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Misa negra
La religión apocalíptica
y la muerte de la utopía
y® PAIDÓS
III Barcelona •Buenos Aires • México
Título original: Black Mass, de John Gray
Originalmente publicado en inglés por Allen Lane an imprint of Penguin Books, en 2007
Traducción de Albino Santos Mosquera
Cubierta de Jaime Fernández
Quedan rigurosamente prohibidas, sin la autorización escrita de los titulares del c o p y r ig h t, bajo
las sanciones establecidas en las leyes, la reproducción total o parcial de esta obra po r cualquier
medio o procedimiento, comprendidos la reprografía y el tratamiento informático, y la
distribución de ejemplares de ella mediante alquiler o préstamo públicos.
Agradecimientos............................................................................... 11
N o ta s.................................................................................................. 283
Indice analítico y de nom bres....................................................... 307
AGRADECIMIENTOS
Son muchas las personas que me han ayudado a escribir este li
bro. Norman Cohn me otorgó el inmenso beneficio de su conversa
ción y sin ella yo no habría podido desarrollar la interpretación de la
política y la religión modernas que aquí se presentan. También se
han introducido en el libro, de formas diversas, otras conversacio
nes mantenidas con Bryan Appleyard, Robert Colls, Michael Lind,
Adam Phillips y Paul Schütze. Simón Winder, mi editor en Pen-
guin, me ha proporcionado sugerencias y ánimos inestimables en
todas y cada una de las fases de desarrollo del libro. Tracy Bohan
(de la Wylie Agency UK) en Londres y Eric Chinski (de Farrar,
Straus and Giroux) en Nueva York, así como Nick Garrison (ante
riormente en Doubleday Cañada y, actualmente, director de comu
nicaciones de la empresa medioambiental Zero Footprint), han sido
de gran ayuda con sus comentarios. Estoy sumamente agradecido a
David Rieff por sus penetrantes reflexiones ante uno de los borra
dores finales. En cualquier caso, yo asumo toda la responsabilidad
de la presente obra.
Mi mayor deuda es con Mieko, que hizo posible este libro.
J ohn G ray
Capítulo 1
LA MUERTE DE LA UTOPÍA
La p o l ít ic a a p o c a l íp t ic a
ra eterna, Agustín sugirió que el fin de los tiempos debe ser enten
dido en términos espirituales: no como un suceso que tendrá lugar
en algún momento futuro, sino como una transformación interior
que puede producirse en cualquier instante. Al mismo tiempo,
Agustín introdujo en el cristianismo una distinción categórica entre
la ciudad del hombre y la ciudad de Dios: como la vida humana
está marcada por el pecado original, ambas ciudades jamás podrán
ser la misma. El mal ha hecho mella en todos los corazones huma
nos desde la «caída del hombre» y, en este mundo, no es posible
derrotarlo. Esta doctrina infundió en el cristianismo una inclina
ción antiutópica que nunca ha llegado a perder del todo: a los cris
tianos se los liberaba así del desencanto que invade a todos aque
llos que esperan un cambio fundamental en los asuntos humanos.
Creer que el mal puede ser destruido —una creencia que inspiró a
los milenaristas medievales y resurgió en la administración Bush—
es, por describirlo en términos agustinianos, muy poco ortodoxo.
Pero esa fe era un rasgo elemental del culto apocalíptico que pro
fesaban los discípulos de Jesús. Los brotes de quiliasmo que se han
venido reproduciendo a lo largo de la historia occidental son re
gresiones heréticas a los orígenes cristianos.
Al despojar de literalidad la esperanza de la llegada del Fin,
Agustín preservó la escatología reduciendo sus riesgos. El reino de
Dios existía, sí, pero en un dominio intemporal, y la transforma
ción interior que simbolizaba podía realizarse en cualquier mo
mento de la historia. En el Concilio de Efeso del año 431, la Iglesia
condenó el milenarismo y adoptó este enfoque agustiniano, pero
eso no frenó la erupción de movimientos quiliastas que evocaban
las creencias que inspiraron a Jesús. Tampoco puso fin aquel con
cilio a la influencia del quiliasmo dentro de la propia Iglesia. En el
siglo x i i , Joaquín de Fiore (1132-1202) invirtió el sentido de la teo
logía agustiniana. Convencido de haber deducido un significado
esotérico a partir de las Escrituras, Joaquín —un abad cisterciense
que había viajado hasta Tierra Santa, donde había experimentado
una especie de iluminación espiritual— transformó la doctrina
cristiana de la Trinidad en una filosofía de la historia en la que la
Tiumanidad pasaría por tres estadios distintos. Desde la Era del Pa
dre, y pasando antes por la Era del Hijo, llegaría a alcanzar la Era
La muerte de la utopía 23
El n a c im ie n t o d e l a u t o p ía
ristas, que creen que Jesús iniciará el Milenio, los puritanos creían
que Jesús vendría para reinar sobre el mundo después de la llegada
del Milenio (un Milenio generado tanto por el esfuerzo humano
como por la voluntad divina). En cualquier caso, ambas perspecti
vas son versiones de la fe milenarista.
