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#DineroSexoPoder

VIVIENDO EN LA LUZ: DINERO, SEXO & PODER / John Piper

© 2017 por Poiema Publicaciones

Traducido del libro Living in the Light: Money, Sex & Power por John Piper © Desiring God
Foundation en 2016 y publicado por The Good Book Company.

A menos que se indique lo contrario, las citas bíblicas han sido tomadas de La Santa Biblia,
Nueva Versión Internacional ©1986, 1999, 2015 por Biblica, Inc.

Todos los derechos reservados. Ninguna parte de esta publicación puede ser reproducida, al-
macenada en un sistema de recuperación, o transmitida de ninguna forma ni por ningún
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escrito de la casa editorial.

Poiema Publicaciones
info@poiema.co
www.poiema.co

SDG
Para Richard Coekin
y Co-Mission,
con admiración y gratitud
Introducción

1. Definiciones y fundamentos
2. Los peligros del sexo que destruyen tu placer
3. Los peligros del dinero que destruyen tu prosperidad
4. Los peligros del poder que destruyen tu ser
5. Liberación: el regreso del sol al centro
6. Aplicación: las nuevas órbitas

Conclusión
Agradecimientos
Notas
ios no creó el dinero, el sexo o el poder solo para que fueran ten-
D taciones. Él tenía buenos propósitos en mente. El dinero, el sexo
y el poder existen para los grandes propósitos de Dios en la historia de
la humanidad. No son desviaciones en el camino hacia el gozo en Dios.
Junto con todo el resto de la buena obra de Dios, son parte de ese cami-
no. Con ellos, podemos demostrar el valor supremo de Dios.
Uno de los propósitos de este libro es mostrarte cómo lograrlo. Por
tanto, lo que haré es tratar los beneficios del dinero, el sexo y el poder,
así como sus peligros. ¿Cuáles son los peligros que deben ser derrota-
dos? ¿Cuáles son los beneficios que podemos disfrutar?
La tesis principal de este libro tiene dos partes. En primer lugar, el
dinero, el sexo y el poder comenzaron siendo regalos de Dios hacia la
humanidad, pero ahora son peligrosos debido a que todos los seres hu-
manos han cambiado la gloria de Dios por imágenes (Ro 1:23). En segun-
do lugar, el dinero, el sexo y el poder serán restaurados para darle glo-
ria a Dios a través de la redención que Dios trajo al mundo en Jesucristo
—la gran liberación del pecado, la enfermedad y el dolor.
Sin esa redención, todos preferiríamos otras cosas en lugar de Dios.
Esa es nuestra naturaleza. Cuando nos detenemos a pensarlo, nos da-
mos cuenta de que es un gran insulto hacia Dios. De hecho, preferir
cualquier otra cosa más que a Dios es una atrocidad moral en el univer-
so—y, por tanto, es una amenaza eterna contra nuestras almas. Escoger
cualquier otra cosa por encima de Dios no solo nos destruye, sino que
también nos lleva a distorsionar todo lo bueno que hay en el mundo, in-
cluyendo el dinero, el sexo y el poder.
Toda la creación tenía el propósito de transmitir la belleza y el valor
supremos de Dios (Sal 19:1; Ro 1:20-23). Dios creó al mundo para Su glo-
ria (Is 43:7). Creó al mundo para ser magnificado por la forma en que
Sus criaturas encontraran plena satisfacción en Él. El dinero, el sexo y
el poder existen para mostrar que Dios debe ser más deseado que el di-
nero, el sexo y el poder. Paradójicamente, esa es la única forma en que
estas cosas se vuelven más satisfactorias en sí mismas.
Todo esto fue arruinado por la Caída—por el primer gran pecado de
cambiar a Dios por otras cosas. Cuando Dios es restaurado al lugar su-
premo del corazón humano, podemos comenzar a glorificar a Dios con
el dinero, el sexo y el poder. Todo depende de lo que valoramos más.
¿Cuál es nuestro mayor tesoro? ¿Cuál es nuestra mayor satisfacción?
Cuando Dios toma ese lugar en nuestras mentes y corazones—en nues-
tros pensamientos y emociones—entonces el dinero, el sexo y el poder
comienzan a encontrar su verdadero y maravilloso orden.
Este reordenamiento de nuestra vida, con la gloria de Dios en el cen-
tro, termina siendo lo más satisfactorio para nuestras almas (aunque
enfrentemos múltiples luchas), lo más beneficioso para el mundo (aun-
que este no lo vea así), y lo que más honra a Dios. Nos satisface. El mun-
do es servido. Y Dios es glorificado. Para esto fueron creados el dinero,
el sexo y el poder. Y de eso trata este libro.
A qué me refiero exactamente cuando digo “dinero, sexo y poder”?
¿ Con los años he aprendido que definir las cosas, desde el principio,
casi siempre termina mostrando que lo que pensábamos que estábamos
enfrentando es solamente la punta del iceberg. Pensábamos que estába-
mos lidiando con el dinero—billetes y monedas. Pero, de hecho, esta-
mos lidiando con los placeres y las ventajas que el dinero puede com-
prar, o el estatus que el dinero puede darnos. Y después nos damos
cuenta de que eso no es todo, ya que debajo de eso hay codicia, avaricia,
miedo, y el deseo de tener seguridad, prestigio y control. Pero eso tam-
poco es todo, porque la Biblia enseña que existe otra realidad—una con-
dición del corazón—más profunda que todos esos pecados.
Nos damos cuenta—con solo intentar definir el tema que estamos
tratando—que este asunto llamado dinero, sexo, o poder es como el pe-
dacito de un iceberg que se ve por encima del agua. No es el problema.
Lo que alcanzamos a ver no hundirá nuestro barco. Es la enorme masa
de pecado que hay debajo del agua la que perforará el casco y nos envia-
rá al fondo del océano.
Pero al sentarme y meditar sobre las definiciones del dinero, el sexo
y el poder con la ayuda de algunos amigos (esto sucedió mientras prepa-
raba los capítulos de este libro), me di cuenta de que acababa de utilizar
una imagen que presentaba todo de manera negativa y que había igno-
rado una realidad aún más fundamental.
¿Icebergs o islas flotantes?
¿Qué pasa con el dinero que utilizamos para apoyar a los misioneros o
para comprarle un regalo a un amigo? ¿Qué pasa con la generosidad de
estos actos? ¿Y con el corazón que los produce? El árbol malo da fruto
malo—pero, ¿qué hay del árbol bueno que produce fruto bueno (Mt
7:16-19)? Resulta que el dinero, el sexo y el poder no siempre son ice-
bergs que amenazan con hundir nuestro barco. Pueden ser islas flotan-
tes, llenas de alimento para cuando se nos acaban las provisiones, o de
combustible para cuando nuestro barco esté varado en el agua, o de fru-
tas exóticas para endulzar nuestra deprimente dieta marítima.
En otras palabras, otra realidad fundamental con la que debemos li-
diar es que el dinero, el sexo y el poder son, y siempre han sido, regalos
de Dios—regalos buenos de Dios. Y si nos hunden, no es porque Dios
nos haya dado regalos malos; es porque algo sucedió en nuestro interior
y convertimos esos regalos de gracia en instrumentos de pecado, en al-
tares e incienso en el templo del orgullo.
Así que lo primero que tenemos que hacer es usar definiciones que
nos permitan ver ciertas verdades fundamentales que son mucho más
profundas—y mucho más grandes—que los peligrosos icebergs o las is-
las flotantes del dinero, el sexo y el poder. De eso trata este primer capí-
tulo—definiciones y fundamentos.
Después, del capítulo dos al cuatro, nos centraremos en los peligros
específicos del dinero, el sexo y el poder (los icebergs). En los capítulos
cinco y seis, nos enfocaremos en cómo el evangelio nos libera de esos
icebergs para poder disfrutar de los beneficios (las islas con los tesoros)
del dinero, el sexo y el poder, al usarlos para amar y adorar en maneras
que exaltan a Cristo. Así que ese es el plan: definiciones y fundamentos.
Peligros y cómo derrotarlos. Los posibles beneficios y cómo disfrutar-
los. Define. Derrota. Disfruta.
Dinero: definición y fundamento
El dinero, en su forma más simple, es un tipo de moneda. Puede ser de
papel o de metal; puede que en otras culturas usen piedras, y en otras,
como la nuestra, registros electrónicos. Esta moneda funciona como
una representación de cantidades de valor definidas por cada cultura,
así que puede ser utilizada para conseguir algo que quieras, ya sea gas-
tándola, regalándola o guardándola.
La moneda en sí misma es un buen regalo de Dios que puedes utili-
zar para mal o para bien. Puedes usarla para conseguir algo que valores,
como comida, un regalo, un boleto de lotería o una prostituta. Puedes
regalarla para apoyar alguna causa que valores, como el ministerio de
un joven que vaya de misiones, o para que alguien que te chantajea no
revele tu secreto, o para conseguir un trabajo por medio del soborno.
También puedes guardarla para solidificar algo que valoras, como la se-
guridad de un colchón financiero, o para ahorrar sabiamente para una
futura compra y así no endeudarte.
En otras palabras, el dinero—la representación simbólica de las can-
tidades de valor—llega a ser un asunto moral por el buen o mal uso que
le des a este regalo que Dios te ha dado. Puedes utilizarlo para bien o
puedes utilizarlo para mal. Puedes usarlo para mostrar que valoras más
al dinero que a Cristo. O puedes usarlo para mostrar que valoras más a
Cristo que al dinero.
Esto significa que no es contra el dinero en sí mismo que debemos
luchar. Existe algo mucho más fundamental, algo más profundo que la
riqueza o la pobreza—más profundo que la codicia o la generosidad. En
resumen, entonces, el dinero es un símbolo cultural que utilizamos
para mostrar lo que valoramos. Es un medio para mostrar lo que ateso-
ramos; mostrar quién es nuestro tesoro. El uso del dinero es un acto de
adoración—ya sea a Cristo o a cualquier otra cosa.
Sexo: definición y fundamento
Cuando digo “sexo”, me refiero a la experiencia de una estimulación
erótica, a la búsqueda de dicha experiencia, o al intento de producir esa
experiencia en otra persona. Y cuando digo eso, estoy diciendo que el
sexo es un buen regalo de Dios en todas esas formas. Experimentar esti-
mulación sexual, tratar de obtenerla o de producirla en otro—los tres
son regalos buenos de Dios que podemos disfrutar de la forma en que Él
lo ha diseñado, o de los cuales podemos abusar y perjudicarnos.
Debo aclarar tres cosas. Primero, sé que la palabra “sexual” puede
ser utilizada de una forma mucho más amplia. Por ejemplo, un esposo y
su esposa pueden tener conversaciones maravillosas y profundas, o rea-
lizar ciertas actividades juntos, que son sexuales en el sentido general
de la palabra porque ella es mujer y él es hombre, y puede que esas con-
versaciones o actividades no tengan ningún elemento erótico—pero es-
tán cargadas de placeres sutiles que no son idénticos, pero sí comple-
mentarios, a nuestra sexualidad. Eso es cierto, y es maravilloso. Pero no
estoy hablando de eso. Este libro es corto porque el contenido es limita-
do.
La segunda aclaración es que he escrito este libro considerando una
amplia gama de actividades sexuales, desde la estimulación más casual e
incluso accidental, a la más intensa e intencional. Un hombre puede te-
ner ciertos pensamientos eróticos acerca de la líder de alabanza sin que
ella tenga la intención de provocarlos. O una mujer puede sentir una
atracción sexual por el pastor, deseando que su esposo sea más apasio-
nado espiritualmente, sin que ese pastor tenga la intención o el deseo
de provocar esa atracción. Cuando hablo de “sexo”, estoy incluyendo
todas esas experiencias.
Una aclaración más. Esto significa que el sexo al que me refiero pue-
de estar sucediendo incluso cuando no haya un efecto erótico, porque
quien trata de estimular a otro (por ejemplo, por cómo actúa o viste)
puede no lograrlo. Así que, sobre la base de mi definición, el “sexo” po-
dría suceder aunque nadie experimente placer sexual.
La experiencia de la estimulación erótica en sí misma, y el esfuerzo
por procurarla o producirla en otro, puede ser un buen uso de ese buen
regalo de Dios, o podemos simplemente abusarlo egoístamente. Lo que
hace que el sexo sea una virtud o un vicio no es el placer, o el intento de
experimentar ese placer o producirlo en otro, sino algo más profundo.
Existen asuntos fundamentales de sumisión a la Palabra de Dios y de la
condición del corazón. Es en esto que debemos enfocarnos al hablar so-
bre los peligros y los posibles beneficios de este regalo divino que es el
sexo.
Poder: definición y fundamento
El poder es la capacidad de conseguir lo que uno quiere. Tu capacidad
puede ser debido a tu gran fortaleza física; o a que tienes una posición
de autoridad, como en el caso de un padre, un maestro, un policía o un
miembro del congreso. O también puede deberse a que tienes más dine-
ro que cualquier otro de tu grupo, o a que eres bien parecido o hermosa.
Todas esas capacidades son regalos buenos de Dios. No podemos de-
cir que los tenemos únicamente por nuestros esfuerzos. Dios es el Da-
dor de todos ellos. Y todas esas capacidades para conseguir lo que quie-
res pueden ser utilizadas para hacer el bien o para hacer el mal. Cómo
utilizas tu poder demuestra dónde está tu corazón, lo que amas, lo que
más atesoras—lo que adoras.
Lo que el dinero, el sexo y el poder tienen en común
Quizá ahora es más claro por qué no diseñé este libro en tres secciones
separadas: una para el dinero, otra para el sexo y otra para el poder. La
razón es que en la raíz—en sus fundamentos—son esencialmente lo mis-
mo. Son formas en las que demuestras el valor supremo de Dios en tu
vida, o formas en las que demuestras que piensas que otra cosa tiene ese
valor supremo. La manera en que piensas, sientes y actúas respecto al
dinero, al sexo y al poder muestra el tesoro de tu corazón—si es Dios, o
algo que Él creó.
• El poder es la capacidad de conseguir lo que valoras.
• El dinero es un símbolo cultural que puede ser intercambiado
para conseguir lo que valoras.
• El sexo, y la búsqueda del mismo, es uno de los placeres que
las personas valoran.
Por tanto, el poder, el dinero y el sexo son medios dados por Dios
que demuestran lo que valoras. Son (al igual que el resto de la creación)
dados por Dios como un medio para la adoración—es decir, como un
medio para magnificar aquello que tiene más valor para ti. Todo tu po-
der, todo tu dinero y toda tu sexualidad son regalos de Dios para mos-
trar el valor supremo de la gloria de Dios.
Volviendo a los fundamentos
Ahora pasamos de las definiciones a los fundamentos que revelan lo que
el dinero, el sexo y el poder realmente son en un universo como el nues-
tro, el cual está centrado en Dios. Ahora bien, lo que tenemos que hacer
es ir a la Biblia y ver cómo Dios nos aclara cuáles son estos asuntos fun-
damentales.
¿Para qué fuimos creados? ¿Qué debemos hacer con los buenos re-
galos del dinero, el sexo y el poder que Dios nos ha dado? ¿Y qué anda
mal en nuestra naturaleza que en lugar de mostrar el valor de Dios con
nuestro dinero, sexo y poder, lo ignoramos, como si el Creador y Sus-
tentador de todas las cosas no importara? Esa es la peor atrocidad que
se puede cometer en el mundo. Cristo vino a cambiar eso—en tu vida y
en este mundo.
¿Cuál es la condición del corazón humano?
En Romanos 1:18-23, encontramos la descripción del problema más pro-
fundo de la humanidad y de la sublime gloria de la que hemos caído—
gloria a la que podemos regresar en Cristo. El apóstol Pablo va más allá
de las acciones pecaminosas y se centra en el corazón que peca. Excava
las profundidades de los comportamientos destructivos hasta llegar a la
depravación de los corazones—corazones como el tuyo y el mío:

18
Ciertamente, la ira de Dios viene revelándose desde el cielo
contra toda impiedad e injusticia de los seres humanos, que con
su maldad obstruyen la verdad. 19 Me explico: lo que se puede co-
nocer acerca de Dios es evidente para ellos, pues Él mismo se lo
ha revelado. 20 Porque desde la creación del mundo las cualida-
des invisibles de Dios, es decir, Su eterno poder y Su naturaleza
divina, se perciben claramente a través de lo que Él creó, de
modo que nadie tiene excusa. 21 A pesar de haber conocido a
Dios, no lo glorificaron como a Dios ni le dieron gracias, sino
que se extraviaron en sus inútiles razonamientos, y se les oscure-
ció su insensato corazón. 22 Aunque afirmaban ser sabios, se vol-
vieron necios 23 y cambiaron la gloria del Dios inmortal por imá-
genes que eran réplicas del hombre mortal, de las aves, de los
cuadrúpedos y de los reptiles.

