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Una guinda en la guata

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Cosechar y comprar

Camila se baja de la bicicleta, se limpia el sudor y mira hacia el sol. A esta hora no hay
sombra, así que se acomoda para que le llegue la luz en la cara. De este modo, los
visitantes tienen la luz en la espalda y no tienen que arrugarse para ver a su alrededor.
—Bueno, para empezar, es necesario que hablemos de la historia del vino en Chile. Lo
trajeron los españoles, porque claro, era necesario para la celebración de la misa. Bueno,
al menos eso decían— Los turistas se rieron. Siempre se ríen en esa. Esa es fácil. —
Obviamente, las familias que podían hacer vino eran aquellos que tenían tierras, así que
el vino también significaba tener estatus social. Y la familia Del Solar era una de esas
familias. De hecho, este territorio llegaba hasta el centro de la ciudad, cerca del Palacio
de Gobierno. Pero comenzaron a vender el terreno hasta tener solo este perímetro que
vemos aquí. ¿Ya fueron a ver La Moneda?
—Sí, sí, wonderful. ¡No tiene rejas!
—Sí, ¿verdad? ¡Wonderful! Chicos, antes de tomar nuestras bicicletas de nuevo,
tomense cinco minutos. Este es uno de los mejores lugares para tomar fotos. Y claro,
pueden probar una uva cada uno, ¡pero no más que eso!

—¿Cómo vas, bb?


—Bien, con calor no más. Dos gringos y cinco brasileros.
Me encanta cuando pasa eso
porque los gringos siempre dejan propina
Entonces los brasileros también dejan
porque creen que hay que hacerlo
Tú?
—Aquí

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una vieja culiá tenía como 3 kilos de ropa
y cuando vio la cola para pagar
se enojó y la dejó botá
así que aquí estamos, doblando ropa
—Oh qué lataaaaa
Oye
Quieres que lleve algún vino?
—Obvio, el que querai
Tú eres la que sabe
—Ya.
Besos, te amo
—Yo igual :p

Camila toma el metro desde el sur. Le gusta cuando el tren pasa al lado de la viña
y ve las hileras de parras correr. Después de un rato, cuando el tren se hunde en el túnel,
se mensajea con la Bea para ver si logra entrar al mismo vagón que ella, y así continúan
juntas hasta el final de la línea. Bea entra un vagón más allá, así que camina para
encontrarla.

—Me gusta cuando nos juntamos en el vagón, es como si nuestra relación fuera secreta
y prohibida— la saluda Camila.
—Igual a veces lo es.
—Sí pero, digo secreta como si fuéramos detectives privadas, algo así.
Llegan a una estación grande y el asiento al lado de la Camila se desocupa. Bea
toma asiento, deja su mochila en sus rodillas y dice
—Oye, quebró Heels & Jeans en Estados Unidos. Lo leí recién, mientras me subía al
metro.
—¿Cómo quebró? ¿Y qué va a pasar con la tienda?
—En la tienda no nos han dicho nada, pero si la marca cerró allá, va a cerrar aquí
eventualmente, ¿o no?
—Ni idea. Supongo.

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—Bueno, si pasa, sería un gran incentivo para buscar otra pega.
—Claro, quizás sea algo bueno—dice Camila después de un rato. No sabe bien qué
decir para consolarla— Y tal vez es bueno que una marca quiebre. Puede significar que
el capitalismo esté en decadencia, qué se yo.
—Ay bebé, que fácil decir eso cuando no trabajas en un mall— le dice la Pame mientras
desenreda sus audífonos.

—Una señora entró con el paraguas mojado ¿Está lloviendo?


Qué raro
Cuídate en la bici, besitos

A pesar de ser abril, llovía torrencialmente. Unas cajas de cartón se empapaban


afuera del punto de venta, y mientras Camila las entraba, le pidió ayuda a un sommelier
que pasaba por ahí. Él, impecablemente vestido, le mostró el reloj con cara de lástima y
siguió su camino. A Camila no le importó, de todos modos, ya habían quedado mojadas
y chiclosas. Y era un día complicado, todos corrían para todos lados. Las bicicletas, sin
embargo, quedaron a la intemperie, goteando alineadas como si fueran militares en un
pelotón. La gran mayoría de los turistas estaba en shorts y tuvieron que comprar
cortavientos con el logo de Viña Del Solar. Era un grupo grande, y casi no cabían en los
pasillos de las salas de fermentación. Mientras miraban los altos cielos coloniales y las
tanques de roble, sonó el motor de un camión desde afuera. Como buena guía turística,
Camila aprovechó la ocasión.
—Bueno, definitivamente vinieron a la Viña Del Solar en un día muy especial.
¡Acérquense!— Los turistas empezaron a murmurar mientras se turnaban para ver qué
había afuera, como si fueran niños —Déjenme explicarles y luego podemos hacer una
pausa. Como les comenté anteriormente, lo más importante es la concentración de
azúcar. De hecho es preferible tener menos uvas con mayor concentración, que muchos
ejemplares de uvas aguadas. Y por eso, el momento de la cosecha, the harvest season,
es tan delicado: se debe aprovechar todo el calor del verano para producir el máximo de

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glucosa, pero debe ser antes de las primeras lluvias. Si llueve antes de que las uvas
sean retiradas, tendrá que haber un plan de emergencia como éste. —Mientras hablaba,
un grupo de temporeros bajó del camión. —Así es señores; si esperan a mañana, ¡ya
será muy tarde! Esas uvas ya estarán llenas, hinchadas de agua. Ideal para venderlas
en el supermercado, pero pésimas para hacer vino.
Los extranjeros quedaron extasiados con la experiencia. Algunos le hacían
preguntas a Camila y otros tomaban fotos. Uno de los temporeros posaba con su bandeja
de recolección y con una pierna apoyada en la rueda del vehículo. Al ver esto, dos
extranjeras jóvenes corrieron a sacarse fotos con él, emocionadas por su aventura bajo
la lluvia. A su vez, Camila les tomó una foto con mucho disimulo para envíarsela a la
Bea.

—OMG, bitch under the rain


—Jajaja, qué pesada eres

Nadie en el trabajo lo sabe, pero le gusta ordenar los ganchos. Es tranquilizador


ver cómo sus cabezas van quedando al mismo lado. Incluso cuando una prenda no calza
con el gancho –a una polera que cuelga de un gancho con pinzas, por ejemplo, se le
forman unos hombros cuadrados en miniatura– se toma el tiempo de ir a buscar el tipo
correcto. Sabe que muchos de sus compañeros no hacen eso.
Sin embargo, hoy no puede concentrarse. Llegó una niña que contrataron para
apoyar en las ventas del Día de la Madre. Lo primero que hizo fue cargar su celular y
ocupar el enchufe que está implícitamente designado para la Bea. Después quizo
cambiarle el trabajo de ordenar los ganchos por cambiar las etiquetas con los nuevos
precios. Pero lo más imperdonable fue cambiar la música y poner pop coreano, como si
estuviera en su casa, ordenando su pieza. No lo había pensado hasta entonces, pero
Bea recién descubrió que con los otros dos vendedores se llevaban relativamente bien;
principalmente porque ya son lo suficientemente adultos para saber que si trabajas en
una tienda no puedes poner exactamente la música que quieres. Además, a Bea no le

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gustan los nuevos porque siempre hablan mucho, como para demostrar que su vida es
más que su trabajo.

—Hola
No llegó nadie al recorrido
Ni al punto de venta
Estamos achuntándole a las copas vacías
con corchos
Voy ganando
—Estoy muy orgullosa
—Si, no cierto?

—¿Eso significa que vas a salir temprano?


Si puedes
¿Me pasas a buscar aquí? :3
Se me va a acabar la batería
—Dale
Oye, mira, un dato de pega!
escríbele al Tomás si te interesa

Bea abre el link. Es para ser recepcionista en una empresa turística. Suena
entretenido. Le gustaría trabajar en otro lado, por supuesto. Piensa que extrañaría
ordenar los ganchos, pero eso podría hacerlo en la casa. Levanta la mirada porque un
señor le pregunta por chalecos. Le está comprando un regalo para su esposa en nombre
sus hijos. Cuando esa madre abra el regalo y vea el chaleco, sabrá que fue su marido
quién se lo compró, piensa Bea, mientras lo ve yendo al sector de descuentos. Piensa
en el imán quita-alarmas. Quitar alarmas sí lo echaría de menos, porque no puede
hacerlo en la casa.

