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La multitud de todos

los días // Jon


Beasley-Murray
Publicada en 24 febrero 2021
En el Manifiesto Comunista, Karl Marx y Friedrich Engels anuncian
célebremente que “un fantasma recorre Europa”. Y en Imperio de
Michael Hardt y Antonio Negri, un libro al cual Slavoj Zizek se refirió
como “un Manifiesto Comunista para el siglo XXI”, se nos recuerda
esta escena espectral que ahora, sin embargo, parece tener un alcance
global: en las Américas tanto como en Europa, en el  Primer y el
Tercer Mundos, “es medianoche en una noche de espectros”, nos
dicen. Si algo cambió, entonces, es el número de apariciones
fantasmales: no es una, sino varias. Al menos dos. Por un lado, está el
nuevo modo supranacional de organización política y soberanía al que
denominan “Imperio”. Y, por otro lado, existe un sujeto político
compensatorio pero que es igualmente internacional, sin límites
fronterizos, al que designan con el nombre de «multitud». “Tanto la
creatividad inmaterial de la multitud como el nuevo reino del
Imperio”, nos dicen Hardt y Negri, “se mueven en las sombras, y nada
viene a iluminar el destino hacia el que nos dirigimos”. Pero en el caso
del Imperio, a pesar de su carácter sombrío y misterioso, al menos
podemos discernir sus huellas con bastante claridad en una serie de
procesos que se desarrollaron desde la creación de las Naciones
Unidas hasta el fin de la Guerra Fría y desde entonces. La multitud, en
cambio, es particularmente difícil de aprehender. Es, como si
dijéramos, el fantasma que recorre al fantasma del Imperio: un contra-
fantasma de un “sujeto político […] comenzando a emerger en la
escena mundial” (411). O como lo plantean en su libro siguiente
-titulado, precisamente, Multitud – es “la alternativa viva que crece en
el interior del Imperio”. Por mucho que nos encontremos en la sombra
de la globalización y “bajo la nube de la guerra”, la multitud,
sostienen, está en camino. Y sin embargo en cierto modo, cuanto más
argumentan en favor de su actualidad, tanto más espectral parece: en
respuesta a la crítica “Ustedes no son en realidad más que unos
utopistas” declaran: “Nos hemos esforzado por demostrar que la
multitud no es meramente un sueño abstracto e imposible separado de
nuestra realidad presente sino que, al contrario, las condiciones
concretas de la multitud se encuentran en proceso de formación en
nuestro mundo social y que la posibilidad de la multitud está
emergiendo de esa tendencia” (Multitud 226-27). Esto, de cualquier
modo, no parece echar mucha luz sobre las cosas. Puede ser que la
multitud tenga “condiciones concretas”, pero no permanece sino como
una mera “posibilidad […] emergiendo” de una tendencia. Está
perpetuamente “por venir”.
 
La multitud es la culminación, con su propio “telos”, de un proceso
largo y tortuoso que condujo desde el “trabajador profesional” del
siglo XIX pasando por el “trabajador masa” del fordismo y el
taylorismo hasta el “trabajador social” del postfordismo (Imperio
409). La “formación de la multitud de trabajadores explotados y
subyugados” también podría leerse “en la historia de las revoluciones
del siglo veinte” desde 1917 a 1989 (394). Pero el rasgo peculiar que
caracteriza a la multitud, en virtud del cual adquiere su aspecto más
fantasmagórico, es que en cierto sentido estuvo siempre entre
nosotros. Porque no sólo surge del Imperio; también lo precede. Si en
algo consiste el Imperio, es en una respuesta a la emergencia de la
multitud: “no es la causa sino la consecuencia del ascenso de estas
nuevas potencias” (394). El Imperio es de algún modo la creación de
la multitud, cuya “fuerza productiva […] lo sostiene”, mientras que
simultáneamente ocurre que ese mismo poder constituyente “exige y
hace necesaria su destrucción” (61). En resumen, el carácter espectral
de la multitud proviene del hecho de que extrañamente está  “por
venir” y “ya siempre”. Es tanto la culminación del Imperio
postmoderno como (en los términos todavía más claros con que lo
plantea Negri en su libro Insurgencias) el origen de la soberanía
moderna. Sus efectos y las condiciones de su emergencia están en
todas partes a nuestro alrededor. Y sin embargo, la multitud como tal
no está aquí. De hecho, es casi como si estuviera en todos
lados menos aquí y ahora. Es tanto una presuposición y una fuente
como un proyecto y un objetivo, pero no se hace visible en toda su
plenitud mas que fugazmente en la dispersión de las insurgencias
(desde Chiapas hasta Seattle) que estallan y se extinguen demasiado
velozmente o son apropiadas por su enemigo imperial. Resiste a la
representación, sí, pero Hardt y Negri a veces sugieren que solo lo
hace porque no está aquí (todavía o ya no) para ser representada.
 