Comencemos con el versículo 18: “Ciertamente, la ira de Dios viene


revelándose desde el cielo contra toda impiedad e injusticia de los seres
humanos, que con su maldad obstruyen la verdad”. Pablo describe a la
humanidad en general como “impíos” e “injustos”. Esa es nuestra con-
dición. La de todos nosotros.
Cuando Pablo termina su análisis de la condición humana, hace un
resumen en Romanos 3:9: “¿A qué conclusión llegamos? ¿Acaso los ju-
díos somos mejores? ¡De ninguna manera! Ya hemos demostrado que
tanto los judíos como los gentiles están bajo el pecado”. Todos estamos
en la misma condición de “impíos” e “injustos”.
Y lo primero que Pablo dice sobre esta condición es que hace que las
personas obstruyan la verdad: “…con su maldad obstruyen la verdad”
(1:18). En otras palabras, nos cegamos intencionalmente a la luz de la
verdad. Recordemos que el título de este libro es Viviendo en la luz: dine-
ro, sexo y poder. Viviendo en la luz. Aquí, en Romanos 1, vemos por qué
esto es crucial.
El pecado nos hace rechazar la luz de la verdad y nos lleva a la oscu-
ridad de la falsedad. Jesús dijo que somos pecadores, no porque seamos
víctimas de la oscuridad sino porque amamos la oscuridad: “…la luz
vino al mundo, pero la humanidad prefirió las tinieblas a la luz, porque
sus hechos eran perversos” (Jn 3:19).
La primera evidencia de nuestra naturaleza pecaminosa es que nos
condiciona, y nos capacita, para que obstruyamos la verdad—para que
odiemos la luz.
¿Qué obstruimos?
¿Cuál es la verdad específica, o la “luz”, que nuestra naturaleza pecami-
nosa rechaza? El siguiente versículo nos lo dice: “… lo que se puede co-
nocer acerca de Dios es evidente para ellos, pues Él mismo se lo ha reve-
lado” (Ro 1:19). Obstruimos “lo que se puede conocer acerca de Dios”. El
conocimiento de Dios es repulsivo para nuestra naturaleza pecaminosa.
Nuestro mayor problema no es la ignorancia. El versículo 19 dice que
“lo que se puede conocer acerca de Dios es evidente”. Nuestro mayor
problema es que rechazamos el conocimiento de Dios. Nos ofende. Va
en contra de nuestra independencia y autonomía.
Lo vemos nuevamente en el versículo 20—nuestro mayor problema
no es la ignorancia: “Porque desde la creación del mundo las cualidades
invisibles de Dios, es decir, Su eterno poder y Su naturaleza divina, se
perciben claramente a través de lo que Él creó”. De nuevo en el versícu-
lo 21: “A pesar de haber conocido a Dios…”. Nuestro problema no es la
ignorancia. Nuestro problema es que, por nuestra maldad, obstruimos
la verdad. Odiamos la luz y amamos la oscuridad, así que no queremos
caminar en la luz de la verdad.
Por tanto, al final del versículo 20, Pablo dice: “… de modo que na-
die tiene excusa”. ¿Por qué? El versículo 21 nos da la respuesta y nos
conduce a la raíz del problema: “A pesar de haber conocido a Dios, no lo
glorificaron como a Dios ni le dieron gracias, sino que se extraviaron en
sus inútiles razonamientos, y se les oscureció su insensato corazón”. No
le glorificamos como a Dios, ni le agradecimos. Escogimos la oscuridad
de la exaltación humana en lugar de la exaltación divina. Esto es lo que
hacemos por naturaleza.
A nuestro corazón pecaminoso no le gusta glorificar a Dios—tenerlo
como nuestro mayor tesoro y deleitarnos en Él. Nuestro corazón peca-
minoso no quiere atesorar a Dios como alguien glorioso ni es agradeci-
do con Él. Eso es lo que significa la palabra “impiedad” en el versículo
18 (“…la ira de Dios viene revelándose desde el cielo contra toda impie-
dad… de los seres humanos…”). En nuestra “impiedad”, hacemos lo que
hace la impiedad—obstruye la verdad de que Dios debe ser atesorado
como supremamente glorioso y generoso. Nuestra naturaleza pecami-
nosa odia la luz de la supremacía de Dios y corre hacia la oscuridad,
donde nosotros nos sentimos supremos.
Cuando la verdad es obstruida, la luz es rechazada y la gloria de Dios
es ignorada, y siempre habrá algo ocupando su lugar. El corazón huma-
no no tolera el vacío. Nunca dejamos a Dios simplemente porque no lo
valoramos lo suficiente; siempre cambiamos a Dios por algo que valora-
mos más. Lo vemos en los versículos 22-23: “Aunque afirmaban ser sa-
bios, se volvieron necios y cambiaron la gloria del Dios inmortal por
imágenes”. Se volvieron necios. Esta es la mayor necedad. Este es el sig-
nificado más básico del pecado: cambiar la gloria del Dios inmortal por
algún sustituto—cualquier cosa que valoremos más que a Dios. Si tienes
oídos para oír, esto debería sonar como la mayor estupidez y la mayor
atrocidad—que consideremos a Dios, lo rechacemos como nuestro ma-
yor tesoro y lo cambiemos. Contemplamos al Creador y después lo cam-
biamos por algo que Él creó.
Detrás de todos los malos usos que podemos darle al dinero, al sexo
y al poder, existe esta condición pecaminosa del corazón—esta deprava-
ción. Mi definición del pecado, basada en este pasaje de Romanos 1, es
esta: el pecado es cualquier sentimiento, pensamiento o acción que sur-
ja de un corazón que no atesora a Dios sobre todas las cosas. La raíz de
todo pecado es ese corazón—un corazón que prefiere cualquier cosa por
encima de Dios; un corazón que no atesora a Dios sobre todas las cosas y
sobre todas las demás personas.
Profundo y penetrante
El pecado es el problema más profundo, más fuerte y más penetrante de
la raza humana. De hecho, una vez que Pablo aclara cuál es la raíz o la
esencia del pecado en Romanos 1-3, prosigue a explicar la magnitud de
su poder sobre nosotros en los siguientes capítulos. Dice que el pecado
reina en la muerte (5:21); que domina como un amo (6:14); que esclaviza
como un capataz (6:6, 16-17, 20) al cual hemos sido vendidos (7:14); que
es una fuerza que produce más pecado (7:8); que es un poder que se
aprovecha de la ley y mata (7:11); que es una presencia hostil que habita
en nosotros (7:17, 20); y que es una ley que nos tiene cautivos (7:23).
Toda esa profunda, fuerte y penetrante realidad del pecado en noso-
tros es lo que nos define hasta que nacemos de nuevo. Si este milagro
no ocurre, esta lucha contra Dios nos controlará y dirigirá por siempre.
Jesús lo dijo de esta manera: “Lo que nace del cuerpo es cuerpo; lo que
nace del Espíritu es espíritu. No te sorprendas de que te haya dicho:
‘Tienen que nacer de nuevo’” (Jn 3:6-7). Cuando nacemos la primera
vez, somos simplemente carne—es decir, estamos separados del Espíri-
tu de Dios y de la vida. Pero cuando “[nacemos] del Espíritu”, el Espíritu
de Dios nos da vida espiritual y vive en nosotros, y así tenemos vida en
Él por siempre.
Esa vida viene con la luz de la verdad. “Una vez más Jesús se dirigió
a la gente, y les dijo:
‘Yo soy la luz del mundo. El que me sigue no andará en tinieblas,
sino que tendrá la luz de la vida’” (Jn 8:12). La vida eterna y la luz de la
verdad siempre van juntas. Vivimos en la luz cuando el Espíritu nos da
vida.
Para resaltar la gravedad de nuestra esclavitud antes de este nuevo
nacimiento, Pablo dice en Romanos: “Yo sé que en mí, es decir, en mi
naturaleza pecaminosa, nada bueno habita” (7:18). Lo que somos a par-
tir del nuevo nacimiento—una nueva criatura por el Espíritu Santo gra-
cias a Cristo—también se resiste a Dios. “La mentalidad pecaminosa es
enemiga de Dios, pues no se somete a la ley de Dios, ni es capaz de ha-
cerlo” (8:7). No vemos a Dios como supremo (1:28). Lo cambiamos por-
que preferimos otras cosas antes que a Él.
Así que, debemos dejar a un lado la idea de que el pecado es princi-
palmente lo que hacemos. No lo es: es principalmente lo que somos—
hasta que seamos una nueva criatura en Cristo. E incluso después de
nuestra conversión, continúa siendo un enemigo que vive en nuestro
interior y al que se le debe dar muerte cada día por medio del Espíritu
(7:17, 20, 23; 8:13).
Antes de Cristo, el pecado no es un poder ajeno en nosotros. El peca-
do es nuestra preferencia de cualquier cosa por encima de Dios. El peca-
do es nuestro rechazo de Dios. El pecado es nuestro intercambio de Su
gloria por algún sustituto. El pecado es la obstrucción de la verdad de
Dios. El pecado es la hostilidad de nuestro corazón hacia Dios. Es lo que
somos en lo más profundo de nuestro ser. Hasta que venimos a Cristo.
En contraste con esta triste descripción de la raíz del problema res-
pecto a nuestro manejo del dinero, el sexo y el poder, se hace evidente
que la distorsión de nuestras almas no estaba en el diseño original. Fui-
mos creados para conocer a Dios, para glorificarle y para agradecerle
(1:19-21). Fuimos hechos para contemplarle y, al hacerlo, reflejar Su be-
lleza. No podíamos hacerlo intercambiándolo por otra cosa, sino prefi-
riéndolo por encima de todas las cosas. Nuestro deber era glorificarle al
atesorarle sobre todo tesoro, disfrutarle sobre todo placer, y desearle
sobre todo deseo.
Dos tipos de corazones
Todos tenemos uno de estos dos tipos de corazón: un corazón que valo-
ra a Dios sobre todas las cosas, o uno que le da más valor a otra cosa. Un
corazón está feliz porque vive en la luz del valor supremo de Dios. El
otro corazón está feliz en la oscuridad, amando imágenes en lugar de
amar al Dios verdadero, pensando que ha encontrado un gran tesoro.
La marca de un verdadero cristiano no es que el pecado nunca triunfe
en nuestras vidas, ni que nuestros deseos siempre sean piadosos. La
marca del cristiano es que ahora atesoramos a Dios sobre todas las co-
sas, por haberle conocido en Jesucristo. Él ocupa un lugar en nuestros
corazones que nos lleva una y otra vez a renovar nuestra devoción a Él
como supremo. Los cristianos hemos descubierto que el Espíritu que
vive en nosotros magnifica el valor de Jesús sobre todas las cosas, y nos
mueve al arrepentimiento cuando no lo apreciamos como deberíamos.
“Si confesamos nuestros pecados, Dios, que es fiel y justo, nos los per-
donará y nos limpiará de toda maldad” (1Jn 1:9).
El dinero, el sexo y el poder son tres regalos buenos de Dios. En los
próximos tres capítulos, veremos que podemos usarlos para revelar un
corazón de oscuridad o un corazón de luz. Y al hacerlo, revelaremos la
verdad de la suprema belleza y el supremo valor de Dios, o lo mostrare-
mos como insuficiente para los deseos de nuestra alma. Podemos tener
un corazón que atesore más a este mundo que a Dios, o un corazón que
atesore más a Dios que a este mundo. Podemos glorificar a Dios como
Aquel que nos satisface por completo, o podemos difamarlo como al-
guien inferior a las cosas que Él ha creado. Podemos vivir en la luz, o en
la oscuridad.
uando Satanás quiso destruir el placer supremo que Adán y Eva
C disfrutaban en su amistad con Dios, no les presentó una tarea,
sino un deleite. Ellos vieron que el árbol del que Dios les había prohibi-
do comer era “bueno para comer, y que tenía buen aspecto y era desea-
ble para adquirir sabiduría”, así que tomaron del fruto y comieron (Gn
3:6). El camino hacia la destrucción de su placer era “bueno”, de “buen
aspecto” y “deseable”. Y el truco de Satanás fue hacer que el fruto pare-
ciera más deseable que Dios. Y funcionó.
Dios prohibe que nuestro placer sexual sea una alternativa a nuestro
deleite en Él. Esa es la forma en que podemos ver su relación con el ár-
bol en el jardín del Edén. Dios debe ser atesorado sobre todo placer se-
xual y debe ser percibido en medio del placer sexual. Los deleites, las
pasiones y el éxtasis de la relación sexual, la cual ha sido diseñada por
Dios para el matrimonio, son los tipos de placeres que Dios mismo con-
cibió y creó. Provienen de Él. Son parte de Él. Los conoce y los experi-
menta. Y, por tanto, cuando probamos esos placeres, estamos probando
algo de Dios. Él creó el placer sexual, así que Él es superior. Y lo creó
para comunicar algo de Sí mismo. Su intención nunca fue crear el pla-
cer como una alternativa a nuestro deleite en Él. Su intención era que
Él fuera visto y disfrutado en el placer sexual. Si no atesoramos a Dios
por encima del placer sexual, entonces ese placer se convertirá en algo
peligroso—tal como el árbol en el jardín del Edén.
Perdiendo la luz
Retomaremos Romanos 1 desde donde lo dejamos en el capítulo ante-
rior. Con gran relevancia para nuestros tiempos, Pablo hace una cone-
xión entre el intercambio de la luz de Dios por la oscuridad y la distor-
sión del pecado sexual. Hemos comenzado la sección de los “peligros”
con un capítulo acerca de los peligros sexuales porque Pablo mismo dice
que son una puerta de entrada hacia todos los peligros que vienen con
el mal uso de todos los regalos buenos de Dios. El sexo se convierte en la
prueba que revela lo que el dinero, el sexo y el poder tienen en común
en cuanto a sus peligros. Pablo quiere hacernos ver que lo que él está di-
ciendo acerca de abandonar la luz y distorsionar el sexo aplica también
para el dinero y el poder.
Comencemos con Romanos 1:21-23:

21
A pesar de haber conocido a Dios, no lo glorificaron como a
Dios ni le dieron gracias, sino que se extraviaron en sus inútiles
razonamientos, y se les oscureció su insensato corazón. 22 Aun-
que afirmaban ser sabios, se volvieron necios 23 y cambiaron la
gloria del Dios inmortal por imágenes que eran réplicas del hom-
bre mortal, de las aves, de los cuadrúpedos y de los reptiles.

En estos versículos no se utiliza la palabra “luz”. Pero sí se hace refe-


rencia a la “oscuridad” al final del versículo 21: “… y se les oscureció su
insensato corazón”. Y en lugar de contrastar la oscuridad con la luz, Pa-
blo la contrasta con la gloria—la luz de la hermosura y las perfecciones
de Dios. “No lo glorificaron como a Dios” (v 21), sino que “cambiaron la
gloria del Dios inmortal por imágenes” (v 23). Así que está diciendo que,
en nuestra condición pecaminosa y no regenerada, conocemos a Dios de
cierta forma (“A pesar de haber conocido a Dios…”, v 21); pero aun así,
tomamos la gloria de Dios, por decirlo de alguna forma, y la cambia-
mos. La reemplazamos. Y al hacerlo, rechazamos la luz el universo—el
resplandor, la hermosura y el significado divinos de la realidad creada
—y nos recluimos en la oscuridad. En el Edén, Adán y Eva pensaron que
estaban eligiendo la sabiduría y la vida, pero realmente escogieron la
oscuridad y la muerte. “Aunque afirmaban ser sabios, se volvieron ne-
cios…” (v 22).Y eso es lo que hemos estado haciendo desde entonces.
Así que vivir en la oscuridad significa ver a Dios como poco deseable
y a Su creación como lo más deseable. Eso está implícito en la palabra
“cambiaron”. Ellos cambiaron la gloria de Dios. Cuando cambias algo,
estás expresando tu preferencia. Das a conocer tu mayor deseo. Y si pre-
fieres a la creación de Dios por encima de Dios, entonces estás demos-
trando que Dios es menos deseable para ti que aquello que prefieres. Y
eso es lo que significa estar en oscuridad. La oscuridad es donde no pue-
des ver las cosas como realmente son. Si ves algo como más hermoso,
más atractivo y más deseable que Dios, entonces estás en oscuridad. No
estás viendo la realidad como es.
Vivir en la luz es ver a Dios como supremamente glorioso, suprema-
mente hermoso, supremamente deseable y supremamente satisfacto-
rio. Si estuviéramos viviendo en la luz, nunca cambiaríamos Su gloria
porque veríamos todo con claridad. Atesoraríamos Su gloria y nos que-
daríamos con ella a cualquier costo. Él sería más precioso que cualquier
cosa para nosotros. Eso es lo que significa vivir en la luz.
Cómo la falta de luz afecta al sexo
Ahora, ¿cuál es la conexión entre el sexo y este cambio de la gloria de
Dios por las imágenes? Es precisamente de eso que Pablo habla a conti-
nuación. En los versículos 23-28, él dice cuatro veces que este cambio de
la gloria de Dios por otras cosas—esta preferencia por las glorias huma-
nas sobre la gloria de Dios—es la raíz de las distorsiones sexuales:

23
… y cambiaron la gloria del Dios inmortal por imágenes que
eran réplicas del hombre mortal, de las aves, de los cuadrúpedos
y de los reptiles.

24
Por eso Dios los entregó a los malos deseos de sus corazones,
que conducen a la impureza sexual, de modo que degradaron sus
cuerpos los unos con los otros.25 Cambiaron la verdad de Dios
por la mentira, adorando y sirviendo a los seres creados antes
que al Creador, quien es bendito por siempre. Amén.

26
Por tanto, Dios los entregó a pasiones vergonzosas. En efecto,
las mujeres cambiaron las relaciones naturales por las que van
contra la naturaleza.

27
Así mismo los hombres dejaron las relaciones naturales con la
mujer y se encendieron en pasiones lujuriosas los unos con los
otros. Hombres con hombres cometieron actos indecentes, y en
sí mismos recibieron el castigo que merecía su perversión.
28
Además, como estimaron que no valía la pena tomar en cuenta
el conocimiento de Dios, Él a Su vez los entregó a la depravación
mental, para que hicieran lo que no debían hacer.

En cierto sentido, el hecho de que Pablo esté hablando acerca del ho-
mosexualismo es incidental. Sin embargo, la misma dinámica aplica
para todas las distorsiones de la sexualidad. En breve veremos por qué
Pablo se enfoca explícitamente en el homosexualismo. Pero nuestro en-
foque es más amplio.
Primero, veamos la conexión entre los versículos 23 y 24: “… cam-
biaron la gloria del Dios inmortal por imágenes… Por eso Dios los entre-
gó a los malos deseos de sus corazones, que conducen a la impureza se-
xual, de modo que degradaron sus cuerpos los unos con los otros”. Las
palabras “por eso” son decisivas. Quieren decir que deshonrar a Dios
(“cambiaron la gloria del Dios inmortal”) provoca (resulta en, conduce
a) la deshonra del cuerpo humano por los deseos sexuales distorsiona-
dos de sus corazones: “Dios los entregó a los malos deseos de sus corazo-
nes, que conducen a la impureza sexual, de modo que degradaron sus
cuerpos”. Los humanos cambiaron la gloria de Dios; por eso deshonra-
ron sus cuerpos.
En segundo lugar, veamos la conexión entre los versículos 24 y 25:
“Por eso Dios los entregó a los malos deseos de sus corazones, que con-
ducen a la impureza sexual, de modo que degradaron sus cuerpos los
unos con los otros. Cambiaron la verdad de Dios por la mentira, ado-
rando y sirviendo a los seres creados antes que al Creador, quien es ben-
dito por siempre. Amén”. Aquí, Pablo está diciendo lo mismo, pero al
revés. En lugar de mencionar el resultado de cambiar la gloria de Dios,
menciona la causa por la que deshonraron sus cuerpos. La causa de la
lujuria, la impureza y la deshonra de sus cuerpos es que prefirieron la
mentira y la oscuridad, pues la gloria de Dios les parecía menos satisfac-
toria que otras cosas. Deshonraron sus cuerpos porque prefirieron a la
criatura por encima del Creador.
En tercer lugar, veamos la relación entre los versículos 25 y 26:
“Cambiaron la verdad de Dios por la mentira… Por tanto, Dios los en-
tregó a pasiones vergonzosas”. Pablo recalca el mismo punto por terce-
ra vez. La causa de sus pasiones desordenadas es que ellos cambiaron la
gloria de Dios por la mentira de que Él no es más deseable que cualquier
otra cosa.
Y, en cuarto lugar, Pablo lo repite una vez más. Veamos la relación
entre las dos mitades del versículo 28: “Además, como estimaron que no
valía la pena tomar en cuenta el conocimiento de Dios [literalmente:
“no aprobaron tener a Dios en su conocimiento”], Él a su vez los entre-
gó a la depravación mental, para que hicieran lo que no debían hacer”.
No quisieron que Dios dominara sus mentes. No quisieron que la gloria
de Dios tuviera un valor supremo en sus corazones. Y como no lo qui-
sieron, “por eso” cayeron en pecados sexuales.
¿Podría Pablo decir más claramente que la raíz del pecado sexual es
que no amamos la luz y la belleza de la gloria de Dios sobre todas las co-
sas? Amamos la imagen creada por el hombre en lugar de la realidad di-
vina. Amamos la mentira, no la verdad. Amamos la oscuridad, no la
luz. Y el resultado es que nuestra sexualidad ha sido profundamente
distorsionada.
La posible razón por la que este pasaje se enfoca en la homosexuali-
dad es porque ilustra más claramente cómo el cambiar la belleza para la
que fuimos creados verticalmente se refleja en el cambio de la belleza
para la que fuimos creados horizontalmente—el hombre cambia a la
mujer por un hombre, y la mujer cambia al hombre por una mujer. En
otras palabras, un cambio vertical antinatural resulta en un cambio ho-
rizontal antinatural.
Esto es exactamente lo que Pablo recalca al utilizar la palabra “cam-
biaron”. Primero, utiliza la palabra “cambiaron” para mostrar cómo
preferimos a la criatura sobre el Creador. “Cambiaron la gloria del Dios
inmortal por imágenes… Cambiaron la verdad de Dios por la mentira”
(vv 23, 25). Después utiliza la palabra “cambiaron” para mostrar cómo
los hombres preferían a los hombres como parejas sexuales, y las muje-
res preferían a las mujeres: “… las mujeres cambiaron las relaciones na-
turales por las que van contra la naturaleza. Así mismo los hombres de-
jaron las relaciones naturales con la mujer y se encendieron en pasiones
lujuriosas los unos con los otros. Hombres con hombres cometieron ac-
tos indecentes” (vv 26-27). Así que las relaciones homosexuales son
como una especie de parábola de la sexualidad desordenada que viene
de una relación desordenada con Dios—específicamente, una relación
donde las glorias de la creación se prefieren sobre la gloria de Dios.
Los peligros del sexo
Este cambio—expresado vívidamente en las relaciones homosexuales—
aplica para todos nuestros pecados sexuales: adulterio—cambiar al cón-
yuge por una pareja ilegítima; fornicación—cambiar el llamado de Dios
a la castidad en la soltería por sexo fuera del matrimonio; lujuria—cam-
biar la pureza por la pornografía. Todos ellos—todos nuestros pecados
sexuales—tienen su raíz en esto: no atesoramos la gloria de Dios como
supremamente deseable sobre todas las cosas. Dejamos que la oscuridad
de la mentira nos convenza de que un placer ilícito es más deseable que
Dios. En la oscuridad, acariciamos el suave dije de madera que cuelga de
nuestro cuello—sin saber que en la luz nos daríamos cuenta de que es
una cucaracha. Pensamos que la tarántula es un juguete peludo. Pensa-
mos que el león es una mascota y que el sonido de la víbora cascabel es
el de una castañuela. Eso es lo que significa vivir en la oscuridad, donde
Dios es menos deseado que el placer sexual.
El pecado sexual crece en la tierra de la ceguera, la oscuridad y la ig-
norancia de la belleza y grandeza de Dios. Es por eso que Pedro le dice a
las iglesias: “Como hijos obedientes, no se amolden a los malos deseos
que tenían antes, cuando vivían en la ignorancia” (1P 1:14). Es como si
estuviera diciendo: “Antes ignoraban el valor, la belleza, la dulzura y la
grandeza de Dios. Pero ahora han ‘nacido de nuevo’” (vv 3, 23), “si es
que han probado ya la bondad del Señor”(2:3 RVC). Sí, una vez que has
“probado” a Dios, la “ignorancia pasada” ya no controla tus pasiones.
La mentira de los deseos sexuales pecaminosos es expuesta.
Pablo dijo lo mismo acerca de esta “ignorancia” en relación al peca-
do sexual. Dijo: “La voluntad de Dios es que sean santificados; que se
aparten de la inmoralidad sexual; que cada uno aprenda a controlar su
propio cuerpo de una manera santa y honrosa, sin dejarse llevar por los
malos deseos como hacen los paganos, que no conocen a Dios” (1Ts 4:3-
5). En otras palabras, Pablo estaba diciendo que la distorsión y el mal
uso de los deseos sexuales surgen de la oscuridad de la mente incrédula.
Ellos no conocen a Dios. Así estábamos todos nosotros: en la oscuridad,
ciegos a la belleza y valor infinitos de Dios.
Conocen y no conocen
Al hablar de nuestra antigua “ignorancia”, Pedro y Pablo no están con-
tradiciendo lo que dice en Romanos 1:21, donde Pablo dice: “A pesar de
haber conocido a Dios, no lo glorificaron como a Dios ni le dieron gra-
cias”. En la mente del incrédulo, existe tanto conocimiento de Dios
como ignorancia de Dios. El conocimiento de Dios es profundo e innato.

19
Me explico: lo que se puede conocer acerca de Dios es evidente
para ellos, pues Él mismo se lo ha revelado. 20 Porque desde la
creación del mundo las cualidades invisibles de Dios, es decir, Su
eterno poder y Su naturaleza divina, se perciben claramente a
través de lo que Él creó, de modo que nadie tiene excusa (Ro 1:19-
20).

Pero este conocimiento innato y profundo de Dios es rechazado y


obstruido. “… con su maldad obstruyen la verdad” (v 18). “… estimaron
que no valía la pena tomar en cuenta el conocimiento de Dios” (v 28).
Así que tanto la ignorancia de Dios como el conocimiento son reales. El
conocimiento es obstruido y no puede operar. La ignorancia es deseada
y poderosa. Tanto Pedro como Pablo dicen que las distorsiones y la es-
clavitud del deseo sexual resultan de la ignorancia de Dios—del cambio
de la gloria de Dios por imágenes. El alma humana fue creada para ser
satisfecha por la gloria de Dios. Cuando la luz de la gloria es obstruida,
el alma se destruirá a sí misma, intentando encontrar satisfacción en la
letal oscuridad.
Y realmente es letal, tal como Jesús y los apóstoles nos dicen una y
otra vez. Aquí es donde vemos los peligrosos resultados de no vivir en la
luz. Estas advertencias no se limitan a uno o dos autores del Nuevo Tes-
tamento. Jesús, Pedro, Pablo, Juan y el escritor de Hebreos nos advier-
ten acerca de los peligros que enfrentarán aquellos que no se arrepien-
tan de su pecado sexual.
Considera algunas de estas advertencias.
Ningún pecado como este
Pablo penetra las profundidades de los pecados sexuales de la fornica-
ción, el adulterio y, en particular, de la prostitución.

15
¿No saben que sus cuerpos son miembros de Cristo mismo?
¿Tomaré acaso los miembros de Cristo para unirlos con una
prostituta? ¡Jamás! 16 ¿No saben que el que se une a una prostitu-
ta se hace un solo cuerpo con ella? Pues la Escritura dice: “Los
dos llegarán a ser un solo cuerpo”. 17 Pero el que se une al Señor
se hace uno con Él en espíritu. 18 Huyan de la inmoralidad se-
xual. Todos los demás pecados que una persona comete quedan
fuera de su cuerpo; pero el que comete inmoralidades sexuales
peca contra su propio cuerpo. 19 ¿Acaso no saben que su cuerpo
es templo del Espíritu Santo, quien está en ustedes y al que han
recibido de parte de Dios? Ustedes no son sus propios dueños; 20
fueron comprados por un precio. Por tanto, honren con su cuer-
po a Dios (1Co 6:15-20).