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—¿Qué olores sienten ustedes? Excelente, ameixa, morango, amora. Un poco de
madeira, oaky taste.
En el medio de una degustación, se pone a temblar. No es muy fuerte, pero las
copas que cuelgan de un mueble están tan cerca, que empiezan a rozarse las unas a las
otras. El sonido se convierte en un castañeo aterrador, y a los turistas se les desconfigura
la cara mientras miran la salida, al fondo de la bodega subterránea. Camila intenta
mantener la calma, pero la gran mayoría comienza a irse. Unos pocos se quedan
mirando, tomando vino y comiendo queso, tratando de parecer despreocupados.

—Sentiste el temblor?
acaba de terminar
fue suave, pero largo

Bea miró a su alrededor. Había un poquito de fila en los probadores. En caja,


había una adolescente queriendo cambiar una sola chala, ya que accidentalmente
compró un par con diferente talla cada una. El stock de las chalas estaba agotado, así
que se fue, mientras gritaba al aire que nunca más volvería. Así mismo se había
despedido la niña del pop coreano, exhausta, después de un par de semanas trabajando.

—No sentí nada


Y nadie en la tienda, parece.

Desde que se anunció la quiebra y el cierre del local, trabajar en Heels & Jeans
se volvió mucho más entretenido. Los vendedores hicieron una lista de música que
combinara todos sus gustos. David era el encargado de caja, pero parecía el DJ; el
volumen de los parlantes estaba tan alto que los bajos retumbaban y hacían vibrar el
piso flotante. Bea se dio cuenta que ya no tenía sentido ordenar y los mesones se habían
convertido en cerros de ropa. La despreocupación era tanta, que una vez Claudia se
encontró restos de sandwich entre un lote de prendas y no pudo evitar reírse a carcajadas

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mientras le mandaba videos a sus amigos. La empresa habilitó unos canastos porque
los clientes se estaban llevando demasiadas prendas de una sola vez. Ni siquiera
pasaban por el probador, simplemente compraban más de una talla. Los precios estaban
tan baratos que el local se había convertido en un vórtice de ropa, y la gente no se
quejaba ni por el volumen ni por el desorden.
Ese día, Claudia encontró una bolsa llena de cosas.
—Hueonas, a una cliente se le quedaron sus compras de otro lado, miren: una blusa de
seda, unos lentes, aros.
—Dejémoslo ahí, Claudia —dice David— quizás venga a buscarlas más rato.
—Qué buen prójimo que es el David—se ríe Bea— Si es viernes y esa bolsa sigue aquí,
nos repartimos todo. ¿Les parece?
—Dale

—Cami
¿Cuándo vas a pasar por aquí?
Tienes que ver esto
Es una locura

Sabe que va a ser difícil lograr que venga, ella odia meterse en el malls. Sobretodo
en verano y en épocas de descuentos.

—Mira! Me llegó otro dato de pega


Se ve buena igual

—Hola
Estoy saliendo del metro
¿entro?
—No, ya salimos, hace rato
estamos en la placita de al lado

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Trae cervezaaaa

A pesar de haberla visto solo un par de veces, David y Claudia saludan a Camila
eufóricos, como si se conocieran de toda la vida. Claramente, Camila desentona con los
demás, que deben llevar un par de horas tomando y recordando anécdotas sobre los
ganchos, el niño que vendía carcasas de celular afuera de la tienda, los descuentos, los
maniquíes, y la niña del pop coreano que estaba todo el día en el celular. Bea estaba
destruida, echada de espalda en el pasto, con los brazos abiertos como dos alas.
—No puedo creer que nunca nos hayamos tomado una chela juntos en esta placita,
cabros.
—Salud por Heels & Jeans, hueona, el peor trabajo de la tierra— dice Claudia. Los tres
chocan sus latas haciendo un ruido sordo y se ríen nuevamente.
Se fueron todos en el metro y a medida que se iban bajando, se abrazaban y
prometían mantener contacto. Cuando solo quedaban ellas dos, Bea se quedó dormida
sentada y después Camila casi tuvo que arrastrarla hasta el ascensor del edificio.

—Es una mierda trabajar, Cami, no quiero hacerlo nunca más— le dice Bea, mientras
marca cada uno de los pisos en el ascensor.
—Debes encontrar un trabajo que te guste, así vas a tener ganas de hacerlo— dice
Camila, aburrida de tener que repetirlo— Cuánto te apuesto a que no viste la pega que
te mandé hoy.
El ascensor iba parando en cada uno de los pisos, dando espacio a una seguidilla
de silencios incómodos.
—Es que me mandas millones, Cami. Todos los días. Estai más desesperada que yo.
—Solo me preocupo por ti.
—Quieres que yo encuentre un trabajo así, como el tuyo, así no tendríai que escuchar
cómo me quejo, ¿verdad?—intenta bajarse en un piso que no es el suyo. Cami la retiene
con paciencia dentro de la cabina.
—Bea, cómo me dices eso.
—No me hagai caso—antes de seguir hablando, suspira dramáticamente. Siempre lo
hace cuando está borracha y emocional— Voy a echar de menos Heels & Jeans. Ahí me

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pasaste a buscar las primeras veces que salimos juntas. En el estacionamiento del mall
nos dimos nuestro primer beso. Y fue en Heels & Jeans donde empecé a pensar
seriamente que era lesbiana. Además, no sé, al menos sabía como iba a ser mi día.

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Una guinda en la guata

Jueves 12 de diciembre. Ocho y media de la mañana. La Diseñadora entra a la oficina


con varias bolsas. En una lleva el queso del sur que vende su mamá. Trajo casi tres kilos,
porque todas en la oficina quieren. En otra bolsa lleva los chalecos del Simón y la Anita.
Los últimos días de colegio ya son muy calurosos, así que le pasan los chalecos cuando
los va a dejar a la puerta. En la tercera bolsa viene una lonchera de Spiderman que antes
era de Simón. La abre y saca su fruta con avena. Prepara harto café para que alcance
para todas. Se hace su bol con fruta y se sienta frente al computador. Ama a sus hijos,
pero le encanta desayunar en silencio.

Ocho cuarenta y ocho. Entra la Encargada de Prensa. Es relativamente nueva en


la oficina, así que es entusiasta; antes de servirse café o siquiera acomodarse, responde
los primeros mails. A pesar de llevar cuatro meses, todavía no se acostumbra al placer
inmenso de escribir los correos en plural femenino: Quedamos atentas, lo que nosotras
buscamos, estamos principalmente enfocadas en. Saca de su mochila los calendarios
del año que viene y deja uno en cada escritorio. A cada puesto le anota el precio que
deben reembolsarle en un post-it, pero le dibuja corazoncitos, para que no digan que la
niña nueva es seria.

Nueve y cinco. Entra la Informática. No se quita sus enormes audífonos de la


cabeza ni su bolso hasta que tiene una taza de café en la mano. En una bolsa de tela
trae una tablet. En una bolsa de plástico trae guindas.
—Quedó arreglada, había que abrirla y limpiarla por dentro, no más— le dice a la
Diseñadora mientras le pasa la tablet.
—Muchas gracias, el Simón va a estar muy contento.

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—Y si en vez de pagarme por el arreglo, ¿me pagas con mi porción de queso
mantecoso?
—¿Segura?
—Sí, si no me demoré nada.
—Bueno, hecho. —Se dan la mano, aparentando formalidad.
—Un gusto hacer negocios con usted.
—No, con usted.
—No, con usted— Una se ríe con más ganas que la otra; se nota a quién ya le hizo efecto
el café.— Oigan chiquillas, voy a dejar estas guindas en la cocina. Para que saquen
todas las que quieran, las compré en oferta y son miles, en la casa se me iban a podrir.

Nueve y veinti-tres. Entra la Coordinadora. Pasa a su oficina personal y deja su


cartera. Se hace una taza con mucha más leche que café. Piensa en sacar una guinda,
pero no lo hace. Pasa por la oficina general donde están todas. Las saluda. Comentan
el caso de un cura pedófilo. Les cuenta que el aceite de marihuana que compró está
bastante bueno y que compró varios por si alguien necesita. La de Prensa dice que le
interesa, que a su abuela le duelen mucho los huesos. La Coordinadora pregunta si
puede sacar guindas. Le responden que sí mientras vuelven a sus trabajos. Piensa que
es muy curioso: no fue a propósito, pero de a poco se dejaron de contratar hombres.

