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ALGUNOS TEMAS DE HISTORIA MEDIEVAL

La época visigoda

El origen de los godos se sitúa en el área del mar Báltico, entre las actuales zonas meridional de la
península escandinava y septentrional de Polonia y Alemania. En este último territorio se asentarán los
godos entre los siglos II a.C. y el III d.C. A mediados de este último siglo se inicia un periodo de
migraciones que llevará a una parte de este pueblo a las zonas de Ucrania y Moldavia. A partir del año
291 ya tenemos claramente diferenciados a los godos en dos grandes grupos, los Tervingi-Vesi y los
Greutingi-Ostrogothi, conocidos en el mundo romano como Visigodos y Ostrogodos, respectivamente,
denominaciones que servían para diferenciar a los godos de Occidente y de Oriente.

En el siglo IV se inicia el proceso de cristianización arriana de los visigodos. El impulsor de esto fue
Ulfilas, obispo de los godos entre el 340 y el 383, que tradujo la Biblia a la lengua goda. Este obispo
fue un seguidor del arrianismo que, a partir de entonces y hasta el 589 año del III Concilio de Toledo,
sería la confesión religiosa seguida por los visigodos. Estos aparecen ya como pueblo cristianizado a
finales del siglo, en el año 395.

Primeros contactos de los visigodos con el Imperio Romano

El siglo IV marca el inicio del contacto entre los visigodos y el Imperio Romano. El primer testimonio
sería la concesión a este pueblo del status de federados en el año 332 por el emperador Constantino,
con el objeto de frenar las incursiones alamanes en la zona fronteriza del río Danubio. Posteriormente,
y con motivo de la presión de los hunos, los visigodos solicitaron del emperador Valente autorización
para cruzar la frontera y asentarse en Tracia (en la zona de la actual Bulgaria). Las tensiones que el
asentamiento produjo desencadenaron un conflicto con los romanos, quienes fueron derrotados por los
visigodos en la batalla de Adrianópolis en el 378, donde murió el emperador Valente. El nuevo
emperador Teodosio renovó el pacto de federación con los visigodos, que se establecieron en la zona
de los Balcanes. Este hecho, sin embargo, produjo tensiones en ambos bandos, entre los partidarios y
los enemigos de la incorporación de los visigodos a la estructura del imperio.

Los visigodos en Occidente

En el 401 los visigodos dirigidos por Alarico, quien ya era denominado rey, entran en Italia. En esta
época se asiste a una fuerte presión por parte de los pueblos bárbaros sobre el imperio romano de
Occidente, y en ella los visigodos actuarán coyunturalmente como enemigos o aliados de este imperio
occidental. En el 408, y como consecuencia de un giro antivisigodo en la administración imperial que
llevó aparejado el incumplimiento de los pactos, Alarico sitia Roma. Dos años más tarde, el ejército
visigodo toma la ciudad, que es duramente saqueada.

A fines del 410 muere Alarico en el sur de Italia y es elegido rey Ataulfo. Este rey pactó en el 413 un
acuerdo de federación con el imperio de Occidente, mediante el cual se permitía asentarse a los
visigodos en las Galias. Un año después, Ataulfo se casó con Gala Placidia, hermana del emperador
Honorio, quien había sido tomada como rehén en el saqueo de Roma. Ataulfo fue un defensor del
orden romano y favoreció e impulsó la integración de los visigodos en la estructura del Imperio.
Obligado por los romanos a penetrar en Hispania, se estableció en Barcelona, donde fue asesinado en
el 415.

El proceso de formación del estado visigodo peninsular (del inicio del asentamiento al reinado de
Atanagildo)
El asentamiento en la península ibérica durante la época del reino visigodo de Tolosa
El primer estado territorial visigodo se creó como consecuencia de un pacto, en el año 418, entre el
emperador romano de Occidente, Honorio, y el rey de los visigodos, Walia. Dicho pacto otorgaba a los
visigodos la consideración de federados del imperio romano, con lo que se comprometían a guardar el
orden establecido y a combatir a los pueblos vándalos, alanos y suevos presentes desde su entrada en el
año 409 en la Península Ibérica. A cambio, y en virtud de dicho acuerdo, se les concedía a los
visigodos los territorios de Aquitania y zonas circundantes - en el sudoeste y parte del este de la actual
Francia-, donde establecieron su capital en Tolosa (hoy Toulouse).

La política de expansión territorial del Reino visigodo de Tolosa, que se inicia con Teodorico II (453-
466), y se continúa con Eurico (466-484), va a tener como consecuencia la entrada de contingentes
visigodos en la península ibérica y el inicio del proceso de asentamiento. Este territorio era ya
conocido por los visigodos debido a su entrada en la provincia Tarraconense y la estancia en Barcelona
entre el 414-415, dirigidos por el rey Ataulfo. El proceso de penetración traerá como consecuencia que
al final del reinado de Eurico una gran parte de la península ibérica, a excepción del reino Suevo -
localizado en los territorios actuales de Galicia, norte de Portugal, y oeste de León, Zamora y
Salamanca - y las zonas septentrional y Bética, se encontrara bajo el dominio visigodo.

Eurico.

En el año 507 tuvo lugar la batalla de Vouillé entre visigodos y francos, como consecuencia de la
expansión y hegemonía de estos últimos, dirigidos por el rey Clodoveo, sobre gran parte de la Galia.
Las consecuencias de esta batalla marcarán el peso determinante que, a partir de ese momento,
adquirirán los territorios hispanos del reino visigodo. Asimismo, este conflicto significará
prácticamente el fin del reino visigodo de Tolosa. Tras la muerte en Vouillé del rey Alarico II, los
restos del ejército visigodo eligieron rey a Gesalico, hijo bastardo de aquél. Sin embargo, la
intervención en favor de los visigodos por parte del rey ostrogodo Teodorico el Grande, posibilitó que
éste hiciera valer con éxito los derechos sucesorios de Amalarico, hijo legítimo de Alarico y, además,
nieto suyo.

Durante la minoría de edad de Amalarico ejerció la regencia sobre el reino visigodo Teodorico el
Grande (511-526), que nombró para ocuparse de los territorios hispanos a un general igualmente
ostrogodo de nombre Teudis. Éste, futuro rey y casado con una noble propietaria hispanorromana,
gobernó con cierta independencia en la península. A la muerte de Teodorico, Amalarico nombró un
prefecto para Hispania llamado Esteban, en un intento encaminado a restar poder a Teudis, que no sólo
lo conservó sino que se rebeló contra el monarca, al que sucedió tras la derrota de Amalarico por los
francos y su posterior huida a Barcelona, donde fue asesinado.
Proceso de formación del estado territorial en la península ibérica. De Teudis a Atanagildo (531 - 567)

Esta época se puede dividir a su vez en dos periodos, el primero de ellos conocido como el intermedio
ostrogodo, con los reinados de Teodorico-Amalarico, Teudis y Teudiselo (511-549), y el segundo
definido por los reinados de Agila y Atanagildo, y la llegada de los bizantinos a la península ibérica
(549 - 567).

El intermedio ostrogodo

Este periodo se divide, a su vez, en dos fases. La primera de ellas comprende la regencia de Teodorico,
durante la cual el reino visigodo estuvo tutelado y sometido por el reino ostrogodo. La segunda fase
comprende los reinados de Teudis y Teudiselo y supone la consolidación definitiva de la orientación
hispana del reino visigodo.

Este periodo se denomina intermedio ostrogodo debido al predominio en el gobierno de los miembros
de la aristocracia ostrogoda, principalmente Teodorico, Teudis y Teudiselo. Por tanto, no debe
entenderse este periodo como una interrupción del proceso que había caracterizado a la sociedad
visigoda de esa época, inmersa en un proceso de interacción y aculturación con la sociedad
galorromana e hispanorromana.

Teudis (531 - 548)

La figura de Teudis se nos revela, a través de su matrimonio con una noble hispanorromana, como la
del máximo exponente de un nuevo grupo social, formado por la unión de representantes de la clase
dirigente goda con los grandes propietarios hispanorromanos. Este grupo reaccionó contra el intento de
Amalarico de seguir confiriendo una orientación tolosana al reino, desplazaron los centros de
influencia a la península ibérica y confirieron, por tanto, una orientación hispana al reino visigodo. Fue
Teudis el primer exponente.

De este proceso de unión de las clases dominantes dan idea una serie de significativos acontecimientos
sucedidos bajo el reinado de Teudis. La celebración de tres concilios de la iglesia católica, entre el
540-546, refleja no sólo el grado de tolerancia de la monarqudo para un rey del estado visigodo desde
la muerte de Eurico en el 484.

ía visigoda, cuya religión oficial era la cristiana arriana, sino también el grado de integración de la
clase dominante, a la que también pertenecían los obispos católicos como miembros de familias de la
aristocracia latifundista hispanorromana. A todo esto hay que añadir la promulgación por Teudis en
Toledo (546) del único documento legislativo de su reinado: la Ley de costes judiciales. Esta ley, que
perseguía eliminar los intentos de sobornos a los jueces, reflejaba la unidad jurisdiccional alcanzada en
este momento. Otro aspecto interesante es el de la promulgación de esta ley en Toledo, ya que indica el
peso que esta ciudad empieza a adquirir en el reino visigodo.

Durante su reinado, Teudis tuvo que hacer frente en dos ocasiones a los francos. La primera fue en
Septimania, donde, tras la derrota de éstos, pudieron recuperarse los territorios perdidos por
Amalarico. La segunda fue a causa de una invasión franca en el valle del Ebro con el consiguiente sitio
de la ciudad de Zaragoza. En esta ciudad fueron también derrotados los francos por el ejército
visigodo, dirigido por el duque Teudiselo.

La presión y expansión bizantina sobre el Mediterráneo central y occidental, como consecuencia de la


política del emperador Justiniano (la restauración del imperio romano), trajo como consecuencia la
conquista del reino vándalo del norte de África. Antes de este hecho se produjo una alianza entre los
reinos visigodo, vándalo y ostrogodo -donde había sido elegido rey un sobrino de Teudis- con el fin de
impedir el empuje bizantino. Los intentos por parte de los visigodos de conquistar la ciudad de Ceuta,
primero en el 533, momento de máxima presión bizantina sobre el reino vándalo, y posteriormente en
el 548, son consecuencia de dicha alianza. Ambos intentos fracasaron y Ceuta se convirtió en una
estratégica base naval bizantina, aunque hay que ver en ellos la aspiración visigoda de establecer una
cabeza de puente frente a la amenaza imperial, así como de controlar la ruta del estrecho de Gibraltar.
En el año 548 Teudis fue asesinado en su palacio, le sucedió Teudiselo.

Teudiselo (548 - 549)

Teudiselo fue asesinado en Sevilla al año de haber sido elegido rey. El hecho de que sea en esta
ciudad, donde también se defiende que ocurrió el asesinato de Teudis, ilustra cómo el centro de
actividad visigoda se había trasladado al sur de la península, como consecuencia de una estrategia
meridional destinada a asegurarse el control de las ricas tierras de la Bética.
Agila (549 - 555)

Efigie del rey Agila.

Agila, el nuevo rey elegido, intentó continuar la política de anexión de la zona meridional de la
península emprendida por los dos anteriores monarcas. Para ello atacó a la independiente ciudad de
Córdoba y su territorio en el año 550. Fue derrotado y perdió además a su hijo, el tesoro real y el
grueso de su ejército, por lo que se vio obligado a huir a Mérida donde encontró refugio.

La huida de Agila, así como su débil situación y la falta de legitimidad como consecuencia de la
pérdida del tesoro real, fueron aprovechadas por Atanagildo, miembro de una de las más nobles
familias visigodas, para rebelarse y proclamarse rey. Se inició entonces un periodo de guerra civil en el
que en un primer momento llevó la iniciativa Agila, quien, desde Mérida, envió un ejército contra
Sevilla, lugar donde se encontraba Atanagildo. Éste, sintiéndose amenazado, pidió ayuda a los
bizantinos y junto a ellos derrotó a las tropas de Agila. A partir de ese momento los enfrentamientos se
sucedieron hasta el asesinato de Agila en el 555.

Atanagildo (555 - 567)

Durante su reinado, Atanagildo sentó las bases de un estado territorial centralizado cuya capital fue
Toledo. Esta ciudad se había convertido en el núcleo administrativo y religioso de la zona central de la
península. Reflejo de ello lo proporcionan las Actas del II Concilio de Toledo, celebrado en el 527
bajo el reinado de Amalarico, que muestran la jurisdicción de la ciudad sobre dichos territorios o el
hecho, ya mencionado, de que Teudis promulgara aquí la única ley de su reinado.

Una vez elegido como único rey, Atanagildo orientó su política a combatir a sus antiguos aliados
bizantinos. Éstos, tras la primera expedición de ayuda a Atanagildo y liberados de enviar tropas a Italia
debido a su victoria del 554 sobre el reino ostrogodo, centraron sus esfuerzos en expandirse por la
península ibérica. La reacción de Atanagildo consiguió frenar el avance bizantino y, a través de un
pacto con Justiniano, delimitar los territorios bizantinos peninsulares.

Asimismo, este rey recuperó un área de la Bética, fundamentalmente Sevilla y su territorio, que había
escapado al control visigodo, pero fracasó, sin embargo, en el intento de conquistar Córdoba.

Con los francos se establecieron tratados de alianza, sellados a través del matrimonio entre las hijas de
Atanagildo, Galsvinta y Brunequilda, con Chilperico de Neustria y Sigiberto de Austrasia,
respectivamente.

En el 567 Atanagildo falleció de muerte natural en Toledo, hecho desconocido para un rey del estado
visigodo desde la muerte de Eurico en el 484.

Los bizantinos y la provincia de Spania

A lo largo del siglo VI se desarrolla el primer periodo de esplendor del Imperio bizantino, que se ve
acompañada de una expansión territorial. La política de conquistas efectuada durante los años 533-563
proporcionó a este imperio el control del Mediterráneo central y occidental, y, por consiguiente, todo
el flujo económico de esta zona. La expansión se sustentaba ideológicamente en una doctrina conocida
como la Renovatio Imperii Romanorum, que perseguía el deseo de restauración de los antiguos límites
del imperio romano y cuyo principal impulsor fue el emperador Justiniano.
La política bizantina de control del Mediterráneo pasaba necesariamente por la conquista de territorios
en la península ibérica. Esta posibilidad fue facilitada por la ya conocida petición de ayuda de
Atanagildo a los bizantinos en su conflicto con Agila. Al primer contingente de ayuda se sumó, en un
segundo momento y una vez finalizada la guerra contra los ostrogodos en Italia, un ejército con una
clara vocación de conquista. Una serie de campañas contra los visigodos, en las que los bizantinos
lograron ganancias territoriales aunque no la caída del reino visigodo, finalizaron con la firma de un
tratado entre el emperador Justiniano y el rey Atanagildo. Este tratado estipulaba los límites
territoriales bizantinos en la península, que comprenderían la franja costera de territorio situada entre
la desembocadura del río Guadalete (Cádiz) y la localidad de Denia (Valencia), limitado al interior por
la cordillera penibética. La capital de la provincia bizantina de Spania fue Cartagena.

Una aspiración de prácticamente todos los reyes visigodos desde Leovigildo sería la conquista de estos
territorios, que se lograría bajo el reinado de Suintila en el año 623.

La consolidación del reino de Toledo

Es en este periodo cuando se produce la definitiva consolidación del reino visigodo. Sin embargo,
también la época nos ilustra sobre el conflicto entre la elite dirigente que protagonizaría toda la
andadura histórica del reino de Toledo. Dicho enfrentamiento refleja una crisis estructural basada en la
confrontación entre los partidarios de una monarquía impulsora de un estado fuerte y centralista,
influido por el modelo del Imperio bizantino, y una aristocracia latifundista defensora de sus
privilegios y tendencias autónomas frente a las obligaciones, fundamentalmente fiscales y de control,
que dicho estado quería imponer.

Los momentos de mayor auge del reino visigodo de Toledo se han hecho coincidir con los de mayor
poder por parte de la monarquía.

Liuva (567 - 572)

Con la muerte de Atanagildo estalla una crisis dirigida por elementos de la aristocracia hispanogoda,
destinada a paralizar el proceso de estructuración centralista y de reforzamiento de la autoridad real
iniciado por este rey. Finalmente, fue elegido rey Liuva, quien inmediatamente asoció al trono a su
hermano Leovigildo, al que le cedió los territorios de Hispania. Él se adjudicó el gobierno de la
Septimania. Esta operación ha sido interpretada como un reflejo de la debilidad del poder real en ese
momento. Lo cierto es que Leovigildo se atrajo a los partidarios de Atanagildo a través del matrimonio
con su viuda Gosvinta, como primera medida para reforzar su autoridad y poder enfrentarse a la
aristocracia rebelde. La muerte de Liuva en el 572 dejó a Leovigildo como único rey.

Leovigildo (568 - 586)

La importancia de la figura de Leovigildo y su obra como consolidador y organizador del reino de


Toledo fueron objeto de especial atención por los cronistas de la época. Así, Juan de Biclaro y su
Crónica se constituirán en los principales propagandistas de la política de este rey y de la importancia
que en ella desempeñará el influjo ideológico bizantino. Isidoro de Sevilla también transmitió el papel
de Leovigildo como iniciador del proceso de unificación territorial, así como de impulsor de todo el
programa ideológico y de centralización de la monarquía visigoda.

El reinado de Leovigildo se divide en dos partes. La primera de ellas, hasta el año 578, se dedica a
dotar de una cohesión territorial al reino, así como a marcar las primeras pautas de su programa
ideológico. La segunda parte del reinado, hasta el 586, pretende la cohesión de todo este programa
ideológico, a través del intento de declarar el arrianismo como religión oficial del reino y a frenar la
fuerte resistencia que ello motiva.
Las campañas del reinado de Leovigildo y la cohesión territorial del reino visigodo de Toledo

Durante la primera de estas fases, el objetivo inicial de Leovigildo fue el sometimiento de los sectores
de la aristocracia rebelados desde la muerte de Atanagildo. Este enfrentamiento refleja una crisis
estructural, basada en la confrontación entre los partidarios de un estado fuerte y centralista, influido
por el modelo del Imperio bizantino, y una aristocracia latifundista defensora de sus privilegios y
tendencias autónomas frente a las obligaciones, fundamentalmente fiscales y de control, que dicho
estado quería imponer.

Una vez logrado el sometimiento de la aristocracia, Leovigildo dirigió sus esfuerzos a estabilizar una
zona fronteriza con los bizantinos. Entre los años 570-571 se realiza esta campaña que finaliza con la
fijación de toda una zona de frontera a lo largo del sistema Penibético, tomando como eje las actuales
ciudades de Baza, Guadix, Antequera y Medinasidonia.

Al año siguiente de estas campañas, en el 572, Leovigildo conquistó la independiente ciudad de


Córdoba, lo que proporcionó al reino visigodo el control definitivo de la zona más fértil del valle del
Guadalquivir.

Posteriormente y con el fin de contener los intentos expansivos del reino suevo, así como de someter o
controlar a los pueblos indígenas, Leovigildo efectuó una serie de campañas en la zona septentrional
de la península. Consecuencia de éstas fueron las victorias sobre los Ruccones - situados entre las
actuales provincias de Salamanca y Cáceres -, los Sappos - en el sudoeste de la actual provincia de
Zamora- y los pueblos cántabros situados en la región del alto Ebro. Asimismo, entre el 574-576 se
inició la presión sobre el reino suevo.

En el año 577 Leovigildo conquistó la Oróspeda, situada en la actual zona de las sierras de Alcaraz,
Segura, Cazorla y alto Guadalquivir. En un principio se sometieron las ciudades y fortalezas de esta
región, para posteriormente reprimir una rebelión del campesinado.

En la segunda fase del reinado de Leovigildo se produjeron las campañas contra los vascones, reino
suevo y los francos. La primera de ellas finalizó con la contención de los vascones en su propio
territorio y la fundación de la ciudad de Victoriaco como centro de control sobre este pueblo. La
campaña contra el reino suevo, cuyo rey Miro prestó un apoyo decidido a la rebelión de Hermenegildo,
finalizó con la conquista de éste en el 585. Los francos del reino de Borgoña, que intervinieron
apoyando tanto a Hermenegildo como al reino suevo y que lanzaron una campaña de conquista sobre
los territorios de Septimania, fueron igualmente derrotados en el 585 por el ejército visigodo, dirigido
por Recaredo.

Como consecuencia de estas campañas se logró una estructura territorial cohesionada para el reino
visigodo de Toledo que comprendería los territorios galos de Septimania, así como gran parte de la
península ibérica, a excepción de la franja mediterránea bajo control de los bizantinos y todos los
territorios septentrionales formados por las actuales Asturias, Cantabria y País Vasco. Por tanto, el
reino visigodo controlará un territorio cohesionado políticamente y definido, a su vez, por la diversidad
cultural de las diferentes zonas peninsulares.

El programa ideológico del reinado de Leovigildo

En la primera fase del reinado de Leovigildo, años 569-577, a la par que las campañas militares, se
desarrolla todo el armazón ideológico del reino visigodo. Éste se sustentaría en una especie de estado
cohesionado territorialmente y en el afianzamiento de la autoridad regia.
La consolidación de una estructura estatal centralizada, basada en un afianzamiento de la autoridad
real, está reflejada por varias medidas.

En primer lugar, habría que destacar la fuerte represión sobre los sectores de la aristocracia no
dispuestos a aceptar este orden de cosas, fuertemente reprimidos y expoliados por Leovigildo al inicio
de su reinado en el 569, tal y como nos transmite Isidoro de Sevilla.

La asociación al trono como consortes de sus hijos Hermegildo y Recaredo muestra cómo ya en el 573
Leovigildo poseía una teoría del poder basada en la transmisión hereditaria y en la perpetuación de una
dinastía como elemento de estabilidad y cohesión del reino.

Reflejo de esto lo encontramos en el hecho de que fuera el primer rey visigodo en utilizar vestimentas
reales y sentarse en un trono, así como en acuñar moneda de oro a su nombre.

La fundación en el 578 de la ciudad real de Recópolis, hecho único en ese periodo, una vez lograda la
cohesión territorial del reino proporciona, igualmente, un testimonio inequívoco del poder de la
monarquía visigoda.

Un elemento importante para la ejecución de toda esta política fue el aumento de los recursos del
estado logrado por Leovigildo, tal y como transmite Isidoro de Sevilla, con las ganancias obtenidas
frente a la aristocracia, las conquistas territoriales, y una efectividad de la política de recaudación
fiscal.

Uno de los aspectos ideológicos trascendentales fue el intento de Leovigildo de imponer el arrianismo
como religión oficial del estado visigodo. Esto era debido a la consideración de que la existencia de
dos confesiones, la católica y la arriana, dificultaba el proceso de cohesión del reino y de su clase
dirigente. La no aceptación del arrianismo provocó el destierro de algunos miembros de la jerarquía
católica, como es el caso de Masona, el influyente obispo de Mérida, y la enajenación de los bienes de
algunas iglesias. Sin embargo, la Iglesia católica siguió conservando su poder, influencia y
organización en este periodo y, en los últimos años de su reinado, Leovigildo permitió la vuelta de los
obispos desterrados a sus sedes.

La evidencia más clara acerca de la existencia de un poder real fuerte y centralizado la constituye la
propia rebelión del hijo del rey, Hermenegildo, en el año 579. Ésta se producirá como una reacción por
parte de la aristocracia frente a la política de concentración del poder llevada a cabo por Leovigildo.
Dicho conflicto ha sido presentado como una rebelión de los católicos frente a la imposición del
arrianismo, siguiendo lo transmitido por el cronista galo Gregorio de Tours. Sin embargo, los cronistas
hispanos contemporáneos de esta rebelión, los católicos Juan de Biclaro e Isidoro de Sevilla,
proporcionan otra interpretación. Para ellos la rebelión (que es como califican a estos acontecimientos)
encabezada por Hermenegildo (al que denominan tirano) puso en peligro la estructura del reino
visigodo. Por tanto, fue un ataque contra la concepción del estado visigodo impulsada por Leovigildo y
en la que el factor religioso desempeñó el papel de justificación ideológica. La rebelión, que tuvo su
centro más fuerte en la zona meridional del reino, precisamente la que le había sido concedida para
gobernar a Hermenegildo con motivo de su asociación al trono en el 573, finalizó con la derrota de
éste, quien posteriormente murió asesinado en el 585.

La rebelión de Hermenegildo sirvió a Leovigildo de acicate para que se tomaran una serie de medidas
de carácter legislativo conocidas como el Codex Revisus. Dicho conjunto legislativo refleja la
existencia de una compilación de carácter unitario, tanto para los hispanos como para los visigodos,
que venía a sancionar legalmente una integración que ya se había producido de hecho entre ambas
comunidades.
En la primavera del año 586 falleció Leovigildo en Toledo y le sucedió su hijo Recaredo.

Recaredo (586 - 601)


La cohesión ideológica del reino visigodo: el III Concilio de Toledo

El acontecimiento más importante del reinado de Recaredo es el III Concilio de Toledo en el año 589.
El rey, convertido al catolicismo en el 587, anunció la unificación religiosa bajo el catolicismo a partir
de este concilio, acontecimiento que, fundamentalmente, tendría un gran alcance político en lo que se
refiere a la estructuración del estado toledano. La política de acercamiento al catolicismo, iniciada por
Recaredo a comienzos de su reinado, fue el argumento de una fuerte contestación, a veces con
rebeliones, por parte de sectores de la aristocracia arriana.

El sínodo toledano es bien conocido a través de sus propias Actas, así como por las noticias que nos
transmite Juan de Biclaro en su Crónica. Este concilio contiene una serie de resoluciones
fundamentales para entender no sólo los aspectos religiosos, sino la estructura del estado y sociedad de
época visigoda. Reconoce el deber del rey de ocuparse en su gobierno tanto de los aspectos temporales
como de los espirituales. En esta misma línea se atribuyen funciones conjuntas a los obispos y jueces.
Asimismo, se otorga a los obispos una capacidad de control e inspección en cada provincia sobre los
jueces de distrito y los funcionarios del patrimonio fiscal.

La cohesión del estado y la monarquía visigoda, lograda por Recaredo, se verá reflejada por una
política generosa hacia la aristocracia, con la devolución de los bienes confiscados por Leovigildo, y
hacia la Iglesia, favorecida por la fundación y dotación de monasterios e iglesias. Sin embargo,
también en este reinado sectores de la aristocracia intentarán resistir, tomando a veces como coartada
ideológica la defensa de la legitimidad arriana, al proceso de centralización estatal y reforzamiento de
la monarquía. Esta cohesión se refleja, igualmente, en una mayor fortaleza e intervención de la
administración, tal y como revelan las disposiciones -recogidas en las actas del III Concilio de Toledo,
así como en el Liber Iudicum- destinadas a controlar los abusos tanto de los funcionarios encargados
de la recaudación tributaria, como del resto de los funcionarios públicos.

En política exterior, este rey impulsará una estrategia de alianzas con los reyes francos que se
concretará en una alianza con Childeberto de Austrasia, favorecida por la conversión de los visigodos
al catolicismo. Una campaña victoriosa contra Gortrand de Borgoña, que había invadido los territorios
visigodos de Septimania, servirá para contener los intentos expansivos de los reinos francos en los
territorios visigodos de Galia durante un largo periodo de tiempo.
Frente a los bizantinos Recaredo continuó la guerra, aunque la frontera se mantuvo estable sin sufrir
grandes oscilaciones, e, igualmente controló los intentos expansivos de los vascones.

La administración en el estado visigodo. (7845 Kb)


El conflicto entre monarquía y aristocracia: la monarquía electiva

Conflicto entre monarquía y aristocracia. (10163 Kb)

Liuva II (601 - 603)

El reinado de Liuva fue breve, ya que fue destronado por una sublevación de la aristocracia
encabezada por Witerico que, como consecuencia, fue nombrado rey. Esta sublevación refleja el temor
de la aristocracia a vincular la monarquía visigoda con una dinastía. De hecho, Liuva era el cuarto rey
de una misma familia. Asimismo, y éste es quizás el dato más importante, transmite el interés de esa
aristocracia por debilitar el acrecentamiento del poder y la centralización del estado toledano,
desarrollada por Leovigildo y continuada por Recaredo.

Witerico (603 - 610)


Los datos sobre el reinado de Witerico apuntan hacia una continuación de la política de afirmación del
poder real y contención de la aristocracia, política que explicaría la presión ejercida sobre la
aristocracia de los territorios galos de la provincia Narbonense.

La política exterior de este rey siguió las pautas tradicionales del reino visigodo. Respecto a los
francos, buscó la alianza con el reino de Burgundia, a través de un intento de matrimonio entre su hija
y el rey Teodorico II desbaratado por Brunequilda. Consecuencia de este fracaso fue un intento de
alianza con los otros reyes francos de Neustria, Austrasia, así como con Lombardía, que tampoco llegó
a fructificar.

La política de Witerico frente a los bizantinos tuvo más éxito y pudo obtener ganancias territoriales en
un momento en el que el imperio Bizantino hacía frente a graves problemas en sus diferentes
dominios, como consecuencia de la presión del imperio sasánida en Oriente o de los lombardos en
Italia.

Witerico fue asesinado a raíz de una conjura de la aristocracia, en la que participaría incluso el sector
que le había apoyado en su ascenso al trono. El origen de esta conjura hay que situarlo en la presión
ejercida sobre dicha aristocracia por el rey como consecuencia de su política de afirmación del poder
de la monarquía.

Gundemaro (610 - 612)

Gundemaro continuó las operaciones contra bizantinos y vascones. Su política respecto a los reinos
francos de Galia se desarrolló en la misma línea que la de su predecesor: amistad con los reinos de
Austrasia y Neustria, hostilidad hacia Burgundia.

Sin embargo, el hecho más relevante que nos ha sido transmitido del reinado de Gundemaro fue la
realización de un Decreto mediante el cual se reconocía a Toledo como sede metropolitana de la
provincia Cartaginense. Este hecho suponía el reconocimiento de la primacía de la sede episcopal
toledana sobre el resto de la Iglesia visigoda.

Sisebuto (612 - 621)

La figura de Sisebuto es la de un rey que, además de ser un notable legislador y guerrero, fue un
hombre de letras, escritor y poeta. Conocedor de la tradición y política del Imperio tardorromano,
desarrolló una concepción de la monarquía de clara tendencia centralizadora, en la que resaltó el
fortalecimiento de la autoridad real.

La política antijudía de Sisebuto

En conexión con la idea y el carácter de la monarquía visigoda hay que situar la política antijudía de
Sisebuto. La igualdad legal y política que desde el III Concilio de Toledo tenían los intereses políticos
y religiosos facilitaba la discriminación de quien se situaba al margen de alguno de éstos. Apoyado en
ello y en el reforzamiento de las bases que sustentaban el estado toledano, Sisebuto promulgó una serie
de leyes que marginaban a los judíos de la estructura política, económica y social del reino, siempre y
cuando no se convirtieran al cristianismo.

Las campañas contra los territorios bizantinos de la península se inscriben dentro de la política, ya
iniciada por Gundemaro, de reivindicar la pertenencia de esos territorios al estado visigodo. Durante el
reinado de Sisebuto se realizaron dos campañas que finalizaron con la conquista de una gran parte de
la provincia bizantina, las posesiones imperiales quedaron limitadas al territorio de la ciudad de
Cartagena. Estas campañas se realizaron conociendo y aprovechando los visigodos el estado de crisis
del imperio bizantino como consecuencia de su costoso conflicto en Oriente con el imperio sasánida.

En diferentes periodos del reinado de Sisebuto se combatió, en los territorios septentrionales de la


península, contra pueblos que vivían en un estado de casi independencia. En un primer momento
fueron sometidos momentáneamente los astures y los cántabros. Posteriormente, una segunda campaña
finalizaría con el sometimiento de los ruccones, pueblo montañoso situado al occidente de los
anteriores.

A la muerte de Sisebuto le sucedió su hijo Recaredo II, que reinó unos pocos días hasta su sospechosa
muerte, lo que produjo un interregno de tres meses al cabo de los cuales fue elegido rey el que había
sido victorioso duque, contra bizantinos y ruccones: Suintila.

Suintila (621 - 631)

Al comienzo de su reinado, Suintila inició una campaña contra los vascones que, en pleno proceso
expansivo tanto al sur como al norte de los Pirineos, constituían una amenaza con sus razias para el
valle del Ebro. El conflicto finalizó con el sometimiento de este pueblo, que fue obligado a entregar
rehenes y a construir la fortaleza de Oligicus (Olite), destinada al control de estas poblaciones.

El fin del dominio bizantino

El gran éxito del reinado de Suintila fue la incorporación definitiva de los territorios todavía en manos
de los bizantinos al reino de Toledo. Para ello aprovechó el momento de extrema debilidad del imperio
bizantino debido a su continuado conflicto con los sasánidas, al empuje de los longobardos sobre el
exarcado de Italia y a la presión de los beréberes en los territorios del norte de África. La campaña
finalizó con la conquista de la capital de la provincia bizantina de Spania, Cartagena, que fue destruida
y perdió su carácter de sede episcopal.

Los éxitos militares condujeron a un reforzamiento de la figura de Suintila, así como de su autoridad y
poder. Este hecho, junto con el intento de crear una dinastía, implícito en la asociación al trono de su
hijo Recimiro, provocó una reacción en contra por parte de la aristocracia y la jerarquía eclesiástica.
Ambas veían amenazados sus intereses, la primera por la política de limitación de su poder
desarrollada por el rey, la segunda por la confiscación de parte de sus bienes efectuada, igualmente,
por Suintila. Una conjura de la aristocracia, iniciada en la provincia gala Narbonense y encabezada por
el duque Sisenando, que contó con la ayuda del rey Dagoberto de Neustria, fue el inicio del conflicto.
Suintila, abandonado por su ejército en Zaragoza, fue depuesto como rey y fue excomulgado junto a su
familia.

Sisenando (631 - 636)

El acontecimiento más importante del reinado de Sisenando fue la convocatoria del IV Concilio de
Toledo, inspirado y dirigido por Isidoro de Sevilla. Uno de los objetivos de este concilio, junto con el
de legitimar el ascenso al trono de Sisenando, era la regulación de la sucesión al trono. Se estableció
que los reyes serían elegidos por la aristocracia y los obispos y se desarrolló el principio sobre el
carácter sagrado de la realeza. Asimismo, se instituyó la unción regia de los reyes visigodos como un
acto que reflejaba dicho carácter sagrado. Sin embargo, uno de los aspectos más importantes que se
deducen de este concilio es la constatación de una alianza entre la aristocracia y el alto clero para
limitar el poder real. En esta dirección, el sínodo sancionaba la imposibilidad del rey de condenar a un
noble, la exclusión de las prerrogativas reales en el nombramiento de obispos y el derecho de apartar
de la iglesia a los reyes que actuaran despóticamente.

Chintila (636 - 639) y Tulga (639 - 642)

Durante el reinado de Chintila continuó la misma linea de aumento del poder de la aristocracia y la
Iglesia que había caracterizado al de su antecesor, tal y como puede comprobarse en las Actas de los
concilios V y VI celebrados en Toledo.

La consolidación de los privilegios de la aristocracia y la Iglesia obtenidos en el reinado de Chintila


hicieron que estos sectores favorecieran la sucesión de su hijo Tulga. Éste sólo llegó a reinar tres años
al cabo de los cuales fue depuesto, tonsurado y encerrado en un monasterio, por una conjura de la
aristocracia.
Una época de fortalecimiento de la monarquía: los reinados de Chindasvinto y Recesvinto

Chindasvinto (642 - 653)

Chindasvinto, que había encabezado la rebelión contra Tulga y que contaba con el apoyo de un
importante sector de la aristocracia, fue elegido rey. Sin embargo, éste se distinguió por una decidida
política de recuperación y fortalecimiento del poder real. De hecho nada más iniciarse su reinado
organizó una gran depuración de la aristocracia: ejecutó y desterró a todo un sector y distribuyó parte
de sus patrimonios al grupo que le era fiel. Una vez finalizada la campaña antinobiliaria, Chindasvinto
convocó el VII Concilio de Toledo (646) en el que se sancionó esta política así como una mayor
intervención del rey en los asuntos de la Iglesia.

La reforma administrativa de Chindasvinto

El rey reforzó el carácter centralista del estado ampliando el aparato burocrático, para lo cual se apoyó
en un sector de la aristocracia que le era fiel, a la que concedió numerosos privilegios, así como en el
grupo de los esclavos reales. En conexión con este reforzamiento del estado hay que situar la política
fiscal necesaria para el mantenimiento de todo el entramado administrativo. Se realizó un saneamiento
del fisco, acrecentado con las confiscaciones efectuadas a la aristocracia, así como por una mayor
eficacia en la recaudación de impuestos. Toda esta reforma quedó reflejada en el nuevo código legal
iniciado por este rey y finalizado por su hijo Recesvinto.

El éxito de la política de reforzamiento de la autoridad real posibilitó que Chindasvinto asociara al


trono, en el 649, a su hijo Recesvinto con quien compartió el poder hasta su muerte en el 653.

Recesvinto (649 - 672)

El fallecimiento de Chindasvinto fue aprovechado por un sector de la aristocracia dirigido por el noble
Froya para rebelarse. Esta revuelta, que contó con el apoyo y la participación de los vascones, se
desarrolló en el valle del Ebro llegando a amenazar a Zaragoza, que fue sitiada. Recesvinto consiguió
dominar la situación derrotando en esa ciudad a los rebeldes y sus aliados.

Corona de Recesvinto, Tesoro de Guarrazar. Museo ...

Inmediatamente después de estos hechos y en el mismo año de 653, el rey convocó el VIII Concilio de
Toledo. Dicho concilio contó con una amplia participación episcopal, así como de los miembros del
Oficio Palatino, quienes por primera vez firmaron en las actas. En él se observa una cierta crítica a la
política efectuada por Chindasvinto a través de la promulgación de amnistías parciales, potestad de
Recesvinto, a los condenados por alta traición en época de aquel rey. Asimismo, se decretó una
distinción entre los bienes obtenidos por Chindasvinto como consecuencia de su política de
confiscaciones, que deberían pasar a formar parte del patrimonio real, y los bienes propiedad de ese
rey antes de su ascenso al trono, que debían constituir el patrimonio familiar de sus hijos. Este concilio
nos transmite la voluntad, tanto de la aristocracia como de los obispos, de imprimir un cambio en las
relaciones entre estas y la monarquía toledana, respecto a como se habían desarrollado en época de
Chindasvinto.