El cristiano está unido a Cristo. Esta unión involucra a nuestro cuer-


po y a nuestro espíritu. Por tanto, las uniones sexuales ilegítimas que
no expresan nuestra unión con Cristo, contradicen dicha unión y arras-
tran a Cristo al placer impuro, haciéndolo partícipe del acto. Para Pa-
blo, esto era impensable—como debe serlo para nosotros.
Podrías pensar que esta explicación de la procedencia del pecado se-
xual es completamente diferente a la que hemos visto hasta ahora.
Aquí, podrías decir, el pecado sexual ocurre porque no vemos que so-
mos miembros de Cristo, así que hacemos a Cristo partícipe de nuestra
prostitución. Este argumento es mucho más complejo de lo que hemos
visto hasta ahora, pero no es muy diferente. Pablo está asumiendo que
si realmente has visto y atesorado la belleza y el valor de Cristo, no ha-
rías eso. Lo que lo hace tan escandaloso es la pureza, la santidad y la
gloria de Cristo.
Puedes ver esto al final del texto, cuando Pablo dice: “Ustedes no
son sus propios dueños; fueron comprados por un precio. Por tanto,
honren con su cuerpo a Dios” (v 19-20). Le perteneces a Dios. Él te com-
pró con la invaluable sangre de Cristo. Por tanto, cuando usamos nues-
tro cuerpo como si tuviésemos el derecho de hacer lo que nuestros im-
pulsos quieran, estamos despreciando el valor de Cristo y la gloria de
Dios. Esto es lo que él ha estado diciendo desde el principio.
Hay una parte del texto de Pablo que es especialmente intrigante.
En el versículo 18, argumenta en contra de la fornicación de la siguiente
manera: “Todos los demás pecados que una persona comete quedan
fuera de su cuerpo; pero el que comete inmoralidades sexuales peca
contra su propio cuerpo”. ¿Qué significa esto? En todos los comentarios
que he leído a través de los años, parece no haber un consenso, pero la
mayoría está de acuerdo en que Pablo ve las relaciones sexuales con
cualquier persona que no sea tu cónyuge como particularmente dañinas
para el cuerpo. Lo que está diciendo es que no existe otro pecado como
este. Así que, por ejemplo, Roy Ciampa y Brian Rosner dicen:

Pablo no está diciendo que la porneia [la inmoralidad sexual] es


lo único que daña al cuerpo, sino que solo la porneia da lugar al
tipo de unión que los hace “una carne” y que, por tanto, “peca
contra del cuerpo”. El pecado sexual es contra el cuerpo porque,
tal como dice Fisk: “… une a los cuerpos de una forma única…
[y] los profana de una forma única”. Como con tantas otras de
las expresiones comprimidas de esta sección, tenemos que agre-
garle algo para completar nuestro entendimiento del pensa-
miento de Pablo. Podríamos agregar que la porneia es un pecado
en contra del “verdadero Dueño” del cuerpo; el cuerpo del cre-
yente está bajo la autoridad de Cristo el Señor (v 12-15), es un
templo del Espíritu Santo (v 19), y fue comprado por Dios (v 20).1

Podemos especular acerca del tipo de daños que le pueden sobreve-


nir a una persona que peca de esta forma. Pero lo que debería impactar-
nos es que el apóstol ve algo seriamente peligroso en el pecado sexual.
No existe otro pecado como este.
Una batalla final para el alma
Ahora pasaremos de los peligros del pecado sexual a las advertencias
más generales sobre los daños que el pecado sexual puede producir. Pe-
dro escribe: “Queridos hermanos, les ruego como a extranjeros y pere-
grinos en este mundo, que se aparten de los deseos pecaminosos que
combaten contra la vida” (1P 2:11). Esto no se limita a las pasiones sexua-
les pecaminosas, pero ciertamente las incluye. Y el peligro es que estas
pasiones de la carne tienen como meta destruir el alma. El resultado del
pecado sexual, si Dios no interviene y nos da arrepentimiento, es lo que
le sucede a un enemigo vencido en la guerra.
El autor de Hebreos lleva la advertencia a otro nivel. “Tengan todos
en alta estima el matrimonio y la fidelidad conyugal, porque Dios juzga-
rá a los adúlteros y a todos los que cometen inmoralidades sexuales”
(Heb 13:4). Pablo define ese “juicio” como el castigo de Dios contra
aquellos que practican la inmoralidad sexual: “Por tanto, hagan morir
todo lo que es propio de la naturaleza terrenal: inmoralidad sexual, im-
pureza, bajas pasiones, malos deseos y avaricia, la cual es idolatría. Por
estas cosas viene el castigo de Dios” (Col 3:5-6). Por supuesto, el pecado
sexual no es el único pecado que acarrea juicio de Dios, pero es uno de
ellos.
Y Pablo menciona varias veces que este pecado pone en peligro el
alma de quienes lo practican. Recordando la experiencia de Israel en el
desierto mientras caminaban hacia la tierra prometida, nos advierte:
“No cometamos inmoralidad sexual, como algunos lo hicieron, por lo
que en un solo día perecieron veintitrés mil” (1Co 10:8). El pecado se-
xual acarrea juicio—“El Señor castiga todo esto…” (1Ts 4:3-6).
Pablo extrae una implicación específica del juicio de Dios y de Su
venganza contra el pecado sexual, al mencionarlo dentro de la lista de
los pecados que nos impiden entrar al Reino de Dios. “Las obras de la
naturaleza pecaminosa se conocen bien: inmoralidad sexual, impureza
y libertinaje… Les advierto ahora, como antes lo hice, que los que prac-
tican tales cosas no heredarán el Reino de Dios” (Gá 5:19-21). Y de nue-
vo:

9
¿No saben que los malvados no heredarán el Reino de Dios?
¡No se dejen engañar! Ni los fornicarios, ni los idólatras, ni los
adúlteros, ni los sodomitas, ni los pervertidos sexuales, 10 ni los
ladrones, ni los avaros, ni los borrachos, ni los calumniadores,
ni los estafadores heredarán el Reino de Dios (1Co 6:9-10).

El apóstol Juan toca el tema de la exclusión del Reino de Dios en el


libro de Apocalipsis:

14
Dichosos los que lavan sus ropas para tener derecho al árbol de
la vida y para poder entrar por las puertas de la ciudad. 15 Pero
afuera se quedarán los perros, los que practican las artes mági-
cas, los que cometen inmoralidades sexuales, los asesinos, los
idólatras y todos los que aman y practican la mentira (Ap 22:14-
15).

Pero esto no quiere decir que la deshonra del pecado sexual sea im-
borrable, ni que si hemos pecado sexualmente no podemos ser parte del
santo Reino de Dios. El punto del versículo 14 es que podemos ser lava-
dos y aceptados. ¿Qué significa lavar nuestras ropas? Es ser uno de
aquellos que “han lavado y blanqueado sus túnicas en la sangre del Cor-
dero” (Ap 7:14). Cristo murió y derramó Su sangre carmesí, para que
nuestras túnicas manchadas por el pecado pudieran llegar a ser blancas:
“Vengan, pongamos las cosas en claro”, dice el Señor. “¿Son sus
pecados como escarlata? ¡Quedarán blancos como la nieve! ¿Son
rojos como la púrpura? ¡Quedarán como la lana!” (Is 1:18).

Es maravillosamente alentador para pecadores que Pablo le hable de


la misma forma a quienes han participado de todo tipo de pecado se-
xual: “Y eso eran algunos de ustedes. Pero ya han sido lavados, ya han
sido santificados, ya han sido justificados en el nombre del Señor Jesu-
cristo y por el Espíritu de nuestro Dios” (1Co 6:11).
Pero esto no es alentador si no atesoramos a Cristo y no cambiamos
nuestra preferencia del sexo sobre Dios. Sin este tipo de fe—que tiene a
Jesús como supremo sobre todas las cosas (Mt 10:37)—Su sangre no nos
hará ningún bien, y Apocalipsis 22:15 se aplicará a nosotros en el día fi-
nal: “Pero afuera se quedarán los perros… los que cometen inmoralida-
des sexuales…”.
Las palabras más duras de Jesús
¿Qué significa quedarse “afuera”? Nadie nos lo advierte con palabras
más duras sobre los peligros del pecado sexual que el Señor Jesús:

27
Ustedes han oído que se dijo: “No cometas adulterio.” 28 Pero
Yo les digo que cualquiera que mira a una mujer y la codicia ya
ha cometido adulterio con ella en el corazón. 29 Por tanto, si tu
ojo derecho te hace pecar, sácatelo y tíralo. Más te vale perder
una sola parte de tu cuerpo, y no que todo él sea arrojado al in-
fierno. 30 Y si tu mano derecha te hace pecar, córtatela y arrójala.
Más te vale perder una sola parte de tu cuerpo, y no que todo él
vaya al infierno (Mt 5:27-30).

La severidad de estas palabras—“arrojado al infierno”—son un eco


de Romanos 1: “… y cambiaron la gloria del Dios inmortal por imáge-
nes” (v 23). La amenaza del infierno no aparece de la nada. No es un re-
pudio puritano hacia la carnalidad del sexo—Dios creó el sexo y, por
tanto, es bueno. No, esta amenaza es el eco de la atrocidad de que se
prefiera la estimulación sexual y la euforia hormonal pasajera sobre
una gloria infinita y eterna. “… la ira de Dios viene revelándose desde el
cielo… [debido a que] cambiaron la gloria del Dios inmortal por [cosas
creadas]” (v 18, 23).
Jesús está tratando de despertarnos de la oscuridad y la insensibili-
dad de tener la gloria de Dios en tan poca estima, a tal grado de que la
reemplazamos con pensamientos lujuriosos de estimulación sexual ilíci-
ta. Por supuesto, Él no tiene nada en contra del placer sexual de la novia
y el novio que aparecen en Cantares, quienes se deleitan en el cuerpo de
su pareja. Ese banquete—ya sea de alimentos o de sexo—es santificado
por “la palabra de Dios y la oración” (1Ti 4:5). Tales placeres son regalos
de Dios y comunican algo acerca de Él cuando se disfrutan dentro de los
límites sabios que Él ha establecido. Pero Jesús no está hablando de ese
tipo de sexo en Mateo 4:27-30. Él está hablando acerca de los deseos que
toman el fruto prohibido y lo colocan sobre la lengua de la imaginación
para obtener el mayor placer posible—sobre “codiciar” (v 28).
En cuanto a esto, nos advierte: “… si tu ojo derecho te hace pecar,
sácatelo y tíralo”. Notemos algo extraño. Jesús dice “ojo derecho”. Pero
si te sacas solamente uno de los ojos, puedes ver a la mujer (u hombre, o
imagen) tan bien como si tuvieras ambos ojos. ¿Qué nos dice esto? Nos
dice que Jesús no está dando un método preciso y literal para deshacer-
nos de la tentación. Lo que nos dice es qué tan seriamente deberíamos
luchar contra la pecaminosidad. Lo que está en juego es eterno. Haz lo
que tengas que hacer para acabar con el pecado antes de que el pecado
acabe contigo.
Pablo lo pone de esta manera: “… porque si ustedes viven en confor-
midad con la carne, morirán; pero si dan muerte a las obras de la carne
por medio del Espíritu, entonces vivirán” (Ro 8:13 RVC). Corta con el
pecado sexual (y cualquier otro pecado) con la misma seriedad con que
te cortarías una mano o te sacarías un ojo. Tu vida depende de ello.
Eternamente.
La imagen más vívida de Juan
Finalmente, en nuestra revisión de las advertencias del Nuevo Testa-
mento, llegamos a la imagen más vívida de Juan, la del lago de fuego.

Pero los cobardes, los incrédulos, los abominables, los asesinos,


los que cometen inmoralidades sexuales, los que practican artes
mágicas, los idólatras y todos los mentirosos recibirán como he-
rencia el lago de fuego y azufre. Esta es la segunda muerte (Ap
21:8).

El horror de la imagen del “lago de fuego” es agravado por su dura-


ción: “El humo de ese tormento sube por los siglos de los siglos. No ha-
brá descanso ni de día ni de noche…” (14:11). Esta es quizá la imagen
más vívida que tenemos del destino final de aquellos cuya inmoralidad
sexual no es cubierta por la sangre de Jesús. Solo “en Cristo” podemos
librarnos del lago de fuego. Como dice el apóstol Pedro: “… ustedes fue-
ron rescatados de la vida absurda que heredaron de sus antepasados. El
precio de su rescate no se pagó con cosas perecederas, como el oro o la
plata, sino con la preciosa sangre de Cristo, como de un cordero sin
mancha y sin defecto” (1P 1:18-19). La fe en Cristo conquista el lago de
fuego: “El que salga vencedor no sufrirá daño alguno de la segunda
muerte” (Ap 2:11).
Las advertencias del Nuevo Testamento sobre los peligros del sexo
no tienen la intención de dejarnos paralizados de miedo. Están para
abrir nuestros ojos a la magnitud de la gloria de Dios, la enormidad de
nuestro pecado, lo justo de nuestro castigo, la sabiduría de acudir a
Cristo y los placeres insuperables que hay a la diestra de Dios. Es una
bondad que el doctor nos haya dicho que nuestra enfermedad es termi-
nal; y más bondadoso aún que nos ofrezca el único remedio que cura la
enfermedad del pecado y evita las consecuencias fatales. Proveernos de
este remedio le costó la vida de Su Hijo, y esa es otra razón por la que
las advertencias son tan fuertes para aquellos que desprecian ese inva-
luable regalo.
Restaurando la luz de la gloria de Dios
Recordemos que el origen del pecado sexual es que hemos “[cambiado]
la gloria del Dios inmortal por imágenes” (Ro 1:23). Este intercambio
vertical nos rodea de oscuridad. La gloria se desvanece. Su propósito
era asombrarnos, y la hemos rechazado. No preferimos a Dios sobre to-
das las cosas. Una de las cosas creadas con la que lo reemplazamos es el
placer sexual ilícito. La intensidad de las imágenes sexuales tiene poder
porque la luz de la gloria se ha apagado.
Así es como esto funciona. Tengo un reloj en una mesa junto a mi
cama. Proyecta la hora en el techo. Así que de noche, cuando apago la
luz, puedo ver “10:30” en números rojos en mi techo. Es claro y llama
mi atención—en la oscuridad. Pero cuando sale el sol por la mañana,
esos números rojos desaparecen por completo. La luz del sol solo me
permite ver el techo. Los números rojos brillan en la oscuridad. Solo
son visibles cuando no hay luz.
Así es con el sexo ilícito. Su poder para atraernos hacia el pecado au-
menta cuando la gloria de Dios brilla menos. Cuando la gloria de Dios es
revelada y atesorada, el poder de la atracción sexual pecaminosa es des-
truido. El brillo del sol hace que las luces rojas se desvanezcan. Cuando
se trata de nuestras vidas sexuales, el asunto es este: ¿Vemos la gloria de
Dios? ¿Atesoramos la gloria? ¿Estamos contentos, como dijo Pablo, en
cualquier situación (incluso cuando se nos niega la satisfacción sexual)
“por razón del incomparable valor de conocer a Cristo Jesús, mi Señor”
(Fil 3:8)?
Para ayudarnos a derrotar los peligros del sexo, Dios ha hecho más
que advertirnos. “Su divino poder… nos ha concedido todas las cosas
que necesitamos para vivir como Dios manda” (2P 1:3). ¿Cómo ha hecho
esto? Pedro lo aclara. Lo ha hecho “al darnos el conocimiento de Aquel
que nos llamó por Su propia gloria y potencia”. Dios nos capacita para
la sexualidad piadosa—y nos libra de la sexualidad pecaminosa—“al
darnos el conocimiento”. ¿Conocimiento de qué? ¡Del Dios de gloria y
potencia!
En otras palabras, Dios comienza a revertir el cambio de Romanos 1.
Allí nosotros cambiamos la gloria de Dios por imágenes y, al hacerlo,
todo se dañó y se distorsionó. Ahora Él está revirtiendo ese cambio “al
darnos el conocimiento de Aquel que nos llamó por Su propia gloria y
potencia”. El despertar del alma hacia la gloria de Dios es el nacimiento
de la libertad de la esclavitud sexual.
¿Y cómo nos ha dado Dios ese conocimiento de Su gloria y potencia?
Al concedernos “Sus preciosas y magníficas promesas para que ustedes,
luego de escapar de la corrupción que hay en el mundo debido a los ma-
los deseos, lleguen a tener parte en la naturaleza divina” (2P 1:4). Obte-
nemos el conocimiento de la gloria transformadora de Dios por medio
de las promesas de Dios. Él nos hace promesas. Las promesas revelan la
gloria y la potencia de Dios, y nos aseguran que las disfrutaremos por
siempre mientras confiemos en Cristo.
Cuando abrazamos estas promesas de la gloria de Dios, llegamos “a
tener parte en la naturaleza divina”. Es decir, Dios nos conforma a Su
santo carácter por la fe en las promesas de Dios. El resultado de esta
transformación a la imagen de Dios es una liberación “de la corrupción
que hay en el mundo debido a los malos deseos”. En otras palabras, la li-
bertad del poder de los deseos pecaminosos—incluyendo el deseo sexual
—sucede cuando:
1. escuchamos las promesas de Dios,
2. vemos y conocemos la gloria de Dios a través de esas prome-
sas,
3. somos transformados a la semejanza de la naturaleza de Dios
y, por tanto,
4. escapamos de la corrupción que nos esclavizaba.
Un resumen de los peligros del sexo
En resumen, los peligros del sexo se deben a que nuestros corazones es-
tán distorsionados verticalmente por naturaleza, y Dios no es nuestro
deseo supremo; por tanto, nuestros deseos sexuales están desordenados
horizontalmente y preferimos los placeres ilícitos a los piadosos. Inclu-
so los preferimos más que a Dios mismo. El resultado de esta profana-
ción de la belleza y el valor de Dios es la posibilidad de un terrible casti-
go bajo el juicio de Dios. Pero la gracia es el clímax de la gloria de Dios.
Él ha provisto una manera en que el pecado sexual puede ser perdonado
y vidas corrompidas pueden ser purificadas.
Él hizo esto en la muerte y resurrección de Cristo. Y sabemos que lo
hizo específicamente para los pecadores sexuales porque Pablo enumera
a estos pecadores: “los fornicarios… idólatras… adúlteros… sodomi-
tas… pervertidos sexuales” (1Co 6:9). Y después dice, de forma gloriosa:
“Y eso eran algunos de ustedes. Pero ya han sido lavados, ya han sido
santificados, ya han sido justificados en el nombre del Señor Jesucristo
y por el Espíritu de nuestro Dios” (v 11).
Quizás es lo que eras. Quizás es lo que eres. De alguna manera, Pablo
nos está describiendo a todos nosotros. Cuando se trata de nuestra se-
xualidad, ninguno tiene un récord perfecto. No hay dudas, tal como
dice Pablo, de que cambiar la gloria de Dios por la inmoralidad sexual
nos lleva a la destrucción. Pero también es cierto—maravillosamente
cierto—que arrepentirnos de esa inmoralidad conduce al perdón en
Cristo y a la eternidad con Dios. Y nos lleva a disfrutar más profunda y
puramente el sexo como un buen regalo de Dios, en lugar de usarlo
como una forma de rechazar a Dios.
Cambiando la analogía, podríamos decir lo siguiente: cuando el pla-
neta del sexo, que es bueno en sí mismo, se acerca a la fuerza gravitacio-
nal de una estrella extraña, es arrastrado a órbitas ilícitas. La estrella
extraña más común es una ardiente preferencia del sexo por encima de
Dios. Tal intercambio de tesoros hace que el planeta del sexo empiece a
moverse hacia el centro. La luz de la belleza de Dios ejerce una poderosa
atracción gravitatoria sobre todos los aspectos de nuestra vida. Es solo
cuando el sol de la gloria de Dios está en el centro del sistema solar de
nuestras vidas que el sexo puede encontrar su órbita correspondiente,
la cual es hermosa, santa y feliz.
Qué pasa con el dinero? ¿Cómo puede el buen regalo del dinero —
¿ lleno de potencial para bendecir— convertirse en algo tan destructi-
vo? ¿Cómo se relaciona al cambio de la gloria de Dios por otras cosas?
¿Qué sucede cuando nos llega a controlar?
El primer y el último mandamiento
¿Alguna vez has pensado en la posibilidad de que el primer y el último
mandamiento sean básicamente lo mismo y que funcionen como una
especie de cercado que hace que los ocho mandamientos que están entre
ellos sean posibles? El primer mandamiento es: “No tengas otros dioses
además de Mí” (Éx 20:3). ¿A qué se refiere con “además de Mí”? El ver-
sículo 5 lo explica: “Yo, el Señor tu Dios, soy un Dios celoso”. En otras
palabras: “Tú, Israel, eres Mi esposa. Si tu corazón va tras otro dios, es
como si una esposa fuese a la cama de otro hombre. Me enfurezco debi-
do a mi celo santo. Tu corazón, tu suprema lealtad, tu amor, tu afecto,
tu devoción y tu gozo me pertenecen”.
Así que cuando Dios dice: “No tengas otros dioses además de Mí”,
está diciendo: “Siempre has de tenerme como lo más importante. Has
de deleitarte en Mí más que en cualquier otra cosa. Nada ha de atraerte
más que Yo. Abrázame como a tu tesoro más supremo y satisfácete en
Mí”. Ese es el primer mandamiento.
El último de los diez mandamientos es: “No codicies” (v 17). En he-
breo, la palabra “codiciar” significa simplemente “desear”. Así que, al
definir la codicia, la pregunta sería: ¿Cuándo el deseo por algo —como
el dinero o lo que este puede comprar— se convierte en un deseo malo?
¿Cuándo un deseo legítimo se convierte en codicia?
Mi sugerencia es esta: une el último mandamiento con el primero y
obtendrás la respuesta. El primer mandamiento es: “No tengas otros
dioses además de Mí”. Es decir, nada en tu corazón debe competir con-
migo. Debes desearme tanto que, cuando me tengas, estés satisfecho
conmigo. Y el décimo es: “No codicies”. Es decir, no tengas deseos ilegí-
timos; no desees nada que ponga en riesgo tu contentamiento en Mí.
Así que, la codicia —es decir, los malos deseos— es desear cualquier
cosa de tal forma que pierdas tu contentamiento en Dios.
La advertencia más fuerte de Pablo sobre los peligros
del dinero
Pongamos esto a prueba con la advertencia que hace Pablo sobre cómo
el dinero se relaciona a nuestro contentamiento. En 1 Timoteo 6:5-10,
Pablo comienza describiendo a personas que se asemejan mucho a las
descritas en Romanos 1, solo que ahora el enfoque está sobre el deseo
desordenado por el dinero y no sobre el deseo desordenado por el sexo.
Él habla sobre personas…

… 5 de mente depravada, carentes de la verdad. Este es de los que


piensan que la religión es un medio de obtener ganancias. 6 Es
cierto que con la verdadera religión se obtienen grandes ganan-
cias, pero solo si uno está satisfecho con lo que tiene.7 Porque
nada trajimos a este mundo, y nada podemos llevarnos. 8 Así
que, si tenemos ropa y comida, contentémonos con eso. 9 Los
que quieren enriquecerse caen en la tentación y se vuelven escla-
vos de sus muchos deseos. Estos afanes insensatos y dañinos
hunden a la gente en la ruina y en la destrucción. 10 Porque el
amor al dinero es la raíz de toda clase de males. Por codiciarlo,
algunos se han desviado de la fe y se han causado muchísimos
sinsabores.

Es claro que el dinero es peligroso. Sé que no es el dinero en sí mis-


mo lo que destruye el alma. Es la codicia. El deseo. Tal como dijo Geor-
ge Macdonald, ministro escocés del siglo XIX:
Los ricos no son los únicos que están bajo el dominio de las cosas
materiales; también son esclavos los que, sin tener dinero, son
infelices por la falta del mismo.1

Sin embargo, Jesús dijo: “Les aseguro que es difícil para un rico en-
trar en el Reino de los cielos” (Mt 19:23). No dijo que fuese difícil que
una persona que ama el dinero entre al cielo, sino que es difícil para una
persona que es rica. De hecho, está diciendo que el dinero en sí mismo
es peligroso—no maligno, solo peligroso—por lo fácil y rápido que po-
demos ser engañados por él. Jesús dijo: “… el engaño de las riquezas
[ahoga] la palabra…” (Mt 13:22 RVC). El dinero es peligroso porque tie-
ne mucho poder para engañar.
Manejar el dinero es como maniobrar con un cable que puede elec-
trocutarte. Eso es lo que Pablo le quiere decir a Timoteo: “Los que quie-
ren enriquecerse caen en la tentación y se vuelven esclavos de sus mu-
chos deseos. Estos afanes insensatos y dañinos hunden a la gente en la
ruina y en la destrucción. Porque el amor al dinero es la raíz de toda cla-
se de males. Por codiciarlo, algunos se han desviado de la fe y se han
causado muchísimos sinsabores” (1Ti 6:9-10). Es un lenguaje muy seve-
ro. “… tentación… se vuelven esclavos de sus muchos deseos… hunden
a la gente en la ruina y en la destrucción”. Sin duda, Pablo nos aconseja
tener extrema precaución.
Gran ganancia es la piedad acompañada de
contentamiento
A través de los años, me ha sorprendido—considerando la advertencia
de Jesús de que las riquezas hacen que sea difícil que las personas en-
tren al cielo, y la advertencia de Pablo al decir que los que desean ser ri-
cos caen en ruina y en destrucción—lo extraño de que tantos cristianos
aún persigan las riquezas. Parece ser que no les creen o que piensan que
serán la excepción a la regla, o que simplemente no creen que la Palabra
de Dios pueda decir lo que dice.
Pero Pablo es claro—desear ser rico es mortal. Y hay más. La clave
de este texto está en el versículo 6: “Gran ganancia es la piedad acompa-
ñada de contentamiento” (RV60). ¿Cómo podemos protegernos de esos
efectos mortales del dinero? Respuesta: con un corazón que esté con-
tento en Dios. ¿Estás profundamente satisfecho en Dios, de tal manera
que esa satisfacción, ese contentamiento, no colapsa cuando Dios te en-
vía riquezas o escasez? La escasez puede destruir el contentamiento en
Dios al hacernos sentir que Él no tiene cuidado de nosotros o que no tie-
ne el poder para darnos lo que creemos necesitar. Y la abundancia pue-
de destruir nuestro contentamiento en Dios al hacernos sentir que Dios
no es indispensable, o que su valor como ayudador y tesoro es muy infe-
rior al que realmente tiene.
No es poca cosa aprender a mantener nuestro contentamiento en
Dios. Este es el propósito de nuestra vida—mostrar que Dios es increí-
blemente glorioso. Y eso se refleja, entre otras formas, cuando demos-
tramos que Él es suficiente para darnos el contentamiento en los mejo-
res y peores momentos de nuestra vida. Pablo aprendió el secreto para
lograr esto:
No digo esto porque esté necesitado, pues he aprendido a estar
11

satisfecho en cualquier situación en que me encuentre. 12 Sé lo


que es vivir en la pobreza, y lo que es vivir en la abundancia. He
aprendido a vivir en todas y cada una de las circunstancias, tan-
to a quedar saciado como a pasar hambre, a tener de sobra como
a sufrir escasez. 13 Todo lo puedo en Cristo que me fortalece (Fil
4:11-13).