Nueve cuarenta y dos. Llega la Directora y la Asistente. La Directora saluda rápido


y va directo al café, porque debe irse a una reunión pronto. La Asistente saluda rápido y
va directo a la impresora, porque la Directora debe irse a una reunión pronto. La
impresora se prende y balbucea. Imprime documentos en cola desde el día anterior. El
papel se atasca y salen unas facturas con las letras y los números alargados, como si
estuvieran derretidos. Hay una O que se estiró casi toda la página. Lo que hubiera
pintado Dalí si hubiese pisado una oficina, piensa, pero logra no distraerse, y vuelve
rápidamente a su puesto para volver a enviar el archivo. La Directora viene a buscar la
planilla justo cuando termina de imprimirse, se asoma para decir chao y sale.

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Diez y cuarto. La de Prensa recibe una llamada. Sus exámenes están listos para
que pueda ir a buscarlos. Busca en la página del centro médico si está disponible la
ginecóloga que la atendió la otra vez.

Diez y cuarenta y tres. Suena el teléfono de la Informática.


—¿Quién es? Qué pasó. Qué pasó. No te entiendo, ¿de dónde me estás llamando? —
Camina hacia la cocina para no molestar a las demás. Manosea las guindas mientras
escucha a su hermana:
—Me robaron, o sea, me asaltaron, no sé bien, pero ahora estoy bien, estoy bien, estoy
cerca de tu pega, ¿podrías bajar en un rato? Yo te aviso.

Once en punto. La Diseñadora come guindas mientras ve videos de yoga. Hay


una niña en su clase que puede hacer el kapotasana con tanta facilidad que le da rabia.
Juraría que incluso una vez lo hizo mientras bostezaba; pegó un suspiro y se dobló hacia
atrás haciendo ese triángulo perfecto. La Diseñadora se siente obsoleta; no sabe si algún
día podrá lograr el kapotasana. Entre tanta envidia y distracción se traga la pepa de una
guinda. Intenta hacerla volver con su garganta, pero hace un ruido gutural y la de Prensa
la viene a socorrer. Para no ser un problema, relaja la garganta y deja que la pepa caiga.
—Estoy bien, estoy bien, debe ser alergia, no más. — De todos modos, la de Prensa
sabe que fue una pepa. Ella también se tragó una hace un rato.

Once y cinco. La Asistente recuerda las facturas derretidas y vuelve timidamente


a la impresora para rescatarlas. Cuando vuelve a su escritorio, abre uno de los
archivadores que está etiquetado con la palabra Expo. Dentro de ella hay más fotocopias
mal hechas. A la factura con la O estirada le pega un post-it para titularla Bostezo de
Lunes. Se imagina esas obras de arte enmarcadas en alguna galería. También piensa
en enmarcarlas y venderlas por Instagram, como hace una ex compañera de colegio.

Once y diez. La Informática compra dos capuccino en la esquina y le pasa uno a


su hermana.

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—Estaba en el metro yendo a la u, estaba lleno de gente, y me sentí mareada, o no
estaba segura si realmente me sentía mareada hasta que me bajé en la estación, aquí
mismo. Me costaba caminar, no veía nada, recorrí el andén de memoria, tratando de
alejarme de las vías del tren y de no chocar con nadie. Cuando me sentí menos rodeada
de gente traté de ver, pero solo vi el suelo a kilómetros mío. De ahí no sé que pasó.
Después desperté en esas sillas rojas de la zona wi-fi. Sola. No tenía ni mi bolso ni mi
biletera ni mi teléfono. Ahí me acordé de haber estado en un cajero automático. La gente
pasaba como si nada. Le dije a un guardia si había visto algo en el cajero. Me drogaron,
le dije. El guardia no me dijo histérica, pero lo pensó, se lo ví en la cara. Me dijo que
quizás tuve un ataque de pánico porque me robaron el celular, que si quiere me iba a
buscar agua. Me fui enojada. Después lloré en la calle. Quería irme a la casa, pero está
la mamá y se va a morir cuando le cuente. Y tendría que haberme tomado el metro de
nuevo. Estaba tan cerca de aquí. Debo haber estado drogada como cuarenta minutos, y
no sé que pasó.
Revisan su cuenta de banco en el celular de la Informática. Se toman su
cappuccino en silencio, apoyadas la una en la otra.
—Te voy a pedir un taxi a la casa— dice finalmente la Informática— Voy a llamar a la
mamá. No seas tonta, tienes que contarle, si no hiciste nada malo. Después de la pega
te paso a ver.

Once y cuarto. La ginecóloga que atendió a la de Prensa la otra vez solo está
disponible después de las nueve y media. O pide horas extra, o va con un ginecólogo.
Hay algunos que pueden a las siete u ocho de la mañana. Piensa que claro, a esa hora
las mujeres están dándole desayuno a los hijos, o vistiéndolos, o llevándolos al colegio.
Quién sabe. Decide ir con uno de los ginecólogos hombres. Los busca en internet uno
por uno. Dos de ellos estudiaron en una universidad privada. Uno de ellos estudió en una
universidad tradicional. Pide hora con el doctor de la universidad tradicional a las siete
de la mañana. Al llegarle el correo de confirmación, piensa en lo injusta que fue con sus
pensamientos, porque era su papá, y no su mamá, quien la iba a dejar al colegio.

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Once y cuarto. La Informática mira casos parecidos al de su hermana en internet.
Se me durmieron las piernas, las palmas de las manos, y sentía mi cuerpo muy inestable;
sentí la respiración muy agitada, no pude enfocar bien la vista, lo de al lado era borroso,
decía una nota, y al final, como recomendación; afirman que es importante no circular
solos, y no perder la vista del vaso del que está bebiendo o no aceptar ofrecimientos de
extraños. Más rato, deja de mirar los testimonios para buscar teléfonos reacondicionados
para su hermana. Vienen de China y en un paquete cerrado, como si nunca hubiesen
sido usados; si se lo regala, jamás se va a dar cuenta que no es un celular nuevo. Una
vez que lo compra en tres cuotas, vuelve al artículo anterior: es importante no circular
solos. Se pregunta por qué, solo por esta vez, no pudieron escribir solas en vez de solos.

Una y cuarto de la tarde.


—Hola suegra, como está, como le fue con los niños— dice la Diseñadora, mientras le
pone los ojos en blanco a la de Prensa. La de Prensa se ríe silenciosamente. —No,
salen a las una, no a las cuatro, sí, es que es la última semana de colegio entonces–, sí,
estoy segura de haberle dicho. ¿Y no hay ninguna posibilidad de que pase a buscarlos
ahora?, okey, no se preocupe, me las arreglo, chao. —Corta, suspira, y vuelve a marcar.
—Hola, ¿cómo estay? La mamá del Simón, ah, vas llegando al colegio, ¿te puedo pedir
un favor? Sí, eso, porfa, yo paso a buscarlos, si es aquí al lado, perdona, es que mi
suegra, ah, estás manejando, perfecto, ahí hablamos, gracias, chao.

Dos de la tarde.
—Les traigo unos lápices y se quedan un rato dibujando aquí, ¿ya? Sí, está arreglada la
tablet, pero compártanla, no quiero que se peleen, digan hola, los están saludando.
Oigan y hay guindas en la cocina, pero Simón, porfa fíjate que la Anita no se trague las
pepas. Ya, mi amor, deja que tu hermano te cuide, ¿sabes qué pasa si te comes una
pepa, verdad? Eso mismo. Ya, a las cuatro va a pasar la abuela y se van a tomar un
helado.

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Miércoles 18 de diciembre. Ocho cincuenta. La de Prensa aprovecha que es la
primera en llegar para volver a mirar su examen: Probable lesión instraepiteliai escamosa
de alto grado (posible displasia). NIE III. Se debe completar estudio. Debe agendar una
biopsia y una colposcopía, pero antes, debe extender la cobertura de su isapre; por
suerte la sucursal queda cerca y puede pasar en la hora de almuerzo. Busca en internet:
Cáncer Cervicouterino, busca tu medicamento, Si la displasia es grave (NIC II o III), es
posible que el médico recomiende tratamiento, como cirugía u otros procedimientos, para
extraer las células anormales. Se acuerda de las indicaciones que le dio el ginecólogo:
nada de hacer cochinadas después de la biopsia, me oyó, por más que tenga ganas. Le
da un escalofrío.