La idea de que el mundo debe de estar próximo a su fin y la
convicción de que éste se dirige hacia una situación mejor parecen
antitéticas: a fin de cuentas, ¿de qué sirve luchar para mejorarlo si
pronto va a quedar destruido? Y, sin embargo, ambas creencias re
velan un enfoque de la historia que apenas existe fuera de las cul
turas influidas por el monoteísmo occidental. En el Libro del Apo
calipsis, es posible ver la historia como un movimiento progresivo
porque se creía que ésta tenía un punto final en el que el mal sería
vencido, y lo mismo sucede en teorías como el marxismo. Por otra
parte, cuando se examinan más a fondo, aquellas teorías del pro
greso que dicen rechazar toda creencia en un estado final de per
fección conservan la idea de que la historia es una lucha entre las
fuerzas del bien y las del mal. Tanto un enfoque como el otro dan
por sentado que la salvación humana se va consiguiendo a lo largo
de la historia: un mito cristiano sin el que las religiones políticas de
la era moderna no habrían podido existir.
La fe milenarista era parte fundamental de la Reforma, mo
mento en el que empezó a adoptar formas más próximas a las que
encontramos en los movimientos revolucionarios modernos. Pese a
la oposición de Juan Calvino y de Martín Lutero, quienes encabe
zaron la rebelión contra la autoridad de la Iglesia católica, la creen
cia en un inminente fin de los tiempos estaba muy extendida entre
las sectas disidentes más radicales. Cientos de miles de peones agrí
colas y urbanos se dedicaron al pillaje de monasterios, al tiempo
que exigían cambios a gran escala en la sociedad. En aquella lucha,
recibieron el apoyo de teólogos proféticos como Thomas Müntzer,
un pastor protestante que creía que todas aquellas demandas se ve
rían satisfechas en el inminente nuevo mundo. Al final, la Revuelta
de los Campesinos que él mismo encabezó fue aplastada, y Münt
zer y otras cien mil personas murieron en el intento.
Fue en la Inglaterra del siglo xvn donde las corrientes milena
ristas de la época tardomedieval empezaron a transmutarse en mo
40 Misa negra
El c o m u n is m o s o v ié t ic o : u n a r e v o l u c ió n m il e n a r is t a m o d e r n a
rror se ha venido utilizando de ese modo cada vez que una dicta
dura revolucionaria se ha propuesto alcanzar una serie de objetivos
utópicos. Los bolcheviques pretendían conseguir que un proyecto
ilustrado que había fracasado en Francia tuviera éxito en Rusia. Su
convencimiento de que Rusia tenía que reconvertirse conforme a
La Ilustración y el terror en el siglo xx 69
apenas debía nada a ningún modelo occidental. Ante los cada vez
más graves problemas ecológicos de China y la desarticulación so
cial que han acompañado a la eliminación progresiva del llamado
«cuenco de arroz de hierro» (modelo que garantizaba un empleo
vitalicio y servicios sociales básicos para la mayor parte de la po
blación), el resultado final de dicha senda sigue siendo incierto,
pero lo que sí está claro es que los tiempos durante los que China
se esforzó por poner en práctica una ideología occidental son ya
cosa del pasado.
Allí donde ha accedido al poder, el comunismo ha supuesto
una ruptura radical con el pasado. El período final del zarismo te
nía mucho más en común con la Prusia del fin de siècle que con el
sistema soviético.30 El período final del zarismo tuvo puntos oscu
ros —fue un momento en el que proliferaron los pogromos, por
ejemplo— , pero, contemplado en conjunto, resistiría muy bien la
comparación con muchos países del mundo actual y fue sensible
mente menos represivo que el régimen soviético. En su uso del te
rror como instrumento de ingeniería social, los bolcheviques eran
continuadores conscientes de la tradición jacobina. Y si los jacobi
nos habían liquidado los vestigios del Antiguo Régimen, se hacía
igualmente necesario eliminar los residuos de reacción que todavía
podían encontrarse en todos los sectores de la sociedad rusa. En
palabras de Nekrich y Heller. «Lenin estaba obsesionado con dos
precedentes históricos: en primer lugar, el de los jacobinos, que
fueron derrotados porque no guillotinaron a suficientes personas,
y en segundo lugar, el de la Comuna de París, que fue derrotada
porque sus líderes no fusilaron a suficientes personas».31
La seguridad de la revolución exigía medidas activas contra los
vestigios humanos del pasado. Uno de los primeros actos del régi
men, anunciado en enero de 1918, fue la creación de una nueva ca
tegoría de «personas privadas de garantías» a las que aquél podía
negar toda clase de derechos, incluido el derecho a la comida.