Pablo aprendió a contentarse. Esta es la clave para el uso apropiado


del dinero en 1 Timoteo 6:5-10. Pablo dijo que aprendió el secreto de su
contentamiento. “Sé lo que es vivir en la pobreza, y lo que es vivir en la
abundancia. He aprendido a vivir en todas y cada una de las circunstan-
cias” (Fil 4:12). ¿Cuál era el secreto? Creo que nos lo dice en el capítulo
anterior de Filipenses: “Es más, todo lo considero pérdida por razón del
incomparable valor de conocer a Cristo Jesús, mi Señor. Por Él lo he
perdido todo, y lo tengo por estiércol, a fin de ganar a Cristo” (3:8). En
otras palabras, para ponerlo en términos actuales, si el mercado de va-
lores sube y él obtiene ganancias, diría: “Jesús es más valioso y satisfac-
torio que ver que mis riquezas aumenten”. Y si el mercado de valores
baja y él tiene pérdidas económicas, diría: “Jesús es más valioso y satis-
factorio que todo lo que he perdido”. La gloria, la belleza y el valor de
Cristo constituían el secreto del contentamiento que evitaba que el di-
nero lo controlara.
El dinero falla cuando más lo necesitas
Existe otra triste verdad sobre el dinero en las palabras de Pablo en 1 Ti-
moteo 6. En el versículo 7, Pablo aclara que el dinero te fallará cuando
más ayuda necesites—cuando estés muriendo. “Porque nada trajimos a
este mundo, y nada podemos llevarnos”. Justo en el momento en que
necesitas las riquezas celestiales—“tesoros en el cielo”—el dinero se ale-
ja de ti. Te abandona. No irá contigo para ayudarte. Y nada de lo que
hayas comprado irá contigo. Te espera una realidad totalmente diferen-
te.
Jesús nos instruyó a no pensar que acumular tesoros en la tierra nos
serviría de algo en el mundo venidero.

19
No acumulen para sí tesoros en la tierra, donde la polilla y el
óxido destruyen, y donde los ladrones se meten a robar. 20 Más
bien, acumulen para sí tesoros en el cielo, donde ni la polilla ni
el óxido carcomen, ni los ladrones se meten a robar. 21 Porque
donde esté tu tesoro, allí estará también tu corazón (Mt 6:19-21).

Dedicar tu vida a acumular riquezas—o querer hacerlo—es una locu-


ra. La riqueza no será de ayuda al final de tu vida. Jesús sintió una gran
necesidad de advertirnos sobre esto, así que contó esta parábola para
enfatizar Su punto:

El terreno de un hombre rico le produjo una buena cosecha. 17


16

Así que se puso a pensar: “¿Qué voy a hacer? No tengo dónde al-
macenar mi cosecha”. 18 Por fin dijo: “Ya sé lo que voy a hacer:
derribaré mis graneros y construiré otros más grandes, donde
pueda almacenar todo mi grano y mis bienes. 19 Y diré: ‘Alma
mía, ya tienes bastantes cosas buenas guardadas para muchos
años. Descansa, come, bebe y goza de la vida’”. 20 Pero Dios le
dijo: “¡Necio! Esta misma noche te van a reclamar la vida. ¿Y
quién se quedará con lo que has acumulado?” (Lc 12:16-21).

¡Necio! ¿De quién será todo lo que has acumulado cuando estés
muerto? El dinero no es tu amigo cuando te llega la muerte.
El dinero falla incluso antes de la muerte
Pero el dinero no solo te fallará al final de tu vida. Te fallará antes de la
muerte. “Quien ama el dinero, de dinero no se sacia. Quien ama las ri-
quezas nunca tiene suficiente. ¡También esto es absurdo!” (Ec 5:10). El
dinero no nos satisface ahora. Sé que muchos dirán: “Claro que sí. Mi
dinero es un buen amigo. No me falla. Tengo una gran casa, y dos ca-
rros, y mis hijos están en escuela privada, y tengo un bote, y una casa de
campo, y seguros de vida y pensiones. Quizá no se vaya conmigo al otro
mundo —si es que existe otro mundo— pero definitivamente aquí no
me ha fallado”.
¿En serio?
Yo apostaría por el predicador de Eclesiastés. Fuiste creado para en-
contrar tu satisfacción en Dios, y el dinero te impide entender esto. Tie-
nes grandes anhelos. Surgen en la noche. Vienen a ti cuando estás desa-
nimado o solo. Si eres honesto, sabes que las cosas que te rodean no
pueden satisfacer tus deseos más profundos. No fuiste creado para ser
satisfecho por cosas materiales. Y ninguna de esas cosas puede calmar
los miedos de la muerte. Te engañas a ti mismo. La Palabra no se equi-
voca cuando dice: “Quien ama el dinero, de dinero no se sacia”. George
Macdonald menciona la razón por la que nuestra búsqueda de felicidad
en las cosas materiales no funciona:

El corazón del hombre no puede acumular. Su cerebro o sus ma-


nos pueden tomar cosas y acumularas en una caja, pero al mo-
mento en que las cosas llegan a la caja, el corazón ya las ha per-
dido y está hambriento otra vez. Si el hombre ha de desear, es al
Dador a quien debe desear… Por tanto, todo lo que Él ha creado
debe tener la libertad de llegar al corazón de Sus hijos e irse en
cualquier momento; solo podemos disfrutar las cosas creadas de
forma pasajera: su vida, su alma, su visión, su significado; pero
nuestro deleite no debe estar en estas cosas en sí mismas.2

No hay conexión entre tener mucho dinero y ser muy feliz en este
vida—o en la venidera. Cuando el hombre sabio dice: “Más vale…”,
quiere decir: “Trae mayor felicidad…”.

Más vale lo poco de un justo


que lo mucho de innumerables malvados (Sal 37:16).

Más vale tener poco, con temor del Señor,


que muchas riquezas con grandes angustias (Pro 15:16).

Más vale comer verduras sazonadas con amor


que un festín de carne sazonada con odio (Pro 15:17).

Más vale tener poco con justicia


que ganar mucho con injusticia (Pro 16:8).

Más vale comer pan duro donde hay concordia


que hacer banquete donde hay discordia (Pro 17:1).

Más vale pobre e intachable


que necio y embustero (Pro 19:1).

Más vale pobre pero honrado


que rico pero perverso (Pro 28:6).
En otras palabras, la clave de la felicidad en esta vida no es la rique-
za. No puedes encontrar felicidad en algo que no te permite ver la ver-
dadera fuente de la felicidad. Jesús siempre se presentó a Sí mismo, Sus
promesas y Su Reino —ahora y para siempre— como una relación, una
esperanza y un lugar de suprema felicidad. ¿Qué impide que las perso-
nas vean esto? Aquí encontramos una de Sus respuestas más gráficas:

16
Jesús le contestó: “Cierto hombre preparó un gran banquete e
invitó a muchas personas. 17 A la hora del banquete mandó a su
siervo a decirles a los invitados: ‘Vengan, porque ya todo está lis-
to’. 18 Pero todos, sin excepción, comenzaron a disculparse. El
primero le dijo: ‘Acabo de comprar un terreno y tengo que ir a
verlo. Te ruego que me disculpes’. 19 Otro adujo: ‘Acabo de com-
prar cinco yuntas de bueyes, y voy a probarlas. Te ruego que me
disculpes’. 20 Otro alegó: ‘Acabo de casarme y por eso no puedo
ir’. 21 El siervo regresó y le informó de esto a su señor. Entonces
el dueño de la casa se enojó y le mandó a su siervo: ‘Sal de prisa
por las plazas y los callejones del pueblo, y trae acá a los pobres,
a los inválidos, a los cojos y a los ciegos’. 22 ‘Señor’, le dijo luego
el siervo, ‘ya hice lo que usted me mandó, pero todavía hay lu-
gar’. 23 Entonces el señor le respondió: ‘Ve por los caminos y las
veredas, y oblígalos a entrar para que se llene mi casa. 24 Les digo
que ninguno de aquellos invitados disfrutará de mi banquete’”
(Lc 14:16-24).

Dos de las tres excusas que estas personas dieron para no asistir al
banquete se relacionan al dinero: “Acabo de comprar un terreno”, así
que prefiero “ir a verlo” en vez de asistir al banquete del Reino de Dios.
“Acabo de comprar cinco yuntas de bueyes”; prefiero ir “a probarlas”
más que asistir al banquete del Reino de Dios.
¿Quién de nosotros no ha caído en el poder de estas ilusiones? Al ir
de compras al centro comercial. Buscando en alguna tienda en línea. Al
observar el mercado de valores. ¿Quién no ha sentido ese deseo por te-
ner cosas, por comprar algo, por ser dueño de algo? Es muy profundo y
muy peligroso. No nos deja ver lo que es verdaderamente hermoso, de-
seable y satisfactorio. Cambia lo divino por una moneda. Dios puede en-
viarnos un mensajero con la palabra de verdad, la palabra que da luz,
pero para la mayoría, Jesús dice: “… el engaño de las riquezas [ahoga] la
palabra, por lo que esta no llega a dar fruto” (Mt 13:22 RVC). Las rique-
zas nos ahogan; tienen un efecto sofocante y nos engañan, llevándonos
a pensar que poseer cosas satisface más que la luz de la palabra de Dios.
El dinero te hace peligroso
El dinero no solo te decepciona, te engaña y te sofoca; también tiene la
capacidad de convertirnos en una amenaza para los demás, no solo para
nosotros mismos. Este es otro gran peligro del dinero. Lucas dijo que
los líderes religiosos más influyentes de los tiempos de Jesús eran
amantes del dinero: “Oían todo esto los fariseos, a quienes les encanta-
ba el dinero, y se burlaban de Jesús” (Lc 16:14). Y este amor por el dine-
ro los convirtió en poseedores codiciosos. Esa es mi traducción de la pa-
labra griega harpages (a`rpagh/j) en Lucas 11:39-40:

39
“Resulta que ustedes los fariseos”, les dijo el Señor, “limpian el
vaso y el plato por fuera, pero por dentro están ustedes llenos de
codicia y de maldad.40 ¡Necios! ¿Acaso el que hizo lo de afuera no
hizo también lo de adentro?”.

Harpages (a`rpagh/j) no es la palabra usual para codicia o avaricia


(esa es pleonexia, pleonexi,a). Esta palabra implica tomar o poseer—ge-
neralmente tomar lo que le pertenece a otro. Es el tipo de codicia que
provoca que los escribas “devoren los bienes de las viudas y a la vez [ha-
gan] largas plegarias” (Lc 20:47). Así que la raíz del problema no era la
precisión religiosa o el legalismo de los fariseos. Eso era solo para camu-
flar su amor al dinero. Y ese amor al dinero hacía que los fariseos fue-
ran crueles con las personas, tanto que hasta devoraban los bienes de
las viudas.
Jesús relató una parábola para mostrar la manera en que las rique-
zas nos ciegan ante las necesidades de los pobres y nos vuelven indife-
rentes hacia los demás:
19
Había un hombre rico que se vestía lujosamente y daba esplén-
didos banquetes todos los días. 20 A la puerta de su casa se tendía
un mendigo llamado Lázaro, que estaba cubierto de llagas 21 y
que hubiera querido llenarse el estómago con lo que caía de la
mesa del rico. Hasta los perros se acercaban y le lamían las lla-
gas.22 Resulta que murió el mendigo, y los ángeles se lo llevaron
para que estuviera al lado de Abraham. También murió el rico, y
lo sepultaron. 23 En el infierno, en medio de sus tormentos, el
rico levantó los ojos y vio de lejos a Abraham, y a Lázaro junto a
él. 24 Así que alzó la voz y lo llamó: “Padre Abraham, ten compa-
sión de mí y manda a Lázaro que moje la punta del dedo en agua
y me refresque la lengua, porque estoy sufriendo mucho en este
fuego”. 25 Pero Abraham le contestó: “Hijo, recuerda que duran-
te tu vida te fue muy bien, mientras que a Lázaro le fue muy
mal; pero ahora a él le toca recibir consuelo aquí, y a ti, sufrir te-
rriblemente”.

Una de las principales lecciones que Jesús destaca de esta parábola


la encontramos en el versículo 25—los ricos e indiferentes celebran en
este mundo; los pobres y fieles celebran en el venidero. Y lo que hacía
que esas celebraciones fueran tan escandalosas—“espléndidos banque-
tes todos los días”—es que Lázaro estaba “a la puerta de su casa”. Él solo
quería migajas de la mesa de aquel hombre rico—pero los perros le ha-
cían más caso que él.
Esto es lo que las riquezas pueden llegar a hacerle al alma humana.
No solo pueden arruinar nuestra felicidad, sino que también pueden
hacernos crueles e indiferentes hacia los demás—el rico que ignora al
pobre; el padre adicto al trabajo que descuida a sus hijos; el soldado
mercenario que no se preocupa por sus compañeros; los lobos vestidos
de ovejas que se hacen pasar por pastores del rebaño; los proxenetas
que exigen su dinero mientras convierten a niñas en prostitutas. Los
posibles efectos de las riquezas son horrorosos e interminables.
La confesión y la pregunta de Megan
Cuando estaba dándole los últimos toques a este manuscrito para ya en-
viarlo a la casa editorial, hice una grabación para el programa Ask Pas-
tor John [Pregúntale al pastor John]. Una de las preguntas que me hicie-
ron venía de una mujer llamada Megan. Ella escribió:

Pastor John, tengo que confesar algo: soy muy materialista.


Compro cosas por Internet y me emociono mientras compro, y
cuando me llegan los paquetes. Sé que tengo que dejar de hacer-
lo, y quiero dejar de hacerlo. Pero ¿cómo lo hago? Y ¿por qué
tengo este problema?

Esto es lo que le contesté a Megan a través de mi programa:3

He experimentado tu problema, Megan, así que puedo hablar


con cierta empatía, aunque para mí, la tentación se restringe
casi exclusivamente a los libros. Me encanta buscar libros en lí-
nea. Me da placer pulsar el botón para comprar un libro. Y cuan-
do llega el paquete, estoy seguro de que siento un placer similar
al que describes. Así que debo cuidar mi alma en este tema. Son
aguas peligrosas las que estamos navegando.
¿Por qué nos da placer comprar cosas—¡cosas!—que podemos
sostener en nuestras manos; y por qué aumenta nuestro entu-
siasmo cuando nos llegan esos paquetes?
Al tratar de analizar mi propio corazón, y leer sobre la expe-
riencia de otros, y observar cómo intentan vendernos las cosas,
me parece que el placer nace principalmente de la mentira que
nos creemos de que comprar y recibir algo nos dará vida o cierto
poder.
Cuando me llega un libro, por ejemplo, me lleno de euforia y
me da la sensación de que mi vida será mejor. Mi conocimiento
crecerá. Mi influencia será mayor. Parte de mi debilidad, de mis
limitantes y de mi ignorancia serán vencidos. En otras palabras,
me da una especie de sensación de que mi vida mejorará y de que
seré una persona más fuerte y capacitada.
Y, por supuesto, para otros puede que no sean los libros, sino la
ropa, las herramientas o los aparatos electrónicos. Y, en esos ca-
sos, la sensación de poder viene al pensar que se verán mejor,
que serán más productivos, o que serán las personas con los apa-
ratos más modernos.
Y tenemos que admitir que, hasta cierto punto, hay algo de
verdad en que podríamos ser más productivos o fructíferos en
un buen sentido. Pero si somos honestos—y parece que Megan
está siendo honesta—, generalmente el placer que sentimos no
es bueno. No surge del hecho de que estamos siendo capacitados
o equipados para servir mejor a Cristo.
Así que necesitamos escuchar las palabras de Jesús: “¡Tengan
cuidado! Absténganse de toda avaricia; la vida de una persona no
depende de la abundancia de sus bienes” (Lc 12:15). Eso va direc-
to al corazón del problema—la vida no consiste en la abundancia
de los bienes que poseemos. Esa sensación de poder que experi-
mentamos cuando recibimos un paquete es una ilusión. La eufo-
ria es efímera y vana. Nos aleja de los placeres para los que fui-
mos creados.
Una segunda razón por la que creo que deseamos tanto estas
sensaciones efímeras de poder es que creo que hay un vacío par-
cial en nuestros corazones, el cual está diseñado para ser llenado
únicamente por Jesús—por medio de la comunión con Él y de Su
ministerio. Pablo dijo en Filipenses 4 que él había aprendido el
secreto del contentamiento, es decir, a cómo tener mucho y a
cómo tener poco. En otras palabras, su felicidad no dependía de
lo que poseía.
Y la clave parece ser la que Pablo mencionó en Filipenses 3:8:
que él estimaba todo como pérdida por razón del incomparable
valor de conocer a Cristo Jesús. Cuando no estamos satisfechos a
ese nivel en Cristo, habrá un anhelo en nuestros corazones que
muy naturalmente tratará de saciarse con la sensación de poder
que las cosas nos dan. Así que tú y yo, Megan, necesitamos com-
prometernos a llenar nuestros corazones de Cristo y de Su Pala-
bra.
Pero no solo de Su Palabra y de la comunión con Él, sino de Su
estilo de vida. Estoy pensando en Hechos 20:35, donde se nos
dice que Jesús declaró que es mejor dar que recibir. El hecho de
que experimentamos más placer al recibir algo quiere decir que
algo anda mal en nuestros corazones porque fuimos diseñados,
como seguidores de Cristo, para experimentar mayor euforia al
dar. Quizá ya no sientes este placer, Megan, y recuperarlo te li-
beraría de los placeres inferiores del materialismo.
Quizá lo mejor que puedo decir, ya que es tan impactante y po-
deroso cuando realmente lo entendemos, es lo que Pablo dijo en
1 Corintios 3:21-23: “Por lo tanto, ¡que nadie base su orgullo en el
hombre! Al fin y al cabo, todo es de ustedes, ya sea Pablo, o Apo-
los, o Cefas, o el universo, o la vida, o la muerte, o lo presente o
lo por venir; todo es de ustedes, y ustedes son de Cristo, y Cristo
es de Dios”.
Megan, si eres cristiana, ya posees todas las cosas materiales.
¡Realmente es así! Tu Padre es creador y dueño de todas las co-
sas. Como hija Suya, las heredarás y estarán a tu disposición en
el mundo que está por venir, en el cielo nuevo y la tierra nueva.
Es por esto que Jesús dijo que no hagamos tesoros en la tierra,
sino en el cielo. En el cielo los tendremos por siempre y seremos
capaces de utilizarlos sin avaricia y sin idolatría. Así que, en cier-
to sentido, la abundancia de cosas materiales puede esperar. Te-
nemos cosas más importantes que hacer por ahora: amar a Dios,
amar a las personas y procurar un placer mayor al dar.
Un resumen y un remedio para los peligros del dinero
Dada la frecuencia con la que la Escritura habla sobre los peligros del di-
nero, es necesario decir que solo hemos raspado la superficie del proble-
ma. Pero esto es suficiente para que estemos alertas. El dinero nos enga-
ña (Mr 4:19). Puede llevarnos a pensar y sentir que las cosas materiales
son más satisfactorias que Dios. Pocas cosas nos llevan a cambiar la glo-
ria de Dios con la facilidad con que lo hace el dinero. El dinero despierta
en nosotros el deseo por lo que podemos comprar con el mismo; este de-
seo se convierte en codicia, compitiendo con Dios; esta codicia destruye
nuestra satisfacción en la gloria de Dios; y al quebrantar los primeros
dos mandamientos, nos volvemos idólatras—personas que prefieren
cualquier cosa más que a Dios. Pablo dice en Colosenses 3:5: “Hagan
morir… [la] avaricia, la cual es idolatría”.
Una de las mayores motivaciones para no amar el dinero o para ven-
cer nuestros miedos respecto al dinero, la encontramos en Hebreos 13:5-
6:

5
Manténganse libres del amor al dinero, y conténtense con lo
que tienen, porque Dios ha dicho: “Nunca te dejaré; jamás te
abandonaré”. 6 Así que podemos decir con toda confianza: “El
Señor es quien me ayuda; no temeré. ¿Qué me puede hacer un
simple mortal?”.