Once y diez. La Asistente ingresa al correo de Preguntas Frecuentes. Hace tiempo


que no lo revisa y se debe estar rebalsando. Es el correo que más odia, porque el sistema
es muy antiguo y no filtra los spam. Para matar el tiempo, abre un documento nuevo y
anota todos los títulos: This is crazy Instagram madness, alarmas verisure, Venta e
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Secretos de la humanidad.

Once y cuarto. La Coordinadora ha visto que todas andan muy distraídas


ultimamente. Le gustaría que la Directora estuviera aquí para comentárselo, pero
siempre anda en reuniones o entrevistas.

Once cincuenta. Mientras come guindas y espera que hierva el agua para hacerse
un té, la Asistente hace click en el testimonio de burundanga que la Informática compartió
en sus redes. Le pone Me gusta y lo comparte. No se atreve a hablarle mucho en la

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oficina, siente que siempre está muy concentrada y absorta con sus enormes audífonos,
pero le escribe un mensaje: Qué terrible, mándale saludos a tu hermana. Yo conozco a
una niña que vende gas pimienta, ¿te gustaría comprar? En cosa de minutos, la
Informática se acerca a la cocina.
—Estoy sentada a tres puestos de ti, ¿y me mandas un mensaje? —le dice, riendo.
—Era para que lo miraras cuando tuvieras tiempo— responde la Asistente, poco
convencida.
—Sí, claro. Mi hermana dice lo mismo. ¡Tan vergonzosa que es esta juventud!
—¿Te anoto con gas pimienta, o no?
—Sí, porfa. Cómprame cuatro. No, cinco.

Tres y diez de la tarde. En el centro médico con convenio, que cuenta con los
implementos para la biopsia y la colposcopía, solo hay un doctor disponible. Solo tiene
horas a las doce y una de la tarde. La de Prensa tendrá que pedir horas extra:
seguramente no podrá pedirse esa tarde que tenía planeada antes de Navidad. Se
acuerda que todavía no compra los regalos de Navidad. Busca al doctor en internet y
sale que nació el 1940. Es un hombre mayor. La edad no tiene nada que ver con ser un
asqueroso, piensa para sí misma. Piensa que el doctor Osorio le va a meter una cámara
en el útero. Se imagina que pilla una pepa de guinda. Eso tengo, una guinda en la guata.
Una guinda en el útero. El útero cree que todo es un feto. O un zigoto, como se llame.
Ese es el tema, cree que todo es una guagua, por eso los hace crecer. Alimenta lo que
sea, lo que ande por ahí. Puede ser un tumor y el útero lo va a invitar a pasar y le va a
hacer un tecito y le va a hacer un queque para que se sienta bienvenido.

Tres y treinta y cinco de la tarde. La Asistente pone de fondo de pantalla la foto


de un pasillo del Museo de Artes Latinoamericanas que tomó hace unas semanas. Es un
pasillo magnífico, de paredes blancas, con cuadros a ambos costados. Ordena los íconos
en el escritorio del computador para que no tapen las obras de la foto. Se da cuenta de
que los íconos parecen cuadros en la foto. Se detiene a mirar su creación y piensa Obvio
que a nadie se le ha ocurrido esto antes. Ordena todos los íconos. Saca un pantallazo
de su creación y la imprime en una hoja entera, que casi se deshace por toda la tinta que

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tiene. La acuesta y la sopla con mucha gentileza. Después de unos minutos, le pega un
post-it que dice Exponiendo la vida, y guarda el documento en su carpeta, donde está su
obra Bostezo de Lunes.

Cuatro en punto. La Coordinadora se acerca a la oficina general y les pregunta


cómo han estado ultimamente. La Informática cuenta lo que le pasó a su hermana y la
Asistente les ofrece a todas gas pimienta. Todas compran al menos uno.

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Niño-palta

Empezaron a decirle así cuando llegó una temporada de Los Aromos a vender paltas
con su papá. En ese tiempo, un joven futbolista nortino fue apodado el niño-maravilla
apenas firmó contrato fuera del país, y a los vecinos de la villa les pareció divertido tener
su propio personaje: el niño-palta. Con el pasar de los años el niño-maravilla llegó a las
ligas europeas y pasó a ser llamado por su nombre. Mientras tanto, el niño-palta también
creció; dejó la región costera, se instaló en la capital de forma definitiva y se dejó la barba
tipo Fidel Castro. Aun así, nadie pudo llamarlo por su nombre. Algunos trataron, pero
niño-palta sonaba demasiado bien para acostumbrarse a otra cosa; y a él le dejó de
importar eventualmente. De alguna manera, le gustaba. Ahora hasta los adolescentes
quedaban de juntarse donde el niño-palta, afuera del súper.
Una tarde de diciembre, el niño-palta estaba con su cajón, fumando en el lugar de
siempre, cuando se le acercó una de sus clientas, compró una malla, y al alejarse dijo
—Con lo complicado que ha estado la cosa, es un milagro que hayan salido estas, ¿no?
Hay que aprovechar.
En ese momento, se dio cuenta; Los Aromos estaba apareciendo en todas las
noticias por la sequía, ¿cómo no se le había ocurrido aprovecharse de eso? Quizás debía
hacer un cartel llamativo. Mientras seguía ahí parado, anotó algunas posibilidades en su
celular:
Directo desde Los Aromos,
el templo de la palta.
Vendo sobrevivientes del
lugar del crimen, Los Aromos.
Paltas revolucionarias que
nacen a pesar de todo
Vendo el milagro verde de

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en medio de este desierto
que empieza en Atacama,
pero que está arrastrándose
de a poquito hacia el sur y
ganando terreno sin que nadie
se entere.
Leyó sus ideas. No tenía ningún sentido, nadie iba a leer algo así saliendo del
súper. Menos en la feria. Fue borrando letra por letra, pero se arrepintió; tal vez no servía
para un cartel, pero sí para un poema.

Las mañanas son más agitadas porque toca ponerse en la feria. Ahora entona
Rica la palta de Los Aromos, y es un éxito, muchos se acercan y compran. Los que no
compran tampoco quedan indiferentes; murmuran Los Aromos para sus adentros. De
vez en cuando se le acerca don Carlos, el presidente de la junta de vecinos, que siempre
tiene algo que decir sobre cualquier acontecer nacional:
—Qué decís tú, ¿será verdad? porque
esos pueden inventar cualquier cosa,
creen que uno es idiota
yo no soy experto, pero algo he
estado leyendo
te voy a dejar el dato, ¿tenís dónde
anotar?
pero cárcel en serio, no esa firma
quincenal con la que se arreglan
Pero el río Aconcagua sí cuenta con
recursos hídricos, las aguas “arribas”
que le dicen,
pregúntale a tu papá, niño palta, él
te apuesto a que sabe

20
Cualquier cosa me preguntai no
más, ¿ya?
Además está la otra cuesta, la de
atrás, ahí también quieren instalar un
generador
yo no me ando con cuentos tú sabís
eso

Al niño-palta le cae bien. Siempre le compra, y como es medio famoso, la gente se queda
mirando; es la mejor publicidad.

La dentista llevaba una semana viviendo cerca de la villa cuando fue a la feria. El
niño-palta asumió que esa joven era nueva en el barrio porque nunca la había visto. La
recordaría. Ella se acercó mientras coreaba con él Rica la palta de Los Aromos y sacaba
su billetera. Pagó dos mil y se inclinó a toquetear las mallas para ver cuáles seleccionaría.
Las paltas eran pequeñas, alargadas, de piel verde-oscura y lisa. Él agachó la mirada
para ver cómo sus manos recorrían los cajones; se veían suaves y lisas. Las uñas muy
cuidadas y limpias, pero también un poco largas y puntiagudas. De pronto, su pregunta
le hizo levantar la vista.
—¿Cómo se llaman los que son de Los Aromos?
—Aromense— respondió. La letra e le provocó una leve sonrisa, y la dentista pudo ver
sus dientes manchados asomándose entre sus labios partidos.
—Qué ricas se ven. Así eran todas las paltas antes, cuando eramos chicos. ¿No? Bueno,
así las recuerdo yo.
Metió su compra en su bolsa, le dirigió una última mirada al niño-palta y se fue.
Se llevó la imagen de sus dientes manchados hasta su departamento. Tenía que dejar
de fijarse tanto en la boca de la gente. De todos modos, no era la peor dentadura que
había visto. Se acordó de Alejandro; tenía las encías tan infladas que mientras
conversaban acurrucados en la cama solo podía pensar en pinchárselas con un alfiler,

21
para que explotaran como un globo de sangre. Lo del niño-palta era un detalle, una
amelogénesis imperfecta muy inicial.