Unos cinco millones de personas fueron incluidas en dicha catego
ría y sometidas a un sistema de racionamiento basado en la clase so
cial creado en el transcurso de ese mismo año. Ese fue el contexto
(con categorías enteras de personas privadas de sus derechos) en el
que se produjo el Gran Terror. Como bien ha señalado Kolakows-
La Ilustración y el terror en el siglo xx 77
El n a z ism o y l a Il u st r a c ió n
Al ver que Hitler les ofrecía una oportunidad única de llevar sus
ideas a la práctica, los más destacados higienistas raciales empeza
ron a ajustar sus doctrinas a las de los nazis en aquellos ámbitos en
los que no habían concordado hasta entonces. Una considerable
mayoría de ellos había mantenido lazos estrechos con las ideas y
las organizaciones políticas de la izquierda, por lo que no pudieron
ingresar en la Sociedad de Higiene Racial. [...] Aun así, en una car
ta personal enviada a Hitler en abril de 1933, Alfred Ploetz, autén
tico espíritu impulsor del movimiento eugenésico de los últimos
cuarenta años, le explicó que, habiendo superado ya los setenta
años de edad, era demasiado viejo para adquirir un papel destaca
do en la aplicación práctica de los principios de la higiene racial en
el nuevo Reich, pero que, de todos modos, daba su apoyo a las po
líticas del canciller del Reich.52
ción tan sistemáticamente intensa. Daba igual que fuesen poetas yi-
dis, médicos, profesores universitarios, maestros jasídicos, científi
cos, artistas, comerciantes, tenderos, hombres, mujeres o niños: los
judíos fueron amenazados y estigmatizados; fueron expulsados de
la vida civil y desposeídos de todas sus propiedades; fueron mal
tratados y asesinados en actos violentos inspirados por el Estado;
fueron recluidos en campos de concentración y, finalmente, con
denados a una suerte que no ha corrido ningún otro grupo de la
humanidad.
Si alguna comparación histórica puede establecerse, es con la
atribución de poderes demoníacos a los judíos en la Europa me
dieval. Como bien ha explicado Norman Cohn, «el ansia de exter
minación de los judíos surgió de una superstición casi demonológi-
ca».55 La creencia en los poderes diabólicos de los judíos fue un
rasgo destacado de los movimientos milenaristas de masas de la
Baja Edad Media. Los judíos aparecían retratados en algunas pin
turas como demonios con cuernos de cabra y la propia Iglesia tra
tó de obligarlos a llevar unos cuernos que adornasen sus sombre
ros. Satán era caracterizado con rasgos considerados típicamente
judíos y era descrito a menudo como «el padre de los judíos». Se
creía que las sinagogas eran lugares en los que se rendía culto al de
monio, transfigurado en gato o sapo. Los judíos eran considerados
unos agentes del diablo que tenían por objetivo la destrucción de la
cristiandad e, incluso, del mundo en su conjunto. Varios docu
mentos, como los Protocolos de los sabios de Sión (que, pese a ser
una falsificación surgida probablemente de la sección exterior del
servicio secreto zarista, tuvieron una extraordinaria influencia), re
produjeron posteriormente esas fantasías y las transformaron en un
relato paranoico sobre una supuesta conspiración judía de alcance
mundial.
La singularidad del intento nazi de aniquilación de los judíos
no viene únicamente dada por la escala del crimen, sino también
por el carácter extremo de la meta. Los judíos eran considerados la
encarnación del mal y su exterminio era visto como un medio para
alcanzar el fin de la salvación del mundo. El antisemitismo nazi
consistía en una fusión entre una ideología racista moderna y una
tradición demonológica cristiana. El mito escatológico y la perver
La Ilustración y el terror en el siglo xx 93
El t e r r o r is m o y l a t r a d ic ió n o c c id e n t a l
parten una percepción de la historia que los distingue del resto del
mundo, Ambas son confesiones militantes empeñadas en convertir
a toda la humanidad. También ha habido otras religiones implica
das en la violencia del siglo xx (el culto estatal del sintoísmo en J a
pón durante el período militarista de aquel país y el nacionalismo
hindú en la India contemporánea son dos ejemplos). Pero sólo el
cristianismo y el islam han engendrado movimientos entregados al
uso sistemático de la fuerza para la consecución de metas universa
les. Por otra parte, cuando se dice que el islam es externo a «O cci
dente» se pasan por alto las contribuciones positivas de aquél. Fue
ron culturas islámicas las que preservaron el legado de Aristóteles
y desarrollaron buena parte de las matemáticas y de la ciencia que
Europa utilizaría posteriormente. En los reinos medievales de la
España musulmana, los gobernantes islámicos dieron cobijo a cris
tianos y judíos perseguidos en un momento en que Europa estaba
sumida en el conflicto religioso. No se pueden borrar esos logros
islámicos del canon occidental sin faltar a la verdad histórica.
