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Los fundamentos del derecho político

en Del contrato Social de Jean-Jacques Rousseau.

Luis F. Blengino

Hubiese querido nacer bajo un gobierno democrático[...]


Hubiese querido vivir y morir libre, es decir, sometido de tal modo a las leyes que ni yo ni nadie
hubiese podido sacudir su honorable yugo [...]
Hubiese querido, pues, que nadie en el Estado se pudiese decir por encima de la ley y que nadie
desde fuera pudiese imponer algo que el Estado se viese forzado a reconocer [...]
Hubiese buscado, pues, para patria mía una república feliz y tranquila cuya antigüedad de algún
modo se perdiese en la noche de los tiempos [...]
J.-J. Rousseau, Discurso sobre el origen y desigualdad
entre los hombres, 97-98.

Introducción
Jean-Jacques Rousseau (1712-1778) es seguramente el filósofo de lengua francesa
más importante del siglo XVIII. Nacido en Ginebra el 28 de julio, recibe una educación
calvinista que abandona a los dieciséis años cuando decide ser bautizado como católico.
Durante su juventud se desempeña como compositor y maestro de música. A los treinta
años publica en París un libro en el que presenta un nuevo sistema de notación musical.
Luego de una breve estadía en Venecia como diplomático regresa en 1744 a París
donde comienza a relacionarse con la élite de los Philosophes, es decir los intelectuales
ilustrados que gravitarán en torno a la redacción y publicación de la Enciclopedia o
Diccionario razonado de las ciencias, las artes y los oficios a cargo de Diderot y
D’Alembert. Sin embargo, es en el año 1749, cuando leyendo el Mercure de France,
Rousseau encuentra, en la cuestión propuesta ese año por la Academia de Dijon, la ocasión
de dar a conocer las ideas que venía reflexionando desde hacia algún tiempo. Es así que en
1750 presenta ante la Academia el Discurso sobre las ciencias y las artes, con el cual gana
el primer premio y alcanza una gran notoriedad como un escritor cuyas ideas resultan tan
controvertidas para el espíritu ilustrado de la época como seductor su estilo literario.
En 1754 escribe el Discurso sobre el origen y los fundamentos de la desigualdad
entre los hombres también como respuesta a la cuestión planteada en 1753 por la Academia
de Dijon. Esta vez la obra no gana el premio debido a lo controvertido de las ideas allí
expuestas; sin embargo, Rousseau decide publicarla en Amsterdam en 1755; es a partir de

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aquí que el ginebrino comienza a ganarse cada vez más enemigos, entre ellos Voltaire y
Diderot quienes cumplen un rol decisivo en la conversión de Rousseau en un perseguido
político, al punto en que el Discurso sobre la economía política, originalmente publicado
en 1755 en la Enciclopedia como artículo dedicado a la voz Economie Politique pretende
luego ser neutralizado mandando a imprimir otro artículo bajo el nombre Oeconomie
Politique.
En 1760 termina de escribir el Emilio y trabaja en El contrato social y es en 1762
que se publican ambas obras, inmediatamente censuradas en Francia, ordenándose la
prisión para su autor. En Ginebra son quemadas públicamente, lo que obliga a Rousseau a
huir hacia Suiza de donde también es expulsado. Finalmente, se refugia en Neuchâtel bajo
la protección de Federico II de Prusia; de allí migra hacia Inglaterra aceptando una
invitación de su amigo David Hume, quien pronto ya no será más de su confianza, hecho
que lo obliga a volver a París en 1770. Allí vivirá hasta 1778, año en que se muda a
Ermenonville donde muere el 2 de julio.
Este trabajo se propone presentar la filosofía del derecho rousseauniana en relación
con su filosofía política a partir de un recorrido por Del Contrato Social que intentará
articular los conceptos de ley y derecho con los de libertad e igualdad a través de la idea de
soberanía legítima.
Para indagar acerca del ordenamiento jurídico debemos introducir algunas de las
categorías políticas fundamentales. En este sentido analizaremos el concepto rousseauniano
de contrato social con el fin de comprender qué se entiende por institución legítima de un
gobierno civil nacido de un contrato igualmente legítimo.

