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Un cuadrado de cielo se ve desde la cama.

Sólo se oye el apagado tic tac


de un reloj y la agitada respiración de la mujer. Ella se despierta.
Enciende un cigarrillo y va hacia la ventana. Su silueta se recorta sobre el
fondo azul de la noche. El humo que sale de su boca dibuja irrealidades
en el aire. En algún lugar de la penumbra, un bolso, una maleta y un
abrigo esperan la mano que los llevará a otra parte. La luna entra en el
cuadro y ahora la mujer parece recostada contra la plata de la luna. El
joven pintor recoge sus piernas y las sábanas se arrugan en un calor
apestoso. Todavía no despierta. Las líneas de su frente se subrayan con
los gestos bruscos de su dormir incómodo. Su postura hace pensar en un
animal resentido que vive con el culo apretado por las dolorosas trampas
de la vida. Se retuerce sobre su peso, entreabre los ojos y confirma que
ella sigue ahí apoyada en la luna. Ella recuerda la serie de insensatos
momentos vividos con ese joven pintor en esa precaria casa. Recuesta su
cabeza sobre el marco de madera. La luna ha escapado de la escena.
Ahora hay solo una silueta negra sobre un fondo azul. Una voz corrompe
el espacio y atraviesa la oscuridad hasta llegar a la ventana. -Dejame. La
mujer traga saliva y todavía no sabe si podrá desatar el nudo de su
garganta o si seguirá muda. El muerde el aire. Temblando articula otra
vez la frase: Dejame. Se incorpora en la cama. Corta una barra de hachís.
Aparta un poco de tabaco. Lo mezcla en un papelillo y tira todo al suelo
por sus manos nerviosas. Lo invade carrasposamente una tristeza. Repite
Dejame. Y ahora resultó aún más torpe su figura de animal inexperto. La
mujer se separa del cuadrado azul. El joven descubre su mirada
desconcertada y comienza a acercarse. La mujer se comprime contra una
pared en la penumbra. El joven se acerca y la enfrenta. La mujer no lo
mira, se aprieta contra su lugar y no puede partir. El joven la acecha,
tiembla y dice Déjame.

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