El problema de “la multitud ya desde siempre y futura” puede ser
abordado, en parte, advirtiendo que Hardt y Negri se internan en dos
registros diferentes. La multitud por venir es a menudo descripta como
un “sujeto político” que comprende algo así como un programa
político y demandas tales como la ciudadanía global y un salario
social. “Tenemos que investigar específicamente”, sostienen, “cómo la
multitud deviene un sujeto político en el contexto del Imperio” (394).
O bien “¿cómo devienen políticas las acciones de la multitud?” (399).
Mientras que el otro registro en el que escriben sería más filosófico,
una interrogación de las presuposiciones ontológicas del orden social
actual. Aquí, la multitud ya sería un sujeto, pero de diferente tipo: pre-
político, o la encarnación de un poder que pone las bases pero sin
aparecer directamente en el reino político. Aquí seguramente subsiste
algo de la distinción tradicional entre clase en sí y para sí. Pero más
allá de la noción bastante limitada de lo político que esta distinción
implica –una limitación de la que en otro lugar y de otros modos
Hardt y Negri  se desembarazan de manera consistente- se les escapa,
además, un tercer registro, que podríamos llamar antropológico. Este
terreno corresponde en medida mucho mayor a Paolo Virno,
cuya Gramática de la Multitud investiga no únicamente la experiencia
cambiante del lugar de trabajo sino, además, aspectos de “la vida
cotidiana” tales como “la charla” y “la curiosidad” (88). Virno
comienza a esbozar una fenomenología de la atención distraída,
interesada en todo y en nada, que caracteriza (por ejemplo) nuestra
experiencia contemporánea en internet. La descripción de la multitud
que realiza Virno es más ambivalente y comprende más matices que la
de Hardt y Negri, pero se queda en un mero esbozo. Lo conduce a un
examen breve de lo que llama “tonalidades emocionales” de la
multitud, entre las cuales destaca “el oportunismo, el cinismo, la
integración social, las retractaciones incansables, la resignación
animada” (84). Pero esto es sólo un comienzo. Lo que necesitamos es
una etnografía afectiva mucho más exhaustiva de lo que podríamos
llamar “la multitud de todos los días”, que se distinga tanto de la
multitud filosófica como de la (más estrictamente) política que Hardt
y Negri impulsan consistentemente. Esta es la multitud en tanto
“común”: no tanto en los sentidos filosófico o político del término,
como una relación particular con las relaciones de propiedad (por
ejemplo) que no es privada ni pública; sino como en “ordinario”,
ubicuo, común y corriente, una segunda naturaleza. Es lo que se pasa
por alto, lo que a menudo pasa desapercibido. No obstante es lo que la
teoría política aún podría aprender de los estudios culturales, cuyo
movimiento fundacional en el trabajo de Raymond Williams y otros
consistió en atraer nuestra atención hacia los entresijos ocultos de las
costumbres cotidianas.
 
