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En tiempos de lucha por ampliación de derechos, la

literatura también funciona como herramienta


para tramitar y denunciar el abuso sexual infantil.
Virginia Feinmann delinea “un pequeño corpus” de
obras que le ponen lenguaje a un tema al que suelen
faltarle palabras precisas. Detecta sentidos y
dolores comunes en cuentos de Silvina Ocampo,
Lucia Berlin, Aurora Venturini, Claire Keegan,
Etgar Keret, entre otrxs.

Para víctimas, para victimarios, testigos o cómplices involuntarios, el abuso sexual


infantil sigue estando en el terreno de lo inefable: es eso que todos saben pero
nadie puede decir. “No hallaste fórmula pudorosa ni clara ni concisa de
confesarte”, escribe Silvina Ocampo en su cuento “El pecado mortal”. Lo que le
sucedió a la pequeña protagonista con Chango, el criado de la familia, no figuraba
en su lista de pecados. No tenía nombre. 
 
Incluso al preparar un taller literario sobre el tema me sugirieron suavizar el título.
¿No es muy crudo proponer el análisis de ocho cuentos sobre abuso sexual
infantil? Sí, es muy crudo. Le puse “Narrar lo imperdonable”, pero le mantuve el
subtítulo: “Ocho cuentos sobre abuso sexual infantil”.
 
Nunca es posible decirlo tan claro sin que alguien se atragante con lo que está
comiendo. “Tengo una historia familiar difícil”, “Había un pariente enfermo”,
“Perdón, esto me pasa por lo que sufrí de chica”, “El segundo marido de mamá era
pedófilo” son algunas fórmulas sustitutas, hechas de rodeos y sobreentendidos, y
expresadas recién después de mucho, mucho, tiempo. 
 
El año pasado una eminencia de la traumatología me dijo que ya no tenía sentido
que siguiera consultándola. Me trataba por un dolor agudo en las lumbares, pero
no encontraba nada en la tomografía así que, para ella, no había dolor. Y cuando
insistí, agregó algo tan determinante que todavía puedo reproducirlo de memoria:
“No atiendo situaciones donde priman los síntomas por sobre lo objetivable por un
sujeto externo”. Mi dolor estaba ahí, pero no aparecía en las placas, no era
objetivable por un sujeto externo. 
 
Es posible que la razón por la que el ser humano produce literatura sea la
necesidad de nombrar aquello que se escapa del campo de lo observable. Quizá
la literatura sea ese esfuerzo incesante por mostrar también el dolor, por volverlo
visible, de mil maneras, en miles de escenarios distintos, con personajes
excéntricos o aburridos, jóvenes o viejos, argentinos, noruegos o chinos, lo que
late, lo que subyace en cada historia es, tal vez siempre, el dolor. 
 
Afortunadamente profesionales más sensibles trataron mi espalda. Pero también
me ayudó escribir y leer y no es que la literatura deba tener una misión, sino que
varias veces, a su pesar, la cumple.
 
En relación con el abuso infantil, a falta de las palabras precisas, es sorprendente
la cantidad de piezas literarias que vienen a prestar universos y voces para dar
cuenta del hecho. 
 

 
 
Nadie viene a tomar tu champagne 
 
Silvina Ocampo y Anna Kazumi Stahl son dos autoras que, con 40 años de
diferencia y registros muy distintos, sitúan el abuso en familias de clase alta.
Señorial la primera: el campo los domingos, una casa desde donde se ve el río con
barcos, procesiones de tranvías y el reloj de los ingleses, un vestido de tafetas
tornasolado para ir al Teatro Colón. Nuevos ricos norteamericanos los segundos:
un banquero con un Cadillac color esmeralda, asientos de cuero beige y aire
acondicionado, la mesa de billar, el champagne y la máquina de hacer hielo: el
abuso sucede “hasta en las mejores familias”.  
 
En “El pecado mortal”, Ocampo nos captura con una segunda persona incisiva,
acusatoria: hiciste, no hiciste, no huiste, sentiste, sabías. ¿Quién es la que habla
así? Y, más importante aún, ¿a quién le habla? Avanzamos en la lectura, y la que
habla sabe cosas que sólo puede haber sabido la niña que vivió el abuso; sin
embargo, sobre el final lamenta no ser su contemporánea. La que habla, entonces,
es ella misma, muchísimos años después. Viene a contarse una vez más, viene a
decirse ojalá pudiera –ojalá pudiera, con todo lo que sé hoy– hacer que dejes de
atormentarte, decirte que no fue un pecado mortal. La segunda persona como
estilo narrativo trasunta un diálogo interno, una recursividad mascullatoria,
incesante. La forma en este caso está al perfecto servicio del contenido: alguien
habla permanentemente consigo mismo, porque no pudo hablar con nadie más.
 
