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Se deshoja y se desgaja,

y vuelve a caer.
En un baile ya marchito,

La mancha en la pared

No podía dejar de observarla. Por más que intentara, sus ojos volvían una y otra vez a esa
minúscula mácula que invadía la blancura de la pared recién pintada. Intentaba imaginar en
qué momento y quién había sido responsable de esa tacha. Puesto que ningún otro ser había
ingresado a la habitación en su ausencia, no tenía origen humano. Imaginó moscas,
cucarachas, mosquitos e incluso en arañas con intensos deseos de estrellarse. Pero hasta lo
que sabía de comportamientos suicidas en animales, se daban de manera colectiva y como
forma de preservar la especie. Y sólo había un punto irregular, grisáceo en su interior y con
tonos violáceos en sus bordes. Que se extendían por momentos y se agigantaban por
milésimas. Podía haber kilómetros de albas superficies, y sólo faltaba un milimétrico punto para
romper la armonía, pensó. Los detalles. Salió de la habitación dispuesto a olvidarse del asunto
y descansar su mente. Se arrojó sobre el colchón y fijó su vista en el techo. Áureo. Bajó a las
paredes. Níveas. Indagó subiendo y bajando, arrastrándose, agazapada, por muros y techados.
No podía encontrar un maldito punto. No soportó el desasosiego y saltó de la cama y corrió a
su encuentro. Temeroso de que se hubiera ido en su ausencia.
Pero ahí estaba.
Indeleble.
Inteligible.
Patente.
Como un recordatorio de sus miserias.
Intolerable y deseable.
Ambiguo.
Obsesionante.
Tomó un corrector blanco decidido a terminar con el asunto.
No pudo.
O tal vez, finalmente, no quiso.

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