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C r i s o p e y a

Revista de Arte y Literatura


N.° 1, año II, julio 13/21.
ISSN: 2711-4147 (En línea)

1
Página intencionalmente en blanco
Elijo andar 239
Abraham Fidel Ortiz Lugo
Acrílico sobre cartulina de 300 gr.
29,7 x 42 cm.
Crisopeya
Revista de Arte y Literatura
ISSN: 2711-4147 (en línea)
N.°1, año II, julio 13/21
Medellín, Colombia
Julio de 2021
Revista mensual
En línea

Director-Editor
Camilo Franco Muñoz

Comité Editorial
Yurany Duque Duque
Camilo Franco Muñoz
Sebastián Orduz Cortés
Sergio Andrés Pérez Loaiza
Rebeca Rendón Cadavid

Corrección y Edición
Daniel Alejandro Pedraza Vásquez
Andrés Felipe Riveros Díaz
Daniel Santiago Rodríguez Cardona

Diagramación
Camilo Franco Muñoz
Rebeca Rendón Cadavid.

©Abraham Fidel Ortiz Lugo, por la portada.


©de los textos y las ilustraciones: cada autor y artista es propietario intelectual
de su obra y, claramente, dueño de sus derechos de autor.
©Revista Crisopeya, por la presente edición.

Depósito legal: 13 de julio de 2021, Biblioteca Nacional de Colombia.


Código Depósito Digital: DD-005071.
Contenido

Crisopeya

Editorial 9 - 16
Camilo Franco Muñoz

Lucas 1:30
Sergio A. Pérez 17

Lucas 1:30 Frame


18
Sergio A. Pérez

La termomix 19 - 33
Eduardo Viladés

El hombre que se hizo amigo de un broche 34 - 36


Bárbara Schtirbu

Profanación
37
Jaime Alberto Cabrera

Tengu
38
Oleksii Gnievyshev

L'Oracle (version française 39 - 40


par Camilo Franco Muñoz)
Yurany Duque

Black Madonna (English version


by Rebeca Rendón Cadavid) 41 - 52
Sebastián Orduz Cortés
Dicescraper 53
Impact

Ignacio 54 - 66
Carlos Javier Rodríguez Ramos

Guía
67
Luis Antonio Beauxis Cónsul

Viuda
Gustavo Jaramillo V. 68

Cartas a destiempo
69 - 78
Fabricio Muñoz

Δίκη (Díkê) 79
Pedro Centeno Belver

Sliding Down a Rainbow 80


Ekaterina Perevozchikova.

El azul de las sombras (trad. de Car Lartigue) 81 - 91


Juliette Marne

Cuando la música respira 92


Alhelí

Emptiness, Restart Awakening series 93


Lucas Ross

La parábola del viejo y el rocío 94 - 102


Camilo Franco Muñoz

Durante la siesta 103 - 104


Luis Antonio Beauxis Cónsul
Ovulación del sueño 199
105
Abraham Fidel Ortiz Lugo

Permanezco a la espera
106
Alhelí

Mota Dorada
107 - 116
Bárbara Schtirbu

Mind-City 117
Monopathico

Los muertos llevan zapatos 118 - 124


Jorge Moreno

Gustavo Jaramillo V. 125

Cefeida

Imaginación en ejemplos de poesía y de música 128 - 142


Mario Yepes Londoño

¿Por qué escribo sobre cine? 143 - 145


Magín García Restrepo

Amalgama

Antieditorial 146
Anónimo

Comunicado trilingüe sobre el Año II


147 - 149
(Esp. Eng. Fr.)
Revista Crisopeya
Nemo legit,
hic et nunc
N.° 1, año II, julio 13/21

EDITORIAL N.°1

No hay nada nuevo bajo el sol y, en estos días, descubrimos de


nuevo que el agua moja. Recibimos un comentario anónimo —a lo
mejor la primera antieditorial que recibe la Revista—,
curiosamente, escrito en francés y con mayúsculas sostenidas. El
comentario reza así: C’EST PATHÉTIQUE CRISOPEYA. Es decir:
CRISOPEYA ES PATÉTICA. Y, bueno, ya lo sabíamos, ¿no?
Recordemos brevemente por qué Crisopeya se desborda en
patetismo.
Lo primero, naturalmente, sería hablar del adjetivo empleado.
A lo mejor en francés sea un poco más transparente la etimología
que en español, sin embargo ambas palabras comparten el mismo
origen: vienen del latín patheticus que, por su parte, viene del
griego παθητικός —pathētikós. Ahora, la palabra en griego se
forma a partir de πάθος, páthos —lo que nos afecta, lo que agita el
alma—, que deriva, a su vez, del verbo πάσχω, páskhô
(emparentado con el latino passio) —una forma de sentir, sufrir,
ser afectado por algo, ser ‘dominado’ por una expresión o
sentimiento, padecer o sentir una pasión excesiva—; y, pues, con
el sufijo adjetival ικός —ikós— formamos toda la palabra.

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Crisopeya

Luego de ese espectáculo filológico, aquí el sentido: lo «patético»


—pathétique— se refiere a lo profundamente pasional,
sentimental, expresivo; a un estado de impresión, exposición, y
sensibilidad especial del alma donde se desborda la pasión y el
afecto. También la pasión, el afecto y lo sentimental puede
referirse bien al sufrimiento, la tristeza, la melancolía, la
nostalgia, la pena, la desgracia, la enfermedad; o a la piedad, el
amor, la misericordia, el placer, el odio, o alguna aflicción ya del
cuerpo, del alma o la mente. Así, también, lo «patético» puede ser
dado o recibido. Se puede inspirar patetismo o ser patético
gracias a este.
En literatura, por ejemplo, el «patetismo» hace parte de la
construcción semiótica de los héroes. También da cuenta del
carácter estético y poético de una obra. Por ejemplo, sobre la
epopeya, se establece en la Poética que «. . . ha de tener las
mismas especies que la tragedia; porque ha de ser o simple o
intrincada, o ética o patética.» (Aristóteles 39). La expresión de lo
patético —dada a través de las peripecias, reconocimientos y,
especialmente, de los padecimientos— se manifiesta a través de la
construcción de los discursos, del habla, de la «bella habla». Se
considera un «discurso bello» aquel que no solo usa las palabras
precisas para los momentos y expresiones adecuados, sino que es
también rítmico, armonioso, musical, trascendente y poético.

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N.° 1, año II, julio 13/21

Sobre el «discurso bello» dice Aristóteles que:


. . . se sirve Homero [de las propiedades del bello discurso]
antes que nadie y mejor que ninguno. Porque, en efecto,
compuso cada uno de esos dos poemas de tal suerte que fuera
la Ilíada poema simple y patético, y la Odisea intrincado —que
toda ella es reconocimiento— y ético. Añádase a esto el que a
todos los poetas excede en lenguaje y en pensamientos.
(Aristóteles 39).
No ahondaré en la construcción de ambos poemas, pues su
mérito literario no necesita ser justificado aquí. Creamos, por
ahora, en Aristóteles. Lo «patético», claramente, no es exclusivo
ni de la epopeya ni de la literatura griega, es familiar a toda la
literatura… bueno, a gran parte de la literatura. Es familiar
porque, gracias a las construcciones patéticas de los personajes —
a través de la expresión de la pasión, o el sufrimiento,
manifestados en la piedad, el amor o el miedo— se alcanza la
catarsis. La catarsis, también definida en la Poética, es la
purificación de las pasiones, del páthos; es decir, la purificación
del alma de lo patético manifestado en el cuerpo, la mente, el
espíritu y los sentimientos mismos (algo similar ha propuesto el
psicoanálisis, por ejemplo). Recordemos que la catarsis no solo es
un proceso que se experimenta, es también un intento, un intento
por redimirse, o un llamado a soportar esa purificación. Ejemplos
de catarsis del patetismo abundan en las tragedias clásicas
griegas —Áyax, Edipo, Medea, por ejemplo— y en la literatura
ulterior.

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Crisopeya

Una última mención literaria, a partir de la obra más impresa y


difundida en el globo: la Biblia. Se sabe que los cuatro evangelistas
dan cuenta de la Pasión de Cristo, Passio Christi en latín. ¿Pero
qué comprende la Passio? Comprende tormenta corporis, animae et
mentis, es decir: tormentos/angustias/padecimientos del cuerpo,
del alma y de la mente (de Cristo, claro). Recordemos que los
Evangelios se escribieron originalmente en griego y luego fueron
traducidos al latín por Jerónimo de Estridón. Sí, en efecto,
querido lector, va por ahí el asunto: la Pasión, la Passio latina,
también deriva del verbo griego πάσχω, páskhô, y también se
relaciona profunda y estrechamente con la palabra «patético»,
παθητικός: en griego, como lo escribieran los evangelistas, se
refieren a la Pasión de Cristo como la Παθήματα τοῦ Χριστοῦ
—Pathêmata toû Khristoû—, que viene a ser lo mismo que la
Pasión de Cristo en español, o, si se quiere más literal o
etimológico, Los padecimientos/sufrimientos/aflicciones de Cristo.
Y, claro, si volvemos sobre la tradición cristiana, se dice que
Cristo muere por la redención de nuestros pecados; así las cosas, a
través de su Pasión, este experimenta una catarsis que redime el
patetismo de los hombres, que es también el mismo suyo al ser
encarnado. Pero continuemos, que ya comienza a oler a incienso.
Ahora quiero traer un ejemplo de lo «patético» en la música:
la Sinfonía n.°6 en si menor opus 74, «la Pathétique¹», de Piotr Ilich
Tchaikovski, de 1893.

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N.° 1, año II, julio 13/21

Es una obra programática, personal (autobiográfica, según dijera


el mismo autor), en extremo intimista y, sentimentalmente, épica
y fatal. Se inscribe dentro de la tradición occidental del dolor —y
eventual muerte; suicidio, las más de las veces— provocado por
los designios inexpugnables del Fatum, Destino. La sinfonía, como
sostiene el musicólogo Timothy L. Jackson (1999), tiene un
carácter inequívoco «as a tragic "Eros-symphony²."» (Jackson,
Tchaikovsky 4). La sinfonía narra, a su manera, el viaje épico del
héroe, de los amantes imposibles, del amor fatal y prohibido por
el Destino. Recordemos que el programa para la Sexta —no tan
oculto como pensaba Tchaikovski— consiste en un drama
homoerótico cargado de sentimentalismo y referencias
operísticas intertextuales³. Su primer movimiento, adagio –
allegro non troppo, a manera de sonata, se configura como un
canto fúnebre gracias a su melodía melancólica, zozobrante y
nerviosa. Hacia el final la furia se entrelaza con la serenidad y da
comienzo al segundo movimiento, allegro con grazia. Es un vals
sereno, en forma de Lied, que brilla y nos proporciona leves

1. El subtítulo de la pieza fue dado por el hermano de Tchaikovski. Vale recordar aquí
una obra anterior a esta sinfonía con el mismo subtítulo, la Sonata n.º 8 en do menor,
Op. 13, Pathétique, de Beethoven, de 1799.
2. «. . . como una trágica “Sinfonía del Eros.”». (Trad. propia).
3. Entre tantas pruebas explícitas está la dedicatoria de la Sinfonía, a Bob, su amor. Y
dentro de las referencias operísticas encontramos especialmente a Carmen, de Bizet,
dentro de la relación imposible y desigual socialmente vetada, y a Tristán, de Wagner,
en tanto el topos de la muerte trágica de los amantes.

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Crisopeya

instantes de aparente felicidad, de placer y complicidad absoluta


entre los amantes. La vitalidad del baile se superpone a luto del
adagio anterior. ¿Están juntos al final, a pesar de todo? ¿El amor
imposible se ha impuesto al Destino fatal? Pareciera. El tercer
movimiento, allegro molto vivace, es un scherzo en forma de
marcha. Esta marcha, elaborada con una notable flexibilidad
melódica, muestra a través de sus variaciones la fuerza del amor
que arrastra y domina al héroe y su amante. El crescendo final
marca el clímax de la obra y de la relación amorosa: por fin, a
través de la orquesta que asciende y asciende con ímpetu,
contemplamos la victoria del Amor —del Eros que menciona
Jackson— sobre el Destino. Pero entonces llega el cuarto
movimiento, uno de los más singulares de todas las sinfonías
escritas: finale, adagio lamentoso – andante. La intensidad
emocional es desconcertante, patética, y se da en forma de típico
canto elegíaco. Se nos presenta el abismo que mira de vuelta a los
amantes y los consume paulatinamente. No. No, en efecto, no
están juntos a pesar de todo; sí, el Destino fatal se ha impuesto.
Solo resta la pena, la muerte sofocante, que se apodera
lentamente de los amantes y del atormentado héroe. Al respecto
dice Jackson:
After the death music, the narrative in the remainder of the
Sixth Symphony becomes retrospective, postdating the hero's
demise. In accordance with this perspective, even the

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N.° 1, año II, julio 13/21

recapitulation of the second group in the first movement (bs


305ff.) becomes elegiac; the recapitulated second group
assumes the structural function of a coda, expanding I/ Î (Ex.
4d). In the interior movements, various happy, triumphant and
even defiant episodes in the protagonist's life are recalled. In
the concluding Adagio, however, the narrative returns to the
tragic present in which the dead hero is mourned⁴. (Jackson,
Aspects 19).
Los lamentos del atormentado héroe son tan estridentes que se
funden y escuchan en forma de silencio. Ita, Fatum scriptum est. El
intimismo de la obra, su expresión patética, se manifiesta en
sombras de muerte, resignación, olvido. Sombras⁵ y silencio.
Lo segundo y final. Desocupado e ilustre lector: Crisopeya es
patética, c’est pathétique Crisopeya, Crisopeya is pathetic,
Crisopeya ist pathetisch, Crisopeya pathetica est, χρυσοποιία
πᾰθητῐκή ἐστίν. Lo somos, y si ha leído al menos un número de
esta patética Revista digital, sabrá por qué; y si ha leído todos los

4. «Luego de la música fúnebre, la narrativa en lo restante de la Sexta Sinfonía se


vuelve retrospectiva, posterior al deceso del héroe. De acuerdo con esta perspectiva,
incluso la recapitulación del segundo grupo en el primer movimiento (bs 305ff.) se
torna elegíaca; el recopilado segundo grupo asume la función estructural de una
coda, expandiendo I/Î (Ex. 4d). En los movimientos interiores, diversos episodios
felices, triunfantes, e incluso desafiantes, en la vida del protagonista, son recordados.
En el adagio final, sin embargo, la narrativa vuelve al presente trágico en el que se
llora al héroe.» (Trad. propia).
5. Mas no podría ser nunca una sombra renovadora como en el poema de Unamuno:
«¿Cómo tu vida, mi alma, se renueva? / ¡Sombra en la cueva! / ¡Lluvia en el lago! /
¡Viento en la cumbre! / ¡Sombra en la cueva!».

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Crisopeya

números del año I, usted también adolece —o goza— de


patetismo. Si no, lea este número, también lo sabrá, pues esta
aparente editorial no le dará respuesta alguna. Y si no, pues,
lector ocioso, disfrute de Tchaikovski y de Aristóteles y de todos
aquellos que no seamos nosotros, que ellos saben más.

Camilo Franco Muñoz,


2021.
Director-Editor.

Referencias

Aristóteles. Poética. Trad. Juan D. García Bacca. México:


Universidad Nacional Autónoma de México, 1946. Impreso.
Jackson, L. Timothy. «Aspects of Sexuality and Structure in the
Later Symphonies of Tchaikovsky». Music Analysis, Vol. 14, No.
1. Oxford: Blackwell Publishers, 1995. Pp. 3-25. Digital.
Jackson, L. Timothy. Tchaikovsky: Symphony No. 6 (Pathétique).
Cambridge: University Press, 1999. Impreso.

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N.° 1, año II, julio 13/21

Lucas 1:30
Sergio A. Pérez L.
Fotografía Editada
2 948 x 1 724 px.

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Crisopeya

Lucas 1:30 Frame


Sergio A. Pérez L.
Video
Efecto «clones», aplicativo móvil de edición
Duración: 5 s.
Acceso: https://acortar.link/h50sr
2021

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N.° 1, año II, julio 13/21

La Termomix
Eduardo Viladés

Sinopsis
¿Quién dijo que los polos opuestos se atraen? En esta biblioteca
van a saltar chispas.

Personajes
Aurora
Jonathan

Interior. Biblioteca. En escena, una mesa alargada llena de libros y


apuntes con dos taburetes. En uno está sentado Jonathan, vestido de
modo informal, que intenta concentrarse en el estudio. En el otro,
Aurora, muy atractiva y elegantemente vestida, escribe una carta.
Está un poco nerviosa. A un lado, una estantería con muchos libros y
manuales. Al fondo, una pantalla grande de televisión.
Jonathan y Aurora se observan varias veces. Jonathan le hace
muecas, algunas sexuales y soeces. Aurora, escandalizada, no puede
evitar observarle. Ambos cogen sus móviles y empiezan a mandar
mensajes. En la pantalla del fondo aparecerá el contenido de los
mensajes.
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Crisopeya

WhatsApp Aurora.
—«Un subnormal de barrio no deja de hacerme muecas».
WhatsApp Jonathan.
—«Joder Iker, ¡cuánta razón tenías! Esta biblio es mejor que
cualquier “after”. Las tías deben de venir puestas porque están
todas superaceleradas. Se ha sentado a mi lado una que está
cañón».
Se miran de refilón.
WhatsApp Aurora.
—«Creo que voy a llamar al guarda de seguridad porque me
parece intolerable lo que está haciendo. ¡Tiene una cara de
presidiario que me aterra! Bueno, luego te cuento».
WhatsApp Jonathan.
—«No deja de mirarme, tronco. Está hiperbuena. Viste como
mi madre, pero vaya, a esa le quito yo la tontería en cinco
minutos. ¡Qué labios de guarra tiene! Lo flipas. Luego te cuento».

Dejan sus móviles y se observan. Jonathan le hace algún guiño


sexual mientras que ella pone cara de asco. Aurora sigue escribiendo
la carta y Jonathan hace que estudia. El rostro de Aurora, a medida
que escribe con su pluma, se llena de emoción y está al borde del
llanto.

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N.° 1, año II, julio 13/21

WhatsApp Jonathan.
—«Iker, alucinarías con la pava. Está escribiendo a mano.
Creo que es la primera vez que veo a alguien escribir a mano. Y
está llorando. Pa mí que es monja o alguna mierda de esas».

Tras unos segundos escribiendo su carta, Aurora saca un pañuelo


de papel del bolso y se seca las lágrimas. Se levanta para ir al baño.
Abandona la sala. Al irse, Jonathan inspecciona con cautela el
entorno y va moviendo su taburete al sitio en el que estaba Aurora.
Coge la carta manuscrita. La voz de Aurora va turnándose con la de
Jonathan.

Jonathan. —Qué letra tiene la jodía, ¡ni que fuese ministra!


(Leyendo la carta.) «Querido Maximiliano, nuestras vidas son
como dos ríos de lava que abandonan el cráter de nuestra
existencia, como dos nenúfares abandonados en un pantano
perdido en las cumbres del Kilimanjaro, como. . .» (Hace un
inciso.) ¡Joder, esta tía es el puto horror! (Sigue leyendo.) «. . . como
dos luciérnagas perdidas una noche de luna llena. No me queda
más remedio que…».
Aurora. —(No está a la vista, pero se oye su voz.) «. . . poner
punto final a nuestra relación porque considero, después de
mucho pensar, que no compartimos los mismos gustos ni
tenemos una visión de vida similar.».

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Crisopeya

Jonathan. —(Continua leyendo.) «Como sabes, a mí me gusta


montar a caballo; viajar al corazón del África negra para ayudar a
los más necesitados; las reuniones de la Termomix en casa de mis
amigas de la urbanización; los libros de caballerías; pasar tardes
enteras enfrente de la chimenea de mi chalet de Cerdeña
hablando del sentido de la vida, del devenir de nuestra
realidad…». (Hace un inciso.) ¡Qué espanto de pava! Es una especie
de Paloma Gómez Borrero mezclada con Esperanza Aguirre. Mira
que critico a mi madre todo el día y no la aguanto porque me
parece muy facha pero, al lado de esta tía, es la Pasionaria. ¿Por
dónde iba? Ah, sí, la mierda del devenir de nuestras existencias. . .
(Sigue leyendo.) «. . . Echaba de menos que me acariciases la nuca,
que me rozases con tus manos mientras leía mis libros de
caballerías postrada en el sofá. . .».
Aurora. —(No está a la vista, pero se oye su voz.) «. . . y que me
follases como una perra en la encimera de la cocina con el caviar
saliendo de mis entrañas mientras que tu rabo me poseía
entera.».
Jonathan. —¡Hostia! Lo que dan de sí los libros de caballerías.
Lo flipo. (Sigue leyendo.) «Por todo ello, Maximiliano, no me queda
más remedio que decirte adiós para el resto de la eternidad. Tu
Aurora.».
Deja la carta tal y como estaba y vuelve a sentarse en su taburete.
Coge el bolígrafo y comienza a apuntar en su cuaderno.