El acontecimiento fundamental del reinado de Recesvinto fue, sin embargo, la publicación el en 654
del Liber Iudicum. Fue un nuevo cuerpo legal, iniciado por Chindasvinto, que recogía las leyes
promulgadas por Leovigildo, Recaredo, Sisebuto, así como por Chindasvinto y el propio Recesvinto.
Las leyes promulgadas por este último rey nos muestran una política más contemporizadora respecto a
la aristocracia y al clero, frente a la realizada por su padre, y, por tanto, en la línea ya iniciada en el
VIII Concilio toledano.

La crisis de la monarquía visigoda

La crisis de la monarquía visigoda y el fin del reino visigodo. (8743 Kb)

Wamba (672 - 680)

Wamba fue elegido rey el mismo día de la muerte de Recesvinto y en la misma localidad, Gérticos,
aunque no fue ungido hasta su llegada a Toledo a los diecinueve días. Es el primer rey del que tenemos
testimonio de su unción, efectuada por el metropolitano Quirico, aunque probablemente este tipo de
ceremonias se hubieran realizado con reyes anteriores.

En el comienzo de su reinado, Wamba tuvo que hacer frente en una zona de Cantabria
-correspondiente a la actual La Rioja- a una nueva amenaza de las poblaciones cántabras y vasconas.
Mientras se encontraba en esa zona estalló una rebelión de la aristocracia y el clero de la provincia de
Septimania dirigida por Ilderico, conde de Nimes. Ante esta situación Wamba envió para sofocarla al
duque Paulo, quien a su vez se rebeló, consiguiendo el apoyo de un importante sector de la aristocracia
de la provincia Tarraconense. Paulo, tras pactar con Ilderico, se hizo ungir rey de la parte oriental en
Narbona. Wamba reaccionó con prontitud, y después de una veloz y victoriosa campaña contra los
vascones, se dirigió a los territorios de la Galia donde, en una rápida ofensiva, consiguió derrotar a los
sublevados.

Como consecuencia de la rebelión de Paulo, Wamba promulgó en el año 673 una ley de obligaciones
militares para la reorganización del ejército, pero que también tendría un evidente alcance político.
Esta ley constata cómo en ese período el ejército visigodo, aunque no había perdido completamente su
carácter público, estaba igualmente constituido por tropas particulares aportadas por miembros de la
aristocracia y de la jerarquía episcopal. Se dictaminaba en ella la ayuda y participación en la defensa
del reino que debían prestar tanto nobles como clérigos de rango superior, en caso de ataque exterior o
de rebeliones internas. Asimismo, se regulaban los castigos por el incumplimiento de estas
obligaciones; es significativo que las mayores penas se refirieran a la falta de asistencia en caso de
rebelión interna.

Sobre la concepción de la monarquía y del estado que defendía la jerarquía eclesiástica así como los
miembros de la aristocracia existe una fuente contemporánea de gran valor: la Historia Wambae,
escrita por el obispo Julián de Toledo. En ella se defiende el carácter de bloque cohesionado del clero
y la aristocracia que conjuntamente con el rey constituyen el pilar sobre el que descansa el gobierno.
Todos estos datos reflejan un proceso de debilitación del poder central, frente a un claro aumento de la
importancia y poder de la aristocracia y alto clero, que constituirá a partir de ese momento la
característica principal del reino de Toledo hasta su desaparición.

Una conjura encabezada por el conde Ervigio y el obispo metropolitano de Toledo, Julián, por tanto,
con participación de sectores de la aristocracia y la Iglesia, puso fin al reinado de Wamba en el 680.
Los motivos de esta conjura hay que buscarlos en el rigor y aplicación de los castigos a nobles y alto
clero de la ley de obligaciones militares y, por tanto, en el intento de Wamba de reforzar la autoridad
real. Éste fue narcotizado y, utilizando esto como pretexto de una muerte próxima, le fue administrada
la penitencia, se le tonsuró y se le vistió con hábitos religiosos, lo que le inhabilitó para la vida pública.
A pesar de su voluntad de recuperar el trono, acabó sus días en un monasterio.

Ervigio (680 - 687)

En los tres primeros años de su reinado, Ervigio convocó los concilios XII y XIII de Toledo, con la
finalidad de mitigar y rectificar la política de Wamba.

En el primero de estos concilios, el rey promovió un acercamiento al clero con el objetivo de reforzar
su poder. Además de conceder privilegios a los obispos, les invitó a tomar parte activa en el gobierno
del reino, otorgándoles capacidad de control sobre los funcionarios civiles. Asimismo, destaca la
política antijudía de este concilio, que hay que interpretar como una concesión más al clero. Se impone
a la comunidad judía el bautismo obligatorio, la prohibición de ocupar puestos de responsabilidad, así
como la limitación en la libre circulación por el reino con objeto de obstaculizar sus actividades
comerciales. Uno de los impulsores de esta legislación antijudaica fue Julián, obispo metropolitano de
Toledo, y autor de escritos antijudíos, descendiente él mismo de una familia de judeoconversos.

El segundo de los concilios demostraría el poder de la aristocracia. En él se perdonó a los participantes


en la rebelión del duque Paulo durante el reinado de Wamba, se restituyó sus derechos así como parte
de los bienes confiscados. Esta parte de los bienes confiscados se refiere únicamente a los que habían
pasado a formar parte del fisco, y no a los que habían sido donados por Wamba a sus fieles, que
constituían en ese momento un sector poderoso de la alta aristocracia. Por tanto, esta devolución
conllevó un debilitamiento del patrimonio del reino, así como un mantenimiento y aumento, a través
de la restitución de bienes y privilegios, del poder de la aristocracia. Igualmente, este concilio forzó un
cambio en la política fiscal, impulsado por la aristocracia y la jerarquía eclesiástica. Se condonaron las
deudas tributarias contraídas con anterioridad al primer año de reinado de Ervigio, se suavizó el
régimen tributario y, por tanto, las necesidades de la administración pública, y se procedió a un
saneamiento de la organización fiscal tendente a eliminar la corrupción.

Ervigio promulgó una nueva ley militar, que introdujo variaciones sobre la de Wamba, y que venía a
reconocer cómo en el reino visigodo el potencial militar estaba en esos momentos en manos de la
aristocracia y el alto clero, a través de los grupos de dependientes que estos controlaban.

En época de Ervigio se efectuó una revisión del Liber Iudicum, en el que se reafirmaba el aparato
legislativo promulgado por Sisebuto y Recesvinto, y se incorporaron nuevas leyes.

Egica (687 - 702)

Ervigio antes de morir había designado como sucesor al duque Egica, casado con su hija Cixilo, quien
fue ungido rey. El reinado de Egica se caracterizó por una política de reforzamiento de su poder
personal, y a través de ello de la monarquía, reconociendo, sin embargo, el predominio de la estructura
protofeudal del estado visigodo.
Al inicio de su reinado Egica convocó, en el 688, el que sería XV Concilio de Toledo, en el que, entre
otras cosas, se discutió el destino de las propiedades que, confiscadas por Ervigio, habían sido
heredadas por sus hijos. El rey, que ambicionaba estas propiedades, solicitó ser desvinculado de su
promesa de proteger a la familia de Ervigio, incompatible, según él, con otra efectuada al ser ungido
rey, por la que se comprometía a hacer justicia a todos los pueblos de su reino. Sin embargo, una
solución contemporizadora que hacía prevalecer la segunda de las promesas de Egica, pero que
además protegía a la familia de Ervigio, supuso el enfrentamiento entre el rey y la clase dirigente
visigoda, obispos y aristocracia. El enfrentamiento desembocó en una rebelión de estos últimos
encabezada por el obispo de Toledo, Sisberto, que fue contundentemente reprimida por Egica.

Esta rebelión proporcionó al rey el pretexto para iniciar una política encaminada a reforzar la posición
de su familia y de la autoridad real frente a la aristocracia y alto clero. Reflejo de todo esto lo ofrece el
XVI Concilio de Toledo, convocado por Egica en el 693. En éste se resalta el carácter sagrado de la
monarquía, la capacidad del rey para intervenir en los asuntos de la Iglesia, el castigo contra los que
violaran el juramento de fidelidad al rey, así como la protección de la que gozan tanto la familia como
los bienes del rey.

Este concilio actuó, además, como tribunal contra los conjurados, condenando a Sisberto y al resto de
los miembros de la Iglesia que habían participado en la rebelión. Además, sus resoluciones produjeron
el inicio de una gran depuración en el seno de la aristocracia, cuyas propiedades fueron confiscadas,
pasando a formar parte del patrimonio de Egica o siendo donadas a nobles fieles o a la propia Iglesia.

Otras leyes de Egica se orientaron igualmente al reforzamiento de su posición, a través de prohibir


todo tipo de juramentos que no fueran el de fidelidad al rey, así como de estipular cómo debía
prestarse éste.

Durante este reinado se celebró otro concilio en el 694, el XVII de Toledo, centrado casi
exclusivamente en la cuestión judía. Este sínodo, culminación de la política antijudía del estado
visigodo, toma como pretexto para sus dictámenes una supuesta conspiración de los judíos contra los
reinos cristianos, con el apoyo de sus hermanos del norte de África y Oriente. La consecuencia será la
confiscación de todos sus bienes, la reducción al estado de servidumbre y su dispersión por todos los
territorios del reino.

Durante este reinado hubo que hacer frente a una terrible epidemia de peste bubónica a partir del 693,
coincidente con un momento de grave crisis económica y tensión social, que obligó al rey a condonar
las obligaciones tributarias.

Por otra parte, los cambios que se estaban produciendo en esos momentos en el área mediterránea,
como consecuencia de la expansión islámica, afectaron también al reino visigodo. Así, el duque
Teodomiro de Orihuela se vio obligado a rechazar un desembarco bizantino realizado por una flota que
huía del avance islámico por el norte de África.

Egica favoreció una solución hereditaria mediante la asociación al trono de su hijo Witiza en el 698, se
propició, por tanto, una situación de corregencia destinada a consolidar una sucesión dinástica. Ante la
continuidad de la política de reforzamiento real y presión sobre la aristocracia, un sector de ésta se
rebeló, dirigido por un tal Sunifredo, y se apoderó de la capital, Toledo, sin embargo, finalmente, fue
derrotado. Poco después de esta revuelta falleció en el 702 el rey Egica.

Witiza (698 - 710)

Pocos datos se nos han transmitido sobre el reinado de Witiza. Este rey imprimió un giro respecto a la
política de su padre: favoreció los intereses de la aristocracia y devolvió a los perseguidos sus bienes y
privilegios. Parece ser que falleció de muerte natural en el 710.
El fin del reino visigodo de Toledo

Rodrigo (710 - 711)

A raíz del fallecimiento de Witiza se desató un conflicto por la sucesión al trono. En éste, sus hijos,
apoyados por un sector de la aristocracia, reclamaron su derecho al trono frente a los intereses de otro
sector, partidario del duque Rodrigo quien, finalmente, fue proclamado rey.

Rodrigo, sin embargo, no llegó a controlar totalmente el reino visigodo, ya que en la parte oriental de
la provincia Tarraconense -valle del Ebro y Cataluña- y la provincia de Septimania fue proclamado rey
Agila II, identificado como uno de los hijos de Witiza.

En estas circustancias se produjo la llegada de las tropas musulmanas, llamadas en ayuda de los hijos
de Witiza y sus partidarios. Rodrigo, que se encontraba combatiendo a los vascones, se dirigió con su
ejército hacia el sur, donde fue derrotado y muerto en la batalla del río Guadalete (711). En esta
batalla, Rodrigo fue abandonado por una parte de su ejército que tomó partido por sus rivales. En el
corto espacio de ocho años, 711 al 719, las tropas árabes y beréberes conquistaron todo el reino
visigodo. Parte de su clase dirigente, los seguidores de Rodrigo, fue eliminada o huyó, mientras que el
resto, fundamentalmente los witizanos, se integraron el proceso de estructuración de la nueva realidad
social y política peninsular que conocemos como al-Andalus.

CULTURA VISIGODA

Isidoro de Sevilla representa el punto culminante y el reflejo del resurgimiento cultural de la Hispania
del siglo VII. Pero no es una figura aislada; es probablemente la más importante, especialmente si se
tiene en cuenta el enorme impacto que su obra dejó durante la Edad Media en la mayor parte de
Europa, pero no la única. Tampoco su época es un epígono de la cultura antigua o un precedente de la
siguiente, sino que constituye un período muy particular en la historia de la Antigüedad Tardía, con sus
propias señas de identidad formadas a partir de las circunstancias históricas y políticas que se
produjeron con la entrada en el mundo romano de los pueblos bárbaros, su posterior avance hacia
Hispania a comienzos del siglo V y su definitivo asentamiento en ella, tras un período de luchas.

La progresiva consolidación de uno de esos pueblos, el visigodo, como poder político en la mayor
parte de los territorios de la Península Ibérica, hasta alcanzar un control -al menos teórico- de casi todo
el territorio, trajo consigo la configuración de una nueva sociedad en la antigua Hispania romana. La
población hispanorromana, ya profundamente cristianizada -aunque existieran todavía manifestaciones
no desdeñables de paganismo, sobre todo en la religiosidad popular- se enfrenta con un pueblo
minoritario, distinto de ella, pero que la domina militarmente. No obstante, este pueblo, cuando se
asienta de forma más o menos definitiva en Hispania, tras la derrota sufrida en la batalla de Vouillé
(Vogladum) en el 507 a manos de los francos, ya había comenzado un proceso de aculturación y
romanización que hace que el impacto sobre la población de Hispania sea menos duro y convulsivo de
lo que, en principio, podría pensarse.

Más o menos romanizados, probablemente hablando latín, quizá de manera deficiente, sobre todo la
mayoría iletrada, pero utilizando esta lengua como vehículo de comunicación con la población
indígena y como vehículo de cultura, instrumento de legislación y administración del poder, los
visigodos se asimilan progresivamente a los hispanorromanos. Lentamente al principio, pero con un
ritmo mucho más rápido en el siglo VI y VII, se produce una transformación política, social y cultural
de envergadura extraordinaria, que hace que la Hispania visigoda pueda considerarse como una
entidad con personalidad propia aunque, no obstante, con problemas similares a otras zonas de
Occidente y del mundo mediterráneo pertenecientes al desaparecido Imperio romano. Precisamente es
esa transformación del mundo antiguo la que permite estudiar la Antigüedad Tardía y, en este caso
concreto, la Hispania de época visigoda en sí mismas, no como una etapa a caballo entre otras.

Han sido muchos los historiadores que han abordado los siglos V al VIII, en general en relación con
los territorios correspondientes al antiguo Imperio romano, desde la perspectiva de los llamados ?
siglos oscuros?, donde no podía verse ningún avance significativo en la civilización o la cultura, donde
lo imperante era la dominación de los ?bárbaros?, entendiendo este término no en su acepción romana
de pueblos extranjeros, sino en la acepción despectiva de personas sin orden ni leyes y terribles (lo
mismo que ocurre con ?vándalos?, por ejemplo). También se ha dado en ocasiones -y esto afecta en
especial a la forma de estudiar la historia y sus aplicaciones en la enseñanza- que, debido precisamente
a esa concepción de ?siglos oscuros?, la época visigoda ha sido lo que podría llamarse ?tierra de nadie?
(terra nullius), porque, o bien unos historiadores la consideraban el epígono de la Edad Antigua, o bien
otros el comienzo de la Edad Media, y todavía otros muchos no la situaban en ninguna de las dos
claramente, obviando o relegando su estudio a un segundo plano.

Frente a estas tendencias, se ha producido una corriente que podría calificarse de secular ya que
arranca de los primeros siglos medievales, de identificación entre la Hispania visigoda con el
nacimiento de España como unidad política e ideológica. Esta mitificación de la monarquía visigoda
dio lugar a leyendas con tintes épicos sobre la llegada del pueblo visigodo a Hispania, sobre muchos de
sus personajes, especialmente reyes; sobre la continuidad de la monarquía visigoda en sus ?herederos?
reyes asturianos, artífices de los inicios de la Reconquista contra los árabes. Se daba paso así a la
configuración del binomio nación goda y España, que venía, además, confirmado por la fecha clave de
la conversión al catolicismo de Recaredo y todo su pueblo en el 589, en el III Concilio de Toledo. Una
corriente de enjuiciamiento histórico que, la mayoría de las veces, suponía una instrumentalización
ideológica y política de la época, al servicio de intereses de otras épocas y circunstancias; incluso en
ocasiones no dejaba de ser una visión ?romántica? del pasado. Sin entrar en un análisis detallado del
alcance de estas afirmaciones, que deben estar sujetas a estudio desde perspectivas históricas rigurosas,
lo cierto es que esta utilización o visión de la época visigoda ha mermado en muchas ocasiones el
estudio de la misma en toda su dimensión y valor.

A propósito de esto, es de justicia reconocer que las breves observaciones que se han hecho en las
líneas precedentes obedecen a una mera presentación de cuáles han sido ?históricamente? las formas
básicas de acercamiento a la época visigoda, ya superadas y prácticamente abandonadas desde
mediados del siglo XX, sobre todo a partir de estudios que pueden considerarse auténticos hitos para el
conocimiento tanto de la Antigüedad Tardía como de la Hispania visigoda. Autoridades como
Fontaine, Marrou, Brown, Sánchez Albornoz, Thompson, Claude, Diesner, Orlandis, D?Ors, Hillgarth,
Riché, Díaz y Díaz, García Moreno, Palol de Salellas, Vigil, Arce y un larguísimo etcétera -del que
estos nombres sólo representan ejemplos de campos de investigación muy diversos y de enfoques
también muy diferentes entre sí, incluso de posturas encontradas-, han impulsado estudios rigurosos y
exhaustivos sobre la Antigüedad Tardía y la transformación del mundo operada en ella, a partir de
análisis críticos detallados y de un profundo conocimiento de las fuentes. Éstas, por otra parte, ofrecen
la base imprescindible de trabajo, ya sean las fuentes arqueológicas, epigráficas o las literarias e
históricas, sometidas a cuidadosos análisis y revisiones de cronologías, nuevas metodologías de
excavación de yacimientos en el caso de las primeras y a ediciones críticas modernas en una línea que
ha de continuar abierta para alcanzar un número cada vez mayor, en el caso de las otras.

La cultura y el arte. (8189 Kb)

La Hispania del siglo V

Hispania era una provincia romanizada casi totalmente desde hacía mucho tiempo y su romanización
era, además, sólida y profunda en bastantes zonas, especialmente la Bética y la Tarraconense. El nivel
cultural de la misma era notable, y no sólo porque de ella salieran en tiempos antiguos escritores como
Marcial y Séneca o emperadores como Adriano o Trajano, sino porque las noticias históricas,
arqueológicas y epigráficas así lo demuestran. Los modos de vida romanos ya no eran modos de vida
impuestos, sino asimilados, los propios de la población hispanorromana (salvo zonas de escasa
romanización, como algunas del norte y la costa cantábrica). Desde el punto de vista de la cultura, en
todas sus facetas, Hispania era un magnífico muestrario de manifestaciones de todo tipo y un buen
ejemplo de la evolución de la misma en el Bajo Imperio. Por otra parte, después de la crisis del siglo
III y después de las últimas persecuciones a los cristianos (en época de Diocleciano entre el 302 y el
304), el cristianismo estaba ya muy extendido y consolidado, de ahí que durante los siglos IV y V las
manifestaciones literarias tengan un carácter marcadamente cristiano, aunque todavía no
exclusivamente.

Es necesario en este punto recordar una figura de la talla literaria de Prudencio, poeta cristiano, como
exponente más claro de la literatura hispanolatina de finales del siglo V y comienzos del siglo V.
Igualmente puede citarse al sacerdote Juvenco. Pero la literatura no es el único índice cultural, sino la
celebración de concilios eclesiásticos, las relaciones personales y comerciales, el florecimiento de las
villae tardorromanas, etc. El siglo IV es un siglo sin demasiados traumas para Hispania, de una ?
relativa paz y prosperidad?, según indica J. Arce, y en tal contexto la cultura y los niveles de
alfabetización y de romanización de la población en general son más que aceptables.

Pero a partir del siglo V la situación política cambió y con ella la actividad cultural sufrió un notable
retroceso. Las escuelas, laicas y paganas, que habían empezado a perder importancia ante la educación
cristiana, ésta en los primeros momentos de tipo individualizado, de profesores particulares (magistri
domestici), languidecieron y terminaron por desaparecer cuando la Iglesia tomó el control de la
educación, pero, sobre todo en esta época de inestabilidad, lo que se resintió fue, en general, la
educación y la formación de los jóvenes. Las convulsiones políticas no permitieron grandes avances en
el terreno cultural o artístico en aquella situación.

El siglo V puede definirse como el siglo de las invasiones: durante décadas los pueblos bárbaros, que
habían comenzado su lento avance desde las lejanas fronteras del Danubio interviniendo en el Imperio
como federados unas veces, rebelándose y ocasionando problemas otras, se habían ido extendiendo a
lo largo del orbe latino. La primera penetración de los pueblos bárbaros se produjo en Hispania el año
409. No ocuparon todo el territorio, sino ciertas zonas. En Gallaecia lo hicieron los vándalos asdingos
y los suevos; los primeros avanzaron hacia la Bética y después al norte de África en el 429. Los
vándalos silingos marcharon hacia la Bética y los alanos a Lusitania y zonas occidentales de la
Cartaginense. Los visigodos, por su parte, se habían asentado en la Galia, constituyendo el reino de
Tolosa. Las luchas de estos pueblos con los ejércitos destacados en la Península fueron constantes, de
mayor o menor alcance, pero lo cierto fue que la población hispanorromana -salvo la Tarraconense-
quedó cada vez más aislada del Imperio: su posición marginal desde el punto de vista geográfico
también lo fue en el desarrollo de la vida cotidiana y en el aislamiento político. Las luchas por el poder
entre emperadores y usurpadores se disputaron más de una vez en suelo hispano, mientras que el norte
de la Península se vio acosado por las incursiones de los bagaudas (Véase bagauda). Ante la situación
de inestabilidad, los emperadores enviaron a los visigodos, en calidad de federados y como
colaboradores, a controlar a los suevos y los otros pueblos; en definitiva, el siglo V se desarrolló en
medio de conflictos y tensiones, con la ocupación de algunos pueblos bárbaros en ciertas zonas y la
ausencia de poder y control por parte del Imperio en casi todas, con excepción de parte de la zona
mediterránea.

En esta situación fue difícil mantener un clima cultural aceptable y estable, aunque el sistema de vida
romano continuó. Pero hay que precisar que era un sistema de vida ya cristianizado al producirse la
asimilación entre paganismo y cristianismo, así como la expansión de la religión, tanto entre la
aristocracia senatorial hispana y las elites económicas como en los demás sectores de la población,
tanto en las ciudades como en las áreas rurales. De hecho, la religión católica y la tradición cultural
latina ya no constituyeron una oposición pagana frente a cristiano, sino que se aunaron para formar una
nueva oposición, esta vez frente a arriano y bárbaro: población romana frente a población bárbara.

El cristianismo presidía la vida de los habitantes hispanorromanos y la jerarquía eclesiástica cobraba


fuerza, incluso, de carácter político; en muchos casos era el único poder claro o, al menos, el único
punto de referencia para una población sometida a tanta tensión y confusión.

Son pocos los autores de esta época. Entre ellos es singular Merobaudes, el único poeta digno de
mención, autor de un Poema sobre Cristo (Carmen de Christo), y otras obras de carácter profano (no
pagano), como cuatro poemas y dos panegíricos, uno en prosa y otro en verso. Pero su actividad se
desarrolló en la corte Imperial, por lo que, salvo por su lugar de nacimiento, apenas tuvo relación con
Hispania.

El resto son autores cuyas obras ya tienen un contenido doctrinal y apologético: poemas de Agrestio y,
al parecer, de un tal Olimpio, del que nada se conserva. Obras doctrinales como las de los obispos
Pastor y Siagrio, o las cartas de Toribio de Astorga, cuyo contenido está destinado a combatir una de
las herejías más extendidas en Hispania durante el siglo IV y todavía en el V, la priscilianista,
propagada por Prisciliano de Ávila (300-385).

El género historiográfico es el realmente relevante en esta época, fruto, por lo demás, de la propia
situación política. Orosio, a instancias de san Agustín, junto a quien vivió en Hipona, escribió las
Historias contra los paganos en siete libros, comenzando desde Adán. Dicha obra, concebida al modo
de la historia tradicional romana, tenía una clara finalidad apologética: demostrar que el bienestar de la
humanidad es mucho mayor a partir del cristianismo. Incluso llegaba a justificar la invasión de los
bárbaros -aun cuando él tuvo que huir de Hispania probablemente por ese motivo- como intervención
de la Providencia contra el mundo romano pagano. Otro personaje principal de la época, Hidacio, fue
autor de una Crónica en la que se refleja la agitada y cambiante situación política con una visión
pesimista ante las invasiones. Articula la obra por indicaciones cronológicas de Olimpiadas y
emperadores, pero la selección de hechos se expone de manera un tanto parca. La periodización cubre
desde el 379, primer año del emperador Teodosio, hasta el 468-9 en el que se interrumpe bruscamente.
Como puede verse, la producción escrita estuvo en manos eclesiásticas y era, fundamentalmente, de
carácter cristiano y apologético.

La cultura material, tanto la edilicia, como, en general, las manifestaciones artísticas mobiliarias
(escultura, orfebrería, etc), mantuvieron igualmente la línea continuista tardorromana. Es lógico pensar
que en esta época, y aun en las primeras décadas del siglo VI, en tanto que se estabilizaba el
asentamiento visigodo, la presencia de elementos típicamente visigodos apenas se dio; sólo puede
hablarse de objetos personales de ajuar, encontrados en tumbas, escasos aunque utilísimos para el
estudio de la configuración de necrópolis, los grupos humanos enterrados en ellas y, por tanto, las
formas posibles de asentamiento y convivencia entre poblaciones bárbaras e hispanorromanas.

El desarrollo cultural a partir del siglo VI

La tensa y conflictiva situación del siglo V se estabilizó en la centuria siguiente, abriendo el camino
hacia la consolidación política. La monarquía visigoda era arriana pero, salvo en algunos momentos,
no persiguió excesivamente a la Iglesia católica. La cultura quedó definitivamente en manos de ésta:
las escuelas laicas municipales apenas subsistieron y muy probablemente los visigodos no las
frecuentaron, puesto que su separación de la población hispanorromana era aún muy notoria. Ésta, por
su parte, cristianizada ya casi totalmente, prefería educar a sus hijos dentro de la religión católica, con
lo que buscó maestros privados de esta confesión. La Iglesia se mostró totalmente preocupada por la
difusión de la cultura y la alfabetización de sus clérigos, aunque fuese a niveles básicos, sobre todo
ante la perspectiva de que necesitaba que estos estuviesen instruidos de forma suficiente como para
poder dedicarse a la predicación y labores pastorales. En cuanto a las clases dirigentes e intelectuales,
dicha preocupación era palpable en la postura adoptada ante su propia formación: junto a la sólida
educación religiosa en el aspecto dogmático y doctrinal, eran hombres educados en la cultura latina
-transmitida de forma selectiva, desde luego, pero que gozaba de gran prestigio y estaba considerada
como auctoritas-, y eran conscientes también de que, para sus fines, didácticos y exegéticos, el buen
conocimiento y uso de la lengua latina era poco menos que imprescindible.

La única novedad a este respecto fue la imitación de modelos culturales, aunque la denominación de
clásicos no se aplicó exclusivamente a los autores latinos paganos, como Cicerón Tulio o Virgilio, sino
que gozaron de ese rango escritores cristianos, algunos muy próximos en el tiempo, y, en especial los
Padres de la Iglesia: Eusebio de Cesárea, Orígenes, Juan Crisóstomo -del mundo griego y traducidos al
latín- o Ambrosio, San, Agustín, Gregorio Magno.

Pero el ambiente cultural en el que se formaron los escritores transcurrió en ciertos espacios y ámbitos
característicos, lugares concretos y zonas determinadas, además de que ese ambiente cultural favoreció
también la comunicación entre los distintos lugares y personas.

Aunque pueden analizarse conjuntamente, como se hará aquí, hay que distinguir, no obstante, dos
etapas bien diferenciadas, sobre todo en la gradación cualitativa del desarrollo cultural.

La primera se enmarca aproximadamente desde la irrupción definitiva en Hispania de los visigodos,


después de la mencionada batalla de Vouillé en el 507, hasta la consolidación del reino de Toledo en el
576, con el rey Leovigildo, Rey visigodo. La segunda, desde este momento y, sobre todo, desde la
unificación religiosa con la conversión oficial al catolicismo del pueblo visigodo en tiempos de
Recaredo (III Concilio de Toledo, en el año 589).

Éste fue el punto de partida del espectacular florecimiento cultural del siglo VII, llamado el
renacimiento isidoriano por ser Isidoro de Sevilla, como se dijo al principio, su figura más
representativa. Pero la pujanza cultural no sólo se registró en términos de actividad literaria sino a
todos los niveles, especialmente en el artístico, con un desarrollo notable de la actividad constructiva,
de proliferación de artesanos, escultores y orfebres. El arte visigodo siguió una línea continuista, pero
la adopción de símbolos formales de origen romano y bizantino -incluido el arte- por parte de los
monarcas visigodos, como representaciones externas del poder, llevó a una evolución peculiar del arte
paleocristiano característico del mundo tardorromano.

Las construcciones eclesiásticas y civiles muestran esta evolución y, sobre todo para lo que aquí
interesa, desde la perspectiva de la cultura en términos generales son un claro exponente del avance en
el terreno de la cultura material, cuyo primer índice de muestra es la existencia misma de la actividad
constructiva -con independencia de sus modelos y fórmulas estéticas y estilísticas-, y el auge e
importancia alcanzados durante el siglo VII. Todo ello demuestra un desarrollo gradual y creciente,
por tanto, de la cultura en todas sus manifestaciones, desde el siglo VI y a lo largo de él y después en el
VII. Incluida en espacios físicos, como antes se dijo, puede abordarse una visión general articulada
desde el análisis de esos ámbitos culturales más significativos.

Espacios para la educación y la cultura

Monasterios y escuelas

El ámbito cultural más importante, pues sirvió de generador de otros, fue el de los monasterios. A
pesar de que no se han encontrado de momento restos arqueológicos, las fuentes literarias ofrecen un
panorama claro de su importancia como focos de irradiación de cultura. Por ejemplo, los autores
literarios del siglo VI y una buena parte del VII tuvieron como denominador común el haberse
formado en escuelas monásticas y, muchos de ellos, el hecho de vivir en esos monasterios.
En sus escuelas se preparaba a los jóvenes para seguir la vida religiosa, pero también iban a ellas los
que luego llevarían una vida laica, según la existencia de escuelas en unas zonas u otras. No hay que
olvidar que, al lado de las escuelas monásticas, existían las episcopales en ámbitos urbanos y otras
rurales o parroquiales en zonas alejadas de aquellos núcleos.

Antes del siglo VI se tienen escasas noticias de algunos monasterios y de fundaciones, pero cabe
suponer su existencia a tenor del florecimiento posterior. Las primeras noticias de monasterios en
Hispania se remontan a finales del siglo IV y al V: una referencia en el canon VI del concilio de
Zaragoza en el 380, diversas cartas, como la del Papa Siricio a Himerio de Tarragona, o la de
Baquiario del 410, o la de Fronto que construye un monasterio en Tarragona, en la correspondencia de
Consencio. Pero, salvo estas referencias nunca demasiado precisas, hay que esperar al siglo VI para
que se mencionen fundaciones de monasterios.

El afianzamiento del poder de la Iglesia, incluso las relaciones de mutua tolerancia entre ésta y la
monarquía visigoda arriana, explican el auge de las fundaciones de monasterios en el siglo VI,
fundaciones que, por otra parte, respondían a normativas establecidas en los concilios de Agde (506) y
Orleáns (511). Aunque las normas se establecieron en la Galia, fueron aceptadas rápidamente en
Hispania, primero en el concilio de Tarragona (516) y, más tarde, en los de Barcelona (540) y en el de
Lérida (546).

Las noticias sobre monasterios en esta época se encuentran dispersas en diferentes textos literarios o
epigráficos. Una de las primeras menciones es el epitafio métrico de Victoriano, redactado por
Venancio Fortunato, como fundador del monasterio de Asán, hacia el 525, el monasterio conocido
como Servitano, que, según la noticia dada por Ildefonso de Toledo en su obra De viris illustribus, fue
fundado por Donato en la región de Levante, cuando dicho monje, junto con otros de su congregación,
llegó a esa región huyendo de los beréberes de África acompañado de numerosos libros, que
constituirían el primer fondo de la biblioteca del nuevo monasterio. De este monasterio salieron
posteriormente figuras como los denominados obispos escritores: Eutropio de Valencia, Liciniano de
Cartagena, Severo de Málaga, Nebridio de Egara, Justo de Urgel, Elpidio de Huesca o Juan de
Tarragona. Quizá el más importante sea el Agaliense, cerca de Toledo. Sergio de Tarragona construyó
otro monasterio, lo mismo que Juan de Gerona, que es el famoso Biclarense, Juan de Biclaro, autor de
una Chronica y reflejo, a su vez, de que la escuela y la educación eclesiástica ya había alcanzado
también a las familias de origen godo, como parece serlo este autor.

A mediados del siglo VI Martín de Braga fundó el monasterio de Dumio, uno de los más importantes
centros de cultura, debido a la magnífica labor literaria y de traducción impulsada por este obispo y
escritor. La obra hagiográfica de las Vidas de los padres de Mérida, escrita en el siglo VII y que da una
valiosísima información sobre la Mérida de la centuria anterior, menciona la existencia de monasterios
antiguos, como el de Cauliana (o Colonianan), cuya ubicación exacta se desconoce. De igual modo,
relata la enorme actividad edilicia llevada a cabo en la ciudad al amparo de sus obispos, especialmente
Paulo, Fidel y, sobre todo, Masona, al que se le atribuyen las construcciones de diversos monasterios y
basílicas, además de un xenodochium o albergue-hospital para peregrinos y enfermos. Esta misma
obra también ofrece detalles singulares sobre la organización de la vida monástica o de la educación de
la escuela episcopal, que ayudan a componer un cuadro bastante aceptable del momento.

Algo mejor documentadas que las escuelas monásticas están las episcopales, posiblemente más
amplias, tanto en sus propósitos como en sus programas educativos, y que seguramente estuvieron
dedicadas a la formación de laicos. Al lado de estas escuelas, cabe suponer que también existieron
otras rurales o parroquiales, diseminadas por diversos territorios donde hubiera núcleos de población
de carácter rural y de mayor o menor tamaño. Unas y otras conocieron un florecimiento extraordinario,
al igual que los monasterios, a partir de mediados del siglo VI.
La preocupación por la existencia de escuelas básicas y centros de enseñanza superior fue constante a
lo largo de décadas. Liciniano de Cartagena (fallecido en el 595) envió su queja, en una carta al Papa
Gregorio Magno, de no poder encontrar clérigos mínimamente instruidos y en condiciones de ser
nombrados presbíteros, de acuerdo con la normativa del I Concilio de Braga (561) que exigía que, al
menos, supiesen leer y escribir. Aunque probablemente estuviese exagerando el panorama, desde
luego ofrece indicios de la necesidad de extender los niveles educativos mucho más de lo que estaban.
En el IV Concilio de Toledo (636) tomó el relevo de Liciniano el propio Isidoro de Sevilla, señalando
la necesidad de crear escuelas para formar clérigos, aunque, seguramente, la situación había mejorado
considerablemente desde la apreciación hecha por Liciniano de Cartagena.
Niveles educativos

Estos centros de formación establecieron una educación fundamentalmente religiosa, pero se conocen,
en alguna medida, los diferentes niveles educativos que los jóvenes de los siglos VI y VII podían llegar
a adquirir.

Nivel elemental

La lectura y comprensión de textos, especialmente religiosos, era la base. De ahí que los sistemas
consistiesen primero en el aprendizaje de la gramática. Se enseñaba, en primera instancia, a leer. La
lectura era practicada fundamentalmente con el ejercicio de la memoria, igual que ocurría en el mundo
romano. La escasez de material escritorio y la dificultad del sistema de escritura favoreció un profundo
cultivo de la memoria, pues tanto los costes del pergamino (uso minoritario para la elaboración de
códices y no para el empleo cotidiano de las escuelas) como las limitaciones que imponían las tablillas
de cera (aunque eran el soporte usual) favorecieron la difusión del aprendizaje memorístico. Al igual
que los romanos aprendían pequeños poemas o fragmentos de autores latinos famosos para practicar la
memoria, en la Hispania visigoda fueron los salmos, textos sapienciales y moralizantes, o también
algunos del mundo clásico (como los Disticha Catonis, breves sentencias en este esquema métrico), los
básicos para el estudio. Con la lectura se practicaba la entonación, el ritmo y, en especial, la
pronunciación, difícil si se tiene en cuenta que la separación de palabras en la escritura aún no estaba
prácticamente desarrollada y se escribía de forma continua, como ocurría en el mundo romano.

El mismo tipo de textos mencionados sirvió también para el aprendizaje de la escritura, no sólo las
formas de las letras, sino nexos, abreviaturas o sistema numérico. Igualmente básica era la adquisición
de los primeros rudimentos de cálculo y de canto. Como señala Riché, se aprendía a ?leer, escribir,
cantar y contar?.