Justo cuando la dentista ya se había acostumbrado a comprarle, el niño-palta


desapareció las últimas semanas de diciembre. Seguramente había partido a su pueblo
para pasar el año nuevo. Lo echó de menos cuando fue al supermercado; allí las paltas
eran redondas como una naranja, de piel negra y rugosa. Además, llena de stickers: un
sticker con el tipo de palta, otro con el nombre de la distribuidora, y otro donde se indica
su madurez: Para consumir en 1-2 días o Para consumir en 3-4 días. Recordó cuando
era niña y vio por primera vez una palta así de grande. La gente hablaba de este tipo
como si fuera una fruta completamente diferente: La estación de cosecha de estas paltas
dura mucho más, Se va a exportar como loca, Vamos a vivir de esto, Vamos a exportar
cobre y palta.
A principios de enero se cruzaron cerca del metro. Ella estaba sentada y él
caminando hacia la boletería. Mientras él se acercaba a la vecina le costó reconocerlo y
se percató que los encuentros siempre habían sido al revés: el siempre de pie, con su
cajón, y ella en movimiento. El niño-palta le dijo que no había tenido suerte, que los
encargos y viajes a Los Aromos eran cada vez más tristes, pero ella insistió que no se
complicara, y que si no era molestia, podía llamarla cuando tuviera o incluso podía ir a
dejárselas a su departamento.
—Porque tú vivís por aquí o no, o me vay a decir que vivís en Los Aromos, hombre-palta.
La siguiente tarde, el niño-palta pasó por su departamento. Se soprendió al darse
cuenta que era en las torres nuevas, no en la villa misma como él suponía. De hecho,
era un complejo de edificios grande, con conserje, gimnasio, piscina, estacionamientos
y una pileta en el patio de entrada. Metió las manos en el agua de la pileta y se las pasó
por la cara; lo invadió una sensación refrescante con olor a cloro. La dentista lo recibió
agradecida, dejó las paltas en la cocina y lo invitó a pasar a su pieza, porque quería
mostrarle su experimento. En el marco de la ventana de su pieza había un vaso con
agua, y encima de él, un cuesco de palta sujeto por cuatro mondadientes. El agua solo
cubría la mitad del cuesco. Era como una pequeña nave espacial que se descascaraba
lentamente al sol; como si el cuesco estuviera dándose un baño de tina. Ella se rio de sí

22
misma e iba a empezar a dar explicaciones, pero él la agarró por la espalda y empezó a
besarle el cuello. Cuando se separaron la mañana siguiente, ella quiso pagarle las paltas,
pero él se negó rotundamente.
Y así fue pasando el verano. El niño-palta pasaba dos o incluso tres veces a la
semana por su departamento, justo a la hora en que se asomaba el frescor de la noche
y el calor se hacía más soportable. A veces llevaba paltas, a veces no. Tiraban al lado
del cuesco que germinaba, que ahora llamaban el Alien, y después se quedaban
conversando o tomando cerveza. Él encendía un cigarro y ella le contaba su próxima
compra para el departamento, que aún no estaba completamente amoblado. En las
mañanas, la vecina salía de la ducha y se echaba crema en la cara mientras hablaba, y
después le echaba a él en la frente, en la pequeña zona de los pómulos que dejaba
descubierta su barba y en sus labios deshidratados, dejando rastros blancos de crema
en el borde de su bigote. Él cerraba los ojos y disfrutaba de este nuevo ritual. En general,
ella era la que hablaba, él solo contemplaba sus gestos y rutinas. Siempre salía a trabajar
tan pulcra, tan perfecta, con su piel suave y sus uñas impecables.

—¿Cómo hace tanto calor a esta hora?


Me transpiran los párpados ¿a tí no?
Como no, con esa mata de pelo que
tenís y esa barba. ¿No te dan ganas
de afeitarte?
—La verdad, no
—¿Tienes como una cicatriz o algo
que te la dejas tan espesa?

—Mira
—¡Cepillos interdentales!
—Sí po, para cuidarme
—Ya pero no tienes para que comprar,

23
yo te traigo de la consulta, hacemos
trueque con las paltas.

—Oye ¿cuándo me vas a mostrar tus


poemas?
—Te los dejo, pero leélos cuando estés
sola

—¿Será verdad lo que dice Don


Carlos? Me gustaría ser parte de la
junta de vecinos.

—Deberías venir donde trabajo, te


puedo mirar si quieres.
—Ya po, ahí vemos
—Y después podemos salir a almorzar
o algo así

—¿Te fijaste como ha avanzado el


Alien?
—Sí, que bacán
—Le salió el tallo por abajo
—Cuando el tallo tope el fondo del
vaso, cómprate una maceta bien grande,
y echa al Alien con tierra, pero no tan
profundo.
—Ojalá me resulte. Soy pésima con las
plantas. La última que maté fue porque
la regué mucho. Un día llegué y había
un charco debajo de su macetero.
Era como si se hubiera meado encima.

24
De ahí se puso azul y se pudrió. Vi en
internet que el palto necesita mucha
agua, así que ahí no me puedo
equivocar. ¿Cierto?

Pero de un día para otro, el niño-palta dejó de venir. Cuando pasaron tres
semanas, la vecina se volvió a tentar con las paltas gordas y llenas de stickers. Eran de
carne compacta y cremosa, pero extrañaba las pequeñas aromenses, incluso echaba de
menos cómo las hilachas se quedaban entremedio de sus dientes. No había querido
enviarle ningún mensaje al niño palta y menos llamarlo, hasta que ordenando el
departamento encontró uno de sus poemas. Tomó su celular y le envió un mensaje de
voz, y después otro, y después otro. A medida que pasaban los días, una gran columna
se iba formando en el chat:

(39 segundos) Hola, ¿cómo estás?


tanto tiempo ¿andas en los
Aromos? Me encontré con tu
poema y me acordé de ti:
Milagro verde / alza la mano /
en medio del desierto /
en medio de las grietas.
Es lindo. Me gusta.

(51 segundos) Cacha que nos vinimos


a la playa con unas amigas,
para aprovechar antes que
empiece a hacer frío, o sea, ya
vamos de vuelta, y estoy en
una bencinera comiéndome

25
un completo con palta, esa
que viene en dispensador
como la mayo y el ketchup,
debe ser como uno por ciento
palta y el resto agua, ¿o no?

(0.23) Don Carlos me vio


entrando a mi edificio y siento
que ahora le caigo mal, debió
pensar que vivo en la villa. Así
que parece que ya no quiero ir
a las junta de vecinos.

(17 segundos) ¡Voy en camino a


comprar la maceta para el Alien!
Estoy muy contenta. ¿Tú cómo
estás? En las noticias no apareció
más Los Aromos, ¿están mejor?
Aquí te estamos esperando,
con el Alien.

(1 minuto 23 segundos) Ahora ni


las paltas del super están
buenas, están durísimas. Igual
la otra vez compré y se
ablandaron en una semana.
Tienes razón, es cosa de tener
paciencia. Usé la técnica que
me enseñaste; antes de cortarlas,
les saco el botoncito. Solo si el
hoyito se ve amarillo o café, la

26
corto. Las con hoyito verde las
dejo para más adelante. ¡Es muy
buena técnica!