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N.° 1, año II, julio 13/21

Jonathan. —(Hablando para sí mismo y escribiendo.) ¿Qué le


gustaba a esa tía? ¡Ah, sí!, equitación… Menudo coñazo, rollo
Athina Onassis y la “Jet-Set”. Viajar… pero no a París ni a Roma,
como todo hijo de vecino, sino con los negros... Todas las ricas
son iguales, no me jodas, ¿en qué cabeza cabe meter en un mismo
saco la Termomix con limpiarle el culo a Mombasa en el corazón
de Kenia? En la de ellas, las ricas, que después se vanaglorian de
esos actos de bondad cenando en el “Hilton” con sus amigas
poniéndose hasta el culo de ostras. Jonathan, Jonathan, cálmate,
está muy buena y es una guarra en el fondo… ¿Cómo era? Follarla
sobre la encimera. Tampoco es que sea muy original, pero vaya.
Lo del caviar es de pija y me da un poco de asco; qué quieres que
te diga, menudo barrizal se montaría entre una cosa y otra. Y
supercaro encima. ¿Qué más? Ah, sí, chalet, Cerdeña, libros de
caballerías y budismo de andar por casa. A esa tía me la llevo al
catre yo en un plis plas; pongo voz de pijo de la Moraleja, y al
huerto.
Aurora vuelve y se sienta en su sitio. Jonathan la observa deteni-
damente hasta que capta su atención.
Jonathan. —Hola.
Aurora se hace la loca.
Jonathan. —Perdona, pero estoy agobiado hasta decir basta
porque esta noche mis padres dan una cena en casa y me han
encargado que prepare algo. A mí es que la Termomix me parece

23
Crisopeya

lo máximo, pero tengo poca experiencia. No sé, había pensado que


tú, que tienes aspecto de saber de todo, podrías echarme una
mano, o mi madre se enfadará mucho.
Aurora. —Por mí, como si tu madre te encerrara en Auschwitz.
Jonathan. —Me llamo Jonathan, encantado.
Aurora. —Vigila el tono de voz, que estamos en una biblioteca.
Jonathan. —¡Pero si está vacía! Dime, ¿cómo te llamas? ¿Sabes
que no puedo dejar de mirarte? Desde que me he percatado de que
estabas sentada a mi lado estoy como obsesionado pensando en ti;
es un sentimiento que me embriaga y que no puedo desechar de
mi mente.
Aurora. —¡Tócame el coño! Tengo cosas que hacer.
Jonathan. —(Solemne y afectado.) No pensaba que fueras tan
chabacana. La verdad es que engañas. Tanto. . . (Pausa. Al borde del
llanto, impostándolo.) Vistes como una claretiana y escribes a mano,
como hace tres siglos, pero después eres igual que todas: una
ordinaria del ribazo. Me decepcionas. Tanto. . . (Pausa.
Compungido.) No te puedes hacer una idea de lo que bulle en mis
entrañas; unos sentimientos encontrados que desconozco cómo
apaciguaré. La sociedad de hoy en día ha perdido los valores que
compartíamos en mi campamento de las laderas nevadas del
Kilimanjaro.
Aurora. —(Sorprendida.) ¿Has estado en el Kilimanjaro?
Jonathan. —Lo siento, tengo que seguir con mis estudios.

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N.° 1, año II, julio 13/21

Jonathan se levanta y se aproxima a la estantería. Busca varios


libros y selecciona dos, que deja encima de la mesa a la vista de
Aurora. Jonathan hace que estudia y Aurora estira el brazo y coge los
libros “Policisne de Boecia” y “Espejo de príncipes y caballeros”,
que muestra al público, obnubilada. Se pasa los libros por el pecho y
se excita con ellos.
WhatsApp Jonathan.
—«Iker, la polla, está corriéndose viva ahora mismo. He cogi-
do dos libros de esos que le gustan, de hace 400 años, de
caballerías o no sé qué coño, y la pava está flipando con ellos,
pero cosa mala, joder, no sabía yo que esos libros tenían ese
efecto en las tías».
Aurora se acerca con su taburete al sitio de Jonathan, concilia-
dora. Jonathan se guarda rápidamente el móvil.
Aurora. —Me llamo Aurora, encantada.
Jonathan. —Jonathan, es un placer.
Aurora. —¿Así que has estado en el Kilimanjaro?
Jonathan. —En efecto. Soy miembro de una ONG que ayuda a
las tribus africanas; y dos veces al año voy a Kenia, al Congo y
Mozambique.
Aurora. —Dios mío, yo también pertenezco a una asociación
que ayuda a los más necesitados del continente negro.
Jonathan. —Hay tanto por hacer en el mundo, tantas personas
desamparadas que necesitan de nuestro amor y cariño.

25
Crisopeya

A medida que Aurora cuenta sus experiencias en África, en la


pantalla de Televisión del fondo, se ve reflejado el pensamiento de
Jonathan. Aparecen en la pantalla él y Aurora semidesnudos en la
supuesta sabana africana, besándose, bañándose en los ríos,
restregándose por el suelo, echándose barro por encima, desnudos en
cascadas y lagos. El discurso de Aurora, centrado en los más
necesitados, contrastará con el pensamiento sexual de Jonathan que
se verá en la pantalla.
Aurora. —Es todo tan hermoso en esa parte del mundo.
Levantarse por la mañana con el Kilimanjaro nevado que te saluda
desde el horizonte; con el desayuno que ha preparado el padre
Sebastián; y los cuidados de Mohamed, que se esfuerza en que el
campamento esté limpio y ordenado. También te digo que esto es
difícil porque en la sabana se acumula mucho polvo, no te puedes
hacer una idea, parece el oeste más que otra cosa. Bueno, como te
comentaba, es tan gratificante bajar al río con los niños; ver el
parto de las mamás cocodrilo y las mamás hipopótamo; cavar la
tierra en busca de agua; tatuarse con henna el cuerpo entero;
enseñarles español a media tarde. “Yo me llamo Aurora, ¿y tú?”;
“yo como judías con vinagreta, ¿qué comes tú?”; “yo juego a la
petanca, ¿a qué juegas tú?”... ¡Dios mío, mira, mira!, se me pone la
carne de gallina al recordarlo…
Le enseña el brazo a Jonathan, aunque él está absorto en sus
pensamientos, que se han visto en la pantalla.

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N.° 1, año II, julio 13/21

Aurora. —Jonathan, ¿estás bien?


Jonathan. —Sí, sí, sí. África me ha dado tanto.
Aurora. —¡Y pensar que cuando te he visto me he figurado que
eras un mequetrefe maleducado!
Jonathan. —Aurora, las apariencias engañan. Deberías saberlo
por tus experiencias en el corazón de la jungla.
Aurora. —Lo sé, no es lo mismo la tribu de los Mokuru que los
Dinka, aunque ambos empleen los mismos collares y hablen el
mismo dialecto zulu. Los Mukuru te echan a la cazuela sin
contemplaciones, mientras que los Dinka hace decenios que
abandonaron el canibalismo.
Jonathan. —¡Equilicuá!, tú lo has dicho.
Aurora. —(Coge los dos libros.) No sabía que leyeses libros de
caballerías.
Jonathan. —Sí, constantemente.
Aurora. —A mí me privan. Lo dejé con mi anterior novio
precisamente porque a él no le gustaban.
Jonathan. —Lo sé.
Aurora. —¿Cómo has dicho?
Jonathan. —Nada, nada. ¡Es que donde esté un buen libro de
caballerías que se quite lo demás!
Se miran con expresión de deseo; se rozan los labios pero se
separan rápidamente. Aurora vuelve con su taburete a su sitio.

27
Crisopeya

WhatsApp de Aurora.
—«Creo que he encontrado al hombre de mi vida. Qué poca
empatía tengo a veces. Le gustan los libros de caballerías y ha
estado en África y tiene una sensibilidad especial. Luego te
cuento».
WhatsApp de Jonathan.
—«Cae en 0 coma. Es una guarra, se le ve en la cara. Luego
te cuento».
Se miran de nuevo y se sonríen. Jonathan coge uno de los libros
de caballerías y hace un gesto con la cara de que le gusta muchísimo y
se toca el pecho en señal de que le llega adentro. Se levanta y se pone
a caminar por la sala/biblioteca; Aurora sigue sentada. En ese
momento, en la pantalla del fondo se ven imágenes de playas
intercaladas con saltos de caballos.
Aurora. —¿Qué te pasa? ¿Estás bien?
Jonathan. —Sí, estoy bien, Aurora. Es algo que quizá tú no
entiendas pero, de repente, sentado aquí, lleno de la sabiduría
que me transmite esta biblioteca, contigo al lado, me ha venido el
recuerdo de las tardes que pasaba hace años en mi casa de
campo... de Cerdeña.
Aurora se desabrocha la blusa y deja entrever el sujetador.
Jonathan sigue andando de derecha a izquierda y se percata de lo que
hace Aurora.

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N.° 1, año II, julio 13/21

Jonathan. —La calma que me proporcionaba el mar y las


clases de equitación me recuerda a la que siento en esta estancia.
(Aurora se ha tranquilizado.) En… Cerdeña… fui tan feliz… (Aurora,
de nuevo, se vuelve loca y empieza a desnudarse.) Cerdeña, Cerdeña,
Cerdeña. (Aurora se sienta encima de la mesa, muy excitada.)
¡Cerdeña me fascina, Cerdeña me obnubila, Cerdeña me
embriaga!
Aurora se revuelve de placer encima de la mesa. Jonathan saca
el móvil y manda un mensaje que se ve en la pantalla del fondo.
WhatsApp de Jonathan.
—«Iker, creo que he descubierto algo científico. Prueba a
decirle a la tía del Supercor, que tanto te gusta, la palabra
“Cerdeña” 100 veces seguidas. Hazme caso. Pa mí que es algo
rollo revista “Science”».
Jonathan se acerca a la mesa, con una Aurora ya calmada.
Ambos están sentados en la mesa, de frente al público, con los pies
colgando.
Jonathan. —(Tras un silencio en el que los dos se miran.) Pues
esto se parece bastante a una encimera de cocina, ¿no?
Aurora. —¡No digas gilipolleces! Es una mesa barata y alargada
de biblioteca. ¿Te crees que te dejaría marchar si esto fuese una
encimera de cocina?
Jonathan. —Aquí al lado hay una tienda de menaje del hogar…

29
Crisopeya

Aurora. —Dime, ¿por qué vienes a la biblioteca? ¿Piensas


encontrar a alguna para llevártela a la cama?
Jonathan. —Vengo a estudiar.
Aurora. —A estudiar las tetas de las tías como yo, ¿verdad?
¿Vas pa médico? (Se pone de pie, empuja a Jonathan al suelo. Se
quita la blusa blanca; viste con un corsé de cuero negro. Se quita la
falda de tubo y se queda en bragas de cuero rojo. Se suelta la melena.
Saca del bolso un látigo y se pone a dar latigazos en el suelo alrededor
del chico.).
Jonathan. —¡Joder, la hostia, una Dominatrix!
Aurora. —¡Cállate!
Jonathan. —(Protegiéndose de los latigazos con las manos.)
Aurora, por favor, que estamos en una biblioteca. Nos van a echar.
Aurora. —¿Ves al encargado del fondo, ese viejo con cara de
amargado y gordo? Me lo follé la semana pasada. ¿Quieres que se
una a nosotros y vamos al reservado de la parte de atrás?
Jonathan. —No, no, gracias, es un detalle, pero no. (Aurora da
más latigazos; se arrodilla, le coge del pelo y le echa hacia atrás y se
pone encima de él, sobre la espalda.).
Aurora. —(Lamiéndole la oreja y susurrándole.) Pensabas que
sería fácil tirarte a una mojigata, ¿verdad?
Jonathan. —¡Aurora, por favor, me estás haciendo daño!
(Intensifica la presión.).

30
N.° 1, año II, julio 13/21

Aurora. —¿Por qué no le comentas a tu amigo Iker mandán-


dole un mensajito de que Aurora la monja te está aplastando las
cervicales?
Jonathan. —Si dejas de aplastarme, yo me levanto, le mando
un mensaje y le digo lo que quieras.
Aurora se relaja y se sienta en el suelo, no sin antes coger del
bolso una petaca de ginebra que empieza a beberse. Jonathan se
sienta a su lado. Se observan en silencio.
Jonathan. —Tú estás un poco colgada, ¿no?
Aurora. —Pues sí, estoy perturbada, es uno de mis encantos.
Jonathan. —¿Y todo ese rollo de las misiones y Cerdeña?
Aurora. —A ver, en Cerdeña trabajé de puta hace algunos años
y reconozco que cada vez que alguien menciona el nombre de esa
isla me pongo mala porque recuerdo a mis clientes, maharajás de
alto “standing” que por diez minutos me pagaban lo que aquí me
gano en 20 años. En cuanto a las misiones y los negros, me
importan una mierda.
Jonathan. —¿Y tu novio?
Aurora. —¿Maximiliano? Fue idea de tu amigo Iker, que estaba
harto de que siempre le quitaras a las tías y te las dieras de
infalible con el sexo femenino. Hace dos semanas nos conocimos
un domingo al mediodía en el Carrefour de Usera, comprando
Alka-Seltzer para la resaca y nos pusimos a hablar. El alcohol es
lo que tiene. Bueno, antes de charlar me lo tiré en los baños del

31
Crisopeya

Carre, pero tampoco te descubro América. Si vas al Carre


borracha a las doce del mediodía es de cajón acudir al baño y
echar un ojo a las reses. El caso es que entre una cosa y otra,
saliste a colación y me contó que eras lo putopeor, un chulo que le
quitaba todas las tías y que, aunque te apreciaba mucho, quería
darte una lección. Así que ideamos un plan.
Jonathan. —¿Te pagó y todo?
Aurora. —¡Pues claro!, ¿quién te crees que soy? ¿Cáritas?
Jonathan. —¡Menudo cabrón! Cuando vea a Iker le voy a
matar. ¿Así que todo ha sido una farsa? ¡Estáis locos!
Aurora. —Pues claro, yo soy más basta que la lija del ocho.
Siempre he trabajado de puta, y de las baratas, nada de lujo, pues
tengo compañeras que se lo montan con ministros y salen mucho
más preparadas que yo. Me enteré de lo que era el Kilimanjaro
hace una semana con la Wikipedia y me costó Dios y ayuda
memorizar algunas palabras y comprender qué era un libro de
caballerías. Eso sí, soy una experta con la Termomix, también te
digo, eh.
Jonathan. —(Conmovido.) ¿En serio, Aurora? ¿Qué me comen-
tas? ¡A mí me encanta la Termomix! Siempre he sentido mucha
envidia de la gente que pasa una tarde entera en esos cursillos
que organizan. Me parecen la locura total y absoluta.

32
N.° 1, año II, julio 13/21

Se quedan mirándose, embobados. Con un chasquido de dedos de


Aurora, en la pantalla de televisión del fondo comienza un
programa que explica cómo hacer tortilla de patatas con la
Termomix¹.

Se levantan del suelo (Aurora sigue vestida de Dominatrix), se


colocan detrás de la mesa de biblioteca y de la parte inferior sacan
dos gorros de cocinero, una cazuela y cubiertos y se ponen a cocinar
con la TV de fondo. De vez en cuando, Aurora, que se ha llevado la
fusta, asusta a Jonathan dando un latigazo en el suelo, que él
responde con una mueca de cariño y una carantoña. Se besan.

FIN

1. https://www.youtube.com/watch?v=wreAPe_2avg

33
Crisopeya

El hombre que se hizo amigo


de un broche
Bárbara Schtirbu

Esta es la historia de un hombre que se hizo amigo de un broche.


O tal vez es la historia de un broche que se hizo amigo de un
hombre. Sea como haya sido, ni el hombre estaba loco ni el
broche estaba vivo, aunque no es seguro. Se forjó un lindo vínculo
entre ellos, ese tipo de encuentros casuales pero importantes,
destinados a descansar un poco de la soledad mal llevada. Uno de
los dos murió tiempo más tarde, y, para el que continuó viviendo,
esa partida dejó una sensación difícil de poner en palabras. Podría
ser algo parecido al desasosiego que se precipita cuando un
chocolate se termina, o algo por el estilo.
Se conocieron en la terraza del edificio, el broche verde
custodiaba una pollera de lana. Cuando el hombre fue a descolgar
sus sábanas se saludaron con cordialidad y empezaron a hablar
de la humedad característica de Buenos Aires, de política muy por
arriba, de música y de fútbol. Desde la casa de algún vecino subía
un olor a asado que rozaba la crueldad para el que lo aspiraba de
lejos.

34
N.° 1, año II, julio 13/21

Fue inevitable no tocar el tema y empezar a debatir sobre los


distintos cortes de carne. Ambos coincidían en que el vacío era el
líder indiscutido. Y hablando de vacío, qué hambre, ¿no? Así fue
como el hombre invitó al broche a almorzar, dejando en su lugar
otro de madera para sostener la prenda que desde hace días
estaba seca y olvidada en la soga. Bajaron hasta el sexto piso,
comieron milanesas con arroz y jugaron al truco. Por la tarde,
después de un café con galletitas de vainilla, se quedaron en
silencio. No de los incómodos, sino más bien de los que llegan
cuando se quiere decir algo y no se sabe qué palabras elegir.
«Estaba pensando…» Ambos se interrumpieron con la misma frase
y al mismo tiempo, lo que los hizo reír. El broche habló primero:
Estaba pensando que tal vez... A lo que el hombre respondió: Y yo
pensaba exactamente lo mismo. Fueron años pacíficos, se hicieron
compañía, de la buena, de la que suma. El hombre se iba
temprano a la mañana a trabajar y el broche se quedaba haciendo
distintas tareas. A veces cerraba paquetes de arroz o café, otras
veces sujetaba las remeras en días ventosos, pero casi siempre
estaba en el balcón, quieto y sonriéndole al sol. Cuando el hombre
volvía a la tarde, enganchaba a su amigo en la solapa del saco y se
iban a merendar a un cafecito de la vuelta. Siempre medialunas
con licuado, dos de grasa para el hombre y una de manteca para
el broche.

35
Crisopeya

Si sobraban, la tomaba entre sus patitas y ya tenían desayuno


para la mañana siguiente. Había momentos oscuros para ambos,
pero aprendieron a no intentar cambiar estados. Soportar esas
miradas perdidas y algo tristes, no insistir con los ¿qué te pasa?,
contame, o con la necesidad de hacer reír al otro para devolverle
el buen humor. Era estar ahí, y con eso alcanzaba.
El día que uno de los dos partió, el otro subió a despedirse a la
terraza. Era una tarde sin brisa, despejada, con poco ruido de la
calle. Entre toallas, pantalones y medias chorreando agua, aún
estaba ahí el broche de madera sustituto, sosteniendo la misma
pollera descolorida que nunca nadie volvió a buscar.

36
N.° 1, año II, julio 13/21

Profanación
Jaime Alberto Cabrera

Jadeantes salieron del Paraíso. La maldición había terminado.

37
Crisopeya

Tengu
Oleksii Gnievyshev
Óleo sobre lienzo
160 x 120 cm.
38
N.° 1, año II, julio 13/21

L’Oracle*
Yurany Duque
traduit en français par
Camilo Franco Muñoz

La messe commençait à 15 heures. L’Église était loin de chez nous


et les balles suffisamment proches comme pour être plus rapides
que la promesse de Dieu. Nous étions tous déjà prêts.
Lumières pleines de bruit et de furie éclairèrent notre visage.
Ils étaient les balles qu’assombrirent le ciel en annonçant comme
un oracle l’inévitable.
Ces balles, ce quartier, étaient le Delphes qui vaticinait un
destin funeste que personne ne voulait pas vivre, mais dont tous
connaissaient le dénouement.
A la fin, les nerfs s’habituent à ces desseins, mais pas les
cœurs. Pas nos cœurs. Nous descendons les escaliers comme celui
qui descend en l’Enfer avec l’espoir de s’élever après au Ciel ;
mais quand le corps se transforment en l’aimant des balles, il ne
reste pas que la descente.
Notre enfer était là-bas : le démon était déjà parti, mais son
pas laissa un, deux, trois, quatre… qui sait combien de traces
encore. Nous avons trouvé ne qu’un, un mort dans le chemin.

* Ce conte a été publié à l'origine dans le Numéro 3 aux pages 16-17.


Este cuento se publicó originalmente en el Número 3 en las páginas 16-17.

39
Crisopeya

Les fils de sang coulaient par la gouttière en allant vers un


je-ne-sais-où et en annonçant à nouveau, comme les
oracles, le destin inévitable et cyclique des âmes qui, même
si elles restent vivantes, sont déjà mortes. Ce trace-là, ce
corps avec prénom, cette mort, demain ne sera qu’un autre
nombre sur la liste.

40
N.° 1, año II, julio 13/21

Black Madonna*
Sebastián Orduz Cortés
translated into English by
Rebeca Rendón Cadavid

I am Verónica Villagrán, author of the multiple murders of the


house Bryan Taylor, an event which its lessons have not been
properly assimilated: my ghost are these words and I came back
from death to clean-up my name. At that time, I called myself
Escila, in the four walls of the brothel that name always rumbled
with its blazing eco: it was the promise of all the screams that
dwelled inside me. Without further delay I’ll tell you everything.
Until then, I had only undressed myself in front of Roberto’s
camera. In my way of seeing it, making a porno film was only the
consequence of a long chain of inevitable events: once a hole is
opened in a dam the water runs free until the last drop. In general
terms, the idea didn’t bother me, it paid well and it was a quick
job, Roberto had promised me we would make three other films if
everything went well. Of course, I didn’t arrive here with an
absolute conviction, both the gates of Heaven or Hell could open
at the end of this road. Even then, when I gave the definitive yes, I
felt a hot sensation that climbed from my belly to my heart.

* This story was originally published in Issue 1 on pages 37-49.


Este cuento se publicó originalmente en el Número 1 en las páginas 37-49.