Segundo nivel de enseñanza

Atendía ya a la formación y capacitación del futuro clérigo para la predicación y las actividades
pastorales en suma. Pero no sólo a ellas iba dedicado: la actividad pastoral exigía una buena
preparación en la oratoria, pues había que difundir la fe y convencer y persuadir a los fieles. Conseguir
elocuencia era el objetivo fundamental de muchos de los hombres de la Iglesia y, desde luego, una de
las cualidades más valoradas, como testimonian los elogios de los epitafios de personajes ilustres,
generalmente obispos o abades, y como pone de manifiesto el anónimo autor de la citada obra de las
Vidas de los padres de Mérida. En dicha obra se insiste en mostrar las dotes oratorias de los obispos,
en especial de Masona, vencedor de forma patente en un debate intelectual de contenido teológico
contra el obispo arriano Sunna.

El conocimiento profundo de la gramática latina, sobre todo morfología, léxico y prosodia, favoreció
el acceso al comentario y exégesis de los textos, en especial los de contenido dogmático de la Biblia,
además de facilitar el conocimiento de textos litúrgicos para un correcto desarrollo de los oficios
eclesiásticos.
Dentro de este segundo nivel de enseñanza, había un grado de perfeccionamiento en el estudio de la
retórica, ejercicios estilísticos y la práctica de redacción de disputas y debates -palpable en la forma de
expresión de muchas de las obras de esta época-; además de ello, también era importante el estudio de
los clásicos, generalmente a través de florilegios y antologías, y de los autores cristianos, estudiados y
conocidos estos últimos en mayor profundidad. Éstos (y otros) eran los contenidos fundamentales de
los estudios de niveles superiores.

Contenidos más especializados, como los de carácter científico, matemático (más que el mero cálculo
inicial), jurídicos o literarios, dependían sobre todo del nivel de ?especialización? y conocimientos de
los maestros en cada escuela o cada monasterio. No quiere decir que hubiera un programa de estudios
articulado y estructurado tal como pueda entenderse en el sentido contemporáneo, sino que estos
niveles estaban, en la práctica, diferenciados por el tipo de alumnos que accedían a ellos. El que se
estableció como básico no supuso otra cosa que un nivel mínimo de aprendizaje y que, en los sistemas
actuales, no superaría la condición de alfabetización mínima de la población (entonces no de toda, sino
de algunos sectores), o, incluso, de lo que puede calificarse hoy como analfabetismo funcional. Sin
embargo, que en aquellas épocas y sociedades estos niveles alcanzasen a ciertos sectores más o menos
amplios -y, al menos en el siglo VII, debió de ser así- es un dato que debe considerarse como
exponente de un progreso cultural de indudable importancia.

Al segundo nivel, y dentro de él a estudios más especializados o de nivel mayor, ya accedían


solamente aquellos destinados a la formación eclesiástica o a ocupar cargos administrativos en la vida
seglar, aunque también lo hacían quienes pertenecían a estratos sociales y económicos influyentes.

Bibliotecas

A pesar de la importancia concedida a la lectura y al ejercicio de la memoria, la escritura y, por ende,


los libros (rollos o códices) fueron el soporte universal y tradicional de la cultura romana y, desde
luego, de la Hispania visigoda o de cualquier otro punto de la Europa heredera del mundo antiguo. La
existencia de códices manuscritos, especialmente desde la difusión del pergamino hacia los siglos II y
III, se convirtió en el punto de referencia cultural. Se conservan muy pocos ejemplares de época
visigoda, pero hay múltiples noticias de su uso, traslado o difusión que ayudan a medir, en cierto
modo, el alcance del nivel cultural y la existencia de bibliotecas.

Hay noticias de diversas bibliotecas, normalmente ligadas a monasterios y a centros culturales


urbanos, eclesiásticos o públicos, aunque también de algunas privadas. Las más destacadas fueron las
de Sevilla, de la que se sirvió el obispo Isidoro para su actividad literaria, y la del monasterio
Servitano, según se comentó antes. También hay que destacar la de Braulio en Zaragoza; este escritor,
y obispo de dicha ciudad, da noticias en su Epistolario de otras bibliotecas, en este caso privadas, como
la de Yactato o la de Lorenzo, un hombre rico a cuya muerte su enorme biblioteca quedó destruida. En
Toledo, sede regia desde Leovigildo, es muy posible que hubiese más de una, sobre todo
especializadas en textos jurídicos, de las que se nutrirían los legisladores para elaborar las distintas
revisiones de las leyes y editar el cuerpo legislativo de mayor importancia como fue la Lex
Visigothorum. Dicha compilación, llamada también Liber Iudiciorum (cuya versión vulgar, el Forum
Iudicum, dio lugar en la Edad Media al Fuero Juzgo), vio la luz en época de Recesvinto (653-672),
aunque probablemente fuese confeccionada en época de su padre, Chindasvinto (642-653), y
posteriormente revisada en época de Ervigio (681-687). El aprecio por los libros era considerable, a
juzgar por las noticias que de ellos se conservan, y el prestigio que adquirían ante la sociedad quienes
los utilizaban para formarse en ellos y, por supuesto, quienes escribían algunos.

Cuáles eran los principales libros depositados en las bibliotecas es un dato todavía incierto, a pesar de
la pista que ofrecen los versos atribuidos a Isidoro (conocidos como Versus in Bibliotheca), que
describen los autores que figuraban en los anaqueles y armarios de la biblioteca sevillana. La crítica no
concede valor literal a las noticias que ofrecen estos versos y la opinión comúnmente aceptada es que
serían menos o, al menos, no estarían completos. Una interpretación literal de la información de este
poema no deja de ser optimista y poco segura.

En las bibliotecas de esta época la literatura pagana clásica y tardía estaba muy selectivamente
presente: Salustio, Lucrecio, Virgilio, Marcial, Séneca; quizá sólo en antologías Juvenal y Lucano.
Posiblemente entero Estacio, así como los Disticha Catonis, autores como Persio, Quintiliano,
Marciano Capela, Fulgencio y Solino sólo fragmentariamente, lo mismo que Plinio, aunque éste en
amplios pasajes de su obra.

Los autores cristianos estaban mejor representados y de forma más completa, incluidos los
contemporáneos italianos o francos: Tertuliano, Cipriano, Hilario, Ambrosio, Agustín, Jerónimo,
Sulpicio Severo, León Magno, Genadio de Marsella o Gregorio Magno, Orosio, Hidacio, Juvenco,
Prudencio, Sedulio, Draconcio, Ausonio, Venancio Forutano (éste coetáneo y amigo de Martín de
Braga), Boecio o Casiodoro. Asimismo contaban con obras de gramáticos como Donato, Sacerdos,
Audax Caper, Probo o Prisciano, y traducciones de obras griegas, como Vidas de Padres, y de autores
como Eusebio de Cesarea, Juan Crisóstomo o Evagrio, textos médicos de Hipócrates u Oribasio.

En este elenco faltaban obras fundamentales o sólo conocidas en parte (César, Cicerón, Catulo, Ovidio,
etc), pero fue suficiente para conformar una instrucción sólida a las elites culturales que profundizaban
en el estudio, superando los niveles de enseñanza comunes, tanto elemental como superior.

Centros profesionales

Las bibliotecas eclesiásticas, pese a su importancia y a su franco desarrollo, no iban a ser suficientes
para satisfacer las necesidades de la creciente Corte real. Las actividades propias de la cancillería
requerían algunos centros librarios especializados. La historia de las ediciones y revisiones de la Lex
Visigothorum presume la existencia de un grupo de expertos en materia jurídica y, a la vez, de una(s)
buena(s) biblioteca(s) a las que acudir a consultar códigos de leyes anteriores, textos jurídicos en
general, y cuanto material fuese necesario para este trabajo. Es posible, por tanto, que existiesen, a
pesar de que las fuentes escritas no ofrecen información suficiente de ello, centros profesionales
artesanos, de arquitectura, donde trabajarían canteros, picapedreros, carpinteros, etc., en contacto con
los talleres de escultura y orfebrería, a juzgar por las actividades artísticas de la época. De igual modo,
incluso cabe la posibilidad de que, como en el mundo romano, existieran talleres de epigrafistas que
elaboraran las lápidas funerarias o conmemorativas, de fundación de basílicas, etc. Tal vez no fuesen
talleres individualizados por profesiones o actividades, sino que en ellos trabajarían diversos ?
especialistas? o profesionales de cada campo.

Reflejos del ambiente cultural

La difusión de la cultura, como se ha mostrado, fue generada fundamentalmente a partir de los centros
para la educación descritos, además de por la adquisición de conocimientos profesionales y
especializados en centros ligados al ejercicio de esas profesiones. Asimismo, tuvo su proyección en la
forma de influir en la sociedad y en las manifestaciones materiales que se derivan de ella. Algunos de
estos aspectos pueden considerarse aquí como ejemplos de muy diferente tipo:
Niveles de alfabetización

Evidentemente, la mayoría de la población, sobre todo rural, no tenía acceso a la educación superior, ni
siquiera, tal vez, a la elemental. Pero, con todo, debió existir un cierto nivel de instrucción o
escolarización relativamente aceptable. Hay dos hechos que vienen a reflejarlo:

a) La existencia de textos grabados en pizarra. Se trata de más de un centenar de piezas escritas con
letra visigótica cursiva, en etapa de formación, y derivada de la nueva cursiva romana común. Su
datación mayoritaria se encuentra entre la segunda mitad del siglo VI y a lo largo del VII y proceden,
fundamentalmente, de la zona de Salamanca y Ávila, aunque de múltiples puntos, algunos más
concentrados en torno al límite entre ambas provincias y otros más dispersos. Contienen censos
agrarios, noticias de repartos de trigo o pagos de productos, pero también documentos jurídicos de
ventas, declaraciones en juicios, así como textos escolares, alfabetos, salmos copiados, etc. Estos
documentos -excepcionales y comparables a las tablillas Albertini del norte de África, por ejemplo, o a
los papiros de Rávena-, ponen de manifiesto esos índices de educación en zonas rurales de las que
nada se sabe históricamente, alejadas de núcleos importantes, y muestran parte de los niveles de
instrucción en los ejercicios de escuela, la alfabetización de distintas personas que firman los
documentos -algunos con una cruz- y, sobre todo, de los escribas que transcriben los documentos
jurídicos, incluso, alguna pieza demuestra que se copiaba al dictado, por el tipo de ?errores? que se
transcriben. La lengua en la que están escritas es un latín que, aunque cuajado de vulgarismos, revela
que aún se hablaba en el siglo VII y que su nivel era relativamente aceptable.

La existencia de estos textos refleja, además, una actividad económica rural y una aplicación de la
administración de justicia notables, sobre todo si se tiene en cuenta que proceden de zonas rurales sin
demasiada conexión con centros importantes. Por otra parte, demuestran la extraordinaria importancia
concedida a la escritura y a la validez de los documentos escritos de carácter jurídico, con valor
dispositivo y probatorio.

Conviene destacar también que las pizarras calificadas como ejercicios escolares son un reflejo directo
del sistema de educación: los salmos copiados, a veces distintos versículos, hablan por sí solos. Es
más, dado que se trata normalmente de textos de carácter litúrgico, pueden reflejar indirectamente la
existencia de libros de oficios a partir de los que los clérigos practicaban el aprendizaje para sus
actividades religiosas.

b) El otro hecho es que, como indica Díaz y Díaz, no se puede pensar que el auge de la actividad
literaria y la presencia de personalidades notables a lo largo de siglo y medio, aunque pertenecieran a
las elites culturales, surgiera en una sociedad analfabeta y ágrafa. Hay que suponer que la
preocupación por escribir obras de exégesis de textos, de contenido pastoral y didáctico, estaba
respaldada por un público más o menos preparado para comprenderla en la misma lengua latina en que
se escribía, porque aunque hubiese notables diferencias entre la lengua hablada y la escrita, aún no se
habría producido la fractura definitiva que impidiera a los hablantes comprender los escritos de la
gente culta e ilustrada.

La magna obra de Isidoro de Sevilla, las Etimologías, es un claro ejemplo del intento de dotar a esa
población de un instrumento de aprendizaje y de cultura. Concebida como una recopilación del saber
del mundo pagano (aunado ahora con el cristiano) pero con fines didácticos, parte de la exposición de
los saberes tradicionales de las artes liberales -gramática, retórica, dialéctica, aritmética, geometría,
astronomía y música (lo que constituiría el trivium y el quadrivium medievales), para adentrarse en
todos los campos del saber, siguiendo a continuación de los otros por la medicina, como la ciencia y el
conocimiento que reúne todos los anteriores en la persona del médico, ya que éste debe poseerlos para
ejercer correctamente su profesión a todos los niveles, pues su trabajo cura los cuerpos, pero ayuda
también a las almas, por eso él debe ser experto en esos saberes tradicionales. A partir de ahí la
exposición alcanza multitud de ámbitos: historia, religión, el mundo de los animales, hombres, plantas,
océanos y mares, minerales, construcciones, embarcaciones, vestidos, alimentos, etc. Todo ello
articulado a través de una sencilla y cómoda manera de aproximación: a través del estudio etimológico
de las palabras, una enciclopedia de consulta que no podía estar pensada para uso de unos pocos
solamente. Aunque la leyeran unos cuantos, sus saberes llegarían a otros muchos a través de aquellos.

El trabajo de los monjes. Los scriptoria


Directamente relacionada con los centros de enseñanza y, concretamente, con los monasterios, hay que
destacar la labor de los scriptoria (escritorios) de los mismos, que fueron la base de la transmisión de la
cultura escrita y uno de los más palpables índices del desarrollo cultural de la época.

Son muy pocos los códices conservados de estos siglos y, lamentablemente, ninguno está decorado,
con lo que poco pueden informar en cuanto a la iluminación de manuscritos; sin embargo, son de valor
excepcional. Por otro lado, la existencia de los llamados códices visigóticos (por el tipo de escritura,
pero cronológicamente ya pertenecientes a época mozárabe) pone de manifiesto que esta actividad era
floreciente en los siglos VI y VII.

Los códices de época visigoda, como el Camarín de las Reliquias, conservado en El Escorial, y otros,
junto con los de la época siguiente, arrojan luz considerable desde el punto de vista codicológico y
paleográfico, además de servir para aproximarse a la actividad monástica de copia de manuscritos, de
transmisión de textos y circulación de ejemplares en estos siglos. Esta información debe relacionarse, a
su vez, con la ofrecida por las fuentes escritas, sobre las bibliotecas, sobre las copias y envíos de textos
que, en especial las cartas de la época, recogen.

Instrucción individual: Profesiones y oficios artesanales

La enseñanza en las escuelas debía estar a cargo de clérigos dedicados fundamentalmente a la labor
educativa, maestros que llevaban un control bastante individualizado de los alumnos; incluso, a veces
eran los propios obispos quienes se preocupaban de ejercer una cierta labor tutelar o de control de las
escuelas episcopales. Lógicamente, el caso más evidente, aunque no significativo porque no era lo
común, es el de Leandro de Sevilla, que educó o dirigió la educación personalmente de su hermano
Isidoro, y a la que contribuyó también la hermana de ambos, Florentina. Al igual que ellos, algo
similar debió ocurrir con Braulio de Zaragoza: en la epístola-proemio a su Vida de san Millán (Vita
sancti Aemiliani), la cual, siendo ya obispo, compone y envía a su hermano Frunimiano (presbítero y
probablemente abad del monasterio del mismo nombre), recuerda cómo otro de sus hermanos, mayor
que él y también obispo, Juan, había sido su maestro e instructor.

Evidentemente, los expertos juristas a los que antes se ha hecho mención, una vez formados en las
escuelas debían continuar ya su especialización en la propia cancillería tomando como base las
bibliotecas, donde posiblemente eran instruidos por otros más experimentados, por preceptores
especializados. En cualquier caso, lo evidente es que los jóvenes hispano-visigodos (ya es una nueva
sociedad nacida de la coexistencia de hispanorromanos y visigodos) destinados a ser dirigentes,
funcionarios, jueces, o que debían ocupar, en general, puestos de relevancia y que pertenecían a
estratos sociales y económicos altos, tenían que recibir una formación complementaria en la que se
incluyeran conocimientos profesionales y específicos. Y no debían ser pocos, dado que la
administración de la justicia no se limitaba a Toledo y núcleos urbanos más o menos importantes, sino
que llegaba a otros muchos confines.

La aplicación del derecho en documentos privados, como los conservados en las mencionadas pizarras,
así lo refleja, pues, por una parte, estos textos contienen formularios característicos que debían ser de
aplicación general en diversos puntos y que luego se verán reflejados en las llamadas Fórmulas
visigóticas, compiladas probablemente en el siglo VIII, de donde arranca su conservación como hoy se
conocen a través de los manuscritos, pero de uso en los siglos anteriores. Por otra, la existencia misma
de estas piezas presupone la existencia también de escribas más o menos expertos con una buena
formación especializada en materia jurídica y que ya deberían darse en el siglo VI, aunque su mayor
concentración e importancia fuese en torno a la Corte en Toledo, la urbs regia, en el siglo VII.

Del mismo modo, la existencia de oficios manuales y artesanales -otro foco de cultura indudable-,
estaría ligada a los talleres antes referidos. Es más que probable que estas enseñanzas de carácter más
práctico y utilitario fuesen impartidas por los propios maestros de taller, que concentrarían a su lado a
los aprendices para enseñarlos y adiestrarlos en el oficio.
Otro de los casos que puede citarse, y sobre el que además en las fuentes escritas hay claras
referencias, es el de los médicos. La importancia y prestigio de esta profesión está bien contrastada:
incluso las mencionadas Vidas de los padres de Mérida reflejan que tal actividad podía ser realizada
por laicos, pero también por algunos religiosos, aunque, probablemente en determinadas condiciones;
las leyes visigodas establecen, por ejemplo, que un discípulo debe pagar a su maestro en medicina la
nada desdeñable cantidad de doce sueldos de oro por sus enseñanzas.

Correspondencia y comunicaciones

Que la actividad cultural era floreciente en esta época lo ponen de manifiesto también las múltiples
relaciones internas establecidas entre autores, personajes de distintas esferas sociales, así como las
relaciones externas. Las relaciones con el sur de la Galia cuentan con el caso paradigmático de la
correspondencia entre Venancio Fortunato y Martín de Braga, mientras que en el caso de la
comunicación con Italia, las principales muestras son aquellas que ofrecen las relaciones de la Iglesia
visigoda con el Papado (no siempre del todo buenas), de las que tenemos noticia a través de distintas
cartas de los más variados personajes y contenidos. Entre esos contenidos cabe destacar, por ser los
más explícitos en cuanto a aspectos culturales se refiere, aquellas en las que se dan noticias diversas
sobre la existencia de libros, su circulación, el traslado de unos monasterios a otros, la difusión en alta
voz, con la predicación, de sus enseñanzas. En este aspecto, pueden mencionarse incluso las
referencias existentes en el siglo V, motivadas muchas de ellas por la difusión de la herejía
priscilianista: muchos clérigos seguidores de ella habían hecho circular libros con sus doctrinas, como
nos cuentan Toribio de Astorga (en su carta a Hidacio) y Ceponio, obispos de la Gallaecia, o la
correspondencia de León Magno con éste por el mismo motivo, donde se señala que el obispo
astorgano había mandado al Papa unos libros redactados contra esta herejía. Incluso anécdotas curiosas
como los códices de literatura mágica que le habían sido robados al priscilianista Severo, durante un
viaje, etc. La carta de Justo de Urgel al Papa Sergio, ya en el siglo VII, enviada junto con sus
comentarios al Cantar de los Cantares, refleja la preocupación del autor por el perfeccionamiento de su
obra, invitando al Papa a que corrija lo que crea conveniente y a que hagan copias de la misma
utilizando letras más pequeñas, pues la falta de pergamino es notable, y a que no las guarden en
estuches lujosos, sino que atiendan a que se trata de obras útiles. Martín de Braga, en las cartas que
enviaba junto con sus obras, ofrece información de carácter filológico sobre la forma de composición
de la obra, su carácter didáctico, la necesidad de usar una lengua sencilla para que la gente la
comprenda, un sermo rusticus, etc. Braulio de Zaragoza ofrece, en el siglo VII y en su extenso
Epistolario, noticias de la preocupación que siente porque circulan copias imperfectas de las
Etimologías de Isidoro de Sevilla sin que él tenga una versión completa, según su autor le prometió; en
ese mismo grupo de cartas se recoge una enviada por el rey Recesvinto a Braulio para que revise y
corrija de errores cierto libro importante -muy probablemente la Lex Visigothorum-, que circula en
copias defectuosas. Igualmente, se dan noticias de la existencia de bibliotecas y de diversos libros que
Braulio enviaba a amigos y personas que se carteaban con él. Este aspecto es, quizá, el más
significativo, pero la existencia misma de la correspondencia refleja ya una actividad cultural
importante dentro de esta sociedad. Igualmente, el aprovechamiento de las calzadas romanas, en pleno
funcionamiento como vías de comunicación, facilitó la movilidad de las personas y el intercambio
ideológico-cultural, no sólo dentro de Hispania: piénsese, por ejemplo, en la celebración de concilios, a
donde acudían obispos y representantes eclesiásticos de muchos lugares. Como señala Rouché, los
Pirineos, si bien eran una frontera natural, nunca fueron obstáculo ni para el paso de tropas -como
queda bien de manifiesto con las propias invasiones de los pueblos bárbaros-, ni para el paso de ideas,
libros, etc. De hecho, aunque mermadas por el aislamiento y, en ciertos momentos, por la hostilidad de
las relaciones entre los diversos reinos, nunca se interrumpieron los contactos entre unos pueblos y
otros. Esto se refleja, incuestionablemente, no sólo en las cartas sino en el traslado de libros y, algo que
se dio en esa época fruto del ambiente religioso, el traslado de reliquias de mártires y santos para
establecer lugares de culto de santos importados.

Panorama artístico
Las manifestaciones de lo que suele denominarse como arte visigodo constituyen, junto con la
actividad literaria, la culminación del desarrollo cultural. Hay que advertir previamente que hablar de
arte visigodo no significa que sea exclusivamente el característico de este pueblo y que lo haya
importado, sino que más bien habría que referirse al arte de época visigoda, es decir, al que tiene lugar
en Hispania durante el asentamiento de los visigodos y su reinado.

En la arquitectura se observa una creciente actividad constructiva, sobre todo de basílicas (de las que
hay restos arqueológicos valiosísimos), así como de monasterios (según documentan las fuentes) y de
actividad edilicia civil.

Se dieron dos tendencias fundamentales: una, a través de la que se detecta con claridad la continuidad
del mundo tardorromano y paleocristiano, y otra, que puede calificarse de hispano-visigoda, propia de
la segunda mitad del siglo VII y que puede interpretarse como el reflejo del proceso de evolución del
arte en Hispania y de la propia sociedad.

De la primera tendencia, que se desarrolló en el siglo VI pero alcanzó al siguiente, destacan basílicas
como el Germo (Córdoba), San Pedro de Alcántara (Málaga) o Casa Herrera (Badajoz): pequeños
templos de tres naves con ábsides semicirculares, algunos muy sencillos como la hoy desaparecida de
Alcalá de los Gazules o la de San Pedro de Mérida (con cabeceras cuadradas). Hay que señalar, no
obstante, que cada edificio presenta particularidades específicas, aunque pertenezcan al mismo grupo.

La segunda tendencia innovó planimetrías, ornamentaciones y técnicas constructivas con respecto a la


primera, mostrando influjos orientales o bizantinos, de donde algunos edificios presentan plantas
cruciformes. Como ocurre en la primera tendencia, de forma más acusada si cabe, cada edificio
presenta características peculiares: quizá el más paradigmático, a pesar de sus diversas
reconstrucciones, sea el de San Juan de Baños, aunque también son ejemplos característicos
Quintanilla de las Viñas, San Pedro de la Nave o San Fructuoso de Monteluz (éste en Braga, Portugal).
Precisamente estas peculiaridades y la constatación de estas dos tendencias hace que, sobre todo desde
finales de la década de los 80 y durante los 90 del siglo XX, se sometiese a revisión la cronología de
estas iglesias citadas que, tradicionalmente consideradas como muestras señeras del arte
hispanovisigodo y fechadas, bien es verdad, por criterios estéticos no definitivos para el
establecimiento seguro de dataciones, podrían reflejar un estadio posterior, ya de época mozárabe. Sin
embargo, la existencia de una transformación de la sociedad, de una nueva sociedad nacida de la
aculturación de ambos pueblos, visigodo e hispanorromano, puede tener nuevos planteamientos y
formas de expresión propias que no dejan de estar presididas por la poderosa tradición romana, tanto
en el arte como en cualquier otra manifestación.

Para lo que aquí interesa y sin entrar en el estudio del arte de esta época, lo digno de destacar es que
este auge en la construcción arquitectónica refleja el desarrollo cultural de la sociedad y la fuerza de la
Iglesia, que desde el III concilio de Toledo funcionó habitualmente como elemento de cohesión de dos
pueblos originariamente distintos que constituyeron una nueva sociedad, al menos de forma oficial y
sin dejar apenas espacio para otras opciones (sin entrar tampoco en cuestiones políticas y en la posible
debilidad del poder monárquico frente a los grupos aristocráticos).

Dentro del campo de la construcción no pueden dejar de mencionarse los restos arqueológicos de
conjuntos de edificios que se encuentran en los poblados del Bovalar (Lérida) o el Puig Rom (Rosas,
Gerona) y, por supuesto, la gran construcción planificada por Leovigildo como ciudad de nueva
fundación, Reccópolis (en Zorita de los Canes), en honor de su hijo Recaredo, a decir del testimonio de
Juan de Biclaro en su Crónica.

La escultura existente en edificios como en el Bovalar o Casa Herrera revela un sistema de tallas a
bisel, motivos vegetales, lineales y esquemas geométricos característicos de esta época, si bien en los
núcleos urbanos se concentran talleres escultóricos con técnicas diversas que se implantan en el siglo
VII, con usos de columnas y pilastras decoradas, también con motivos vegetales, pero más ricos,
canceles, de arco doble, con reja o en abanico, decoración de grifos, capiteles con hojas de tipo
corintio, iconografía, escasa pero muy sugerente, de figuras humanas y animales, etc. Es importante
señalar que los principales focos escultóricos se centran en Lisboa, Mérida, Córdoba, Sevilla y Toledo.
En escultura hay, como en arquitectura, una continuidad tardorromana que sufre innovaciones por
influjo de la moda oriental, sobre todo en el siglo VII.

La orfebrería es otra de las grandes actividades artísticas que responden a varias influencias, de un lado
romanas y de otro bizantinas.Quizá en este campo es donde más claramente se puede reflejar la
evolución de la sociedad y la integración de los visigodos: fíbulas, broches, hebillas de cinturón y
ajuares personales, en general, constituyen un tipo de manifestaciones que se presta bien a reflejar la
moda y costumbres de la gente; los adornos personales, típicamente visigodos, similares a los
encontrados en otras necrópolis europeas, desde las zonas de los límites del antiguo Imperio romano en
el Danubio, pueden verse en necrópolis de los siglos V y primera mitad del VI en Hispania, en
contraste con el mundo romano, pero, a medida que esta centuria avanza, se da paso a un predominio
del influjo romano, que nuevamente en este campo acoge también influjos bizantinos para la
elaboración de piezas singulares y de buena calidad en la orfebrería y en la joyería de los siglos VI y
VII.

...

La iluminación de manuscritos fue otra de las facetas de las manifestaciones artísticas que, en caso de
disponer de suficiente información o de haberse conservado manuscritos miniados, habría podido dar
una noticias importantes sobre el arte del momento.

Panorama literario

Si el punto culminante de la educación era la formación de hombres capaces de predicar, exponer y


defender de forma brillante los dogmas y, en definitiva, ser elocuentes, es evidente que el punto
culminante del reflejo de la cultura fueron los escritores de la época. La inmensa mayoría son, como ya
se ha comentado, hombres de la Iglesia; concretamente, muchos de ellos fueron obispos que añadieron
a sus labores pastorales y a sus obligaciones eclesiásticas la tarea y, en muchos casos, la exigencia
personal de escribir obras, mayoritariamente de contenido religioso, doctrinal, exegético o pastoral. Es
más, se podría decir que estamos ante un grupo de obispos que conforma todo un plantel de escritores,
surgidos mayoritariamente de los monasterios, a la vez que un indudable grupo de poder. De hecho, a
lo largo del siglo VI y también en el VII, muchas de las sedes episcopales eran de tipo patrimonial:
miembros de la misma familia ocupaban distintas sedes de una misma zona, o, incluso sucediéndose
unos a otros, o bien otros miembros eran abades o abadesas, o pertenecían a diversos grados de la
jerarquía religiosa. Tal es el caso, por ejemplo, de la Tarraconense, donde fueron obispos Justo de
Urgel, Nebridio de Egara y Justiniano de Valencia; o el de Leandro de Sevilla, a quien sucedió en la
sede Isidoro, mientras que otro hermano de éstos, Fulgencio, era obispo de Écija, y su hermana
Florentina, religiosa en un convento de Sevilla. O Braulio de Zaragoza, que sucedió en la sede a su
hermano Juan, además de otro, Frunimiano, que fue presbítero de un monasterio.

Incluso puede afirmarse, como indica Díaz y Díaz, que el grupo de obispos toledanos, generalmente
procedentes del monasterio Agaliense, fue el baluarte más firme para la monarquía visigoda, cuya
autoridad justificaban y apoyaban. A la vez, su actitud favorable hacia la centralización del poder
político ?llegó a ser la más fuerte traba en un estado irremediablemente condenado a las secesiones y
autonomías?. El tiempo se encargaría de demostrar que esta tendencia disgregadora del poder sería la
que prevalecería, produciéndose una atomización de dicho poder frente a los intentos de la monarquía
toledana, basada también en el control militar y político de unas familias aristocráticas sobre otras.
Pero desde el punto de vista cultural que aquí se trata, la importancia de estos obispos escritores es
formidable y sus obras tienen la impronta de su época, de sus preocupaciones y del conocimiento y
nivel cultural alcanzados.

Martín de Braga es el más importante, sin ninguna duda, del siglo VI. Sus obras son de carácter
pastoral y en ellas preside la idea de hacer llegar a la población la doctrina cristiana correcta, así como
combatir aquellas pervivencias de religiosidad popular ligadas a cultos paganos y supersticiones. Para
esto escribe una obrita, De correctione rusticorum, donde da cuenta de dichas prácticas populares. Sus
obras reflejan una corrección de estilo, pero, a la vez, una sencillez de exposición, orientada a esos
fines pedagógicos que tanto persigue. Al lado de obras de contenido pastoral, también las tiene
doctrinales sobre problemas dogmáticos, que pretende explicar de forma clara y escueta.

Leandro de Sevilla es uno de los autores capitales y de mayor importancia política: no se olvide que,
en época de Leovigildo, su enemistad con el rey le llevó al exilio, además de ser el factor de la
conversión de Hermenegildo, el hijo sublevado del rey. Después, a pesar de la ejecución de éste,
Leandro volvió a gozar del poder real y llegó a presidir el III Concilio de Toledo, cuando Recaredo se
convirtió al catolicismo en el 589, y fue la mayor autoridad eclesiástica de Hispania en su época.
Escribió una obra dedicada a su hermana sobre las normas de comportamiento de las religiosas, casi
una regla monástica, además de la homilía pronunciada en el citado concilio, modelo de pieza oratoria.

Eutropio de Valencia fue autor de dos epístolas en las que se muestran también algunos de los
principales objetivos religiosos: la primera sobre aspectos de la vida monástica, personal y de interés
notable, mientras que la segunda es más pobre y, prácticamente, un centón de Casiano, autor cristiano,
sobre los vicios.

Liciniano de Cartagena, del que se ha hecho mención, escribió también varias epístolas que resultan
preciosos testimonios sobre la vida cultural y los libros de su época, descubriéndonos a través de ellas
a un auténtico bibliófilo. De otros personajes conocemos también diversas cartas, según se dijo al
hablar de la correspondencia y comunicaciones, algunas incluidas en el epistolario de Braulio de
Zaragoza. Además de los corresponsales citados, puede mencionarse a Redempto, a Quirico de
Barcelona, a Idalio de Barcelona, etc.

Mención aparte merece un grupo de cartas, las llamadas Epistulae Wisigothicae, prácticamente todas
ligadas a la cancillería de Toledo, ya sea por sus autores, ya sea por sus destinatarios, reyes, obispos,
condes, monjes, etc. Su contenido es oscuro y su estilo retórico, difícil y ampuloso. Aunque dan
informaciones diversas de contenido histórico, su estudio sirve, para el tema que aquí se trata, como
ejemplo de los usos retóricos y las costumbres estilísticas de la época. Entre ellas pueden citarse las del
conde (comes) Bulgar, o las de Agapio, Fructuoso de Braga, el rey Sisebuto, o la del monje Tarra, ésta
una carta rítmica de complicada ejecución y supuestamente dirigida por este monje al rey Recaredo
para pedirle clemencia ante una falsa acusación hecha por los monjes compañeros del monasterio de
Cauliana (cerca de Mérida) de haber mantenido relaciones con una prostituta. Es posible que estas
cartas, tal como las conocemos hoy, sean refacciones, al menos algunas como ésta de Tarra, de
versiones anteriores y, en todo caso, parecen compiladas por algún notario o escriba de la cancillería
de Toledo, dada la nota común de los personajes ligados a los reyes y a la Corte, con independencia
del contenido de cada una.

Apringio de Beja y Justo de Urgel escribieron obras de carácter exegético, otra de las grandes líneas de
trabajo de los escritores de esta época. El primero, sobre el Apocalipsis, el segundo, sobre el Cantar de
los Cantares. Justo de Urgel también tiene un pequeño sermón para la conmemoración del día de san
Vicente mártir. Este tipo de obras, de carácter homilético y destinadas a los oficios eclesiásticos, eran
también muy frecuentes y servían para el adoctrinamiento de los fieles y para favorecer el culto a los
santos y mártires.
Juan de Biclaro es el otro autor que compone el elenco de este siglo VI -de las obras conservadas, ya
que hay noticias de otros autores y de otras obras de los que nada queda-; su obra, en cambio, es
distinta. Es una Crónica histórica de estilo muy conciso, pero sobre hechos históricos coetáneos al
autor, de forma similar a como hiciera Hidacio en la centuria anterior. El desarrollo del género
historiográfico se dio posteriormente en el siglo VII.

El mencionado grupo de autores preludia la aparición de los escritores más importantes de la época
visigoda, que se concentran en el especialísimo siglo VII, de florecimiento cultural y que, como se
afirmaba al principio, no puede considerarse un mero epígono del mundo romano. Nuevamente, fueron
obispos escritores los que presidieron la actividad literaria de este siglo, aunque a su lado hubo dos
casos distintos: uno en la línea de la pertenencia a la Iglesia (el abad de un monasterio) como es el caso
de Valerio del Bierzo; el otro, sin duda, es el más sorprendente: el rey Sisebuto.
San Isidoro de Sevilla

Isidoro de Sevilla encabeza la nómina de autores: sucedió a su hermano Leandro, fallecido hacia el año
600, en la sede episcopal, pero también en importancia y prestigio político. Su producción escrita es
realmente importante, aunque la lista de las mismas se ha visto engrosada con el tiempo por obras que
la crítica rechaza como apócrifas o, al menos, considera dudosas. Son de muy diverso contenido, pero
todas reflejan las grandes consignas, podría decirse así, que inspiran a estos escritores. Desde su
posición de jerarca de la Iglesia, incluso desde su posición política, Isidoro muestra a través de sus
obras las líneas de pensamiento que lo guían, así como la intencionalidad didáctica y la preocupación
que siente por la buena formación del clero.

Pueden dividirse sus escritos en varios tipos. Algunos de los títulos que siguen constan, a su vez, de
varios libros.

1) El primero lo constituyen, dentro de las obras espirituales y exegéticas, las dedicadas a la


interpretación de los textos bíblicos: en los Proemios aborda el estudio y explicación de la Biblia, al
igual que la que menciona los personajes de las Escrituras: De ortu et obitu patrum (Del nacimiento y
muerte de los Padres), relatando en qué destaca cada uno de ellos. El libro De numeris (De los
números) sigue en la línea de explicación de textos bíblicos, relacionada ahora con la interpretación de
los números que aparecen en las Escrituras y su valor. Las Alegorías caminan en el mismo sentido que
las anteriores, pero referidas a los nombres de personajes del Antiguo y Nuevo Testamento. El Libro
de las Cuestiones contiene también comentarios al Antiguo Testamento.

2) Las de contenido doctrinal y de reflexión espiritual: Los Sinónimos, a través de la técnica del uso de
sinónimos -conocida como ?estilo isidoriano?, pues la practica en otras obras-, trata de acercarse a los
sentimientos de reconocimiento de los pecados y el dolor que éste produce, adentrándose en cuestiones
relativas a la conversión cristiana. Las Sentencias, posiblemente la obra más importante de las del
plano espiritual y contenido fundamentalmente religioso. En ella aúna ciencia teológica y moral, con
práctica y experiencia: la fe del cristiano, el proceso de conversión, los pecados y vicios, para pasar
luego a la vida práctica y cotidiana del cristiano que debe hacer frente a los problemas.

3) Las de contenido didáctico y doctrinal. Podrían considerarse un subgrupo dentro del anterior, pero
pueden mencionarse aparte porque en ellas se refleja la preocupación por dotar de una técnica concreta
de adquisición de conocimientos, sobre aspectos doctrinales, y de vías de perfeccionamiento en la
formación a los clérigos. Los Libros sobre las Diferencias buscan, con similar estilo al mencionado de
los Sinónimos, a través del análisis de vocablos, enseñar a los clérigos los mecanismos gramaticales,
léxicos, de precisión conceptual, no sólo para la comprensión de los textos, sino para la profundización
y corrección de la expresión y el discurso.

4) Regula monachorum: esta obra es una regla monástica que contiene una serie de normas para la
vida de los monjes dentro del monasterio, de modo que sirva para su orientación. Puede considerarse
también una obra de tipo didáctico, pues Isidoro pretende con ella reunir ciertas normas de otras reglas
y sacadas de las doctrinas de ciertos autores, expresadas de forma clara y en una lengua sencilla para
que todos las conozcan y sigan.