Ya desde el comienzo mismo de El Contrato Social, entre su subtítulo y sus


primeras líneas queda delimitada explícitamente la intencionalidad que guía la
investigación de su autor. Dicho subtítulo, que reza Principios de Derecho Político, señala
que se tratará de buscar los principios fundamentales, es decir filosóficos, no históricos, del
Estado legítimo. Asimismo, en el primer párrafo del Libro I Rousseau señala en qué
consistirá esta legitimidad: encontrar una regla de administración capaz de conciliar el
interés público con el privado, es decir la articulación legítima entre el Estado y la sociedad
civil. Así comienza entonces este primer Libro:

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Quiero averiguar si, en el orden civil, puede haber alguna regla
de administración legítima y segura, que tome a los hombres tal
como son y las leyes tal como pueden ser. En esta búsqueda,
trataré de unir siempre lo que permite el derecho con lo que
prescribe el interés, a fin de que la justicia y la [utilidad] no se
encuentren separadas. (Rousseau: 1998, 41)

De este modo, aparecen demarcadas claramente las esferas que conciernen al Estado
y a la sociedad civil con el fin de encontrar su correcta compatibilización: del lado de lo
público aparecen la legitimidad, el derecho y la Justicia que deberán ser articuladas con la
esfera privada, constituida por la serie de la seguridad, el interés y la utilidad.
A la vez, se debe señalar que el punto de partida de esta obra es también la
hipótesis, compartida con el resto de los contractualistas modernos, de la libertad e igualdad
natural de todos los hombres en el estado de naturaleza.
Así, la investigación del ginebrino comienza a partir de la constatación del hecho de
que
el hombre ha nacido libre y por todas partes se encuentra
encadenado. (Rousseau: 1998, 42)

Esta ausencia de libertad no es un dato natural sino el producto de la deriva histórica


que ha culminado en la desigualdad entre los hombres y en la consiguiente falta de
libertad14. Es decir que ella está fundada en convenciones sociales que, si se pretende
explicar el presente, será preciso indagarlas como lo hace Rousseau en su Discurso sobre el
origen y desigualdad entre los hombres cuando se refiere al pacto injusto.
Por otra parte, si el fin es investigar cómo sería un pacto justo y por ello legítimo,
deberá concebirse algún tipo de convención social justa, es decir adecuada a la naturaleza
humana. Con esta finalidad Rousseau intentará hacer algunas distinciones conceptuales
preliminares capaces de allanar el camino a la comprensión de lo que debería ser un
contrato social legítimo.

Derecho y Convención

14 Esta circunstancia ha sido analizada por Rousseau en su Discurso sobre el origen y los fundamentos de la
desigualdad entre los hombres, sobre todo cuando trata del pacto inicuo que sella legalmente, a través de un
engaño, la desigualdad entre los hombres. Cf. Rousseau, 1995:161 y ss.

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En primer lugar, el filósofo ginebrino en Del Contrato Social se ocupará de
distinguir entre las sociedades naturales –de las que la familia será la única15 humana- y las
artificiales –a las cuales pertenece la sociedad política.

El fin perseguido en el capítulo II es demostrar que el lazo político de mando-


obediencia es convencional antes que natural. De este modo, distingue la relación político-
jurídica de las demás relaciones de mando como serían la relación padre-hijo, amo-esclavo
e incluso la relación monarca por ascendencia divina-súbdito. Frente a las diversas teorías
que postulan la naturalidad de las jerarquías, Rousseau se preocupa en resaltar su carácter
convencional.
La naturalidad del lazo familiar permanece mientras los hijos tienen necesidad del
padre para su conservación, es decir durante la minoría de edad16. Una vez liberados de esta
necesidad ganan independencia y si
siguen permaneciendo unidos, ya no lo hacen naturalmente, sino
voluntariamente; y la familia misma no se mantiene sino por
convención. (Rousseau: 1998, 43)

