto nos ofrece en el Discurso se amplía en el Tratado del Hombre, que inicialmente
estaba emplazado en la última sección del Tratado del Mundo (a partir del capítulo XVIII) por
lo que se comprende que sigue la misma línea argumental con la que ha expuesto sus tesis
cosmológicas y fisicas.
En el Tratado del Hombre se advierte claramente que Descartes sostiene una
concepción geométrica y mecánica del ser dentro de la cual incluye al mundo y al hombre. Al
respecto resulta muy sugerente la interpretación de Labastida, J. (1990) que señala que el
mecanisismo y geometrismo cartesiano representan la recuperación ideal del periodo social en
el que vive y desarrolla su obra: la manufactura capitalista. Según este autor, en el estudio del
hombre Descartes procede siguiendo la misma lógica bajo la que se organiza la producción
manufacturera, esto es, dividiendo el proceso del trabajo. Menciona además que al igual que
un maestro mecánico desarma y rearma el mecanismo de un reloj, Descartes descompone y
recompone analítica y sintéticamente la estructura del hombre. Aunque, como el mismo
Labastida reconoce, no es posible establecer fehacientemente las vías causales por las cuales
se transita de la "lógica manufacturera" al "análisis y síntesis cartesiana" resulta interesante su
planteamiento. En cualquier caso es precisamente esta analogía la que Descartes emplea, aun
cuando metafóricamente, para dejar claramente señalada la forma en que analiza al hombre:

Es verdad que puede establecerse una adecuada comparación de los nervios de la máquina que
estoy describiendo [el cuerpo humano] con los tubos que forman parte de la mecánica de estas
fuentes; sus músculos y tendones pueden compararse con los ingenios y resortes que sirven para
moverlas; los espíritus animales con el agua que las pone en movimiento; su corazón con el
manantial y, finalmente, las concavidades del cerebro con los registros del agua [ ... ] deseo,
digo, que sean consideradas todas estas funciones sólo como consecuencia natural de la
disposición de los órganos en esta máquina; sucede lo mismo, ni más ni menos, que con los
movimientos de un reloj de pared u otro autómata, pues todo acontece en virtud de la
disposición de sus contrapesos y sus ruedas (1980: 62 y 117; corchetes del traductor)

Resulta interesante notar que Cartesius inicia y termina su Tratado del Hombre
apelando a la analogía del mecanismo del reloj y continuando con la metáfora el cuerpo del
hombre resulta comprensible si se le "descompone" analíticamente y se explica su
funcionamiento atendiendo exclusivamente a la disposición de sus "partes" como si fuesen
"resortes y contrapesos". Como mera curiosidad es conveniente señalar que esta concepción
mecanicista y geométrica lo llevó a alejarse de los planteamientos correctos expuestos por W.
Harvey en el De Motu Cordis.

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Si nos hemos detenido unos momentos en estas consideraciones ha sido con el
propósito de mostrar cómo la visión cartesiana del ser como compuesto de "partes" simples se
desliza de su metafisica a su fisica y construye los supuestos necesarios para postular el
principio metodológico de la reducción analítica. Enseguida pasamos a considerar algunas de
las implicaciones epistemológicas del primer supuesto subyacente al momento analítico del
método señalado por Villoro.

Igual que sucede con la materia, el mundo y el hombre, Descartes supone que las
questions pueden reducirse a las cosas absolutas o naturalezas simples, que como ya hemos
visto, remiten a la cosa, al ente. Ahora bien, las dificultades son formuladas a través del
lenguaje, su sentido es "portado" por él. En el lenguaje se significa el ser.
Estas afirmaciones nos permiten conjeturar dos cosas. Primero, las ideas se expresan en
palabras, esto es, en lenguaje y considerando que las ideas también remiten a su causa,
tenemos entonces que las palabras significan en tanto refieren los objetos de las ideas, al
respecto Descartes nos dice:

Por idea entiendo aquella forma de cada pensamiento nuestro, por la percepción mediante la
cual tenemos conocimiento de estos mismos pensamientos. De modo que si entiendo lo que
digo cuando expreso algo con palabras, es evidente que tengo idea de la cosa que mis palabras
significan (1945: 173; itálicas del autor)

De este modo tenemos que el significado de las palabras es también portador del "ente"
(la cosa) y, en consecuencia, el conocimiento del ser puede obtenerse a partir de la
comprensión de la cuestión formulada lingüísticamente. Entender el sentido de la dificultad
enunciada conlleva a la aprehensión de la naturaleza de la cosa. Al decir inteligiblemente al
ser se prepara el camino para asirlo.
Segundo, como la formulación lingüística de la dificultad puede estar hecha en
términos obscuros es posible pensar que cuando se somete a la resolución analítica se traduce
a términos tales que sólo contiene ideas claras y distintas, esto es, ideas verdaderas que nos
hacen patente la cosa o ente. De lo que se concluye que la racionalidad del ser queda
testimoniada y aprehendida en la idea o en la formulación compleja de las cosas compuestas.
La estructura racional del ser entonces se refleja en una lógica enunciativa que recoge su
divisibilidad y nos remite a las naturalezas simples "traducidas" a proposiciones o ideas
simples de tal suerte que así como el ser se explica por la composición de sus partes, el sentido
de la cuestión compleja se explica por el sentido de las proposiciones simples. La divisibilidad
y comprensión del ser se recupera en la divisibilidad de la cuestión y la reducción de su
sentido al de las proposiciones simples.
La segunda premisa que subyace al análisis, también observada por Villoro, tiene que
ver con la trama de adscripciones de verdad que se puede elaborar una vez conocidas las
partes de una cuestión compleja:

la división es susceptible de llegar a proposiciones últimas cuya verdad se aprehende con


evidencia, por lo tanto, supone que la verdad o falsedad de las proposiciones complejas depende
de la verdad de las proposiciones simples. De suerte que, para poder decidir la verdad de
cualquier cuestión, sea menester reducirlas a las partes que la componen (Villoro, 1965: 29)