5) Obras sobre otras herejías y otras creencias. Sobre los herejes (ésta es de autoría dudosa y podría no
ser isidoriana, dado su estilo mucho más pobre y desabrido), Contra los judíos, como es de esperar,
con una comparación entre los dogmas cristianos y los judíos, y la diferente interpretación del Antiguo
Testamento. Por el contenido también podría adscribirse al grupo primero. Un caso muy especial
dentro de este grupo es el del Libro Del Universo: aborda cuestiones cosmográficas y geográficas, pero
también alegóricas, y su contenido no debe interpretarse sólo en este sentido, sino también como
presidido por la finalidad de luchar contra las supersticiones en relación con los fenómenos naturales.
En esta obra, por otra parte, se pone de manifiesto la simbiosis entre el mundo pagano y cristiano que
Isidoro no sólo acepta, sino que defiende y, como se hará patente en las Etimologías, ya enarbola como
un bien para la formación. A pesar de que las obras de estos escritores son de carácter cristiano casi
exclusivamente y de que en el siglo VI se había relegado bastante la lectura de los clásicos, ante
planteamientos apologéticos de defensa del cristianismo, ahora, ya consolidado éste, Isidoro abogará
por la inclusión de la cultura pagana en el ámbito cristiano, situándose en la línea de un Jerónimo,
Agustín, Boecio o Casiodoro.

6) Obras históricas: Crónica, en la línea de las otras crónicas tardoantiguas herederas de Eusebio de
Cesarea y de Jerónimo. Obra breve de enumeración de acontecimientos desde el origen del mundo
hasta el cuarto año del reinado de Sisebuto (615). A pesar de ser una brevísima exposición de datos, su
organización revela aspectos interesantes de su mentalidad. Divide el mundo en edades bíblicas, pero
realiza una síntesis entre el cristianismo y el Imperio romano que comporta, como indica Díaz y Díaz,
un ideal de Romanitas, en la que, naturalmente, queda incluido el pueblo visigodo. En la obra De viris
illustribus (Sobre los hombres ilustres), dentro del subgénero historiográfico, biográfico, tan propio de
la Antigüedad Tardía, expone biografías muy escuetas de 33 personajes de diferentes épocas y lugares.
La obra histórica más importante es su Historia de los godos, vándalos y suevos, precedida de una
pequeña composición titulada Alabanza de España. La Historia tiene un valor notabilísimo, tanto
desde el punto de vista histórico como de desarrollo del género historiográfico, frente a la tendencia a
las obras de carácter sumamente breve antes citadas y que obedecen a patrones cultivados en los siglos
inmediatamente precedentes. Por este motivo, en esta obra casi se podría hablar de ?lujo de detalles?,
ya que el autor se entretiene, por lo menos algo, en destacar aspectos relevantes de los reinados
respectivos. Desde el punto de vista ideológico, Isidoro expone abiertamente su visión positiva del
reino visigodo, especialmente a partir de Recaredo. Los visigodos ya no son los invasores y los que,
con otros pueblos bárbaros, han dado al traste con el Imperio, sino prácticamente los herederos del
nuevo Imperio romano, el cristiano. Roma ya no es el centro del mundo, sino que ha caído por su
propio peso; ahora, a los ojos de Isidoro, Hispania es el eje de este nuevo mundo -reducido en
dimensiones con respecto al otro- presidido por la religión católica, pero romanizado. Al haberse
romanizado también el pueblo visigodo, Hispania se convierte en una nueva Roma cristiana. La
Alabanza de España es un alegato a favor de esto, además de contener un clara postura frente a lo que
sí era la herencia del Imperio, el mundo bizantino, que controlaba parte de la costa mediterránea de
Hispania, evitando así una unificación territorial de toda la península que estaba casi conseguida desde
Leovigildo, con el sometimiento de suevos y demás pueblos bárbaros. Puede suponerse que este
planteamiento fue aprovechado políticamente por Sisebuto y era el espaldarazo definitivo a la
monarquía visigoda por parte de la Iglesia. Planteamiento que se completaba además con la
legitimación ideológica vertida en las Etimologías y concretada en la conocida frase: "Si eres rey,
obrarás rectamente, si no lo haces, no eres rey" (si rex eris, recte facias, si non facias, no eris).

7) Etimologías. No sólo es la cumbre de la obra isidoriana, sino de toda la época. Pero además es,
como se indicó antes, una obra de carácter enciclopédico a través de la que Isidoro trata de hacer llegar
a su público y a las gentes del siglo VII todo el saber de la Antigüedad. Ya se han mencionado de
forma básica cuáles son sus principales contenidos, pero conviene ahora hacer hincapié en cuáles son
sus presupuestos. Isidoro pretende crear una obra útil y práctica que compendie el saber, pero a través
de ella manifestar en toda su plenitud esa recuperación del mundo grecolatino, un tanto apagado
anteriormente. Su intencionalidad pastoral está en el planteamiento mismo de la obra, pero no la
impregna de manera explícita como a las otras. Las Etimologías crecen por sí solas y llegan a
constituir un mundo propio de conocimiento. Posiblemente no todo el que podría haber registrado,
pero sí el fundamental. Es una especie de ?conversión isidoriana a la cultura profana?, en palabras de
Díaz y Díaz. Este autor hace la siguiente consideración: ?Con las Etimologías, Isidoro se ha propuesto
resolver al hombre culto medio las dudas que plantea un conjunto de vocablos no usuales, cuyo interés
reside en que representan momentos de una cultura, bíblica y grecolatina a la vez, que ahora le atrae y
en la que reconoce la base y principio de la propia cultura?. Pero la obra revela en su compleja
estructura otras muchas facetas del autor y de su propio universo cultural. Tal como hoy aparece
editada, dividida en veinte libros, es el resultado de la división y organización del material que hizo, a
posteriori, Braulio de Zaragoza, su discípulo. La idea primigenia de Isidoro debía de ser bien distinta al
resultado conocido. Pero, sobre todo, fue una idea cambiante, que maduró con el tiempo, producto del
proceso continuo de reconversión cultural del propio autor y de su talante crítico. Isidoro debió
emplear mucho tiempo y esfuerzos en tal obra, incorporando elementos, modificando, volviendo a
redactarlos, quizá tanto tiempo y esfuerzos que al final, cansado y envejecido, no se debió sentir con
ánimos para completarla. De hecho, uno de los problemas básicos es, no ya la intervención de Braulio
en la estructuración en los veinte libros en que aparece en un gran número de manuscritos, sino en qué
medida pudo completar información. Después de ediciones parciales de libros y de estudios críticos
sobre los manuscritos, de autores como Reydellet y, muy especialmente, las precisiones y
aproximaciones a partir del libro X de C. Codoñer, parece que la obra tiene dos partes fundamentales:
la primera del libro I al X, éste una especie de glosario de términos que sería un primer apéndice y
luego quedó integrado como décimo libro. Esta primera parte, de temática diversa e irregular, salvo en
los tres primeros, que contenían las artes liberales, es probablemente sobre la que más veces volvería el
autor, tal vez con una permanente insatisfacción sobre los resultados. La segunda, de los libros XI al
XX, más homogénea, en cuanto que se ordenan en libros sucesivos los datos que corresponden al
mundo material, animales y hombres, naturaleza, tierra y cielo, objetos, refleja una mayor claridad y
coherencia en la elaboración. Los primeros son más generales y, en muchos sentidos, conceptuales en
cuanto a planteamientos religiosos, políticos, jurídicos, etc.: artes liberales, organización de la
sociedad, historia de la Iglesia y los pueblos. Parece que Isidoro dividió la obra en títulos o capítulos
que iría progresivamente añadiendo o modificando e incorporando otros nuevos. Una técnica de
aluvión de datos, siempre abiertos y revisables, a medida que consideraba oportuno perfeccionarlos.
Para ello se valdría de un sistema de trabajo de ?fichas? con selección de fuentes y citas del mundo
romano y cristiano, seleccionando, abreviando. Una compilación hecha con fines didácticos y en la
que lo importante es el resultado al que se llega, no del que se parte. A través de sus definiciones y
explicaciones etimológicas de las palabras trata de ofrecer la valiosa información que maneja.
Volviendo a citar a Díaz y Díaz, en la introducción al texto bilingüe publicado en 1982 en la Biblioteca
de Autores Cristianos: ?Lo que se actualiza en la obra no son los puntos de partida ni las referencias,
más o menos veladas, a la situación de su tiempo, sino el punto de llegada. Isidoro busca ofrecer, al
final de cada excursión, por breve que sea, por un tema cualquiera, una fórmula que aumente o mejore
los conocimientos y la ilustración del lector: no para influir directamente en su entorno social, sino
para perfilar mejor y más netamente los recursos del mundo antiguo. Y ello mediante formulaciones
cada vez más concentradas y al mismo tiempo con una tendencia muy marcada a hacer las definiciones
más universales, comprensivas y, por decirlo así, más teóricas? Las Etimologías son una obra ?
inquietante?, como señala C. Codoñer, y debía ser también sorprendente para sus lectores por la gran
cantidad de datos acumulados, pero sobre todo porque éstos, actualizados para el público culto del
siglo VII, no recogían el saber de ese momento sino el heredado del mundo antiguo, que sus coetáneos
debían asumir y asimilar como propio. Por eso, la obra refleja la inmensa capacidad de Isidoro de
presentar ese mundo cultural como algo asequible y como algo perteneciente a su época: las
Etimologías son, sin duda alguna, un reflejo paradigmático y extraordinario de ese proceso de
aculturación que se dio en la Antigüedad Tardía entre paganismo y cristianismo.

Pero, además, la obra ofrece una aproximación indudable al momento en que fue redactada. Entre el
léxico estudiado por Isidoro, en principio heredado, se abre camino la nueva realidad del siglo VII. El
autor no pretende hablar de un saber propio de ese momento, pero existe y aparece al hilo de sus
explicaciones. Especialmente en el campo de la lengua, a través de la obra podemos conocer retazos de
la misma lengua viva de esta época. Las explicaciones que da a la etimología de algunos términos
revelan usos léxicos que luego permanecerán en las lengua romances, neologismos cuyos herederos en
estas lenguas manifiestan su vigencia y valor en el siglo VII. Podrían citarse muchos ejemplos, pero
baste mencionar dos o tres: Serralia, explicado por Isidoro como derivado de serra por las hojas
dentadas, es un neologismo del que derivará la "cerraja" del castellano o la serralha del portugués.
Insubulus, un neologismo, es el "enjulio". Cuando Isidoro explica por qué se dice cattus, junto a
musio, para designar al "gato", da unas curiosas etimologías falsas, pero sobre el primer término
asegura que se dice así ?porque cata, esto es ve" (quia cattat, id est videt), haciendo referencia a que
los gatos ven de noche. La etimología es falsa, cattus es una palabra extranjera, que penetra en latín
hacia el siglo V, pero la constatación de que existe un verbo cattare (en realidad derivado de la
pronunciación vulgar de captare, "capturar") con el significado de ver, muestra que tal acepción
plenamente recogida en castellano, desde antiguo, ya existe en el latín vulgar del siglo VII y supone
una innovación léxica y semántica, dentro de la lengua. Del mismo modo se podrían mencionar
nombres de algunos objetos indumentarios, por ejemplo, o mobiliarios que responden a realidades de
esa época, no sólo a evoluciones y variaciones lingüísticas.

En definitiva, la obra isidoriana es el mejor exponente no sólo de la cultura de su tiempo, sino de la


forma de entenderla y de transmitirla por parte de sus artífices.

Sisebuto (612-621) es el rey escritor, una figura llamativa en este contexto, amigo personal de Isidoro
de Sevilla, quien, por otra parte, fue el artífice ideológico de la monarquía visigoda. Sisebuto escribe
un poema de contenido astronómico, realmente meritorio por su buena construcción poética, a pesar de
las dificultades que encuentra el autor para describir en hexámetros el eclipse de luna. Y, sobre todo, es
el reflejo del nivel cultural de un rey preocupado por actividades literarias a la vez que políticas. De
hecho, además de otros poemas, escribe una obra hagiográfica, dentro del género que ahora se cultiva
profusamente en el mundo cristiano, como se dirá más adelante, sobre la Vida de Desiderio (Didier de
Vienne), que no sólo es una obra hagiográfica, con muchas de las características comunes a este
género, sino una obra ideológica contra la política de Teoderico y Brunegilda, los reyes merovingios
que mandan ejecutar al obispo Didier.

Braulio de Zaragoza , discípulo de Isidoro, es una de las personalidades más brillantes del momento.
De gran ascendente político y autoridad moral, su Epistolario, al que se ha hecho referencia, revela los
múltiples contactos personales, la importancia de sus opiniones sobre asuntos dogmáticos -sobre los
que es consultado-, la energía de su carácter y su capacidad de actuación en asuntos de trascendencia.
Como escritor revela, por otro lado, cierto preciosismo de estilo, muy probablemente característico de
las tendencias estilísticas y estéticas del momento, además de una gran corrección. Además, compone
una Vida de san Millán, obra hagiográfica con una carta a modo de proemio, donde expone sus
propósitos al escribir la vida del santo, para honrar su culto y favorecer la fe de los cristianos. Obra
dentro de la línea del nuevo género literario genuinamente cristiano, la hagiografía, que, nacida de la
biografía histórica, adquiere características propias debidas tanto al contenido como a los objetivos
perseguidos por los autores de las mismas.

Eugenio de Toledo, obispo entre el 646 y 657, es casi la única voz poética que se eleva en el siglo VII,
aparte de la himnodia litúrgica. A instancias de Chindasvinto, adapta poemas de carácter religioso de
Draconcio, un escritor africano del siglo IV. Pero donde destaca es en los poemas personales sobre los
más diversos temas: elogios fúnebres, epitafios quizá destinados a ser pasados a lápidas en algún
momento, poemas sobre la fugacidad de la vida, la inconstancia del hombre, breves sentencias sobre
animales objetos, etc., cultivando una gran diversidad de esquemas métricos y algunos temas que
luego se heredarán en la Edad Media, como el del ruiseñor. Algunos poemas hacen pensar que se esté
ante ejercicios de carácter escolar, como un procedimiento típico del estudio para aprender a
componer. Sus poemas, que también reflejan en cierta medida las preocupaciones pastorales de la
Iglesia son, sin embargo, un soplo fresco dentro de tanta obra de tono severo y doctrinal. Sus obras en
prosa, hoy perdidas, seguramente seguirían la tónica mayoritaria, de ahí que la existencia y
conservación de su corpus poético constituya la otra cara de la actividad literaria de estos obispos.

Ildefonso de Toledo sucede a Eugenio en el episcopado (657-667) y casi todas sus obras (conservadas
o de las que se tiene noticia) siguen la tónica general. De carácter teológico y exegético, aborda en
ellas cuestiones como el bautismo, o comentarios sobre el evangelio de Juan, sobre la vida del hombre,
como travesía por un desierto hasta renacer a Cristo, sobre la virginidad de María, etc. Pero, sobre
todo, es conocido por su obra de carácter histórico, De viris illustribus, en el que sigue la línea de los
cronicones impuesta por Jerónimo, Genadio y el propio Isidoro de Sevilla. Los personajes tratados van
de Gregorio Magno hasta Eugenio de Toledo, su antecesor y, salvo el primero, todos son hispanos.
Esta obra recibe un añadido por parte de Julián de Toledo que inserta la figura del propio Ildefonso
entre la lista de hombres ilustres.

Julián de Toledo, discípulo de Eugenio y obispo del 679/80 al 690, puede considerarse la figura
cumbre de la segunda mitad del siglo VII y, como ocurre con varios de los obispos, muy relacionados
con el poder político. De hecho, su primera obra es la conocida Historia Wambae regis, en la que relata
la guerra sostenida por el rey Wamba contra la sublevación de la Narbonense, encabezada por el duque
Paulo. Una historia cargada de elementos retóricos y tópicos, pero de gran valor histórico y literario,
ya que sigue los modelos de la vieja historiografía romana. Una obra, no obstante, escrita para mayor
gloria del rey, calificado de príncipe religiosísimo y coronado de todas las virtudes, frente al ?infame?
rebelde. Julián, no obstante, seguirá al lado del poder cuando se produzca la deposición de Wamba y le
suceda Ervigio, a quien el propio Julián se encargará de ungirlo como nuevo rey.

El resto de su obra tiene un marcado carácter dogmático, apologético y de exégesis. Son diversas las
obras que se conservan y todas revelan a un hombre de profundos conocimientos y capacidad para el
comentario e interpretación de los textos sagrados. Entre todas ellas destaca el Prognosticon futuri
saeculi, porque, como señala Brunhölzl, ?constituye el primer ensayo autónomo de escatología
sistemático que conoce la literatura cristiana?.

Félix de Toledo redacta una Vida de Julián, al estilo de las biografías contenidas en la obra de
Ildefonso, gracias a la cual tenemos un elenco de las obras de Julián conocidas entonces.

Tajón de Zaragoza (651-683), sucesor en la sede de Braulio, es otro de esos autores típicamente
preocupados por las labores religiosas de que se viene hablando, sólo que prácticamente se limita a
recopilar y organizar diversos fragmentos, sentencias -así se llama la obra, Sententiae- de los padres de
la Iglesia. Su originalidad estriba exclusivamente en la forma de selección y la disposición de los
textos, a través de cinco libros. Sin embargo, precisamente esta obra, exenta de valor desde el punto de
vista literario -independientemente del que puedan tener o no los pasajes recogidos-, es un magnífico
ejemplo de reflejo del ambiente cultural, pues su propósito no es otro que el de suministrar de forma
fácil y unificada lo principal de los padres de la Iglesia, para darlo a conocer. No obstante, su difusión,
al menos en épocas posteriores fue escasa.

Fructuoso de Braga es conocido tanto por su etapa de fundador de monasterios, como después, por su
dignidad episcopal. Es autor de una Regla monástica, que, al parecer, fue de gran aplicación en los
monasterios de la Gallaecia. Su fama debió ser notable porque muy poco después de su muerte (c.670)
se redacta una obra hagiográfica: Vita sancti Fructuosi, de características muy peculiares, al ser
concebida como una narración episódica abierta, que puede recibir añadidos sucesivos. En ella, como
ocurre en otras hagiografías, son escasos los datos históricos, los mínimos para encuadrar los sucesos,
y se mezclan, de un lado, la vida del personaje y, de otro, los milagros ocurridos por su intervención,
con varios de los tópicos característicos de estas obras. Y con un factor también común a muchas: el
afán propagandístico de los lugares, zonas o ciudades donde tienen lugar los hechos o de donde
procede el santo.
Valerio del Bierzo (m. ca. 695). Abad de un monasterio de esta comarca, es una de las figuras más
controvertidas e inquietantes del panorama cultural de la segunda mitad del siglo VII y, sin duda, la
personalidad más compleja de todo este elenco de escritores que venimos mencionando. Como la
mayoría, tiene obras, pequeñas en su caso, de contenido edificante y moralizante, pero las que merecen
realmente la atención son tres obras de carácter autobiográfico, estructuradas al modo de una Vita
hagiográfica. Como señala C. Codoñer, hagiografía y autobiografía son dos términos contradictorios,
ya que, si bien la hagiografía nace de la biografía, en tanto que género literario, la posición del autor de
una obra hagiográfica -relatar la vida de un santo- exige una toma de posición bien diferente a la de
narrar la propia autobiografía. Pero esta contradicción interna también se daba en el autor a nivel
personal y es lo que produce una distorsión entre los dos planos: estructural y expresivo y de
contenido. Este hecho confiere en el terreno de la expresión un estilo ?abigarrado y confuso, resultado
de adaptar la lengua a su propio discurso vital?, según comenta la citada autora, C. Codoñer. Una obra
en la que se mezclan rasgos de la vida, reflexiones personales y milagros que el propio autor pretende
confirmar y dar por veraces, siendo que es él mismo el autor o sujeto de ellos. Obra, pues, inquietante
y contradictoria, que refleja la necesidad de articular nuevas estructuras literarias ante los nuevos
modos de ver la realidad.

Este número de escritores con personalidad propia ocupa un puesto de privilegio e importancia en la
sociedad visigoda con el que se refleja tanto la vida cultural como la actividad de la Iglesia y, junto a
ella, la relación de fuerzas establecidas entre Iglesia y poder político. Pero para la historia de la cultura
de la época es necesario añadir la existencia de otras obras, más o menos importantes, algunas simples
opúsculos, que de forma más o menos anónima nos han llegado. Dentro de éstas, las más significativas
son las obras de carácter hagiográfico ya citadas en diversos momentos, Vidas de los padres de
Mérida, Vida de san Fructuoso, que junto a las redactadas por Sisebuto, Braulio y las autobiográficas
de Valerio del Bierzo constituyen un grupo escaso (frente a las de otros lugares, como Italia o la
Galia), pero de una variedad y peculiaridad notabilísimas dentro del género.

A estas hay que añadir la redacción de Pasiones de mártires, algunos de larga tradición y ya tratados
por Prudencio en su Himno a los mártires. Son obras anónimas que conforman la otra gran variante del
género hagiográfico y herederas de las primeras Actas a los mártires. Estas pasiones debían redactarse
para su lectura en oficios litúrgicos en los días de conmemoración de los mártires y se compilaron en el
llamado Pasionario Hispánico que ya estaría constituido en el siglo VII, si bien se le fueron
incorporando otras pasiones en los siglos posteriores.

Las obras hagiográficas son una muestra palpable del espíritu cristiano que empapa todos los actos de
la vida en esta época (no sólo en Hispania, sino en todo el ámbito del cristianismo), así como de la
práctica extensión de la fuerza predicadora y doctrinal de la Iglesia. Es inevitable, además, conectar
estas obras con la configuración de la nueva topografía urbana y rural, ya que la cristianización y el
dominio de la Iglesia en los sectores culturales sociales, y aun políticos, son los grandes protagonistas
de la transformación del mundo antiguo y de los cambios de mentalidad: la construcción de basílicas,
la agrupación de núcleos de población en torno a lugares de culto, las necrópolis cristianas y las obras
escritas, hagiográficas, apologéticas, dogmáticas o pastorales configuran los emplazamientos de las
gentes de esta época.

Otras manifestaciones literarias: textos litúrgicos e inscripciones

Para finalizar este panorama de la cultura en época visigoda es necesario mencionar aún dos de los
testimonios más característicos de la literatura de entonces: el primero, los himnos litúrgicos, además
de los sermones, homilías, etc., incorporados a los oficios eclesiásticos. La liturgia hispana llegó a ser
una de las más variadas y genuinas; se distanció de la romana y creó un rito propio, al que
contribuyeron de forma personal algunos de los autores antes citados, como Isidoro de Sevilla y Julián
de Toledo. Estos himnos, en honor de santos, de festividades diversas del año litúrgico, constituyeron
lo que se conoce como liturgia visigótico-mozárabe que continuaría usándose siglos después en
España hasta su sustitución por el rito romano, de forma progresiva en diversos lugares a lo largo del
siglo XI, hasta más o menos 1085 en que, quizá salvo algunas supervivencias en Toledo, fue
prácticamente abolido.

El segundo, las inscripciones. Éstas siempre son un índice cultural de primera mano que aporta valiosa
información sobre la vida, la historia, además de otros muchos aspectos de orden tanto formal como de
contenido que la epigrafía puede ofrecer. Pero en este apartado nos referimos especialmente a un grupo
de inscripciones muy particular, el de los epitafios poéticos y el de las dedicaciones de consagración de
templos o deposición de reliquias. Entre los primeros, existen transmitidos literariamente varios
epitafios sobre personajes ilustres, algunos de obispos escritores ya citados, o de personajes famosos
por su actividad militar, como el de Oppila; compuestos a veces por autores conocidos, como el de
Venancio Fortunato para Martín de Braga, los de Eugenio de Toledo, para diversos personajes
importantes de la época, incluso para el rey Chindasvinto. No es posible saber si alguna vez fueron
tallados en piedra -algunos desde luego sí, porque se conservan o, al menos, existen referencias en
manuscritos posteriores de humanistas que aún los vieron y los dibujaron; otros, en cambio,
seguramente no, como el bellísimo epitafio de Antonia. Estas inscripciones poéticas deben ser
consideradas como un grupo compacto de aportación al corpus literario de época visigoda. Reflejan el
gusto por la poesía -como se veía en Eugenio de Toledo-, así como el estilo retórico, de uso de tópicos
del elogio que pone de manifiesto cuáles eran las cualidades más apreciadas en la época para hombres
de alto prestigio e influencia: la elocuencia, erudición y sabiduría (ésos eran los objetivos últimos de la
educación), la actividad fundadora de monasterios y edilicia (ésa era la floreciente actividad de la
monarquía y de la pujante Iglesia), la humildad y la caridad (ésos eran los tópicos de los santos sobre
los que escribían obras hagiográficas). Nuevamente una mentalidad social y una cultura educacional,
literaria y material reflejada de forma sintética, como siempre sucede en epigrafía, en estos epitafios.
Junto a ellos, los directamente relacionados con la actividad edilicia, laica o religiosa: la inscripción
conmemorativa de la Iglesia de san Juan de Baños, la del ¿baptisterio? de Mértola, con evocaciones
literarias de Prudencio, la conmemorativa de la restauración del puente de Mérida (fechada en época
de Eurico, en el siglo V, aunque podría ser posterior), incluso la de la región bizantina de Comenciolo,
jefe del ejército bizantino en la zona controlada por el Imperio de Oriente, durante décadas en el siglo
VI y parte del VII, que conmemora los embellecimientos y restauraciones de edificios llevadas a cabo
por este personaje.

Un mundo, en definitiva, que habla a través de esas piedras, o de esos epitafios conservados
literariamente, y que son el último testimonio -pero no el de menor importancia- que aquí se aporta
como reflejo de la época visigoda que, heredera de la romana y ligada histórica y culturalmente a ella,
tuvo, sin embargo, sus peculiaridades propias y su lugar irrepetible en la historia, sin necesidad de
considerarla agonía de la anterior ni preludio -ellos no sabían qué iba a venir después- de la siguiente,
ni mucho menos fue una época de siglos tan oscuros como en ocasiones se ha mantenido.

La España islámica (siglos VIII al XV).

La conquista de la Península Ibérica por los musulmanes (711-756) se caracterizó por su rapidez y
facilidad. El estado de descomposición en el que se encontraba el reino visigodo hispánico, sumido en
disputas internas, facilitó la tarea de los árabes, quienes contaron además con la ayuda de algunos
sectores de la población visigoda.

El proceso político. La conquista.

A principios del año 710 los árabes se hallaban establecidos en el norte de Marruecos, concluyendo la
conquista del Magreb central. El gobernador de Ifriquiya, Musa Ibn Nusayr, decidió intentar la
conquista del litoral peninsular sin consultar con el califa omeya de Damasco.
Tras una primera expedición de reconocimiento, el lugarteniente de Musa, Tariq, formó un ejército de
siete mil hombres en su mayoría beréberes. Ayudado por el exarca de la ciudad de Ceuta, el conde don
Julián, atravesó el estrecho en abril o mayo del 711. Poco después tuvo lugar el primer enfrentamiento
con las tropas del rey Rodrigo junto al río Guadalete, al oeste de Tarifa, encuentro que finalizó con la
derrota de los visigodos. Quedaban abiertas las puertas para la conquista de Andalucía.

Estrecho de Gibraltar, vista desde Tarifa.

En las proximidades de Écija, una masa de población deseosa de escapar a la servidumbre se unió a
Tariq, mientras que los judíos andaluces le prestaron también su apoyo. A principios de octubre del
711, Mugit se apoderó de la ciudad de Córdoba y poco después la capital visigoda, Toledo, cayó sin
ofrecer resistencia.

Musa Ibn Nusayr pasó a la península en junio del 712 con un ejército de dieciocho mil hombres, en su
mayoría árabes. Tras conquistar Sevilla y Mérida, se reunió con Tariq en Toledo y se dirigió a
Zaragoza, cuya conquista supuso la dominación del valle del Ebro. En el verano del 714, Musa y Tariq
fueron llamados por califa de Bagdad, al-Walid, dejando Hispania conquistada casi en su totalidad.

Durante el mandato de Abd al-Aziz (714-716), hijo de Musa Ibn Nusayr, los musulmanes prosiguieron
la conquista de las regiones subpirenaicas: tomaron Pamplona, Tarragona, Barcelona, Gerona y
Narbona. Además, Abd al-Aziz completó el dominio del actual Portugal, pacificó Andalucía y se
apoderó de la región de Murcia.

Tras el asesinato de Abd al-Aziz se abrió un período políticamente confuso (716-756), en el que se
sucedieron en España una serie de gobernadores (walíes) con poder delegado de Damasco. Estos
gobernadores se enfrentaron, por un lado, a sus compatriotas árabes, divididos por la rivalidad entre los
clanes qaysíes y yemeníes, y por otra, a sus súbditos beréberes del norte de la península, deseosos de
deshacerse de la autoridad árabe.

En el norte peninsular algunos representantes de la nobleza visigoda se unieron a la población


asturiana. En el 718 los nobles eligieron en Cangas de Onís a un jefe, Pelayo, que venció a los
musulmanes en Covadonga hacia el año 722. Podemos considerar este episodio como la primera
manifestación de la resistencia cristiana contra la invasión arábigo-beréber. Tras la muerte de Pelayo,
el monarca Alfonso I (739-757) expandió el dominio asturiano, anexionándose Galicia, norte de
Portugal, la vertiente sur de la cordillera Cantábrica, el área de Burgos, Álava, La Rioja y la comarca
de la Bureba.

Durante el período de los gobernadores se llevaron a cabo varias tentativas infructuosas de extender el
Islam hacia la Galia. La derrota musulmana en Poitiers ante los francos de Carlos Martel en el 733
puso el punto final a las incursiones islámicas al norte de los Pirineos.

Los árabes no impusieron la religión musulmana a las poblaciones de la España recién conquistada;
aquéllas pasaron a formar parte de las "gentes del libro" (ahl al-kitab), es decir, de los adeptos a las
religiones reveladas. Al igual que las comunidades judías de las localidades visigodas, los cristianos
pudieron conservar el ejercicio de su culto, aunque se convertían en tributarios (dimmíes), sujetos al
pago de impuestos especiales.

Numerosos habitantes de la península optaron por su conversión al Islam, lo que les confería el
disfrute del estatuto personal de los musulmanes de nacimiento. Estos neomusulmanes formaron los
núcleos más numerosos de la población en el sur y este de la península y eran conocidos por el nombre
de muladíes (muwalladun). Quienes no quisieron adoptar la religión islámica fueron llamados
mozárabes (musta´rib); a mediados del siglo VIII constituyeron las comunidades más numerosas y
prósperas de Toledo, Córdoba, Sevilla y Mérida.

La inmigración árabe se prolongó durante todo el siglo VIII. Al núcleo de población más antiguo se
unió un contingente de jinetes de las circunscripciones militares de Siria (yundíes), comandados por el
general qaysí sirio Baly. Tomaron parte activa en las luchas internas que dividían a los árabes en suelo
ibérico y se instalaron en Córdoba, asegurando la supremacía qaysí. Más tarde, se dio el título de
baladiyyun o árabes instalados en el país a los que habían llegado con Musa Ibn Nusayr; el nombre de
samiyyun o sirios fue reservado para designar a quienes arribaron con Baly y a sus descendientes.

Los árabes se asentaron en las ciudades del bajo Guadalquivir, en el litoral del sur peninsular, en los
valles del Genil, Tajo y Ebro y en las huertas del Levante.

Otro grupo étnico que desempeñó un papel capital en la conquista es el de los beréberes. Se
establecieron en las zonas montañosas de la península, ocupando las tierras altas de la meseta central.
Eran numerosos en el Algarve, Extremadura, serranías de Ronda y Málaga, en las dos vertientes de
Sierra Nevada. Este mosaico de gentes dio al poblamiento de al-Andalus un carácter original, aunque
constituyó a la larga un importante obstáculo para la unidad y pacificación del país.

El emirato omeya de Córdoba (756-912)

El emirato Omeya.

La revolución abásida en Oriente había finalizado con la eliminación de la mayor parte de la dinastía
omeya. Algunos miembros de esta familia lograron huir a occidente. El joven príncipe Abd al-Rahman
Ibn Mu´awiya, futuro Abd Al-Rahman I, buscó refugio en el Magreb y, acompañado por el liberto
Badr, fijó sus ambiciones políticas en al-Andalus. A través de Badr, Abd al-Rahman negoció su
llegada con los clientes omeyas instalados en la península ibérica.

Los clientes omeyas de Abd al-Rahman, apoyados en los yemeníes que aspiraban a vengarse de los
qaysíes, prepararon su paso a la península. Establecido en la región de Elvira (Granada), Abd al-
Rahman reunió a su alrededor a numerosos yemeníes y beréberes. Se hizo proclamar emir en Rayyo
(provincia de Málaga), tras lo cual se encaminó hacia Córdoba, donde se estableció en mayo del 756.
Desde ese momento comenzó una lucha para mantenerse el poder, llegando a un delicado equilibrio
entre las diferentes facciones enfrentadas de al-Andalus.

Durante los treinta y dos años de su reinado (756-788), Abd al-Rahmán I llevó a cabo una política de
atracción y consiguió que se trasladara a la península una nueva ola de inmigrantes. Un numeroso
grupo de omeyas de oriente y del Magreb vinieron con sus clientes buscando refugio a al-Andalus,
reforzando los apoyos del nuevo emir.

Mediante la colocación de hombres fieles como gobernadores de las ciudades importantes, Abd al-
Rahman I se sintió lo suficientemente asentado como para eliminar de los rezos diarios la invocación
al califa de Bagdad, sustituyéndola por una mención en su propio favor. Otro síntoma del desarrollo de
un sentimiento independentista omeya es la reanudación de acuñaciones de moneda que no llevaban el
nombre del califa de Bagdad, sino tan sólo la fecha y lugar de acuñación, al-Andalus.

Sabemos poco sobre cómo se logró políticamente la consolidación del nuevo estado omeya. Sin duda,
fue útil el alejamiento geográfico entre al-Andalus y Bagdad. Abd al-Rahman organizó además un
ejército profesional gracias al reclutamiento de mercenarios beréberes en el norte de África y esclavos
eslavos, con el fin de neutralizar el poder de los clanes árabes.
Abd al-Rahmán I hubo de someter diversas revueltas, pero las más importantes fueron la yemení del
año 763, impulsada directamente por los abásidas de Bagdad y encabezada por el jefe árabe al-Ala Ibn
Mugith, seguida por otras en el 766 y 773 que pusieron en peligro el poder central.

Hubo disidencias contra el poder de Abd al-Rahman I en el valle del Ebro. El jefe yemení Sulayman
al-Arabi escapó de Córdoba e intentó coordinar la oposición al poder omeya de varios jefes árabes
yemeníes de la Marca (frontera) Superior hispánica. Esta agitación, de cronología poco conocida, se
vincula a la gran expedición de Carlomagno a Zaragoza en el 778. Entre el 781 y el 783 los omeyas
lograron la sumisión de Zaragoza y atacaron los territorios cristianos ubicados al oeste del valle del
Ebro.

El poder omeya era el más sólido de los poderes independientes asentados en el occidente musulmán
durante esta época. El prestigio de este linaje facilitó las cosas y, a la muerte de Abd al-Rahmán, el
segundo de sus hijos, Hisham, aseguró la línea dinástica.

El reinado de Hisham I (788-796) fue relativamente apacible. Se produjeron algunos movimientos de


agitación yemení en la parte oriental y en la Marca Superior, de escaso alcance y reprimidos gracias a
la acción de los Banu Qasi, familia muladí de origen visigodo asentada en el valle de Ebro. Esta
potente familia parece haber desempeñado una función de intermediaria entre el poder omeya y unas
regiones, como Pamplona, que sólo nominalmente estaban sometidas a Córdoba. Además, una revuelta
beréber fue sometida en la zona de Ronda.

La escasa presencia de problemas internos posibilitó las expediciones anuales del emir Hisham contra
el reino asturiano y el enclave franco de Septimania.

A la muerte de Hisham le sucedió en el trono su hijo, al-Hakam I (796-822). Este monarca se dedicó
casi exclusivamente a reprimir las revueltas organizadas por los beréberes, árabes y muladíes en las
marcas de Zaragoza, Toledo y Mérida. Mas la sublevación más importante fue la denominada revuelta
del arrabal de Córdoba, sangrientamente reprimida y llevada a cabo en el 818 por un sector de
población que consideraba tiránica y poco acorde con las normas islámicas la política del rey omeya.

Durante el reinado de al-Hakam I se inició la mezcla de la población andalusí y se continuó la política


de relaciones con el norte de África iniciada por su padre, que contribuyó a romper el aislamiento
político de al-Andalus.

Al-Hakam I dejó a su muerte un estado bastante organizado admistrativa y fiscalmente. Su hijo, Abd
al-Rahman II (822-852), hubo de luchar contra los francos de la Marca Hispánica (en la actual
Cataluña), los vascones de Pamplona y los Banu Qasi. Sin embargo, el poder omeya logró conservar el
control sobre el conjunto de al-Andalus.

Se atribuye a Abd al-Rahman II una obra de refuerzo del gobierno y la administración en el emirato de
Córdoba, a imitación del califato abásida de Bagdad, aumentando el número de funcionarios del
estado, jerarquizando los cargos y racionalizando la organización fiscal y monetaria.

Los primeros decenios del siglo IX vieron producirse en el occidente musulmán una evolución
jurídico-religiosa importante gracias al impulso de la escuela malikí, de Malik Ibn Anas, discípulo de
Mahoma, fallecido en Medina en el 795. Al-Andalus se adhirió a esta doctrina, una de las cuatro
interpretaciones ortodoxas de la sunna (preceptos del profeta Mahoma). Se observa con ello un
endurecimiento de la ortodoxia religiosa en el mundo musulmán.

Durante la mayor parte del reinado del hijo y sucesor de Abd al-Rahman II, el emir Muhammad I
(852-886), continuó la tendencia según la cual la Hispania musulmana se fue convirtiendo en un estado
rico y bien administrado pese a su complejidad étnica y religiosa, que consolidó la autoridad del poder
central. Ello se puso de manifiesto en el aumento continuado del número de emisiones monetarias, en
la regularidad de la percepción de los impuestos y en una capacidad militar que permitió reprimir la
disidencia interior y frenar el avance de los reinos cristianos.