Solo le quedaba una palta sin comer, pero su orificio seguía verde. Esperó varios
días pero no hubo caso; aunque no la veía por dentro, sentía su carne verde y dura. De
pronto se encontró a sí misma mirándola disimuladamente en la cocina, como si la
estuviera vigilando. A veces la tocaba casualmente, camino al refrigerador, con
insinuación. Otras veces llegaba a la casa ansiosa, así que agarraba la palta y le hacía
cariño. La frotaba como si fuera una lámpara mágica.
Uno de los últimos días de marzo se puso a llover. Quiso enviarle otro mensaje de
voz, pero pensó que quizás ya era demasiado. Debe estar muy contento, se decía
mientras volvía del trabajo, y de pronto, saliendo del metro lo vio: estaba refugiándose
del agua en el techo de la boletería con un par de amigos, y uno de ellos era una niña
muy linda. Entre todos murmuraban y levantaban la cabeza para admirar la lluvia. El
niño-palta andaba con otra pinta, la barba intacta pero el pelo corto. Quizás ya no vende
paltas, quizás por eso no viene, quizás tiene pero igual no viene, cómo se llamará ahora,
cómo se llama ahora que ya no vende paltas, como le dirá la gente, niño-qué.
Siguió su camino de brazos cruzados. La lluvia le entraba por el cuello. La entrada
de su edificio estaba inundada porque nadie había apagado la pileta, que seguía
disparando chorros de agua al cielo. No distinguió ningún lugar seco así que avanzó y
dejó que se empaparan sus zapatillas de lona. Llegó a su departamento, moría de
hambre y no tenía nada, salvo la palta dura, allí, esperándola, destacando por sobre un
par de ciruelas podridas. Ahí, impertérrita e inmortal. La agarra y la corta en dos aunque
está completamente dura, recorre todo su perímetro por la mitad. Las mitades, aunque
recortadas, siguen muy pegadas. Se ayuda con el cuchillo de nuevo, hace palanca, lo
logra, intenta recortar el contorno del cuesco con un cuchillo para poder extraerlo, pero
termina arrancándolo con su mano. El cuesco se resbala, seco pero aceitoso, casi le
pega en el ojo, pero no, hace una curva perfecta en el aire y cae en el suelo, agarra una
cuchara e intenta sacar la carne verde, echa en el plato míseros pedazos de palta
tajeada. No le importa, ya da lo mismo, no quiere verme no más. Cree finalizada la

27
operación porque ya no hay más corteza que extraer. Bota la piel con carne verde
adherida. Intenta moler las lonjas de palta pero se resbalan pedazos hacia los lados. Los
recoge de la mesa o del suelo si es necesario y vuelve a intentarlo. Finalmente decide
echarle sal y comerse lonja por lonja, con cuchillo y tenedor.

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La Comandante Tamara estudió aquí

Mientras la Javi hacía pipí en el baño del colegio y apretaba los muslos para no tocar la
taza, levantó la mirada y leyó en la puerta La Comandante Tamara estudió aquí. El
rayado era agresivo. No era con plumón, sino tallado con un compás o con una regla
metálica. Sin duda, un rayado distinto a tantas promesas de amor y dibujos obsenos. Se
lo mostró a la Luci, que la esperaba afuera, mirándose al espejo.
Eran amigas hace un año. Antes de eso, solo se conocían de lejos. Durante quinto
y sexto básico, sus compañeros le hacían la vida imposible a la Luci porque siempre le
transpiraban las axilas; estuviera o no estuviera haciendo deporte, hiciera o no hiciera
calor. Ella intentaba disimularlo con bufandas o chalecos, pero los niños se le acercaban
y le levantaban los brazos a la fuerza mientras decían Ya po, muestra tu sopa. Después
le tocaban la transpiración con el dedo índice y salían corriendo haciendo muecas de
asco. La Javi miraba todo esto y pensaba que no podía juntarse con ella; todo el mundo
sabe que el bullying es contagioso.
Fue recién en séptimo básico cuando, un día, la Luci y su mamá iban saliendo del
colegio y vieron a la Javi caminando sola. Se saludaron y la mamá insistió en ir a dejarla
a su casa, porque había escuchado en una reunión de apoderados que su familia era
algo disfuncional. Cuando se subieron al auto, la Luci sintió un exquisito olor a lavanda,
y envidió profundamente a su compañera. Todavía olía a guagua, a niña; y ella hace un
par de años que olía a antitranspirante. Intentó ignorarla, pero ambas se sabían todas
las canciones de la radio: al principio cada una tarareaba mirando su ventana, y después,
se tomaban turnos como en un karaoke.
Ahora están en octavo básico, y van en busca de la tercera del grupo. La Rocío
está apoyada en una banca del patio, aburrida, escuchando a un compañero que es una
cabeza más bajo que ella y que tiene un insípido bigote adolescente. Insiste en que vayan
a fumar a no sé dónde. Es el mismo compañero que se reía de la transpiración de la
Luci, pero que ahora la ve llegar y no puede dejar de mirarle sus enormes tetas. Se queda

29
tanto rato que incluso la Luci se las observa a sí misma. Las otras dos lo miran hasta que
se retira, y luego la Javi le cuenta a la Rocío el rayón que vio.
—¿Comandante?
—Suena a guerra— responde la Javi, emocionada por el tema.
—¿Y cuándo ha ido Chile a la guerra, hueona?
—Ay, no sé po, la Guerra del Pacífico, qué se yo.
—Debe ser algo de la dictadura, sí o sí. Cómo va a ser algo de la Guerra del
Pacífico, nadie rayaría eso en el baño. Qué fome.— Le dice la Rocío. Es la menor de su
familia, así que es mucho más adulta para ciertos temas. Explicar cosas de grandes
siempre ha sido su rol: por ejemplo, ella supo mucho antes que las demás lo que
significaba andar con caña y ser virgen.
—Pucha, es que si tuviéramos nuestros celulares— dice la Luci, todavía
acomodándose el sostén.
—Oigan, ¿no quieren venirse a mi casa?— dice la Javi. —Estoy sola y podemos
pedir lo que queramos para comer.

Al final de la jornada escolar, van a buscar sus celulares en inspectoría y toman


un taxi. La casa de la Javi es enorme y luminosa. Entre los ventanales retumban las risas
de las tres. Como la Luci solo ha ido un par de veces, deambula con respeto, pero la
Rocío conoce la casa hace mucho tiempo, así que toquetea todo: Mira, Luci, este libro
tiene como una ilusión óptica, échate para atrás
y vay a ver la figura; Esta pintura es de Irán o de algún lugar así, Cacha, una guitarra
acústica, otra eléctrica y un micrófono, Los palos de la mesa de pool pesan harto igual,
yo cuando chica no me los podía, toma, agárralo; Cacha, hueona, siempre hay miles
de opciones de bebida de jugo, Además, cacha, tiene computador para ella sola y no
tiene que compartirlo con nadie, en mi casa hay dos para los cinco.
Mientras sus amigas intentan jugar pool, la Javi se echa a mirar su celular para
hacer algunas búsquedas. Les lee a las otras dos
—“Comandante Tamara, Cecilia Magni”. Se ponen nombres falsos, para que no
los pillen. “La tarde del domingo 7 de septiembre de 1986, en el Cajón del Maipo, un
comando del Frente Patriótico Manuel Rodríguez tendió una emboscada a la caravana

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que trasladaba al general Augusto Pinochet.” Hay un libro y todo. “Los fusileros”. Lo voy
a comprar.
—¿Y por qué no le preguntamos no más a la miss Sole?— dice la Rocío.
—Estay loca— dice la Luci —nos va a retar.
—Ay, pero si estamos preguntando, va a estar contenta que nos interese la
historia. No seai cobarde. Igual le puedo preguntar a mi hermana, a la Fernanda.
—Oigan y ¿qué pizza quieren?
Así va pasando la tarde. Se comen los últimos pedazos de pizza y la Luci mira la
ropa de la dueña de casa a ver si puede pedirle algo prestado, pero la Javi todavía tiene
cuerpo de niña. Les modela una polera.
—Cuidado, hueona, tus tetas están como escapándose por arriba— dice la Rocío,
ríendo.
—No las pesquís, lo dice porque es una envidiosa. Ojalá yo las tuviera así—
contesta la Javi. La Luci solo trata de reírse y sigue revolviendo la ropa a ver si pilla algo,
pero aparece una panti hecha pelota. Huele rico. Apenas empieza a desanudar la panti,
la Javi se pone de pie para detenerla. Muy tarde: hay una pequeña explosión y caen
millones de pedazos de lavanda en el piso, como si nevaran pétalos.
—¡A esto huele toda tu ropa!, yo creí que era el detergente— dice la Rocío.
—Perdón, Javi, no caché— dice la Luci, nerviosa, porque la Javi parece paralizada
mirando los pedacitos morados en el suelo de alfombra. Hay un silencio largo, pareciera
que la Javi va a llorar. Pero no llora.
—¿Quieren hacer bolitas de lavanda? Siempre las hacía con mi mamá. Son
bacanes, hacen que toda tu ropa huela rico. —Las demás asienten con ternura; casi
nunca habla de ella. Sacan pantis, unas tijeras, y salen al patio, donde están las
lavandas. Mientras hacen los moñitos, la Javi cuenta que el día que murió su mamá, su
papá le contó que llevaba años enferma, pero que nunca le quisieron decir porque no
querían hacerla sufrir. Desde ese día prometió desconfiar de todos los adultos para
siempre.
Al día siguiente, cuando se encontraron en la mañana, se dieron cuenta que olían
igual. La Javi les dijo, orgullosa, que el libro iba a llegar mañana a la casa. La Rocío llegó
con su hermana de cuarto medio, quién se acercó para darles la idea de buscar a Cecilia