De modo que así como Williams comenzó su ensayo pionero, “La
cultura es algo ordinario”, con la historia de un viaje en colectivo
(desde la catedral de una ciudad del Sudoeste de Inglaterra hasta la
frontera montañosa del Sur de Gales), permítanme ilustrar todo esto
con una anécdota basada en mi propia experiencia que también es una
historia de viaje. Quizás pueda hacer las veces de alegoría o de
parábola (autocrítica) acerca de lo que tendemos a pasar por alto en
nuestra búsqueda de la multitud por venir. A finales de diciembre de
2001, justo antes de Año Nuevo, se dio la casualidad de que me
encontré en Buenos Aires para pasar la noche. En verdad, no se trató
más que de un cambio de planes que se extendió de manera extraña:
estaba viajando desde Nueva Zelanda hacia Chile, pero la conexión
me dejó con alrededor de quince horas en Argentina. En vez de
quedarme en el aeropuerto, se me ocurrió que iría a buscar un hotel
barato al centro de la ciudad. Tomé un taxi y terminé en la calle
Florida, no lejos de la plaza San Martín. Era una tarde abrasadora de
domingo, pero después de deshacerme de mis valijas decidí salir a
echar un vistazo. Argentina había estado en las noticias, después de
todo, aunque como yo pasaba unas vacaciones familiares en Nueva
Zelanda, no me había concentrado particularmente en lo que ocurría.
Pero había visto imágenes de manifestaciones y de disturbios, como
consecuencia de los cuales había renunciado el Presidente. Existían
rumores de movilización continua y de conflictos callejeros. Mis
parientes habían estado mirando las noticias televisivas más de lo que
yo lo había hecho, y me expresaron algunas preocupaciones acerca de
mis planes de viaje. “Voy a estar bien”, les dije. Y ahora que estaba en
Buenos Aires, me di cuenta de que había llegado el momento de ver
qué era lo que estaba ocurriendo. Me dije a mí mismo (y después a
otros), sólo en parte bromeando, que estaba en busca de la multitud.
Así es que deambulé por la calle en dirección a la plaza principal -la
Plaza de Mayo- y la Casa de Gobierno -la Casa Rosada-. No me
cabían dudas de que si efectivamente se estaban produciendo
manifestaciones, allí era donde iba a encontrarlas. Después de todo, la
plaza había sido por mucho tiempo el sitio icónico de la rebelión
popular y la protesta, desde las demostraciones tumultuosas del 17 de
octubre de 1945 que fundaron el mito del peronismo como
movimiento contra el orden social, hasta las rondas semanales de las
madres de los desaparecidos durante la dictadura de 1976-1983. La
plaza de mayo también es, desde una perspectiva más compleja, el
lugar en el que históricamente se representa la dramaturgia del Estado.
Pero para llegar allí, primero tuve que caminar a lo largo de la calle
Florida: el corazón comercial tradicional de Buenos Aires, famoso
como destino turístico, un camino público peatonal flanqueado por
cafés y tiendas que venden prendas de cuero y similares, con
numerosos kioscos en los que pueden comprar suvenires y postales.
Con frecuencia se encuentran bailarines de tango u otras formas de
entretenimiento callejero. Este día no era notablemente distinto de
ningún otro –la calle estaba concurrida y activa, casi atestada con
gente moviéndose al ritmo de sus rutinas cotidianas- pero yo tenía
confianza en que las cosas serían distintas al llegar a  la plaza. En el
camino, el único signo de los recientes disturbios que encontré fue el
hecho de que los bancos más importantes estaban cerrados con tablas,
con grafitis  en las carteleras protestando contra los “chorros” o los
“ladrones”. Después de todo, las manifestaciones habían emergido en
su pleno vigor con el así llamado “corralito”, por el cual se les
prohibió a los ahorristas el acceso a su propio dinero, el cual fue al
mismo tiempo masivamente devaluado cuando el gobierno abandonó
el esfuerzo por fijar el peso argentino al dólar. Esto era, entonces, el
detritus de la convulsión en curso, como si dijéramos las huellas de la
multitud espectral que ansiosamente anhelaba encontrar. Pero cuando
finalmente llegué a la plaza, no había ninguna señal de las
muchedumbres que habían destrozado las ventanas de los bancos y
desfigurado sus paredes. No había casi nadie. La plaza estaba vacía.
 