Así queda señalada la distinción entre lo natural y lo convencional, producto de la


libertad. De este modo, es claro que la analogía entre el poder paternal y el político tiene
sus limitaciones y sólo puede mantenerse si se comprende el momento no natural del lazo
familiar, dado el carácter convencional de todo vínculo político jurídico. Es así que el
Estado es el producto de una convención entre los hombres, es decir que es una sociedad
artificial. Este producto convencional se funda en el hecho de que el hombre es aquel ser
que, por naturaleza, es libre, a la vez que es guiado por la ley natural de autoconservación.
En este sentido,
su primera ley es velar por su propia conservación, sus primeros
cuidados son los que se debe a sí mismo; y no bien entra en la
edad de la razón, al ser único juez de los medios aptos para
protegerse a sí mismo, se vuelve por ello su propio señor.
(Rousseau: 1998, 43)

15 Cabe señalar que en el Discurso sobre el origen y los fundamentos de la desigualdad entre los hombres
Rousseau no reconocía ninguna sociedad como natural. Sobre la no naturalidad de la familia, cf. Rousseau:
1995, 139 y nota (l), 229-233.
16
Este es el tópico eminentemente iluminista -desarrollado luego en forma paradigmátia por Kant en 1784-
que señala que el hombre sólo se encuentra regido heterónomamente mentras dura la minoría de edad luego
de la cual cualquier jerarquía en la relación deja de ser natural para ser convencional.

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Por lo tanto, no existe hacia el interior del género humano algo así como una
diferencia natural, según la cual algunos nacen para mandar mientras que la mayoría lo
hace para obedecer. La libertad y la igualdad entre los hombres o, mejor aún, la igual
libertad de todos los hombres, determina que aquellos que mandan lo hagan porque se ha
convenido que así sea y lo mismo ocurre con quienes obedecen. En este punto Rousseau
critica tanto el punto de vista de Grocio y Calígula, como el de Hobbes y Aristóteles, pues
todos ellos supondrían que los jefes son como pastores, cuya naturaleza sería superior a la
del pueblo que deben gobernar.
En efecto, el error de estos pensadores habría sido creer que los hombres son
desiguales por naturaleza. El caso paradigmático de esta equivocación la encuentra
Rousseau en Aristóteles, quien fue el primero que señaló “que unos [hombres] nacen para
la esclavitud y otros para la dominación” (Rousseau: 1998, 44). Sin embargo, el error
reside en que se invierte el efecto por la causa ya que “si hay, entonces, esclavos por
naturaleza es porque ha habido esclavos contrariando la naturaleza. La fuerza hizo los
primeros esclavos, su cobardía los perpetúa.” (Rousseau: 1998, 45)
Por otra parte, también se refiere, sin mencionarlo explícitamente, a Filmer, quien
remite la soberanía a Dios y a Adán, el primer hombre y a toda su dinastía divina. Rousseau
se pregunta irónicamente a este respecto: “¿Cómo puedo saber si por el reconocimiento de
los títulos, no resultaría ser yo el legítimo rey del género humano?” (Rousseau: 1998, 45)

Así, se cierra la primera serie de argumentos que aspira a demostrar lo inadecuado de


la pretensión de fundar la soberanía política en otra cosa que la convencionalidad.

Derecho y Fuerza.
Cuando Rousseau efectúa la crítica a Aristóteles señala la que será quizá la
dicotomía determinante de todo su sistema jurídico-político: la relación excluyente entre
derecho y fuerza. En efecto, el capítulo III de Del Contrato Social pretende demostrar el sin
sentido de la fórmula “el derecho del más fuerte”, en la cual se confunden las dos
dimensiones que el filósofo de Ginebra pretende separar estrictamente: la natural y la moral
o artificial. Es así que distinguirá entre potencia física y deber señalando que quien cede
ante la primera lo hace por necesidad natural mientras que quien actúa bajo la influencia del
segundo lo hace a partir de su libre voluntad. Es en este sentido que puede hablarse para el

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primer caso de necesidad física -sin obligación en sentido estricto- y de obligación moral en
el segundo.
El primer tipo de relación niega la libertad en tanto que es imposible oponer a la
fuerza más que otra fuerza, mientras que en el segundo caso a la obligación moral
corresponde la posibilidad -que determina el carácter específico de lo jurídico- de la
desobediencia. Si la ley natural, entonces, es aquella que no puede ser desobedecida, la ley
convencional será aquella que debe ser obedecida porque a la vez puede ser desobedecida.
Se pregunta Rousseau:
La fuerza es una potencia física: no veo qué moralidad puede
resultar de sus efectos. Ceder ante la fuerza es un acto de
necesidad, no de voluntad; a lo sumo, es un acto de prudencia.
¿De qué manera podría ser esto un deber? (Rousseau: 1998, 46)