41
Crisopeya

The day of the filming I showed up 15 minutes before the


appointment. I arrived there with a short flower dress, a pair of
black Converse and straightened hair. They had warned me that I
should eat small portions, no fruits nor dairy products and that,
during the week before the filming, it was best that I consumed
fiber in moderation. The appointment was in a mansion in the
southern part of the city, in the porch of the house read a plaque:
Bryan Taylor 1942-1969. When I walked in, I was welcomed by a
woman in a blue shirt. She looked at me for a long time, offered
me her hand and asked me who I was. I’m Escila, the model, I
finally said without shaking her hand.
The woman smiled and told me to wait in the white sofa. The
house had a sober aspect but the abandonment was obvious.
Surely the furniture is the same one from the dead guy in the
plaque, they are so long that, in the end, nobody would dare try to
take them from here.

When Lucía, whom I shared a room with, told me they were


searching for a model I didn’t think for an instant and I gave her
my number. After, when I told her it was for a porno film, she
wasn’t able to pretend to be happy: when I saw her expression, I
knew what she was thinking.

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N.° 1, año II, julio 13/21

Don’t worry, I told her, its nothing different from what we do


here. In through the window of the room entered Cali, the
brothel’s cat, Lucía breathed deeply and looked me in the eye: if
you say so, she said after a long pause. Lucía laid down and while
she looked at the ceiling, she told me: Yesterday I dreamed of
Toon Toon.
She told me that Toon Toon, my dog, entered a cave from
which a river of blood flowed. There wasn’t a lot of light, so Lucía
followed the dog until the darkness made her legs tremble. Toon
Toon kept walking as if he were searching for something. After,
Lucía heard a horrible howl that made her stomach turn. She
decided to push out into the cave to search for the dog. The howl
multiplied in the eco of the cave and Lucía started to despair.
Suddenly, in the middle of the dark, Lucía felt the waging of the
dog’s tail, he was dragging something towards her. In a fleeting
instant, before waking, the cave lighted up: a man with a
monstrous figure was falling apart in the river of blood while the
dog cut the hair of a head with a serene expression.
Toon Toon chased the roosters when they crowed. At 6 of the
morning, at 4 of the afternoon and at 9 of the evening Toon Toon
disappeared and after, when the roosters fell silent, he returned
to my arms so I would spoil him perpetually. One day, at four
o’clock, one of the roosters didn’t shut up and confronted him,
the dog bit it in the leg and the rooster, I don’t know how, ran to

43
Crisopeya

the other side of the road. Toon Toon chased it and when he
finally had it in his jaws, a truck hit both animals. The body of
Toon Toon and of the rooster became indistinct in a black-red
stain that expelled a thick odor. I had to pick his corpse and bury
it myself in the side of the road, where the brothel was. I didn’t
cry, even though he was my only family.
His death was very recent, I hadn’t stopped dreaming of him.
Sometimes I thought that his death was the end of everything,
that I was alive only to remember him. Lucía stood up from the
bed and went to the bathroom. When she came out she hugged
me. I miss him too, she said, you know we all loved him.

The film’s director frequented the brothel to see Lucía. He was a


photographer of christenings and weddings that from time to
time took photos of us for his personal collection: his name was
Roberto and sometimes he paid us for our time, took a couple of
pictures and left. One time he arrived drunk at the brothel, that
day Lucía was in leave of absence at her grandma’s. When he
learned of her absence he paid me two hours and asked for the
imperial room. He asked me to turn off the lights and be silent.
He didn’t touch me the whole night.

44
N.° 1, año II, julio 13/21

When I was falling asleep he turned on a radio with dreadful


screams, as if they were slaughtering a pig. He stood on the bed
and told me to open my mouth. An unstopping rain started to
soak through the roof and the screams became imperceptible.
The photographer in the middle of the darkness started to
undress himself and he asked me to touch him after. His skin was
rough and the hair made the sliding of the hands difficult. When
arriving at his crotch my tact felt massive balls, as if both had
duplicated themselves and expanded without measure. His dick
was tiny, to not say absent. Do you feel it, he asked; I said that I
did. The photographer seemed to enjoy the situation: he noticed
my surprise, and I swear he presaged the expressions on my face.
The record finally stopped while the rain fell harder on the roof.
Everything stayed in darkness, Roberto kept talking but I wasn’t
listening anymore, I only had my hands full of a heavy sweat that
wouldn’t slide off.

In the mansion’s waiting room, there was a poster of a thin man.


It was the cover page of a porno magazine, the eyes of the man
shined like a pair of tired stars. A dozen of feminine hands that
cover his belly multiply until they arrive to his crotch. Under a
light but thick mustache hides a confused expression, he has his

45
Crisopeya

lips stretched and the eyes fixed on the camera, an expression


without attractiveness. The center of the scene is the
disproportionate penis that came out underneath all those hands,
like a swinging vine. But I could only see that sad and confused
gaze, that gaze whose background can only be the despair of
someone who knows themselves dead in life. I stopped looking at
the picture when Roberto entered through the door; he came in
with the woman in the blue shirt and two other men. Roberto
came closer and introduced me to the men who accompanied
him, they were the actors, the woman broke from the group and
opened the curtains to let more light in and afterwards
approached Roberto. She took Roberto’s arm and both climbed
the stairs. The actors sat down next to me.
One of the actors was short and lame. His voice was squeaky,
he had a sad and hopeless gaze, like a donkey. The other one was
tall, mildly attractive and bald. Can I ask you a question, said one
addressing the other, have you done this before? Both were
swimming in sweat. With Roberto we film new material every 15
days, it’s good business for both of us, finally said the taller one.
He turned to me and touched my legs, Sweetheart, what’s your
name, he asked me, I said Escila, he responded, I mean your real
name, gorgeous. Escila is my name and that’s all you need to
know. I stood up and stayed in front of the poster from the
magazine waiting for Roberto.

46
N.° 1, año II, julio 13/21

That photograph, with that man in that suffering pose and in the
middle of that stupid scene of idolatry of his penis, reminded me
of the Christ in my childhood home.

What happened next isn’t completely clear to me. But a whore’s


certainties are worth little, and in any case, being in the other
side, any certainty is worth nothing. The woman in the blue shirt
offers me a drink and starts on my make-up. Roberto goes down
the stair and turns on the radio. The screams of that night return
to me and suddenly the whole mansion starts to shake. The
furniture, the curtains, the poster and the woman’s hands move
until they became shaky forms, indecisive, greyish lumps that
approach me. In the distance, I can distinguish voices, the actors
are getting ready and one says to the other, take this little pill,
man, if you can’t make it get up, this will fix anything. No thank
you, says the shorter one, while the other gobbles the pill without
water. The wind that shakes the windows enters my head through
my ears (I swear it happened) and I start to feel a pain in my
chest, followed by some unspeakable urge to shit, piss, puke and
bleed out on the floor. It was as if inside me dwelled something
bigger than me and it wanted to exit through each hole of the
body.

47
Crisopeya

Roberto points me with his camera, says something


indecipherable and the make-up artist makes me get up the
chair. The men start to touch me, the taller one is braver and
starts to kiss my neck while he undresses me. The other man
searches my mouth and doesn’t dare touch me. Robert gives him
an order and he starts to undress me and grind against me from
behind. His penis seems disconnected to his body, it swings
downwards without control. The tall man forces me to kneel,
slaps my tits and in my face falls the huge penis of the man with
the squeaky voice. Despite its size, it has no impetus, it just hangs
of the man like a dead limb or a decoration. The smell is
unbearable.
For a few seconds no one said a word. The tall man went off
the scene and started to masturbate roughly and took another
one of the pills: his dick didn’t react. Roberto, with a calm
demeanor, filmed me while I try to put in my mouth the huge
cock of the short man. In reality the short man’s penis wasn’t
erect, it was flaccid and its texture was soft. Robert told the other
actor to prep me for the next scene. He makes me stand with only
one movement and slaps my ass, opens my legs and starts biting
me violently. He spits in my cunt and touches it in such a
grotesque manner that my body gets chilled, I felt an implacable
terror that took all the warmth in my soul.

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N.° 1, año II, julio 13/21

The first thing I felt was the blast. Thousands of tiny splinters
flew towards me and I didn’t have a way to cover myself. A
gangrene in my soul consumed me and I went silent. When the
short man penetrated me I lost sounds, because even animals
react to pain breaking the air with their screams, I shut up and let
it all happen. His penis was cold and felt like a sponge, despite
that, I felt that it tore my body like a piece of paper. But the most
terrifying thing came after. The tall man, that still struggled with
his erection, took another pill and gave one in the mouth to the
short man. The flaccid and cold penis of the short man suddenly
took a monstrous appearance and rose immeasurable towards the
sky. Meanwhile Roberto made a close up to the penetration. I
could only see the huge effort of the short man to control his
penis, I saw the pain of that erection, and I felt how that mass of
meat twisted and smashed against my body, all the existence of
that man was summarized in that erection. I began bleeding. The
blood had a disgusting odor, like period blood after too long. That
smell made me think of Toon Toon, of his unrecognizable corpse
between oil and feathers. I thought too of the impetus of his legs
running towards the road, I thought of his intelligent eyes
following the rooster, agile, without further goal than the fixed
idea of wanting to silence the perturbing song.

49
Crisopeya

Roberto makes a foreground shot of my face. I close my eyes. The


darkness locks me inside its cage and I don’t come out again.
What is it behind the darkness?

A whore’s certainties are the only truths that the world needs.
They have said before that this is the oldest job in history, but it’s
also the best-preserved wisdom. Or are you going to say
otherwise?, us whores also pay taxes and fix the neuroses of all
the shitheads in the world. Now I’ll tell you my certainty, the only
one, nothing matters anymore: The short man breathed in and
when he went to breathe out he fainted. His body fell like a rock
over me. The temperature in his body was so high that I felt as if a
hot iron burnt my body. I couldn’t move him from over me until
the make-up artist dragged him by the legs. The tall man
suddenly fell and began convulsing, a starting but firm erection
showed through the foam and saliva. Seeing that scene Roberto
stopped filming, and the make-up artist kept silent. None of the
actors gave life signs, and because nobody reacted in time, their
tongues were surely stuck on their throats preventing them from
breathing. Roberto locked himself in the bathroom.

50
N.° 1, año II, julio 13/21

In a moment of lucidity, maybe the only one in my life, I wanted


to scape and leave this all behind, run away to forget everything,
but the flight of this fortunate thought was cut short by a gunshot
that filled the room with silence.

Roberto had blown his brains off with a 12 caliber Desert Eagle.
The make-up artist decides then to call the Police. We look at
each other but we don’t dare speak. It’s a brief call, she manages
to say the address and the word murder. I see wariness in her
eyes. The woman starts to stalk towards the bathroom and when
she feels that I moved she runs faster. In that moment I take one
of the many scissors she has in her pack, pounce on her and cut
her throat. I have come back many times to that detail, and I’ve
come to think that maybe she wasn’t going to pick up the gun,
that maybe she only wanted to look at the body and that due to
the nerves she picked up the pace. But none of that really matters
now.

51
Crisopeya

Fifteen minutes after, maybe twenty, the Police arrives to the


house with guns drawn. When I finally saw them in the waiting
room, I picked up the Desert Eagle, put it in my temple and said:
My name is Verónica Villagrán and I have a certainty: behind
the darkness there is only death.

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N.° 1, año II, julio 13/21

Dicescraper
Impact
Ilustración 3D
2 457 x 3 072 px.
53
Crisopeya

Ignacio
Carlos Javier
Rodríguez Ramos

Estar contigo o no estar contigo


es la medida de mi tiempo.
—J. L. Borges

Enfrente, sobre el banco de la plaza, había quedado olvidada la


gruesa agenda lila bajo un cielo palpitante de relámpagos. Ignacio
dudó. Si se lo hubieran preguntado, no hubiese podido precisar
cuánto tiempo llevaba viendo a su dueña a través de la ventana
escribiendo en esa agenda.
Como su saturación de oxígeno tenía valores aceptables,
especuló que le sería posible bajar, cruzar la calle, rescatar la
agenda y volver a su sillón detrás de la ventana sin correr el
riesgo de agravar su condición. De modo que con movimientos
cuidadosamente calculados, Ignacio se puso la bigotera, se
levantó con la ayuda de los apoyabrazos y, seguido por el chirrido
intermitente de las ruedas del carrito que sostenía el tubo de
oxígeno, emprendió el camino: un breve trayecto hasta la puerta
del departamento, doce pasos hasta el ascensor y otros veinte
hasta la puerta de calle constituyeron la primera etapa del
derrotero.

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N.° 1, año II, julio 13/21

Cuando ya en el palier del edificio se dispuso a emprender el


segundo tramo de la travesía, el cielo tronó una advertencia
precedida por la vena fogosa de un relámpago y tres gotas,
frágiles como sueños, estallaron cerca de sus pantuflas. Ignacio
volvió a dudar. Abriendo sin darse cuenta la boca con expresión
de gran esfuerzo o desconcierto, fijó sus ojos en la agenda lila que
al otro lado de la calle, abierta sobre el banco como una mariposa,
ofrecía a la devastación de la lluvia, en estéril sacrificio, la
pequeña y apretada grafía de su dueña.
Contó uno, dos, tres… treinta y dos pasos hasta llegar al
banco. Allí cerró la agenda, la apretó contra el pecho y se sentó.
La brisa tibia de su respiración desfiguró una gota de lluvia que
pretendía lanzarse al vacío desde la punta de su nariz y entonces,
embargado por un súbito temor, se dio cuenta de que ya no le
quedaba tiempo. Al intentar levantarse, Ignacio tomó conciencia
de la gravedad del desatino de haber cedido a la tentación de
tomar un descanso. Sin embargo, a pesar de la fatiga y apelando al
recurso de una energía que creía agotada, logró incorporarse
gallardamente y volvió a contar con heroísmo: uno, dos, tres…
treinta y dos pasos que lo pusieron a salvo de la lluvia que,
inmediatamente después de haber cerrado la puerta, comenzó a
caer con violencia indicando silencio.
No debió haberlo hecho pero lo hizo. Entre el rescate de la
agenda —a las ocho y cuarto de la mañana— y las seis de la tarde,

55
Crisopeya

hora en que el colectivo 160 traería de vuelta a la dueña de la


agenda al banco de la plaza, Ignacio bebió con libidinosa
curiosidad cada una de las palabras allí escritas. La chica no
escribía bien: era reiterativa —tanto en las palabras como en los
lugares comunes—, puntuaba cacofónicamente, omitía las
sangrías y sin dejar espacios en blanco, su diminuta letra ocupaba
hasta el último rincón de cada hoja; pero aún así, todo lo que
contaba ventilaba la frescura de una juventud capaz de imponerse
altivamente frente a la desolación.
Leyó una y otra vez las mismas páginas hasta que con la
violencia con que lo hacía implacablemente a cada hora, el reloj
de péndulo del comedor tronó la sentencia de las seis de la tarde.
A Ignacio se le encogió el corazón. Ya no le quedaba tiempo para
seguir dudando sobre qué hacer con la agenda: ¿Se la devolvería?
Según lo leído, deducía sin temor a equivocarse que Carolina era
patológicamente tímida y que por ello, el solo hecho de que un
desconocido como él hubiese accedido de esa manera a su
intimidad le quitaría el sueño por largo tiempo y ya no volvería,
acaso por pudor, a tomar el colectivo en aquella parada,
arrancándole así el privilegio de poder observarla desde la
ventana.
Quedarse con la agenda como si de un trofeo se tratara,
tampoco le parecía una opción posible. Si ya se sentía
imperdonable por haber profanado los secretos de Carolina, peor

56
N.° 1, año II, julio 13/21

aún se sentiría privándola para siempre de tan pormenorizado


registro de su vida. «Ay… ¡No! ¡Otra vez ciento veintiocho pasos!» se
dijo a sí mismo agarrándose la cara ante la fatalidad de la
conclusión que, antes de la llegada del 160, tendría que colocar
otra vez la agenda en el sitio donde Carolina la había olvidado,
para que ella creyera que no había sido ultrajada.
Ignacio volvió a su departamento agotado, casi a la rastra;
pero justo a tiempo para degustar el fruto de su enorme esfuerzo:
al hallar su agenda bajo el banco —donde él la había dejado para
justificar que se encontrara seca— Carolina se la llevó al pecho y
dio en silencio dos breves saltitos de alegría que fueron la
felicidad de Ignacio. Por primera vez en mucho tiempo, sonrió
conmovido y supo que se había enamorado.
Esa noche no pudo dormir. Carolina nunca había saboreado a
un hombre, él tampoco a una mujer. Se preguntó cuántas
personas habría en el mundo, por millón de habitantes, que a los
veinticinco años todavía no hubieran conocido el sexo. Concluyó
que la casualidad era demasiado grande como para que la mano
de Dios estuviese ausente en la producción de aquel encuentro.
Acostado en su cama, Ignacio imaginó a Carolina desnuda y
anhelante, tocándole la piel del modo en que él lo estaba
haciendo; pero el resultado fue el previsible: un esfuerzo inútil
que lo obligó a ponerse la bigotera en medio de la oscuridad.
Ignacio supo entonces que nunca podría darle sexo a Carolina;

57
Crisopeya

pero lejos de entristecerse, pensó que podría darle otras cosas,


que podría simplemente amarla de ahí hasta el final de sus días,
que a juzgar por las circunstancias, no serían muchos.
El puesto de flores de la Avenida Espora estaba a doscientos
setenta pasos de su casa y aunque eran más de las doce de la
noche, estaba abierto. Sin poder entender exactamente por qué le
causaba gracia, sonrió al pensar que el amor y la muerte acuden
al mismo florista, con la misma urgencia, y en cualquier momento
del día o de la noche.
«¡Doscientos setenta pasos! Doscientos setenta de ida, doscientos
setenta de vuelta… ¡Quinientos cuarenta pasos!» calculó
agarrándose la cara. Ignacio dudó. Se imaginó muerto en medio
de la calle, imaginó su cadáver descubierto por alguno de esos
trabajadores que se levantan a las cuatro de la madrugada para
viajar a la Capital y sintió miedo… un miedo que lo obligó a
decidir —a pesar de la furia que le generaba la frustración—
abandonar su proyecto y quedarse en la cama; pero al respirar
profundamente buscando relajarse, sus pulmones crepitaron
como si se alegraran por su renuncia. «Entre morir acá postrado, o
haciendo algo…» se dijo a sí mismo y se incorporó.
La caminata le demandó mucho menos esfuerzo del que había
previsto: el tiempo estaba seco y el tubo de oxígeno parecía pesar
menos. Ignacio pensó que su amor por Carolina le aligeraba la
carga y volvió a sonreír sin darse cuenta.