60
Similarmente a como la comprensión del sentido de las cuestiones está en función del
sentido de las proposiciones simples, la verdad de las proposiciones complejas, que expresan
la cuestión, a la que se puede arribar por análisis también depende de la verdad de las
proposiciones simples. Esta premisa nos remite a otro de los supuestos metafisicos esenciales
del sistema cartesiano y que ya hemos analizado en otros contextos, nos referimos a la
racionalidad del ser.
Adicionalmente en las Reglas nos dice que la unión de las cosas absolutas puede ser
necesaria o contingente, siendo aquella verdadera por la evidencia de la necesidad y ésta puede
ser falsa en tanto que en ella participa el asentimiento del juicio. Al afirmar esto Descartes
hace recaer nuevamente el error en las limitaciones del ser finito que conoce, pues una vez
establecido que mientras la capacidad judicativa se límite a la intuición precisa del objeto (la
naturaleza simple) no podrá equivocarse, luego, es cuando la voluntad va más allá del
entendimiento, al "componer" otras cosas, que puede presentarse el error. ¿Porqué puede
acaecer en esta operación de composición el error? Descartes responde diciendo que la unión
de las cosas que componemos puede llevarse a cabo por impulsión, conjetura o deducción. La
primera produce conocimientos probables que no pueden ser considerados verdaderos, pues
siempre cabe la posibilidad de dudar de ellos. Las uniones hechas por conjetura son
semejantes a las realizadas por inducción y cuando ésta no es suficiente o completa resulta
ilegítimo inferir de cosas particulares y contingentes una general y necesaria. Finalmente
señala que sólo las cosas compuestas por deducción pueden ser verdaderas en tanto la
necesidad de la unión es evidente por intuición.
Con base en las anteriores consideraciones podemos afirmar entonces que la
suposición de que la verdad de la cuestión puede reducirse a la verdad de proposiciones
simples descansa en la naturaleza misma del ser. Si éste es verdadero en sus "partes" más
simples y su unión con otras puede distinguirse, por examen atento del espíritu, en su
necesidad entonces es posible sostener epistemológicamente el orden veritativo del análisis
siempre y cuando refleje la estructura necesaria de las cosas compuestas que son precisamente
a las que alude la enunciación de las cuestiones complejas. Por eso Descartes afirma que:

toda ciencia humana consiste en ver distintamente cómo concurren unidas esas naturalezas
simples a la composición de otras cosas (1981c: 125)

Si el análisis muestra la forma en que las naturalezas simples "concurren a la


composición de otras" podemos decir que este precepto metodológico supone la realización de
una deconstrucción de la estructura veritativa del ser en virtud de que ésta coincide con su
estructura óntica real. Verdad y ser se hacen transparentes en el análisis.
Las premisas subyacentes al principio metodológico del análisis señaladas por Villoro
expresan también algo que epistemológicamente tiene graves consecuencia, estamos hablando
de lo que Turbayne, M (1975) llama invasión de especies o ser víctima de la metáfora.
Según este autor, las metáforas nos permiten emplear términos de una categoría para
referirnos a cosas y/o procesos de otra, de tal suerte que nos sirven de modelo para referirlas.
Sin embargo, quien así procede está consciente de que emplea términos y palabras de un nivel
como si fuese de otro. Al actuar de este modo entiende claramente que cuando emplea
expresiones como: "la luz de tus ojos me enloquece" no quiere decir que los ojos de su amada
tengan realmente luz, está pues, hablando metafóricamente.

61
Pero cuando se olvida que está empleando términos, por así decirlo, prestados de otro
universo de significación y termina creyendo que pertenecen a aquél en el que arbitrariamente
los ha introducido termina sustituyendo el corno si y pasa a afirmar solamente el si. Cae
"víctima de la metáfora" y difumina los límites y diferencias entre el modelo y lo referido con
él acabando por sostener que ambos son iguales.
Lúcidamente Turbayne advierte que Descartes y Newton han sido grandes víctimas de
la metáfora, aquí nos limitaremos a sus señalamientos respecto a la invasión de especies que
descubre con relación al precepto del análisis. Nos dice este autor que Descartes emplea el
modelo de análisis desarrollado por los antiguos para referir una relación de hechos como si se
ajustaran al procedimiento de división o análisis. Sin embargo, acaba cometiendo una invasión
de especies cuando, seducido por su propia metáfora, afirma que los hechos realmente son
como lo prescribe el procedimiento. Turbayne nos dice al respecto:

La primera [invasión de especies] es la de la relación deductiva con la relación entre hechos. La


primera relación pertenece al procedimiento. Por consiguiente es la especie de cosas que se
inventan, fue inventada por los griegos como la mejor forma de enseñanza. La segunda relación
pertenece al proceso que se desarrolla en la naturaleza. Por lo tanto es la especie de cosas que se
descubre (1975: 64; corchetes nuestros)

Descartes es víctima de la metáfora cuando traslada, como hemos visto, las


características y premisas de sus procedimientos epistemológicos a los procesos que
ontológicamente suceden en la realidad. Los dos señalamientos de Villoro arriba mencionados
son un ejemplo bastante claro de ello.
Para terminar con nuestro examen del segundo precepto del método cartesiano
expondremos algunas consideraciones en tomo al lenguaje que pueden derivarse de sus
categorías. Primero, si las cuestiones yio dificultades que han de resolverse por análisis son
dichas lingüísticamente, el análisis perfecto necesita un lenguaje muy peculiar, requiere de un
lenguaje capaz de traducir y reflejar la estructura ontológica y lógica del ser, esto es, debe
contar con palabras o enunciados elementales tales que su sentido refiera a las naturalezas
simples de tal modo que su significado no pueda ser ya descrito con más palabras sino mostrar
al ente o causa de las ideas que encierra. Los enunciados elementales tendrían una función
ostensiva y ello ocurre en virtud de que al término del análisis únicamente nos quedarían como
enunciados válidos —verdaderos- aquellos que expresan ideas claras y distintas en las que se
intuye tanto su sentido como su referencia que es la cosa misma —el ente- coincidiendo así la
idea con la cosa que al entendimiento se revela como indivisible (Villoro, 1965: 34).
La indivisibilidad de la naturaleza simple se mostraría entonces en la elementaridad del
enunciado que la significa, esto implica, como señala Villanueva, (1988b: 27) una noción del
lenguaje que supone convertir en nombres todas las palabras, en nombres a la manera del
nombre propio lógico.
Con esto podemos resaltar ya la segunda consideración en tomo al lenguaje necesario
para llevar a cabo el análisis: la necesidad de un lenguaje universal, el mismo Descartes
consiente en ello:

Si alguien fuera explicar correctamente lo que son las ideas simples en la imaginación humana a
partir de las cuales se componen todos los pensamientos... me atrevería a desear un lenguaje

62
universal muy fácil de aprender, de hablar y de escribir. La mayor ventaja de tal lenguaje sería
la ayuda que daría a los juicios que hacen los hombres al representárseles las cuestiones tan
claramente que sería casi imposible equivocarse" (carta a Mersenne del 20 de noviembre de
1629, en: Villanueva, 1988b: 31; itálicas nuestras)

El deseo cartesiano confirma la importancia de contar con un lenguaje universal pero


no resalta la necesidad de que éste comprenda una estructura lógica, sin embargo, ésta se
encuentra implicada en tanto que no sólo reflejaría el "atomismo" del ser, sino también su
estructura veritativa de tal forma que en la composición de ulteriores formulaciones
lingüísticas quede garantizada su verdad formal, objetivo último de esas series de
conocimientos a las que se pretende llegar.
De manera indirecta las formulaciones cartesianas con relación a las ideas y al ser y su
propuesta metodológica del segundo y tercer preceptos apuntan a una de las temáticas de
mayor alcance epistemológico: la necesidad de contar con un lenguaje lógico susceptible de
"descomponerse" en estructuras lingüísticas elementales cuyo sentido remita a "algo" de
manera clara e inequívoca. Esta apuesta cartesiana preludia los desarrollos del Primer
Wittgenstein (1957) y de los positivistas lógicos del Círculo de Viena. Para ambos, el
lenguaje, bajo esta perspectiva filosófica, en sus enunciados atómicos tiene que remitir a
"hechos del mundo" con lo cual el lenguaje científico dice al mundo, de tal modo que su
pertinencia epistemológica se verificaría lógica o empíricamente, si no es posible hacerlo, sus
enunciados no tendrían sentido, ante lo cual es mejor callar (Carnap, 1965; Kolakowski,
1988).
Descartes por su parte encuentra que la certificación onto y epistemológica del
lenguaje universal conduce a una verificación racional operada a través de la intuición, con lo
que su noción de verdad termina siendo, en última instancia, un doble acto de iluminación: del
ente por la idea y de la idea por el ente. (Villoro, 1965: 54-55). Hasta aquí dejamos nuestras
reflexiones en tomo al precepto del análisis para pasar al tercero de los principios del método.
Cuando Descartes conoce las primeras objeciones a sus Meditaciones que le han sido
remitidas por el padre Mersenne en donde se le pregunta por qué no ha seguido en su probanza
de la existencia de Dios el método de los geómetras ya que éste es sumamente útil y no deja
lugar a dudas, responde que el modo de escribir de éstos consiste solamente en el orden y la
manera de demostrar. Respecto al orden menciona que éste no consiste sino en disponer las
cosas de tal forma que las primeras sean conocidas por sí mismas y sin el auxilio de las
siguientes y organizarlas de tal modo que de las siguientes se demuestren por las primeras.
Respecto a la demostración, menciona que puede hacerse siguiendo dos posibles caminos: por
análisis o resolución o por síntesis o composición. La primera vía ya la hemos examinado en
las líneas precedentes. La segunda remite al tercer precepto del método. En sus Respuestas
ofrece una apretada caracterización de lo que entiende por síntesis:

La síntesis por el contrario, siguiendo un camino completamente diferente, y como si examinara


las causas por sus efectos, aunque muchas veces prueba los efectos por las causas, demuestra
claramente en verdad lo que se halla contenido en sus conclusiones, y se sirve de una larga
serie de definiciones, preguntas, axiomas, teoremas y problemas, con el objeto de hacer ver, si
se niegan algunas consecuencias, cómo se hallan contenidas en los antecedentes, y de arrancar
al lector su consentimiento, por obstinado y tenaz que sea (1945: 172; itálicas nuestras)

63
Con estas palabras Cartesius señala que por medio de la operación metodológica
complementaria al análisis se parte de las causas para explicar los efectos o lo que es lo
mismo, partiendo de los principios encontrados en el análisis se deducen todas las
consecuencias necesarias asegurando así una demostración racional de las cuestiones
complejas a las que se puede llegar a partir ellos. Tal es la esencia de la operación contenida
en el tercer precepto del método.

El tercero, ordenar los conocimientos, empezando siempre por los más sencillos, elevándome
por grados hasta llegar a los más compuestos y suponiendo un orden en aquellos que no lo
tenían por naturaleza (198 la: 16)

En las Reglas este principio lo ha formulado así:

El método [ ... ] lo seguiremos fielmente si [ ... ] partiendo de la intuición de las cosas más
fáciles, tratamos de elevamos gradualmente al conocimiento de todas las demás (1981c: 17)

Lo primero que resalta es el hecho de que el ordenamiento ascendente de las


demostraciones inicia justamente donde ha terminado su labor el análisis. Las naturalezas
simples o las cosas absolutas encontradas, cuya verdad es evidente de suyo, son tomadas como
si fuesen los axiomas de los geómetras y a partir de éstas se derivan todas las consecuencias
necesarias. Estas inferencias se expresan en series de conocimientos cuyo orden puede no
corresponder al inicialmente imaginado en las cuestiones o dificultades estudiadas, por el
contrario, se descubren nuevos ordenamientos en función de las dependencias naturales
contenidas en los principios.
¿Pero qué debemos entender por naturales? Descartes insiste una y otra vez que el
orden natural no es otro que el que con toda evidencia puede descubrirse a través de las
deducciones, en ese sentido, las naturales consecuencias de los principios no son otras que las
derivadas por la operación deductiva. Recordemos que para Descartes una deducción evidente
equivale a una autentica intuición (Ibídem: 35 y 36).
Esto conduce a una posible objeción (que de hecho le hicieron a Descartes sus lectores
coetáneos), si la intuición comprende la inmediatez como garantía de que la naturaleza simple
se muestra instantáneamente al espíritu y, por lo tanto, no da tiempo a que se deslice el error,
entonces ¿cómo, si la deducción supone una sucesividad temporal -de la intuición del objeto a
la afirmación de su consecuencia-, es posible no dar cabida al error? A esto responde que en la
auténtica deducción existe un movimiento continuado del espíritu de tal forma que en un
instante aprehende tanto la certeza del objeto como de su consecuencia. Esta afirmación
cartesiana supone un atributo adicional de la intuición: o su prolongación en el tiempo o el
acortamiento del tiempo. En todo caso la intuición acaece en un tiempo que no se corresponde
punto por punto con el del tiempo real, así, la razón opera en un tiempo distinto a la cronología
del mundo.
Esta implícita noción de temporalidad relativa de la intuición le permite a Descartes
garantizar la confiabilidad epistemológica de la deducción con lo que queda asegurada la
coherencia de las series de verdades que se construyen ascendiendo de las causas a los efectos.
Pero más allá de esta curiosa peculiaridad de la intuición, el tercer precepto metodológico
supone que:

64
en la evidencia de las significaciones se muestran las cosas simplificadas, podríamos considerar
la deducción como un procedimiento para traer a los entes compuestos a la misma visión con
que se muestran las cosas simples (Villoro, 1965: 54)

Tan agudo señalamiento de Villoro apunta nuevamente a la concepción que del ser
tiene Descartes, si éste puede reducirse por análisis a las naturalezas simples, por el
procedimiento sintético se puede recomponer racionalmente, operando esta reconstrucción en
dos planos: ontológico y epistemológico. Ontológico en tanto que hace ostensiva la naturaleza
real de los entes compuestos que, insistimos, puede revelar formas originalmente no advertidas
y en ese sentido ser más reales. Con este procedimiento los entes compuestos dejan de ser
obscuros y se muestran claramente al entendimiento.
Epistemo lógicamente en tanto que la predicación veritativa afirmada judicativamente
no descansa en el orden "lógico" a la manera como lo hacen las demostraciones de la
dialéctica escolástica, sino siguiendo las uniones naturales de las cosas compuestas, al respecto
Descartes nos previene:

tengamos en cuenta que existen muy pocas naturalezas simples e incondicionales [por eso] es
preciso observarlas con cuidado porque son las más simples de cada serie, y por eso para
conocer las demás tenemos que deducirlas de ellas, ya inmediatamente, ya por dos o tres
conclusiones diferentes o por un número mayor; anotaremos la cifra de estas conclusiones para
saber los grados que separan las cosas conocidas de la pnmera y más simple proposición; tal es
el encadenamiento de las consecuencias (1981c: 106; corchetes e itálicas nuestras)