Nota que el escritor de Hebreos está argumentando. Es decir, está


dando razones. Está explicando cómo se puede ser libre del amor al di-
nero. Sean libres del amor al dinero y conténtense con lo que tienen, porque
Dios ha prometido algo. Así que el poder del amor al dinero debe ser ven-
cido por la promesa que Dios nos ha hecho. ¿Cuál promesa? “Nunca te
dejaré; jamás te abandonaré”. En otras palabras, si disfrutas de la pre-
sencia de Dios más que de la presencia del dinero, serás libre por la pro-
mesa de Su presencia. Seremos libres de la satisfacción que da el dinero
cuando estemos más satisfechos con la presencia de Dios. Así es como
hacemos morir la codicia. La matamos con la espada de la Palabra de
Dios, la cual nos promete más de Dios.
El argumento continúa. En el versículo 6, el escritor dice “así que”,
o “por tanto”. ¿Por tanto qué? Por tanto, podemos decir con toda con-
fianza: “El Señor es quien me ayuda; no temeré. ¿Qué me puede hacer
un simple mortal?”. Gracias a la promesa de la gloriosa presencia de
Dios (“Nunca te dejaré…”), los miedos que me hacen codiciar el dinero
ya han sido vencidos. Dios, y no el dinero, es mi refugio. Dios, y no el
dinero, es mi seguridad, consuelo y paz.
Ahora el sol de la gloria de Dios es el centro de mi universo, y con su
fuerza gravitacional hace que el planeta del dinero empiece a moverse
hacia su verdadera órbita de servicio en nuestras vidas—una órbita que
veremos con más detalle en el siguiente capítulo.
efinimos el poder como la capacidad de obtener lo que queremos,
D o la capacidad de perseguir aquello que valoramos. Tenemos la
tendencia a admirar esta capacidad. Es parte de lo que es la gloria.
Así que la gloria de un atleta es su poder para superar a los demás
competidores y ser el más fuerte—el mejor. La gloria de los estudiosos
es el poder de su intelecto—su memoria, la precisión analítica, su habi-
lidad comprensiva para resumir, y su sabiduría para entender verdades
profundas. La gloria de un actor es su poder para interpretar un perso-
naje, así como el atraer atención. La gloria de los políticos es su poder
para persuadir y convertir una propuesta, por encima de toda oposi-
ción, en ley. La gloria de un maestro es su poder para explicar con clari-
dad de manera que los estudiantes estén entusiasmados y entiendan
mejor.
Lo que el poder persigue
Admiramos esta capacidad de perseguir algo de valor cuando ese algo es
bueno. Cuando el poder es utilizado para perseguir algo bueno, nos
asombramos y nos gozamos. Dios instituyó al gobierno, por ejemplo,
con el fin de que utilice el poder para hacer el bien. “Sométanse por
causa del Señor a toda autoridad humana, ya sea al rey como suprema
autoridad, o a los gobernadores que Él envía para castigar a los que ha-
cen el mal y reconocer a los que hacen el bien” (1P 2:13-14). Cuando el
poder se utiliza para hacer justicia, nos gozamos.
Pero existe otro lado del poder: “Cuando los impíos gobiernan, el
pueblo gime” (Pro 29:2). El poder puede hacer mucho bien, pero tam-
bién puede hacer mucho daño. Cuando Roboán se convirtió en rey de
Israel, le dijo al pueblo: “Si mi padre les impuso un yugo pesado, ¡yo les
aumentaré la carga! Si él los castigaba a ustedes con una vara, ¡yo lo
haré con un látigo!” (1R 12:14). Cuando Labán, el cuñado de Isaac, vio
que Jacob estaba huyendo con su hija, le advirtió: “Mi poder es más que
suficiente para hacerles daño” (Gn 31:29).
Y aquí encontramos uno de los peligros del poder. Moralmente, no
es mejor que la meta que persigue. Es “bueno” de la misma manera en
que una sierra es buena—podemos utilizar una sierra para cortar leña,
pero también para destruir algo muy valioso. En nuestros mejores mo-
mentos, lo que amamos ver es que el poder sea utilizado para lograr
grandes y buenos propósitos.
La autoexaltación a través del poder
El poder no solo es peligroso porque puede ser utilizado para el mal,
sino también porque puede ser utilizado para exaltar a quien lo posee.
Debido a que todos los seres humanos admiramos la gloria, y el poder
puede ser parte de la gloria, todos somos tentados a conseguir poder
para que otros nos admiren. Nos encanta ser admirados y alabados, así
que utilizamos el poder que tenemos para conseguir aplausos. En otras
palabras, nuestro poder es utilizado para exaltarnos a nosotros mismos.
Esto es un gran peligro.
De hecho, para muchos, este anhelo de recibir atención y admira-
ción puede ser más profundo que el deseo por sexo o dinero. Estas cosas
no son fáciles de detectar. Jeremías exclamó: “Nada hay tan engañoso
como el corazón. No tiene remedio. ¿Quién puede comprenderlo?” (Jer
17:9). Es cierto, ¿quién puede? Como dijo David: “¿Quién puede discer-
nir sus propios errores? Absuélveme de los que me son ocultos” (Sal
19:12 NBLH).
En las relaciones sexuales, ¿la mujer anhela ser tocada por un hom-
bre, o ver su poder seductor en acción? En el caso del hombre, ¿desea es
ser excitado o admirado? Lo cierto es que están tan entretejidos que son
inseparables—en una persona, la meta es el placer sexual; en otra perso-
na, la meta es satisfacer su ego. Es imposible separar la lujuria por el po-
der de la lujuria por el sexo.
Esta indivisibilidad es más obvia en el caso del dinero y el poder. Las
personas con la capacidad de obtener riquezas no solo son tentadas a
acumular dinero, sino también a acumular símbolos de riqueza. Pocas
personas ricas esconden su riqueza. Visten su riqueza. Conducen su ri-
queza. Viven en riqueza. Se sientan en sillas que solo su riqueza puede
comprar. El vecindario donde viven proclama su riqueza. La clase de la
línea aérea en la que viajan proclama su riqueza. El hotel en el que se
hospedan proclama su riqueza.
Para la mayoría de las personas, el dinero perdería la mitad del pla-
cer que da si nadie supiera que lo tienen. El dinero dice: “Soy poderoso.
Tengo gran habilidad para conseguir riquezas. Tengo el poder intelec-
tual necesario para superar a mis competidores. Admira mi ética de tra-
bajo, mi ingenio, mi manejo del tiempo, mi astucia, mi capacidad para
relacionarme y mi valor para tomar los riesgos perfectos. Soy rico por
una razón. Soy rico porque tengo poder en mi interior”.
Jesús abordó este tema con sus discípulos en repetidas ocasiones. En
el Evangelio de Marcos, la profundidad de la codicia humana por el po-
der se hace dolorosamente evidente. Tres veces en el camino hacia Je-
rusalén, donde moriría, Jesús predice Su muerte, y la única respuesta
de Sus discípulos fue su codicia por el poder, como si no supieran que
para ser discípulo de Jesús debían negarse a sí mismos, tomar su cruz y
morir junto con Él. Lo que no podían comprender es que seguir a Jesús
significa muerte, no poder.
Tres advertencias
La primera la vemos en Marcos 8:31-32: “Luego [Jesús] comenzó a ense-
ñarles: El Hijo del Hombre tiene que sufrir muchas cosas y ser rechaza-
do por los ancianos, por los jefes de los sacerdotes y por los maestros de
la ley. Es necesario que lo maten y que a los tres días resucite. Habló de
esto con toda claridad”. Años después, Pedro diría que Cristo estaba
“dándoles ejemplo para que sigan Sus pasos” (1P 2:21).
Pero si vamos a Marcos 8, ¿qué leemos que dijo Pedro en ese mo-
mento? “Pedro lo llevó aparte y comenzó a reprenderlo” (Mr 8:32). En
otras palabras: “No dejaré que eso te suceda. Usaré mi fuerza para pro-
tegerte; lucharemos contra nuestros enemigos y los venceremos. No se-
rás avergonzado. Serás coronado”. Tenía buenas intenciones—pero es-
taba lleno de orgullo y de poder mal dirigido.
Así que “Jesús se dio la vuelta, miró a Sus discípulos, y reprendió a
Pedro. ‘¡Aléjate de Mí, Satanás! Tú no piensas en las cosas de Dios sino
en las de los hombres’. Entonces llamó a la multitud y a Sus discípulos.
‘Si alguien quiere ser Mi discípulo’, les dijo, ‘que se niegue a sí mismo,
lleve su cruz y me siga’” (v 33-34). Jesús había profetizado Su inminente
debilidad y muerte. Pedro respondió con poder. Y Jesús lo consideró
algo satánico. “¡Aléjate de Mí, Satanás!”.
La segunda advertencia la vemos en Marcos 9, mientras ellos pasa-
ban por Galilea. “Estaba instruyendo a Sus discípulos. Les decía: ‘El
Hijo del Hombre va a ser entregado en manos de los hombres. Lo mata-
rán, y a los tres días de muerto resucitará’” (Mr 9:31). Marcos comenta:
“Pero ellos no entendían lo que quería decir con esto, y no se atrevían a
preguntárselo” (v 32).
Poco tiempo después, Jesús les preguntó sobre qué hablaban en el
camino. Al menos sintieron algo de vergüenza al responder: “Pero ellos
se quedaron callados, porque en el camino habían discutido entre sí
quién era el más importante” (v 34). Imagina el doloroso desconcierto
de Jesús. Les acababa de decir por segunda vez que iba camino a Jerusa-
lén para ser rechazado y morir. Lo próximo que decidieron hacer estos
discípulos fue discutir acerca de quién de ellos sería el mayor—quién
tendría la posición más poderosa en el Reino. No les asombraba el amor
sacrificial de Jesús. Estaban consumidos por ellos mismos—por su po-
der.
Pacientemente, Jesús se sentó y les enseñó: “Si alguno quiere ser el
primero, que sea el último de todos y el servidor de todos. Luego tomó a
un niño y lo puso en medio de ellos. Abrazándolo, les dijo: ‘El que reci-
be en Mi nombre a uno de estos niños, me recibe a Mí; y el que me reci-
be a Mí, no me recibe a Mí sino al que me envió’” (v 35-37). Estas pala-
bras son asombrosas. No solo confrontan la actitud vanagloriosa y codi-
ciosa de los discípulos. También explican que es por medio de la humil-
dad (cuidar a un niño que no puede ofrecerte recompensa o renombre)
que “recibimos a Cristo” y “recibimos a Dios”. “El que recibe en Mi
nombre a uno de estos niños, me recibe a Mí; y el que me recibe a Mí,
no me recibe a Mí sino al que me envió”.
Este es el gran remedio para la enfermedad que es la codicia del po-
der. Cuando Jesús te muestra Su amor sacrificial e incomparable en la
cruz del Calvario, en lugar de entretenerte con una conversación sobre
tu propia grandeza, asómbrate de Su grandeza. Cuando nos asombra-
mos de Cristo y estamos satisfechos en Él, nuestra codicia por el poder
desaparece. Somos curados de la enfermedad universal del egocentris-
mo.
La tercera advertencia se encuentra en Marcos 10, y también fue
cuando “iban por el camino, subiendo a Jerusalén” (Mr 10:32 RVC). La
atmósfera estaba tensa. “… tenían miedo”. Una vez más, Jesús les dijo:
“Ahora vamos rumbo a Jerusalén, y el Hijo del Hombre será entregado
a los jefes de los sacerdotes y a los maestros de la ley. Ellos lo condena-
rán a muerte y lo entregarán a los gentiles. Se burlarán de Él, le escupi-
rán, lo azotarán y lo matarán. Pero a los tres días resucitará” (v 33-34).
En esta ocasión, no hay un lapso de tiempo. Inmediatamente, e in-
creíblemente, “Se le acercaron Jacobo y Juan, hijos de Zebedeo. ‘Maes-
tro’, le dijeron, ‘queremos que nos concedas lo que te vamos a pedir’.
‘¿Qué quieren que haga por ustedes?’ ‘Concédenos que en Tu glorioso
Reino uno de nosotros se siente a Tu derecha y el otro a Tu izquierda’”
(v 35-37). Les acababa de decir: “Se burlarán de Mí, me escupirán, me azo-
tarán y me matarán”. Y su primer pensamiento es quién de ellos tendrá
la posición de mayor gloria—el mayor poder.
Comprensiblemente, “Los otros diez, al oír la conversación, se in-
dignaron contra Jacobo y Juan” (v 41). Así que Jesús, otra vez y con la
misma paciencia, les enseñó.

42
Así que Jesús los llamó y les dijo: “Como ustedes saben, los que
se consideran jefes de las naciones oprimen a los súbditos, y los
altos oficiales abusan de su autoridad. 43 Pero entre ustedes no
debe ser así. Al contrario, el que quiera hacerse grande entre us-
tedes deberá ser su servidor, 44 y el que quiera ser el primero de-
berá ser esclavo de todos. 45 Porque ni aun el Hijo del Hombre
vino para que le sirvan, sino para servir y para dar Su vida en
rescate por muchos” (v 42-45).

Uno de los grandes aspectos de la gloria de Cristo es que pasó por el


valle de la humildad, del sufrimiento, del sacrificio y de la vergüenza
antes de subir a la montaña de la exaltación. Para eso vino el Hijo del
Hombre. Para servir. Para dar Su vida. Por eso el Padre lo exaltó y le dio
gran gloria.

7
Por el contrario, se rebajó voluntariamente, tomando la natu-
raleza de siervo y haciéndose semejante a los seres humanos. 8 Y
al manifestarse como hombre, se humilló a Sí mismo y se hizo
obediente hasta la muerte, ¡y muerte de cruz! 9 Por eso Dios lo
exaltó hasta lo sumo y le otorgó el nombre que está sobre todo
nombre (Fil 2:7-9).

Primero viene la debilidad, el sacrificio y la muerte. Después viene


la gloria. Esto es lo que Jesús les estaba enseñando y mostrando. No
puede ser al revés. Dios no lo permitirá. “Porque el que a sí mismo se
enaltece será humillado, y el que se humilla será enaltecido” (Mt 23:12).
Lo veremos más detalladamente en el siguiente capítulo, pero aquí de-
bemos recalcar que Jesús le está diciendo a Sus discípulos que el poder
se nos da para que sirvamos a los demás. El mayor poder está en la hu-
mildad y el servicio. Cuando renunciamos a nuestro afán por conseguir
poder, Dios nos da de Su poder, y cuando dejamos de buscar la alabanza
de los demás, Dios se complace en nosotros.
¿Por qué anhelamos la autoexaltación?
Así que el mayor peligro del poder es utilizarlo y anhelarlo para nuestra
propia exaltación. ¿Por qué hacemos eso? ¿Por qué los seres humanos
somos así? Las formas en que esto pudiera manifestarse son inconta-
bles; algunas son sutiles, y otras muy evidentes, pero es algo universal.
Todos somos egoístas. Todos deseamos ser exaltados, incluso cuando lo
manifestamos por medio de la aparente debilidad de la autocompasión.
Años atrás, en mi libro Deseando a Dios, hablé del tema de la siguiente
manera:

Cuando comparamos la jactancia con la autocompasión, pode-


mos entender mejor la naturaleza y la profundidad del orgullo
humano. Ambas son manifestaciones del orgullo. La jactancia es
la respuesta del orgullo al éxito. La autocompasión es la respues-
ta del orgullo al sufrimiento. La jactancia dice: “Merezco admi-
ración porque he logrado mucho”. La autocompasión dice: “Me-
rezco admiración porque he sacrificado mucho”. La jactancia es
la voz del orgullo en el corazón de los fuertes. La autocompasión
es la voz del orgullo en el corazón de los débiles. La jactancia
quiere demostrar autosuficiencia. La autocompasión quiere re-
saltar el autosacrificio.
La razón por la que la autocompasión no parece ser orgullo
es porque la persona aparenta tener cierta necesidad. Pero esa
necesidad nace de un ego herido, y el deseo de los que son auto-
compasivos no es que los demás los vean como inútiles, sino
como héroes. La necesidad que ellos sienten no surge de un sen-
tido de indignidad, sino de un sentido de dignidad no reconoci-
da. Es la respuesta de un orgullo que no recibe el reconocimiento
que desea.1
Nuestro amor por la alabanza y el poder (y, de ser necesario, por la
autocompasión) es engañoso y traicionero. No nos importa tanto quién
nos alabe. Deseamos ser aclamados, ya sea por un grupo de amigos la-
drones, por la congregación, por un padre, por nuestros hijos, por nues-
tros colegas, por nuestros compañeros de equipo o por nuestro novio.
¿Por qué tenemos estos anhelos? Porque todos hemos cambiado la
gloria de Dios por imágenes (Ro 1:23)—especialmente por la imagen que
vemos en el espejo. La razón por la que abusamos del poder es porque
no nos deleitamos en la gloria que hay en el hecho de que es a Dios a
quien le pertenece todo el poder. Cuando ignoramos la gloria de la pa-
sión que Dios siente por ser conocido y amado como la fuente de todo
poder, tomamos el poder para nosotros mismos y lo usamos para nues-
tro beneficio. Esa no es la razón por la que Dios creó el universo—ni por
la que nos creó a nosotros.
El propósito de Dios al mostrar Su poder
Dios creó el universo y lo gobierna para que Su poder—que sostiene,
provee y controla todas las cosas—sea manifestado y nos lleve a admi-
rarlo, a confiar en Él y a deleitarnos en Él. Él desea que Su poder sea co-
nocido. Y esto significa que nadie, en ningún lugar, en ningún momen-
to, debe proclamar otro poder que no sea el de Dios. No nos gusta esta
verdad y rechazamos el conocimiento de ella (Ro 1:28). Pero ahí está. Y
son buenas noticias, a pesar de que van en contra de nuestro deseo de
ser como Dios. Son buenas noticias porque Dios nos hizo de tal manera
que, aún siendo pecadores, nos encanta cuando el poder es usado para
lograr algo grandioso. La admiración por la grandeza—incluyendo la
grandeza del poder—es un gran deleite. Así que al leer los siguientes
textos sobre la exaltación del poder de Dios, debemos ser conscientes de
que esto es para Su gloria y nuestro gozo.
• Éxodo 14:4: “Yo, por Mi parte, endureceré el corazón del fa-
raón para que él los persiga. Voy a cubrirme de gloria, a costa
del faraón y de todo su ejército. ¡Y los egipcios sabrán que Yo
soy el Señor!”.
• Jueces 7:2: “El Señor le dijo a Gedeón: ‘Tienes demasiada
gente para que Yo entregue a Madián en sus manos. A fin de
que Israel no vaya a jactarse contra Mí y diga que su propia
fortaleza lo ha librado’”.
• Jeremías 16:21: “ les daré a conocer Mi mano poderosa. ¡Así
sabrán que Mi nombre es el Señor!”.
• Juan 19:10-11: “‘¿Te niegas a hablarme?’, le dijo Pilato. ‘¿No
te das cuenta de que tengo poder para ponerte en libertad o
para mandar que te crucifiquen?’. ‘No tendrías ningún poder
sobre Mí si no se te hubiera dado de arriba’, le contestó Je-
sús. ‘Por eso el que me puso en tus manos es culpable de un
pecado más grande’”.
• Romanos 9:17: “Porque la Escritura le dice al faraón: ‘Te he
levantado precisamente para mostrar en ti Mi poder, y para
que Mi nombre sea proclamado por toda la tierra’”.
• Romanos 9:22: “¿Y qué si Dios, queriendo mostrar Su ira y
dar a conocer Su poder, soportó con mucha paciencia a los
que eran objeto de Su castigo y estaban destinados a la des-
trucción?”.
• 2 Corintios 4:7: “Pero tenemos este tesoro en vasijas de barro
para que se vea que tan sublime poder viene de Dios y no de
nosotros”.
• 2 Corintios 12:9: “Te basta con Mi gracia, pues Mi poder se
perfecciona en la debilidad”.
Dios es el que tiene toda la gloria y todo el poder. Su propósito es
mostrar Su gloria para el asombro de Sus enemigos y el deleite de Su
pueblo. Por tanto, el mayor peligro de la naturaleza humana, que busca
exaltarse a sí misma, es que nos engaña haciéndonos pensar que el po-
der—cualquier poder—es nuestro por derecho. No lo es. Le pertenece a
Dios. Y se nos ha prestado a nosotros—en cierta medida—para usarlo
para llevar a cabo Sus grandes propósitos:

17
No se te ocurra pensar: “Esta riqueza es fruto de mi poder y de
la fuerza de mis manos”. 18 Recuerda al Señor tu Dios, porque es
Él quien te da el poder para producir esa riqueza… (Dt 8:17-18).