Un poco decepcionado, después de deambular brevemente por las
calles, emprendí mi regreso al hotel. Estaba cansado después de mi
vuelo trans-Pacífico, y tenía que levantarme a la mañana temprano
para regresar al aeropuerto para el siguiente tramo, a Santiago. Tomé
una ducha rápida, programé la alarma y rápidamente me quedé
dormido. Lo próximo que recuerdo, sin embargo, es que estaba
despierto  mirando la hora y parecía que me había quedado dormido.
Eran las diez en punto e iba a perder mi vuelo. Rápidamente, me vestí,
reuní mis cosas y bajé la escalera trastabillando, sólo para encontrar
que la gente de la recepción me observaba de una manera un poco
extraña. Lentamente me fui dando cuenta de que eran sólo las diez de
la noche, en vez de la mañana siguiente como había creído, y por lo
tanto había estado en la cama nada más que un par de horas.
Sintiéndome un tonto, subí de vuelta con mi equipaje por la escalera.
Pero ahora ya estaba levantado, y a decir verdad bastante hambriento.
Así las cosas, decidí salir a comer algo. Ya en la calle pasé por un
kiosco en el que el dueño y un par de parroquianos estaban pegados al
televisor. Seguí caminando hasta doblar en la esquina hasta llegar a un
restaurante casi desierto, donde ordené algo para comer y una cerveza.
Nuevamente, el televisor estaba encendido y los mozos, sin mucho de
qué ocuparse ya que yo era casi el único cliente, estaban arracimados,
mirando intensamente la pantalla. Lentamente entendí lo que estaba
ocurriendo: una conferencia de prensa en la cual el entonces
presidente de Argentina, Adolfo Rodriguez Sáa, quien había asumido
el cargo apenas la semana anterior, anunciaba su renuncia. Al mismo
tiempo también se informaba que el siguiente en la línea presidencial,
el Presidente del Senado Ramón Puerta, renunciaba del mismo modo.
La presidencia del Senado recayó entonces en el presidente de la
Cámara Baja. Después de un rato de mirar junto con los mozos, pagué
rápidamente la cuenta, volví al hotel, pasando de nuevo al grupo del
kiosco, que todavía absorbían las noticias de la TV. Algunas horas
después tomé un taxi hasta al aeropuerto y volé fuera del país. Durante
las menos de veinticuatro horas de mi estancia en Argentina, se habían
sucedido tres presidentes. Pero (aparentemente) ninguna multitud.
 