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N.° 1, año II, julio 13/21

Cuando el camino reveló la capota verde de la calle, mancha-


da por el violeta de las flores de los jacarandás que brillaban
salpicadas por el reflejo de las luces de neón, Ignacio se preguntó
cuánto tiempo hacía que no que no doblaba la esquina y no pudo
precisarlo; pero acudió a su mente con claridad la última imagen
que guardaba de ese camino: un cielo invernal lastimado por las
ramas desnudas de esos mismos árboles que al igual que él,
tampoco podían en ese entonces respirar.
Una vez en el puesto de flores, la elección fue difícil: ¿Despre-
ciar el abrazador aroma de las fresias eligiendo la alusión fácil del
me quiere, no me quiere de las margaritas...?
—¿Jazmines?. No… —se dijo en voz alta al recordar que su
madre los odiaba porque su perfume demasiado intenso le
impedía respirar— Jazmines no.
Asumiendo el riesgo de caer en un lugar común, se decidió
por las rosas. En primer lugar, porque Carolina había
mencionado en su agenda lila a la rosa del Principito y en
segundo lugar, porque al observarlas maniatadas de a docena y
media docena, oprimidas bajo un celofán que las sofocaba, se le
aflojaron las piernas y sintió por ellas una profunda compasión,
pues el rojo de sus pétalos le había traído a la mente el color de su
rostro reflejado en el espejo durante la última crisis.
La discusión con el florista —que sin explicación lógica lucía
anteojos negros— fue un transe complejo porque a Ignacio, a la

59
Crisopeya

hora de exponer sus argumentos, le costaba respirar. Tuvo que


dejarse ganar: el comerciante le vendió una rosa, pero le cobró
seis, aludiendo falazmente, entre bostezos, que las rosas solo se
vendían por ramo.
Ignacio volvió a su departamento agotado, pero feliz. Se
acostó vestido y durmió hasta las siete y media de la mañana.
Cuando quiso escribir el nombre de Carolina en la tarjeta que
acompañaría a la flor, todo el peso del esfuerzo realizado por la
noche se manifestó en su pulso ingobernable. La hipoxia le
endurecía la mano de tal modo que escribir aquellas ocho letras le
resultaba tan dificultoso como empujar un tren. Colocó la tarjeta
sobre la mesa de luz, la fijó por los extremos con cinta scotch y
con la ayuda de una regla, escribió con tipografías grandes:
C A R O L I N A.
A pesar del agotamiento, Ignacio resistió la travesía de cruzar
la calle, dejar la rosa sobre el banco de la plaza, volver a su
departamento, sentarse en la silla de ruedas detrás de la ventana
y esperar la llegada de Carolina cuya figura, borroneada por el
agotamiento, lo premió con una breve sonrisa que la iluminó en
tanto que visiblemente satisfecha, guardaba la rosa en la cartera.
Después Ignacio se durmió, en paz, dudando si volvería a
despertar.
El campanazo del reloj del comedor lo arrancó del sueño a las
doce del mediodía y se sintió alegre al advertir que su primer

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N.° 1, año II, julio 13/21

pensamiento estuvo dirigido a Carolina. Se dio cuenta de que


estaba obsesionado con ella, pero no le importó y se dejó llevar
por ese torrente de fantasías que lo arrastraba a través de un goce
cada vez más intenso y profundo sin sentir culpa, ni temor.
Apenas pasado el mediodía —mientras que su enfermera a
domicilio le tomaba la presión y lo reprendía por haber salido de
la casa— sintió alivio al decidir que la entrega del regalo del día
siguiente estaría programada y que la ejecución de esa tarea no le
afectaría la salud: el repartidor del supermercado, que pasaría
por su casa a las siete de la mañana, le ahorraría tener que
caminar como mínimo, 100 pasos al dejar el obsequio en el banco
de la plaza. Ignacio incluyó en la lista de las compras un tofi —
porque Carolina había mencionado en su agenda lila esa marca de
chocolates con nostalgia— y se la dio a la enfermera. Su decepción
fue grande cuando la mujer observó la lista y no preguntó por la
anomalía del tofi, ya que esa era la pregunta que Ignacio esperaba
para poder confesarle a alguien que estaba enamorado de
Carolina.
Como en ese momento se sentía bien y no sabía si podría
hacerlo con la misma facilidad al día siguiente, aprovechó para
escribir de antemano el nombre de su enamorada en la tarjeta
que añadiría al chocolate. Y se durmió.
Al día siguiente, cuando Carolina recibió el obsequio, no
demostró emoción alguna, limitándose a tomarlo, guardarlo en su

61
Crisopeya

cartera y disponerse a escribir en su agenda lila. El colectivo, que


pasó varios minutos adelantado, la hizo desaparecer demasiado
pronto y cuando el reloj del comedor tronó la violenta llegada de
las diez de la mañana, Ignacio ya había decidido qué regalo dejaría
sobre el banco de la plaza al día siguiente. Llamó a la librería —que
siempre le había proveído sus elementos de pintura— y encargó un
ejemplar de los veinte poemas de amor y una canción desesperada;
encargo que llegó exactamente una hora más tarde, combinando el
sonido del timbre con el grito metálico del reloj de péndulo.
Ignacio leyó al menos seis veces el diminuto volumen
—tratando de comprender, sin lograrlo, qué sentía Carolina
cuando leía esos poemas— y ya casi llegada la noche, renunció a la
idea de escribir una dedicatoria que por mejor lograda que
estuviera, se vería irremediablemente ridícula frente a la poesía de
Neruda. «Si voy a escribir algo, va a estar lo más lejos posible de la
influencia del chileno» se dijo a sí mismo, al tiempo que tomaba la
decisión de escribir, más adelante, una carta para Carolina.
A las seis y media de la mañana del día siguiente, sin poder
evitar el riesgo de que alguien lo encontrara y se lo llevara antes de
que llegara Carolina, Ignacio dejó sobre el banco de la plaza el
libro de Neruda, justo en el momento en que la ambulancia
estacionaba frente a su puerta para llevarlo a la clínica.

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N.° 1, año II, julio 13/21

Nunca supo si Carolina recibió el libro o no, pero se sintió feliz


por el solo hecho de haberlo dejado ahí.
Ignacio pasó en la Clínica a merced de la voluntad de los
médicos mucho más tiempo del que le habían prometido que iba
a permanecer allí. Desde su encierro, vio detrás del cuadrado de
la ventana ponerse y alzarse el sol sin poder dejar de pensar en
Carolina. Pensaba, apesadumbrado, en que lo último que había
hecho por ella había sido dejarle el libro de Neruda y que ya era
inevitable que ese día Carolina abordara el 160 con las manos
vacías sintiéndose abandonada; pero nada podía hacer.
Con secreta desesperación, Ignacio esperó durante largas
horas la llegada de la ambulancia que lo devolvería a su casa,
permitiéndose llorar durante los ratos en que se quedaba solo,
mientras sostenía en sus manos la rosa que una enfermera le
había conseguido y que él sentía que le adeudaba a Carolina. Loco
de ansiedad, Ignacio apretó fuertemente el tallo y sintió clavarse
las espinas en los dedos. El dolor le hizo pensar que debió haber
elegido margaritas en lugar de rosas por su docilidad y simpatía y
al recordar el me quiere no me quiere propio de esos pétalos,
decidió poner a prueba su destino: una a una, mientras susurraba
me quiere, no me quiere, Ignacio fue arrancando cada una de las
espinas de la rosa hasta dejar el tallo terso que al desnudarse
completamente, suspiró la sentencia: me quiere.

63
Crisopeya

El trabajo de cruzar hasta la plaza y dejar la rosa en el banco


antes de las seis de la tarde (que fue delegado al chofer de la
ambulancia a cambio de una propina) evitó que Ignacio corriera el
riesgo de morir prematuramente en el intento.
Se sentía agotado, pero feliz por haber vuelto a su casa y estar
listo para escribir la carta para Carolina, tarea que intentó
muchas veces hacer a mano alzada repitiendo fracasos y hojas
abolladas —incluso con ayuda de la regla y la cinta scotch—, hasta
que llegada la noche y estrangulado por el cansancio, escribió en
su computadora un breve texto que no satisfacía sus expectativas,
pero que representaba el máximo de sus esfuerzos.
Luego de haber dejado la carta sobre el banco, Ignacio volvió a
su puesto de vigilancia detrás de la ventana; pero sin haberlo
querido y muy a su pesar, se durmió hasta las doce del mediodía
despertando ya mucho después de que Carolina había abordado
el 160. Sin embargo, no se afligió gravemente porque sabía que al
otro día iba a verla de cerca.
Y así fue. Apenas salió el sol, Ignacio cruzó la calle y se sentó
sobre el banco de la plaza para esperar la llegada de Carolina. La
vio doblar la esquina, aproximarse al banco y sorprenderse al
descubrirlo sentado ahí. Carolina se acercó, dio media vuelta, lo
miró disimuladamente, se cruzó de brazos, bajó, levantó
nerviosamente la punta de su pie izquierdo y volvió a observarlo
de soslayo. Ignacio esperó para hablarle con pesada paciencia

64
N.° 1, año II, julio 13/21

hasta que ella se sentara en el banco como siempre lo había


hecho, pero el 160 llegó demasiado pronto y se llevó a Carolina
dejando solo a Ignacio, solo y con las palabras atoradas en la
garganta y la vergüenza de haber esperado demasiado como un
tonto.
La escena de aquella derrota se reprodujo en la mente de
Ignacio incontables veces. No podía evitar dejar de pensar en las
infinitas acciones que podría haber intentado para que ella se
percatara de él y se torturaba al advertir que había elegido
quedarse paralizado, diciéndose a sí mismo que él, sabiendo lo
poco que le quedaba por vivir, no podía darse el lujo de perder
tiempo ni oportunidades.
A las seis de la mañana del día siguiente, sonó el teléfono y el
curso de la vida de Ignacio cambió drásticamente: debía estar
listo para que en cualquier momento lo pasaran a buscar,
posiblemente con urgencia.
Faltaba poco para que Carolina llegara y olvidando la debili-
dad de su condición, Ignacio casi corrió para sentarse en el banco
de la plaza. Cuando Carolina finalmente se acercó a él, se sentó a
su lado produciendo un estremecimiento en el cuerpo de Ignacio
que hasta entonces él desconocía: sus pulsaciones se elevaron,
comenzó a sudar copiosamente y las palabras que pugnaban por
salir de sus entrañas se drenaron silenciosamente en un suspiro
tibio y débil. Sintió que le picaba la nariz, necesitó acomodarse la

65
Crisopeya

bigotera y mientras lo hacía, de reojo, volvió a ver girar el rostro de


Carolina denunciando la llegada del Colectivo.
Esta vez Ignacio siguió con la mirada —lleno de felicidad— la
cola del 160 que se llevaba a Carolina pensando en el siguiente
regalo. Cruzó la calle a toda velocidad —mejor dicho, a toda la
velocidad de que Ignacio era capaz— y al llegar a su departamento,
buscó con desesperación aquel dibujo de la plaza que había hecho
antes de enfermarse. Lo encontró pronto. Con el pulso trémulo al
punto de que le resultara necesario sostener su muñeca derecha
con la mano izquierda, al dibujo de la plaza deshabitada le agregó
la figura de Carolina —mal lograda pero inequívoca—, sentada en
el banco mientras escribía en su agenda lila.
Su proyecto era brillante: al volver de la clínica, con muchos
más años de vida por delante y ya siendo novio —o tal vez marido—
de Carolina, dibujaría su primer autorretrato, sentado en el banco
junto a ella.
Ignacio, antes de abordar la ambulancia, dejó su dibujo sobre el
banco de la plaza junto con una nota que decía: «Para ser terminado
el día que me quieras». La tarjeta con la frase se voló con el viento
que precedió a la siguiente tormenta y fue devorada por la
alcantarilla; pero el dibujo llegó, como él lo había deseado, a las
manos de Carolina, que lo conservó para siempre colgado en la
pared de su cuarto.

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N.° 1, año II, julio 13/21

Guía
Luis Antonio Beauxis Cónsul

Fue en la Puerta del Sol donde vi a Adriana,


a todas luces, no era lugareña.
Al preguntarle, respondió risueña
y radiante de orgullo: ¡Mexicana!

Un paraguas azul, cual la mañana,


sostenía en su mano ¡tan pequeña!
para aliviar la calor madrileña
que castigaba con su resolana.

Adriana: que conserves la alegría


de tus ojos brillantes cual candelas
y el sonoro reír de castañuelas,

que el Hado que en Madrid te hizo mi guía,


con buenos vientos en azules velas,
torne tu paso a México algún día...

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Crisopeya

Viuda
Gustavo Jaramillo V.
Pastel sobre papel
50 x 70 cm.
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N.° 1, año II, julio 13/21

Cartas a destiempo
Fabricio Muñoz

No sé bien qué tipo de día era. Recuerdo que estaba ya cansado de


las solicitudes de casos poco atractivos que había tenido que
aceptar para no morir de hambre. Pero no eran casos que me
retaran para sentirme extasiado por mi capacidad única de
resolverlos. Masqué algo de tabaco mientras escuchaba a mis
vecinos que suelen ser muy ruidosos los fines de semana con
acostumbradas fiestas familiares. Salí al ver el correo. Vi que la
nieve ya había cubierto gran parte del horizonte, pero el sol salía
ardiente como queriendo no perder esa batalla. Unas cuantas
cartas con invitaciones a cenas y eventos de beneficencia. Detesto
los convencionalismos sociales a pesar de lo mucho que revelan
de la esencialidad humana que no es otra, que la decadencia en su
estado más puro. El último sobre que revisé llamó mi atención, no
estaba firmado ni fechado. Lo abrí y en él encontré una carta muy
corta:
Detective Coler Craftsman:
Espero que esté bien. Usted no me conoce y no me conocerá, al
menos no presencialmente. Le escribo para solicitar sus servicios
como detective. Pronto seré asesinado y no hay forma de evitarlo.

69
Crisopeya

El motivo central es el contenido de una carta y unas cuantas


monedas de oro que enterraré en un lugar secreto del que nadie
tiene conocimiento, pero del que usted si sabrá, si decide aceptar
este caso, así tendrá la posibilidad de llegar a la carta y las
monedas y una vez las encuentre, podrá escoger una de ellas
como pago y la otra dejarla donde la encontró, esa será su
decisión. Por obvias razones no podré esperar su respuesta, mi
asesinato no tardará mucho y algún miembro de mi familia o
amigo seguramente acudirá a usted para resolverlo. Ninguno
aparte de mí y ahora usted tiene conocimiento de mi posesión. Ya
habrá deducido que mi asesinato será cometido por alguien
cercano y que yo estoy seguro de quién es, por lo tanto, habrá
comprendido que no se trata solo de condenar a mi asesino, se
trata de una verdadera justicia. No se preocupe por lo
aparentemente ambiguo e incompleto de mi mensaje. Tenga la
plena seguridad de que seguiré ayudando con la investigación.
Atentamente,
Doctor Wrinkled Ledds.
Mi entusiasmo con esta pequeña carta creció al mismo tiempo
que no dejaba de pensar que también solo podía tratarse de una
broma, una broma de aquellos que siempre han mostrado algo de
desdén hacia mi trabajo, mis éxitos que han estado en contraste
con sus precarias carreras de investigadores o agentes de policía,
incluso fiscales.

70
N.° 1, año II, julio 13/21

Por fin había llegado algo que en apariencia era interesante y que
desde un inicio suponía un reto, puesto que se suponía resolver
un asesinato que ya estaba resuelto por la víctima. El verdadero
misterio estaba lejos aún de comprenderse, pensé parado en la
entrada de mi casa, mientras el ruido de los vecinos parecía
agotarse. Di media vuelta y recogí el periódico del día, entré
leyendo los titulares, uno de ellos llamó mi atención, el de la
sección de cultura, que entre comillas decía: «Espere
próximamente la resolución del más grande misterio». Me
aproximé al estudio y me senté y rápidamente leí el pequeño
artículo, este iniciaba con la descripción de una mañana de
invierno y con el personaje central, que es un detective,
recibiendo una carta donde se le anuncia un próximo crimen del
cual será víctima el remitente de la misma carta. Al leer estas
primeras líneas y encontrar en este artículo la carta escrita por el
señor Wrinkled Ledds casi exactamente igual, casi, porque la
cuestión sobre la carta y las monedas ocultas no estaba escrita; mi
sorpresa fue enorme, pero también la sensación de una burla y
decepción por una posible broma pasó por mi mente. El artículo
narraba incluso la lectura de un artículo idéntico al que leía en
ese momento. Finaliza con la descripción de un hombre confuso,
tembloroso, extasiado, colérico e irritado por todo lo sucedido. El
final de la página solo tenía tres puntos suspensivos.

71
Crisopeya

Tengo que decir que no estaba tembloroso, pero que los demás
adjetivos utilizados reflejaban el estado de mis emociones.
Decidí no hacer caso ni a la carta, ni al artículo, sin embargo,
después de tres días tocaron a mi puerta de forma presurosa e
insistente. Cuando salí vi a un hombre joven muy bien vestido con
un traje negro, su cabello bien peinado y unas manos limpias, con
una característica muy particular: llevaba dos anillos en sus dedos
meñiques. Fumaba una pipa que de inmediato se retiró de la boca
para saludar, con una voz chillona y agitada.
―Buenos días. Mi nombre es Skin. ¿Es usted el detective
Craftman?
―Si, ese es mi nombre. Supongo que es el hijo del Sr.
Wrinkled Ledds ―dije mientras le extendía mi mano y lo miraba
fijamente a sus ojos que se elevaban y abrían a la vez, mostrando
algo de sorpresa. Advirtiendo esto, y terminando de abrir la
puerta continúe diciendo―. No se sorprenda, estaba esperando
su llegada, por favor pase.
―¿Usted conoció a mi papá? ―preguntó mientras entraba a
mi casa.
―Antes de responder, quisiera hacerle una pregunta ―dije―,
¿Es usted el autor del artículo del periódico de hace tres días?
―¿Perdón? No lo entiendo. ―dijo confuso y visiblemente
contrariado.

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N.° 1, año II, julio 13/21

―No, no lo conocí, pero sé que está muerto y que usted viene


a pedirme ayuda con la resolución del homicidio ―dije,
observándolo de reojo buscando encontrar una muestra de
ansiedad ante mis palabras que por supuesto, debían resultarle
como mínimo, incomprensibles.
―Eso es cierto, ¿Cómo obtuvo esa información? ―dijo
visiblemente sorprendido.
―Eso no importa ahora. Lo que importa es hacer justicia. ―le
indique con mi mano el interior de la casa en dirección de la sala.
Lo invité a sentarse. Le serví café y le hice algunas preguntas
generales, de rutina. Lo que me interesaba era poder encontrar, a
través de su relato, las personas más cercanas al Sr. Ledds sin que
yo tuviera que pedirlo. En efecto, así sucedió. Los nombres
recurrentes fueron su mamá, la Sra. Shabby y el del jefe de la
víctima, el Sr. Guilty, que según el criterio del joven Skin, era el
culpable, debido a varios episodios de enfrentamientos verbales
donde se presentaron amenazas de muerte de parte del Sr. Guilty.
Lo escuché atentamente. Sus palabras eran secas y no mostró
duda en ninguna de sus afirmaciones o negaciones. Pero su
firmeza y dureza en el rostro se desvaneció cuando me habló de la
carta que le había hecho llegar su padre donde informaba, al igual
que en la mía, sobre su asesinato, aunque él obviaba todo lo
referente a las monedas de oro que su padre había enterrado. Al
finalizar insistió en una pregunta:

73
Crisopeya

―Discúlpeme detective, pero aún no comprendo cómo usted


tenía conocimiento de lo sucedido.
―También me envió una carta. No se preocupe, con esta
información iniciaré mi investigación, pero antes también quiero
que lea este artículo del periódico de hace tres días, el mismo día
que me llegó la carta de su padre ―dije, mientras le entregaba el
periódico. Él lo leyó pausadamente y su rostro, igual que el mío,
dibujaba diversas gesticulaciones de extrañeza.
―Pero ¿qué es esto? ―preguntó.
―No lo sé. Señor Ledds, este caso había dejado de
interesarme cuando leí este artículo, pero su visita y la
confirmación del homicidio de su padre renuevan mi interés. Lo
ayudaré. Ahora, por favor, retírese y espere mi llamada, le
indicaré dónde y cuándo nos veremos.
No dejé de pensar durante todo el día en el relato del joven
Ledds y las cartas. Sobre por qué en la carta a su hijo el señor
Ledds había omitido lo relacionado a las monedas de oro. El
escritor del artículo sin lugar a dudas tenía algo que ver con el
homicidio. Repasé una y otra vez el contenido de la carta y del
artículo, además de mis apuntes del relato del joven S. Ledds
durante todo el día. Al día siguiente visité a las personas que
aparecían en ese relato para consultar sobre su relación con el
señor W. Ledds, todos sus relatos fueron insuficientes, poco
concluyentes para la investigación, excepto el de la señorita de

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N.° 1, año II, julio 13/21

servicio de la casa de la señora Ledds. Esta se mostró muy


nerviosa al momento de mis preguntas. Fue evidente que el señor
W. Ledds había sostenido un amorío con esta mujer, pero eso no
me indicaba nada. Cuando terminé de interrogarla, se me acercó
muy nerviosa y me dijo muy suave al oído:
―Señor, él me envió una carta en donde me anunció que
moriría y que deseaba despedirse de mí.
―Por favor, indíquemela ―me apresuré a decirle. Ella de
inmediato entró a una de las habitaciones y al cabo de un minuto
regresó con la carta. En ella no decía cosas que me dieran pistas
adicionales. Pero si revelaba un suceso que sería de suma
importancia en la investigación futura.
―¿Está usted embarazada del señor Ledds? ―le pregunté.
Ella palideció, su tez trigueña dejó de serlo durante un
momento e intentó hablar, pero su voz se quebró en pequeños
sollozos, rogándole que no le dijera nada a la señora S. Ledds.
―No se preocupe, mi trabajo es descubrir el asesino del
señor, este asunto no me incumbe. Sin embargo, le ruego que me
diga lo que sabe, para poder tener toda la información posible.
¿Cuántos meses de embarazo tiene? ―dije.
―No, ya no estoy embarazada ―me dijo, un poco más calma-
da, pero aun con sus ojos cubiertos de lágrimas.
―¿A qué se refiere?