Es un error mortal—literalmente. Es absolutamente necio reclamar


el poder que le pertenece únicamente a Dios para nosotros mismos. Es,
por definición, traición. Y esa es una ofensa grave. La razón por la que
el camino hacia la vida eterna es un camino de fe es porque la misma
implica indignidad e impotencia. La fe nos quita la mirada de nosotros
mismos y la vuelve hacia Aquel que ofrece gracia y poder para salvar-
nos. Aferrarnos a la ilusión de la autosuficiencia—de que tenemos po-
der para salvarnos a nosotros mismos—es un suicidio. La salvación es
por fe en el poder de Otro, no en el nuestro.
El apóstol Pablo derriba toda pretensión que puedan tener los hom-
bres caídos en cuanto a su poder de salvarse a sí mismos, al decir en Ro-
manos 8:7-8: “La mentalidad pecaminosa es enemiga de Dios, pues no
se somete a la ley de Dios, ni es capaz de hacerlo [es decir, no tiene el
poder para hacerlo]. Los que viven según la naturaleza pecaminosa no
pueden agradar a Dios [no tienen el poder para hacerlo]”. Pablo está di-
ciendo que la naturaleza humana está tan radicalmente opuesta a Dios
que no tiene poder para cambiar su estado corrompido. Si somos salvos,
es solo por la gracia divina y omnipotente. Dios tiene que levantarnos
de entre los muertos (Ef 2:5). Tiene que abrir los ojos de los ciegos (2Co
4:6). Todo el poder para salvarnos viene de una fuente externa. Por eso
es que aferrarnos a nuestra ilusión de poder es algo mortal.
Los dos remedios para la adicción al poder
Los dos remedios para esta adicción mortal al poder los encontramos en
1 Pedro 2:21. Pedro acababa de decirle a los siervos que renunciaran al
poder de buscar venganza. Les dijo que es “digno de elogio que, por sen-
tido de responsabilidad delante de Dios, se soporten las penalidades,
aun sufriendo injustamente” (v 19). Esto parece reflejar debilidad. Es
una extraordinaria renuncia al uso del poder para la autoexaltación.
Más adelante, Pedro dice: “Para esto fueron llamados, porque Cristo su-
frió por ustedes, dándoles ejemplo para que sigan Sus pasos” (v 21).
En estas palabras vemos dos remedios para combatir nuestra ambi-
ción por el poder; uno está en las palabras “por ustedes” y el otro lo en-
contramos en las palabras “dándoles ejemplo”.
Por un lado, el pecado de nuestra codicia por poder, y nuestro deseo
de pagar mal por mal, debe ser expiado y perdonado. De otra manera,
no hay remedio para nosotros. Estamos perdidos. Por eso es que las pa-
labras “sufrió por ustedes” son tan cruciales. Tres versículos después,
Pedro ilustra lo que estas palabras significan: “Él mismo, en Su cuerpo,
llevó al madero nuestros pecados... Por Sus heridas ustedes han sido sa-
nados” (v 24). “Sufrió por ustedes” significa que Él “llevó nuestros peca-
dos” en Su sufrimiento. Este es el gran remedio para nuestra culpa:
cuando Cristo murió por nosotros, cargó con el pecado de nuestra codi-
cia por poder y con nuestro deseo de pagar mal por mal. El castigo que
merecíamos, del cual no podemos escapar, cayó sobre Él. Cuando nos
apartamos de nuestro pecado de codicia por el poder y empezamos a lu-
char para vivir en humildad y con el corazón de siervo de Jesús, no lu-
chamos como personas condenadas que intentan ganar aprobación. Lu-
chamos como personas perdonadas que intentan, por el poder del Espí-
ritu de Dios, llegar a ser lo que son.
El segundo remedio es que, en Su sufrimiento, Cristo estaba “dán-
donos ejemplo para que sigamos Sus pasos”. ¿Qué significa, para nues-
tras almas lavadas y perdonadas, tener al Hijo de Dios como el máximo
ejemplo del autosacrificio que conduce a la gloria?
Significa varias cosas, y los efectos que provoca en nosotros son
múltiples. Primero, por ejemplo, nos mueve a querer ser como Él. En
segundo lugar, nos asegura que el camino del sufrimiento, la debilidad
y el sacrificio realmente conduce a la gloria. Si Dios le exaltó y le dio un
gran nombre, también nos exaltará a nosotros. En tercer lugar, y quizás
el más importante, este ejemplo de sufrimiento es una parte esencial y
magnífica de la belleza de Cristo. Esta es Su gloria peculiar2—que dejara
tanta majestuosidad y tanto poder para ser desnudado, golpeado, escar-
necido, escupido y crucificado—, que hiciera esto sin defenderse es ini-
maginablemente glorioso. Sin duda, esta es una de las razones por las
que Pablo llama su mensaje el “glorioso evangelio de Cristo” (2Co 4:4) y
el “glorioso evangelio que el Dios bendito me ha confiado” (1Ti 1:11).
Así que los dos remedios para nuestra codicia por el poder y la au-
toexaltación son, primero, que ese pecado sea cubierto por la sangre de
Cristo y, en segundo lugar, que Dios abra nuestros ojos para que vea-
mos la gloria de Cristo como la satisfacción de nuestras almas. Nuestras
almas sedientas de poder son liberadas al ver y saborear una gloria que
es superior a la de la autoexaltación. Dios ha revertido el cambio de Ro-
manos 1:23—el cambio de la gloria de Dios por imágenes, como mi pro-
pia imagen, en la que busco gloria para mí mismo al exaltarme sobre los
demás con poder. Dios ha abierto nuestros ojos a la necedad, vileza y le-
talidad de tratar de luchar con Él por poder. Dios ha abierto nuestros
ojos a la belleza de lo que realmente es el poder. Nos ha permitido ver
que la más gloriosa manifestación de poder es el poder del evangelio,
donde Cristo caminó en debilidad hacia la gloria y el dominio eternos.
xiste un remedio—una liberación—que no solo nos rescatará de los
E peligros del dinero, del sexo y del poder, sino que cuando los use-
mos y disfrutemos de la forma en que Dios los diseñó, y por las razones
que Él nos los dio, desataremos todo el potencial que tienen.
Ese remedio es contemplar la gloria de Dios, la cual nos satisface por
completo. Si eso pudiera suceder—si la asombrosa belleza del sol pudie-
ra regresar al centro del sistema solar de nuestras vidas—entonces el di-
nero, el sexo y el poder gradualmente, o repentinamente, regresarían a
las órbitas donde glorifican a Dios, y descubriríamos para qué fuimos
creados. Restauraríamos el sistema solar que corrompimos cuando
cambiamos a Dios por otra cosa.
Toda la creación existe para decir:
“Dios es Dios; yo no lo soy”
Lo que hemos visto es que el poder es la capacidad para obtener lo que
valoramos. El dinero es un símbolo cultural que puede ser intercambia-
do por lo que valoramos. Y el sexo es uno de los placeres que valoramos.
Así que el posible beneficio del dinero, el sexo y el poder radica en la
manera en que muestran el valor de Dios. Dios es supremamente valio-
so en el universo. El universo fue creado para comunicar ese valor para
el deleite del pueblo de Dios.
Por tanto, el dinero existe para demostrar, a través de la forma en
que lo utilizamos, que Dios es más deseable que el dinero. El sexo existe
para demostrar que Dios es más deseable que el sexo. Y el poder existe
para demostrar que depender del poder de Dios es más deseable que
exaltar el nuestro. Todas las cosas existen para cumplir el propósito de
Dios en Su creación—mostrar el valor infinito y la belleza suprema de
Dios, los cuales vemos más claramente en el rescate de la humanidad
caída, para que podamos contemplar y disfrutar eternamente de la glo-
ria de Dios.
Y detrás de estas realidades están las verdades fundamentales de
que fuimos creados para glorificar y agradecer a Dios (Ro 1:21)—es decir,
para atesorar la gloria de Dios sobre todas las cosas, asombrarnos de Su
gloria, admirar Su belleza, disfrutar de Su perfección, satisfacernos en
Él, y experimentar profundo gozo en nuestra comunión con Él. De esta
manera, nuestras vidas—en el camino de la verdad, el amor y la justicia
—comienzan a reflejar la gloria que admiramos, y así estaremos glorifi-
cando a nuestro Dios. Para eso fuimos creados. Ese será nuestro mayor
placer y lo que le dará más gloria a Él.
Planetas muertos sin sol
Pero, desde la caída, todos hemos cambiado la gloria de Dios por otras
cosas (Ro 1:23), e instintivamente esas cosas nos parecen más interesan-
tes, más valiosas y más satisfactorias que Dios, lo cual es un gran insul-
to hacia Él (v 21). Si no nos arrepentimos y este pecado no se expía, tal
pecado nos conducirá a la ruina eterna que merecemos (2:8).
Hemos visto la gravedad de nuestra situación en la analogía del sis-
tema solar. La preferencia por otras cosas sobre Dios es como reempla-
zar al sol que está en el centro del universo por un planeta inferior—tal
como el dinero, el sexo, el poder o nosotros mismos—de tal manera que
los planetas del dinero, el sexo y el poder, que antes glorificaban a Dios
en sus órbitas correspondientes, ahora se encuentran peligrosamente
fuera de órbita.
El dinero zigzaguea por todos lados, despertando la codicia y la ava-
ricia, convirtiéndose en el motor de “la arrogancia de la vida” (1Jn 2:16)
y de la deshonestidad, la ansiedad, el robo, los sobornos y la malversa-
ción. El sexo está fuera de control, empujándonos hacia la fornicación,
el adulterio, la pornografía y la desnudez pública—o incluso hacia el te-
mor a la sexualidad, como si no fuera un regalo bueno de Dios. En todos
estos pecados, convertimos la gloria de Dios en vergüenza, y nuestra
vergüenza en “gloria humana”. Y el poder está haciendo estragos en no-
sotros, queriendo controlar, dominar y abusar de todos con tal de que
terminemos en un pedestal.
Toda esta ruina y destrucción viene porque hemos cambiado la glo-
ria de Dios, el sol radiante, por otras cosas—cosas que no pueden soste-
ner nuestras vidas. Encontramos más placer en estas otras cosas, o per-
sonas, que en Dios. El salmista dice en el Salmo 16:11: “Me llenarás de
alegría en Tu presencia y de dicha eterna a Tu derecha”. Pero Dios dice
en Jeremías 2:13: “Dos son los pecados que ha cometido Mi pueblo: Me
han abandonado a Mí, fuente de agua viva, y han cavado sus propias
cisternas, cisternas rotas que no retienen agua”. Fuimos creados para
vivir teniendo a Dios en el centro de nuestras vidas, con el resto de las
cosas en su órbita correspondiente. En lugar de ello, tenemos un siste-
ma solar con centros gravitacionales que compiten entre sí, dejando a
todo lo demás fuera de su órbita correcta.
Liberación inmerecida
Pero hay liberación. Hemos visto destellos de este remedio en los capí-
tulos anteriores. Ahora veremos cómo Dios se vuelve a colocar a Sí mis-
mo en el centro de nuestras vidas para que podamos disfrutarlo como
nuestra mayor satisfacción; en el próximo capítulo, veremos cómo este
redescubrimiento del lugar central de Dios pone a los planetas del dine-
ro, el sexo y el poder en sus órbitas correspondientes, donde glorifican a
Dios.
A pesar de la forma en que hemos insultado a Dios al preferir otras
cosas, Él, en Su inexplicable misericordia, ha hecho lo que no podemos
hacer por nosotros mismos, para darnos un futuro y una esperanza en
Él. Él hizo algo en la cruz. Hizo algo cuando nos dio vida espiritual e in-
clinó nuestros corazones a creer en Jesús. Y hace algo todos los días. El
resultado es que nos encontramos—tan indignos como somos—en Su
presencia, a Su mano derecha, donde hay plenitud de gozo y dicha eter-
na. Y toda nuestra vida es transformada.
Justificación: liberación de la culpa real y legal
Dios hizo algo en la cruz para traernos a Su presencia con gozo. “Cristo
murió por los pecadores una vez por todas, el justo por los injustos, a
fin de llevarlos a ustedes a Dios” (1P 3:18).
Si te has sentido temeroso y desanimado por los peligros que hemos
mencionado anteriormente, porque has sido destituido de la gloria de
Dios (Ro 3:23), anímate. Precisamente por eso vino Jesús al mundo. Es
por esta razón, como dice Pedro, que el justo murió por los injustos. Re-
cuerda Romanos 1:18—era por nuestra “maldad” que obstruíamos la
verdad de la gloria de Dios. Esa obstrucción maligna e injusta de la ver-
dad es la razón por la que Cristo murió. El justo sufrió por los injustos.
Ninguno de nosotros ha amado a Dios como Él merece ser amado.
Incluso como cristianos, nuestra fe y nuestro amor son imperfectos.
Por esto fue que Cristo murió—por todo esto. ¿Con qué fin? “A fin de
[llevarnos]… a Dios” (1P 3:18). El principal propósito de la cruz—la
muerte de Jesús—no era el perdón de los pecados, la justificación de los
impíos, quitar la ira de Dios, ni librarnos del infierno, por más precio-
sos que sean esos propósitos. Todos ellos son medios para un mayor fin.
Pedro nos dice cuál es ese propósito: Él “murió…a fin de [llevarnos]… a
Dios”. A la presencia de Dios. Para ver a Dios. Para conocer a Dios. Para
disfrutar a Dios. Cristo murió para llevarnos a Dios, aunque ninguno de
nosotros lo merezca.
En la vida perfecta de Cristo y en Su muerte en nuestro lugar, todas
las barreras legales que nos separaban de Dios fueron removidas. Ese es
el significado de la justificación. Cristo sufrió nuestro castigo. La santa
y justa ira de Dios fue satisfecha. Las justas demandas de la ley de Dios
fueron cumplidas en Él:
9
Y ahora que hemos sido justificados por Su sangre, ¡con cuánta
más razón, por medio de Él, seremos salvados del castigo de
Dios! 10 Porque si, cuando éramos enemigos de Dios, fuimos re-
conciliados con Él mediante la muerte de Su Hijo, ¡con cuánta
más razón, habiendo sido reconciliados, seremos salvados por
Su vida! (Ro 5:9-10).

Cuando somos unidos a Cristo mediante la fe, Su justicia cuenta a


favor nuestro y Dios nos ve como inocentes y justos en Cristo. Por ello,
Pablo dice: “No quiero mi propia justicia que procede de la ley, sino la
que se obtiene mediante la fe en Cristo, la justicia que procede de Dios,
basada en la fe” (Fil 3:9). Dios hizo esto por todos los que están en Cris-
to, al hacer a Cristo pecado por nosotros, para que pudiéramos ser justi-
ficados en Él:

Al que no cometió pecado alguno, por nosotros Dios lo trató


como pecador, para que en Él recibiéramos la justicia de Dios
(2Co 5:21).

De esta forma, todas las barreras legales que habían entre Dios y no-
sotros fueron removidas. Ahora podemos tener paz. “En consecuencia,
ya que hemos sido justificados mediante la fe, tenemos paz con Dios por
medio de nuestro Señor Jesucristo” (Ro 5:1). Y lo más valioso de esta
paz es que nos permite estar en la presencia del Dios de toda gloria,
donde hay plenitud de gozo y dicha eterna (1P 3:18; Sal 16:11).
Nuevo nacimiento: liberación de la muerte y la ceguera
espirituales
Cuando Dios aseguró nuestra justificación por medio de Su Hijo en la
cruz, también nos aplicó esa justificación por medio de Su Espíritu,
abriendo nuestros ojos para que nos volviésemos a Él en fe. Y al darnos
la vista, nos hizo verlo como el centro de nuestras vidas, como Aquel
que satisface todos nuestros afectos.
Nuestro problema no es solo externo y legal, sino también interno.
Estamos enfermos moralmente. Estamos muertos espiritualmente. No
podríamos disfrutar de los beneficios de la justificación si Dios no obra
un milagro para cambiarnos internamente. Estamos en peligro, no solo
porque somos merecedores de la ira de Dios, sino también porque esta-
mos muertos a la gloria de Dios. Es por esto que el dinero, el sexo y el
poder son tan peligrosos. Parecen más atractivos que Dios porque so-
mos ciegos espiritualmente y no vemos que la belleza de Dios satisface
por completo.
Para que esto cambie, debe haber justificación, pero también rege-
neración—un nuevo nacimiento. “De veras te aseguro que quien no
nazca de nuevo no puede ver el Reino de Dios” (Jn 3:3). Sin este cambio
profundo en nuestra naturaleza—de la muerte espiritual a la vida espi-
ritual—no podemos ver a Dios como Él es realmente. Y no podemos
confiar en Él ni valorarlo como deberíamos. Somos ciegos y necesita-
mos que Dios nos conceda la vista a través de un milagro. A esto a veces
se le conoce como el llamamiento eficaz de Dios—es la manera en que
Jesús llamó a Lázaro, quien llevaba cuatro días muerto: “Dicho esto,
gritó con todas Sus fuerzas: ‘¡Lázaro, sal fuera!’ El muerto salió, con
vendas en las manos y en los pies, y el rostro cubierto con un sudario”
(Jn 11:43-44). El llamado mismo creó lo que ordenó: vida. Y Lázaro, el
muerto, revivió y obedeció.
Uno de los textos más importantes sobre este milagro divino (llamar
a las personas de la oscuridad, la muerte y la ceguera a la luz y a la vida)
lo encontramos en 2 Corintios 4:3-6:

3
Pero si nuestro evangelio está encubierto, lo está para los que
se pierden. 4 El dios de este mundo ha cegado la mente de estos
incrédulos, para que no vean la luz del glorioso evangelio de
Cristo, el cual es la imagen de Dios. 5 No nos predicamos a noso-
tros mismos sino a Jesucristo como Señor; nosotros no somos
más que servidores de ustedes por causa de Jesús. 6 Porque Dios,
que ordenó que la luz resplandeciera en las tinieblas, hizo brillar
Su luz en nuestro corazón para que conociéramos la gloria de
Dios que resplandece en el rostro de Cristo.

Todos los incrédulos, dice Pablo, están ciegos a la gloria de Dios en


Cristo. Y Satanás se esfuerza para reafirmar y profundizar esa ceguera
de todas las formas posibles. Esta es una ceguera que no puede ver la
gloria de Dios en Cristo; así que esta es la oscuridad que cambia la gloria
de Dios por otras cosas—la oscuridad que quita a Dios del centro de
nuestro sistema solar y pone a planetas ridículamente inferiores en Su
lugar.
Observa cuidadosamente nuestra condición en el versículo 4: “El
dios de este mundo ha cegado la mente de estos incrédulos, para que no
vean la luz del glorioso evangelio de Cristo, el cual es la imagen de
Dios”. ¿Qué es lo que no podemos ver? No podemos ver la luz suprema
—la luz del glorioso evangelio de Cristo. Las personas pueden escuchar
el evangelio—la obra maestra de Dios en toda la historia del universo—
y no ser conmovidas, tal como pueden ver los Alpes, el Himalaya o las
galaxias y solo asentir y encender el televisor. Esa es nuestra condición.
Pero gracias a que Cristo murió por nosotros, Dios es capaz de llevar
a cabo el versículo 6 con una justicia perfecta. Lee, y pregúntate si Él ha
hecho esto por ti: “Porque Dios, que ordenó que la luz resplandeciera en
las tinieblas, hizo brillar Su luz en nuestro corazón para que conociéra-
mos la gloria de Dios que resplandece en el rostro de Cristo”. De la mis-
ma forma en que Dios creó la luz al principio de la creación con un lla-
mado soberano—“Hágase la luz”—también lo hace en el corazón huma-
no. A esto se le llama nuevo nacimiento, o regeneración, o llamamiento
eficaz. Dios habla y, por la omnipotencia de Su palabra, hace que vea-
mos la luz de la gloria de Dios en el rostro de Cristo. Como dijo Pedro:
“… los llamó de las tinieblas a Su luz admirable” (1P 2:9). El llamado nos
permite ver la gloria de Dios. ¡El intercambio perverso de Romanos 1:23
(la gloria de Dios por imágenes) llegó a su fin! La idolatría quedó atrás.
El gran insulto terminó. Ahora vemos con claridad y saboreamos la glo-
ria de Dios en Cristo.
Pero hay algo más que Dios hace para asegurar nuestra liberación de
los peligros del dinero, el sexo y el poder.
Liberación para que reflejemos Su gloria
Dios no se detiene al revelarnos la gloria de Cristo en este mundo. Co-
mienza con el nuevo nacimiento y continúa revelándonos la gloria de
Cristo. Nuestra nueva vida comenzó con un milagro—y continúa con
otro milagro. Ese milagro que Dios obra a través de Su Espíritu es nues-
tra transformación, para que nos parezcamos cada vez más a Aquel que
admiramos y disfrutamos—a Él mismo.
Solo unos versículos antes del texto que acabamos de ver en 2 Corin-
tios 4, Pablo escribe:

Así, todos nosotros, que con el rostro descubierto reflejamos


como en un espejo la gloria del Señor, somos transformados a Su
semejanza con más y más gloria por la acción del Señor, que es el
Espíritu (3:18).

Las palabras “reflejamos” y “somos transformados” están en tiempo


presente, lo que implica una acción que se está llevando a cabo—no solo
una vez, sino continuamente. “[Reflejando]… la gloria del Señor, somos
transformados”. Esto es lo que Dios hace cada día cuando lo buscamos
en Su Palabra. Es lo que hace cada semana cuando escuchamos la predi-
cación de Su Palabra y nos reunimos para adorar. Y es mi oración que lo
esté haciendo mientras lees este libro.
Muchos cristianos, especialmente los recién convertidos, quieren
un método de discipulado que los transforme rápidamente, solo si-
guiendo unos cuantos pasos claros y sencillos. Yo les advertiría en con-
tra de buscar desesperadamente este tipo de métodos. Esta forma de
pensar respecto al crecimiento y la transformación generalmente lleva
a la desilusión y, a veces, a una crisis de fe—¿por qué no funciona con-
migo?
La forma en que Dios quiere que crezcamos se parece más a la forma
en que cultivamos una planta o alimentamos a un bebé, que a como
construimos un muro—ladrillo por ladrillo, con un manual en la mano.
Cuando construyes un muro de esa forma, puedes ver cada ladrillo que
vas poniendo y puedes medir el progreso. Sostenemos el ladrillo; aplica-
mos una mezcla que lo mantenga en su lugar; colocamos el ladrillo.
¡Listo! ¡Crecimiento! El crecimiento del cristiano no funciona así. Es
más orgánico. No podemos controlarlo del todo y suele ser más lento.
Cuidado con los esquemas que ponen las cosas bajo tu control y pro-
meten más de lo que pueden cumplir. Considera la imagen presentada
en 1 Pedro 2:2-3:

… 2 deseen con ansias la leche pura de la palabra, como niños re-


cién nacidos. Así, por medio de ella, crecerán en su salvación, 3
ahora que han probado lo bueno que es el Señor.

La imagen es la de un niño que está creciendo. Al final del día, ¿pue-


des ver su crecimiento? No. ¿Al final de la semana? Probablemente no.
Pero al final del año—¡sí! ¿Controlaste el crecimiento añadiendo centí-
metros y gramos? No. Solo alimentaste al niño. Lo mantuviste limpio.
Lo protegiste del peligro. Y Dios lo hizo crecer.
Pedro nos dice que debemos “[desear] con ansias la leche pura de la
palabra”, de la forma en que un niño desea alimento cuando tiene ham-
bre. En otras palabras, ¡deséala de verdad! Llora por ella. No te calles
hasta que la consigas. ¿Qué es la leche? Dos pistas.
Primero, Pedro acababa de describir el nuevo nacimiento del cristia-
no en el capítulo 1, versículos 23 -25. Dijo: “Ustedes han nacido de nue-
vo… mediante la palabra de Dios que vive y permanece… y esta es la pa-
labra del evangelio que se les ha anunciado a ustedes”. Así que, el medio
que Dios ha utilizado para crear una nueva criatura en Cristo—la forma
en que obró el nuevo nacimiento—es Su palabra, especialmente la dul-
zura del evangelio. Así que cuando luego dice que este cristiano debería
desear la leche espiritual para su crecimiento, es natural pensar que se
sigue refiriendo a la palabra que le dio vida en primer lugar.
La segunda pista para pensar que Pedro estaba refiriéndose a la pala-
bra, es el siguiente versículo (2:3): “…ahora que han probado lo bueno
que es el Señor”. La palabra “probado” señala que Pedro sigue pensando
en esa leche. Y el sabor nos dice “que el Señor es bueno”. Así que con-
cluyo que la leche que debemos desear para nuestro crecimiento es la
bondad del Señor revelada en Su palabra. O, para ponerlo de otra ma-
nera, debemos leer la Palabra con la intención específica de probar la
bondad del Señor mientras leemos.
Pedro dice que el efecto de alimentarnos regularmente de esta leche
de la bondad de Dios en Su palabra será que creceremos en nuestra sal-
vación. Nuestro crecimiento llegará al clímax de la transformación to-
tal cuando Cristo regrese. Mientras tanto, habrá un crecimiento real y
gradual, aunque a veces sea lento.
Este crecimiento es un milagro y no está completamente bajo nues-
tro control. Obviamente, no debemos ser pasivos. Pero la obra espiri-
tual la hace Dios. Jesús relató una parábola para enfatizar la obra divi-
na en el crecimiento:

26
El Reino de Dios se parece a quien esparce semilla en la tierra.
27
Sin que este sepa cómo, y ya sea que duerma o esté despierto,
día y noche brota y crece la semilla. 28 La tierra da fruto por sí
sola; primero el tallo, luego la espiga, y después el grano lleno en
la espiga. 29 Tan pronto como el grano está maduro, se le mete la
hoz, pues ha llegado el tiempo de la cosecha (Mr 4:26-29).
Esta parábola es sobre el Reino de Dios en este mundo. Pero el prin-
cipio aplica para el crecimiento que el Reino de Dios da al creyente. El
objetivo de la parábola es explicar que, aunque el creyente siembre la
semilla (al tomar la leche espiritual de la bondad de Dios en Su palabra),
el tallo, la espiga y el grano crecen “sin que este sepa cómo”. No está
bajo nuestro control. Dios da el crecimiento. O, como dijo Pablo sobre
el crecimiento en la fe de los corintios:

6
Yo sembré, Apolos regó, pero Dios ha dado el crecimiento. 7 Así
que no cuenta ni el que siembra ni el que riega, sino solo Dios,
quien es el que hace crecer (1Co 3:6-7).

Ahora, volviendo al objetivo de esta sección: Dios nos transforma y


pone a los planetas de nuestras vidas en sus órbitas adecuadas, donde
exaltan a Cristo y satisfacen el alma, abriendo nuestros ojos para que
podamos contemplar Su gloria en la Palabra. “Así, todos nosotros, que
con el rostro descubierto reflejamos como en un espejo la gloria del Se-
ñor, somos transformados a Su semejanza con más y más gloria por la
acción del Señor, que es el Espíritu” (2Co 3:18). En otras palabras, lo que
sucede cuando bebemos constantemente de la Palabra y probamos la
bondad del Señor, es que Dios abre nuestros ojos para que veamos las
maravillas de Su gloria. Su bondad—Su gracia en acción—es el clímax
de Su gloria. Dios nos permite ver “las maravillas de [Su] ley” (Sal
119:18). Nos permite experimentar lo mismo que Samuel en Siló: “El Se-
ñor siguió manifestándose en Siló; allí se revelaba a Samuel y le comu-
nicaba Su palabra” (1S 3:21). Y viendo al Señor mismo, en la inmensidad
de Su grandeza y Su belleza, somos transformados. Nos amolda a Él.
Nos volvemos más parecidos a quien más admiramos.
Contemplando la gloria del Señor con el dinero, el sexo
y el poder
Por ejemplo, cuando bebo de la Palabra, donde se nos muestra que Je-
sús no se aferraba a las posesiones, al punto que no tenía ni siquiera
donde recostar Su cabeza, mi asombro hacia Su pobreza (una pobreza
que convirtió a muchos en ricos) me conmueve, me moldea y me libera
de mi amor al dinero.

57
Iban por el camino cuando alguien dijo: “Te seguiré a donde-
quiera que vayas”. 58 “Las zorras tienen madrigueras y las aves
tienen nidos”, le respondió Jesús, “pero el Hijo del Hombre no
tiene dónde recostar la cabeza” (Lc 9:57-58).