La creencia de que el islam se desarrolló fuera de la civilización
occidental (o, incluso, contra ésta) es la gran inductora de la im
presión errónea de que los movimientos islamistas están dirigidos
contra «Occidente». En realidad el principal objetivo de la yihad
islamista es el derrocamiento de los que consideran gobiernos in
fieles de los países islámicos. La meta de Qutb era derribar a Nas-
ser, y Osama bin Laden ha tenido siempre como fin principal la
destrucción de la casa de Saud. Los movimientos islamistas buscan
la liquidación de regímenes laicistas como la Siria y el Irak baazis-
tas (aunque, en este último caso, la invasión encabezada por Esta
dos Unidos ya se encargó por ellos de la labor destructora). Hamás,
organización islamista suní que actúa en Palestina, empezó atacan
do a Al Fatah y a la OLP, de orientación laica. Como Estados Uni
dos ha intervenido en esos conflictos, los movimientos islamistas se
han visto arrastrados a ampliar su frente de lucha entrando en con
flicto con los gobiernos occidentales, pero no siempre había sido
así. Durante toda la Guerra Fría, los gobiernos occidentales vieron
en los movimientos islamistas unos instrumentos útiles para su lu
cha contra el comunismo. Los muyahidines afganos fueron arma
dos, entrenados y financiados por Occidente, y Ai Qaeda fue una
La Ilustración y el terror en el siglo xx 101
por ejemplo, estaba convencido de que dicha forma sería la del co
munismo; Herbert Spencer y F. A. Hayek preveían que el libre
mercado mundial sería la estación término de todo ese proceso;
Auguste Comte se mostró partidario de la tecnocracia universal, y
Francis Fukuyama se refirió al «capitalismo democrático global»
como meta. Al final, no se ha alcanzado ninguno de esos puntos de
destino, pero eso no ha hecho mella en la certeza con la que se si
gue esperando que una versión u otra de las instituciones occiden
tales acabe siendo aceptada en todas partes (de hecho, a cada refu
tación histórica de esa creencia, surge una nueva afirmación de ella
aún más categórica que la anterior). La caída del comunismo supu
so una falsación decisiva de la teleología histórica, pero vino segui
da de otra versión de la misma fe en el avance continuo de la histo
ria hacia una civilización que abarque a toda la especie humana. En
un sentido parecido, el desastre en Irak no ha hecho más que res
paldar la convicción de que el mundo se enfrenta a una «guerra
prolongada» contra el terrorismo y por la instauración del sistema
de gobierno occidental en todos los rincones del planeta. La histo
ria continúa siendo vista, pues, como un proceso dotado de un ob
jetivo intrínseco.
Las teorías de la modernización no son hipótesis científicas
propiamente dichas, sino teodiceas (relatos de providencia y re
dención) arropadas con la jerga de las ciencias sociales. Las creen
cias que dominaron las dos últimas décadas eran restos de la mis
ma fe en la providencia sobre la que se cimentó la economía
política clásica. Separada de la religión, pero, al mismo tiempo, de
purada de las dudas que acuciaban a sus exponentes clásicos, la
creencia en el mercado entendido como una especie de ordenanza
divina se convirtió en la ideología laica de progreso universal adop
tada por las instituciones internacionales de finales del siglo xx.
El convencimiento de que la humanidad se adentraba en una
nueva era no tuvo su origen en las más altas esferas de la política
mundial. Esta fe finisecular en el libre mercado global, tan perjudi
cialmente utópica como cualquiera de los anteriores grandes pla
nes para la humanidad, nació en un contexto más humilde, en ple
na lucha por reemplazar el malogrado sistema surgido de la
posguerra en Gran Bretaña.
La utopía se introduce en la corriente dominante 107
M a r g a r e t T h a t c h e r y l a m u e r t e d e l c o n se r v a d u r ism o
M a rg a re t T h a tc h e r,
a p r o p ó s ito d e F r a n c i s F u k u y a m a 2