75
Crisopeya

―Lo estuve, hace más de un año, nuestro bebe tiene 8 meses


de nacido.
Después de relatar con cuidado cada aspecto de su relación
con el señor Ledds, tan solo le agradecí y me retiré. Fui
nuevamente a mi casa, en mi cabeza nada estaba claro todavía, la
excitación por este caso crecía, pues nada de lo realizado hasta
ahora me indicaba en lo más mínimo quién podría ser el asesino y
mucho menos llevarme a lo que, según el propio señor Ledds, era
la verdadera justicia, que por alguna extraña razón tenía que ver
con una carta y un jarrón de monedas de oro. Me recosté en mi
cama mirando el techo, repasando cada aspecto, cada palabra
pronunciada, cada gesto realizado. Nada. De pronto vino a mi
mente el recuerdo de los ojos de la joven amante del Señor Ledds,
eran oscuros, casi negros como la nada...¿En dónde había visto
unos ojos iguales?, me pregunté, pues estaba seguro de haber
visto unos idénticos. Miré al fondo de la habitación después de
analizar, pensar, recordar, sin elucubrar nada decente para mi
investigación. Entonces vi una foto en un marco de plata que
había olvidado que estaba ahí: una bella mujer con un bebé en sus
brazos. Era mi madre, que había muerto hace muchos años. Su
piel era trigueña, su cabello largo y negro con algunas canas
prematuras y sus ojos eran tan negros como la nada, como el
vacío absoluto, como los de la joven amante del Señor Ledds. Vaya
coincidencia, pensé en un primer momento, sin embargo,

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N.° 1, año II, julio 13/21

después de un rato de pensarlo decidí no dejarlo por fuera de mis


análisis necesarios para el caso.
Al día siguiente, cuando me disponía a salir de mi casa vi una
nueva carta entre los sobres del correo, nuevamente había una
sin marcar ni firmar. Esta era mucho más corta:
Detective Coler Craftsman:
Como se lo había dicho, mi muerte fue inevitable y conveniente
en muchos sentidos. También, como se lo había advertido, aquí
estoy para ayudarlo con la investigación. Tranquilo, no lo escribo
desde un espacio divino, ni infernal. Esta será la última carta que
reciba de mi parte y como ya se habrá dado cuenta, existen una
serie de artículos de prensa disfrazados de pequeñas columnas
culturales en algunos periódicos de la ciudad. También espero
que ya haya descubierto mi deshonrosa actitud como esposo, pero
noble cuando se ama. Es completamente indispensable que
solucione el caso para que mi hijo que viene en camino pueda
nacer y, para eso, finalizaré con la formulación de una pregunta
que terminará por arruinar su tranquilidad mental, pero será la
única manera de culminar con el trabajo. ¿Recuerda cómo llegó
usted a esta ciudad?
Entré nuevamente a mi casa, con algo de consternación, me
senté en el sillón y releí la carta. Busqué el periódico, revisé la
sección cultural y en efecto, aparecían de manera fragmentaria
una serie de relatos que narraban en algunos casos, literal, en

77
Crisopeya

otros, alegórico y otros simbólicos, todas las acciones realizadas


por mí en esta investigación. Lo más increíble de todo no era solo
eso, sino que dichas columnas estaban escritas con días de
anticipación a los hechos. Los viejos temores de que todo esto
fuese una elaborada broma volvieron a sembrarse en mi cabeza
ante unos hechos tan inverosímiles. Caminé de un lado para otro,
de pronto mi mirada se quedó con una fotografía de mi madre
colgada encima de la chimenea, la observé durante minutos, no
solo los ojos eran iguales a los de la mujer en la casa de los Ledds,
era ella. ¿Por qué no la reconocí en el interrogatorio?, me
sorprendí asegurando esto en mi cabeza. ¿Cómo llegué a esta
ciudad? ¿Qué significa esta pregunta?, pero, a decir verdad, no lo
recuerdo.
Lo cierto es que desconocía toda esta realidad y, ante ese
desconocimiento, abandoné el caso. Les juro que la carta y el
tesoro nunca fueron encontrados, al menos no por mí. En
palabras del señor Ledds, la justicia nunca llegó. Ahora frente a
ustedes entiendo su preocupación y su pregunta. Hubiese querido
darle un abrazo a mi madre mientras le formulaba esas terribles
preguntas.

78
N.° 1, año II, julio 13/21

Δίκη
(Díkê)
Pedro Centeno Belver

Entonces te digo que la justicia no es


otra cosa sino la ventaja del más fuerte.
—Trasímaco.

Bella harpía, acaricias tus pezones


con el batir de alas cotidiano
que ensucia, ensucia, ensucia,
las pútridas miserias que no vemos
o no queremos ver.

Espejo de costumbres, te ves bella


mientras lúbrica y fértil al deseo
contaminas la esencia de estar vivo
en petróleo, quimeras y placeres
(placeres tan lejanos a ser hombre
como dioses, mercados o fronteras
de valores abstractos).

¡Mírate aquí, hermosa, ante el reflejo,


retorcida entre vómitos y heces!
Somos marchamo eterno de ti siempre
que en nuestra libertad batimos alas
y ensuciamos, impúdicos, las vidas
de aquellos que sin culpa ni elección
nacieron bajo el yugo del arbitrio
de aquellos que definen lo que es justo.
79
Crisopeya

Sliding Down a Rainbow


Ekaterina Perevozchikova.
Ilustración
1 028 x 1 280 px.
80
N.° 1, año II, julio 13/21

El azul de las sombras


Juliette Marne
traducido al español por
Car Lartigue

Dejamos París de noche, muy temprano para evitar los atascos.


Las gotas de lluvia que escurrían por los vidrios del coche se
teñían de rojo o verde según la luz de los semáforos. Después de
las cuarenta filas de las casetas de peaje de Saint-Arnoult, papá
tomó hacia el sur. Nos esperaban cinco horas de viaje.
Touquette dormía atrás. Su enorme vientre le incomodaba y
soltaba ladridos ahogados. «¿Estás soñando con el perrucho que
te preñó?», le pregunté.
No me gustaba cómo giraban los brazos cortos de papá alre-
dedor del volante. Él también estaba demasiado gordo. Con sus
ojeras oscuras sus ojos parecían de cocker.
«En la próxima área de descanso paramos a desayunar, Elsa».
Me puse tensa. Papá siempre me llamaba «Zaza» o «cariño».
«Hija» era cuando las cosas no iban bien, como esa vez que volví a
casa a las dos de la madrugada. «Elsa» era supergrave.
Mi móvil sonó.
«Hola, soy Manon, ¿te molesto?
—No mucho. Mi abuelo murió anoche.

81
Crisopeya

—¡Oh no! ¿Cuál?».


Tomé aire mirando de reojo a papá.
«El padre de mi padre. Estamos en el coche. Vamos al
entierro.
—Nunca me has hablado de él.
—No lo veía muy a menudo.
—Lo siento, Elsa.
—¡Tranqui!
—¿Has ido con tus padres entonces?
—Mamá se quedó; tenía una manifestación con su asociación.
—¿Sigue con sus historias de detección del cáncer?
—Sip. No pudo anular.
—Ah… le dirás a tu padre que lo siento por él. ¿Cómo se
llamaba tu abuelo?».
La velocidad hacía que las gotas se deslizaran hacia los lados
del parabrisas.
«Maurice».
En el área de descanso, papá pidió un café y dos panes con
pasas, yo un chocolate y un cruasán. En los servicios me maquillé.
Poco, solo brillo, si no, mi padre habría refunfuñado:
«¡Solo tienes quince años, Zaza!
—Quince y medio, papá.
—¿Por qué te molesta que se arregle? ¿Preferirías que se
pareciera a ti?», habría concluido mamá.

82
N.° 1, año II, julio 13/21

Papá suspiró mientras cogía entre dos dedos el cruasán


apenas empezado en mi plato para comérselo de un bocado.
Tomamos de nuevo la autopista cubierta por una niebla densa.
Estaba a punto de preguntarle a papá si pensaba que Maurice
había dejado alguna cosa para mí, cuando dos luces intermitentes
atravesaron la bruma matinal. Mi padre frenó con fuerza.
Alcanzábamos a ver las luces de emergencia de los coches.
Durante un kilómetro avanzamos lentamente en el carril derecho.
Touquette se agitaba. «Tranquila, gordita», le dije torciendo el
torso hacia atrás para acariciarla. «Parece que hay un accidente»,
dijo papá. La idea me excitó.
Por fin en el lugar del drama, como dirían los noticieros,
podía verse entre la neblina un coche volcado sobre el techo. No
había rastro de heridos. Touquette dirigió su hocico al cielo y
lanzó un aullido de loba. Siempre hacía eso cuando se oían
sirenas. Delante, los coches aceleraban de nuevo.
De pronto, en el carril izquierdo vi a un hombre de los
servicios de urgencia deslizar un objeto en una bolsa. La cosa
tenía cinco dedos pegados a lo que debía ser una palma. ¡Una
mano! Había volado realmente lejos enfrente del coche. Papá,
concentrado, mantenía los ojos fijos en la carretera. Abrí la boca,
pensé en Maurice, me quedé callada. Seguimos mucho tiempo en
silencio.

83
Crisopeya

Más tarde, la niebla se disipó. «¿Has visto la luz del sol?


Estamos en octubre y, sin embargo, ilumina casi con la misma
fuerza que en verano», dijo mi padre, señalando las hojas verdes y
amarillas de los árboles que bordeaban la autopista. Papá nunca
hacía comentarios sobre el clima. ¿Qué le pasaba?
Yo tenía sed. Mamá habría traído una botella de agua. Papá
había empezado su paquete gigante de caramelos de fresa
repugnantes, mientras deliraba sobre los lindos charcos en los
campos enfangados, los terrones pegajosos de tierra marrón, el
viento que arrancaba las hojas… Normalmente íbamos a casa de
los abuelos en verano.
Después de la salida, tomamos la carretera departamental.
Los dedos gruesos no dejaban duda: la mano que había visto era
la de un hombre. ¿Estaba muerto o vivo? En este último caso, ¿le
coserían la mano? Ahora que lo pensaba, era la izquierda. Eso le
incomodaría menos si era diestro.
Nos acercábamos al pueblo. Papá había dejado de hablar.
Pensé en una amiga de mi madre, de su grupo de lucha contra el
cáncer de mama. Como tenía un gen peligroso, se había quitado
las dos tetas «como medida preventiva», por si un día se
enfermaba. Eso sí que se me hizo grotesco. Según Manon, «lo que
debería prever es un cáncer de cerebro puesto que ese órgano no
le servía para nada».

84
N.° 1, año II, julio 13/21

Enfrente de nosotros, unos patos atravesaron la carretera


volando. Algunas curvas más. Una rotonda nueva en la calle
principal del pueblo. Papá tomó a la izquierda. Habíamos llegado.
La casa estaba como siempre, las ventanas con persianas
descamadas como si miles de balas hubieran hecho saltar la
pintura, el columpio oxidado con cuerdas verdes por el musgo.
Aparcamos delante del zaguán.
En cuanto solté a Touquette en el jardín, se fue a husmear el
huerto que Maurice araba a veces. Había tomates pudriéndose
entre los horcones mal alineados. Papá me mostró el vergel:
«Mira las sombras de los árboles; son negras y frías, incluso
un poco azules.
—Es normal, papá. Son sombras, ¿no?
—En París, nunca se ven tan nítidas. Aquí son más intensas
debido al brillo del sol y sobre todo al aire seco y puro del campo.
Ninguna bruma las atenúa».
Entramos en el recibidor de la casa. Olía mal, como a iglesia
húmeda. «¡Hola!», llamó papá. Nadie contestó. Salió otra vez para
llamar por teléfono porque su móvil no captaba la red dentro.
Recorrí todas las habitaciones de abajo. Todo estaba en orden
y lleno de polvo, como si los habitantes se hubieran ido de
vacaciones hacía mucho tiempo. Subí al primer piso para ver los
tres dormitorios. El mío, con la cama blanda en la que Maurice
solía meter una bolsa de agua caliente porque, incluso en verano,

85
Crisopeya

hacía frío. El cuarto de invitados donde, primero mis padres,


después papá solo, se quedaban a dormir. Por último, uno en el
que entraba por primera vez. La cama estaba hecha. Se oía el
tictac de un despertador plateado con números romanos, y el
canto de un gallo en alguna parte. Estaba por abrir el armario de
madera maciza de mis abuelos, cuando un ruido hizo que mi
corazón latiera a mil. Era mi móvil.
«Hola otra vez, soy Manon.
—Hola, contesté en un soplido. ¿Sabes qué? He visto una
mano en la autopista.
—¿Has visto qué?
—Cinco dedos y una palma. Una mano».
Un silencio largo.
«Elsa, ¿estás segura de que estás bien? ¿Tu padre está ahí
contigo?
—Salió para llamar por teléfono porque no hay nadie en la
casa.
—¿Nadie? Pero me has dicho que tu abuelo…
—Se ha ido al otro mundo. Sip, lo confirmo.
—¿Y tu abuela?
—Muerta ya, hace siglos.
—¡Ah! Lo siento».
Su voz sonaba aterrada. Me eché a reír:

86
N.° 1, año II, julio 13/21

«¡Para, Manon! Todo eso me da igual. Yo era una niña, no me


acuerdo de nada.»
Mis ojos se posaron en el crucifijo arriba de la cama.
«Eran supercatólicos. Los domingos iban siempre a misa.
—¿Y tú?
—¿Tú qué crees? Ni de broma pondría los pies en una maldita
iglesia. De hecho, mis padres tampoco. Pero te estaba diciendo
que había un accidente en la autopista y que he visto una mano.
—¡No entiendo tu delirio! ¡Qué dices!
—¡Que estaba separada de su cuerpo!
—¡Es horrible!
—Ya te contaré en persona. Ahora se me hace muy raro.
—Estoy preocupada por ti, Elsa. Por lo de tu abuelo.
—Tranquila. Es solo un entierro».
Colgué el teléfono y abrí el armario. Al lado de su ropa había
una escopeta colgando. El cañón estaba frío. Maurice solía contar
historias de cacería. Tomé el arma, apoyé la culata en el hombro y
apunté al crucifijo y después a la cabecera de la cama. Abrí la
ventana. En el jardín, puse en la mira el cubo de agua sobre el
brocal. De repente, una mancha rojiza surgió entre los arbustos:
un zorro. Olisqueó la hiedra que cubría el pozo. Le apunté con el
cañón, él alzó enseguida la cabeza hacia la ventana. Con las orejas
paradas, me miró fijamente. Su respiración levantaba suavemente
sus costados sedosos. Sus ojos ámbar no parpadeaban.
87
Crisopeya

Maurice solía decir que el animal sabe cuando ha llegado su hora.


Este no tenía miedo, quería decirme algo…
Un golpe violento me hizo soltar el arma. Pensé que la esco-
peta se había disparado, pero no. Era la puerta del armario que el
viento había cerrado, haciendo caer algunos cartuchos en el
suelo.
Bajé los escalones de cuatro en cuatro y arrojé la escopeta en
el maletero del coche.
Papá estaba palpando el vientre de Touquette, que parecía
exhausta. Podíamos ver las patitas de los cachorros deformándole
la piel. Papá dijo: «La familia está en el hospital. Vamos allá». Me
subí en el asiento trasero. Mi perra suspiró y puso el hocico en mi
mano.
La clínica estaba a media hora de camino. En el
estacionamiento, papá reconoció el coche de su hermano. Salimos
sin Touquette: prohibida la entrada de animales. Al atravesar las
puertas de cristal, las piernas me temblaron. El herido de la
autopista se encontraba seguramente ahí. ¡Debían estar
cosiéndole la mano! Una mujer en la ventanilla nos mandó al
tercer piso del sótano: «Sala mortuoria».
Nos cruzamos con mi tío y mis primos que se marchaban. Nos
indicaron detrás de qué puerta se encontraba Maurice. Yo tenía
las manos húmedas y una sensación extraña, algo en la garganta
imposible de tragar. Papá me observaba:

88
N.° 1, año II, julio 13/21

«Creo que será mejor que me esperes aquí, cariño». Me dejé caer
en una silla del pasillo.
De hecho, era poco probable que el tipo de la autopista
estuviera ahí, el accidente había ocurrido muy lejos. Intenté
llamar a mamá pero me saltó su contestador. Seguramente estaba
con su amiga, la del busto plano.
Sin pensarlo, me levanté y empujé la puerta. La pieza estaba
casi vacía y bastante oscura. Una mesa con dos velas, un libro y
una cruz. Un ruido de motor eléctrico de fondo. Mi padre estaba
de pie frente a un ataúd.
Miré a Maurice de lejos. Se veía completo, eso me tranquilizó.
Papá levantó la cabeza y me hizo señas. Me acerqué. El rostro
delgado tenía una textura plástica, pero reconocí a mi abuelo. Yo
podía examinarlo detalladamente, como si hubiera entrado en su
habitación mientras él dormía. Sin la boina ceñida al cráneo, tenía
la cabeza de un águila desplumada. Debajo del bigote, sus labios
tenían la misma forma que los míos.
Maurice no era hablador. No le gustaban las palabrotas,
«sobre todo en la boca de una jovencita». Sonreía poco.
Su cuerpo estaba bien. El embalsamador había hecho segura-
mente como en las series de televisión. Algodón en las mejillas y
ese tipo de cosas. Maurice estaba demasiado amarillo para estar
vivo. Por lo demás, parecía que iba a sentarse.

89
Crisopeya

Rocé la mano que había matado a todos esos zorros. ¿El abu
había pensado en mí antes de morir? Probablemente no. Él
prefería a mis primos, más cercanos. De todas maneras, nosotros
en París y él en su poblacho, era difícil vernos. Él nunca quería
«subir». A menos que su maldito paraíso existiera, nunca íbamos
a poder conocernos de verdad.
En el estacionamiento, papá charlaba con su hermano. Mi
teléfono vibró.
«¿Estás bien, tesoro?
—Sí, mamá. Acabamos de ver al abuelo en su ataúd.
—¡Qué horror! ¿Por qué te mostró eso tu padre? Tendrías que
haberte negado.
—Fui yo la que quise verle. No ha sido tan horrible. Deberías
haber venido, mamá.
—Sabes, no había visto a ese viejo tacaño en muchos años…
—Mamá, ¿crees que pensó en mí antes de morir?
—Sabes, cariño, Maurice no pensaba más que en él… Pero
mejor te cuento que hemos convencido a treinta y seis mujeres de
que se hagan las pruebas de detección precoz. Es fantástico,
¿no?».
Colgué enfadada. ¡Ni siquiera había podido contarle lo de la
mano! Siempre era así con mamá. Si supiera que el abuelo me
había dejado su escopeta…

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N.° 1, año II, julio 13/21

En el coche, Touquette gemía suavemente. Los bebés no


tardarían en llegar. Si tuviera un macho, lo llamaría Momo. Sería
mi consentido y mi víctima predilecta.
Papá arrancó el coche: «¿Has visto ese azul? Es como si
hubieran lavado el cielo. Parece nuevo».

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N.° 1, año II, julio 13/21

Cuando la música respira


Alhelí

Entonces, te paras a escuchar


con un silencio que por lo menos te angustia
y puedes percibirla,
leve, esa casi muda respiración.

Del piano crujiendo a través de las teclas,


de la válvula que alarga ese sonido superficial y estridente.
Mientras ahí debajo,
entre la madera y las cuerdas,
los pedales…
Se toma aire…
hasta estar al borde del colapso
y no poder decir más.
Porque se está cansada de hablar sin aire,
porque el hueco donde se crea esa música
necesita de un adagio nocturno que consuma el sonido
y culmine con el silencio.

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Crisopeya

Emptiness, Restart Awakening series


Lucas Ross
Fotografía digital; collage hecho a mano
210 x 297 mm.

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N.° 1, año II, julio 13/21

La parábola del viejo y el rocío


Camilo Franco Muñoz

Para Andrea Mejía,


quien vio el campo sin rocío y sin flor

En otra ocasión, tanto tiempo después, uno de los discípulos —el


más reciente— se le acercó al Maestro y le dijo:
—Maestro, aunque novicio y lozano, entiendo las cuestiones
de la alta filosofía y la reservada reflexión, y me aventuro
constantemente en intrincados dilemas, sin embargo, Maestro, a
veces enmudezco y quedo inerme cuando comienzo a pensar en
la soledad y...
—Ya sé a dónde vas —lo interrumpió—, siéntate con tus
condiscípulos y escucha atento esta palabra:

Érase entonces el viejo —al que nadie nunca acepta— que hablaba
a una multitud sobre la soledad. El viejo, que ya llevaba largo
tiempo intentando transmitir su mensaje, cayó en la
desesperación propia de quien quiere decir algo, grita, y nadie
escucha, aunque pueda escuchar perfectamente. Entonces tomó
un cuenco con agua y comenzó a mojar a los indiferentes
espectadores.
94
Crisopeya

Todos, salvo un niño de nueve años, lo denostaron con crueldad.