El ordenamiento obtenido mediante la deducción refleja entonces el orden natural del


ser, por eso podemos afirmar que este precepto regula racionalmente el tránsito de las cosas
absolutas a las relativas realizando así un corrimiento de los límites del conocimiento el cual,
sin embargo, nunca puede ir más allá de los que imponen las naturalezas de las cosas absolutas
o simples. En ese sentido, el conocimiento del ser queda asegurado por su racionalidad.
Mediante la estricta observancia del tercer precepto metodológico no se lleva a cabo
una recomposición lineal de las cuestiones, en su lugar opera una reconstrucción original de la
cuestión con lo que se revelan aspectos inicialmente no contemplados. No se regresa a la
misma cuestión sino que se arriba a una formulación compleja cuya verdad ha quedado
perfectamente bien establecida, incluso puede observarse que tal vez la cuestión no contempla
una dificultad real, que tal vez sea como lo dice el propio Descartes, una cuestión de
"palabras":

La mayor parte de las cuestiones controvertidas por los sabios son cuestiones de palabras; no
tengamos tan mala opinión de los grandes talentos, que creamos desatinada su concepción de
las cosas, siempre que no las explican e términos bastante claros (Ibídem: 91; itálicas nuestras)

Como en el análisis, aquí también surge el asunto del lenguaje y su vinculación con el
examen de las dificultades a investigar. Si mediante aquél hemos llegado a formulaciones
lingüísticas elementales que aprehenden en su significado a la cosa misma, en el ascenso
sintético resulta necesario que los enunciados complejos en que son formuladas sus
consecuencias se formen por unión de los simples de tal modo que siempre se garantice su
claridad y que su significado dependa evidentemente de ellos.

65
Para evitar obscuridad en la formulación de las cosas compuestas que la síntesis nos
permite construir es necesario entonces que el lenguaje universal aludido tenga una estructura
tal que sus vínculos lingüísticos sean de orden lógico para conservar la dependencia veritativa
aprehendida por la intuición de las uniones necesarias entre las naturalezas simples que
forman las compuestas, es decir, tal lenguaje debe reflejar en su estructura el proceso mismo
de la inferencia sintética.

Bajo la lógica implícita en el momento sintético del método se opera una auténtica
reconstrucción de la racionalidad del ser en virtud de que éste guarda una relación especular
con la estructura epistemológica de las luces de la razón. Por tal motivo, si mediante el análisis
se muestran las naturalezas simples, con la síntesis se iluminan y se hacen transparentes a la
razón las cosas compuestas. El primero nos muestra las causas, el segundo los efectos y
siguiéndolos cuidadosamente, en ambos se ilumina la verdad del ser.
Pasemos a examinar ahora el último de los principios del método. La coherencia y
consistencia del análisis y la síntesis queda asegurada por el principio de enumeración, leemos
en el Discurso (1981a: 16):

Y el último, consistía en hacer enumeraciones tan complejas y generales que me dieran la


seguridad de no haber incurrido en ninguna omisión.

En las Reglas (1981c: 107) formula el precepto de este modo:

Para completar la ciencia es preciso, por un movimiento continuo del pensamiento, recorrer
todos los objetos que se relacionan con el fin que nos proponemos, y así abarcarlos en una
enumeración suficiente y ordenada.

Este principio supone tres cosas fundamentales: Primero, siguiendo sus indicaciones se
pueden admitir verdades que no se deducen inmediata y directamente de los principios que se
conocen con total evidencia. Para llegar a ellas es necesaria la elaboración de largas cadenas
de inferencias, por lo que es necesario el concurso de la enumeración que suple la debilidad de
la memoria. Dos condiciones son necesarias para que se garantice la consistencia de estas
verdades: que la enumeración asegure la evidencia de las deducciones y que la cadena de éstas
no sea interrumpida en ninguno de sus eslabones. Si al realizar la enumeración nos damos
cuenta que una deducción no es evidente se pierde la coherencia total de la serie y si se omite
una de ellas sucede lo mismo. Por eso, ante la debilidad de la memoria se deben hacer tantos
recuentos como sean necesarios hasta estar seguros de que no se ha olvidado nada.
Si se observa estrictamente este principio se puede asegurar la verdad de las
conclusiones aunque de momento no se recuerde la totalidad de las demostraciones contenidas
en el razonamiento. Es la enumeración y no la memoria lo que nos hace confiar en ello.
A propósito de esto Descartes nos pone un ejemplo sencillo de transitividad donde se
hace nítida la pertinencia de la enumeración, nos dice que si conocemos con toda evidencia
que A es igual a B, que B es igual a C, que C es igual a D y luego concluimos que A es igual a
D, no podemos afirmar esto confiablemente si no se recuerdan todas las relaciones
previamente establecidas, de ahí que:

66
hay que acostumbrarse a recorrer esas relaciones por un movimiento continuo de la
imaginación, hasta que se pueda pasar de la primera a la última con la rapidez suficiente para
que parezca que sin auxilio de la memoria se abarcan todas al mismo tiempo. Este método,
ayudando aquélla, corrige la lentitud del espíritu y extiende su capacidad (Ibídem: 108)