Nada de esto intenta sugerir que no hayan existido, por supuesto,
manifestantes enojados en la Plaza de Mayo, tanto antes de mi visita
como en el transcurso de las semanas y meses posteriores. Lo que a
veces se conoció como el “Argentinazo” permanece como un
momento culminante de las movilizaciones que condujeron a los así
llamados “Giros a la Izquierda”: la instalación de supuestos gobiernos
de izquierda como los de Hugo Chávez en Venezuela, Evo Morales en
Bolivia, y Néstor y Cristina Kirchner justamente en Argentina. El
eslogan del momento, “Que se vayan todos” todavía resuena, quizás
ahora en la desilusión provocada por muchos de esos regímenes, en
medida no menor el de los Kirchner. Esas demostraciones de fuerza,
en Buenos Aires pero también en Caracas y Cochabamba y en otros
lugares, transformaron el paisaje político de la región, al menos
brevemente, parecieron anunciar la emergencia de un sujeto político
conforme al vislumbrado por Hardt y Negri. Y hay huellas de ese
sujeto que todavía permanecen, no importa cuán espectralmente, en
las manifestaciones continuas ahora tan frecuentes como no dirigidas
contra la izquierda en el poder –durante los últimos doce meses, de
manera más evidente quizás en Brasil. Entender esos movimientos y
afirmar su poder constituyente es un aspecto vital de nuestro rol como
intelectuales y activistas. Todavía queda mucho por hacer en la región,
y es ocioso sugerir que esto involucra meramente la defensa de los
regímenes en el poder sin importar en qué medida (como en
Venezuela, por ejemplo) son igualmente objeto de cólera por parte de
la clase media o de los nuevos oligarcas de los medios. No es
“ultraizquierdismo” mantener viva la memoria de los deseos y
demandas encarnadas en momentos como diciembre de 2001 en
Argentina; es simplemente fidelidad a una visión expandida de la
política, a lo que Jacques Rancière llamaría política como opuesta a la
policía de las fronteras de lo que cuenta como lo político. Pero si
miramos siempre a la multitud por venir, corremos el riesgo de pasar
por alto las actividades ordinarias en las cuales ese tipo de
demostraciones están integradas y a las cuales los manifestantes
regresan consistentemente.
 
Este es precisamente el espíritu de la fidelidad a una concepción
expandida de la política, como la región de la parte ignorada de los
que no tienen parte, que deberíamos transformar en lo común y
corriente. La multitud de todos los días experimenta y sufre muchas
tipos de interacción, con toda la variedad de afectos en los que ellos
incurren: curiosidad, pero también aburrimiento y desafección de bajo
nivel; júbilo, pero también placeres más simples y rutinarios; ira, pero
también formas de frustración y de irritación más apacibles. Estas
interacciones están entrelazadas, pero nunca en una sincronización
total, con transacciones comerciales como las de la calle Florida, con
momentos de compañerismo social como mirar televisión con
otros/as, y con la rutina del lugar de trabajo como en un turno laboral
lento para un mozo. Reflexionar sobre esta fenomenología de la vida
cotidiana, en la tradición de los estudios culturales pero con conceptos
y categorías renovados (multitud por pueblo, afecto por emoción,
hábito por opinión, posthegemonía por hegemonía) contribuye a
restaurar una concepción completamente materialista de los modos en
los cuales los cuerpos interactúan tanto físicamente como (de manera
no menos material) virtualmente, en la calle y (digamos) las redes
sociales. Los cuerpos pueden encontrarse unos a otros de maneras
sorprendentes y con resultados inesperados, y de hecho siempre hay
algo excesivo e innombrable en ese tipo de encuentros.  Pero lo que es
excesivo y recalcitrante para el discurso es igualmente verdad para los
encontronazos casi (pero quizás sólo casi) predecibles y regulares
entre los cuerpos (en el aeropuerto, en un hotel) incluso los ausentes y
sus encuentros fallidos (en la plaza, en las escaleras) que dan
surgimiento a una tarde y noche de domingo abrumadoramente
ordinarios, sin importar cuán rodeados estén por escenas de crisis e
insurgencia, o escandidos por las imágenes televisivas del derrumbe
de un gobierno. Pero pienso que sostener que esto es de algún modo
no político es un error. Antes bien, un énfasis en lo cotidiano aumenta
nuestro sentido de la composición en toda su comunidad de un sujeto
emergente pero también pre-existente, sus pequeños obstáculos y
victorias cotidianas que yacen detrás y son reforzadas (y al mismo
tiempo complicadas y debilitadas) por los desafíos mayores y las
expresiones más dramáticas que deslumbran los ojos de aquellos con
una visión más romántica de la multitud.
Ponencia presentada en el Congreso de la Asociación de Estudios
Latinoamericanos (LASA) 
Chicago, Mayo de 2014
(Traducción de Ana Fabbri exclusiva para Lobo Suelto!)

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