Al otro día el viejo intentó volver a transmitir su mensaje, pero de
nuevo nadie lo escuchó. Tomó su cuenco y los bañó. Todos,
incluso el niño de nueve años, lo insultaron con ferocidad. Al día
siguiente el viejo intentó sin éxito transmitir su mensaje. Tomó su
cuenco y los bañó a todos. Como el día era caluroso no se
molestaron tanto con el hombre; tan solo le gruñeron. El viejo fue
al otro día a intentar transmitir su mensaje, pero no había nadie
cerca por la lluvia que caía. Aun así, el viejo tomó el cuenco lleno
de agua —de lluvia y de fuente— y lo arrojó a su audiencia
invisible. Otro día y otro intento: el viejo trató de difundir su
mensaje. Nadie escuchó, mas no se apartaron de él, tal vez
aguardando por el habitual desenlace. Pero esta vez el viejo tomó
su cuenco de agua y lo bebió con desazón. Todos insultaron al
viejo por no haberlos bañado; incluso el niño de nueve años lo
miraba con amargura. El viejo se marchó entonces de esa villa.
Luego se supo que algunos imitadores del viejo iban a la plaza con
cuencos a bañar a las personas que pasaban. Todos se regodeaban
en el asunto. Y aunque la gente quisiera escuchar, los imitadores
no decían nada: no traían ningún mensaje con ellos, tan solo agua.
Pasados algunos meses el viejo volvió a esa misma villa y se
ubicó en la plaza —junto a sus imitadores— e intentó transmitir
de nuevo su mensaje, esta vez sin cuenco de agua. Al notar la
ausencia del cuenco, la gente lo ignoró por completo; creían que

95
N.° 1, año II, julio 13/21

se trataba de un mal imitador de aquel viejo. Nadie se acercó,


salvo el niño de nueve años —al que todos subestiman. El niño se
sentó frente al viejo y lo miró con ternura y compasión. Cuando el
viejo se percató de la dócil presencia del niño, sostuvo el siguiente
diálogo con él:
—¿Qué quieres, niño?
—Nada, solo sentarme aquí a esperar.
—¿A esperar qué?
—El agua, a que caiga la tarde, a que se enciendan los faroles…
siempre hay algo que esperar, ¿no?
—Siempre estamos esperando. Eso es cierto.
—¿Y usted, qué espera?
—Espero a alguien.
—¡Ah!, entonces, ¿a quién espera?
—Al rocío.
—¿A quién?
—Al rocío.
—Pero usted dijo que espera por alguien…
—Así es.
—No entiendo.
—Yo tampoco, niño. A esta edad se entiende menos…
—No es cierto.
—¿Has ido al campo sobre el despunte del alba?
—No…

96
Crisopeya

—Deberías ir. Recuerdo que el loco siempre decía que allí se


entendía todo.
—Pero nadie escucha al loco.
—Y nadie me acepta a mí… pero aquí sigues sentado, hablán-
dome.
El niño entonces se levantó y se fue sin decir palabra alguna y
el viejo esperó a que cayera la tarde para irse. Al otro día el niño
volvió donde el viejo, que ya traía un cuenco con agua. El niño le
dijo: —fui al campo y no vi nada… por eso es que no se debe
escuchar algo loco; sin embargo encontré esta flor. Le extendió al
viejo una débil flor. El viejo calló apesadumbrado, la tomó en sus
manos, y la acomodó delicadamente en su cuenco. Luego le dijo al
niño: —ve mañana de nuevo, al mismo sitio de donde arrancaste
esta flor.
El niño, nuevamente, se fue sin decir palabra alguna y el viejo
esperó. Al otro día el niño volvió con un enojo visible e increpó al
viejo diciendo: —¡No hay nada! ¡Allí no hay nada! Por eso nunca se
escucha ni al loco ni al viejo… no hay nada sino humedad, agua y
como una brisa o una niebla y el rocío. ¡No hay nada!
El viejo solo escuchaba con paciencia. Cuando el niño terminó
su perorata, el viejo se levantó y le dijo: —Acompáñame a ese
campo—. Cuando llegaron el viejo lo vio y dijo para sí: «está vacío
el campo». El niño le señaló el lugar donde había arrancado la flor
y el viejo se arrodilló con esfuerzo sobre la tierra y le pidió al niño

97
N.° 1, año II, julio 13/21

que hiciera lo mismo. Cuando el niño se arrodilló sostuvieron


este otro diálogo:
—¿Qué sentido tiene esto?
—Pronto lo verás.
—No entiendo…
—Dime una cosa, niño, ¿alguna vez escuchaste el mensaje que
tanto trataba yo de transmitirles?
—No.
—¿Nunca te preguntaste por qué les arrojaba el agua de mi
cuenco?
—No.
—Ya veo…
—¿Qué ve?
—Que no eres tan diferente de los demás… y aun así estás
aquí sembrando una flor con un viejo. A pesar de…
—¿De qué?
—A pesar de todo… No: gracias a todo.
—...
—¿Ves la flor?
—Sí, obviamente…
—Excelente. Mañana vendremos al despunte del alba y tal vez
entiendas, tal vez no… o tal vez comiences a preguntarte ya por
las cosas, o tal vez… nunca se sabe, o tal vez sí.

98
Crisopeya

Así finalizó el diálogo que sostuvieron y cada quien partió por


separado. Al otro día el niño llegó el primero al campo, mas no
veía por ninguna parte al viejo, y comenzaba a impacientarse. Su
impaciencia, conforme reía el alba, se transformaba en cólera. Sin
embargo, aun colérico, esperó. El viejo no apareció, pero sí que se
manifestaron el rocío, el alba y los cantos. El niño comenzó a
llorar del enojo que albergaba. Sus lágrimas de furia se
confundían con las lágrimas de la mañana. Zozobra y sosiego de
nuevo danzando. Pero, entonces, el trino del pájaro y el soplo del
viento: el niño sintió un fuego en el corazón, un abrazo, una
lámpara que de a poco se va encendiendo al calor del hogar. Abrió
los ojos y vio entonces cómo el Rocío besaba tiernamente cada
flor, cómo acariciaba con dulzura los pastos, cómo se ceñía con
bondad a las raíces de los augustos árboles, y pudo sentir cómo
también el Rocío lo abrazaba con ternura, compasión y piedad en
medio del enojo.
El niño pudo apaciguar sus ánimos y sus lágrimas furiosas ya
no eran sino perlas de Rocío. Se tumbó al suelo para sentir con
más intensidad esa humedad reparadora. Cuando, de repente,
como obra siempre del azar, la vio: era la flor que había arrancado
y replantado con el viejo; y ahora esta flor parecía que danzara
con el sentir del Rocío; no era la misma flor de hasta ayer, era una
Flor diferente, una Flor viva. El niño sintió un grave impulso y
arrancó de nuevo la flor para enseñársela al viejo en cuanto lo

99
N.° 1, año II, julio 13/21

viera. Se dirigió a la plaza y vio cómo el viejo intentaba transmitir,


de ordinario, su mensaje. Interrumpió el incipiente discurso que
daba y le enseñó la flor diciendo: —¡ya lo entiendo todo, ya lo
entiendo todo! Sin embargo, el viejo en ese instante comenzó a
llorar atormentado; recogió sus cosas y se marchó sin mediar
palabra con nadie.
El niño —al que siempre subestiman— no entendía nada. Y
entonces odió al viejo y a la flor y al campo y al rocío y a su villa y
a sus gentes. Hizo pedazos la flor y se marchó a su casa. Ahora el
niño lloraba en su habitación como, al contrario, solía reír el alba;
y la flor se tornó en suplicio. Sin embargo, al final, y de diario: el
rocío, el llanto, la flor, el campo… el viejo y su cuenco de agua; y,
ante todo, la duda, la orfandad y el vacío perenne del campo que,
a pesar de todo, siempre se humedece.

***
Así terminó la parábola aquel día. Pero, al siguiente, cuando el
Maestro se resguardaba de la lluvia en una esquina, vio cómo otro
de sus discípulos —uno de los primeros— intentaba impaciente
secar su acera.
—Detente un momento —le dijo—, y piensa en lo que les
transmití ayer y recibe, con entendimiento y misericordia, esta
otra, pequeñísima, palabra:

100
Crisopeya

Ahora —tal el viejo al que nadie acepta y el niño a quien todos


subestiman— imagina que vuelves a la plaza en donde se sentaba
el viejo con su cuenco, y le pides de beber un poco de agua. Pero
el viejo te dice que no, que no le da de beber a quién no está
sediento y, al contrario, le rehuye a la sed. Te marchas sin
entender, naturalmente, las palabras del viejo, y te diriges a ese
campo lleno de rocío que tanto deslumbró al niño. Mas llegas a
este y no encuentras más que tristes cardos y áridas alfombras de
arena que no embellecen el lugar. Te dices que a lo mejor si
esperas al alba llegue el rocío y reverdezca todo con su húmeda
vitalidad. Y esperas en la fría noche, mas no una silenciosa ni
apacible ni amenazadora: es una noche vacua. Intentas adivinar
con el mapa del cielo si el alba risueña pronto aparecerá. Pero, de
nuevo, la noche es vacua. Así que esperas, esperas, y esperas
despierto a que se despierte también la aurora. Aparecen
entonces tímidas las primeras luces del día: débiles focos que no
alcanzan a encender una lámpara. Y esperas y no pasa nada. No
llega el Rocío a besar las flores ni a acariciar los pastos ni a
ceñirse a las raíces y menos a abrazarte tiernamente. No hay
trinos. No hay susurros de viento. Las hojas si acaso caen con
sigilo. Y entonces lloras. Son unas lágrimas más bien pobres,
secas, quebradizas y áridas. Y decides esperar al viejo, pero no
llega; al niño, pero no llega; al Rocío, pero no llega; al loco, pero

101
N.° 1, año II, julio 13/21

no llega; a la Flor, pero no llega. Y, sin embargo, sigues ahí, en la


plaza, en el campo, aquí, esperando…
Dime, ¿tienes sed? Dime, ¿aún lloras? Dime, ¿ya sabes
esperar? Dime… Dime y recuerda que aunque la luz se lleve al
candil y no bajo la cama, el Rocío así mismo va a las flores como al
mismo mar. Y aun, vuelve. Dime, ¿ya sabes esperar? ¿Ya
entiendes lo que se vaticina en el campo, el cielo, en el mar? ¿Ya
tienes sed? Dime, y llámame cuando tengas sed; entonces vendrá
el Rocío o vendré yo o vendrá alguien en forma de gotas, o de
lluvia. Vendrá alguien en forma y ecos de lluvia.

102
Crisopeya

Durante la siesta
Luis Antonio Beauxis Consul

Homenaje a Gabriel García Márquez

Le hubiera gustado ampararse, una vez más, bajo la sombra de los


almendros, pero ya habían sido ocupados todos los lugares.
Entonces, tan bruscamente como se lo había arrebatado, la madre
devolvió el ramo de flores a su hija y se las ingenió para reflejar,
con la cartera de charol desconchado, la inclemente luz del sol
contra los ojos de los curiosos. Acaso habría algunas lágrimas por
su hijo muerto, después de todo.
La calle reseca bebía con avidez las gotas escurridas por los
tallos envueltos en diarios, como si quisiese borrar todo vestigio
de su paso.
Otra niña, no mayor que la que transportaba las flores, con el
dedo índice extendido hizo ademán de disparar sobre uno de sus
compañeros.
—¡No me mate, señorita! —gimoteó el otro—. Mi nombre es
Carlos Centeno y... ¡soy un hombre muy bueeeno!
La detonación reverberó en el aire.
Los portones del cementerio estaban tan oxidados como las
llaves. El fastuoso mausoleo, redecorado por los gallinazos, bajo

103
N.° 1, año II, julio 13/21

cuya plataforma de plomo terminaba de pudrirse la Mamá


Grande, parecía ocuparlo todo. Pero no era así, en un rincón, en
medio de otras tumbas sin nombre ni memoria, un pequeño
montículo de tierra, apenas menos reseca que el resto,
denunciaba una sepultura más reciente.
Las venas azules de los párpados parecían a punto de
estallar, pero la madre no lloró. Tampoco la hija que arrebató uno
de los jarrones del mausoleo para colocar las flores, ya casi
marchitas, dejando los diarios en su lugar.
Pocos curiosos aguardaban el regreso. La misma niña que
había disparado parecía dispuesta a repetir su pantomima. La
otra, liberada ya del peso de las flores, avanzó hacia ella y la
tumbó de un puñetazo:
—¡Así pegaba mi hermano, Carlos Centeno Ayala!
La madre no dijo nada. Pasó las llaves oxidadas por debajo de
la puerta de la casa parroquial (tal como le había indicado el cura)
y amagó dirigirse hacia la estación, conduciendo a su hija de la
mano. De pronto, recordando la limosna para la Iglesia, giró
sobre sus talones y depositó en el umbral un escupitajo espeso y
amargo.

104
Crisopeya

Ovulación del sueño 199


Abraham Fidel Ortiz Lugo
Acrílico sobre cartulina de 300 gr
29,7 x 42 cm.

105
N.° 1, año II, julio 13/21

Permanezco a la espera
Alhelí

Solo quiero descansar y


dejar de sentir el peso de la carne;
que tengo el cuerpo sin ganas
y se me entrecorta la saliva.

Solo ver el sol caer tranquilo,


que me bañe su calma
y no su reflejo maldito
a través de una ventana.

Que se descubra el sentido


del pájaro desnudo
en mitad del cielo,
con las alas rotas
y en pleno vuelo.

Que cuando despierte


no me invada el deseo
de que vuelva a ser
de noche.

106
Crisopeya

Mota Dorada
Bárbara Schtirbu

No es su nombre verdadero, pero prefiere que pensemos que se


llama así: Nora de la Prada, viuda a sus 23 años, cuando a su
marido se lo comió un dragón de Komodo en un viaje exótico que
hicieron a Indonesia por su luna de miel. Tristísimo, pero ella
cree en el destino y entiende que por algo sucedió. La gente se
queda en silencio cuando se entera de la historia. Norita
entrecierra los ojos, se limpia delicadamente una lágrima (que
nunca llega a brotar), agradece el pésame (que en verdad nadie le
da) y, dando una detallada explicación del evento (que nadie le
pide), deja bien en claro que ella realmente intentó detener al
sanguinario animal, que casi lo logra con la ayuda de una lima de
metal Revlon que llevaba en la cartera. Cuenta que lo apuñaló
cincuenta veces, pero tenía escamas muy duras y la lima se partió
en la segunda puñalada, lo cual indica que no lo apuñaló
cincuenta veces, y probablemente que tampoco lo intentó, ni que
su marido fue atacado por un dragón de Komodo, ni que alguna
vez estuvo en otro lugar más que en Buenos Aires y menos que
menos casada.
Tiene veintisiete años (desde hace dos décadas), y actualmen-
te vive en Parque Patricios «la zona residencial», aclara siempre.
Trabaja hace siete años como secretaria en un estudio
107
N.° 1, año II, julio 13/21

jurídico en Belgrano, y cuando le preguntan a qué se dedica, ella


se las arregla muy bien para desdibujar la pregunta:
—Estoy en el tema de las escrituras, firmas, procesos de
sucesión, todos esos trámites importantes que nadie quiere hacer, jeje.
—Ah, sos escribana.
—Trabajo en un estudio jurídico.
Respuestas cortas, sintéticas. Ni «sí» ni «no». Decir sin decir
es su especialidad, logrando que de esa forma todo tenga una
doble lectura posible, y con esa sutileza de la narrativa crea un
mundo de mayor status social para su «desestatusada» confianza
personal.
Pobre Norita, que necesitada anda de tener una vida que no
sea la suya, y es que la que tiene le resulta demasiado chata,
parecida a la de todos, intrascendente, vulgar. Y si hay algo que
Nora nunca ha podido soportar es lo «comunacho», por eso
prefiere ser menos ella y más otra, o al menos disimularse a sí
misma lo más que pueda.
El problema es que todo lo que hace para alejarse de quien
verdaderamente es, le sale mal. Al menos hasta ahora Norita ha
hecho elecciones espantosas en lo que respecta a cambios físicos,
actitudinales y formas de vincularse con el común de la gente,
que justamente es «común» y ahí reside su drama.
Entre las transformaciones más impactantes de los últimos
tiempos, desde que decidió dejar de ser quien es, está su pelo. El

108
Crisopeya

verdadero con el que vino al mundo es marrón y muy lacio,


«ordinario», en palabras de ella. Así que el primer gran paso lo
dio en Apretusi Implant Life, el centro de trasplante capilar más
importante del país. Nada de pelucas artificiales, para ella
siempre lo mejor, lo auténtico. Después de pensar bastante qué
tipo de injerto la dejaría a la altura de quien debería ser, se dirigió
a la moderna oficina con el turno que le habían dado para la cita.
La recibió el Dr. Apretusi hijo en persona y la atendió en su
consultorio con vista al río. Pasadas las formalidades, y sin mucho
rodeo, Nora hizo su pedido: Quiero tener la melena ensortijada de
una joven mujer africana, rubia natural, preferentemente un rubio
dorado, y que no tenga matices rojizos. Acto seguido sacó una foto
de Beyoncé. Algo así, pero 100% de nacimiento, aclaró para que no
queden dudas. El doctor, que antes que doctor era empresario, le
dijo: Sin ningún problema, Norita.
Y así comenzó la aventura de dar con el paradero de la
donante de la «mota dorada». Todos estaban muy entusiasmados
con el desafío, hasta que nuestra protagonista empezó a
excederse con el entusiasmo. Tenían a Nora encima día y noche
llamando a ver si había novedades. Al principio evacuaban todas
sus dudas y la acompañaban en los temores que se le iban
despertando, como la fantasía de que su cuero cabelludo
rechazara el nuevo implante y se quedara calva para siempre. O la
vez que llamó llorando porque había soñado que estaba en una

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N.° 1, año II, julio 13/21

fiesta de la revista HOLA, y en medio de la gala se le caían todas


las motas juntas arriba de la mesa de postres.
Nora los llamaba tres veces por día de lunes a viernes, y los
fines de semana dejaba mensajes en el contestador:
Hola Dr. Apretusi, soy Nora, de nuevo. Era para saber si recibió el
mensaje del mediodía y el de la noche. ¿Hay alguna novedad? Es que
hoy tuve todo el presentimiento de que iban a encontrar a mi donante
dorada. No sé, como que me vino una ráfaga, y se me erizaron los
pelos cortitos de la nuca, jeje. Bueno, no me haga caso Dr., son las
ganas. Yo voy a estar despierta hasta tarde porque el lunes tengo un
caso muy importante en mi escribanía, así que cualquier cosa me
llama, ¡eh!. Y al colgar, en efecto, se quedaba hasta el amanecer
levantada, pendiente del teléfono y viendo tutoriales de YouTube
para aprender a hacerse peinados con pelo mota.
Hola, Dr. Apretusi, acá le habla Norita otra vez. Me acabo de
despertar, no sé si usted me habrá llamado y yo no escuché el teléfono,
¿puede ser? Disculpe que lo moleste un domingo a la mañana, pero
tal vez está en la oficina adelantando implantes para mañana, jeje.
Bueno, no, no está, jeje. Le cuento que ayer leí una nota en la revista
«Ojalá», en la que decían que en Nueva Zelanda hay mucha gente de
color, «nativos indígenas» decían, no sé. La cosa es que me puse a
investigar en Google y vi un par de fotos de mujeres de tez oscura con
algunos reflejos rubios. Se me ocurre que por la zona de la playa,
como hay más sol, entonces seguro habrá alguna más rubia para ir a

110
Crisopeya

contactar. Bueno, yo le tiro ideas, usted me va avisando si hay


novedades.
Conforme fueron pasando las semanas, y los llamados de
Nora, decidieron comprar un pre-atendedor más avanzado en el
que podían dejar esperando al paciente por tiempo indefinido al
teléfono, pero acompañando dicha espera con distintas
grabaciones promocionales de tratamientos anticaída, champú
fortalecedor de bulbo, cremas folículo estimulantes, y cascos
masajeadores que activan la irrigación sanguínea en la cabeza,
ideales para pacientes como Norita, decía el Dr. Apretusi entre risas
cuando grababan el mensaje. De esta manera la secretaría podría
«descansar» de la insufrible mujer, sabiendo que tenía la
autorización del equipo para atenderla cuando ella quisiera. Esta
estrategia les permitía además seguir facturando elevados
honorarios mensuales, mientras se extendía la búsqueda de la
melena soñada. Pero para sorpresa y desgracia de todos, Norita
tenía más paciencia de lo que imaginaban. Un día esperó treinta
minutos, otro día esperó una hora, y hubo una oportunidad en
que la llamada quedó todo un día en espera porque la secretaria
se olvidó prendido el conmutador. A la mañana siguiente, cuando
al llegar a la oficina se dio cuenta de su descuido y estaba a punto
de cortar, Nora todavía estaba ahí: Dr. Apretusi, ¿es usted? Soy yo,
Nora, ¿hay alguna novedad?
La búsqueda capilar llevó más de diez tensionantes meses

111
N.° 1, año II, julio 13/21

para todos, al punto en que, al Dr. Apretusi se le empezó a caer el


pelo por primera vez en su vida, y no había loción que detuviera el
evidente crecimiento de su frente. Hasta que, un 17 de mayo a las
10:08 de la mañana, Norita recibió LA LLAMADA.
Le contaron que estuvieron a la caza de ese genotipo capilar
tan excéntrico y difícil de hallar. Movieron cielo y tierra africana
con un geo-localizador especial para rastrear folículos pilosos, y
cuando parecía que se agotaban los lugares llegaron a la tribu de
los «Dinka-kú» (la traducción al español sería «Diente de hierro
que alimenta al sol en enero»). Era una pequeña aldea Caníbal al
sur de Kenia donde vivía «Talula», la dueña de la tan ansiada
cabellera iluminada. La joven, de tan solo dieciocho años, había
puesto un aviso en Amazon para vender su enrulado cabello 100%
natural. Haciendo una breve síntesis, y para entender el origen de
sus motas doradas en una piel tan oscura, podemos decir que su
padre, el gran guerrero «Komecoxis», conoció a la madre de la
chica a orillas del río «Mogonga». Marianne era una distinguida
científica holandesa que estaba estudiando el apareamiento de los
monos en primavera, y ese día fotografiaba a dos especies
jugando. Cuando «Komecoxis» la encontró allí agachada sacando
fotos, sintió un deseo feroz imaginando ese cuerpo totalmente
desnudo con papas y arroz. Se acercó lanza en mano, preparado
para embestirla, pero al ver de cerca su hermosa cara de pronto
se le fue el hambre. En su lugar otra fuerte sensación acudió a su

112
Crisopeya

estómago (o más bien un poco más abajo), llevando sus ansias de


carne hacia nuevos y elevados horizontes. No se sabe si Marianne
aceptó de buena gana subirse a esos «horizontes» del guerrero,
pero a los 9 meses Talula llegaba al mundo y fin del misterio.
Se podrán imaginar que cuando Norita escuchó al Dr.
Apretusi hijo relatarle la historia detrás de su nuevo pelo, no podía
más de la emoción, con lo fanática que era de las películas de
aventura y mundos lejanos. Tan única, tan selvática, tan poco
«comunacha» iba a ser su nueva melena. Ya tenía preparada la
explicación de su cambio de look radical. Iba a llegar el lunes a la
oficina vestida con un trajecito de Prada que había encontrado en
el Hot Sale, y ante el primer comentario de asombro se sacaría los
Ray-Ban de carey muy lentamente, y con una sugerente mirada
(previamente trabajada con una máscara de pestañas de Helena
Rubinstein), diría: Es que siempre fui mota dorada. Tan impactante
y única iba a ser la frase. Mota dorada, se repetía sentada en el
inodoro de su casa, lavándose los dientes y mirándose al espejo.
Desde ya que todos empezarían a endiosarla en secreto, porque
así es la envidia, corre por dentro. Tal vez sumaría el dato de su
procedencia africana: Oriunda de Kenia, de la aldea de los
Mogongah. En esta oportunidad sería «Mogongah» con «h» al final
porque así sonaría más lejano aún. Les contaría sobre Marianne y
el gran Komecoxis, pero eso lo dejaría para más adelante en algún
brindis de fin de año de la empresa.