Luego entonces, la verdad de la igualdad entre A y D se confirma por enumeración y


se asegura no por la facultad de la memoria sino por la acción del entendimiento, que vendría
siendo una suerte de memoria de la intuición o una memoria de segundo orden que no estaría
ligada a la memoria común. La primera operaría, siguiendo a Descartes, en la esfera de la
imaginación, la segunda en la del entendimiento.
La segunda cuestión implicada en este principio apunta a la extensión de la
enumeración, nuestro filósofo señala claramente que puede ser completa o parcial, que eso
depende de la naturaleza de la cuestión investigada de ahí que insista en el concepto de
suficiencia. Ya hemos mencionado que para él resulta una fuente de error hacer inducciones o
enumeraciones apresuradas e insuficientes de tal suerte que puede suceder que extraigamos
principios generales de casos particulares que no han sido suficientemente enumerados. Para
evitar ese error algunas veces es conveniente hacer enumeraciones completas pero en otras es
suficiente hacer una enumeración parcial. Por ejemplo, nos dice que para concluir que la
superficie de un círculo siempre es mayor que la de cualquier otra figura del mismo perímetro
no es necesario enumerar todas las figuras posibles, por eso afirma que la enumeración debe
ser suficiente.
El tercer punto entraña la idea de que la revisión de las inferencias puede permitir que
nos percatemos de que incluso cuando se haya realizado con suficiencia, y aun totalmente,
puede ocurrir que no lleguemos al conocimiento buscado:

La enumeración o la inducción, es pues, la investigación de todo lo relativo a una cuestión


dada; esta investigación debe ser tan diligente y cuidadosa, que podamos afirmar con entera
seguridad y evidencia que por nuestra parte nada hemos omitido; y si a pesar de ella no
hallamos lo que buscamos, sabremos al menos que, por esa vía no podemos llegar al
descubrimiento de la verdad; y si hemos podido recorrer los demás caminos, podremos afirmar
también que ese conocimiento es inaccesible a la inteligencia humana (Loc. cit., 108)

Si ontológicamente las naturalezas simples y epistemológicamente la intuición nos


muestran los límites de lo conocible, la enumeración lo hace metodológicamente.
Instrumentalmente la enumeración nos da la garantía de que podemos llegar en nuestra
búsqueda de la verdad hasta donde la naturaleza del entendimiento lo permite, sin embargo,
aun cuando la deducción ordenada por la enumeración amplía nuestros conocimientos, éstos
no pueden ser infinitos.
En sentido estricto podemos decir que la enumeración no revela más verdades que a las
que podemos acceder por los pasos previos, es más bien un auxiliar instrumental de ambos, en
ese sentido representa una estrategia de aseguramiento del orden seguido que, cuando es
llevado a cabo con cuidado y suficiencia, nos permite percatamos de omisiones o
apresuramientos en las inferencias. Una utilidad adicional de este precepto estriba en que
mejora las capacidades de la razón en su búsqueda de la verdad, de tal suerte que su valor
epistemológico es limitado y no se compara con el de los otros preceptos. Es la enumeración,

67
tal vez, el único instrumento "técnico" del método cuyo valor heurístico es solamente
instrumental.
Para concluir nuestro análisis epistemológico del núcleo metodológico diremos
solamente dos cosas más. Primero, los tres principios, análisis, síntesis y enumeración
encuentran una de sus más importantes condiciones de posibilidad en la idea cartesiana de que
sola una verdad corresponde a cada cosa:

si os parezco exageradamente vanidoso, tened en cuenta que siendo una, sólo una, la verdad de
cada cosa, el que la encuentra sabe todo lo que puede saber (198 la: 17)

Así, la verdad se identifica con la elementaridad de las naturalezas simples y si éstas a


través de uniones necesarias forman las cosas compuestas, su verdad se establece también por
uniones y relaciones necesarias entre las verdades de las cosas simples, las que nos son
reveladas siguiendo los principios del método.
Tal visión atómica y corpuscular del ser es isomórfica respecto a la predicación
veritativa que le adscribe Descartes. Asumir este isomorfismo permite fundamentar las
operaciones heurísticas del método: descomponer, recomponer y enumerar las cuestiones igual
a como racionalmente se asume que está estructurada la naturaleza del ser: en partes simples
que se unen entre sí para formar las cosas compuestas. Si el ser es por ser verdadero, entonces
la verdad refiere su onticidad y el método conduce a la razón a aprehender esta dualidad
racional, la del ser y la del conocimiento.
Segundo, los principios del método no responden a un voluntarismo epistemológico de
Descartes sino que encuentra su explicación y sustento en una serie de coordenadas
metafísicas, epistemológicas y antropológicas que lo dotan de sentido y pertinencia. Al
respecto resulta particularmente importante destacar su teoría de las ideas según la cual, en
última instancia, éstas portan la realidad y verdad de las cosas de tal modo que conocer
implica poseer ideas claras y distintas las que al comprenderlas permiten la aprehensión del
ente.
Su teoría de las ideas se encuentra en consonancia tanto con su concepción física y, aún
más, metafísica, del mundo como con su dualismo antropológico en tanto que desde su
perspectiva, el hombre está compuesto de dos substancias, una extensa y la otra pensante. Es
en esta última donde acontece la iluminación de los entes por las ideas, en ese sentido, el
conocimiento sólo puede ser logrado por el pensamiento para el cual el lenguaje resulta un
instrumento necesario y privilegiado, sin él resulta imposible testimoniar la posesión de ideas.
Finalmente, como piedra angular del fundamento último, o primero, del método se
encuentra la idea de Dios, es El quien garantiza, como hemos visto, la posibilidad de
abandonar la soledad del cogito y la de asegurar existencia real del mundo "fuera" del
pensamiento, de ahí que probar su existencia es condición de necesidad de todo su sistema.
Sin Dios no es posible, ya no pensar en el método, sino de fracturar el idealismo al que parece
arrinconamos ese genio maligno del que nos habla en sus Meditaciones. Sin Dios triunfarían
los escépticos y el conocimiento quedaría cancelado