Ni Ocampo ni Kazumi (en “La chica de al lado”) escriben jamás la palabra abuso.
Por elipsis, reflejan el hecho tal como se produce en la vida real: no se dice de
frente, pero está clarísimo. Es magistral el modo en que la protagonista de Kazumi
descubre que su vecina sufrió abuso en la infancia. Un gesto rápido y experto, que
sólo el contacto con un hombre puede haberle enseñado. La rememoración, ya
desatada a partir de ahí, y el recuerdo de un entorno social, el suburbio rico
estadounidense, que en vez de avalar, en este caso, de algún modo condenaba:
“Su padre solía servir champagne los días primero de enero, sacaba a la vereda
unas mesitas plegables y servía copas para toda la vecindad. Pero nadie iba. Ahora
lo recuerdo: nadie iba”.
 
La pobreza y la inocencia
 
Bernardo Kordon y Claire Keegan, uno en Buenos Aires en los años 60 y otra en
Irlanda en 2007, llevan el abuso al terreno rural. Se trata de un tópico recurrente
para Keegan –ella misma nacida y criada en una granja de County Wicklow– que
en “El regalo de despedida” vuelve a poner a las mujeres en relación con los
animales de la granja: las jóvenes sangran por primera vez cuando las yeguas
entran en celo, los hombres burdos les palmean las ancas en el baile de Navidad,
el granjero huele ácido, como el whisky que les dan a los corderos enfermos, las
manos del padre que hurgan en el camisón son manos fuertes, manos de ordeñar.
 
Pareciera que en la pobreza no hay inocencia posible: todo está al descubierto. De
los animales ya se aprenden y se imitan los ritos del amor. A diferencia de los
buenos modales de la clase alta –de esa noción tan bien captada por Lucia Berlin
de que el abuso no suele ser ataque directo sino seducción– el padrastro de “Un
hombre en la casa” se impone a rebencazos. Asquea, amenaza y asusta hasta
lograr la parálisis de la niña. Y si en la ciudad las madres se distraen entre tragos
sofisticados y compromisos sociales, en el campo no pueden evitar ver el hecho
de frente, en toda su obviedad, y muestran sumisión, complicidad directa en el
caso de Keegan, o el recurso intermedio de mandar a la hija a trabajar lejos en el
caso de Kordon, donde la madre agrega una frase fuera de las coordenadas de lo
concebible: “Que te aproveche otro antes que mi propio marido”. 
 
Desatender los consejos
 
En “Resfriado” del israelí Etgar Keret la víctima es un niño. La escena tiene lugar en
el consultorio de un acupunturista chino y también es oriental el clima –ascético,
retaceado, minimalista– de los diálogos y la descripción. El abuso está apenas
marcado, a riesgo de pasar inadvertido. Descubrir sus huellas en el texto es un
ejercicio de investigación, y resulta fascinante que el recurso final resida en el
lenguaje, el idioma, las dificultades de un chino para hablar hebreo y de dos
israelíes para entenderlo: en las palabras que pueden rescatar se cifra el mensaje,
para quien se atreva a tomarlo. 
 
Todo lo contrario sucede con Aurora Venturini, escritora logorreica, coprolálica,
maestra del exceso y del feísmo, que en “El marido de mi madrastra” construye un
escenario sórdido y expuesto donde se describen desde los granos y los pelos
hasta los chancros de la sífilis. 
 
En los extremos, sin embargo, ambos plantean la posibilidad de la palabra como
sanación: “Alguien me aconsejó que nunca contara estas escenas, pero en cierto
modo descargo mi subconsciente atosigado y advierto mejoría hepática”, escribe
Venturini en ese texto desbordado. 
 
A este pequeño corpus temático de cuentos se suman Alejandra Kamiya, Agustina
Bazterrica, Paulina Flores, John Cheever, Samanta Schweblin, Sergio Fitte, Anna
Lee Walters y decenas de textos inéditos. 
 
En tiempos de lucha por la ampliación de derechos, tiempos de agencia y de
enunciación, la literatura también puede ser un modo de elicitar estos hechos,
hundidos en la memoria y la culpa, de visibilizar, de contarse –a una misma y a lxs
demás–, de ir encontrando la forma de narrar lo imperdonable. 

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AUTORES

Virginia Feinmann
CRONISTA

Es escritora y traductora. Publica cuentos en Verano/12, Revista Letras


Libres, Diario La Gaceta, Revista El Coloquio de los Perros (España),
Revista Socompa. En 2016 editó su primer libro de ficción, Toda clase de
cosas posibles (Colección Mulita) y en 2018 su segundo libro, Personas
que quizás conozcas (Emecé). Ver más

María Elizagaray Estrada


ILUSTRADOR

Es diseñadora gráfica recibida en 2016 de FADU -UBA. Desde entonces


toma cursos y talleres varios. Disfruta hacer collages, cuidar las plantas,
bordar, tejer y todo lo que pueda hacer con sus manos combinando técnicas
y herramientas. Es una persona curiosa, le gusta estar en constante
exploración descubriendo nuevas formas de crear. Junto con dos amigas
forma HIENA tm, un espacio donde experimentan, repiensan y cuestionan su
rol como comunicadoras. Ver más

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Ensayos Qué es Anfibia
San Martín, Prov. de Buenos
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Jueves 2 septiembre de 2021 ® Todos los derechos reservados. Anfibia - Crónicas y Relatos de no ficción.

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