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Magni en los anuarios del colegio. A las niñas les entretuvo la idea, porque siempre iban
a ver los anuarios pasados y pensaban en sus propios anuarios cuando por fin salieran
del colegio. ¿Cuál habrá sido la frase típica de la Comandante Tamara? ¿Lo que nunca
se vio? En vez de ir a clase, se fueron a la biblioteca y calcularon que debió haber
agresado en los años setenta. Hojearon el año 71. Magni, Magni, Magni. No. Hojearon
el 73. Magni, Magni, Magni. Hojearon el 74. Magni, Magni. Allí estaba, Magni, con su foto
en blanco y negro y su peinado con ondas de señorita antigua:

La amistad de Chechi con Carol tenía impresionados al curso y a los


profesores que nunca se acostumbraron a que sus clases fueran
interrumpidas por sus reacciones risueñas. Designada fotógrafa de la
revista The Journal, lleva gastados diez rollos, procurando obtener la foto
del año donde la Lady aparezca reprendiendo a una alumna. Desea seguir
Educación Parvularia (¡suertecita de los peques!) y le deseamos suerte.

Quedaron con sabor a poco. Los anuarios de los setenta no eran tan entretenidos
como los de ahora. ¿No estuvo en el equipo de hockey, de volleyball? ¿En la banda, en
el coro del colegio? ¿Equipo de debate, o algo así?
—Bueno, supongo que en dictadura la gente no podía poner cualquier cosa en
su anuario— susurra la Rocío. Decía la palabra “dictadura” con una naturalidad que las
otras envidiaban.
—Ya, ¿nadie tiene su celular para sacarle una foto? ¿y si vamos a fotocopiarlo?
—Yo ni muerta— dice la Luci— me voy a mi clase antes de que me cachen.
—Ay, ya, la Luci es más cobarde.
—¿Y para qué quieres fotocopiarlo, Javi?— dice Rocío —si quieres vamos a la
cancha para no ir a clases pero, no sé, ya me aburrió todo esto.
—Sí, viste, —insiste la Luci— vámonos. Después nos cuentas cómo es el libro.
En matemáticas, la Rocío se sentó atrás y jugó distraída con una de las pelotitas
de lavanda. La frotó por su cuaderno para ver si se quedaba el olor impregnado. La Luci
se sentó con Diego, el niño del bigote insípido, y se mantuvo inclinada para que le pudiera
ver mejor las tetas. Le conversó seductora e interesada solo porque sí. Pero la Javi, por

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su parte, volvió al mismo baño del día anterior. Bajó la tapa, se tomó asiento en la taza
y prendió un cigarro. Miró la puerta rallada como si estuviese contemplando las estrellas.
La Comandante Tamara estudió aquí estaba rodeado de una constelación de penes:
largos y flacos, gordos y cortos, con testículos grandes, con testículos chicos, con venas,
sin venas, con pelo, sin pelo. Nadie dibuja vaginas, pensó, mientras tosía el humo del
tabaco.

Leer Los fusileros fue su manera de abstraerse del mundo. Perdía muchas clases,
se iba al baño, al estacionamiento, o detrás de las canchas. El libro la decepcionó un
poco. A medida que avanzaba, se dio cuenta que no había mucha información. Que tenía
potencial subversivo, y que fue la única mujer en ocupar un puesto tan alto en la
organización, pero que a la vez, era dulce y maternal con sus compañeros del frente. Se
escondió bien. Tal vez demasiado, pensaba la Javi. Para qué decir después de la
Operación Siglo XX., su paradero eran solo conjeturas. El rayado del baño, como era de
suponer, se llenó de respuestas con el pasar de los días: Comunista buena comunista
muerta, Suck Allende’s dick, Terrorista resentida. No es que no le interesara el libro, pero
al darse cuenta que no sabría más de ella, su lectura fue más bien superficial. Cuando
lo terminó, levantó la mirada hacia la cancha, donde los hombres entrenaban rugby.
Cecilia Magni murió a los treinta años, más o menos, pensó. Como si muriera el hermano
mayor de la Javi. Muy joven todavía. Mi mamá vivió solo diez años más.

—Ya po, saltémonos deporte. Yo siempre voy al estacionamiento, me siento en la


cuneta entremedio de los autos y nunca me ha pillado nadie.
—Yo voy, Javi. Estoy con la regla, así que ni cagando corro hoy. —contesta la
Rocío sin siquiera pensarlo — ¿Tenís cigarros? Yo tengo encendedor.
—Vayan ustedes, yo voy a entrenar.
—Si odiai hacer deporte Luci, para que vamos a ir.

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—Sí Luci, anímate.
—Pero si no quiero, y ustedes tampoco deberían saltar clase. Sobre todo tú Javi,
te hay saltado muchas.
—No seai miedosa.
—Ya déjenme, si no quiero es cosa mía— la Luci toma aire —Para ustedes es
fácil po. En tu casa son mil hermanos, nadie se entera cuando te anotan. Para qué decir
tu papá, Javi, no sabe ni lo que compras con su tarjeta con lo ocupado que está. Así
cualquiera. En cambio a mí me acusan altiro con mi mamá porque está aquí mismo.
—Pero Luci, no seai exagerada. Cualquier cosa, me echan la culpa a mí— remata
triunfal la Rocío para solucionar todo este asunto.
Lo que no saben es que una profesora de biología va siempre hacia allá para
fumar. Y como esconderse de a uno es más fácil que esconderse de a tres, interrumpe
su pausa al divisarlas. Tira su cigarro al suelo, lo pisa y se acerca enfurecida; les registra
las mochilas, pilla el libro en el bolso de la Javi, cuyo olor es una mezcla de tabaco y
lavanda. Les pregunta si lo encuentran chistoso, estar aquí acuclilladas en el cemento,
fumando, cuando sus pulmones siguen en crecimiento, y leyendo de terrorismo más
encima. La Rocío se pone de pie y pregunta si querer matar a un terrorista te hace
terrorista, y por qué es tan secreto que la Comandante Tamara haya estudiado aquí, que
si acaso al colegio le da miedo. Las hace caminar hasta inspectoría. La única que teme
de verdad es la Luci, porque su mamá está por ahí cerca, haciendo clases de lenguaje.

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María y el poeta subterráneo

Por fin se está acabando el invierno. Ahora María puede absorber el primer rayo
de luz mientras se pone los zapatos en la salita. No tiene ninguna intención de ponerle
cortinas a ese ventanal: su departamento está tan arriba que no tiene vecinos. Mientras
desayuna sol, mira hacia la ciudad que despierta y contempla sus plantas. Tiene más
plantas que muebles. Piensa que hay cosas buenas y malas de vivir en el piso veintitrés.
Sí, en la mañana el ascensor para en casi todos los niveles y se demora veinte minutos
en llegar abajo. Sí, el día que tiemble será terrorífico. Pero la luz natural no tiene precio.
Todo el sol que tiene en su departamento compensa el que pierde trabajando en
el Centro Cultural Subterráneo. Eso hace al CCSub menos llamativo, y se vuelve difícil
captar gente en la vía pública, pero tiene el aislamiento perfecto para hacer ciclos de
cine, lo que es su especialidad. Además, después de las últimas protestas, era uno de
los pocos espacios para el arte que no habían sufrido daños estructurales. De hecho,
esto último fue una de las razones principales por la cual es sede del Ciclo de Charlas
Diálogos del Futuro: el país que queremos.
A pesar de que el ciclo de charlas era una gran oportunidad, habían sido días
tensos en el departamento de programación. El CCSub se estaba quedando atrás en la
agenda social y había que cambiar el enfoque de los eventos urgentemente para estar a
la altura. El centro patrimonial El Depósito, por ejemplo, ya había hecho un exitoso
consejo cultural. En ese consejo, las declaraciones de una actriz, conocida por su papel
en Carcelarias, se viralizaron. Se dispararon los likes y alcanzó diez mil reproducciones
en una sola mañana. El equipo sabía que eso era lo que necesitaban: diez mil
reproducciones en un par de horas, ojalá con contenido social y consciente.