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N.° 1, año II, julio 13/21

Se podrán imaginar también que toda esta historia nunca


sucedió, y que lo que Nora lleva injertado en su trastornada
cabeza es la melena de una chica brasilera que vive en Capital
Federal hace treinta años y es más porteña que el Obelisco.
Dieron con ella porque había puesto en venta su pelo por Mercado
Libre. Necesitaba el dinero para poder mudarse, dado que le
habían subido el alquiler, así que recurrió a sus rulos como
opción de salvataje. Los «profesionales» del centro de
microtrasplante hicieron la transacción de inmediato y el
enjambre brasuco llegó a la oficina con una moto de Pedidos Ya a
los dos días. Al recibirlo, procedieron a su transformación con
métodos altamente tecnológicos:
—13 decoloraciones con agua oxigenada para sacarle el negro
intenso.
—Rizado y anti frizz con productos Pantene.
—7 sesiones consecutivas de tintura con un rubio 5.2 de la carta de
Loreal París.
—8 baños de crema para sacarle el efecto «Paja de establo».

El día que el Dr. Apretusi le comunicó a Nora que ya tenían su


flamante cabellera, la mujer cayó a los quince minutos en el
consultorio, sin turno previo y con una emoción que daba miedo.
El médico pasó a relatarle el paso a paso de cómo dieron con
María, la donante originaria de procedencia brasilera, y cuáles

114
Crisopeya

fueron las modernas herramientas capilares que utilizaron para


aclarar la melena oscura. Se disculpó por no haber podido
encontrar una mota dorada natural, pero aseguró que no existía
tal «especie». No podemos precisar con exactitud en qué parte de
la conversación Norita dejó de escuchar lo que el médico decía, y
empezó a oír la primera historia, mucho menos «comunacha» y
más «digna» de ella. La cuestión es que nada de lo que le
explicaron esa mañana quedó registrado en su mente, yéndose
del consultorio con fecha de implante y más feliz que nunca. De
hecho, lo recuerda como el día más feliz de su vida. Caminando
por la calle estuvo tentada de pasar por un local de tatuajes y
celebrar el evento con un gran «TALULA» sellado a fuego en su
pierna, pero llevaba unas medias deportivas muy «comunachas»,
y, además, tenía que ir al Banco a pedir un nuevo préstamo. Ahora
es cuando llega la parte dura de toda esta gran aventura: el
dinero.
Pobre Nora, y cuando digo «pobre» hablo de pobreza real.
Para pagar su transformación física se quedó sin un peso partido
al medio, teniendo que vender la casa que le habían dejado sus
padres, y aún así con veinte cuotas pendientes para Apretusi
Implant Life. Ahora comparte el alquiler con un señor que
subalquila habitaciones, pero se consuela sabiendo que tiene una
melena única en su especie, y que, además, el departamento es
de los nuevos, con SUM, pileta y vigilancia.

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N.° 1, año II, julio 13/21

El primer lunes después de la operación llegó a la oficina con


sus rizos rubios recién «bañados» (así de humanizados los tenía).
Se puso el trajecito nuevo y sumó una cartera Channel, herencia
de su adinerada prima. Al verla sus compañeros efectivamente la
miraron con asombro, pero lo que sucedió después no encajó con
lo que se suponía que debía pasar. No, el estallido imparable de
risas no debía pasar y menos debía pasar que Jorge, el contador,
se hiciera pis encima de tantas carcajadas. Eso en parte ayudó a
desviar la atención de la cabeza de la humillada Nora, a la que a
partir de ese día llaman «Cotillón», ninguneando vilmente su
historia porque están convencidos de que lleva una peluca
comprada en una casa de fiestas de 15.
Se podrán imaginar, una vez más, que tal vez nada de esta
segunda versión de este relato sea cierto porque así son las
historias, incomprobables.

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Crisopeya

Mind-City
Monopathico
Bolígrafo y lápiz sobre papel
30 x 42 cm.
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N.° 1, año II, julio 13/21

Los muertos no llevan zapatos


Jorge Moreno

Para M.,
por el reencuentro tras el reencuentro.

Personaje
Cloto —de Clotilde—, tanatoesteticista vitalista.

La obra tiene lugar en una funeraria cualquiera ubicada en cualquier


parte.

ACTO ÚNICO

El escenario está oscuro. Tal vez se oye «Espérame en el cielo» en una


versión a cargo de Celia Cruz; tal vez no se oye nada. Poco a poco —
muy poco a poco— la luminosidad va adueñándose del ambiente y
descubre a Cloto, de espaldas, vistiendo una bata blanca. La melodía
—si es que se opta por un espacio sonoro— cede poco a poco —muy
poco a poco. Cloto se gira, mostrando un rostro que cubre la clásica
mascarilla y unos guantes igualmente blancos que, diríase, eleva
hacia lo alto —lo Altísimo.
118
Crisopeya

Cloto. —(Telón. Se libera de la mascarilla y procede a liberarse de los


guantes.) ¡Se acabó lo que se daba! C´est fini! Kaputt! (Parece
contemplar algo o a alguien —o a alguien que ya solo es algo.) Es mi
obra maestra, sin duda. He conseguido lo que pretendía. Sin
despeinarme. Sin despeinarle. He aplicado todos los
conocimientos adquiridos durante mi etapa en la guardería, en el
instituto o en los bajos fondos del barrio con más malotes por
metro cuadrado después de pasar años mozos en la población con
más barrios con más malotes con más metros cuadrados. Tantos
esfuerzos, tantos programas de estudios, tanto empeño por parte
de mis padres para que me alejara de los barrios con malotes… y
lo he conseguido. Ya. Alcanzo la cumbre porque suspiraban aquel
inglés y aquel chino —o de donde fuera el sherpa ese. Yo. La niña
bonita de barrio feo. De barrio… malote. Yo. Quien se mordía las
uñas en la última fila de los últimos mancos mientras un profesor
de Literatura en prácticas trataba de seducirnos hablándonos de
hemistiquios, reinterpretando a Martín-Santos y marcando
paquete —muy malote, él... (Pausa evocadora.) Me he aplicado y he
aplicado todo lo que puede aplicarse en estos casos, en estos
rostros, en estos cuerpos. Mis padres estarían orgullosos —de no
ser porque también me apliqué con ellos en su día [señal
inequívoca de que ya no pueden emitir opinión alguna acerca de
mi desarrollo profesional]. A ellos les debo esta vocación. Sobre
ellos ejecuté mis primeras prácticas.

119
N.° 1, año II, julio 13/21

Lo que voy a decir puede resultarles duro —aunque lo pienso


decir: se desempeñaron perfectamente como conejillos de Indias
—ni un respingo; ni un mal gesto; ni un carraspeo que distrajera
la actividad de mis manos, de estas manos que se van a comer los
ácidos del laboratorio. ¡Chitón! Allí, tiesos, mudos, con la mirada
fija en la raya del horizonte a rayas del cuarto de estar,
aguardaron, pacientes, hasta convertirse en pieza de
coleccionista. Ambos. Ellos fueron los primeros. Ellos fueron los
culpables. Me gustó. Me gustó poner en práctica todo lo que
habían impartido seductores profesores en prácticas. Profesores
de barrio. Profesores… malotes. (Pausa evocadora.) Hice mis
pinitos con roedores seductores, como todo hijo de vecino —de
vecino morboso. Y qué bonitas me habían quedado, las ratitas
presumidas aquellas. ¡Oh, qué bonitas! Una gama cromática… Una
expresión… Recién salidas de las cloacas parecían. Ellas fueron
las primeras. En realidad… fueron ellas. Con ellas aprendí a
distinguir entre la palidez y el exceso colorista; entre la base y el
retoque; entre la repulsión y el placer. ¡Oh, qué bonitas, las
ratitas, presumiditas! Fueron ellas. Mis padres también fueron,
pero no fueron los primeros. Fueron los primeros humanos, pero
no los primeros. Ni tan siquiera los segundos, pues de las ratas
me desplacé a los perros. Un animal fascinante, el perro. El mejor
amigo del hombre, dicen. Un animal fascinante, la perra. La mejor
amiga de la mujer, supongo —pues de ella nada opinan sus hijos

120
Crisopeya

[tantos como tiene, la dichosa perra]. Me estrené con una perra —


las ratas no cuentan pues son incontables, de tantas como hay
[dichosas ratas]. Con una perra me estrené —mi primer novio
tampoco cuenta. Se llamaba Trudy —la perra, no mi primer novio.
No era mía sino de un vecino —morboso— coleccionista de —
incontables— lepidópteros al alfiler. Trudy presentaba un aspecto
horrible cuando llegó a mí, cuando la traje a mí, cuando la rehice.
Antes de devolverla a un agujero en la tierra donde su dueño —el
morboso de las mariposas [un lepidóptero es una mariposa]— la
había condenado, Trudy recuperó prestancia, donosura… y tantas
palabras que nadie emplea. La contemplé, analizando el resultado
final; me dije: «¡Guau!». (Pausa evocadora.) Solo le faltaba ladrar a
la perra hija de ídem. (Pausa.) Trudy fue la segunda —sin contar
las incontables ratas—. (Pausa.) Mi experiencia canina me facultó
para lanzarme al trabajo con seres humanos. Ahí se cruzaron mis
padres, apoyándome en silencio. Ahí certifiqué mi prestancia, mi
donosura… mi pedantería. Supe manejarme con el rostro de los
dos —bien es cierto que nos conocíamos: había confianza y eso
siempre facilita las cosas. Supe reproducir el mejor de sus rictus
—el de mi padre, de asco; el de mi madre, de asqueo. La alegría de
la huerta eran. La alegría de la misma huerta que ahora abonan
consigo mismos. (Suspiro.) Rejuvenecieron. El curioso caso de
«Benjamin Button»… ¡dos! Dorian Gray, un mariquita, en
comparación, chico.

121
N.° 1, año II, julio 13/21

Rejuvenecieron tanto que sus allegados —los míos— preguntaban


edades a diestro y siniestro, directa e indirectamente, con mayor
o menor fortuna: «¿Cuántos años dices que tenían?», «Tu padre
no era mayor que yo, ¿verdad —dime que no, te lo suplico—?»,
«¿Desde qué año nos conocemos?», «De novios, ¿cómo
andamos?»...Y bla, bla, bla. (Pausa evocadora.) Les hice un favor a
los viejos. Si hubierais podido contemplar a mi madre, con esa
sombra de ojos que nunca disfrutó —debido a su alergia a los
cosméticos—; si hubierais visto a mi padre, con esa sombra de
ojos que nunca disfrutó —debido a su homofobia... Qué
cremación. Qué funeral, Dios mío: sacerdote, plegarias y
merienda —lo mejor de nuestras tradiciones junto a lo peor de las
tradiciones americanas [si estamos colonizados, estamos
colonizados]. Pero… qué ardiente ceremonia. Mis productos
químicos facilitaron la combustión. Un San Juan… de muerte, oye.
El muerto al horno, ya se sabe. Y la atmósfera impregnada de un
intenso olor a Margaret Astor o L´Oréal —porque yo lo valgo—,
pernicioso para el medio ambiente, cojonudo para mi modus
vivendi —que es el modus «muertendi» [o como se diga] de los
demás. (Silencio.) La confianza logró que, tras mamá y papá,
llegase la familia del pueblo: un pueblo reseco lleno de tonticos
donde las funerarias brillan por su ausencia, a causa de lo cual
tuve que improvisar en la cuadra —liberando antes a los guarros.

122
Crisopeya

Diseñé catafalcos de paja y allí fui ubicando a tía Maribel y al


primo tontico —ignoro si este se llamaba de alguna otra manera;
siempre lo he conocido como el primo tontico, diferenciándolo
así de los demás: tan listos, tan guapos, tan altos, tan hijos de su
madre—. Tía Maribel —su madre— lucía una sonrisa inflamada
por el carmín; el primo, tan tontico, tan feo, tan bajo… requirió
afeitado previo. Hasta llegué a apenarme de ellos cuando los
arrojé a la acequia: jamás habían salido de casa con tan buena
cara. (Pausa evocadora.) Tras la familia, llegaron los anónimos:
tullidos de chabola, turistas holandeses… tú. Tú. (Silencio.)
Apareciste de improviso. Me sedujeron las cicatrices de ese
mentón que ahora brilla cual culito de niño pasado por Ausonia.
Eras guapo. Sabes que eras guapo, ¿no? Pues, aunque no te lo
creas, aunque sigas sin tomarme en serio… ahora lo eres… ¡más! Y
me lo debes a mí. Porque eras guapo, cachocabrón. Con ese aire
de malote, dispuesto a seducir a las niñas bonitas de barrios feos.
Desde que te descubrí, voluntarioso, buscando a tía Maribel y al
primo tontico, disimulando en el bosque, codo con codo con la
Guardia Civil, poniendo cara de no haber roto un plato —de no
haber maquillado a un muerto— supe que ese mentón iba a ser
mío. De mis pinceles. Supe que eras el siguiente paso en mi
escalón hacia la cumbre. Supe que sabría disimular las cuchilladas
que te propinase. A ti, vecino morboso y mariposón. (Cuchillada en
forma de pausa.) Te dije que era una artista. Te lo dije.

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N.° 1, año II, julio 13/21

No me tomaste en serio. Sigues sin tomarme en serio. Ya no


importa, tontico. Ya no importa, cachocabrón del mentón.
(Silencio.) Habrá nuevos malotes, nuevos tonticos, nuevas tías de
pueblo… Nuevos perros, nuevos hijos de perra, nuevas ratas…
Incluso nuevos padres habrá. Pero ya nada importa pues tú, desde
el último aliento que me dedicaste —en el que pude distinguir mi
nombre [Clotilde] abreviado [Cloto]—, me hiciste eterna. Eterna
como se hacen eternos los grandes: mediante su obra. Eso eres,
malo malote: una obra. Solo faltan los jubilados de turno
opinando sobre si estás bien ejecutado o no. (Pausa.) He
conseguido lo que pretendía. Sin despeinarme. Sin despeinarte.
Grabándolo todo, eso sí. «Influencer» perdida...
(Unas sirenas policiales en lontananza.)
»…Ya lo han visto. Ya te han visto.
(El estruendo de las sirenas se acrecienta.)
»No pongas esa cara, «rigor mortis»...
(Sirenas por doquier.)
»…Que vamos a ser «trending topic».
(Ya llegan.)

OSCURO

124
Crisopeya

Gustavo Jaramillo V.
Cemento gris, alambre de púas oxidado, rosas de tela
Base, 3 x 25 cm.; altura, 14 cm.
125
Página intencionalmente en blanco
Nemo legit,
hic et nunc
N.° 1, año II, julio 13/21

Imaginación en ejemplos de
poesía y de música*
Mario Yepes Londoño

La fundamentación de todas las artes es la capacidad de crear


imágenes por parte del que «escribe» y la interpretación objetiva
y siempre subjetiva por parte de cada «lector». Imágenes visuales,
verbales, sonoras y conflictos. Vamos a hablar de las primeras. Ya
en las artes plásticas y visuales y en los testimonios gráficos de la
vida y del cosmos (o sea, en principio una y la misma cosa si
pensamos por ejemplo en las pinturas rupestres), en las
tradiciones de todas las regiones del planeta, aparece un
problema: ¿son «realistas» o son abstractas? Desde el siglo XX,
sobre todo desde su segunda mitad, esta cuestión se volvió,
supuestamente, obvia: se hablaba de un arte figurativo (y en este
todas las tendencias que, de una u otra manera, se consideraban
herederas o disidentes de algún realismo, a partir de la noción de
que lo pintado, dibujado, grabado o esculpido, pretendía
representar o retratar a personas, fenómenos, objetos o sucesos);

*Una primera versión de este texto fue leída por el profesor Mario Yepes como
ponencia en el Foro de Filosofía STOA, 2018, en El Carmen de Viboral, Antioquia-
Colombia. (Nota de la Revista).

128
Crisopeya

o se hablaba de un «arte abstracto» cuando la pieza (realizada u


observada) no pretendía ese «realismo» o «representación», casi
narración, sino composiciones (ordenadas —incluso geométricas
y medidas— o arbitrarias) de formas, espacios y colores.
Curiosamente, en estas obras «abstractas», en el siglo pasado o en
el nuestro, no es extraño que tengan títulos (o incluso textos
poéticos) que claramente están remitiendo al observador a que
lea esas formas y composiciones con alusión o evocación a
fenómenos, a ideas o sentimientos; incluso a acontecimientos
épicos o históricos (como ya había ocurrido en el arte de la
antigüedad y el de la prehistoria: obeliscos, dólmenes, menhires,
arcos…).
El teatro fue desde siempre y sigue siendo el arte de la imagen
de la acción animada y portadora de lo poético en todos los
lenguajes del actor y de todas las artes. El cine y el video, las
grandes artes de la imagen fotográfica de nuestra
contemporaneidad, documentales o argumentales, son al mismo
tiempo la posibilidad anhelada durante siglos de reproducir las
imágenes en acción y de conservarlas.
El problema, a mi juicio, es que todo el arte es abstracto y
todos los signos de escritura lo son. Son abstractos porque el
«lector» define, o si se quiere, imagina, y lo hace después de
observar, seleccionar, componer en su mente, asociar, evocar,
hasta que fabrica una imagen, para digestión inmediata y para el

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N.° 1, año II, julio 13/21

archivo de la memoria. Esa imaginación, en el proceso de nuestra


«lectura» (como en el proceso de la «escritura») puede ser que ya
no sea solo la fijación de una imagen sino que nuestra mente y
nuestra memoria la conserven con uno, dos o todos los lenguajes
simultáneos, artísticos o no, que la lectura nos asocia y nos evoca.
Ahora quiero detenerme en algunos ejemplos literarios.
Las artes, pues, son el recurso para fijar en la memoria y en el
mundo físico la fugacidad de la vida y del pensamiento. Y como
ocurre en la vida de los seres y de las sociedades, a las artes se
trasladan, se imaginan, todos nuestros conflictos de las ideas, de
la historia y del presente, de los afectos, de la política. Allí se
representan, en uno o en varios lenguajes, según cuáles sean los
sentidos involucrados, las imaginaciones de los fenómenos según
nuestra condición mental. Es importante aquí considerar
entonces cómo la percepción y la evaluación de esa condición
mental para imaginar y crear, ya sea como «escritor» o como
«lector», siempre están sujetas a juicios de valor y a prejuicios, a
la cultura del que imagina, a su saber y sus intereses. Por eso, el
juicio y la valoración de las artes por parte de quienes detentan el
poder (cualquier poder), corresponden a su valoración e
ideología: para ellos, una obra puede ser cuerda y aceptable y
hasta loable, o producto de locura y desadaptación hacia el orden
establecido; es decir, una bienvenida o rechazable imaginación de
las ideas y de la organización social.

130
Crisopeya

La segunda postura es la típica de los regímenes totalitarios. Jean


Cassou (1939) trae a colación cómo en el Renacimiento —
justamente el período en el cual vuelve a surgir con tal intensidad
no solo la observación de la naturaleza, del cosmos y de la
humanidad, sino del espíritu crítico— se dispara la imaginación
de artistas, geógrafos, escritores y filósofos (en esto coincide, sin
decirlo, con Jacob Burkhardt (1860), quien ya lo había señalado,
pese a que el Renacimiento fue un período de extraordinaria
agitación y violencia), mientras algunos poderosos intentan
contener y reprimir la imaginación creadora y aliada de las ideas
progresistas. La razón es que el autócrata y sus esbirros no suelen
distinguir la elaboración poética ni los hallazgos de la ciencia, de
los razonamientos pedestres y las sospechas de su entorno, y en
todos ven la posibilidad de la amenaza a su poder; y no están
interesados en averiguar esa diferencia: no tienen imaginación,
sino certezas e intereses generalmente bastardos. Ni ellos ni sus
sacamicas vuelan con el pensamiento; solo reptan hacia los tronos
y las ideas simples. La imaginación desbordada, la ficción sin
controles, así fuera para escribir novelas o comedias, podían
servir para abrir las mentes y soñar con mundos democráticos
como los que soñaban los erasmistas; o los valdesistas, o los
demás españoles, como los clérigos Mariana y Suárez, o Fray Luis
de León o Bartolomé de las Casas, que ponían en peligro al
imperio y a la fe, sospechosos como eran de reformados.