68
CONCLUSIONES

PRIMERA.- La nueva weltanschauung del siglo XVII apunta a una concepción del
ser que lo concibe como constante devenir en donde no tienen cabida principios últimos que lo
trasciendan, en su lugar se buscan y formalizan regularidades que son formuladas en leyes
matemáticas. El ser es despojado de virtudes y potencias, se abandona su axiología cualitativa
y se le piensa homogéneo, corpuscular y organizado mecánicamente. Si en la teología cristiana
Dios crea al mundo y el hombre es hecho a su imagen y semejanza, en las obras de los nuevos
virtosi se invierte el esquema y la divinidad es considerada expresión del despliegue de la
razón.
El ser se vuelve racional y cognoscible en la nueva apuesta epistemológica y metafisica
del diecisiete y Descartes será uno de sus más tenaces precursores. Con acelerados pasos se va
reinventando el mundo y al hacerlo se recomienza el hombre, ahora el mundo no se interpreta
por la fe se conoce por la razón y el experimento.
Sin embargo, el pensamiento heredado subsiste y logra filtrase en los nuevos sistemas
de interpretación del mundo, de los cuales el racionalismo cartesiano es un ejemplo. Para
enfrentar el escepticismo y las banalidades escolásticas se desarrollan dos vías: la empirísta
anunciada por el doctor Mirabilis y formalizada por el Canciller de Verulam y la vía
racionalista desarrollada por Descartes, pero ¿qué es lo que filosóficamente subsiste de la
tradición medieval? Baumer, F. (1985: 46 y ss) señala que es la tendencia a seguir pensando el
mundo en términos del ser o de estabilidad frente al cambio. Consideración metafisica que se
tradujo en la búsqueda de principios filosóficos perennes y universales que permitieran la
aprehensión de la sustancialidad del ser más allá de los fenómenos observables. Por eso el
autor de las Meditaciones hace descansar la invarianza de las leyes de la naturaleza y la
certeza de sus criterios de verdad en la inmutabilidad de la acción y la perfección de Dios
respectivamente.

SEGUNDA. - Llevando la duda hasta niveles hiperbólicos, Descartes finge creer que
realmente es posible pensar que no existe nada, ni él mismo. Siguiendo este camino accede a
la experiencia del cogito y desarrollando sus consecuencias encuentra su principio
epistemológico fundamental: toda concepción clara y distinta es verdadera.
A este principio le subyace una noción de verdad según la cual ésta no es un "dato"
proporcionado por la experiencia como si fuese algo que se encuentra de suyo en la realidad a
la espera de ser descubierta por el observador atento, en ese sentido, la verdad no está "fuera"
de la mente, por el contrario, desde el racionalismo cartesiano la verdad es aprehendida
únicamente a través de la intuición. De este modo la verdad no se "reconoce" en el mundo, se
muestra a la razón. La certidumbre de la verdad es, desde esta perspectiva, autoevidente y
autosubsistente, no requiere más que el sólo concurso de la razón.
Ahora bien, las concepciones que son propuestas por el entendimiento y que presentan
las notas de claridad y distinción son formuladas en proposiciones incorregibles, esto es, que

69
no pueden demostrarse falsas, son siempre verdaderas. La inmediatez y la patencia con que la
razón concibe la verdad son la garantía de su certeza, esto nos permite decir que para
Descartes la verdad se aprehende a través de la actividad del pensamiento puro, no requiere, en
última instancia, de la experiencia para afirmarse como tal. En su noción de verdad no puede
dejar de advertirse, como atinadamente señala Maritain, J. (1986: 69 y ss) una suerte de
evocación del conocimiento angélico en tanto que, igual que en éste, el conocimiento humano
termina siendo intuitivo, innato e independiente de las cosas. Por eso el racionalismo
cartesiano no espera que los objetos le impongan a la razón su ley, antes bien, es ella quien les
prescribe una regla de verdad que encuentra en sí misma.