35
—A ella, a esta mujer necesitamos en un conversatorio, un taller, una charla, lo que
sea— decían en la reunión, mientras miraban el video. María pensaba que si ese video
fuera un árbol, sería uno completamente anormal; a ese ritmo, habría dado frutos en una
semana de crecimiento. Y esos frutos habrían sido insípidos y sin azúcar porque no
pudieron crecer bien. O si no, un hongo; solo un hongo crece tan rápido.
Antes de que terminara la jornada de la tarde, informó al equipo que la actriz que
querían no estaba disponible porque debía viajar a Nueva York, pero que había
contactado a un poeta mapuche que venía como anillo al dedo a la crisis social del país.
Venía de la periferia y estaba sumamente comprometido con la causa indígena. Le
dijeron que sí, que viniera, que cuánto cobraba, que a qué hora podía, que les mandara
una foto apenas confirmara para poder hacer la gráfica.
Pasaron algunos días. El sol salía cada día más temprano y María disfrutaba cada
vez más su desayuno solar matutino. Un viernes, se juntó con su hermano a la salida de
un metro para ir a protestar. Ella le contó el evento que harían con el poeta mapuche,
mientras él apuntaba su láser verde en lo más alto de la estatua central.
—A ese loco le falta un pie, ¿tu cachai eso? — le dijo, con la mirada fija en la estatua.
—No, hueón, qué bueno que alguien me lo dice, voy a reservarle un taxi que lo pase a
buscar.
—¿Y eso que tiene que ver?
—No sé, para que el transporte no le complique.
—Pero si se debe transportar todos los días, tú creís que es hueón. Tuvo un accidente
laboral en la construcción hace años, por eso le falta una pierna, o un pie, no estoy
seguro. —Su hermana lo miró con sorpresa— Qué onda, hermanita, no hay averiguado
nada, estay a tres días del evento.
—Esa no es mi pega, la moderadora ve qué hace.
Así se les pasó la tarde, conversando de la vida; mirando hipnotizados los colores
del atardecer y el enjambre de luces láser.
—Tenís que ir, para que sea vea harta gente. Si nadie hace preguntas, haz una.
—Ahí estaré, si sabís que me encanta preguntar hueás tontas.
—Chao, cuídate.
—Chao hermanita, nos vemos el miércoles, avísame cuando llegues.

36
El día del conversatorio, María hizo una lista mental para entretenerse en el
ascensor: taxi de la moderadora; en camino, mesas instaladas; sí, proyector; sí,
cobertura de medios, sí. Todo sí. Solo debía pasar a comprar dos botellas de agua y
encontrarse con el sonidista en la entrada.
El evento pasó volando. Los socios. La prensa. Llegó el poeta. Llegó con su hija,
que andaba con sus libros en un bolsito de género. Él dejó unos ejemplares encima del
mesón antes de empezar. La niña se dio cuenta muy tarde que no iba a poder sentarse
al lado de su padre, así que se sentó en la punta de la silla de la primera fila, sin preguntar
si estaba reservado. De pronto todo partió: la moderadora le pregunta sobre su proceso
creativo durante el levantamiento popular y sus hábitos de escritura. Él dice que, para
ser sincero, no había tenido mucho tiempo para escribir. Que el trabaja en la mantención
de las vías del metro y que ha habido muchas diferencias entre empleados y
empleadores. Que la ropa de trabajo que provee el metro se raja a la semana, que ellos
deben gastar plata de su sueldo para comprar trajes verdaderamente resistentes. Que
está muy contento y agradecido de que lo hayan invitado.
—Es que hay muchas peleas dentro del metro; las cajeras de boletería no tienen
contrato, por ejemplo, entonces es importante que se sepan estos problemas. Mi mente
anda bien ocupada en eso.
La moderadora pregunta por su último poemario. Él le dice que son poemas de
épocas muy distintas, y que los juntó porque eran sus favoritos. Que su hija los está
vendiendo por si alguien quiere comprar, a dos mil pesos, pero conversable. La
moderadora le pregunta por su infancia e identidad mapuche. Él dice que de mapuche
solo tiene el nombre, que su mamá nunca le enseñó muchas cosas porque según ella,
ya no servía para nada —Me decía que mejor aprendiera inglés—. Que él aprendió solo
y todavía googlea palabras para entender algunas cosas. Dijo que él había nacido aquí
en Santiago, que su mamá vino de Loncoche, pero él había ido a visitar el sur como cinco
o seis veces.
Lo más irónico de producir un evento es que finalmente, no sabes bien qué pasa,
piensa María mientras llegan hacia el final del conversatorio. De tanto preocuparse que
se escuchara bien y que el fotógrafo tomara las fotos indicadas, no escuchó realmente
qué se habló. Para cerrar, el poeta leyó un extracto de su libro. Al parecer nadie entendió

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las referencias en mapudungun, pero todos parecían haber escuchado con interés.
Ofrece por segunda vez sus libros. Después llegaron a la ronda de preguntas. Silencio.
El hermano de María levanta la mano:
—Hola estimado, gracias por venir hoy, ha estado muy entretenido. Te quería preguntar
si habías ido a protestar.
—Sí, claro, siempre hay un rato para eso.
—¿Qué opinai que ahora las protestas son verticales?, antes eran horizontales, ibai
desde el punto uno al punto dos. Ahora todos se acumulan en un solo lugar y los lienzos
apuntan para arriba para que los filmen los drones, no sé, me parece interesante
discutirlo con un poeta.
—Hola, ¿cuál es tu nombre?
—Felipe.
—Felipe, buena observación, no lo había pensado así. Me acordé de un documental que
dice que en la selva, así, en la amazonía profunda, los ecosistemas son verticales. Allá
las palmeras son inmensamente altas, entonces seguramente los roedores que vivían
de sus raíces y de los frutos que caían, jamás se habían encontrado con los loros que
utilizan las copas para hacer nidos. A pesar de que compartan algo tan importante…
bueno, igual no era tan así, pero quizás estamos siendo conscientes de que vivimos en
una selva vertical, qué se yo, ¿me estoy yendo por las ramas? Ja ja, qué chiste más
fome, disculpen…
La encargada de sala le hace una seña a María. María a la moderadora. Con eso,
se hace un educado cierre, se aplaude, se sacan fotos, la prensa interfiere el camino del
poeta quien a su vez quiere acercarse a Felipe, los socios dan cuñas y pronto todo se
acaba, justo para comenzar a montar la entrada a la función del ciclo de cine LGBTIQ+.
Al día siguiente le dijeron a María lo que temía escuchar:
—Tú sabes que no depende de nosotros, pero a ellos no les gustó. No hubo tanta
aparición en prensa, no se habló tanto de literatura. Una de las socias me llamó a primera
hora, encontró del terror que estuviera vendiendo libros como si estuviera en una feria –
sus palabras, no las mías. Perdona, parecía súper interesante, pero para estos ciclos al
menos, nunca más. Para la próxima, vamos con otra cosa.

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Ese día, el viaje en ascensor se le hizo eterno. Para calmar sus lágrimas de
impotencia, hizo el ritual que más le tranquiliza: llevó todos los maceteros de plantas a la
cocina. Puso música e hizo el aseo en toda la casa excepto allí. Le encantaba verlas ahí,
reunidas en un mismo lugar. Le gustaba que su cocina pareciera una pequeña selva. Era
como si las pequeñas plantas de su pieza se pusieran al día con las enormes chasconas
de la salita. Mientras las regaba, una por una, se preguntó si para ellas la cocina era
como la discoteque. Miró el atardecer por la ventana y deseó que su edificio fuera como
una palmera amazónica, para no tener que bajar nunca más a la tierra.

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