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N.° 1, año II, julio 13/21

Esta es la razón por la cual el Imperio español del Renacimiento


prohibió la difusión de la literatura de ficción en sus nacientes
colonias.
A este propósito, Cassou cita una hermosa frase de Cervantes,
de su comedia Pedro de Urdemalas (1615): «¡Oh, imaginación!...
¡imaginación, que alcanza las cosas más imposibles!» (Cassou 71).
Una de esas cosas imposibles que se alcanzan por la imaginación
es la Utopía; la que, entre muchas, estaba escribiendo Thomas
More en el mismo tiempo de Cervantes, el mismo siglo de Bruno,
Galileo y Campanella. O Rabelais, a su manera, en la ficción del
Monasterio de Thélème. Esas utopías que digo que desequilibran
a los autócratas. Y cómo olvidar, siglo y medio más tarde, el
Cándido (1759) de Voltaire en plena Ilustración.
Aquel siglo renacentista es el mismo de Lope de Vega, quien
nunca vino a Las Indias, pero dejó desbordar su imaginación con
los relatos de cronistas y marineros en dos obras: El nuevo mundo
descubierto por Cristóbal Colón (1601) y Arauco domado (1625), la
segunda sobre la conquista de Chile. El mismo Lope que dejará en
el Arte nuevo de hacer comedias (1609) el manifiesto de aquello que
la mayoría de sus contemporáneos dramaturgos europeos
compartían: la libertad de estructura de las obras, el abandono de
las normas aristotélicas, la fusión de tragedia y comedia. O la de
Cervantes en El Licenciado Vidriera (1613), esa maravilla del
hombre, uno que además ha viajado y tuvo su universidad,

132
Crisopeya

a quien la locura le hace creer que está fabricado de vidrio y, pese


a las mofas de todos, mantiene su dignidad y un discurso sabio,
para finalmente volver a la cordura.
Este cuento del que ha perdido el seso y tiene mil tropezones
con la dura realidad del mundo y con los sensatos mezquinos, los
«bienpensantes» poderosos que lo miran y oyen
condescendientes, pero burlones, el cuento del tardío caballero
andante o del académico que se ha refugiado en su fantasía
delirante, pero al fin se reconcilia con el terrible sentido común, o
sea que abandona resignado la cueva de las maravillas de la
imaginación, es cosa favorita de Cervantes. Don Quijote y Sancho
Panza, enfrentados, pero convivientes en toda su jornada, tienen
ese mismo conflicto, pero, a diferencia de los poderosos, Sancho
representa al hombre ordinario, al simple recitador de proverbios
y de prudentes razones a ras del suelo, mientras su amo se eleva,
se distrae con su aventura y sus altos propósitos; pero llegado el
momento en que Sancho ha de acompañar a su amo al anca del
caballo Clavileño para así complacer a los duques y a la Trifaldi,
es muy capaz de soltar su imaginación y asegurar que en efecto
cabalgó por las altas regiones del aire y describir las
constelaciones con detalles a su medida y referencias.
La complicidad es imperativa entre los que se entregan a la
ficción y sueltan la imaginación, «la loca de casa», como decía
Teresa de Jesús, contemporánea de Cervantes: Don Quijote, que

133
N.° 1, año II, julio 13/21

que bien lo conoce y ha escuchado con discreción las desmesuras


de la imaginación de su escudero, termina el episodio diciéndole
aparte a este: «Sancho, pues vos queréis que se os crea lo que
habéis visto en el cielo, yo quiero que vos me creáis a mí lo que vi
en la cueva de Montesinos. Y no os digo más.» (Cervantes 865). Los
interlocutores de cualquier obra comparten el mismo asunto,
pese a que el conflicto los enfrente en el punto relativo a tener o
no la misma imaginación, la misma ética y posturas estéticas
distantes. Y claro, también el lector y el escritor, o el dramaturgo
y el actor, el artista plástico y el cineasta, con el público.
Complicidad indispensable frente al medio para que ambos
compartan el mismo mundo, las mismas acciones y los mismos
afectos aun para la confrontación: la misma imaginación, y que
sin embargo se dé la lectura subjetiva porque no hay dos lectores
iguales. A ello nos prestamos voluntarios: creemos que realmente
murió el personaje, que este es maligno y aquel bondadoso, que
un retrato nos representa, que la belleza, lo feo, lo malo y lo
bueno no están engañando a nuestros sentidos; que la
escenografía es el mundo físico real; que la vejez no es maquillaje:
temporalmente aceptamos todo ello para seguir el juego deleitoso
que nos propone el arte. La aceptación del arte nos confronta
siempre con el impulso crítico ante la imagen y la idea.
Aquel punto de las fabricaciones de la locura, ya no de un
bueno como Don Quijote, sino de malvados y bellacos, tiene pocos

134
Crisopeya

ejemplos tan terribles como los de Shakespeare, sin salirnos del


Renacimiento. Lo que a esos personajes desquicia y revienta su
imaginación es la tormenta del crimen y la culpa en su cerebro
(Dostoievski sería uno de sus émulos). Entre los creados por el
inglés hay uno magnífico: Macbeth. Y el ejemplo de excelente
creación dramática es esa escena cumbre del banquete, cuando el
tirano ha de vérselas con su monstruosa imaginación del
fantasma de Banquo ensangrentado que ocupa un lugar en la
mesa y Macbeth se desmaya de terror y debe ser retirado a su
aposento. Detalle excelente de Shakespeare: Lady Macbeth, que,
como se sabe, es la iniciadora de la carrera criminal para alcanzar
el poder, es quien conserva la calma frente a la locura del marido,
y por ahora no tendrá remordimientos; su imaginación es bien
pragmática: ahora se trata es de conservar la corona. Le aguarda
una muerte de depresión terrible, pero Shakespeare, aún en ese
último momento, la mostrará en un delirio simple y repetitivo: la
obsesión por lavarse la sangre que cree tener en sus manos.
También es el siglo de Rabelais: aquellos que estudian la
historia del arte como una serie de «compartimientos estancos»
(en la expresión de Ortega y Gasset) sitúan el surgimiento de la
literatura y el teatro del absurdo en la segunda posguerra
mundial del siglo XX. Pero bien mirado, para mí el absurdo de
alguna manera le pertenece a todo el arte y, fuera apuntes
atrevidos, en Occidente comienza en Grecia por lo menos con el

135
N.° 1, año II, julio 13/21

fabulista Esopo, del siglo VII a. C., y su colega Babrio (y se


prolonga en todos los subsiguientes de la misma especie
maravillosa), y por otra parte, en la comedia, con Aristófanes; le
seguiría Plauto en Roma. Esto por lo limitado que conocemos,
pero no olvidemos (perdón, Gonzalo Soto que me meta en tus
terrenos eruditos) a los borrachos poetas goliardos y a cierta
épica y leyendas medievales. Para llegar al anunciado François
Rabelais, quien como todos sus contemporáneos tiene un pie en
la Edad Media y el otro en el Renacimiento. Toda su obra
magnífica Gargantúa y Pantagruel (1534) es la imaginación
disparatada, el relato gigantesco (no podía ser de otra manera en
tratándose de gigantes descomunales aun como gigantes) guisado
por un médico (egresado nada menos que de Montpellier) y un
académico que revela un riguroso conocimiento de la tradición
clásica, que mira con absoluto desenfado erasmista, burla,
blasfemia y escatología toda esa humanidad y academia de su
época. Donde usted abra el libro, allí se queda perplejo,
boquiabierto y desternillado. Aquí la imaginación no es solo
argumental, no es solo la ficción desatada: es la subversión del
lenguaje, la arbitrariedad para mezclar la retórica con la lengua
vulgar y la invención sin límites. Bastaría ver el relato del
nacimiento de Gargantúa en el capítulo VI; o las aventuras del
Hermano Jean; o las guerras de Gargantúa, por ejemplo.

136
Crisopeya

La literatura es el reino infinito de la imaginación. Pero esto


no quiere decir que siempre esta imaginación signifique ficción,
porque en la literatura hay numerosos ejemplos de escritura que
se complace precisamente en el relato informativo, objetivo,
incluso documental e historiográfico, cuando el autor toma ese
camino justamente para encender la imaginación del lector y al
mismo tiempo ponerle límites. Georges Duby, el notable y
riguroso historiador que llega a decir a Guy Lardreau que en la
investigación de la historia es importante «incluso la huella de un
sueño», a este mismo, cuando le pregunta sobre las relaciones de
la historia con la literatura, le contesta «al fin y al cabo lo que
escribimos es literatura». Julio César, en sus Comentarios a la
guerra de las Galias, aún considerando las glosas que los
especialistas le han hecho a ciertas precisiones suyas, lo que
entrega en ese informe al Senado romano y a sus conciudadanos
es, al lado del relato de su conquista militar, un minucioso estudio
de la geografía de las Galias con los nombres de las regiones, las
tribus que la habitan, las lenguas, las estrategias militares, la
conducta de sus propios hombres. Igual podría decirse de otros
historiadores de la antigüedad como Tucídides, Tito Livio,
Plutarco o Tácito, de todos los cuales hay que agregar sus apuntes
sobre la psicología de los personajes, la imagen de su retrato
moral.

137
N.° 1, año II, julio 13/21

En todos esos y otros miles de casos, lo que busca quien escribe el


relato «objetivo», «veraz», es llenar de imágenes la cabeza del
lector, ya sea el descifrador o el oyente. Informa: da forma.
En Colombia tenemos buenos ejemplos en La Vorágine (1924)
y en María (1867), en las cuales en una parte notable del texto,
aparte de la historia de los personajes, hay un deliberado
propósito de ilustrar a los lectores en el conocimiento (y en el
caso de La Vorágine, la denuncia) de hechos, historia, costumbres,
geografía y cultura de las distintas regiones, en momentos en los
cuales esos puntos objetivos cargaban la imaginación de lectores
de un país incomunicado y en buena parte ignorante de sí mismo.
Es obvio que estoy señalando un fenómeno universal en una
buena porción de la literatura de todos los tiempos. Igual ocurre
con literatura de ficción que terminó por ser de ciencia ficción
como la de Julio Verne y sus audacias respecto del futuro de la
tecnología, de la geografía, del conocimiento, en fin.
En aquel universo de la Antigüedad, el mito era, entre muchas
cosas, la explicación del mundo viviente, del cosmos apenas
intuido y, por algunos, incansablemente observado (los
«Sonámbulos» como llama Arthur Koestler a los astrónomos
anteriores a la modernidad); la explicación de los orígenes de la
humanidad y de todos los fenómenos naturales y el papel de los
dioses en todo ello. El mito era también la historia antes de la
historia e ingresaba de manera natural en la épica de Occidente y

138
Crisopeya

de Oriente y sustentaba la lírica que refería al amor y la


naturaleza. Fenómenos similares verían los lectores de la
modernidad en la medida lenta en que fueron apareciendo
transcripciones de mitos de creación y de literatura aborigen de
América, desde Alaska y Canadá hasta la Patagonia, del Pacífico
Sur y de Oceanía, por la labor de antropólogos, filólogos,
historiadores y sociólogos. El mito era la mezcla perfecta, no
cuestionada en Grecia hasta el siglo VI a.C., entre el conocimiento
objetivo y la imaginación sin fronteras diferentes de la diversidad
de versiones según la región y la época. Veamos un ejemplo de un
relato en verso escrito en Grecia en el siglo I de nuestra era, por
el astrónomo y poeta Arato; un pequeño ejemplo de su obra
Fenómenos, donde está empezando su descripción de las
constelaciones por él observadas:
Tú, a los pies del Auriga, a un extendido Toro encornado
busca con diligencia. Sus signos yacen muy evidentes:
de tal modo la testa se le distingue, nadie, por otro
signo deducirá del buey la cara: ¡cómo, las mismas
estrellas, que por ambos lados girando van, la modelan!
De éstas el nombre mucho suele decirse: no simplemente
no son desconocidas las Hyades. Sobre toda la frente
del Toro están tendidas; tanto la punta del cuerno izquierdo,
así como al derecho pie del Auriga, que es adyacente,
los ocupa una estrella, forjados juntos ellos se mueven;
no obstante, siempre, el Toro más adelante va que el Auriga

139
N.° 1, año II, julio 13/21

no obstante, siempre, el Toro más adelante va que el Auriga


al bajar al Poniente, pese a que sale cual compañero.
Ni la infausta familia de aquel Cefeo, hijo de Jasio,
quedará simplemente sin ser nombrada; no, mas de aquellos
el nombre llegó al cielo, ya que parientes eran de Zeus.
Detrás de aquella Osa de Cinosura situado el mismo
Cefeo, semeja a alguien que las dos manos tiene tendidas.
Se extiende igual distancia desde la punta del rabo a sendos
pies de Cefeo, es como la que se tiende de pie a pie.
(Arato vv. 167-185).
Mucho antes de Arato ya Pitágoras había establecido que
entre las constelaciones se producía «la música de las esferas».
Esta noción habría de durar muchos siglos; en la imaginación de
Shakespeare ocurre lo que cita Arthur Koestler de El Mercader de
Venecia (1600); dice Koestler:
Según la tradición, solo el maestro tenía el don de oír
verdaderamente la música de las esferas. A los mortales les
faltaba ese don, ya porque desde el momento mismo del
nacimiento estaban constante aunque inconscientemente
bañados en el susurro celestial, ya porque —como Lorenzo
explica a Jessica— están groseramente constituídos...
(Koestler 32).

140
Crisopeya

Y después trae la cita, en inglés y español, del acto V, escena


I, del Mercader:
... soft stillness and the night
Become the touches of sweet harmony.
... Look how the floor of heaven
Is thick inlaid with patines of bright gold:
There’s not the smallest orb which thou behold’st
But in his motion like an angel sings...
Such harmony is in immortal souls;
But whilst this muddy vesture of decay
Doth grossly close it in, we cannot hear it.

(... la suave quietud y la noche convienen a los acentos de la


dulce armonía... Mira cómo la bóveda del firmamento está
tachonada de innumerables patenas de oro resplandeciente. No
hay uno solo de esos globos que contemplas, ni el más pequeño,
que con sus movimientos no produzca una angelical melodía...
Las almas inmortales tienen en ellas una música así, pero hasta
que caiga esta envoltura de barro que las aprisiona
groseramente entre sus muros, no podremos escucharla).
(Koestler 32).
El sentido del oído remite a imágenes en la mente, de lo
conocido, lo intuido y lo olvidado. La música de las esferas no
existe, pero es una promesa que puede llegar a escucharse aun
antes del momento sugerido por Shakespeare, porque la
imaginación puede anticiparla con el estímulo del anhelo por

141
N.° 1, año II, julio 13/21

escapar de la vulgaridad de lo inmediato. Y un buen realizador en


la música o en el cine puede proponernos la suya propia y
encontrarnos en su deleite.
Entre los innumerables escritores, especialmente los poetas
de todos los géneros que encienden nuestra imaginación, tengo
especial aprecio por los iberoamericanos y aún más por los
colombianos; tenía proyectado traer algunos poemas y algunas
músicas de aquí y de allá. Pero me he extendido más allá de lo
permitido y tengo que volver a encerrar a la loca de casa, la de
ustedes y la mía.

Referencias

Arato. Fenómenos. Intro., trad. y notas de Pedro C. Tapia Zúñiga.


México: Editorial Universidad Nacional Autónoma de México, 2000.
Impreso.
Cassou, Jean. Cervantes. Un hombre y una época. Trad. de F. Pina.
México: Ediciones Quetzal, 1939. Impreso.
Cervantes, Miguel de. Don Quijote de la Mancha. Ed. Conmemorativa. IV
centenario Cervantes. Madrid: Alfaguara, 2015. Impreso.
Koestler, Arthur. Sonámbulos. Historia de la cambiante cosmovisión del
hombre. Trad. de Alberto Luis Bixio. México: Consejo Nacional de
Ciencia y Tecnología, 1981.

142
Crisopeya

¿Por qué escribo sobre cine?


Magín García Restrepo

La pregunta acerca de la razón por la cual he publicado pequeños


textos sobre películas en internet me ha inquietado desde que
comencé a hacerlo hace ya varios meses, sobre todo porque, en
últimas, se refiere a mi relación con el cine, y cuáles son mis ideas
sobre el medio y su porvenir.
Ante todo, quede claro, no es por fingir que sé de algo de lo
que apenas si entiendo nada. Mucho menos porque crea que
alguien está esperando saber lo que yo pienso. Ambas actitudes
serían demasiado delirantes. La razón verdadera se me oculta, y
quizás solo un observador externo podría decidir con certeza,
pero, según toda evidencia, no hay muchos investigadores
interesados en tan decisivo problema, así que, de manera
provisional, he pensado por mi cuenta en una causa más bien
rebuscada. La cosa es que he llegado a la conclusión de que ya no
me gusta ver películas, o para ser más exactos, que ya no me
ilusiona el cine. Sin embargo, también es verdad que no puedo
renunciar a algo que fue importante para mí durante mucho
tiempo. De ahí que el obligarme a escribir sobre cine sea una
forma de mantener viva una pasión ya muerta, o muy debilitada.

143
N.° 1, año II, julio 13/21

Si no existieran las redes sociales tendría que confinar tales


desvaríos al discreto anonimato de un diario personal, pero
internet permite, y hasta obliga, a hacer público lo privado sin
que sea considerado una indecencia o una impertinencia.
Claro que la pregunta acerca de mi desinterés o desamor por
el cine no se resuelve todavía. No es seguro ni siquiera que sea
únicamente algo personal, pues pudiera ser un asunto general, es
decir, que en nuestra época el cine haya perdido importancia
como arte, que ya no esperemos de él nada significativo. Sería
como el templo de un dios en quien ya nadie cree. Los expertos
comentan la importancia arquitectónica, histórica o cultural del
augusto edificio, y una multitud se toma selfis y compra suvenires
mientras pasea su perezosa e irreverente mirada por los
mármoles. Lo que nadie hace es adorar al dios. Si alguien llegara a
hacer ofrendas a la deidad y a cantar himnos, lo tomarían por un
loco o por un farsante, y tendrían razón, pues la antigua fe común
no existe ni como recuerdo. No sé si el dios del cine esté muerto,
pero sus adoradores sí que lo abandonaron. Creo que vive aún,
pero no me parece que pueda esperar nada de él. Aunque todo
puede solo ser asunto mío, que sufro un ataque de incredulidad,
quién sabe por qué oscuro motivo.

144
Crisopeya

Como sea, y esto es grave, la frialdad y el desinterés no se


refieren solo a las películas actuales. El cine del pasado también
languidece por esta pérdida de esperanza en el porvenir del
medio. La historia del cine se convierte en una exhibición de
momias. La visión de las viejas películas se transforma en una
experiencia arqueológica, distante. No se puede tener una
relación con ellas, solo se las puede estudiar. Es reemplazar una
noche de bodas por una necropsia.

145
N.° 1, año II, julio 13/21

AMALGAMA

Comentario (antieditorial)

C'EST PATHÉTIQUE CRISOPEYA¹.

Anónimo.

1. «Crisopeya es patética.» (Trad. de la Revista).

146
Crisopeya

Comunicado sobre el Año II

Hoy, con la publicación de este nuevo número, damos inicio al


segundo año editorial de la revista Crisopeya. Este nuevo año lo
inauguramos con una pequeña muestra de otra esencia de
Crisopeya: la traducción. Creemos en la circulación de las ideas,
las letras, el arte, y el conocimiento, sin barreras; por ello, a
través de la traducción, queremos expandir el horizonte de
interacción cultural y placer estético que pueda ofrecerles esta
revista.
A partir de este número encontrarán más contenido
publicado no solo en español sino también en francés, en inglés, y
en otras lenguas que, poco a poco, irán llegando a la Revista.
No solo encontrarán contenido traducido sino también
original en lenguas extranjeras, acompañado, por supuesto, de su
traducción al español.
Más cambios vendrán, claro, porque todo siempre se está
moviendo y cambiando. Todo se transforma. Y, como recordarán
desde hace un año, Crisopeya es transformación.
Gracias por habernos acompañado este primer año,
acompáñennos en este segundo también.

Universalmente,
Revista Crisopeya.

147
N.° 1, año II, julio 13/21

Announcement on Year II

Today, with the publication of this new issue, we begin the


second editorial year of the magazine Crisopeya. We inaugurate
this new year with a small sample of another essence of
Crisopeya: translation. We believe in the circulation of ideas,
letters, art and knowledge, without barriers; thus, through
translations, we want to expand the horizon of cultural
interaction and the aesthetic pleasure that this magazine may
offer you.
From this issue onwards you will find more content published
not only in spanish but also in french, english, and other
languages that, slowly, will arrive to the Magazine.
You will find not only translated content but also original
content in foreign languages, accompanied, obviously, by its
translation to spanish.
More changes will come, because everything is always in
motion. Everything transforms. And, as you may remember,
Crisopeya is transformation.
Thank you for joining us in this first year, rejoin us in this
second one as well.

Universally,
Magazine Crisopeya.

148
Crisopeya

Annonce sur l'Année II

Aujourd'hui, avec la publication de ce nouveau numéro, nous


commençons la deuxième année éditoriale du magazine
Crisopeya. Nous inaugurons cette nouvelle année avec une petite
partie d'une autre essence de Crisopeya : la traduction. Nous
croyons à la circulation des idées, des lettres, de l'art, et de la
connaissance, sans aucune barrière ; donc, à travers la traduction,
nous voulons agrandir l'horizon d'interaction culturelle et du
plaisir esthétique que ce magazine peut vous offrir.
A partir de ce numéro, vous trouverez plus de contenus
publiés non seulement en espagnol mais aussi en français, anglais
et en autres langues qui, petit à petit, atteindront le Magazine.
Vous y trouverez non seulement des contenus traduits mais
aussi des originaux écrits en langues étrangères, accompagnés,
bien sûr, de sa traduction en espagnol.
D’autres changements viendront, sans aucun doute, car tout
est toujours en mouvement et en changement. Tout se
transforme. Et, comme vous vous souviendrez pendant un an,
Crisopeya est une transformation.
Nous vous remercions de nous avoir rejoints cette première
année ; rejoignez-nous aussi cette seconde.

Universellement,
Magazine Crisopeya.

149
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más de la Revista y su quehacer cultural. Así como
para saber detalles de este primer número.

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