TERCERA.- Buscando asegurar el principio epistemológico fundamental Descartes


sostiene que la garantía de su certeza depende de la perfección de Dios. Al hacer esta
aseveración se enfrenta a la necesidad de demostrar que Dios existe y que debido a su bondad
no puede ser un engañador. Sin embargo, los argumentos que prueban la existencia de Dios se
articulan de tal forma que configuran una explicación circular. Hemos visto que en reiteradas
ocasiones sostiene que lo concebido clara y distintamente es verdadero y existe, también
señala que Dios es la idea más clara y distinta que puede concebir el entendimiento, en
consecuencia, no queda más que admitir que es verdadera y que por lo tanto Dios existe. Pero
previamente ha afirmado que la certeza de la proposición que afirma que lo claro y distinto es
verdadero depende del hecho de que Dios existe.
De este modo tenemos, por un lado, que las cosas claras y distintas son verdaderas y
existen porque Dios existe, y del otro que Dios existe porque es una idea clara y distinta. Con
este recurso argumentativo Descartes encierra su explicación en una tautología que termina
por dejar sin demostración tanto la existencia de Dios como la certeza de su principio
epistemológico fundamental cayendo así en una clara inconsistencia epistemológica en tanto
la demostración de ambas proposiciones se reduce a su afirmación.

CUARTA.- Su teoría del conocimiento sostiene que únicamente hay dos caminos
para encontrar la verdad: la intuición y la deducción. Empero, si somos fieles a sus
señalamientos en el sentido de que la verdad se aprehende a través de una mirada atenta del
espíritu en la inmediatez de la intuición y consideramos que la deducción, al ser sucesiva, la
fractura, entonces tenemos lo que parece ser una inconsistencia ya que la inferencia deductiva
supone un transcurrir de tiempo dentro del cual cabe la posibilidad de que el error se presente.
Para resolver esta contradicción Descartes afirma que una deducción cuando es hecha
con evidencia equivale a una auténtica intuición. Con esto reduce, en última instancia, el
conocimiento a un acto de intuición a través de un despliegue inmediato del pensamiento.

QUINTA.- La teoría del error al depositar en la precipitación de la voluntad el origen


de los juicios fallidos, abre la posibilidad de concebir una estrategia que le retenga dentro de
los límites de las proposiciones claras y distintas del entendimiento, esto es, justifica la
pertinencia del método. Sin embargo, esta condición conduce la predicación veritativa al
silencio o a un ejercicio tautológico arrinconando la razón dentro de la soledad de la propia
consciencia.

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SEXTA.- El primer precepto del método representa la formalización del principio
epistemológico fundamental al prescribir desde un inicio la certeza evidente por intuición
como el fundamento de las verdades a las que se ha de arribar. Con relación al análisis y la
síntesis podemos decir dos cosas: primero, que atendiendo a su teoría de las ideas, según la
cual éstas cuando son claras y distintas nos muestran al ser mismo, el análisis nos hace patente
las naturalezas simples y la síntesis las cosas compuestas. Desde esta perspectiva, la verdad no
es pura predicación lógica sino también aprehensión de los entes.
Segunda, el medio a través del cual se formulan las cuestiones es el lenguaje por lo que
éste debe, en condiciones ideales, ser de tal naturaleza que sus enunciados elementales
coincidan con las naturalezas simples asumiendo entonces una función ostensiva. De este
modo el lenguaje resulta un instrumento privilegiado tanto para decir al ser como para
mostrarlo, siguiendo estos razonamientos, predicar lingüísticamente la veratitividad del ser es
mostrar las cosas absolutas y sus relaciones necesarias.

SÉPTIMA.- Para Descartes la certificación de la verdad a la que apunta la ostensión


del ser a través de las ideas portadas en el lenguaje no se desliza, como será el caso de los
positivistas lógicos del Círculo de Viena, ni al análisis de la estructura lógica del lenguaje ni a
la comprobación empírica del sentido de los enunciados. Por el contrario, ésta opera en el
plano de la intuición, con ello la verdad en el sistema cartesiano no es un asunto de
comprobación empírica sino racional.

OCTAVA.- el sistema cartesiano ha heredado al pensamiento filosófico moderno una


serie de problemas epistemológicos críticos: primero, el de los criterios de verdad. Al colocar
la aprehensión de la verdad en la actividad del pensamiento puro establece las condiciones
para que la razón fundamente por sí misma todo conocimiento. Esta perspectiva conoce en la
fenomenología husserliana una de sus expresiones contemporáneas.
Segundo, al ubicar los límites del conocimiento en las naturalezas simples del ser y
asumir un isomorfismo no declarado entre éste y la razón instituye un universo finito y cerrado
a las posibilidades del conocimiento, esto es, señala con toda claridad los límites del
entendimiento. Las tesis del Tractatus wittgensteiniano reflexionan profundamente sobre este
problema.
Tercero, al imponer al ser una estructura especular respecto a la de la razón sienta las
bases para concebir una ciencia y un método universales. Si el método, a su vez, se constituye
siguiendo la naturaleza de la razón, entonces se puede creer que nos conducirá a todo
conocimiento posible o a la certeza de su imposibilidad. Esta cuestión se encuentra en el fondo
de los debates contemporáneos acerca de los regionalismos ontológicos y el pluralismo
epistemológico, en los cuales se analizan problemas como la inconmensurabilidad de los
paradigmas y la transferencialidad de los métodos (Velasco, 1997)
Sobre estas tres cuestiones: criterios de verdad, universalidad del método y realidad y
pensamiento puro se ha derramado mucha tinta y son temas que siguen vigentes en todo
intento por pensar los límites del conocimiento y la pertinencia del o los métodos que le sean
correlativos. Por nuestra parte ahora nos toca guardar silencio.

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