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La balanceaba entre sus rodillas como si fuera una muñeca de trapo.

Retazo de tela quemado,


trozo de carbón sin encender. El clima era templado, pero ella le puso la capucha del saquito
de lana amarillo intenso como para protegerla del más crudo invierno. Mi mirada alternaba
entre los micros que llegaban y partían y ese asiento repleto de coloridas y sucias mantas, de
bolsos raídos, de canastos con un cambalache de objetos, y ellas dos. Madre e hija. Madre en
edad de ser todavía hija. Pelos enmarañados, pegajosos, sucios, y negros. Ropajes
andrajosos, rayados, de tonos fuertes y contrastantes. No podía evitar insultarme por ese
pensamiento de observarlas porque “eran diferentes”. Musitaba interiormente que yo también
soy la diferente. Tengo arraigada mi visión relativista cultural, que lucha y amonesta a esa
sensación con cierta veta discriminatoria (hoy políticamente incorrecta, que pocos manifiestan,
o al menos no lo hacen en un grupo público) de pararnos frente a ese otro que la sociedad
margina. Me pierdo en mis propios pensamientos sobre la cultura y la educación, que
reproduce estos modelos de discriminación, que parte de una historia en la que la Conquista (y,
la Colonización) se festeja. ¿Festejar? ¿12 de octubre, día de la Raza? ¿Encuentro y fusión de
dos culturas? ¿No será mejor expresado en desencuentro y sometimiento?
Es este mi único - por ahora - espacio de reflexión y de resistencia a ciertas ideas aún – y
lamentablemente – tan vigentes.

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