Cuando leo esa historia, conozco a Jesús. Veo la gloria de Jesús,


“que aunque era rico, por causa de ustedes se hizo pobre, para que me-
diante Su pobreza ustedes llegaran a ser ricos” (2Co 8:9). Lo veo. Lo
amo. Soy atraído hacia Él. Y veo que se entregó por mí. Su libertad del
amor al dinero empieza a liberarme del amor al dinero. Él es más admi-
rable que todos los ricos de Wall Street. El deseo de estar con Él y de ser
como Él aumenta en mi corazón. Eso es lo que sucede cuando veo Su
gloria en la Palabra.
Lo mismo sucede cuando observo Su vida sexual. Décadas de virili-
dad—sin embargo, no tuvo ningún momento de lujuria ni cometió acto
inmoral alguno. Las mujeres le seguían y estaban atentas a Sus pala-
bras. Prostitutas arrepentidas lloraban sobre Él y lavaban Sus pies con
sus cabelleras. Habló personalmente con una mujer que tuvo cinco es-
posos y estaba viviendo con un hombre que no era su esposo. Vivió una
vida que, desde cierto punto de vista, podría considerarse como una lle-
na de tentaciones sexuales. Pero nunca pecó. Se negó a Sí mismo perfec-
tamente, pero sin negar la bondad de la sexualidad. Es el ser humano
más pleno que ha vivido y nunca tuvo relaciones sexuales. Al verlo, lo
amo. Lo admiro. Me asombra la pureza de Su cuerpo y de Su alma. Y
hace que odie mi falta de compromiso. Quiero ser puro y ser hallado
santo en el último día; ser irreprochable. Su gloriosa pureza es conta-
giosa.
Cuando contemplo la Palabra y observo cómo Jesús utilizó Su po-
der, me asombro. En el jardín de Getsemaní, cuando estaba a punto de
ser arrestado, le dijo a uno de Sus discípulos enojados: “¿Crees que no
puedo acudir a Mi Padre, y al instante pondría a Mi disposición más de
doce batallones de ángeles?” (Mt 26:53). Claro que podía. Pero no lo
hizo. Tenía todo el poder a Su disposición y no lo utilizó. Se dirigió vo-
luntariamente a Su muerte: “Nadie me la arrebata [Mi vida], sino que
Yo la entrego por Mi propia voluntad” (Jn 10:18).
El poder de Jesús estaba siendo desplegado poderosamente en la
hora de Su mayor debilidad. Por ejemplo, la noche antes de Su muerte,
le dijo a Simón Pedro: “Simón, Simón, mira que Satanás ha pedido za-
randearlos a ustedes como si fueran trigo. Pero Yo he orado por ti, para
que no falle tu fe. Y tú, cuando te hayas vuelto a Mí, fortalece a tus her-
manos” (Lc 2:31-32). Notemos que Jesús utiliza la palabra “cuando” y no
“si acaso”: “Cuando te hayas vuelto a Mí”. Jesús estaba al mando aque-
lla noche. Cada detalle de Su juicio y ejecución se llevaba a acabo con-
forme a lo que Él y el Padre habían planeado. Satanás estaba obrando—
pero cada movimiento del maligno solo conseguía apretar más la soga
sobre su propio cuello.
¿Qué sientes al ver las glorias de Jesús mostradas de esta manera?
Yo siento expectación. Admiración. Amor. Temor de que si yo hubiera
estado ahí, le hubiera fallado. ¡Oh, cuánto anhelo caminar con Él, cono-
cerlo y ser como Él! Y en estos momentos de admiración, estoy siendo
transformado.
A esto me refiero cuando digo que el milagro de Dios en el nuevo na-
cimiento no se detiene con nuestra conversión. Él continúa transfor-
mándonos. Y lo hace al abrir nuestros ojos a la gloria de Jesús en la Pa-
labra. “[Reflejando]… la gloria del Señor, somos transformados”. La
manera en que utilizamos nuestro dinero, la forma en que expresamos
nuestra sexualidad y el modo en que ejercemos nuestro poder, son
transformados. La forma en que se ve dicha transformación en nuestras
vidas es lo que estudiaremos en el capítulo final.
uando nacemos de nuevo y Dios nos da la capacidad de recuperar
C la gloria de Dios como nuestro mayor tesoro y nuestro mayor pla-
cer, el sol regresa a su lugar central en el sistema solar de nuestras vi-
das, y todos los planetas regresan a las órbitas en que glorifican a Dios.
Veamos algunos ejemplos de lo que le sucede al dinero, al sexo y al
poder cuando vivimos como personas cuyos pecados han sido perdona-
dos y que ahora caminan en la luz; cuando nacemos de nuevo y la gloria
de Dios en Cristo ha sido restaurada como el mayor tesoro y el mayor
placer de nuestras vidas.
Utilizando el dinero para la gloria de Dios
Primero veamos 2 Corintios 8. Pablo le está escribiendo a los corintios
para motivarlos a ser generosos en su contribución a los santos en Jeru-
salén. Está viajando a las diferentes iglesias con el fin de recolectar una
ofrenda para los pobres, y quiere que estén preparados para su llegada.
Es por eso que les menciona el ejemplo de los creyentes en Macedonia:

1
Ahora, hermanos, queremos que se enteren de la gracia que
Dios ha dado a las iglesias de Macedonia. 2 En medio de las prue-
bas más difíciles, su desbordante alegría y su extrema pobreza
abundaron en rica generosidad (vv 1-2).

La gracia de Dios por medio del evangelio había llegado a Macedo-


nia y las personas habían sido radicalmente transformadas. El fruto de
sus conversiones se manifestó mayormente en su alegría, y después en
lo que esa alegría produjo: “En medio de las pruebas más difíciles, su
desbordante alegría y su extrema pobreza abundaron en rica generosi-
dad” (v 2). Nota que ellos experimentaron alegría y pruebas, así que esa
alegría no se debía a la ausencia de aflicciones—es evidente que al con-
vertirse en cristianos sus aflicciones habían aumentado. También nota
que conocían la alegría y la pobreza—“extrema pobreza”. Así que su ale-
gría no dependía de la ausencia de pobreza o de la ausencia de pruebas.
Era alegría en medio de pruebas y de pobreza. Entonces, ¿cuál era el
motivo de su alegría?
La gracia de Dios. Ellos habían recibido la gracia de Dios (v 1): es de-
cir, se les había predicado a Cristo, quien “murió por los pecadores una
vez por todas, el justo por los injustos, a fin de llevarlos a ustedes a
Dios” (1P 3:18). La gracia de Dios abrió sus ojos a la gloria de Dios. Ellos
conocían a Dios. Dios ya no era su enemigo; fueron reconciliados. Se re-
gocijaban en la esperanza de la gloria de Dios y en la vida eterna junto a
Él (Ro 5:2). Y esta alegría era tan grande que no fue opacada por las
aflicciones ni por la pobreza.
¿Cuál fue el efecto? “En medio de las pruebas más difíciles, su des-
bordante alegría y su extrema pobreza abundaron en rica generosidad”
(2Co 8:2). Su alegría desbordaba en forma de ofrendas en medio de su
pobreza. Esta es una imagen de lo que le sucede a nuestro dinero cuan-
do nuestro gozo ya no es el dinero, sino Dios. Somos liberados de la co-
dicia y de la avaricia, y nuestro dinero se convierte en un instrumento
de amor.
Nuestro dinero se convierte en una extensión visible de nuestro
gozo en Dios, dirigido hacia los demás. Eso es lo que dice el texto. Es
nuestra alegría lo que se desborda. Lo que fluye en forma de generosi-
dad hacia los demás es el gozo en Dios. ¡El punto no es simplemente que
le demos nuestro dinero a otro, ¡pues será igual de peligroso para cual-
quiera! El punto es mostrar, a través de nuestro amor, que Dios nos sa-
tisface tanto que somos capaces de gozarnos más en dar que en recibir—
que “hay más dicha en dar que en recibir” (Hch 20:35). Nuestra espe-
ranza es que los beneficiarios de nuestro gozo vean el verdadero regalo:
es decir, una imagen de la gracia del Dios que todo lo satisface.
Esto es lo que encontramos una y otra vez en el Nuevo Testamento,
especialmente en el libro de Hebreos:
• “También se compadecieron de los encarcelados, y cuando a
ustedes les confiscaron sus bienes, lo aceptaron con alegría,
conscientes de que tenían un patrimonio mejor y más per-
manente” (10:34).
• “[Moisés] prefirió ser maltratado con el pueblo de Dios…
Consideró que el oprobio por causa del Mesías era una mayor
riqueza que los tesoros de Egipto, porque tenía la mirada
puesta en la recompensa” (11:25-26).
• “Manténganse libres del amor al dinero, y conténtense con lo
que tienen, porque Dios ha dicho: ‘Nunca te dejaré; jamás te
abandonaré’” (13:5).
Atesorar a Dios sobre todas las cosas hace que nuestro dinero sea
una forma de expresar amor y adoración. El planeta del dinero pasa a la
órbita que Dios le ha asignado, y al hacerlo, refleja más intensamente la
belleza de Dios a través de nuestra generosidad.1
El gozo en Dios y nuestro uso del dinero
Por supuesto, el papel que desempeña el dinero en la vida y en la socie-
dad no se limita a las ofrendas especiales para los pobres. Y esta ense-
ñanza tiene implicaciones para cada uso que le damos al dinero en la
vida cristiana—desde las mesadas de los niños, hasta las inversiones en
el mercado, o los ahorros para comenzar un negocio. Cuando resumo el
objetivo de Pablo en 2 Corintios 8:2 diciendo: “Nuestro dinero se con-
vierte en una extensión visible de nuestro gozo en Dios, dirigido hacia
los demás”, no me refiero a que esto solo es relevante para los ministe-
rios de caridad o de misericordia. Me refiero a que esta verdad es nues-
tra guía básica para los sueldos, las inversiones, las políticas económi-
cas, el comercio global y cientos de otras formas en que podemos utili-
zar el dinero.
Un hombre de negocios no puede utilizar el dinero en el mercado de
valores de una forma que muestre que su gozo supremo está en Jesús si
no ha experimentado la gracia de Dios en el perdón de sus pecados, por-
que sus deseos no han sido renovados por medio del nuevo nacimiento,
razón por la que tampoco puede contemplar a Jesús para ser transfor-
mado. No estoy diciendo que esto es lo único que necesitamos. Las com-
plejidades de los negocios y la economía son enormes. Se necesitan mu-
chos principios bíblicos y mucha sabiduría para mostrar las glorias de
Cristo en los negocios de la vida. Pero sí me refiero a que la supremacía
de Cristo en nuestras vidas es esencial para hacer negocios que glorifi-
quen a Cristo y para dar ofrendas que exalten Su nombre.
De hecho, podría escribirse todo un libro sobre la relación entre la
misericordia hacia los pobres y la búsqueda de estrategias de mercadeo
que sean rentables. Se relacionan entre sí. Sería imposible aliviar toda
la pobreza del mundo por medio de la caridad. El amor que es impulsa-
do por la supremacía de la gracia de Dios no solo se muestra a través de
la generosidad; también se infiltra en los planes económicos, en las
prácticas empresariales y en las políticas de los gobiernos. No conozco
lo suficiente como para escribir sobre esto en detalle. Pero, como ejem-
plo de esto, les sugiero leer The Poverty of Nations: A Sustainable Solution
[La pobreza de las naciones: una solución sustentable], (Crossway,
2013), de Wayne Grudem y Barry Asmus.
Lo que debemos notar aquí es que el potencial que tiene el dinero
para exaltar a Cristo no está simplemente en la forma en que damos re-
galos u ofrendas, sino también en la manera en que gastamos y ahorra-
mos nuestro dinero, y en la manera en que hacemos negocios. La ver-
dad decisiva en la que me estoy enfocando es la misma en todos los ca-
sos. ¿Está la belleza de Cristo en el centro de tu vida, de tal manera que
controla no solo la órbita del dar, sino también las órbitas del gastar,
vender, intercambiar, invertir, pagar sueldos, pagar impuestos, crear
negocios y establecer las leyes y políticas gubernamentales? El potencial
del dinero para hacer el bien y glorificar a Dios es tan real en estas esfe-
ras económicas como lo es en nuestras relaciones personales con los ne-
cesitados que nos rodean. El tema central siempre es: ¿Es Dios tu mayor
tesoro? Y, ¿queremos eso para los demás? ¿Es nuestro uso del dinero un
reflejo de nuestra admiración por la gracia y la gloria de Dios?
Disfrutando el sexo para la gloria de Dios
En 1 Timoteo 4:1-5, Pablo confronta a ciertos falsos maestros que decían
que los cristianos tenían que renunciar al placer, que no debían usar sus
cuerpos para disfrutar del sexo en el matrimonio, ni para comer libre-
mente. Pablo dijo que estas enseñanzas eran diabólicas.

1
El Espíritu dice claramente que, en los últimos tiempos, algu-
nos abandonarán la fe para seguir a inspiraciones engañosas y
doctrinas diabólicas. 2 Tales enseñanzas provienen de embuste-
ros hipócritas, que tienen la conciencia encallecida. 3 Prohíben el
matrimonio y no permiten comer ciertos alimentos… (v 1-3).

Eso enseñaban los falsos maestros. A lo que Pablo responde:

… 3 que Dios ha creado [es decir, el sexo y los alimentos] para que
los creyentes, conocedores de la verdad, los coman con acción de
gracias. 4 Todo lo que Dios ha creado es bueno, y nada es despre-
ciable si se recibe con acción de gracias, 5 porque la palabra de
Dios y la oración lo santifican (v 3-5).

Para aquellos que conocen la verdad del evangelio, quienes se delei-


tan en la Palabra de Dios, quienes oran (¡Santificado sea Tu nombre!) y
quienes dedican todo a Dios, el sexo en el matrimonio y los placeres de
la comida son santificados—es decir, el sexo y la comida son separados
de la pecaminosidad de este mundo, y hechos puros y hermosos porque
son parte de la bondad de Dios.
No debemos avergonzarnos por la sensualidad del sexo en el matri-
monio, tal como la Biblia lo muestra, algunas veces gráficamente:

18
¡Bendita sea tu fuente! ¡Goza con la esposa de tu juventud! 19 Es
una gacela amorosa, es una cervatilla encantadora. ¡Que sus pe-
chos te satisfagan siempre! ¡Que su amor te cautive todo el tiem-
po! 20 ¿Por qué, hijo mío, dejarte cautivar por una adúltera? ¿Por
qué abrazarte al pecho de la mujer ajena? 21 Nuestros caminos es-
tán a la vista del Señor; Él examina todas nuestras sendas (Pro
5:18-21).

No es vergonzoso que los “caminos [de un hombre estén] a la vista


del Señor” cuando los pechos de su esposa lo satisfacen. Por eso Dios la
hizo de esa manera—e hizo al hombre con esos deseos. De hecho, que
esta satisfacción en ella esté “a la vista” del Señor apunta a la verdad de
que nuestro gozo en lo que Dios creó está diseñado para disfrutarse en
Dios. Existe algo de esto en todas las glorias del mundo. No debemos de-
leitarnos en Su creación en lugar de en Él, o más que en Él, sino por Él y
porque hay algo de Él en todo lo que es bueno y hermoso. Los cielos
cuentan la gloria de Dios. Debemos ver esa gloria. Y adorarlo. Así es
también con los pechos de nuestras esposas. Esos pechos nos dicen algo
sobre la gloria de Dios, la bondad de Dios, la belleza de Dios y más. De-
bemos percatarnos de ello y adorarlo mientras los disfrutamos.
El libro de Cantares está en la Biblia, entre otras razones, para que
tomemos en serio el exquisito placer físico entre un esposo y su esposa,
quienes representan a Cristo y Su iglesia. El asunto no es que anulemos
el placer físico de este canto viéndolo solamente como una imagen de
Cristo y la iglesia. Sí creo que debemos ver a Cristo y a la iglesia en la re-
lación que aparece en Cantares de la forma en que Pablo la ve en Efesios
5:22-33. Pero el peligro es que solo la veamos en una dimensión metafó-
rica y no en la física. En lugar de ello, debemos permitir que este canto
nos impresione, al leer que este tipo de relación que Dios diseñó entre
un hombre y una mujer sea la imagen de los placeres entre Cristo y Su
iglesia, y que además pueda ser descrita con palabras como las que el es-
poso usa para dirigirse a su esposa:

5
Tus pechos parecen dos cervatillos, dos crías mellizas de gacela
que pastan entre azucenas. 6 Antes de que el día despunte y se
desvanezcan las sombras, subiré a la montaña de la mirra, a la
colina del incienso. 7 Toda tú eres bella, amada mía; no hay en ti
defecto alguno (Cnt 4:5-7).
3
Tus pechos parecen dos cervatillos, dos crías mellizas de ga-
cela. 4 Tu cuello parece torre de marfil. Tus ojos son los manan-
tiales de Hesbón, junto a la entrada de Bat Rabín. Tu nariz se
asemeja a la torre del Líbano, que mira hacia Damasco. 5 Tu ca-
beza se yergue como la cumbre del Carmelo. Hilos de púrpura
son tus cabellos; ¡con tus rizos has cautivado al rey! 6 Cuán bella
eres, amor mío, ¡cuán encantadora en tus delicias! 7 Tu talle se
asemeja al talle de la palmera, y tus pechos a sus racimos. 8 Me
dije: “Me treparé a la palmera; de sus racimos me adueñaré”.
¡Sean tus pechos como racimos de uvas, tu aliento cual fragancia
de manzanas, 9 y como el buen vino tu boca! (Cnt 7:3-9).

Y en palabras como estas de la esposa:

3
Ya me he quitado la ropa; ¡cómo volver a vestirme! Ya me he la-
vado los pies; ¡cómo ensuciarlos de nuevo! 4 Mi amado pasó la
mano por la abertura del cerrojo; ¡se estremecieron mis entrañas
al sentirlo! 5 Me levanté y le abrí a mi amado; ¡gotas de mirra co-
rrían por mis manos! ¡Se deslizaban entre mis dedos y caían so-
bre la aldaba! (Cnt 5:3-5).
La pregunta de Ana
Mientras este libro se estaba editando, grabamos otro programa de Pre-
gúntale al pastor John, y una mujer llamada Ana preguntó:

¿De qué forma el sexo entre un esposo y su mujer es un ejemplo


práctico de Cristo y Su iglesia?

Aquí está mi respuesta2

Mencionaré tres cosas. Y no dudo que esto sea muy superficial


en comparación a lo que personas más preparadas puedan expli-
car.
Primero, en Efesios 5 vemos muy claramente la diferencia en-
tre los roles del esposo y la esposa. Ella debe sujetarse a su lide-
razgo, el cual debe reflejar el de Cristo. Pero también vemos, tan
claramente como lo primero, que debe haber una reciprocidad al
tratar de bendecir y satisfacer al otro, a la vez que el liderazgo y
la sumisión trabajan juntos para lograr el máximo placer. En 1
Corintios 7:4, Cristo dice que el hombre no tiene autoridad so-
bre su cuerpo, sino que lo tiene la esposa, y que la mujer no tiene
autoridad sobre su cuerpo, lo tiene el esposo, y eso crea un esta-
do de igualdad.
Pero la intención de Pablo no era decir que hay igualdad en la
cama matrimonial. El punto es que la esposa a veces tiene deseos
y que el esposo, en amor, debería querer satisfacerlos y esforzar-
se por lograrlo; y que el esposo tiene deseos que la esposa, en
amor, debería querer satisfacer y esforzarse igualmente por lo-
grarlo.
Pero en su proceder, la forma en que el hombre procura la sa-
tisfacción de la esposa está en su liderazgo y su iniciativa. Y esto
no elimina las iniciativas particulares de la esposa, pero sí esta-
blece un contexto en el que el esposo debe ser el líder fuerte, ca-
riñoso y creativo en este evento que representa a Cristo y la igle-
sia.
Así que mi primera respuesta es que a través de las relaciones
sexuales que ocurren dentro del contexto del matrimonio, la be-
lleza, la complejidad y el misterio del liderazgo y la sumisión se
llevan a cabo en su expresión más satisfactoria.
En segundo lugar, la razón por la que el extraordinario placer
del orgasmo simultáneo es tan maravilloso, no es solo para seña-
larnos hacia el éxtasis de conocer a Cristo, sino también para
darnos una muestra de ese éxtasis. En otras palabras, cuando Je-
sús dice que Él es el pan de vida (Jn 6:35, 48), Su intención es que
probemos algo de Su vida en nuestro pan favorito de nuestra pa-
nadería preferida. El placer de ese símbolo, cuando es consagra-
do a Dios, se convierte en una muestra del placer de lo que ver-
daderamente representa: a Cristo en el pan.
Así es con el placer de la cama matrimonial como símbolo de la
comunión entre Cristo y la iglesia. Cuando un matrimonio se
ama y lleva ese amor a un clímax en la consumación del acto se-
xual, y después se encuentran recostados, descansando, agrade-
cidos, sus corazones deberían estar rebosantes ante lo maravillo-
so que es Cristo: que les permite experimentar tanto placer, y
que a través de ese placer les muestra cómo es Él y cuán preciosa
es la relación entre la iglesia y su Esposo.
En tercer lugar, diré que las metáforas generalmente son reali-
dades muy inferiores a las que representan. Un anillo de bodas
es precioso. Aún conservo el mío. Creo que solamente me lo he
quitado dos veces en mis 46 años de matrimonio. Así que mi ani-
llo de bodas es muy valioso para mí. Pero el anillo no es tan pre-
cioso como el matrimonio o los placeres del matrimonio que el
mismo representa. Y el placer sexual en el matrimonio es precio-
so, pero no tan precioso como la relación con Jesús que el mis-
mo representa.
Jesús dijo que en el mundo venidero no habrá matrimonio
(Lc 20:35). Ahora, eso puede parecer como una total desilusión
para aquellos que han disfrutado de los placeres de la cama ma-
trimonial. Pero si alguien te dijera: “En el futuro, te quitaré tu
anillo de bodas, y todo lo que tendrás es un éxtasis mayor al que
ese anillo representa”, ¿estarías desilusionado? Quizá un poco,
pero no por mucho tiempo. En otras palabras, los placeres se-
xuales del matrimonio no solo apuntan al placer que gozamos
actualmente al conocer y amar a Cristo, sino también al mundo
venidero, donde el anillo—es decir, los placeres en esta analogía
—será quitado, y experimentaremos la realidad de una forma in-
finitamente superior, a tal grado que hasta nos preguntaremos
cómo pudimos estar satisfechos con el mejor sexo del mundo.
El mundo se ha robado lo que le pertenece a los
creyentes
Todo esto es parte de lo que Pablo tenía en mente en 1 Timoteo 4:3-5,
cuando dijo:

3
Dios [lo] ha creado para que los creyentes, conocedores de la
verdad, [lo reciban] con acción de gracias… 5 porque la palabra
de Dios y la oración lo santifican.