Los reinados de al-Mundir Ibn Muhamad (886-888) y Abd Allah (888-912) se enmarcan en un período
de crisis.

A fines del siglo IX, aproximadamente desde el año 880, e inicios del X, hay un cambio de coyuntura.
Se produce una ruptura manifiesta con la tendencia anterior, observada en la caída del número de
acuñaciones de monedas, en el surgimiento de nuevas y más amenazantes revueltas locales (como la
de Zamora o la del malagueño Ibn Hafsun) y en la desorganización político-administrativa del emirato,
que conlleva la fragmentación del poder central y la aparición de poderes locales de tendencia
independentista.

La crisis de fines del IX ha sido interpretada desde perspectivas diversas, tal vez complementarias:
crisis profunda del poder central en un país islamizado y arabizado, pero fragmentado en distintas
células autónomas unas respecto a otras y todavía organizadas según modelos tribales; crisis de
crecimiento del poder omeya y del estado por él creado, que debe enfrentarse a las resistencias que
suscita su reforzamiento tanto en el entorno tribal arábigo-beréber como entre la población autóctona
prefeudal.

Pierre Guichard ha definido la formación socio-política andalusí como una sociedad tributaria, en la
que una estructura estatal de tipo musulmán se superpone a comunidades rurales y urbanas
relacionadas con el estado por el pago de impuesto o tributo, sin que hubiera apropiación masiva de
tierras por una aristocracia cuyos medios de vida dependían en gran medida de la recaudación fiscal.

Manuel Acién afirma que en la sociedad tributaria definida por Guichard se produciría, a fines del
siglo IX, la ruptura de un difícil equilibrio logrado, coincidiendo el reforzamiento del estado, el
aumento de la presión fiscal, el descontento de la población, tanto aristocrática como sojuzgada, y la
crisis de las solidaridades tribales.

El califato de Córdoba (929-1031)

El Califato de Córdoba

El período crítico que se desarrolla a caballo entre los siglos IX y X no terminó con el poder omeya,
que logró mantenerse hasta su restauración por Abd al-Rahman III (912-961), nieto del emir Abd
Allah. Con él, al-Andalus conoció un período de esplendor que culminó con la proclamación del
califato independiente de Córdoba.

Abd al-Rahman III se dedicó a una labor pacificadora, terminando con las tensiones existentes en el
territorio hispanomusulmán, y a restablecer la autoridad real, gravemente debilitada en el reinado
anterior. En el 929, a semejanza de sus antecesores los omeyas de Damasco, adoptó el título de califa y
de príncipe de los creyentes, uniendo a su nombre el honorífico de al-Nasir li-din i Ilah (´el que
combate victoriosamente por la religión de Allah´).

El primer califa omeya reimpuso su poder en las marcas fronterizas del reino, especialmente en la
Marca Superior, donde la familia árabe de los Banu Tuyib conservaba su independencia, dedicándose
de pleno a tareas organizativas en el interior. La administración central fue racionalizada, reduciéndose
el número de visires a cuatro; la administración provincial será rígidamente controlada desde Córdoba
y extremadamente móvil, manifestándose un movimiento constante de nombramientos y revocaciones,
lo que impedirá la formación de poderes locales fuertes y perdurables.
Respecto a la política exterior, Abd al-Rahman III consiguió sacar ventajas de las luchas de sucesión
en el territorio asturleonés tras la muerte de Ramiro II. Ordoño III, rey de León, pagará un impuesto a
Abd al-Rahman y Sancho I, rey de Pamplona, hubo de acudir a la corte cordobesa a rendir homenaje al
califa.

En Marruecos, Abd al-Rahman III puso fin a la influencia del califato fatimí, cuyas ambiciones
respecto a al-Andalus le preocupaban. Además, ocupó Melilla en el 927 y Ceuta en el 931, anexionó
Tánger en el 951 y creó un protectorado omeya en el norte y centro del Magreb. Por último, estableció
relaciones oficiales con el emperador de Bizancio, Constantino VII, con el germánico Otón I y con el
conde franco de Barcelona.

A Abd al-Rahman III le sucedió su hijo, al-Hakam II (961-976). Ilustrado y bibliófilo, este monarca
consiguió, apoyado en un ejército permanente central, controlar el norte de África y los reinos
cristianos, frenando los intentos de León, Castilla y Navarra de afirmar su independencia. Junto a ello,
el hieratismo de las ceremonias oficiales desarrolladas en Madinat al-Zahira y la continuidad en la
política de nombramientos y destituciones constantes del personal gubernamental, contribuyen a dar
una impresión de grandeza del poder califal andalusí, confirmada por los cronistas árabes medievales.

El reinado del califa Hisham II (976-1009) está marcado en buena medida por el ascenso del hayib
(una especie de "mayordomo de palacio") Muhammad Ibn Abu Amir, el futuro al-Mansur (´el
Victorioso´). Perteneciente a la dinastía de los amiríes, al-Mansur (el Almanzor de las crónicas
cristianas) ostentará el poder efectivo y llevará al califato omeya a un punto de florecimiento sin igual.

Muhammad se aseguró el control del ejército, reorganizándolo a base de reclutar contingentes


beréberes y mercenarios cristianos, con lo que redujo a la impotencia al joven califa. Por otro lado,
llevó a cabo una represión de la oposición y sus clientelas y practicó una política netamente
conservadora de los valores tradicionales.

De la actividad exterior de al-Mansur destacan las sucesivas campañas llevadas a cabo contra los
territorios cristianos hispánicos, llegando a destruir Santiago de Compostela en el 997. Otro aspecto
fue la ampliación y consolidación de las posiciones cordobesas en el Magreb occidental, estableciendo
gobernadores amiríes en las ciudades ocupadas.

El año 1002 murió al-Mansur, en la cumbre de su poder. En el 991 había transferido el título de hayib
a su hijo Abd al-Malik y la sucesión en el cargo se efectuó sin problemas. Al igual que su padre,
realizó grandes expediciones contra los territorios cristianos de León, Castilla o Cataluña.

Al-Mansur hubo de reprimir con dureza diversos movimientos de oposición al poder de los amiríes,
como el complot urdido en el año 1006 por el visir árabe Ibn al-Qatta. En el fondo de la cuestión latía
la contradicción fundamental entre el poder efectivo de los amiríes, en constante aumento, y el poder
legítimo de los omeyas, reducido a un mero símbolo pero al que siguió unido una antigua aristocracia
árabe que temía perder sus privilegios con los nuevos advenedizos.

Fallecido Abd al-Malik en el año 1008 y en circunstancias poco claras, le sustituyó en el poder amirí
su hermano, Abd al-Rahman Sanyul (o Sanchuelo, pues era hijo de al-Mansur y de una hija de Sancho
Garcés Abarca, rey de Pamplona). Careció del sentido político de sus antecesores y provocó una
catástrofe política a comienzos del año 1009 que marcó el inicio de la caída del califato de Córdoba.
En este momento se vieron reflejadas las profundas debilidades de un complejo estado que no permitió
a la sociedad andalusí resistir el empuje reconquistador de los reinos cristianos del norte.

Los mercenarios beréberes introducidos por al-Mansur se habían convertido en un partido enfrentado a
los árabes andalusíes. Las medidas adoptadas por Abd al-Rahman pronto le hicieron impopular: se
hizo nombrar heredero de la corona por Hisham II en el 1008, hecho inaceptable por la tradición sunní
del califato, ya que los amiríes, pese a ser árabes, no pertenecían a la tribu del Profeta (la de Quraysh),
de la que debían proceder los califas; además, exigió a los dignatarios del gobierno la adopción de
modos de vida y vestimenta beréberes.

La aristocracia omeya tuvo la ocasión de sublevarse, llevando a cabo la revolución de Córdoba de


febrero del 1009, en la que Abd al-Rahman fue ejecutado. Hisham II abdicó y, a partir de ese
momento, el reino de Córdoba atravesó un período de agitación en el que se enfrentaron diversos
pretendientes omeyas al trono, precipitando la disgregación de la autoridad califal.

Durante las disputas políticas transcurridas a lo largo de la segunda década del siglo XI, el poder
central cordobés quedó exhausto y la administración efectiva en manos de diferentes jefes locales. El
más importante de todos ellos era el de los tuyibíes de Zaragoza, donde se fundó una dinastía
hereditaria, constituyéndose el primer reino taifa verdadero.

Los representantes de las grandes familias cordobesas decidieron suprimir de forma definitiva el
califato omeya en el año 1031. A partir de ese momento, la ciudad de Córdoba y su territorio serían
administrados por un consejo de notables, poniéndose fin a la serie de soberanos que habían gobernado
en al-Andalus desde la restauración omeya en occidente.

Estructura socio-económica en la época emiral y califal

Las relaciones sociales jugaron un papel importante en la época del emirato y califato, aunque nuestro
conocimiento del sistema es deficiente. En el mundo urbano predominaban los pequeños artesanos
libres, muy diversificados en cuanto a los sectores productivos. La mano de obra esclava, casi
exclusivamente de origen europeo, tenía un papel económico menor, insertada fundamentalmente en el
ámbito doméstico o en pequeños talleres familiares.

La multiplicidad de centros urbanos en el al-Andalus altomedieval, su prosperidad y sobrepoblación


causaron viva impresión en los viajeros y cronistas de la época. Los componentes esenciales de las
ciudades hispanomusulmanas se basaban en la tradición oriental: un barrio central, de negocios
(madina) situado en las proximidades de la Gran Mezquita. En la periferia, una línea de murallas, de
cuyas puertas partían vías axiales que confluían en el núcleo; y una serie de barrios residenciales
secundarios, con calles de tortuoso trazado, donde vivía la mayoría de la población.

Cada categoría profesional tenía sus emplazamientos de fabricación y venta fijados en algún barrio. La
mayoría de los oficios se hallaban agrupados en la madina. Había también núcleos comerciales
secundarios, periféricos, en los que los habitantes podían efectuar sus compras sin necesidad de
desplazarse. Los comercios de lujo se agrupaban en bazares.

El comercio mayorista estaba monopolizado por los vendedores a comisión (yallas), quienes recibían
de los fabricantes o los importadores los objetos manufacturados que vendían por cuenta propia. Los
comerciantes al mayor depositaban sus mercancías en unos almacenes llamados funduq; en ellos se
procedía, además, a la subasta de los cereales y otros productos agrícolas.

En el mundo rural, las estructuras sociales de tipo tribal parecen identificarse con los núcleos de
población beréber, asentados fundamentalmente en algunas regiones del Tajo y del Guadiana, como en
Mérida. En cuanto a los árabes, se observa una evolución ascendente de importantes familias que
vienen a sustituir a los linajes muladíes en progresivo declive.

Las opiniones sobre el campesinado andalusí han derivado desde una concepción que lo consideraba
liberado jurídicamente de la condición servil pero sometido a una férrea dominación económica de los
grandes terratenientes y a la dura presión fiscal del estado, a otra visión en la que predominan
comunidades campesinas (yamaat), propietarias de tierras pero, a la vez, no exentas de relaciones de
explotación económica. Hubo, además, un sector de arrendatarios u obreros agrícolas que trabajaban,
en condiciones variables, grandes y medianas propiedades que pertenecían a los grupos dirigentes
urbanos.

Tal y como nos muestran sus tratados de agronomía, los árabes de al-Andalus adquirieron
conocimientos edafológicos y avanzadas técnicas de laboreo que mejoraron la productividad.
Distinguían a la perfección entre las tierras de secano (ba´l) y las de regadío (saqy). Las primeras
estaban fundamentalmente dedicadas al cultivo de cereales, trigo y cebada, y de leguminosas, judías,
habas y garbanzos. Se cultivaba trigo y cebada en Aragón, en Tudela, Toledo y, en Andalucía, en
Ecija, Jaén, Úbeda, Baeza y Lorca.

En tiempo de los omeyas se extendió considerablemente el cultivo del olivo, con los célebres olivares
del Aljarafe, al oeste de Sevilla. Al-Andalus exportaba aceite de oliva a través de la cuenca
mediterránea, tanto al Magreb como a Oriente. Además, en la zona de secano de al-Andalus los
viñedos crecían al pie de las laderas olivareras.

La fertilidad del suelo de regadío conlleva la profusión de huertas en la España musulmana. Maestros
de la técnica hidráulica agrícola, aprovecharon los sistemas de riego heredados de los romanos y se
inspiraron, además, en técnicas asiáticas. El sistema de riego más sencillo consistía en redes de
acequias (saqiya) por las que discurría el agua de los ríos aprovechando los desniveles del suelo.

El correcto aprovechamiento de los recursos acuíferos explica la variedad de los cultivos hortícolas,
como los melones y sandías, pepinos, espárragos, calabacines y berenjenas, a los que deben añadirse
numerosas especies de árboles frutales: manzanos y cerezos en Granada, perales en el valle del Ebro,
almendros en Denia, granados en Málaga y Elvira, higueras en Almuñécar, Málaga y Sevilla.

Los árabes aclimataron en al-Andalus algunos productos exóticos, como el arroz, conocido ya en el
período califal del siglo X. El naranjo se cultivó originalmente como arbusto decorativo y se extendió
por toda la franja litoral andaluza durante la Baja Edad Media. La caña de azúcar se introdujo en la
época de Abd al-Rahman I, extendiéndose desde Valencia hasta la desembocadura del Guadalquivir.
Palmares en la zona de Elche, plantas aromáticas y medicinales, plantas textiles, como el algodón de
Sevilla y Guadix y el lino, a orillas del Genil, y morera para la cría del gusano de seda, en Ronda y
Granada, completan la producción agrícola andalusí.

La ganadería ocupa un apartado importante en la economía de al-Andalus. Mulas y asnos son los
animales de tiro por excelencia, mientras que el caballo lo es de monta. La aparición del camello se
remonta al período omeya, y era empleado como animal de carga y transporte. Los bueyes se
utilizaban para las labores del campo en las grandes explotaciones rurales.
En el al-Andalus omeya abundaba el ganado ovino, siendo especialmente apreciado el de la sierra de
Guadarrama. Se ha debatido ampliamente el tema de la existencia o no de una trashumancia a la que
pudiera remontarse la que surgirá en los territorios dominados por los cristianos. El cerdo, aunque
prohibido su consumo por el Islam, no faltó en las tierras altas durante el califato, así como la cría de
pollos, pichones, ocas y abejas.

Las instituciones

En los comienzos de la conquista musulmana, los gobernadores que se sucedieron en al-Andalus y


cuya dependencia de los califas de Damasco era cada vez más teórica, impusieron en la península
Ibérica y a escala reducida los cuadros administrativos de la Siria de los omeyas. En el año 716 la
capitalidad fue transferida de Sevilla, excesivamente periférica, a Córdoba, donde quedó centralizado
el gobierno.
Con Abd al-Rahman I la simple provincia del imperio musulmán se transformó en principado
independiente. El monarca tenía un poder absoluto, pero nunca adoptó otros títulos que los de rey y
emir, a los que añadía el nombre de hijo de califas. Abd al-Rahman III se intituló califa y príncipe de
los creyentes, imponiéndose como jefe temporal y espiritual. Presidía la oración solemne de los
viernes, juzgaba en última instancia, monopolizaba la acuñación de monedas, en las que grababa su
propio nombre, y decidía sobre el gasto público. El califa era, además, generalísimo de los ejércitos y
dirigía la política exterior.

En la Córdoba omeya de los siglos IX y X, la ceremonia de investidura se desarrollaba siguiendo la


tradición oriental: se prestaba juramento de fidelidad solemne al soberano cuando accedía al trono y a
veces también al heredero cuando era designado. Según los cronistas andaluces, los omeyas
nombraban en vida a sus sucesores, sin respetar la primogenitura.

Hasta mediados del siglo X, los signos externos de soberanía fueron bastante discretos, siguiendo la
tradición de la corte omeya de Damasco. No parece que portasen corona; el soberano se sentaba en un
trono durante las recepciones, sosteniendo un báculo en su mano. La insignia suprema de soberanía era
el sello real, anillo de oro que llevaba grabada la divisa del monarca, por lo general una corta
inscripción: Abd al-Rahman acepta el decreto de Allah.

La ostentación y el fausto fueron un signo exterior de soberanía a partir del reinado de Abd al-Rahman
II. A semejanza de los monarcas abbasíes, rara vez el monarca se presentaba en público, estando
reguladas las audiencias y recepciones por una etiqueta rigurosa.

El hayib, chambelán o jefe de la casa civil del soberano, era el encargado de guardar la puerta del
monarca y no permitir la entrada más que a las visitas concertadas. Este maestro de ceremonias careció
de importancia durante el reinado del primer omeya, pero su dignidad fue pronto superior a la del
wazir o "visir", título otorgado a consejeros que ayudaban al monarca en tareas administrativas y
gubernamentales. El hayib, elegido entre los visires, llegará a ser un primer ministro, sometiendo a su
autoridad a los secretarios y visires, e incluso dirigirá las expediciones militares.

La marcha de los asuntos civiles del estado estuvo en manos de la cancillería o administración central,
bajo la autoridad del soberano y, en su ausencia, del hayib. Este conjunto de oficinas (diwan),
agrupadas en el interior del palacio califal, incluía a numerosos agentes, formando un personal
jerarquizado. Su jefe era un oficial cualificado, de rango elevado que ostentaba la dignidad y cobraba
el salario de un visir.

La administración de la hacienda pública se hallaba a las órdenes de un secretario que llevaba el


registro de los ingresos y gastos. Las rentas, conocidas en al-Andalus con el nombre genérico de
yibaya, estaban constituidas por los impuestos legales y por las tasas extraordinarias, cuyo importe
podía variar de un año a otro. Además, hay que distinguir entre los impuestos pagados por los
musulmanes y los ingresos procedentes de los gravámenes sobre los pueblos tributarios.

Según la legislación musulmana, todo creyente debe pagar una limosna legal (sadaqa), consistente en
la entrega a la comunidad de la décima parte (zakat) de la cosecha, rebaños o mercancías. Este diezmo,
pagado en especie, constituyó en origen el único ingreso del estado, pero pronto se unió a él, entre los
pueblos tributarios, su equivalente en forma de tasa personal de capitación (yizya).

En las tierras que habían llegado a ser sojuzgadas mediante tratado de capitulación, quienes
pertenecían a religiones reveladas ("gentes del libro") como cristianos y judíos, conservaban el
usufructo de sus dominios pero pagaban un impuesto anual sobre la tierra (jaray). Los territorios
conquistados por las armas se consideraban botín de guerra y sus habitantes pagaban sumas fijadas por
el soberano.
Los impuestos extraordinarios eran muy impopulares. Exigibles en determinadas épocas prefijadas del
año fiscal, eran en ocasiones perdonados, como consecuencia de las malas cosechas u otros factores
que incidieran negativamente en la economía. Entre ellos destacaba la taqwiya, correspondiente al
pago de una suma destinada a la dotación de equipo y manutención de un soldado.

La organización provincial del califato omeya se remontaba al siglo VIII y se basaba en la


circunscripción provincial o cora (kura), cuya capital era casi siempre una ciudad de cierta importancia
en la que residía el gobernador (wali). La división en coras tenía como base la situación existente en la
península antes de la llegada de los árabes, ya que en la mayoría de los casos cada cora correspondía a
una diócesis cristiana de la época visigoda.

La judicatura, cargo de enorme prestigio en al-Andalus, obtenía la función de administrar justicia por
delegación del soberano. El juez principal de una ciudad o qadi era un funcionario religioso y jurista
con experiencia, al frente de otros funcionarios con similar cometido. Había un qadi en cada capital de
cora y en las marcas.

El sistema monetario califal se basa en la pieza denominada dirham. Podía ser de oro, plata o cobre.
Las de oro eran, por lo general, de un módulo inferior a las de plata, pero más gruesas. Su peso medio
oscilaba entre los 2,83 y 3,11 gramos y la ley, tanto para el oro como para la plata, no debía ser
elevada.

La fundación de la primera ceca se remonta, según los cronistas andalusíes, a la época de Abd al-
Rahman II, en Córdoba, pero las acuñaciones fueron decayendo en número progresivamente,
utilizándose el trueque o monedas de acuñación norteafricana u orientales. Abd al-Rahman III hizo
renovar la antigua casa de la moneda, ordenando que se batiesen con su nombre los primeros dinares
de oro (piezas fragmentarias del dirham).
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Los reinos de taifas (1031-1090)

LOS REINOS DE TAIFAS

Con la caída de la dinastía omeya, al-Andalus se convirtió en un conglomerado de ciudades-estado.


Las diferentes familias árabes y beréberes se hicieron fuertes en diversos puntos de la geografía
andalusí, adoptando posturas de independencia. No existían unas fronteras fijas, muchas de las
ciudades cambiaron de dueño con frecuencia y, según el cronista Inan, podían reconocerse unos veinte
reinos, aunque resulta prácticamente imposible determinarlo con precisión.

Surgieron líderes que aspiraban al poder en un determinado reino, luchando entre sí o buscando
alianzas con musulmanes o cristianos, llegando a convertirse en simples tributarios de otros reinos
mediante el pago de parias.

La palabra árabe ta´ifah significa ´tribu´. Los reyes de taifas dieron pruebas de una cierta mentalidad
tribal, haciendo valer un individualismo basado en fidelidades de tribu en lugar de un sentimiento
nacional apoyado en la lengua, la cultura o la religión. Cada rey se consideraba a sí mismo legítimo
gobernante, adoptando títulos pseudocalifales, llevando sobrenombres honoríficos y transmitiendo el
poder mediante herencia. A ello se unía el mantenimiento de cortes suntuosas, en las que no faltaba
una intensa vida cultural, y la existencia de ejércitos propios, formados en buena medida por
mercenarios.

Los amiríes, que tuvieron las riendas del poder en la última época califal, se constituyeron en
destacados reyes de taifas. Diezmados en gran parte durante la sublevación de Córdoba del año 1009,
establecieron principados en la costa este de al-Andalus y en las islas Baleares. Su existencia fue
siempre precaria, en continua lucha con sus vecinos.
Destaca entre los clientes amiríes Jayran (muerto en 1029), quien, forzado a abandonar Córdoba en el
1009, tomó Orihuela, Murcia y Almería; su hermano Zuhayr (muerto en 1038), que extendió los
dominios desde Almería sobre Játiva, Baeza, hasta cerca de Toledo y Córdoba; Muchaid (muerto en
1045), señor de Denia y las Baleares, que extendió temporalmente su poder sobre parte de Cerdeña;
Abd al-Aziz, señor de Valencia, ciudad que cambió de manos repetidas veces.

Las dinastías árabes comenzaron a perder su influencia en los asuntos de al-Andalus ya en tiempos del
reinado de Abd al-Rahman III, alcanzando su más baja cota a principios del siglo XI. Algunas familias
pudieron alcanzar y mantener el poder en diversos puntos. Deben ser mencionados los Chahwar de
Córdoba (1031-1069), los Abbadíes de Sevilla (1023-1091) y los Hud de Zaragoza (1040-1142).

El fundador de la cordobesa dinastía Chahwar, Abu Hazm (muerto en 1031), intervino directamente en
la entronización y derrocamiento del último califa, Hisham III. Pertenecía a una antigua familia,
llegada a al-Andalus en el siglo VIII. Le siguió su hijo Muhammad (muerto en 1058) quien, siguiendo
la política paterna, evitó los enfrentamientos con sus vecinos, dedicándose a buscar el equilibrio
político en Córdoba. El último miembro de la dinastía, Abd al-Malik (muerto en 1069), cambió las
directrices de esta política: se ganó las antipatías de los jefes locales y fue presa fácil de los abbadíes
de Sevilla, que se anexionaron la ciudad en el 1069.

La taifa Abbadí de Sevilla fue una de las más poderosas. Partiendo de aquella base, logró llenar el
vacío político de Córdoba, extendiéndose en todas direcciones. Familia de ascendencia yemení, su
primer miembro llegó a al-Andalus en torno al 740, gozando de posición prominente en Sevilla desde
el califato de al-Hakam II.

El fundador de la dinastía, Muhammad (muerto en 1042), logró formar un estado autónomo basado en
un potente ejército de voluntarios árabes, beréberes y cristianos. Su hijo al-Mutadid (muerto en 1068),
gran animador de la vida cultural sevillana, amplió sus dominios sobre Niebla, Carmona, Algeciras,
Huelva y Ronda, entre otras ciudades, y combinó la represión brutal con la astucia política. El último
miembro de la dinastía Abbadí, al- Mutamid (muerto en 1091), es famoso por su labor poética. Llevó a
cabo una política expansionista, tomando Córdoba, Jaén y Murcia. Fue el gobernante musulmán más
poderoso de al-Andalus en su tiempo, aunque finalmente habría de pagar tributo a Alfonso VI.

Sulayiman (muerto en 1046), fundador de la dinastía Hud de Zaragoza, arrebató esta comarca a los
descendientes de los Tuchibíes, dinastía árabe establecida a finales del siglo IX. Sus sucesores
hubieron de soportar la presión militar de los cristianos aragoneses, aunque alguno de ellos logró
importantes éxitos, como Ahmad I (muerto en 1082) que conquistó Denia. En 1118 Alfonso I ocupó la
capital, Zaragoza, quedando la taifa dividida en tres áreas de influencia: la cristiana, la de los Hud
gobernados por Ahmad III (muerto en 1142) y la almorávide.

Los principados beréberes más importantes fueron tres: el de los Dhu-l-Nun de Toledo (1016-1085), el
de los al-Aftas de Badajoz (1022-1094) y el de los Ziríes de Granada (1010-1090). Los Dhu-l-Nun
eran beréberes llegados durante el período amirí del califato. Los toledanos ofrecieron el poder a
Ismail, el fundador de la dinastía, hacia el 1016. Su sucesor Yahya (muerto en 1075) reinó con
prosperidad, manteniéndose en el poder mediante alianzas alternativas con cristianos y sevillanos. Tras
diversas vicisitudes, la taifa desapareció conquistada por Alfonso VI en 1085.

El reino de Badajoz, ubicado entre los de Toledo al este y Sevilla al sur, contaba con ciudades
importantes, como Mérida, Lisboa o Coimbra. El período de esplendor lo constituye el gobierno de
Muhammad (1045-1068), siendo su corte un centro cultural de primer orden. Tras su muerte, el reino
se debilitó debido a las luchas que enfrentaron a sus hijos pretendientes al trono, lo que les hizo
depender de sus vecinos. Fueron los almorávides, en 1094, quienes terminaron con el reinado de
Umar, el victorioso hijo de Muhammad, quien previamente había pedido ayuda sin éxito a Alfonso VI.
El fundador de la dinastía Zirí de Granada, Zawi Ibn Ziri (muerto en 1018), tuvo un importante papel
en los asuntos de al-Andalus durante la época de los amiríes. Zawi gobernó en Elvira y su sobrino
Habus (muerto en 1037), Jaén. Los territorios de este último incluyeron Granada, Cabra, Málaga, Ecija
y parte de la provincia de Córdoba.

El poderío Zirí en la taifa de Granada alcanzó su apogeo bajo Badis (1037-1073), a cuya muerte las
luchas internas debilitaron el reino. La independencia finalizó con la llegada de los almorávides: el
último rey granadino, Abd Allah (muerto en 1090), reclamó su auxilio para hacer frente a la presión
ejercida por Alfonso VI, quien había impuesto una fuerte paria en concepto de protección.

Las dinastías beréberes (1052-1269)

En las décadas finales del siglo XI irrumpió en al-Andalus, procedente del norte de África, una
corriente renovadora en lo religioso y políticamente unificadora. Poco tiempo antes, hacia el 1040, un
erudito religioso, Abd Allah Ibn Yasin, se había convertido en el jefe espiritual de la tribu beréber de
los Lamtunah. Ibn Yasin estableció un ribat o período de retiro para sus seguidores, de donde proviene
el nombre al-Murabitun, ´almorávides´ en español. El continuador de su obra, Yahya Ibn Umar
(muerto en 1056), asceta y celoso guerrero, logró aunar a las tribus beréberes e iniciar una política
expansionista en el Magreb terminada por Yusuf Ibn Tashfin (muerto en 1106) para el año 1075.

La creciente presión de los reyes cristianos hispánicos sobre las taifas andalusíes puso a éstas ante la
disyuntiva de ser conquistadas o solicitar el apoyo del poder almorávide formado en África. Tal vez en
el 1079, año en el que Alfonso VI declaró la guerra a Sevilla, debamos fechar la primera comunicación
entre los musulmanes hispánicos con Ibn Tashfin. En 1082 varios reyes de taifas enviaron una
delegación de qadíes a Fez.

En 1086 el ejército almorávide atravesó el estrecho, desembarcando en Algeciras. Ese mismo año, en
el mes de octubre, se produjo la derrota de Alfonso VI en Zalaqa (Sagrajas, al norte de Badajoz), gran
victoria para los musulmanes que no contribuyó a medio plazo sino a elevar la moral de los reinos
taifas, pues en 1087 Alfonso volvió a penetrar profundamente en territorio islámico.

En 1090 Ibn Tashfin volvió a desembarcar en al-Andalus como libertador, pero se encontró con el
recelo de numerosos reyes taifas, más tendentes a llegar a un acuerdo con los cristianos que a
arriesgarse a perder su independencia a manos de los almorávides. Aprovechando su debilidad y las
desavenencias internas, el monarca bereber fue apoderándose de todas las taifas y, entre los años 1090
y 1045, al-Andalus se convirtió en una provincia almorávide gobernada desde Marrakesh.

Ibn Tashfin y su sucesor Alí (1106-1143) realizaron una labor de reestructuración del territorio. Se
nombraron jefes militares, a menudo familiares regios, para las ciudades principales, y éstos
mantuvieron a raya a los cristianos. Colaboraron con los eruditos religiosos en la regeneración
espiritual, llevando a cabo una labor represiva religiosa y cultural.

La figura de Alfonso I el Batallador (1104-1134) romperá el equilibrio de fuerzas alcanzado entre


musulmanes y cristianos, poniendo de relieve la vulnerabilidad de las defensas islámicas, al mismo
tiempo que los almorávides eran amenazados por el naciente movimiento almohade en sus dominios
norteafricanos.

El hijo de Ali, Tashfin (1143-1145), hubo de enfrentarse a la creciente amenaza almohade en el


Magreb, a las revueltas internas en al-Andalus y a las incursiones cristianas. A la larga, se puso de
manifiesto que la dominación almorávide no resultaba más efectiva que los reinos de taifas,
multiplicándose las revueltas en el Algarve, Niebla, Santarem, Jerez de la Frontera, la costa este,
Cádiz, Badajoz y otros lugares.
De nuevo un movimiento religioso de renovación vino a preservar a al-Andalus de sus dificultades
internas y de la amenaza cristiana. Los almohades, que dominarán el Magreb aproximadamente entre
1121 y 1269, tenían en común con los almorávides su origen beréber y su fuerte conciencia religiosa.

El fundador del movimiento almohade, Muhammad Ibn Tumart (1121-1130), se formó


intelectualmente en la Córdoba almorávide. Educado como jurista y teólogo dentro de una rígida
ortodoxia en oriente, predicó por el norte de África la doctrina de la unidad de Dios, Muwahidun,
concepto de donde deriva la palabra almohade, ejerciendo el papel de líder espiritual y secular. Desde
1122 se encuentra abiertamente enfrentado a los almorávides, oposición que terminará en victoria con
la toma de Marrakesh por Abd al-Mumin en 1147.

Los almohades efectuaron en al-Andalus un proceso de conquista similar al que habían realizado los
almorávides. Acudiendo en auxilio de diversos lugares frente al empuje cristiano, dominaban Sevilla
en 1147, Córdoba en 1149, Granada y otras ciudades; en 1157 cayó en su poder Almería, siendo
seguida por Baeza, Jaén, Úbeda y otras. Sin embargo, su situación fue precaria hasta su desembarco en
Gibraltar en 1161, iniciando la ofensiva. En 1163, año en el que asciende al poder Yusuf I (m. 1184),
el territorio abarcaba todo el norte de África, desde Egipto hasta el Atlántico, incluido al-Andalus.

Yusuf I, rodeado de letrados y filósofos, entre los que se encontró Averroes, prestó especial atención a
la consolidación de su imperio, reestructurando la administración mediante el empleo de hombres
capaces en todos los niveles: chambelanes, visires, jueces y secretarios. Sin embargo, nunca llegó a
consolidar la paz en el territorio musulmán peninsular y, mucho menos, a una paz permanente con los
reinos cristianos vecinos. El acoso de Portugal, Castilla y León obligó a Yusuf a preparar un ejército
en 1184, pero su muerte dejó a al-Andalus en difícil situación.

Yaqub (1184-1199) comenzó su mandato endureciendo las normas morales, acordes con una rígida
administración de la justicia. Hasta el año 1188, hubo de reprimir la piratería llevada a cabo por los
Banu Ganiyah de Mallorca, quienes habían gobernado las Baleares en nombre de los almorávides
desde los tiempos de Ibn Tashfin. Mientras tanto, la situación en al-Andalus se deterioraba.

Con el fin de hacer frente a los castellano-leoneses, Yaqub reunió un imponente ejército en 1191,
reconquistando además otros lugares ocupados por el rey de Portugal. En 1195 respondió al ataque de
Alfonso VIII contra Sevilla, venciéndole en Alarcos, al norte de Córdoba, desde donde siguió hacia el
norte. Una revuelta en Marrakesh obligó a Yusuf a retroceder.
(Véase Batalla de Alarcos).

Los almohades no pudieron mantener largo tiempo su imperio. La progresiva desaparición del factor
de cohesión inicial, el celo religioso, unido a las fuerzas sociales centrífugas internas y al
debilitamiento del poder central de los gobernantes que sucedieron a Yaqub, provocaron la
fragmentación del imperio. Esto afectó a al-Andalus, en un momento en que los reinos cristianos
hispánicos se fortalecían. Alfonso VIII avanzó considerablemente en territorio musulmán y un ejército
que combinaba fuerzas de León, Castilla, Navarra y Aragón asestó un golpe definitivo al Islam en la
batalla de las Navas, en 1212.

El reinado de Yusuf II (1213-1223), que sólo gobernó nominalmente, fue testigo del derrumbamiento
del poder almohade, tanto en el Magreb como en al-Andalus. La agudización de las desavenencias
internas y la presión exterior posibilitaron la aparición de los segundos reinos de taifas. El más
importante del nuevo grupo de gobernantes independientes fue Muhammad Ibn Yusuf Ibn Hud
(muerto en 1237), descendiente de los Hud de Zaragoza.
Muhammad Ibn Hud tomó Murcia en 1228 y posteriormente extendió su dominio a Córdoba, Sevilla,
Granada, Almería, Ceuta y Algeciras.
El poderío de Muhammad Ibn Hud duró poco tiempo, estando constantemente amenazado por los
reinos de Castilla y Aragón. En 1236 Córdoba cayó en manos de Fernando III y, tras la muerte de Ibn
Hud, la totalidad de al-Andalus fue presa fácil. Los castellanos tomaron Jaén y Arjona en 1246, Sevilla
en 1248 y otras importantes ciudades. Los aragoneses, regidos por Jaime I, conquistaron las Baleares
entre 1229 y 1237, Valencia en 1238, Denia en 1244, Játiva en 1246 y otros lugares. Los portugueses
tomaron Silves en 1242, Santarem y el resto del Algarve en 1250. Sólo el reino de Granada de Ibn
Nasr quedó como independiente, aunque tributario del de Castilla.

Las dinastías beréberes carecieron de un fuerte gobierno que perdurase y no lograron alcanzar de
forma sólida una cohesión socio-religiosa. Además, su tribalismo resultaba patente en momentos de
debilidad del gobierno central, lo que, unido a los enfrentamientos étnicos con los grupos árabes,
completa el cuadro de los factores sociales de disgregación interna.

La dinastía Nasrí de Granada (1231-1492)

El reino nasrí de Granada fue el único que sobrevivió al proceso reconquistador cristiano del siglo
XIII. Surgido a consecuencia de la fragmentación del poder almohade, abarcaba una franja de territorio
a lo largo de la costa, desde Tarifa hasta Almería y desde el Mediterráneo hasta poco más al norte de
Granada, comprendiendo otras ciudades importantes, como Málaga.

Muhammad Ibn Yusuf Ibn Nasr (1231-1273), fundador del reino Granada que remontaba su
ascendencia a una antigua tribu árabe, fue reconocido en 1231 como gobernante de su ciudad natal de
Arjona, al norte de Jaén, extendiendo su poder en 1232 sobre Jaén y Guadix. Es probable que ayudase
a Fernando III en la conquista de Córdoba en 1236, a cambio de que le fuese permitido apoderarse de
la ciudad de Granada y su territorio, lo que realizó en 1238. Un tratado de paz con el rey castellano le
obligó a reconocer la soberanía de Fernando, a prestarle ayuda militar y a pagar un fuerte tributo anual.

El reino de Granada llevó una precaria existencia, amenazado por los marínies de Marruecos al sur y
por los cristianos al norte. A pesar de ello, Ibn Nasr pudo consolidar su posición, manteniéndola
mediante alianzas alternativas con ambos poderes. Granada se convirtió en una importante ciudad,
centro cultural de primer orden, en la que Ibn Nasr comenzará la construcción de un conjunto de
edificios sobre una antigua fortaleza denominada al-Hamra (´Alhambra´).

Muhammad II (1273-1302), hijo de Ibn Nasr, conocido como faqih (´jurista´) en materia religiosa,
intentó sacudirse el dominio cristiano de Alfonso X y de Sancho IV. Recibió con este fin ayuda de los
mariníes, iniciándose un período de colaboración entre Granada y el norte de África. A su muerte, su
sucesor Muhammad III (1302-1309), erudito, poeta y constructor de la Gran Mezquita de la Alhambra,
dejó el gobierno en manos de un visir, hasta que fue depuesto por su hermano Nasr.

La situación de Granada se agravó durante el reinado de Nasr (1308-1313). Castilla tomó Algeciras y
Gibraltar en 1310, volviendo el reino a ser tributario de los castellanos. Por otro lado, las
desavenencias internas terminaron con el derrocamiento de Nasr por su sobrino Ismail (1313-1325),
quien consiguió frenar el avance cristiano y fue, a su vez, asesinado por el gobernador de Algeciras.