Es decir que cuando uno cede ante la fuerza física lo hace o por necesidad -por
ejemplo cuando nos comportamos de acuerdo a la fuerza de gravedad, no somos libres de
no hacerlo- o por prudencia –por ejemplo, cuando cedemos al mandato de alguien que nos
está apuntando con un arma de fuego-. En este último caso, si bien podemos desobedecerlo
-y en cuanto podamos lo haremos- no estamos obligados a la obediencia, es decir que lo
que guía nuestra conducta práctica no es el deber sino la utilidad. Por el contrario, la
esencia del derecho para Rousseau reside en que la obediencia a la ley se funda en el deber
y por lo tanto, si por un lado, la fuerza que acompaña a todo derecho es clave para volverlo
eficaz, la validez del mismo, su legitimidad, no reside en la fuerza sino en el
consentimiento que lleva a que quien obedece una ley lo haga porque debe, es decir porque
es libre y no por temor, esto es por un cálculo utilitario. Esto se debe a que si el derecho se
funda en la serie fuerza-temor-cálculo utilitario en cuanto la ley pueda ser violada sin riesgo
lo será y la libertad misma podría llegar a ser considerada a partir del beneficio particular
que se podría obtener a expensas de la ley.
Por el contrario, lo distintivo del derecho reside en que debe ser obedecido,
independientemente de la presencia o ausencia de las condiciones que, apoyándose en el
interés propio, habilitan la desobediencia. Se obedece por deber, se está obligado porque se
ha convenido regirse por determinado conjunto de leyes y la libertad reside en seguirlo y no
en sortearlo en cuanto sea de nuestra utilidad.

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En este punto Rousseau es explícito y propone imaginar un Estado fundado sobre el
principio del derecho del más fuerte. Como es evidente, el Estado supuesto no tiene
capacidad de obligar –en sentido moral- y por esto no es más que fuerza que será
legítimamente sustituida cuando exista una fuerza mayor dispuesta a ocupar su lugar. Es así
que en este Estado no hay más que fuerza y el concepto de derecho aplicado al mismo no le
agrega nada, pues la obediencia al Estado sólo se sostiene en el cálculo utilitario que espera
el momento de mayor debilidad de la ley para forzar su no-aplicación.
Esto nos llevará a la relación entre derecho y moral y al concepto de religión civil.
Sin embargo, detengámonos un momento más en este vínculo entre derecho y fuerza, pues
quien sostenga que el Estado de derecho se funda sobre el derecho del más fuerte, si por un
lado está legitimando la revolución, por otro, no puede fundar la existencia y permanencia
de ese Estado revolucionario más que en esa misma fuerza –y no en la justicia-, lo que
convierte a ese Estado en algo tan perecedero como aquel que ha sido derrocado.
Veamos el modo en que Rousseau advierte sobre las dificultades de intentar
explicar lo jurídico-político refiriéndose sólo a su eficacia y dejando en segundo lugar la
cuestión de la validez.
Aceptemos por un instante este pretendido derecho. Yo digo que
de él no resulta sino un galimatías inexplicable; pues desde el
momento en que la fuerza es la que hace el derecho, el efecto
cambia con la causa: toda fuerza que supera a la primera hereda
su derecho. Desde el momento en que se puede desobedecer
impunemente es posible hacerlo legítimamente; y, puesto que el
más fuerte siempre tiene razón, se trata tan sólo de lograr ser el
más fuerte. Ahora bien: ¿qué es un derecho que concluye cuando
la fuerza cesa? Si es necesario obedecer por la fuerza, no es
preciso hacerlo por deber; y si no se está forzado a obedecer, ya
no se está obligado.
Se ve, pues, que esa palabra derecho no agrega nada a la
fuerza; no significa nada en absoluto. [...] Convengamos,
entonces, que fuerza no constituye derecho y que se está
obligado a obedecer a los poderes legítimos. (Rousseau: 1998,
46-47)