El sexo es para “los creyentes, conocedores de la verdad”. Podría-


mos perder esto de vista, ya que Hollywood ha arrancado las cortinas
del lecho matrimonial, el cual es sagrado, y lo que se supone debe ser un
placer santo ahora se ha convertido en algo vil y barato para el especta-
dor. Podríamos ser tentados a pensar que el sexo es utilizado de una ma-
nera tan pecaminosa, y que profana tanto la santidad de Cristo, que
quizá los cristianos no deberían participar del mismo, a menos que sea
para tener hijos.
Pablo dice lo contrario. El mundo se ha robado lo que le pertenece a
los creyentes, y los creyentes deben recuperarlo. El sexo le pertenece a
los cristianos, porque el sexo le pertenece a Dios. “Dios [lo] ha creado
para que los creyentes, conocedores de la verdad, [lo reciban] con ac-
ción de gracias”. Si es utilizado por aquellos que no conocen la verdad,
se prostituye. Ellos han cambiado la gloria de Dios por imágenes. Han
movido al sexo de su lugar asignado por Dios, el matrimonio. Pero ellos
no saben lo que hacen y el precio que pagarán en esta vida y en la veni-
dera es incalculable.
Los placeres del sexo fueron creados para los creyentes. Están dise-
ñados de manera que los hijos de Dios sean los que más los puedan dis-
frutar. Él guarda Sus mejores regalos para Sus hijos. Y mientras disfru-
tamos del regalo que es el sexo, decimos, por medio de nuestro pacto de
fidelidad hacia nuestro cónyuge, que Dios es mejor que el sexo. Y los
placeres del sexo en sí mismos son muestras de la bondad de Dios. Este
placer es inferior a lo que disfrutaremos con Él cuando estemos a Su
diestra; pero es más de lo que el mundo jamás experimentará en su sexo
mal utilizado. Y en ese placer, probamos parte de la exquisitez de Dios.
En el capítulo uno, definí el sexo como “la experiencia de una esti-
mulación erótica, la búsqueda de dicha experiencia, o el intento de pro-
ducir esa experiencia en otra persona”. No he separado esas tres partes
en este capítulo. El enfoque ha sido en cómo experimentamos los place-
res sexuales del cuerpo y la mente. Pero espero que sea claro que las for-
mas en que los buscamos y los obtenemos tienen implicaciones. Creo
que si conocemos la clave para glorificar a Dios en el placer sexual, las
implicaciones de buscarlo y producirlo serán obvias. Cuando el valor y
los placeres de Cristo son supremos, todas las dimensiones del sexo, in-
cluyendo el experimentar los placeres, buscarlos y producirlos—y la
abstención del placer—encontrarán su expresión bíblica, la cual exalta
a Cristo.
Todo lo que Dios ha hecho es bueno. Todo ha sido hecho para que
adoremos a Dios y amemos a los demás. Y esto es verdad tanto en los
banquetes como en el ayuno, en la unión sexual y en la abstinencia. El
sexo fue creado para la gloria de Cristo—para la gloria de guardar el
pacto de fidelidad en el matrimonio, y para la gloria de la castidad en la
soltería.3 Siempre es bueno. El sexo es siempre una ocasión para mos-
trar que el Dador del sexo es mejor que el sexo mismo. Cuando la gloria
del Dios que todo lo satisface regresa al centro del sistema solar de nues-
tras vidas, el planeta del sexo—¿deberíamos llamarle Venus?—se mue-
ve hacia la órbita que le ha sido asignada por Dios, en la cual exalta a
Cristo.
Viviendo en poder para la gloria de Dios
Finalmente, cuando la gloria del poder de Dios es nuestro gozo, en lugar
de exaltar nuestro propio poder, somos liberados para vivir poderosa-
mente en el poder de Dios. Cuando queremos exaltarnos a nosotros
mismos y gobernar sobre otros, nos estamos olvidando del poder que
Dios nos ha dado para exaltarle. Pero cuando nos arrepentimos de nues-
tro orgullo y nos humillamos, Dios nos da de Su poder para servir a los
demás, no para dominarlos. Esta feliz humildad y este servicio sacrifi-
cial muestran la suficiencia de la gloria del poder de Dios para suplir to-
das nuestras necesidades (Fil 4:19; 2Co 9:8).
Nos gozamos al ser vasijas de barro porque esto muestra el poder de
Dios, y ese es el propósito de la creación y la meta de nuestra vida en
Cristo. “Pero tenemos este tesoro en vasijas de barro para que se vea
que tan sublime poder viene de Dios y no de nosotros” (2Co 4:7). Este es
nuestro gozo. Estamos contentos en medio de nuestra debilidad porque
Cristo ha prometido venir y ser nuestra fortaleza en medio de la necesi-
dad, lo cual muestra Su gloria, no la nuestra. Jesús le dijo a Pablo (y nos
lo dice a nosotros): “Te basta con Mi gracia, pues Mi poder se perfeccio-
na en la debilidad”. “Por lo tanto”, Pablo responde, “gustosamente haré
más bien alarde de mis debilidades, para que permanezca sobre mí el
poder de Cristo” (2Co 12:9). Esto es lo que significa tener al planeta del
poder de regreso en su órbita, con el poder de Dios en el centro de nues-
tro sistema solar. Amamos ser el lugar en donde el poder de Cristo, no
el nuestro, es exaltado.
Un versículo precioso, y uno de mis favoritos
¿Cuántos cientos de veces he leído en mi vida 1 Pedro 4:11?

El que habla, hágalo como quien expresa las palabras mismas de


Dios; el que presta algún servicio, hágalo como quien tiene el po-
der de Dios. Así Dios será en todo alabado por medio de Jesucris-
to, a quien sea la gloria y el poder por los siglos de los siglos.
Amén.

Este es uno de los pasajes más claros de la Biblia sobre cómo el poder
debe ser utilizado para llevar a cabo los propósitos de Dios en la crea-
ción y en la redención del mundo. Se combinan el servicio y el poder.
Nuestro servicio y Su poder.
Es un gran misterio. ¿Has experimentado esto? Utilizamos nuestros
pensamientos, voluntad, esfuerzos y habilidades para ayudar a otros; y,
sin embargo, al mismo tiempo no estamos pensando, ni deseando, ni
haciendo las cosas en nuestro propio poder, sino en el de Dios. ¡Qué
gran milagro! Esta es la gran obra que hace el Espíritu Santo cuando
quitamos la vista de nosotros mismos y servimos a los demás confiando
en la promesa de Dios: “Te fortaleceré y te ayudaré; te sostendré con Mi
diestra victoriosa” (Is 41:10). La fe en las promesas de Dios es el canal
por el cual recibimos el poder que se nos ha prometido.
Y el Dador del poder recibe la gloria. Ese es el gran objetivo. Es el
mejor de los tratos: Nosotros recibimos la ayuda. Él recibe la gloria. Y
como nuevas criaturas y humildes hijos de Dios, estamos contentos de
que así sea. Cualquier cosa que haga que nuestro Padre sea visto como
alguien grandioso es lo que nos hace felices. Y cuando Su Gloria nos
hace felices, Él se glorifica en nuestras vidas. Esta es la razón por la que
el poder existe—tanto el Suyo como el que Él nos da como regalo.
Cuando Dios nos da poder—y lo hace de muchas formas—Su objeti-
vo es ser glorificado por la manera en que usamos ese poder. Por ejem-
plo, Pablo dice en 1 Corintios 2:4-5: “No les hablé ni les prediqué con pa-
labras sabias y elocuentes sino con demostración del poder del Espíritu,
para que la fe de ustedes no dependiera de la sabiduría humana sino del
poder de Dios”. A Pablo se le dio el poder del Espíritu en su ministerio—
así como a todos los llamados—pero el objetivo de Dios, y el de Pablo,
no era que las personas lo tuvieran en gran estima, sino que pudieran
ver a Dios, saborear a Dios y confiar en Dios como el único que todo lo
satisface.
Como hijos de Dios, somos justificados por la sangre de Cristo, nace-
mos de nuevo por medio del Espíritu, somos transformados progresiva-
mente al contemplar Su gloria en la Palabra (como vimos en el capítulo
5), y nunca dejamos de necesitar la ayuda divina para ver el poder de
Dios como algo glorioso. Siempre corremos el peligro de codiciar el po-
der para la autoexaltación, porque perdemos de vista la grandeza y la
belleza del poder de Dios a favor nuestro.
Es por esto que Pablo ora por los creyentes de Éfeso así: “Pido tam-
bién que les sean iluminados los ojos del corazón para que sepan a qué
esperanza Él los ha llamado, cuál es la riqueza de Su gloriosa herencia
entre los santos, y cuán incomparable es la grandeza de Su poder a fa-
vor de los que creemos. Ese poder es la fuerza grandiosa y eficaz” (Ef
1:18-19). Los ojos de nuestro corazón son propensos a cerrarse. Dejamos
de ver la “incomparable grandeza de Su poder a favor de los que cree-
mos”—y cuando esa luz se desvanece, la codicia inevitable que surge en
su lugar es por nuestro propio poder y por nuestra autoexaltación.
Por tanto, vemos que una de las maneras en que Dios nos libera de
los peligros del poder es a través de la oración. Pablo ora por los santos
—cristianos—para que “sepan… cuán incomparable es la grandeza de
Su poder a favor de los que creemos”. Si Pablo oraba así, debemos ha-
cerlo nosotros también, tanto por nosotros como por los demás. Al con-
templar la gloria del poder de Dios seremos transformados; y siendo
transformados, no codiciaremos el poder para exaltarnos a nosotros
mismos. La oración es tanto un recordatorio para nosotros, como una
promesa hacia Dios de que nunca olvidaremos a quién le pertenece el
poder—es decir, a Dios—, quién es que otorga el poder—Dios—y quién
merece ser exaltado por la forma en que utilizamos el poder—Dios. Un
enfoque así, centrado en Dios, nos libera de codiciar poder para nues-
tros propios beneficios. Cuando seamos libres de esa codicia, viviremos
para los demás y Dios será glorificado.
Quizá deberíamos ver otra ilustración de la forma en que Pablo ora-
ba para que el poder de Dios se manifestara en todos nuestros actos de
obediencia. Todo lo que hacemos (tal como 1P 4:11 implica) debe hacerse
en dependencia del poder de Dios, para que Él reciba la gloria. Pablo
oraba por esto una y otra vez. Por ejemplo, en la segunda carta a los te-
salonicenses, él escribe: “Por eso oramos constantemente por ustedes,
para que nuestro Dios los considere dignos del llamamiento que les ha
hecho, y por Su poder perfeccione toda disposición al bien y toda obra
que realicen por la fe” (2Ts 1:11). Toda resolución de hacer una buena
obra debería ser hecha “por la fe”—es decir, en dependencia de la gracia
de Dios. De esa forma, dice Pablo, será hecha “por Su poder”. Pablo ora
para que esta sea la meta y el motor de todas nuestras obras, y nosotros
deberíamos hacerlo también. Ora para que tus obras sean hechas por la
fe en el poder de Dios, no en el tuyo.
Digno de poder
Al final de los tiempos, cuando toda esta historia termine y Dios haya
completado Su obra, Su pueblo le adorará por siempre. Y cuando este-
mos ante Él, diremos una y otra vez: “Digno eres, Señor y Dios nuestro,
de recibir… el poder, porque Tú creaste todas las cosas; por Tu voluntad
existen y fueron creadas” (Ap 4:11). Cantaremos: “Digno es el cordero…
de recibir el poder” (5:12); y: “… el poder y la fortaleza son de nuestro
Dios por los siglos de los siglos. ¡Amén!” (7:12); y: “¡Aleluya! La salva-
ción, la gloria y el poder son de nuestro Dios…” (19:1).
En todas las obras de la creación y la redención, Dios ha tenido este
gran propósito: “… mostrar en ti Mi poder” (Ro 9:17); para que todo el
mundo conozca “que Yo soy el SEÑOR” (Éx 14:4). Esta es Su meta, no
porque Su poder sea, en sí mismo, Su esencia, sino porque es esencial
para la totalidad de Su gloria, la cual Él desea comunicar a través de to-
das Sus obras. Por eso creó al mundo, y nos creó a nosotros: “… todo el
que sea llamado por Mi nombre, al que Yo he creado para Mi gloria…”
(Is 43:7).
Por medio de la justificación, la regeneración y la transformación
progresiva hacia la semejanza de Dios, Él ha revertido el gran intercam-
bio (Ro 1:23) que arruinó la vida y nos hizo amar el poder en lugar de a
Dios. Ahora existe la posibilidad—de hecho, es una realidad para millo-
nes—de vivir en el poder que Dios da, para que en todo Dios sea glorifi-
cado a través de Jesucristo. Es una gran redención.
Cuando vivimos de esta manera, el sol de la gloria de Dios ocupa su
lugar central, y todas las demás cosas están en su órbita correspondien-
te, llevándonos a ser humildes, felices y fructíferos, glorificando a Dios
en todo.
Vivir en la luz, por tanto, no es simplemente disfrutar del sol que es
la presencia de Dios; es ser controlados por la fuerza gravitacional de Su
belleza en cada aspecto de nuestras vidas—los planetas—, incluyendo el
poder, el sexo y el dinero.
l dinero, el sexo y el poder. Tres preciosos regalos de Dios. Tres pe-
E ligros listos para destruir nuestro placer, nuestra riqueza y nues-
tras almas. Tres hermosas formas en las que podríamos adorar y amar.
¿La diferencia? Vivir en la luz—“… hizo brillar Su luz en nuestro cora-
zón para que conociéramos la gloria de Dios que resplandece en el ros-
tro de Cristo”—que satisface el alma, nos libera, nos permite celebrar a
Dios, y nos envía a servir.
Este es el deslumbrante sol que debería ocupar el lugar central en
nuestras vidas, pues es la realidad que mantiene a todos los planetas en
su lugar correspondiente. O podríamos decir con el profeta Malaquías:
“Pero para ustedes que temen Mi nombre, se levantará el sol de justicia
trayendo en sus rayos salud” (Mal 4:2). Sabemos que se refería a Jesu-
cristo. El Hijo es ese sol. Zacarías, el padre de Juan el Bautista, dijo algo
parecido cuando describió la llegada del Mesías: “ la Aurora nos visitará
desde lo alto…” (Lc 1:78 LBLA). ¿Y cuál fue el efecto profetizado cuando
el Hijo viniera a ser el centro de todas las cosas? “Y ustedes saldrán sal-
tando como becerros recién alimentados” (Mal 4:2).
Donde hemos estado
Comenzamos el primer capítulo imaginándonos que el dinero, el sexo y
el poder son como grandes icebergs que están flotando en el mar de la
vida. Por debajo de la superficie son masivos, y tienen bordes afilados
que pueden perforar un barco tan profundamente como para hundirlo
en el fondo del océano. Vimos la descripción de esos peligros desde el
capítulo dos hasta el capítulo cuatro.
En el capítulo uno también vimos que existe otra forma de ver el di-
nero, el sexo y el poder. Podrían ser islas flotantes de comida cuando se
acaban las provisiones de nuestro barco, o combustible cuando estamos
varados en el mar, o un fruto exótico para endulzar nuestra dieta marí-
tima. Vimos esta descripción en el capítulo seis.
Lo que he hecho—tratar de advertir y cautivar—no fue mi idea. Esta
es la forma en que la Biblia está escrita. Dios sabe lo que necesitamos;
así que nos lo dejó en Su Palabra. Necesitamos descripciones claras de
los peligros del dinero, el sexo y el poder, y conocer cuán propensos so-
mos a convertirlos en nuestros dioses, en el centro de nuestras vidas. Y
necesitamos descripciones claras de lo gloriosos que pueden llegar a ser
cuando solo Dios es nuestro Dios. Así que, en este libro, hemos estado
luchando en dos frentes, tal como debería ser en nuestras vidas. Por un
lado, los planetas del dinero, el sexo y el poder amenazan con usurpar el
lugar central del sol en nuestras vidas. Por otro lado, la religión falsa
amenaza con sacarlos de nuestro sistema solar, haciéndonos creer que
son invasores que no pertenecen en nuestra vida. La Biblia nos enseña
otro camino. Cuando el Hijo ocupa Su glorioso lugar en el centro de
nuestro sistema solar, la fuerza gravitacional de Su belleza corrige la
trayectoria de todos los demás planetas y hace que todo el sistema cante
de gozo.
La perspectiva general
Pero la Biblia no es un libro de autoayuda para maximizar nuestro po-
tencial a través del dinero, el sexo y el poder. Es un libro sobre la caída
del hombre, de su ceguera y su necedad—un libro sobre cómo hemos
corrompido todo lo que hemos tocado. Y es un libro sobre la interven-
ción de Dios para salvarnos de los usos destructivos del dinero, el sexo y
el poder. Así que he intentado entrelazar esa redención—nuestro único
remedio y liberación—a través del libro, enfocándome en ella en el ca-
pítulo cinco.
En cuanto a nuestra propia experiencia, la esencia del asunto es que
habíamos cambiado la gloria de Dios por otras cosas. Preferimos a los
dioses del dinero, el sexo y el poder más que a Dios mismo. Él no era
nuestro tesoro. Si aún no confías en Cristo como tu tesoro, entonces
esos dioses aún son tu tesoro. Así que Dios solucionó el problema a tra-
vés de la muerte y resurrección de Cristo, justificándonos, regenerán-
donos y transformando nuestros corazones, para que ese cambio devas-
tador fuese revertido. Dios está siendo restaurado a Su lugar de supre-
macía en nuestras vidas.
Somos transformados a medida que la gloria del sol va resplande-
ciendo cada vez más en nuestras almas. El dinero, el sexo y el poder ya
no nos dominan. Dios es quien nos atrae y el que reina en nuestras vi-
das. Esto significa que esos regalos ahora apuntan a lo que valoramos
supremamente: a Dios mismo. No es que sean nada, pero tampoco lo
son todo. Son regalos de Dios para nuestro bien y para el bien del mun-
do. Es parte de la gracia de Dios que esos regalos que son para nuestro
beneficio también sean para Su gloria. Cuando aprendemos a disfrutar-
lo a Él sobre todas la cosas, estos regalos reflejan más fielmente Su bon-
dad y Su gloria.
Examinándonos
Como alguien que ha dedicado la mayor parte de su vida a pensar, pre-
dicar y escribir sobre las enseñanzas de la Biblia, me he percatado de lo
fácil que es para mí leer sin darme cuenta—ver sin observar, oír sin es-
cuchar, recibir sin practicar. Quizá seas como yo en este punto. Si es
así, permíteme terminar invitándote a detenerte y preguntarte seria-
mente en qué aspecto de tu vida Dios no está en el centro. Al evaluar tu
vida diaria, ¿cuáles dirías son esos planetas que se han salido de las ór-
bitas que Dios les ha asignado? ¿Qué evidencia hay de que la gran fuer-
za gravitacional en el centro de tu vida es la gloria de Dios? ¿Existen
formas en que el dinero, el sexo o el poder ocupan el centro de tu siste-
ma solar, o en que estos regalos hayan sido rechazados por completo?
¿Puedes decir gozosamente: “Soy justificado delante de Dios en Je-
sucristo porque confío en Él—mis pecados son perdonados”? ¿Puedes
decir: “Nací de nuevo—soy una nueva criatura en Cristo”? ¿Puedes afir-
mar alegremente: “Mi ceguera ante la belleza de Jesús ha sido quitada.
Mis ojos han sido abiertos. Veo la luz del evangelio de la gloria de Cris-
to. Él se ha convertido en mi supremo tesoro”?
¿Tienes el hábito de contemplar a Dios, y todas Sus excelencias, con
el propósito de ser transformado, día a día, de gloria en gloria? ¿Lo bus-
cas en Su Palabra? ¿Fijas tu mente en Él y en Sus caminos?
Te invito a hacer todo esto. Toma tu Biblia, la preciosa Palabra de
Dios. Clama a Dios en oración para que te ilumine. Encuentra, o valora,
una iglesia que crea en la Biblia y únete a esas personas en adoración,
en el estudio de la Palabra y en el servicio. Mantén este enfoque hasta
que el Señor regrese o hasta que Él te llame a casa. No importa cuáles
sean las aflicciones que pudieras enfrentar, si Cristo es el centro de tu
vida—si caminas en Su luz—ellas nunca arruinarán las órbitas que Dios
ha establecido para todas las cosas en tu vida—incluyendo el dinero, el
sexo y el poder. Mantén a Cristo como el centro de tu vida y estarás sa-
tisfecho; el mundo será servido; y Dios será glorificado.
ste pequeño libro comenzó con un gran privilegio. Me invitaron a
E predicar en unas reuniones llamadas Revive en el verano de 2015
en Canterbury, Inglaterra. La visión de Co-Mission, quien organizó esta
reunión, se resume en esta frase: “Una pasión: para sembrar, para Lon-
dres, para Cristo”. Es un movimiento que planta iglesias en Londres.
Hablar a esas iglesias fue un gran privilegio, y reunirme con sus líderes
fue muy alentador. Agradezco a Dios por lo que vi. La familia Coekin
nos mostró a Noël y a mí la clase de hospitalidad que amamos.
Mi tema para ese fin de semana fue Viviendo en la luz: dinero, sexo y
poder. La longitud original de esos mensajes prácticamente se ha tripli-
cado para convertirse en este libro.
Estoy agradecido con The Good Book Company por mostrar interés en
los mensajes y por guiarme para que, como libro, fuese lo más útil posi-
ble.
La ayuda de David Mathis, el editor ejecutivo en desiringGod.org, es
indispensable cuando tengo que trasladar pensamientos de mi mente al
papel, y para convertir mensajes en libros. Este proyecto no sería una
realidad sin él. Y no es la primera vez.
Todos los que forman parte del equipo de desiringGod.org, y del
equipo de oración en nuestra iglesia local, siempre me ayudan con su
ánimo, apoyo y oraciones. Dios ha sido muy bueno conmigo. Mi ora-
ción es que todos seamos protegidos de los peligros del dinero, el sexo y
el poder, y que utilicemos estos regalos para la gloria de Cristo y para el
bien—especialmente el bien eterno—de la iglesia.
Capítulo 2
1. Roy E. Ciampa y Brian S. Rosner, The First Letter to the Corinthians [Primera Car-
ta a los Corintios], The Pillar New Testament Commentary, (Eerdmans, 2010),
p. 264. Algunos estudiosos piensan que las palabras del versículo 18—“Todos
los demás pecados que una persona comete quedan fuera de su cuerpo”—no
son propias de Pablo, sino que está citando a sus adversarios en Corinto, de
forma similar a como citó a sus oponentes en los versículos 12 y 13. Eso es una
posibilidad, pero particularmente pienso que la redacción en griego, con la
inclusión de la cláusula relativa (o` eva.n poih,sh| a;nqrwpoj), no suena como
una cita. En cualquiera de los casos, la declaración de Pablo al final del ver-
sículo 18 es que la inmoralidad sexual realmente es un pecado contra el cuer-
po.
Capítulo 3
1. George Macdonald: An Anthology [Una antología], ed. C.S. Lewis (The Centenary
Press, 1946), p. 45.
2. Macdonald: An Anthology, p. 106.
3. Audio disponible (en inglés) en desiringgod.org/interviews/by-series/ask-pas-
tor-john
Capítulo 4
1. John Piper, Desiring God: Meditations of a Christian Hedonist [Deseando a Dios:
meditaciones de un cristiano hedonista], edición revisada (Multnomah, 2011), p.
302.
2. Para leer más sobre esta “gloria peculiar” de Cristo, y sobre la forma en que se
relaciona a cómo podemos conocer la Palabra de Dios (Su Hijo y las Escritu-
ras), ver John Piper, A Peculiar Glory: How the Christian Scriptures Reveal Their
Complete Truthfulness [Una gloria peculiar: Cómo las Escrituras cristianas reve-
lan su completa verdad] (Crossway, 2016), especialmente el capítulo 13.
Capítulo 6
1. Estos actos de generosidad no son solo aquellos que manifestamos diariamente
en la forma en que tratamos a la gente, dando “al que te pida” (Mt 5:42), sino
también en los esfuerzos más estratégicos a nivel comunitario y global, como
se representa en Steve Corbett y Brian Fikkert, When Helping Hurts: How to
Alleviate Poverty Without Hurting the Poor… and Yourself [Cuando ayudar hace
daño: cómo aliviar la pobreza sin hacer daño al necesitado ni a uno mismo]
(Moody, 2014); y Wayne Grudem y Barry Asmus, The Poverty of Nations: A Sustai-
nable Solution [La pobreza de las naciones: una solución sustentable] (Crossway,
2013).
2. Audio disponible en desiringgod.org/interviews/by-series/ask-pastor-john
3. En This Momentary Marriage: A Parable of Permanence [Pacto matrimonial: pers-
pectiva temporal y eterna], (Crossway, 2012), escribí dos capítulos sobre la
soltería, en los que intenté demostrar cómo la sexualidad del seguidor de
Cristo que es soltero es para la gloria de Dios, y las implicaciones de esto.

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