El hijo de Ismail, Muhammad IV (1325-1333), reconquistó Gibraltar y otras plazas a los cristianos. Su
hermano, Yusuf I (1333-1354), fue elevado al trono por el poderoso ministro Ridwan. El cronista Ibn
al-Jatib lo describe como hombre cauteloso. Alentó a los musulmanes de Marruecos para que llevasen
a cabo una reconquista de la península, permitiendo al rey de Fez desembarcar en Gibraltar. A su
encuentro salió un combinado de fuerzas de Portugal, Aragón y Castilla que derrotó a las tropas
islámicas cerca del río Salado en el año 1340.
(Véase Batalla del Salado).
Los sucesores de Yusuf I gobernaron entre intrigas palaciegas y divisiones internas, manteniendo una
política de alianzas y enfrentamientos alternantes con norteafricanos y cristianos. Los reinados de
Muhammad V (1354-1359) y Muhammad Ibn Ismail (1360-1362), se caracterizaron por la
mediocridad en la gestión, de la que se saldría durante el mandato de Muhammad VI (1362-1391).

Tras Yusuf II (1391-1392), Muhammad VII (1392-1407) verá el comienzo de una política cristiana
encaminada a terminar deliberada y definitivamente con el reino independiente de Granada, política
que continuará durante el reinado de Yusuf III (1408-1417). Con Muhammad VIII las luchas civiles se
hicieron más frecuentes; de hecho, su reinado quedó partido en tres períodos, 1417-1428, 1430-1432 y
1432-1444, entre los cuales gobernaron Muhammad IX (1427-1429) y Yusuf IV (1432).

A finales de la primera mitad del siglo XV, los granadinos no podían contar ya con la hipotética ayuda
de los mariníes de Marruecos, sumidos en graves crisis y anarquía. Pidieron ayuda a Egipto y a los
otomanos, tras su conquista de Constantinopla en 1453. Aislados tras la definitiva caída de Gibraltar
en 1462, última avanzada entre Granada y África, los reinados de Sad Ibn Ali (1445-1446) y Ali
(1462-1482) se caracterizaron por las disputas internas en torno al poder, mientras que los reinos
cristianos caminaban hacia su unificación.

En 1485 subió al trono Abu Abd Allah Muhammad (Boabdil), hecho prisionero por los cristianos ese
mismo año y liberado dos años después mediante fuerte rescate y el reconocimiento de la soberanía de
Fernando de Aragón sobre Granada cuando volviese a ocupar el poder. En 1487 comenzó el segundo
período del mandato de Abu Abd Allah, que durará hasta la caída de Granada en 1492.
.

La debilidad de la monarquía nasrí y la enorme potencia cristiana tras la unión de los reinos de Castilla
y Aragón (1479) pondrán el punto final al reino independiente. La conquista sistemática de todas las
plazas del reino culminó con el cerco de la ciudad de Granada en 1491, capitulando el 2 de enero de
1492.

El tratado de rendición acordado para la entrega de Granada incluía unas condiciones aceptables para
los vencidos: se garantizaba la seguridad de las personas y propiedades; los musulmanes serían
juzgados por sus propias leyes; se admitía el funcionamiento de mezquitas y otras instituciones
religiosas, dando libertad de culto y otras prácticas; no permitía a los cristianos la entrada en las
mezquitas ni en los hogares de los musulmanes; ponía en libertad a todos los prisioneros de Granada;
admitía la emigración a África de todos los que lo desearan; no se castigaría a los conversos; eximía a
los musulmanes de dar hospitalidad a los cristianos; concedía a los musulmanes libertad de
movimientos en territorios cristianos.

Lo acontecido en las décadas siguientes a la caída de Granada dejó en papel mojado las cláusulas del
tratado de rendición. La persecución y dura represión de la personalidad cultural del pueblo musulmán,
de su religión, creencias, costumbres y lengua, forzaron a la conversión al cristianismo o al éxodo
hacia el norte de África, en la mayor parte de los casos, o a la rebelión.

Vida cultural en la España islámica

Aspectos sociales, económicos y culturales en la España islámica.

Los cronistas señalan como principales centros intelectuales los grandes núcleos urbanos: Córdoba,
Sevilla, Toledo, Zaragoza, Granada, Málaga, Almería o Guadix. Los centros de menor población
contaban con escuelas primarias. El alto nivel alcanzado por la enseñanza quedó también patente en la
corte desde el acceso al poder de los omeyas. En ella desarrollaron su actividad educadora juristas,
gramáticos y poetas.
.

La enseñanza elemental, basada en relaciones de carácter privado entre un instructor asalariado y los
padres de los alumnos, se orientaba en torno al Corán. Su finalidad era que los niños tuvieran una
correcta escritura, buena dicción, recitaran armoniosamente los textos sagrados y supieran marcar los
acentos y pausas al hablar. Este aprendizaje, muy extendido socialmente, facilitaba el acceso a una
enseñanza más compleja.

La universidad islámica (madrasa), existente en Oriente desde el 1065 (Bagdad), no aparece en al-
Andalus hasta el siglo XIV. Yusuf I fundó la de Granada en 1349, a donde acudieron maestros
magrebíes. Las materias religiosas y disciplinas afines ocupaban un lugar preferencial; se enseñaba
además derecho musulmán, gramática y poesía.

Las bibliotecas alcanzaron enorme importancia. La de al-Hakam II tenía un catálogo de cuarenta y


cuatro registros de cincuenta folios cada uno. Este patrimonio cultural no desapareció totalmente tras
la dinastía omeya. Pese a su dispersión durante el período de los primeros reinos de taifas y a su
expolio en épocas de mayor intransigencia religiosa, como la de los almorávides, sabemos de la
existencia de recopiladores de manuscritos y de la actividad de los copistas hasta la desaparición del
reino nasrí de Granada.

Los estudios filológicos dieron lugar a numerosas obras. A finales del siglo VIII e inicios del IX se
introdujeron manuscritos orientales de gramática: esta disciplina recibió un gran impulso tras la
llegada a Córdoba, en el 941, del filólogo iraquí Abu Alí al-Qali, del que destaca su obra El libro de las
rarezas del lenguaje. A principios del siglo XI se hizo famoso por su conocimiento de la lengua árabe
el cordobés Ibn al-Iflili.

En la época de los taifas, el gran maestro de la gramática fue el murciano Ibn Sida, entre cuyos
tratados debe mencionarse el Mujassas, diccionario analógico en diecisiete volúmenes. Otros
gramáticos prestigiosos fueron Ibn al-Sid al-Batalyawsi (Badajoz, 1052-1127), Umar al-Salawbini
(Salobreña, muerto en 1271) e Ibn Malik (Jaén, 1203-1274).

El género biográfico se desarrolló a partir del siglo X en la Córdoba califal. Muhammad Ibn al-Harit
al-Jusani, originario de Cairuán, escribió una historia de los juristas cordobeses que abarcaba hasta el
968. Esta literatura tuvo un continuador en Ibn al-Faradi (962-1013), que redactó una Historia de los
varones doctos de al-Andalus.

Continuador de al-Faradi es Ibn Baskuwal (1102-1183), autor cordobés cuya obra al-Sila comprende
una serie de mil cuatrocientas biografías de hombres de letras que vivieron entre los siglos V y XII.
Ibn Abd al-Malik al-Marrakusi (1237-1304) compuso un diccionario biográfico de los intelectuales
andalusíes hasta la segunda mitad del siglo XIII.

Uno de los géneros más cultivados por los musulmanes andalusíes es el de la Historia. En el siglo IX
recopilaron textos anónimos de carácter legendario, pero la primera aportación fidedigna es la de Abd
al-Malik Ibn Habib (muerto en 852).

El primer historiador andalusí verdadero fue Ahmad al-Razi (muerto en 955), cuya Historia de al-
Andalus fue publicada en español con el título Crónica del moro Rasis. Ibn al-Qutiyya (muerto en 977)
escribió la historia de al-Andalus desde la conquista hasta el fin del reinado del omeya Abd Allah. Con
los reyes taifas destacaron Ibn Hayyan (Córdoba, 987-1076) y sus contemporáneos, Ibn Hazm y el
toledano Said.

En tiempos de los almorávides y almohades, la historia de al-Andalus y la del norte de África aparecen
imbricadas en las crónicas dinásticas. Destacan el granadino Ibn al-Sayrafi (1074-1162), Ibn Galib,
que vivió en la Granada del siglo XII, Ibn Sahib al-Salat (muerto hacia 1198) e Ibn al-Qattan, que
escribió a mediados del siglo XIII una crónica de al-Andalus y el Magreb. Sobresalen especialmente
Abd al-Wahid al-Marrakusi, que en torno al año 1217 redactó el Libro admirable en el resumen de las
cosas de occidente, e Ibn Idari al-Marrakusi, que escribió, a caballo entre los siglos XIII y XIV, el al-
Bayan o Historia general del Magreb y al-Andalus.

En la época nasrí, la historiografía oficial estuvo representada por Ibn al-Hasan al-Nuhabi, pero es a la
segunda mitad del siglo XIV a donde pertenece la obra histórica más notable, la de Lisan al-Din al-
Jatib (1313-1375), historiógrafo, geógrafo, estadista, literato y médico. Destacan dos de sus obras,
compuestas en forma de anales, la Lamha, crónica de los reyes de Granada, y la Ihata, enciclopedia de
la historia granadina.

Un género de extraordinaria importancia en la España islámica medieval es el de la literatura


geográfica. En buena medida inseparable del género histórico, fue cultivada por gran parte de los
historiógrafos andalusíes. Así, Ahmad al-Razi fue el artífice de la eclosión de la geografía andaluza.
Destacarán de manera especial Ahmad Ibn Umar al-Udri (1002-1085), Muhammad al-Hammudi
(muerto hacia 1165), famoso por el nombre étnico de al-Idrisi. Compuso el Libro de Roger, en el que,
partiendo de una división del mundo en siete climas, estudió todos los componentes geográficos de
cada una de las regiones que los componían, de este a oeste.

A partir del siglo XII surgió en el occidente musulmán un género original: el libro de viajes. Su primer
maestro fue el valenciano Ibn Yubayr (1145-1217), adoptando nueva vida los relatos de viajes en la
segunda mitad del XIII con Ibn Rusayd. Deben ser mencionados, asimismo, varios autores que
vivieron en el siglo XIV: Jalid al-Balawi, Ibn al-Jatib e Ibn Battuta, que dotó al género de nuevas
perspectivas.

Un género literario procedente del oriente musulmán contó con enorme aceptación en al-Andalus: el
Adab. De gran valor pedagógico, comprende el conjunto de conocimientos de un hombre culto y
pretende, a la vez, instruir y distraer. Alcanzó popularidad con Ibn abd Rabbih (860-940), autor de El
collar, especie de enciclopedia que ordena los conocimientos útiles que forman la cultura general.

La poesía arábigo española se inicia escasos años después de la conquista. Su inspiración se basaba en
las obras orientales, desde las odas preislámicas hasta las recopilaciones (diwan) de poemas de los
poetas neoclásicos. La capital de la dinastía omeya, Córdoba, se convirtió en foco de intensa actividad
poética. La conquista almorávide, con la que se abre un período de intolerancia y retroceso cultural,
puso fin al esplendor de la poesía andalusí, mientras que se mantuvo viva con los almohades. Con los
soberanos nasríes volvió una época de esplendor poético, floreciendo las formas habituales de la
poesía clásica, como la oda.

Entre los poetas de al-Andalus destacaron Ibn Darray al-Qastalli (muerto en 1030), su contemporáneo
Ibn Hazm, autor del famoso Collar de la paloma, tratado en prosa sobre el amor que intercala elegantes
poemas, Ibn Zaydun (1003-1070), el rey de Sevilla al-Mutamid, Ibn al-Labbana (muerto a fines del
siglo XI) e Ibn Hamdis (muerto en 1133).

En la primera mitad del siglo XII destacó un género típicamente andaluz, el muwassah, oda compuesta
en árabe clásico destinada a ser cantada. En el siglo XIII debe mencionarse al qadi de Granada al-Sarif
al-Husayni y en el XIV al granadino Ibn al-Hayy al-Numayri y al almeriense Ibn Jatima. En el siglo
XV, la España musulmana contó con dos grandes figuras: Ibn al-Jatib e Ibn Zamrak.

Las obras de carácter científico alcanzaron gran desarrollo. En medicina, farmacología, botánica,
geometría, astronomía o agronomía se recuperó el conocimiento de los antiguos autores griegos y
romanos, pero, asimismo, se compuso una importante obra original, fruto de la observación de la
naturaleza y de la experimentación.
FEDERICO I BARBARROJA

Emperador del Sacro Imperio nacido en Veitsberg hacia el año 1123 y muerto en el reino de Armenia
el 10 de junio de 1190, en el transcurso de la Tercera Cruzada. Llamado Barbarroja, Federico era hijo
del duque de Suabia, Federico II y de su mujer Judith, así como sobrino del emperador Conrado III.
Por parte de padre pertenecía a los Hohenstaufen y por la madre, a la casa bávara de los Welf, es decir,
las dos familias más poderosas y en continuo enfrentamiento de Alemania y cuyos intereses procuró
conciliar en sus años de reinado. Según testimonio del abad Wibaldo, Federico I era de ingenio
penetrante de mucho juicio, feliz en la guerra, ávido de gloria y empresas arduas, incapaz de tolerar la
menor injusticia, afable, generoso, disertador brillante, interesado así mismo por la historia, y el
derecho, Federico encarnaba al ideal de su tiempo. En principio no estaba destinado a reinar, sucedió a
su padre en el ducado de Suabia con el nombre de Federico III (1147-1190).

La relación con su tío y emperador Conrado III fue excelente ya que no sólo le acompañó a la Segunda
Cruzada, sino que defendió su trono frente a la rebelión de Welf VI, aliado de Roger II de Sicilia,
quienes aprovecharon la ausencia de Conrado para invadir su territorio. La inesperado muerte de su
primo Enrique, le convirtió en sucesor de Conrado III. Federico era el candidato ideal no sólo por el
valor y amistad demostradas a su tío, sino también por el interés mostrado en resolver las querellas
dinásticas de su país. Así el día 5 de marzo de 1152 una asamblea de príncipes celebrada en Francfort
le nombró emperador, mientras que la coronación tuvo lugar en Aquisgrán el 9 de marzo, hecho
rápidamente anunciado al Papa Eugenio III. Sus principales objetivos fueron los de restaurar la
autoridad real, conseguir la paz interna en Alemania y resucitar el Imperio Romano mediante la
dominación sobre Italia.

En un primer momento trató de atraerse a los principales nobles, como sus primos Enrique el León o
Enrique de Baviera y Sajonia, así como a su tío Welf VI, mediante importantes concesiones y
privilegios, aunque su deseo era el de acabar con los antiguos ducados hereditarios creando en su lugar
principados mucho más pequeños. Federico l evitó el peligro de la desintegración colocándose él
mismo a la cabeza de dichos estados, y lo que es muy importante, aumentando el patrimonio imperial
mediante donaciones y compras. Reforzó la estructura feudal del reino y concedió dichos principados
en calidad de beneficios. Promulgó una paz feudal válida en toda Alemania (Landfriede) que
conllevaba fuertes sanciones para los infractores, sin embargo, pese a todos sus esfuerzos la paz
interna de Alemania estaba vinculada a su persona, motivo por el que ante cualquier ausencia del
emperador se sucedían graves levantamientos nobiliarios. Durante los primeros años de reinado
Federico I mantuvo excelentes relaciones con los Papas.

Tras ayudar a Eugenio III en 1152 para que regresara a Roma, firmó con éste en 1153 el Tratado de
Constanza. Por dicho pacto Federico se comprometía a no hacer ni la paz ni la guerra a los normandos
de Sicilia o al comune de Roma sin el consentimiento del pontífice, a no ceder territorios de la Italia
meridional al emperador Bizantino, a defender la dignidad pontificia y a obligar a los romanos a que
obedecieran al Papa. Por su parte, Eugenio III se comprometió a honrar al emperador, a coronarle y
apoyarle. A finales de 1154 Barbarroja inició su primera expedición a Italia, donde la mayor parte de
las ciudades del norte bullían inmersas en un proceso de independencia. El 15 de abril, Federico se
coronó rey de Italia en Pavía, hecho que disgustó enormemente en Lombardia y que provocó nuevas
agitaciones. En Roma Arnaldo de Brescia se había hecho con el control de la ciudad expulsando al
nuevo pontífice, Adriano IV (1154-1158). El emperador se entrevistó personalmente con Adriano el 9
de junio en Nepi, donde se acordó que no habría coronación sin la entrega de Arnaldo.

Federico no tardó en apresarlo y entregarlo al prefecto de la ciudad, quien lo quemó y arrojó al Tíber.
Tras cumplir lo acordado la coronación tuvo lugar en San Pedro el día 18 de junio de 1155. Su retorno
a Alemania se produciría en octubre de 1157. Las en teoría buenas relaciones entre el emperador y el
papado fueron haciéndose cada vez más tensas a medida que aumentaban las ideas cesaropapistas en el
emperador, sobre todo desde el año 1156, momento en el que entró en la cancillería imperial Reinaldo
de Dassel. La querella de las investiduras, es decir, la lucha por el Dominium Mundi venía de mucho
más atrás. Era normal que el poder laico invistiera a obispos mediante la cruz y el anillo, que depusiera
o pusiera papas e incluso usara a los eclesiásticos como fieles servidores suyos reemplazando
constantemente la autoridad del Papa. Ambos poderes usaron teóricos que desarrollaron escritos donde
fundamentar sus posturas.

Así Federico se rodeó de excelentes juristas expertos en derecho romano como Rainaldo de Dassel;
Otón, conde Palatino; los obispos Daniel de Praga o Herman de Verden o su propio tío, el obispo Otón
de Freising, al que encargó la concepción de una historia de los grandes imperios universales que
finalizase en el Sacro Imperio Germánico. La obra no es otra que las Historia de dos ciudades. El
emperador Federico I quedó envuelto en un áurea sagrada como carísimo hijo de San Pedro, protector
de la Cristiandad y de la Iglesia Católica. De ahí la creencia de que la voluntad de emperador era la
fuente de todo derecho humano (quod principi placuit, legis habem vigorem). La idea de poder
universal planteada por el emperador y sus teóricos hacía necesaria la conquista de Italia y la
protección del solio pontificio. Uno de los primeros y más graves enfrentamientos entre Federico I y el
papado tuvo lugar en la Dieta de Besançón, celebrada en octubre de 1157. A ésta acudieron los
cardenales Clemente y Rolando Bandinelli (futuro Papa Alejandro III) con una carta del Papa que
debían leer ante el emperador. Bandinelli se encargó de sembrar el enfrentamiento al hacer una lectura
indebida del texto.

Tras su lectura dio a entender que Federico había obtenido la corona imperial como beneficio del
papado, es decir, que consideraba el Imperio como un feudo del papado y al emperador un vasallo del
Papa. Federico enojado alegó haber recibido el reino y la corona por beneficio divino directamente de
Dios. Ni las posteriores explicaciones de Adriano IV consiguieron calmar a Barbarroja. En 1158
emprendió la segunda expedición contra Italia. Al frente de un poderoso ejército de más de 100.000
hombres y acompañado por Otón de Witelsbach, Reinaldo de Dassel y Enrique el León, cruzó los
Alpes y puso sitio a Milán. Tras la rendición por hambre de la ciudad en septiembre de 1158, convocó
la Dieta de Roncaglia. En ella se promulgó la Constitutio Regalibus, basada en las teorías de la escuela
jurídica de Bolonia. Por ésta, el emperador quedaba capacitado para reclamar los derechos feudales
adquiridos por nobles, tanto eclesiásticos como laicos, así como por las ciudades; podía nombrar
cónsules y otras magistraturas en las ciudades italianas y lo más importante, obligó a que nobles y
ciudades renunciaran a sus regalia: percepción de impuestos, derechos de minas, monedaje, peajes,
alcabalas? en beneficio del emperador.

Los juristas de Bolonia consiguieron negar los derechos emanados del Imperio durante el siglo XI,
renovarlos y volverlos a conceder a cambio de una prestación económica. En Roncaglia Federico I
obligó a los obispos italianos a que le prestasen juramento de fidelidad y vasallaje, entregó las tierras
de la condesa Matilde, que hasta aquel momento eran feudo papal, al conde Welf VI, quien a su vez
recibió el título de príncipe de Córcega y Cerdeña, islas que también pertenecían a la Santa Sede y
mandó emisarios por los territorios del Dominium Mundi para que ejercieran el derecho a requisar
víveres para las tropas (fodrum). En la Dieta de Roncaglia se proclamó así mismo la Constitutio Pacis,
decreto que prohibió las guerras privadas en Alemania.

Tales proclamas no tardaron en forzar una liga antiimperial entre el Papa Adriano IV, Milán y
Guillermo de Sicilia. Aquel mismo verano de 1158 Adriano IV, pocas semanas antes de morir, lanzó la
excomunión contra el emperador en Anagni. En la reunión del colegio catedralicio se produjo una
doble elección: la mayoría dio su voto al cardenal Ronaldo Bandinelli, Alejandro III (1159-1181),
mientras que el resto eligió como antipapa al cardenal Octaviano, quien tomó el nombre de Víctor III
(1159-1164). Ambos solicitaron los apoyos de occidente. Federico I fingió mantener una posición
neutral y convocó el Concilio de Pavía el día 5 de febrero de 1166 con el fin de aclarar la elección. Los
asistentes determinaron que la sanior pars del colegio cardenalicio había elegido a Víctor III, quien por
lo tanto era el pontífice legítimo. Mientras Alejandro III era excomulgado, Francia e Inglaterra
apoyaron la decisión adoptada en Pavía. En febrero de 1160 Alejandro III contraatacó excomulgando a
Víctor IV y al propio emperador Federico, con lo que desligó a sus súbditos del juramento de
fidelidad.

Mientras tanto, Barbarroja tuvo que acudir nuevamente a Italia en una tercera incursión para someter a
la rebelde Milán. En 1161 se inició un terrible cerco que acabaría con la rendición de la ciudad por
hambre un año después. Sus aliadas, Brescia y Piacenza, perdieron sus murallas y en general, todas las
ciudades de Lombardia quedaron sometidas al emperador. Pisa y Génova, temerosas, se aliaron
voluntariamente a Federico. Tras implantar en ella a gobernadores (podestá), Barbarroja regresó a
Alemania. En octubre de 1163 Federico se vio forzado a iniciar una nueva campaña italiana para
sofocar un nuevo levantamiento de Verona, Padua y Picanea, que habían expulsado a sus podestás.
Mientras luchaba se produjo la muerte de Víctor IV y, aconsejado por Reinaldo de Dassel, nombró a
Guido de Carmona nuevo antipapa, que se llamó Pascual III. Barbarroja perdió numerosos apoyos con
tal elección.

Fue Pascual II quien llevó a cabo la ceremonia de canonización de Carlomagno en Aquisgrán el 29 de


diciembre de 1165, pretendiendo una renovación de la tradición franca de la cual se sentía heredero. La
independiente República de Venecia pactó una alianza con Bizancio, el reino de Sicilia, Verona, Padua
y Picenza frente al emperador alemán. El Papa Alejandro III se sintió lo suficientemente fuerte como
para regresar a Roma el día 23 noviembre de 1165. Tal confederación fue la causa de la cuarta
expedición de Barbarroja en Italia. Mientras Rainaldo de Dassel atacaba Roma el 29 de mayo de 1167,
Federico puso sitio a Ancona. Poco después llegó a las puertas de Roma, ciudad que saqueó
violentamente, provocando la huida del pontífice. El 30 de julio de 1167, el emperador fue nuevamente
coronado en Roma junto a su esposa Beatriz a manos de Pascual III. Sin embargo el triunfo fue
efímero ya que en su retirada hacia el norte su ejército quedó mermado por los estragos de una
epidemia de malaria, hecho que se consideró un castigo divino como castigo por el asalto de Roma. El
propio Reinaldo de Dassel murió a causa de la epidemia y provocó con ello un cambio en la actitud del
emperador.

Las ciudades volvieron a aliarse contra el emperador tras formar la Liga Lombarda en marzo de 1167 y
a la que se adhirieron Venecia, Mantua, Bérgamo, Brescia, Piacenza, Lodi, Parma, Milán, Crémona,
Ferrara, Verona, Vicenza, Padua y Treviso. En febrero de 1168 murió Pascual III, al que sucedió un
nuevo antipapa, Calixto III (1168-1178). Mientras tanto, Federico I vio la necesidad de asegurar su
posición en el interior de Alemania: en 1169 nombró a su hijo Enrique rey de romanos. En septiembre
de 1174 Barbarroja inició su quinta expedición contra Italia a la que no acudió Enrique el León, duque
de Baviera y Sajonia, su primo y principal apoyo militar, ni siquiera tras entrevistarse en Chiavenna.
Aún sin tener suficientes tropas, Federico decidió entablar batalla en Legnano frente a la Liga el 29 de
mayo de 1176, en la cual estuvo a punto de morir tras la estrepitosa derrota de su ejército.

El emperador perdió su estandarte, su escudo, su caballo, su tesoro y lo más granado de sus hombres.
Humillado huyó a Pavía. La paz se firmó en Venecia en mayo de 1177. Federico I se comprometió a
reconocer a Alejandro III como Papa legítimo, a deponer a Calixto III y a restituir los territorios
arrebatados a la Santa Sede durante el conflicto. Así mismo se concertó una tregua de seis años con las
ciudades de la Liga Lombarda y otra de quince con el reino de Sicilia. A cambio, el emperador
quedaba libre de la excomunión. Después de la paz Federico regresó Alemania dispuesto a acabar con
su primo Enrique el León, al que consideraba un traidor por haberle abandonado en Chiavenna. Antes
de esto, se coronó rey de Borgoña. En 1179 el emperador convocó la Dieta de Worms a la cual no
acudió Enrique el León, motivo por el cual fue declarado vasallo felón. Barbarroja arrebató a Enrique
sus feudos de Sajonia y Baviera, que repartió entre el arzobispo de Colonia, Bernardo de Anhald y el
Landgrave de Turingia, Otón de Witelsbach. Los antiguos ducados tribales desaparecían así siendo
sustituidos por pequeños e innumerables principados, cuyos duques tenían un poder similar al de
nobles, laicos y eclesiásticos, de rango inferior. Para el emperador tal acontecimiento significaba el
deshacerse de vasallos casi tan poderosos territorial y militarmente como él.
Enrique rehusó acudir a sus procesos y decidió plantar cara al emperador en Lusacia, Turingia y
Westfalia, pero acabó por ser derrotado en 1181 y condenado a un destierro de tres años (1182-1185),
el cual pasó refugiado en la corte de su suegro Enrique II de Inglaterra. La paz definitiva con las
ciudades lombardas se alcanzó en Constanza en junio de 1183. El emperador concedió a las ciudades
su independencia, lo que significaba el poder elegir sus propios cónsules, la recaudación de todos los
impuestos, la administración de justicia y la capacidad legislativa con la consiguiente promulgación de
leyes. A cambio, las ciudades se comprometían a jurar al emperador vasallaje, a apoyarle en sus
campañas militares y pagarle los tributos debidos.

Por último, la alianza con los normandos de Sicilia quedó sellada el 27 de enero de 1186 con la boda
entre el heredero de Federico, su hijo Enrique y la heredera de Guillermo II de Sicilia, su tía
Constanza. En 1189 Federico partió a la cabeza de la Tercera Cruzada. Desde Ratisbona avanzó por el
Danubio. En Asia Menor hizo frente al sultán de Iconium. Tras la victoria, las tropas alemanas
continuaron hasta Cilicia. Mientras que acampaban junto al río Cidno, el emperador quiso darse un
baño. Afectado por un ataque de apoplejía, falleció ahogado en el río sin que nadie pudiera evitarlo. Le
sucedió su hijo Enrique VI.

FEDERICO II HOHENSTAUFER

Emperador de Alemania y rey de Sicilia, nacido en Iesi (Italia) el 26 de diciembre de 1194 y fallecido
en el castillo Fiorentino, en la Apulia (Italia), el 13 de diciembre de 1250.

Minoría de edad

Hijo del emperador germánico Enrique VI y de doña Constanza de Hauteville, hija de Roger II y
heredera del reino de Sicilia, Federico Roger de Hohenstaufen fue confiado en el momento de su
nacimiento a Conrad von Urslingen, duque de Spoleto, que lo llevó a Foligno, cerca de Asís. A los dos
años su padre, utilizando el tesoro de los reyes normandos, consiguió que los príncipes alemanes
designaran a Federico sucesor legítimo a la cabeza del Sacro Imperio y Rey de Romanos y un año
después Enrique VI murió y la reina Constanza asumió la regencia del reino de Sicilia en nombre de su
hijo; el 17 de mayo de 1198 Federico fue coronado en Palermo rey de Sicilia, duque de Apulia y
príncipe de Capua. Desde este momento, su madre trató de colocarlo bajo la tutela del papa Celestino
III, pero las muertes sucesivas del papa y de doña Constanza dejaron a Federico sin protección, de
momento, porque la petición de la reina fue recogida por el nuevo papa, Inocencio III.

Durante la minoría de Federico, éste quedó bajo el cuidado de un tal Gentile de Manupello, que en
absoluto defendió los derechos del niño ante las ambiciones del antiguo consejero del emperador,
Markward von Anweiler. Federico, a pesar de contar tan sólo con siete años de edad, envió una carta a
Inocencio III poniendo al papa al corriente de los vejatorios tratos a que se veía sometido. El papa no
hizo nada por ayudarle inmediatamente, pero en 1206 reconsideró el asunto y ofreció a Gaultier de
Palaglia el cargo de canciller, desde el que éste suavizó la corrupción, restituyendo a los condes
italianos frente a los barones alemanes y devolviendo a los funcionarios eclesiásticos a los puestos
claves de la administración. Pero desde ese momento Inocencio III consideró Sicilia como un feudo
pontifical. Federico vivió su niñez educado por un equipo designado por Gaultier de Palaglia: Gregorio
Galgano, delegado del papa en Sicilia, Giovanno Trajetto, notario apostólico y Pietro de Nicola,
arzobispo de Tarento; completaron su educación los cadíes musulmanes de Palermo, con los que
aprendió árabe y los rudimentos de la lógica, del cálculo y del álgebra, recién introducida en Italia por
Leonardo de Pisa. Estos conocimientos constituyeron las bases de la cultura universal que ostentaría en
su madurez. Poco antes de decretarse su mayoría de edad, Federico hablaba latín, griego, árabe,
provenzal y el dialecto siciliano; no hablaba, sin embargo, una palabra de alemán.
Federico, rey de Sicilia

Federico II alcanzó su mayoría de edad el 26 de diciembre de 1208 e inmediatamente declaró que


ejercería el poder por sí mismo. Sus primeros actos fueron informar al papa de que su regencia había
terminado y disolver el Consejo de Familia que había ejercido su tutela. Después reunió un consejo de
juristas para que realizaran un inventario de todas las expoliaciones de que Sicilia había sido víctima
desde la muerte de Enrique VI. Inocencio III reaccionó ante el ímpetu político del nuevo rey y aceleró
los trámites para casarlo con doña Constanza, hermana de Pedro II de Aragón, evitando así que
Federico casase con una princesa germánica, lo que hubiera llevado a un relajamiento de la influencia
pontificia sobre Sicilia. Federico acudió a Siracusa a principios de 1209 para firmar el contrato
matrimonial y en agosto del mismo año recibió en Sicilia a su futura esposa. La boda se celebró en
Palermo el 19 de agosto. Rápidamente la reina ganó una notable influencia sobre Federico. Al año
siguiente ambos esposos huyeron de Palermo y se refugiaron en Catania ante la epidemia de peste que
diezmó la ciudad.

En cuanto al gobierno de Sicilia, Federico transformó la cancillería real en una "oficina de control" que
supervisó la legitimidad de la posesión de las propiedades de la isla y desposeyó de las tierras a
aquellos prevaricadores que se habían apoderado de ellas mediante la falsificación de sus títulos de
propiedad. El rey ordenó restituir a la Corona las tierras enajenadas y se encontró con la oposición de
los condes Paolo y Ruggiero de Gerace y con el poderoso Anfuso de Roto, señor de Tropea. Pero
Federico apenas contaba con efectivos militares para que obligar a cumplir su mandato, por lo que
resolvió la situación con un método que emplearía con frecuencia en lo sucesivo: hizo partícipe a la
opinión pública de la legitimidad de su acción mediante una circular destinada a la abadía de
Montecassino y a todos lo prelados y nobles de su reino (1210). También recuperó el rey los
principales puertos de la isla, retenidos por los pisanos en virtud de un acuerdo firmado con Markward
von Anweiler, recurriendo a la alianza con los genoveses. La expulsión de los pisanos supuso la
reanudación de las relaciones comerciales con las ciudades marítimas de Italia, que trajo un cierto
esplendor a la corte de Palermo.

Y si en el interior el poder de Federico se acrecentaba, pronto tuvo, sin embargo, que hacer frente a
una amenaza exterior: la conquista de Sicilia iniciada por el duque de Brunswick, Otón, que había sido
elegido emperador por la facción güelfa (1199). De nada había servido la excomunión de Otón por
parte de Inocencio III; en el otoño de 1211 ya había conquistado toda la parte continental del reino
siciliano y comenzó a trabar relaciones con los pisanos y los árabes de Palermo en orden a acometer la
conquista de la isla. La situación era tan crítica que Federico ordenó preparar una galera para la huida,
pero Otón abandonó la campaña precipitadamente porque los asuntos de Alemania tomaban un grave
cariz: Inocencio III había conseguido el apoyo de los reyes de Francia e Inglaterra y convocó una
asamblea en Nuremberg en la que se proclamó a Federico emperador de Sacro Imperio. El rey de
Sicilia conoció la noticia a principios de 1212, cuando una comitiva de príncipes alemanes acudió a
Palermo para rogarle que viajara inmediatamente a Alemania, donde debía ser coronado. Antes de
partir, Federico hizo coronar a su hijo Enrique, de un año de edad, y le puso bajo la regencia de la
reina, con el consejo de Gaultier de Pagliara. En febrero Federico viajó a Mesina, donde formalizó su
sumisión a la Santa Sede, y después embarcó rumbo a los Estados Pontificios, llegando a Roma a
principios de abril. Inocencio III le hizo firmar nuevas clausulas de sumisión a la Iglesia. A finales de
mes el Rey de Romanos tomó el camino de Alemania, acompañado del legado pontifical, Berardo de
Castacca. Durante el viaje fue espléndidamente acogido en Génova, atacado por tropas milanesas y por
el duque de Merania, que le hizo desviar su camino, hasta que finalmente llegó a territorio imperial.
Encontró cerradas las puertas de Constanza y tuvo que ser Berardo de Castacca quien, apelando a la
excomunión lanzada por el papa sobre Otón de Brunswick, persuadió a sus habitantes para que dejasen
entrar a la comitiva dentro de las murallas, dado el caso de que el ejército del güelfo se encontraba
cercano a la ciudad, con la intención de capturar a Federico. Durante los meses siguientes Federico
siguió su ruta hacia el norte, ganando la adhesión de las ciudades por las que pasaba y engrosando su
ejército con efectivos de cada una de ellas. En Alsacia se instaló en el castillo de Haguenau, donde
estableció su corte.

Otón había comprendido que los apoyos de Federico eran demasiado poderosos y, como medio para
eliminar a su rival, decidió terminar primero con el más importante de ellos: el rey de Francia, Felipe
Augusto. Federico conoció las intenciones del duque de Brunswick gracias a Conrad von
Scharfenberg, ex-canciller de Otón, al que entregó los obispados de Metz y Spira. El güelfo contaba
con la alianza de Juan Sin Tierra, que se había convertido en su sobrino, y de los duques de Flandes y
Bravante. Federico informó al delfín, Luis, de los planes de Otón en una entrevista en Vaucouleurs, en
diciembre de 1212; aquel mismo mes Federico fue proclamado único emperador legítimo en una
asamblea en Frankfurt. El 9 de diciembre Federico fue coronado en la catedral de Maguncia, aunque la
ceremonia tuvo un carácter simbólico. Durante el año siguiente Otón ultimó los preparativos de la
invasión de Francia. El encuentro decisivo tuvo lugar en Bouvines el 27 de julio de 1214, donde la
victoria francesa sobre la coalición internacional supuso el fin de las aspiraciones de Otón, porque
después de la derrota perdió todas sus alianzas.

Y para Federico la victoria de Bouvines, en la que no participó directamente, supuso la apertura de los
caminos del Imperio. Recibió el vasallaje de la ciudad de Colonia (en la que se había refugiado el
duque de Brunswick) y marchó hacia Aquisgrán, donde fue de nuevo coronado (esta vez con los
atributos imperiales auténticos; los de Maguncia habían sido copias) el 25 de julio de 1215.

Emperador de Sacro Imperio

Al día siguiente de su coronación. Federico anunció su intención de tomar la Cruz y partir hacia Tierra
Santa. Inocencio III ratificó el ascenso de Federico a la dignidad imperial en el concilio celebrado en
Letrán en noviembre de 1215 y enseguida envió una delegación a Estrasburgo para asegurarse de la
manera en la que el nuevo emperador pensaba renunciar al trono siciliano (una de las condiciones de la
primera entrevista entre Inocencio III y Federico II, en 1212). Y aunque Federico contestó
positivamente a las peticiones del papa, éste nunca llegó a saberlo, porque murió antes de conocer la
respuesta del emperador. La muerte del poderoso pontífice había liberado a Federico de sus
compromisos anteriores. En 1213 Federico promulgó en Egber la Bula de oro por la que trató de
agrupar la infinidad de principados de que se componía el Imperio alrededor de los príncipes más
poderosos, con la intención de fortalecer la estructura feudal del Imperio, y a pesar de que en esa bula
Federico dejaba parte de sus regalías.

Después del ascenso al solio pontificio de Honorio III, Federico quiso eliminar todas las concesiones
que su madre y él habían hecho a la Santa Sede y convocó una asamblea en Frankfurt en la que, por
unanimidad, se eligió a su hijo Enrique Rey de Romanos. Después viajó a Roma con su esposa para
recibir la corona imperial de manos del papa (22 de noviembre de 1220), y con ella la prebenda de
canónigo en el cabildo de San Pedro, que le confería el mismo poder espiritual que un obispo. En el
transcurso de la ceremonia Federico ratificó su intención de tomar la Cruz en el mes de agosto
siguiente.

Los asuntos en el reino de Sicilia

El emperador y la emperatriz se dirigieron al sur y llegaron a Capua a finales de año. En la primavera


de 1221 Federico reunió una asamblea de notables, la "Audiencia de Capua", en la que se promulgó
una nueva "constitución" para Sicilia, cuyo objetivo era restablecer el poder real en aquellos lugares en
los que hubiera sido usurpado por las ciudades, los nobles y la Iglesia. Creó una universidad en
Nápoles para la formación de los nuevos funcionarios, cuya novedad estribaba en que dependía por
entero del Estado, que subvencionaba los estudios de los alumnos, a los que luego se incorporaba a la
administración. Posteriormente Federico procedió a reformar su Cancillería para optimizar sus
funciones. Formaron parte de ella Berardo de Castacca, Conrad von Scharfenberg, Hermann von
Salza, Gran maestre de los Caballeros Teutónicos, y más adelante Pedro de Vigne, un importante
jurista. Gracias a las reformas, Sicilia se convirtió en el primer reino centralizado de Europa y conoció
un espectacular auge económico. También fundó Federico una escuela de Medicina en Salerno, que
pronto adquirió una alta reputación.

Cuando regresó a Palermo, Federico hubo de ocuparse de frenar los abusos que los nobles habían
hecho durante sus ocho años de ausencia, y en esta ocasión usó la fuerza. Instituyó la figura del
"justiciero", cargo militar pagado, que significaba que su actuación no respondía a los intereses del rey,
sino de la Justicia. A continuación sometió todos los puertos de la isla bajo su autoridad, pero con esto
no terminó de pacificar Sicilia, ya que los musulmanes de la isla también se habían rebelado contra la
Constitución, porque las Leyes de Capua les colocaban en una situación de inferioridad respecto a los
cristianos. La revuelta de los árabes, encabezada por el emir Ibn Abbad, fue sofocada en otoño de 1222
con la toma de su centro de operaciones, la fortaleza de Jabo, pero resurgió el mismo invierno con la
reconquista del castillo por parte de los musulmanes. La guerra se prolongó durante casi tres años,
reavivada por grupos aislados de las montañas, pero la capitulación de los jefes sarracenos en 1224
calmó de nuevo la situación y llevó a la disolución de las estructuras de la comunidad musulmana de
Sicilia y a su expatriación en Lucera, al noroeste de Foggia, en una ciudad construida para el efecto. El
rey restituyó a los musulmanes todos sus derechos y de entre los guerreros de Lucera formó dos
ejércitos y una guardia personal de seiscientos caballeros.

El trato que el emperador daba a los árabes alarmó al papa, que no dudó en hacerle responsable del
desastre de Damietta durante la Quinta Cruzada, ya que por dos veces había prometido tomar la Cruz y
aún no lo había hecho. Federico pudo suavizar sus relaciones con Honorio III gracias a la mediación de
Hermann von Salza, que mantuvo conversaciones con el pontífice en varias ocasiones, excusando a
Federico de la Cruzada por causa de los problemas internos de Sicilia. El papa aceptó las prórrogas
solicitadas por el Maestre de los Caballeros Teutónicos, pero urgió a Federico a que tomase la Cruz,
como muy tarde en 1225. Como llegó tal fecha y Federico aún no había partido hacia Tierra Santa,
Honorio III convocó una conferencia en Foggia para exigir responsabilidades al emperador; de nuevo
fue von Salza quien logró eludir el anatema con el que el papa amenazaba, pero esta vez Federico
debió consignar por escrito sus compromisos, que le obligaban a estar en Tierra Santa para el 27 de
agosto (Tratado de San Germano, firmado a finales de julio de 1225). Y además se conjuró una nueva
circunstancia para apremiar a Federico a emprender la Cruzada: Juan de Brienne, rey de Jerusalén
acudió ante Honorio III para proponer el matrimonio de su hija, Yolanda, con Federico (que había
enviudado en junio de 1222); casando con la heredera del reino de Jerusalén, Federico se convertía en
rey de Jerusalén, razón que le obligaba a no retrasarse más en la reconquista de los Santos Lugares. El
emperador aceptó y la boda se celebró por poderes en Acre, a finales de agosto de 1225. Luego
Yolanda viajó a Italia y se encontró con Federico en Brindisi, en cuya catedral se celebró la boda
imperial el 9 de noviembre. Después se hizo coronar en Foggia. Federico nunca prestó atención a su
nueva esposa, a la que recluyó tras los muros del palacio de Palermo; incluso se llegó a decir que
nunca mantuvieron relaciones sexuales, lo cual fue desmentido por el nacimiento de una hija en 1226;
esta niña sólo vivió un día.

Rey de Jerusalén

Desde el día siguiente a su casamiento, Federico encargó a Bailán de Sidón y a Tomás de Aquino,
conde de Acerra, que le representasen en Tiro de forma permanente, en orden a afirmar su autoridad y
servir de observadores para la preparación de la Cruzada. La ciudad de Jerusalén estaba a la sazón
dominada por el más joven de los hijos de Saladino, el sultán Malik al-Moazzine, que en 1226 lanzó a
los guerreros mongoles Khwaresmianos contra el sultanato de Egipto, en manos de su hermano mayor,
Malik al-Khamil. Éste pidió a Federico que acudiese a Siria y le prometió la devolución de Jerusalén si
le ayudaba a vencer a su hermano. Las relaciones entre el sultán y el emperador se hicieron fluidas y
proliferaron las embajadas y los intercambios mutuos de regalos y correspondencia. Mientras tanto,
Hermann von Salza recorría Alemania reclutando guerreros para la cruzada. Federico, por fin, envió la
primera avanzada de caballeros hacia San Juan de Acre en abril de 1227, bajo el mando de Enrique de
Limburg, que recuperó Sidón y Cesarea, lo que sirvió para convencer al sultán de El Cairo de las
buenas intenciones del emperador. Pero Federico no pudo llegar a Siria porque cayó enfermo de cólera
y, al no cumplir las estipulaciones de San Germano, fue puesto en entredicho por el nuevo papa,
Gregorio IX, que además incitó a las ciudades lombardas a sublevarse y finalmente lo excomulgó el 17
de noviembre de 1227. Desde entonces Federico aceleró los preparativos para partir a la Cruzada y a
finales de abril de 1228 reunió a su corte en Barletta para prevenir las dificultades que pudieran
producirse durante su ausencia y nombró rey de Sicilia a su hijo segundo, Conra do. El emperador
zarpó de Brindissi el 28 de junio de 1228.

La más importante de las escalas tuvo lugar en Chipre. Allí Federico invitó a un banquete a Juan de
Ibelin, señor de Beirut, que detentaba el gobierno de la isla en nombre de la reina Alix de Lusignan,
viuda de Amauri II, que años antes había rendido vasallaje a Enrique VI por la posesión de Chipre. El
emperador exigió a Juan de Ibelin que le abonara los impuestos desde la muerte de Amauri II y que
abandonase su feudo de Beirut; ante la negativa de de Ibelin, aceptó someter el asunto al juicio de la
Corte de Jerusalén y le dejó marchar. El baile de la isla fortificó sus castillos y Federico pidió
refuerzos a San Juan de Acre para hacer frente a de Ibelin. Sitió el castillo de Dios de Amor, donde se
refugiaba el rebelde, pero terminó por rendir el sitio mediante negociaciones y obtuvo el
reconocimiento de la soberanía sobre Chipre como heredero que era de Enrique VI.

La flota cruzada llegó a San Juan de Acre el 7 de septiembre de 1228 y allí el emperador recibió el
homenaje de los maestres de las Órdenes Militares, los poderosos del reino y los jefes cruzados.
Posteriormente envió una embajada a Roma para apaciguar la cólera de Gregorio IX (Federico no se
había sometido ante él, como había sido la intención del papa al excomulgarle) y otra a Nablús para
reivindicar la posesión de Jerusalén, como había acordado con al-Khamil. El sultán de Egipto se negó
a entregar los Santos Lugares; ya no necesitaba la ayuda de Federico, porque su hermano, el sultán de
Damasco había muerto poco antes y la amenaza de los mongoles se había desvanecido. En respuesta el
emperador se lanzó sobre Jaffa (noviembre de 1228), pero no fue necesario iniciar el asedio, porque la
simple demostración de fuerza hizo que el sultán se aviniese a pactar: en febrero de 1229 se firmó en
Jaffa un tratado por el cual el emperador recibía Jerusalén, Galilea, el señorío de Torón y una parte de
Fenicia por diez años; a cambio Federico permitiría la libertad de cultos en los Santos Lugares.
Federico entró en Jerusalén el 14 de marzo y dos días después se coronó a sí mismo Rey de Jerusalén.
En marzo regresó a Acre, donde encontró una revuelta contra él (instigada por el papa), en la que
participaron los Templarios, hospitalarios< FONT COLOR=#000000> y la mayor parte de los barones
francos; además el patriarca Giraldo estaba armando un ejército para tomar Jerusalén por las armas.
Comenzó entonces una batalla propagandística por parte de los partidarios de Federico por un lado y
del papa por otro. Y Federico, comprendiendo que la verdadera batalla debía librarse en Italia, confió
el bailazgo del reino a Balián de Sidón y apresuró los preparativos para su regreso.

Cuando llegó a Sicilia, el emperador debió pacificar la isla, ya que durante su ausencia la anticruzada
de Gregorio IX había progresado gracias a la iniciativa de Juan de Brienne. El regreso del emperador
como "Liberador del Santo Sepulcro" le hizo recuperar rápidamente la fidelidad de sus súbditos y, en
cambio, el papa quedó aislado y hubo de recurrir a pedir ayuda a los soberanos extranjeros, que no se
la prestaron. La destrucción de Sora por parte del emperador fue el hecho definitivo que volvió a poner
bajo su mando el resto de las ciudades disidentes, que se rindieron sin condiciones. Gracias a la
mediación de von Salza, la paz entre el emperador y el papa fue firmada en San Germano a finales de
agosto de 1230.

La época de esplendor

Los años siguientes fueron un periodo de paz. Federico patrocinó la construcción de numerosos
castillos en sus amplios dominios, en los que sorprende su unidad estilística. La paz permitió al
emperador dedicarse al cultivo de la poesía; muchas de sus obras se han perdido, aunque han llegado
hasta nosotros algunos poemas de cierta calidad. Y también se preocupó Federico de la ciencia, en una
época en la que magia y ciencia aún no estaban separadas. Gracias a su patrocinio se incrementaron los
intercambios científicos entre el mundo cristiano y el musulmán. La ingente correspondencia con los
sabios musulmanes y la constante afluencia de ellos a la corte de Federico II le valieron ataques, casi
siempre formulados por miembros de la Curia romana, que proclamaron de Lombardía a Sicilia que el
emperador era el Anticristo. En mayo de 1231 se publicó a instancias de Federico una recopilación de
leyes que ha llegado hasta nosotros como Constituciones de Melfi, cuya finalidad era constituir en
Sicilia un Estado laico y centralizado.

A primeros de mayo de 1235 Federico abandonó su corte de Foggia y partió hacia su segunda estancia
en Alemania. Aquel año se decretó la mayoría de edad de su primogénito, Enrique VII, que ya había
dado muestras de rebelión contra su padre en la asamblea que éste había convocado en Aquilea en
1232 y después había buscado la alianza con las ciudades lombardas. El emperador había solicitado al
papa en 1234 que relevara del trono a su hijo y éste había decretado el destronamiento de Enrique en
junio de aquel año. La idea de Federico era sustituir en el Imperio a su hijo Enrique por su hijo
Conrado (IV). Enrique reaccionó estrechado su alianza con las ciudades lombardas, pero no pudo
conseguir apoyos en Alemania, lo que le llevó a abandonar sus pretensiones y someterse a la autoridad
del emperador; Enrique VII fue condenado a reclusión perpetua en una dieta celebrada en Worms en
julio de 1235. Aquel mismo mes y en la misma ciudad, Federico tomó esposa por tercera vez (Yolanda
de Brienne había muerto en mayo de 1228). Su nueva esposa fue Isabel de Angulema, hermana de
Enrique III de Inglaterra.

Para subsanar los estragos causados por el autoritarismo de su hijo, Federico convocó una asamblea
general en Maguncia de todo los príncipes alemanes para el mes de agosto. Dio un Edicto de paz
perpetua, considerando la multiplicidad de Estados alemanes y definiendo el Imperio como un
organismo vivo cuyo principal factor de unificación era la lengua; además amplió el derecho de los
príncipes a firmar alianzas entre ellos.

En 1237 Federico se sintió lo bastante fuerte para someter las ciudades lombardas e inició una
campaña para tal fin. Después de Mantua cayó Montechiaro y a continuación derrotó a los milaneses
en Cortenuova el 27 de noviembre. Esta victoria imperial significó la disolución de la Liga y el punto
álgido del reinado de Federico, que, por primera vez reunía en sus manos Alemania, Sicilia y la Italia
del norte. Pero el papa seguía sin ceder y Federico preparó a su hijo Enzio, a quien nombró rey de
Córcega y Cerdeña (1238), para enfrentarse a él en Italia Central. A este enfrentamiento lo conocemos
como Guerra de las Dos Espadas. Gregorio IX, después de conocer el nombramiento de Enzio como
Vicario general de Italia, excomulgó a Federico por segunda vez (marzo de 1239). Federico respondió
enviando a Enzio a conquistar los territorios pontificios de Ancona y Spoleto, que cayeron sin
problemas, pero entonces hicieron su irrupción los mongoles de Batú, nieto de Gengis Kan, y el
emperador debió ocuparse de ellos: envió a Enzio a Pomerania, pero en 1241 un ejército cristiano
compuesto por tropas de Silesia, Polonia y Hungría fue masacrado por los mongoles en Mahlstadt. El
emperador, consciente del peligro, hizo una llamada a los reyes de la cristiandad. Pero la amenaza
oriental se desvaneció cuando Batú y sus tropas dieron media vuelta para sofocar la rebelión encendida
en Asia Central tras la muerte del Gran Kan.

Inmediatamente se reanudó la Guerra de las Dos Espadas. Al sitio de Faenza respondió el papa
convocando un Concilio general en Roma para hacer firme la excomunión. No se celebró porque la
flota imperial interceptó las naves genovesas en las que viajaban los prelados españoles y franceses,
que fueron trasladados a Bari y finalmente liberados. Federico tomó entonces la iniciativa, poniendo
sitio a la Ciudad Eterna y la muerte repentina de Gregorio IX el 22 de agosto de 1241 le evitó tener
que saquear la ciudad. Las tropas imperiales dieron media vuelta.

La decadencia
La sustitución de Gregorio IX por Celestino IV (que murió enseguida) y después por Inocencio IV no
detuvo la guerra y las acciones de Federico trajeron la alianza de genoveses y venecianos, que
empezaron a dominar los mares, apresando las naves imperiales del Adriático y bloqueando los
puertos hostiles a Federico. Inocencio IV mantuvo la sentencia de excomunión sobre el emperador y
éste, gracias a la mediación de Luis IX de Francia, se avino a evacuar ciertos territorios que había
ocupado, a liberar a los prisioneros capturados y a compensar a los príncipes de la Iglesia, a cambio de
que se le levantase el anatema; luego fue el papa el que cambió de opinión.

Mientras tanto había prescrito el tratado firmado en 1229 con Malik al-Kahmil, que, por otra parte,
había sido frecuentemente violado por los Templarios, lo que había causado la reacción de los
musulmanes y había sustituido la paz por un estado de guerra larvado, primero, y por una matanza de
cristianos en Gaza (agosto de 1244) después. El patriarca de Antioquía requirió la presencia de
Federico en Oriente para restablecer la situación. El emperador escribió al papa prometiéndole
encabezar una nueva Cruzada si levantaba la sentencia de excomunión; también ofrecía evacuar sus
tropas de los Estados de la Iglesia y dejar la cuestión lombarda en manos del papa. Federico consiguió
una audiencia con el papa para finales de junio de 1244. Y éste ni siquiera se presentó, pero en cambio
convocó un Concilio en Lyon para junio de 1245, cuyo objetivo era destronar al emperador. Federico
preparó sus tropas para apoderarse del papa en Lyon, pero no actuó por consejo de Luis IX. En cambio
Inocencio IV decretó la bula de deposición, que fue leída en todas las iglesias y catedrales. Federico
envió cartas a los reyes de la cristiandad, reconociendo el derecho del pontífice a coronar emperadores,
pero no a deponerlos, y pidiéndoles que se unieran a su causa, pero no obtuvo respuesta, por lo que
comenzó una campaña de descrédito en la que denunciaba la corrupción de la Iglesia. Y ésta dio tan
buen resultado que Inocencio sólo vio como modo de deshacerse de su rival el asesinato de Federico y
de su hijo Enzio. Federico supo de la conjura contra su vida en marzo de 1246 y los planes papales
llegaron a ser tan meticulosos que incluso corrieron rumores de que Federico ya había muerto y se
produjeron agitaciones en muchas ciudades. Se procedió al ajusticiamiento de los conjurados y
Federico consiguió pruebas de la participación de Inocencio IV gracias a la intercepción de una misiva
en la que el papa mandaba ánimos a los habitantes de Capaccio.

Habiéndose mostrado insuficiente la excomunión y habiendo fracasado la conjura papal, Inocencio


eligió un anticésar en la persona de Heinrich de Raspe, landgrave de Turingia, que el 22 de mayo de
1246 fue elegido Emperador del Sacro Imperio y Rey de Romanos por los arzobispos de Maguncia,
Colonia y Treves. Federico envió a su hijo Conrado a luchar contra Raspe, pero fue vencido cerca de
Frankfurt en el mes de agosto; entonces el emperador marchó en persona a enfrentarse a su rival, pero
no fue necesario luchar porque éste murió al caer de un caballo, en febrero de 1247. El papa no
desistió e hizo nombrar emperador a Guillermo de Holanda, que fue coronado en Aquisgrán en
noviembre de 1248. Pero Guillermo, débil y anodino, no supuso ningún rival para Federico II.

Desde principios de noviembre los güelfos se habían apoderado de Parma, llave de los puertos de los
Apeninos, por lo que el emperador se centró en este asunto. Federico mandó a Enzio a poner sitio a la
ciudad y se dispuso a acudir en persona en ayuda de su hijo, llegando a Parma a finales de año. En
febrero de 1249 descubrió un complot que, según las evidencias, había sido dirigido por Pedro de
Vigne, protonotario de la cancillería, su hombre de confianza desde la muerte de von Salza; el
emperador cegó personalmente a Pedro de Vigne y lo hizo encerrar en la fortaleza de Borgo San
Donnino. Pocos meses después Enzio fue capturado por los boloñeses, que lo encerraron en prisión.
De nada sirvieron las amenazas de Federico, exhortando a los boloñeses a que liberaran a su hijo,
porque éste permaneció en prisión veintitrés años. En primavera de 1250 cayó Parma y la fortuna del
emperador pareció aumentar cuando Brescia, Módena, Piacenza, Faenza y Alejandría se pasaron al
bando gibelino; Guillermo de Holanda fue derrotado en Alemania y los genoveses fueron vencidos en
Savona, terminando con el bloqueo de Sicilia.

Pero en verano su salud empezó a resentirse. Y aunque se recuperó, volvió a recaer en invierno,
cuando viajaba de Foggia a Lucera e inconsciente, fue trasladado al Castel Fiorentino. Federico,
comprendiendo que se moría dictó su última voluntad: legó el Imperio y el reino de Sicilia a su hijo
Conrado; rogó a Berardo de Castacca que regularizara su unión con la que había sido su amante,
Bianca Lancia, legitimando a su vez a los hijos que había tenido con ella; dio orden de restituir a la
Iglesia todas las zonas de los Estados Pontificios que había ocupado; por último, prescribió que todos
los súbditos del reino se convirtiesen en hombres libres, sujetos sólo a los pagos regulares de
impuestos. Antes de su muerte le fue administrada la extremaunción con el hábito blanco de los
cistercienses, como había sido su voluntad. Murió a las seis de la tarde y fue enterrado en la catedral de
Palermo, junto a Constanza de Hauteville y Constanza de Aragón, su primera esposa.

EL IMPERIO ROMANO.

Parte oriental del Imperio romano desarrollado con autonomía a partir de la división que hizo Teodosio
en el año 395 entre sus hijos Arcadio (357-408) y Honorio. Tal división dio lugar al nacimiento de una
dualidad, el Imperio Romano de Occidente -con capital en Roma- y el Imperio Romano de Oriente
-con capital en Constantinopla- el cual perduró hasta el año 476 en el que Odoacro depuso al último
emperador occidental, Rómulo Augústulo, y envió las insignias imperiales a Zenón de Bizancio, que
quedó como único emperador y sucesor de la dignidad romana.

Mientras este proceso tenía lugar, la tradición romana y latina del Imperio de Oriente se fue diluyendo
entre los caracteres griegos y helenísticos, más próximos, y la incesante llegada de elementos
orientales. Por todo ello, el fundamento cultural de Bizancio es, por una parte, el derecho y la
administración romanos, y por otra, el idioma y la civilización griega, mientras que las creencias y
costumbres son cristianas. Con el tiempo, el carácter bizantino se convirtió en oriental.

Durante la primera mitad del siglo V se dejó sentir la presión conquistadora de los germanos, que
influyeron en la corte. El emperador León I (457-474) consiguió acabar con ella gracias a la ayuda de
los isaurios del Asia Menor. De todos los emperadores de la primera época destaca Justiniano, que
rigió el imperio entre los años 527 y 565. Con él, Bizancio adquirió un gran desarrollo en el exterior
gracias a los generales Belisario y Narsés, y en el interior fue dotada de un gran esplendor cultural y
artístico. A los pocos años de ser coronado, año 532, concluyó una paz con el rey de los persas,
Cosroes; pudo así emplear todas sus fuerzas en la reconquista de la parte occidental del Imperio.
Ocupó el reino de los vándalos del África del Norte y, en el Mediterráneo, las islas de Córcega,
Cerdeña y Baleares. Al poco tiempo, año 535, Justiniano intervino en Italia, donde Amalusunta, hija
del rey ostrogodo Teodorico el Grande, había sido asesinada.

El general Belisario en primer lugar, y, más tarde -año 555-, Narsés, anexionaron al imperio de
Justiniano Italia y Sicilia. Mientras tanto, el noble visigodo Atanagildo se había sublevado contra el
rey visigodo Agila solicitando la ayuda del emperador bizantino para derrotarlo.

Atanagildo subió al trono hispano pero tuvo que permitir, en pago a la ayuda militar recibida, que los
bizantinos se reservaran para su dominio los territorios del sur de España y la plaza de Ceuta. Con
estas conquistas de los generales Belisario y Narsés, se restablecía su dominio efectivo sobre casi todo
el perímetro del Mediterráneo.

En el interior, Justiniano emprendió la reforma de la administración y la codificación del derecho


romano, de la que se encargó una comisión encabezada por el jurisconsulto Triboniano. Durante siete
años (528-535) se elaboró el Corpus iuris civilis, que abarcó todo el derecho y jurisprudencia
anteriores y fue la base del renacimiento del derecho en el siglo XIII. Este código consta de cuatro
textos: Institutiones (es un tratado para el estudio de los escolares), Digesto o Pandectas ( es una
recopilación de las obras jurídicas clásicas de origen romano), Codex Justinianus y Novellae
(compilación de las constituciones imperiales y de las promulgadas por el propio Justiniano). También
tuvo que reprimir duramente algunos levantamientos populares, como el del año 532 protagonizado
por Niká, permitiéndose así desarrollar una política autocrática y absolutista el resto de su reinado.

Los últimos años de su gobierno fueron de decadencia: las luchas contra los persas se reemprendieron
y el exceso del gasto público llevó al Estado a un endeudamiento ruinoso. En los aspectos artísticos,
fue el promotor legendario de numerosas obras arquitectónicas religiosas que constituyen lo mejor del
arte bizantino.

Los sucesores inmediatos de Justiniano perdieron el dominio sobre algunas zonas periféricas del
Imperio. En Italia, casi todas las posesiones pasaron a manos de los lombardos en el año 568. El persa
Cosroes II recuperó Mesopotamia, Siria y Asia Menor, llegando hasta Constantinopla. Por último,
Mauricio (582-602), tras las incursiones de ávaros y eslavos sobre los Balcanes, se vio forzado a
establecer dos hexarcados o gobiernos provinciales, uno en Rávena y otro en Cartago, con el fin de
reforzar el Imperio. En estas circunstancias, una sublevación militar entregó el poder a Heraclio (610-
641). Se inició así una nueva etapa en la formación del Imperio Bizantino: el Imperio Medio.

El nuevo emperador había sido un general experimentado que venció a los ávaros en Europa, derrotó a
los persas en Asia y llevó sus ejércitos hasta Ctesifonte, provocando el derrumbamiento del imperio
sasánida y obligándolo a devolver sus anteriores conquistas y la reliquia de la Vera Cruz, que habían
tomado de Jerusalén en el año 614. Por sus victorias, Heraclio se convirtió en el defensor de la
religiosidad de los Santos Lugares. Durante su mandato se construyeron basílicas en Jerusalén y Belén.
Pero mientras los dos Imperios se debilitaban mutuamente, un nuevo poder se levantó
amenazadoramente: el Islam. Inspirados por Mahoma, los nómadas del desierto arrebataron en pocos
años, bajo los primeros califas, las provincias de Siria y Egipto, forzando a los emperadores de
Bizancio a abandonar la península balcánica en manos de los eslavos y a defender Constantinopla en
varias ocasiones de los intentos de conquista árabes.

El advenimiento al trono del emperador León III (717), estratega sirio de Anatolia, fundador de la
nueva dinastía de los isaurios, señala un paso decisivo en orden a la orientalización del Imperio. En el
comienzo de su reinado, 718, consiguió salvar a Constantinopla del asedio que los árabes estaban
haciendo a la capital del Imperio, derrotándoles en Acroinon (740) con lo que se pudo emprender la
ofensiva en Siria y llegar hasta el Éufrates con su hijo Constantino V (741-775). Las victorias frente a
árabes y búlgaros, invasores de los Balcanes, rehabilitaron el prestigio imperial empañado durante el
reinado de Heraclio y su hijo.

En política interior, acentuaron la unión del poder civil y militar. Mediante la aplicación de un Código
rural, trataron de detener el desarrollo de los latifundios. También promulgaron códigos de carácter
militar, naval y un nuevo Código civil, inspirado por una mayor equidad cristiana que los anteriores de
Justiniano.

Pese a todo, lo más destacado de su reinado es la llamada guerra de las imágenes o querella
iconoclasta, surgida por influjo tanto de sectas religiosas orientales como del judaísmo y del Islam,
entre los adversarios (iconoclastas) y partidarios (iconodulos) del culto a las imágenes. El emperador
León III prohibió en el año 726 todas las imágenes, salvo la de Cristo, a lo que se opusieron
violentamente los veneradores de imágenes, apoyados por el papa Gregorio III, quienes las
consideraban como símbolo y mediación con la divinidad. Pocos años después llegó a decretarse la
pena de muerte para los iconodulos. A este problema de estricta religiosidad se unen las intrigas
palaciegas, los conflictos en los Balcanes, la caída de Rávena en manos de los carolingios, el
hundimiento del poder bizantino en Italia y el vertiginoso ascenso de Carlomagno. Todo ello, en su
conjunto, provocó el fin de la dinastía isáurica con el reinado de León V el Armenio (820).
Durante breves años (820-867), subió al poder la dinastía armoriana o de Frigia, durante la cual se
perdió el control sobre Creta (que cayó en manos de los árabes). También se extendió el protectorado
bizantino sobre Bulgaria y se inició una política ofensiva en Asia. En los aspectos religiosos, finalizó
la guerra de las imágenes en el año 843 y se inició un período de cierta tranquilidad durante el reinado
de Miguel III (842-867).

Bajo el reinado de Basilio I se inauguró la dinastía de Macedonia (867-1056). En ella, Bizancio llegó a
uno de sus siglos de oro en el terreno cultural; en el aspecto de las ideas políticas el Imperio alcanzó su
máximo esplendor: la legitimidad del poder absoluto del soberano alcanzó su punto culminante al ser
considerado el Emperador como un elegido de Dios. En el campo de las ideas religiosas, durante el
patriarcado de Focio, año 867, la iglesia bizantina inició un cisma ortodoxo, abandonando la
obediencia a Roma, con lo que Bizancio se apartó aún más de Occidente.

El más sobresaliente de los emperadores de esta dinastía fue Basilio II (976-1025) que llevó al Imperio
bizantino a uno de sus momentos de auge al obtener grandes triunfos sobre los búlgaros (durante
decenios guerreó cruelmente contra el zar búlgaro Samuel). Expandió el cristianismo en Rusia, cuya
iglesia quedó subordinada al patriarcado de Constantinopla. También mantuvo relaciones con el
Imperio Germánico, casando a una princesa bizantina con el emperador Otón II. En el interior, el
acontecimiento más importante durante esta dinastía fue la consumación del Cisma de Oriente, llevado
a cabo en el año 1054 por Miguel Cerulario, patriarca de Constantinopla. La causa de esta separación
fue, en esencia, la rivalidad existente entre las supremas jerarquías de la iglesia griega y el Pontífice
romano, aunque su promotor quiso encubrir las diferencias sólo en los aspectos litúrgicos.

A partir del año 1056 se extinguió la dinastía macedonia y con ella se inició la decadencia del Imperio
que, durante dos siglos, y a través de varias dinastías, la de los Ducas (1059-1078), la de los Comneno
(1081-1185) y, finalmente, la de los Angel (1185-1204), van debilitando el esplendoroso Imperio que
se ve acosado por selyuquíes, normandos, pechenegos, turcos y húngaros. Otras causas son las luchas
civiles por el poder imperial, la implantación de un sistema feudal que minó las bases fiscales y
militares del Imperio y el resurgir del poder económico veneciano, que eclipsó el tradicional comercio
bizantino entre Oriente y el Mediterráneo.

El año 1203, después de haber perdido Anatolia, Tesalónica, Dalmacia, Serbia, Croacia, los cruzados,
en lugar de ir a Tierra Santa, atacaron Bizancio y conquistaron Constantinopla, provocando la huida
del emperador Alejo con el tesoro imperial. Al año siguiente, 1204, los cruzados formaron en
Constantinopla el Imperio Latino (1204-1261). Paralelamente, surgieron muchos otros reinos
independientes en territorios antes bizantinos (Épiro, Morea, Trebisonda, Servia, Bulgaria, etc.). Desde
Nicea, la capital de exilio de los bizantinos, se reconquistó Asia Menor, Tracia y otros países. En 1261
se volvió a recuperar Constantinopla. Tras un afianzamiento inicial, este Imperio, socavado ya
internamente, sucumbió al empuje de los servios y búlgaros, y luego, sobre todo, al de los turcos
osmanlíes, que conquistaron Asia Menor y los Balcanes durante la primera mitad del siglo XIV.

En los cincuenta últimos años del siglo, Bizancio se vio obligado a rendir vasallaje a los turcos, y el
Imperio bizantino quedó reducido a la capital, hasta que el 23 de mayo del año 1453 se produjo el
hundimiento definitivo: la conquista de Constantinopla por los ejércitos del sultán Mehmet II.

1) LA PESTE

Enfermedad contagiosa producida por la pulga de las ratas y que se manifestaba con la aparición de
unos forúnculos denominados bubas, de ahí el nombre de bubónica. Dicha enfermedad es un fenómeno
de primera importancia en el estudio de las sociedades que vivieron en la Edad Antigua y en la Edad
Media, pues está considerado como un factor exógeno que contribuyó hondamente a dinamizar los
procesos de población, sobre todo en los períodos de tránsito entre la Edad Antigua y la Alta Edad
Media, así como en el umbral del paso de los siglos XIV al XV. La especial virulencia y los continuos
rebrotes pandémicos de dicha enfermedad tuvieron enormes consecuencias en todos los campos a los
que dirijamos nuestro análisis, no sólo el demográfico sino también el social, económico, militar o
político.

Manifestaciones y tipos de peste

En el año 1894, el doctor suizo A. Yersin aisló el bacilo de la Pastorella pestis, nombre científico de la
bacteria causante de la Peste, más comúnmente conocida como bacilo de Yersin. El microbiólogo
suizo no sólo aisló y describió el bacilo sino que especificó la existencia de tres variantes:

1- Oriental- Fue el que apareció en China en el siglo XIX, que tenía sus reservorios naturales en las
zonas asiáticas del Extremo Oriente y en Norteamérica.

2- Medieval- Aparecido a raíz de la gran epidemia de peste acontecida en Europa en el siglo XIV
(1348), así como en los rebrotes pandémicos del siglo XVIII. Su reservorio natural estaba establecido
en Asia Central.

3- Antigua- Se trata de la variedad aparecida en las epidemias de los siglos VI-VIII. El reservorio del
bacilo se encontraba en África Central, concretamente en la región de los Grandes Lagos.

La enfermedad tenía dos formas de infección:

A- Cutánea- Se manifestaba a través de la piel mediante dos tipos de síntomas, conocidos con los
nombres de bubónica y septicémica. En la Peste Bubónica, los primeros síntomas eran las altas fiebres
del paciente y la aparición de carbúnculos malolientes. Seguidamente, la inflamación del ganglio
linfático en las ingles, cuello o axilas era debido al asentamiento en el cuerpo del bacilo. Tras la
aparición de las bubas, forúnculos de color azulado de donde deriva el nombre de Peste Negra,
aumentaban las cefaleas, las fiebres -que pasaban en 24 horas a temperaturas de hasta 42º- y el
incremento de los trastornos nerviosos. Con un período máximo de incubación y desarrollo de seis
días, de no mediar intervención inmediata provocaba el 90% de muertes, tan sólo rebajado al 70% si
existía algún tipo de administración terapéutica.

Por lo que respecta a la Peste Septicémica, los síntomas eran parecidos pero más difíciles de detectar,
puesto que no existía la inflamación del ganglio linfático. Debido a la tardanza en la asistencia
sanitaria a los sufridores de este tipo de contagio, las muertes oscilaban entre el 90% y el 100%.

B- Mucosas pulmonares- Es conocida también con el nombre de Peste Neumónica. Los síntomas, en
este caso, eran un aumento exagerado del pulso del enfermo, además de la existencia de cefaleas y
fiebres. En 24 horas se incrementaba la dificultad respiratoria y se producía la falta de coordinación
motriz. El período de incubación y desarrollo era de apenas tres días, al cabo de los cuales los índices
mortales oscilaban entre el 90% y el 100%.

Agentes de contagio

El agente que provocaba el contagio eran las ratas, más concretamente, sus pulgas (Xenopsylla
cheopis), que picaban a los seres humanos y contagiaban la enfermedad. Evidentemente, las pulgas
parásitas del ser humano también eran susceptibles de contagiar la enfermedad si el organismo humano
donde parasitaban estaba contagiado por ella. La enfermedad tenía su auge virulento en las épocas de
verano y de invierno, bajando sus efectos mortales en primavera y otoño debido a que las condiciones
medioambientales para la vida de las pulgas no se cumplían. Éstas habían de ser una temperatura
media de entre 15 y 20º, así como una humedad relativa del aire cercana al 90%. Véase Parásito.
Anatomía interna de una pulga.

En invierno tampoco se cumplían las condiciones medioambientales, pero la variedad de peste


pulmonar tenía la característica especial de ser la única que se contagiaba de humano a humano,
aunque de forma accidental. Las bacterias viajaban en el aliento y en la respiración que, debido al frío,
adquiría forma de vaho. Así pues, al exhalar el vaho, se contagiaba la enfermedad. Era, además, una
forma de peste sedentaria que convivía con el hombre debido a los mínimos niveles de higiene
existentes.

La peste en la Alta Edad Media

El siguiente apartado trata de hacer un recorrido histórico a través de las diferentes épocas
altomedievales en las que el contagio de la enfermedad ha provocado una reorganización, tanto de la
población como de sus manifestaciones socioeconómicas.

Consecuencias demográficas y económicas

Los efectos de la enfermedad sólo pueden tener el calificativo de devastadores. La mortalidad media
fue elevadísima, cifrándose la cantidad en varios millones de personas. En Egipto y Siria fueron
aniquiladas poblaciones enteras. Pensemos que la esperanza de vida media, aún sin enfermedades
como la Peste, apenas se aproximaba a los 30 años. Especialmente virulenta fue la mortalidad infantil
(cercana al 60%), mientras que, por sexos, los varones se vieron más afectados que las mujeres, cinco
de ellos por cada una de ellas. Todo ello tuvo una serie de repercusiones sociales y económicas:

1- Reestructuración de los patrimonios nobiliarios y de las oligarquías urbanas.

Nuevas capas de población accedieron a los puestos preponderantes de la sociedad, cambiando de


dueños los patrimonios mediante una renovación de las elites gobernantes. La pretendida regulación de
los derechos de los intestados efectuada por el emperador Justiniano tras la enfermedad sólo sirvió
para atascar de litigantes los tribunales. Incluso por otras fuentes de la época como, por ejemplo, los
sermonarios, se tiene constancia de que los varones jóvenes que habían heredado sus patrimonios
familiares no tomaban como esposas a otras jóvenes, sino que preferían a las viudas ricas con el objeto
de incrementar su patrimonio. También en el campo de las oligarquías urbanas desaparecieron familias
enteras de curiales, lo que provocó un éxodo de población rural (el campo fue mucho menos afectado
por la Peste que la ciudad) con objeto de hacer fortuna en la urbe, detentando muchos de ellos el poder
del núcleo donde se asentaron.

2- Pérdida de mano de obra agraria y artesanal.

La escasez de efectivos humanos tuvo como consecuencia inmediata la pérdida de trabajadores, tanto
en el campo como en la ciudad, pero de todo ello deriva algo más grave: el incremento de los precios,
ya que los trabajadores que sobreviven cobran muy caros sus servicios. El gobierno altomedieval,
intervencionista de por sí, pasó también a regular los precios y salarios, generalmente equiparándolos a
los niveles existentes antes de la virulencia de la Peste, aunque no pudiesen evitar una cierta mejora
relativa de la condición social y económica del campesinado agrario: en algunas zonas de Asia Menor
se produjo un enorme retroceso del colonato en beneficio de la enfitéusis, a la vez que se tendía a
reducir el pago del canon (precio estipulado por el propietario a su colono), lo que acabó por convertir
al campesino libre dependiente en pequeño propietario de las tierras que trabajaba. Por si ello fuera
poco, la aristocracia ofreció, a partir de ese momento, mejores condiciones rentistas a los campesinos
de sus territorios que lo que éstos obtenían con su trabajo agrario de colonos, lo que hizo que muchos
de ellos abandonasen sus cultivos para pasar a otros más prósperos.

3- Bajada del poder adquisitivo de las oligarquías sociales.

La aristocracia cortesana, las oligarquías municipales y las autoridades eclesiásticas vieron


ostensiblemente reducido su poder adquisitivo debido, principalmente, a su inoperancia para
reconvertir sus fuentes de renta conforme a la nueva situación, causando la ruina de muchos de ellos.
Especialmente afectada fue la oligarquía eclesiástica, puesto que el derecho canónico prohibía
expresamente la enajenación de la tierra clerical, privando a sus posesores de la flexibilidad necesaria
para la reconversión económica.

4- Regeneración de los grupos sociales.

Finalmente, de todo lo anterior se deriva una heterogeneización de los grupos sociales. El incremento
de las clientelas enfitéuticas fomentó la aparición de un nuevo grupo de potentados locales, a veces
con una administración independiente de los poderes centrales e incluso ocupando propiedades de la
Iglesia. Lógicamente, ello les convirtió en absentistas (esto es, vivían de las rentas producidas por sus
bienes pero no vivían en sus territorios sino en la ciudad) y pasaron a ser las nuevas élites dominantes.
A su vez, muchos de los componentes de las antiguas oligarquías bajaron de escalafón social, teniendo
que pasar a ganarse las rentas mediante su propio trabajo, artesanal o agrario. Lo que conocemos como
feudalismo tiene una importante carga de todas estas consecuencias demográficas, económicas y
sociales derivadas de la aparición de la Peste.

La Peste Negra (1348)

Libre de enfermedades contagiosas y ayudada por un clima más benigno, Europa entera conoció una
época de esplendor económico aproximadamente entre los siglos XI y XIII. Los avances técnicos y el
incremento demográfico propiciaron la extensión de los cultivos y el aumento de la producción
agrícola. Sin embargo, ya hacia los últimos años del siglo XIII, se produjo un estancamiento de la
población y un retroceso de los cultivos, debido a que la explotación intensiva había agotado la
fertilidad de muchos suelos. A ello se le sumó, además, un nuevo deterioro de las condiciones
climáticas a principios del siglo XIV, con veranos cortos y húmedos que arruinaban las cosechas (las
fuentes de la época los llaman veranos podridos). Ello produjo una grave carestía de trigo en la
mayoría de países europeos, que se vieron obligados a importar grandes cantidades de grano. Estos
períodos de escasez son conocidos con el nombre de hambrunas y fueron especialmente importantes en
la Europa central (Flandes en 1316, Brujas en 1317 o Ypres en 1316 también). El trigo sufrió una
considerable subida de precio que lo hizo inaccesible a la gran mayoría de población que, como es
lógico, al estar peor alimentada era más susceptible de sufrir enfermedades.

Además de esto, también Europa conoció un recrudecimiento de los conflictos bélicos, como fue la
Guerra de los Cien Años o, en el caso peninsular, las guerras civiles por el trono castellano. Carestía,
hambre y guerra pusieron los cimientos para una nueva oleada mortífera de la Peste

La expansión de la Peste Negra

Ya en el año 1253 se tuvo constancia de una epidemia de peste acontecida en una región del sudeste de
China llamada Yunnan, enmarcada en el imperio mogol. Las tropas militares de los mogoles debieron
contagiarse y trajeron el bacilo hacia el interior de Asia Central. Gran cantidad de países europeos, en
especial las poderosas ciudades-república italianas, tenían intereses comerciales en la zona e incluso
alguna colonia con asentamientos de mercaderes para controlar mejor el comercio. Una de esas
colonias estaba situada en Caffa (península de Crimea) y pertenecía a los genoveses, que fue asediada
en el año 1347 por el khan de los mogoles Kiptchak. La ciudad resistió el asedio, pues los sitiadores se
retiraron a los pocos días víctimas de una extraña enfermedad, pero no pudieron evitar que el bacilo
penetrase en sus muros y fuese llevado a Europa en los buques comerciales de los navegantes
genoveses, primero hacia Constantinopla y Asia menor para pasar después a Egipto, Norte de África,
Sicilia, Córcega, Marsella y Florencia.

En el año 1348 la Peste se había extendido por todo el Mediterráneo, en especial por Francia, Italia y
los territorios de la Corona de Aragón. Al año siguiente afectó a las islas Británicas, a Portugal y a
Castilla (el monarca Alfonso XI pereció en el asedio de Gibraltar en 1350, víctima de la enfermedad).
Ni siquiera el norte de Europa se libró de la enfermedad, pues fue contagiada mediante las ratas que
llevaban los buques de la Hansa germánica.

La tragedia fue brutal: las islas Británicas perdieron entre un 25 y un 30% de su población, porcentaje
que se elevaba hasta un 40% en el caso castellano o aragonés y a un 50% en los casos francés e
italiano; incluso reinos enteros como el de Portugal estuvieron a punto de desaparecer (el territorio
luso perdió a casi un 65% de la población). Especialmente mortífera se mostró la Peste en los ámbitos
urbanos, donde florecientes y prósperas ciudades como Venecia, Florencia, Barcelona o Túnez
perdieron a más del 50% de sus habitantes. La estimación de los historiadores en la actualidad estriba
en que tan sólo en cuatro años (1348-1353) Europa pasó de 75 millones de habitantes a 50 millones.
Gracias a la pluma genial de Giovanni Boccaccio se tiene una mejor idea de lo que la enfermedad
representó para la población de los núcleos urbanos:

"[...] esta peste cobró una gran fuerza; los enfermos la transmitían a los sanos al relacionarse con ellos
[...] Y el mal siguió aumentando hasta el extremo de que no sólo hablar o tratar con los enfermos
contagiaba la enfermedad a los sanos, y generalmente muerte, sino que el contacto con las ropas [...]
transmitía la dolencia". (Boccaccio, El Decamerón, ed. cit., p.15).

También Boccaccio ofrece casi la única solución que cabía adoptar ante el poderoso y destructor
avance de la enfermedad:

"[...] estas cosas, y otras parecidas o peores, produjeron mucho miedo e imaginaciones entre los que
conservaban la vida. Casi todos tendían a un único fin: apartarse y huir de los enfermos y de sus
cosas". (Ibid.)

La expansión de la Peste Negra

Ya en el año 1253 se tuvo constancia de una epidemia de peste acontecida en una región del sudeste de
China llamada Yunnan, enmarcada en el imperio mogol. Las tropas militares de los mogoles debieron
contagiarse y trajeron el bacilo hacia el interior de Asia Central. Gran cantidad de países europeos, en
especial las poderosas ciudades-república italianas, tenían intereses comerciales en la zona e incluso
alguna colonia con asentamientos de mercaderes para controlar mejor el comercio. Una de esas
colonias estaba situada en Caffa (península de Crimea) y pertenecía a los genoveses, que fue asediada
en el año 1347 por el khan de los mogoles Kiptchak. La ciudad resistió el asedio, pues los sitiadores se
retiraron a los pocos días víctimas de una extraña enfermedad, pero no pudieron evitar que el bacilo
penetrase en sus muros y fuese llevado a Europa en los buques comerciales de los navegantes
genoveses, primero hacia Constantinopla y Asia menor para pasar después a Egipto, Norte de África,
Sicilia, Córcega, Marsella y Florencia.

En el año 1348 la Peste se había extendido por todo el Mediterráneo, en especial por Francia, Italia y
los territorios de la Corona de Aragón. Al año siguiente afectó a las islas Británicas, a Portugal y a
Castilla (el monarca Alfonso XI pereció en el asedio de Gibraltar en 1350, víctima de la enfermedad).
Ni siquiera el norte de Europa se libró de la enfermedad, pues fue contagiada mediante las ratas que
llevaban los buques de la Hansa germánica.
La tragedia fue brutal: las islas Británicas perdieron entre un 25 y un 30% de su población, porcentaje
que se elevaba hasta un 40% en el caso castellano o aragonés y a un 50% en los casos francés e
italiano; incluso reinos enteros como el de Portugal estuvieron a punto de desaparecer (el territorio
luso perdió a casi un 65% de la población). Especialmente mortífera se mostró la Peste en los ámbitos
urbanos, donde florecientes y prósperas ciudades como Venecia, Florencia, Barcelona o Túnez
perdieron a más del 50% de sus habitantes. La estimación de los historiadores en la actualidad estriba
en que tan sólo en cuatro años (1348-1353) Europa pasó de 75 millones de habitantes a 50 millones.
Gracias a la pluma genial de Giovanni Boccaccio se tiene una mejor idea de lo que la enfermedad
representó para la población de los núcleos urbanos:

"[...] esta peste cobró una gran fuerza; los enfermos la transmitían a los sanos al relacionarse con ellos
[...] Y el mal siguió aumentando hasta el extremo de que no sólo hablar o tratar con los enfermos
contagiaba la enfermedad a los sanos, y generalmente muerte, sino que el contacto con las ropas [...]
transmitía la dolencia". (Boccaccio, El Decamerón, ed. cit., p.15).

También Boccaccio ofrece casi la única solución que cabía adoptar ante el poderoso y destructor
avance de la enfermedad:

"[...] estas cosas, y otras parecidas o peores, produjeron mucho miedo e imaginaciones entre los que
conservaban la vida. Casi todos tendían a un único fin: apartarse y huir de los enfermos y de sus
cosas". (Ibid.)

Consecuencias socioeconómicas de la Peste Negra

El retroceso demográfico europeo provocado por la enfermedad es una de las razones que los
historiadores han esgrimido para afirmar la denominada crisis de la Baja Edad Media. Realmente, la
desaparición de un 25 o 30% de la población socavó grandemente las bases económicas de los reinos
europeos, hasta tal punto que se tuvieron que contar medidas de extrema urgencia para recuperar la
economía: intervención del estado en regulación de precios y salarios, fomento y ayudas para la
formación de nuevas familias y un largo etcétera de causas que ya se han tratado en el análisis de la
Alta Edad Media. En el caso concreto de la Peste Negra, el índice de población rural que accedió a las
ciudades fue aún mayor que en la Alta Edad Media, puesto que los núcleos urbanos sufrieron mucho
más que el campo los devastadores efectos de la enfermedad. Los ingresos señoriales procedentes de
las rentas descendieron vertiginosamente, lo que originó represión y malestar. Además, la sociedad
europea sufrió una parálisis en todos sus sentidos: social (la gente huía despavorida de cualquier
contacto con sus semejantes), militar (la falta de efectivos inutilizó los conflictos bélicos) y religioso.
Este último aspecto fue de vital importancia, puesto que la Iglesia, visto el caos médico de la situación,
no dudó en culpar a las minorías hebreas de ser las responsables de la propagación infecciosa, hecho
que derivó en un aumento de la intolerancia contra los judíos y en una persecución contra sus bienes y
familias que provocó grandes trastornos sociales. Por si ello fuera poco, el caos social también provocó
un notable aumento del pillaje, el bandolerismo y las revueltas sociales... Desde luego, la sociedad
europea ya no volvería a ser nunca la misma.

Consecuencias psicológicas

Aproximadamente hacia la decimoquinta centuria comenzaron a proliferar por Europa ciertos motivos
macabros en la literatura (como las Danzas de la Muerte) y en el arte. Y es que, si importante fueron
las consecuencias económicas, no menos lo fueron las de tipo psicológico o sociológico. La sociedad
europea de los siglos XIV y XV conoció una fuerte relajación de costumbres con motivo de la toma de
conciencia de lo efímero de la existencia humana, se pasó a despreciar los sacrificios en pos de la vida
eterna para procurar disfrutar de la que ya vivían.
Pero, por otra parte, la religiosidad tomó un nuevo y brioso impulso. La figura de la muerte se hizo
cotidiana entre el dolor y el horror de la desaparición continua de los seres queridos, lo que contribuyó
a crear una imagen de la muerte como castigo de los hombres y como igualitaria de todos ellos. Ello
fue utilizado por la Iglesia para intentar aumentar la imagen del homo viator, dado el efímero tránsito
por el mundo real. Sin embargo, lo macabro desempeño un papel fundamental en la laicización social
que se llevó a cabo desde este momento en la sociedad europea. Los versos de la Danza de la Muerte o
el tópico del ubi sunt? del poeta Jorge Manrique en sus sentidas Coplas nos avanzan un mundo nuevo,
un mundo en el que el horror de la Muerte estará siempre presente en cada uno de los actos de la
existencia humana.

PLANTAGENET

Sobrenombre dado al Conde de Anjou, Godofredo V, y por extensión a toda su descendencia. Los
Plantagenet reinaron en Inglaterra desde 1154 hasta 1471. Fue el primero de ellos el hijo de
Godofredo, Enrique II (1133-1189) el cual reunió en su persona la herencia paterna del condado de
Anjou con todas sus posesiones francesas y la materna del ducado de Normandía, que también contaba
con numerosas posesiones en Francia e incluía el reino de Inglaterra. Se casó con Leonor de Aquitania,
por lo que adquirió el título de duque de esa región. Fue el fundador del imperio Angevino.

Su hijo y sucesor, Ricardo I, Rey de Inglaterra (1157-1199), llamado Ricardo Corazón de León,
participó en diversas sublevaciones contra la política de su padre. Una vez nombrado rey, organizó la
tercera cruzada junto con Federico I Barbarroja y Felipe II Augusto de Francia. Durante su reinado se
vio enfrentado al rey francés y a su propio hermano Juan sin Tierra que acabó sucediéndole en el trono
inglés tras su muerte. Juan Sin Tierra perdió casi todas las posesiones familiares en Francia y a su
muerte el reino estaba sumido en la anarquía, controlado por los nobles y con la autoridad real
enormemente desprestigiada.

El siguiente monarca de la Casa fue su hijo, Enrique III (1207-1272), que intentó en vano recuperar los
dominios franceses de la dinastía. Obligado por la nobleza a firmar los Estatutos de Oxford (véase
Carta Magna), no los cumplió y fue hecho prisionero por Simón de Monfort y posteriormente
restablecido en el trono por su hijo y sucesor, el futuro Eduardo I (1239-1307). Eduardo llevó a cabo
importantes reformas institucionales y conquistó Gales en 1281.

Eduardo II (1284-1327) sucedió a su padre en el trono. Su reinado se vio marcado por los repetidos
intentos de conquistar Escocia, todos ellos fracasados. Una sublevación de los nobles y de su propia
esposa le echó del trono; poco después fue asesinado. Subió entonces al trono su hijo Eduardo III
(1312-1377), que consiguió conquistar Escocia y gran parte de Francia, aunque posteriormente perdió
la mayor parte de sus conquistas francesas. Su nieto, Ricardo II (1367-1400), le sucedió como rey de
Inglaterra. Trató de buscar la paz con Francia y se vio enfrentado a los partidarios de continuar la
guerra, que acabaron por asesinarlo en el castillo de Pontefranct en 1400. Se planteó entonces el
problema sucesorio, pues el rey había muerto sin descendencia.

Enrique IV (1367-1413), de la Casa de Lancaster, sucedió al rey que él mismo había hecho destituir.
Contó con la desaprobación de parte de la nobleza comandada por la Casa de York que reclamaba sus
derechos sucesorios. Bajo su reinado y a causa de su debilidad y aislamiento entre las facciones
nobiliarias el parlamento aumentó sus competencias. Le sucedió su hijo Enrique V (1388-1422), el
cual venció a los franceses en la famosa batalla de Azincourt en 1415, que supuso un durísimo golpe
para Francia.

El siguiente y último de los reyes de la familia Lancaster fue Enrique VI (1421-1471). Hijo del
anterior, no pudo mantener las conquistas de su padre y poco a poco perdió la casi totalidad de los
territorios franceses de la corona inglesa. Tuvo que hacer frente al partido de la Rosa Blanca, formado
por la familia York, que le disputaba el trono. Cayó prisionero de su competidor Eduardo de York, el
cual le confinó en un castillo hasta su muerte, momento en el cual se proclamó rey con el nombre de
Eduardo IV (1441-1483), en 1461. Con él conseguía la Casa de York hacerse con el trono inglés. Su
hijo y sucesor fue Eduardo V (1470-1483), asesinado por su ambicioso tío Ricardo, que ocupó el trono
con el nombre de Ricardo III (1452-1485). Fue el último de los reyes de la Casa de York y con él
acababa también el linaje de los Plantagenet. Perdió el trono en una revuelta dirigida por el duque de
Richmond, que le sustituiría en el trono con el nombre de Enrique VII, con lo que se entronizaba la
Casa Tudor.

Otros miembros de la Casa Plantagenet que no ocuparon la corona fueron: Ricardo de Cornuailles
(1209-1272), el cual fue elegido rey de romanos en 1257; su hijo Enrique de Cornuailles (1235-1271),
uno de los más fieles defensores de Simón de Monfort; Edmundo (1245-1296) el primer miembro de la
Casa Lancaster que adquirió el título de conde; Enrique (1281-1345), hijo del anterior; Edmundo de
Woodstock, conde de Kent (1302-1330), hijo del rey Eduardo I; Juan de Eltham (1316-1336), conde
de Cornuailles, hijo de Eduardo II, fue regente del reino en dos ocasiones y ocupó el cargo de
gobernador de Escocia; Eduardo el Príncipe Negro (1330-1376); Lionel de Amberes (1338-1368),
conde de Ulster, hijo de Eduardo III, fue nombrado virrey de Irlanda y redactó los Estatutos de
Kilkenny; Juan de Gante (1339-1399), hijo de Eduardo III y padre de Enrique IV, participó en la
Guerra de los Cien Años y en la Guerra sucesoria de España (véase Guerra de los Dos Pedros); Tomás
de Woodstock, conde de Buckingham y duque de Glouchester (1356-1397), hijo de Eduardo III,
combatió en Castilla en 1380 y se opuso a su sobrino Ricardo II de Inglaterra, al cual estuvo a punto de
arrebatar el trono; Tomás duque de Clarence (1387-1421), hijo de Enrique IV, nombrado senescal de
Inglaterra y virrey de Irlanda. Su hermano Hunfredo duque de Glouchester (1391-1447) fue corregente
a la muerte de Enrique V, a la subida al trono de Enrique VI, fue encarcelado; Eduardo duque de York
(1416-1460) fue regente de Francia en 1435, entró en guerra con el duque de Somerset, lo que dio
origen a la guerra de las Dos Rosas, por la cual la Casa de York suplantó en el trono a la de Lancaster.
Eduardo (1475-1499), hijo de Jorge, duque de Clarence, fue el último príncipe legítimo de la Casa de
los Plantagenet.

Enrique II, Rey de Inglaterra (1133-1189)


Rey de Inglaterra, hijo de Godofredo Plantagenet, conde de Anjou, y de Matilde, hija de Enrique I,
nacido en 1133 y muerto en 1189. Duque de Normandía en 1150, conde de Anjou al año siguiente y
duque de Aquitania tras su matrimonio con Leonor en 1152, tras la muerte de Esteban le sucedió en el
trono inglés en 1154.

Heredó un país sumido en la anarquía y el descontento social, donde la posición del rey estaba
peligrosamente amenazada por el aumento de poder de la Iglesia y los barones. Procedió entonces, y
de manera fulminante, a restablecer el orden y recuperar el poder de la monarquía sobre sus vasallos;
recobró las plazas que habían sido enajenadas a la corona. Abolió muchos de los títulos concedidos por
su antecesor y creó a su vez algunos nuevos con figuras afines a él, a continuación marchó a Francia
para poner orden y exigir el vasallaje de sus posesiones continentales, a la vez que en 1156 ofrecía el
suyo propio a Luis VII, Rey de Francia como duque de Aquitania. Al año siguiente regresó a
Inglaterra, donde continuó su política de acrecentamiento del poder real, al tiempo que, aprovechando
una revuelta en Escocia, se hizo entregar por el rey los territorios de Cumberland y Northumberland.
Entre tanto en Gales buscó el equilibrio entre los príncipes de este país y los barones de las Marcas, de
origen normando. En los años siguientes mantuvo diversos enfrentamientos con el rey francés de los
cuales no obtuvo ningún beneficio. Regresó a Inglaterra en el año 1163.

LLevó a cabo una intensa labor legislativa y centralizadora del estado, lo que chocó con los intereses
de la Iglesia y los barones. En las Constituciones de Claredon de 1164, recobró su control sobre la
Iglesia, pero esto le enfrentó a Thomas Becket, arzobispo de Canterbury. Roma se negó a reconocer las
concesiones de Claredon, por lo que el rey decidió atacar la figura de su oponente, Becket. Para ello
recurrió a la gestión que éste había realizado anteriormente como canciller del reino. El arzobispo
entonces abandonó Inglaterra, con lo que el rey ocupó Canterbury y expulsó de allí a los partidarios de
éste. Fue entonces a Francia, para aplacar a sus vasallos continentales que se habían sublevado a causa
de las intrigas del rey francés. Al mismo tiempo inició negociaciones con el papado para que se
admitiesen sus pretensiones reformistas.

IMPERIO ANGEVINO

Estados y señoríos gobernados por miembros de la casa francesa de Anjou en la Edad Media. Además
del condado de Anjou (de 909 a 1480, ducado desde 1360), donde tuvieron su origen, gobernaron
conjuntamente un amplio grupo de dominios formado por el ducado de Normandía (1144-principios
del s. XIII), el reino de Inglaterra (dinastía Anjou-Plantagenet, 1154-1339) y el ducado de Bretaña
(1166-1221). Una rama de los Anjou se instaló también en el reino latino de Jerusalén (1131-1205).
Más adelante, desde la segunda mitad del s. XIII, se conformó, de nuevo con Anjou como núcleo, otro
importante conjunto de señoríos: el condado de Provenza (1246-1481), el reino de Nápoles (1226-
1442) y el ducado de Lorena (1431-1473). Por último, una línea angevina desgajada de Nápoles rigió
los reinos centroeuropeos de Hungría (1307-1395) y Polonia (1370-1399).
El imperio angevino anglofrancés y el reino latino de Jerusalén (ss. XII-XIII)

Los primeros angevinos provienen de la región francesa en torno a Angers (al noroeste de Francia, a
ambas orillas del río Loira), en donde se constituyó a principios del s. X (909) el condado de Anjou,
concedido a Fulco I el Rojo. Este condado fue engrandecido de modo que, a mediados del s. XI,
comprendía también los de Maine y Turena. La primera rama de los condes de Anjou se extinguió en
1060, continuada en la de Gâtinais. Uno de los pertenecientes a esta, Fulco V, abdicó en 1129 para
poder ser rey de Jerusalén, a cuyo trono tenía derecho por su matrimonio con Melisenda, hija del
anterior rey de Jerusalén, Balduino II. Así, durante todo lo que restaba del s. XII (exactamente hasta
1205), el más importante reino latino en Tierra Santa (aproximadamente desde el río Jordán, en todo su
recorrido, hasta el mar Mediterráneo) fue gobernado por una rama independiente de los Anjou.

El hijo y sucesor de Fulco V en el condado de Anjou, Godofredo V, fue también duque de Normandía
a partir de 1144 por su matrimonio con Matilde. Esta era hija y heredera del anterior duque (y rey
inglés) Enrique I. El ducado de Normandía era un gran señorío del norte de Francia, en la costa del
Canal de la Mancha, y lindaba por el sur con los dominios angevinos. En 1150, Godofredo V dejó el
ducado normando a su hijo Enrique, el cual, al año siguiente heredó el condado de Anjou a la muerte
de su padre. Además, en 1154 murió Esteban II, el rey de Inglaterra, y siendo Enrique el más
inmediato sucesor fue coronado como Enrique II. Fue el origen de la dinastía Anjou-Plantagenet, que
reinó en Inglaterra durante dos siglos y medio, hasta 1399, incluyendo gran parte de la época de Las
Cruzadas y de la Guerra de los Cien Años contra Francia. Bajo la soberanía teórica de Enrique II
Plantagenet estaban también Gales, Escocia e Irlanda. Su imperio fue completado con el dominio del
ducado de Aquitania en 1152 por su matrimonio este año con la duquesa Leonor, viuda de Luis VII de
Francia, y con la asunción del título de duque de Bretaña por uno de sus hijos, Godofredo II, esposo de
Constanza (hija del duque bretón Conan IV).

Así, sus enormes posesiones abarcaban las islas británicas y toda la mitad occidental de Francia
(aunque en estas como vasallo de los reyes franceses). A la larga, esto último sería causa de duraderos
enfrentamientos con los Capeto. Estos, de hecho, en las primeras décadas del s. XIII, recuperaron la
mayor parte del imperio angevino en Francia (Normandía, Bretaña, Anjou-Maine-Turena y Aquitania),
salvo Gascuña y Bearn

Los Anjou en el Mediterráneo (ss. XIII-XV)


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En el caso del condado de Anjou (sin Maine ni Turena), Luis VIII de Francia lo concedió en 1246 a su
hijo Carlos I. Éste no sólo fue el primero de una nueva casa de condes de Anjou (Capeto-Anjou), sino
que él y sus descendientes gobernaron en distintos momentos de los restantes siglos medievales en
varios señoríos franceses e incluso algunos reinos europeos. El mismo Carlos I de Anjou fue, también
desde 1246, conde de Provenza (en la costa mediterránea francesa, aunque por entonces nominalmente
dentro del Imperio Germánico) por su matrimonio con la condesa Beatriz. En 1266 añadió el reino de
Nápoles (todo el sur de Italia) y de Sicilia, concedido por el papa Urbano II y arrebatado a los
Hohenstaufen. No obstante, en 1282 perdió la isla de Sicilia a favor de Pedro I de Aragón,
manteniendo la parte continental del reino, Nápoles.

Tanto Anjou como Provenza y Nápoles pasaron a la muerte de Carlos I en 1285 a su hijo Carlos II.
Este abdicó como conde de Anjou cinco años después (1290) a favor de su yerno Carlos de Valois
(Carlos III, casado con la hija de aquel, Margarita de Anjou), pero mantuvo Provenza y Nápoles hasta
su fallecimiento en 1309. Ambos dominios pasaron a su hijo Roberto, quedando separados de la rama
angevina gobernante en el condado de Anjou. En el caso de este, la dinastía sólo gobernó hasta 1350,
pues en 1328 el hijo de Carlos III, Felipe, fue coronado rey de Francia (Felipe VI), incorporándose de
nuevo Anjou a Francia. Sin embargo, no mucho después, en 1360, Juan II de Francia (sucesor de su
padre Felipe VI) volvió a otorgarlo, convertido ahora en ducado, a su hijo Luis I (fundador de los
Valois-Anjou).

Provenza y Nápoles pertenecieron a los descendientes de Carlos II hasta 1381, cuando Juana de Anjou
fue depuesta del trono napolitano (no de Provenza). Nápoles pasó entonces a Carlos de Durazzo (un
bisnieto de Carlos II), y de él a sus descendientes. El último fue René el Bueno, que también poseía
Anjou y Provenza, añadidos a su ducado originario de Lorena (de 1431 a 1453). Este ducado fue
angevino hasta 1473, en tanto que Nápoles fue ocupado por la Corona de Aragón en 1480. Provenza,
por otra parte, había pasado en 1382 al hijo adoptivo de Juana, Luis I de Anjou, reuniéndose de nuevo
Anjou y Provenza durante un siglo, hasta 1480. En esta fecha murió el mencionado René el Bueno.
Anjou se incorporó definitivamente a Francia (reinaba Luis XI), mientras que Provenza aún
permaneció autónoma hasta 1482 con el sobrino de René, Carlos de Anjou, conde de Maine,
convirtiéndose así en el último señorío gobernado por un Anjou, de los muchos que había poseído esta
familia en la Edad Media.

Los Anjou en Europa Central (s. XIV)

Asimismo, los Anjou gobernaron en el reino de Hungría (con un territorio que incluía, además de
Hungría, las actuales Eslovaquia, Croacia y partes de Serbia y Rumanía) desde 1307 hasta 1395. En la
primera fecha fue coronado como Carlos I un nieto de Carlos II de Nápoles y Provenza y de María de
Hungría. Esta era hija del rey húngaro anterior, Esteban II, y de este modo la corona recayó en Carlos.
Su hijo Luis I el Grande le sucedió en 1342, quien también ascendió al trono de Polonia (con fronteras
más desplazadas al este que hoy, en torno a los ríos Vístula y Dniester) en 1370 como nieto del rey
polaco Ladislao I.

Luis I no tuvo hijos varones, sino solamente hijas: María fue reina de Hungría desde 1382, pero
depuesta en 1385 fue sustituida por Carlos II de Durazzo (también rey de Nápoles, bisnieto de Carlos
II de Nápoles). Muerto este el año siguiente, María fue repuesta en el trono, pero los Anjou húngaros
se extinguieron con ella: la corona pasó a su muerte en 1395 a la familia de su esposo Segismundo de
Luxemburgo. Polonia había correspondido a la hermana de María, Eduvigis (o Jadwiga), que casó con
Ladislao Jagellón, gran duque de Lituania (enorme principado que incluía la mayoría de las actuales
Bielorrusia y Ucrania y porciones del oeste de Rusia), uniéndose ambos estados (y convirtiéndose en el
de mayor extensión de la Europa del momento) en sus descendientes.

El rey de Francia obligó a Enrique a entrevistarse con el prelado de Canterbury y a que éste volviese a
Inglaterra recuperando su posición anterior. Becket, de vuelta en Canterbury, procedió a la destitución
de los obispos que habían apoyado al rey y éste, profundamente molesto, le hizo ejecutar en la
catedral; era el año 1170. Este acto provocó fuertes protestas, y la excomunión del monarca, por lo que
el rey se vio obligado a realizar pública penitencia. El papado, en una situación muy crítica, fue
incapaz de enajenarse la enemistad del rey, por lo que en 1172 éste fue absuelto. En el intervalo,
Enrique pasó a Irlanda donde recuperó los territorios conquistados unos años antes por Strongbow.

En 1173, el rey de Francia junto con el de Escocia, el conde de Flandes y los hijos de Enrique, atacó al
monarca. Intentaron colocar en el trono a Enrique el Joven, pero la revuelta fue fácilmente sofocada.
Diez años después se sublevaron sus hijos con el apoyo del rey de Francia; esta revuelta fue más difícil
de solucionar que la anterior y sólo la muerte del joven Enrique acabó con las intenciones de los
insurrectos. Una vez más, en 1188 estalló la guerra, y de nuevo el rey de Francia, ahora Felipe
Augusto, se encontraba tras el levantamiento, apoyando esta vez a Ricardo, segundo hijo del rey
inglés. Enrique fue derrotado y tuvo que pedir la paz, en 1189. Murió de pena al enterarse de que su
hijo menor, Juan Sin Tierra formaba parte también de los conjurados. Le sucedió su hijo Ricardo
Corazón de León.

Enrique fue el primer soberano inglés en dominar Gales, Escocia e Irlanda y también el que estableció
las leyes por las cuales se privaba de su poder feudal a la Iglesia y los nobles, lo cual sentaría las bases
para el futuro sistema político inglés.

Las dinastías angevinas

Condes y duques de Anjou

Primera casa de Anjou

Fulco I el Rojo (909-942)


Fulco II (942-960). Hijo
Godofredo I (960-987). Hijo
Fulco III (987-1040). Hijo
Godofredo II (1040-1060). Hijo

Reyes de Inglaterra (dinastía Anjou-Plantagenet)

Enrique II (1154-1189). También duque de Normandía y conde de Anjou. Hijo de Matilde (hija de
Enrique I de Inglaterra) y de Godofredo V de Anjou
Enrique (1170-1183). Corregente. Hijo
Ricardo I Corazón de León (1189-1199). También duque de Normandía y conde de Anjou. Hermano
Juan Sin Tierra (1199-1216). También duque de Normandía y conde de Anjou. Hermano
Enrique III (1216-1272). Hijo
Eduardo I (1272-1307). Hijo
Eduardo II (1307-1327). Hijo
Eduardo III (1327-1377). Hijo
Ricardo II (1377-1399). Nieto. A su muerte, dinastía de Lancaster

Duques angevinos de Bretaña

Godofredo II (1166-1186). Esposo de Constanza (hija de Conan IV, duque de Bretaña) e hijo de
Enrique II de Inglaterra, Normandía y Anjou
Arturo I (1187-1203). Hijo
Alicia (1203-1221). Hermanastra (hija de Constanza y su segundo esposo Guido de Thouars).

Reyes angevinos de Jerusalén


Fulco (1131-1143). Anteriormente conde de Anjou. Esposo de Melisenda, hija del anterior rey de
Jerusalén Balduino II
Melisenda. Hija de Balduino II y esposa de Fulco
Balduino III (1143-1163). Hijo
Amalrico (1163-1174). Hermano
Balduino IV (1174-1185). Hijo
Balduino V (1185-1186). Sobrino (hijo de Sibila, hermana de Balduino IV)
Sibila (1186-1190). Madre
Guido de Lusignan (1186-1192). Segundo esposo de Sibila
Isabel I (1192-1205). Hermano de Sibila
Conrado I de Monferrato (1192). Segundo esposo de Isabel I
Enrique I de Champaña (1192-1197). Tercer esposo de Isabel I
Americ de Lusignan (1197-1205). También rey de Chipre. Cuarto esposo de Isabel I y hermano de
Guido de Lusignan

Condes angevinos de Provenza

Capeto-Anjou

Carlos I (1246-1285). También rey de Nápoles y Sicilia y conde de Anjou. Esposo de la condesa
provenzal Beatriz e hijo de Luis VIII de Francia
Carlos II (1285-1309). También rey de Nápoles y conde de Anjou. Hijo
Roberto (1309-1343). También rey de Nápoles. Hijo
Juana (1343-1382). También reina de Nápoles. Hija.

Valois-Anjou

Luis I (1382-1384). También duque de Anjou. Hijo adoptivo


Luis II (1384-1417). También duque de Anjou. Hijo
Luis III (1417-1434). También duque de Anjou. Hijo
René el Bueno (1434-1480). También rey de Nápoles y duque de Anjou y de Lorena. Hermano
Carlos III de Maine (1480-1482). También conde de Maine. Sobrino. A su muerte, unión con Francia

Reyes angevinos de Nápoles

Carlos I (1266-1285). Con Sicilia hasta 1282. También conde de Anjou y Provenza. Hijo de Luis VIII
de Francia
Carlos II (1285-1309). También conde de Anjou y Provenza. Hijo
Roberto (1309-1343). También conde de Provenza. Hijo
Juana (1343-1381). También condesa de Provenza. Nieta
Carlos III de Durazzo (1381-1386). También rey de Hungría. Bisnieto de Carlos II
Ladislao (1386-1414). Hijo
Juana II (1414-1435). Hermana
René el Bueno (1435-1442). También duque de Anjou y Lorena y conde de Provenza. Hijo adoptivo.
A su muerte, dominio de Aragón

Duques angevinos de Lorena

René I el Bueno (1431-1453). También rey de Nápoles, duque de Anjou y conde de Provenza
Juan II (1453-1470). Hijo
Nicolás (1470-1473). Hijo

Reyes angevinos de Hungría

Carlos I (1307-1342). Bisnieto de Esteban V e hijo de Carlos II de Nápoles


Luis I el Grande (1342-1382). También rey de Polonia. Hijo
María (1382-1385 y 1386-1395). Hija. A su muerte, dinastía Habsburgo
Carlos II de Durazzo. También rey de Nápoles. Bisnieto de Carlos II de Nápoles

Reyes angevinos de Polonia

Luis el Grande (1370-1382). También rey de Hungría. Nieto de Ladislao I e hijo de Carlos I de
Hungría
Eduvigis o Jadwiga (1389-1399). Hija. Unión por matrimonio con el gran ducado de Lituania

Segunda casa de Anjou (Gâtinais)

Godofredo III (1060-1068). Hijo de Ermengarda (hija de Fulco III) y de Godofredo, conde de Gâtinais
Fulco IV (1068-1109). Hermano
Godofredo IV (1103-1106). Hijo
Fulco V (1109-1129). Hermano
Godofredo V (1129-1151). También duque de Normandía Hijo
Enrique (1151-1189). También rey de Inglaterra y duque de Normandía. Hijo. Unión con Inglaterra

Tercera casa de Anjou (Capeto-Anjou)

Carlos I (1246-1285). También rey de Nápoles y Sicilia. Hijo del rey francés Luis VIII
Carlos II (1285-1290). También rey de Nápoles. Hijo
Carlos III de Valois (1290-1325). También conde de Valois y Maine. Esposo de Margarita (hija de
Carlos II) y de Felipe III de Francia
Felipe (1325-1350). También rey de Francia (Felipe VI). Hijo. Unión con Francia

Cuarta casa de Anjou (Valois-Anjou, duques de Anjou)

Luis I (1360-1384). También rey de Nápoles. Hijo de Juan II de Francia


Luis II (1384-1417). Hijo
Luis III (1417-1434). Hijo
René el Bueno (1434-1480). También rey de Nápoles, duque de Lorena y conde de Provenza. Hijo. A
su muerte, unión con Francia

Duques angevinos de Normandía

Godofredo (1144-1150). También conde de Anjou. Esposo de Matilde, hija del conde normando
Enrique I
Enrique II (1150-1189). También rey de Inglaterra y conde de Anjou. Hijo
Ricardo I Corazón de León (1189-1199). También rey de Inglaterra y conde de Anjou. Hijo
Juan Sin Tierra (1199-1202 aproximadamente). También rey de Inglaterra y conde de Anjou.
Hermano. Conquista frances

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