Quedan así delimitados dos campos diferentes, el físico y el metafísico; al primero


corresponde la fuerza o potencia física cuyo correlato es la necesidad o a lo sumo, el
cálculo utilitario, y al segundo pertenece el deber cuya condición de posibilidad es la
libertad y su correlato, la voluntaria obediencia a sí mismo. Como señala Rousseau el error

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que conduce a identificar derecho y fuerza reside en confundir estos planos. De esta
identificación emerge un doble sin sentido; por un lado, se llega a la confusión de los
planos y se afirma que del físico surge el metafísico, es decir se cambia el efecto por la
causa, pues si la causa fuera la fuerza física el efecto nunca podría ser otra cosa que fuerza
y nunca deber ya que la necesidad física no es causa de la libertad; por otro lado, lo que se
afirma es una contradicción, porque si la obligación fuera meramente debida a la potencia
física sería irresistible, ya sea por necesidad o prudencia. Por el contrario, el concepto de
derecho, no implica sino la reglamentación -fundada en la igualdad y la libertad naturales-
respecto de aquello sobre lo cual cabe la posibilidad de actuar libremente, es decir tanto de
obedecer como de desobedecer, a la vez que por otra parte, se tiene el deber de obedecer.
En conclusión, en la fórmula “el derecho del más fuerte” el concepto de derecho es
superfluo y no agrega nada al de fuerza o es contradictorio con el mismo. Por lo tanto,
según el argumento rousseauniano queda demostrada la primacía metafísica de la libertad
por sobre la fuerza física para pensar el ámbito de lo jurídico político. Esta primacía se
apoya en el hecho de la igual libertad natural de todos los hombres, ya que sólo
suponiéndola se comprende por qué lo jurídico-político no puede fundarse en la fuerza y
tiene que hacerlo sobre la base del consentimiento entre iguales, en tanto que éste es el
único que se sostiene en la libertad, cuyo sentido depende, precisamente, de su
irreductibilidad a la fuerza.

Soberanía, Estado, Derecho.


Llegado a este punto, ya puede abordarse la cuestión del contrato social fundado en
la igualdad y libertad de todos los hombres. En este sentido, luego de algunas
consideraciones complementarias a lo previamente afirmado respecto de la esclavitud y
después de una impugnación de la idea hobbesiana de “guerra de todos contra todos”,
fundada en que la relación bélica sólo puede ser una relación entre Estados, Rousseau
dirigirá su atención al núcleo del argumento político: la fundamentación de la soberanía
legítima.

158
Para comenzar, nuestro autor supone que los hombres llegados a cierto punto, ya no
pueden permanecer en el estado de naturaleza 17 debido a que hay ciertos obstáculos que le
impiden seguir conservándose a sí mismos si continúan su vida como hasta ese momento.
Por esa razón, el género humano se ve obligado a cambiar su modo de vida para sobrevivir
y para lograr superar esos obstáculos –que no pueden ser enfrentados por los individuos
aislados- los hombres deberán unirse y sumar sus fuerzas; para ello es necesario establecer
alguna forma de asociación con una autoridad común.
Teniendo en cuenta la libertad e igualdad de los hombres y que ni la naturaleza -en
la medida en que nadie nace esclavo ni tampoco nadie ha sido dotado por Dios de una
legítima autoridad sobre los demás- ni la fuerza -en tanto que quien obedece bajo coacción
no lo hace libremente por deber y que la expresión derecho del más fuerte es una
contradicción- pueden ser el origen legítimo de una autoridad válida; ésta debe surgir de
una convención entre los hombres, es decir de un pacto que deberá ser tal que los hombres
no pierdan ni su libertad ni su igualdad al someterse a dicha autoridad, pues es contrario a
la naturaleza humana renunciar a la libertad. En efecto, la cuestión que debe afrontar el
contrato es la de hacer compatibles la libertad y la igualdad con la autoridad. En palabras de
Rousseau, la dificultad a resolver se enuncia en los siguientes términos:
‘Encontrar una forma de asociación que defienda y proteja con
toda la fuerza común, la persona y los bienes de cada asociado, y
por la cual cada uno, uniéndose a todos, obedezca tan sólo a sí
mismo, y quede tan libre como antes’. Tal es el problema
fundamental al cual el contrato social da solución. (Rousseau:
1998, 55)

Este contrato es el pacto de asociación y, estrictamente, no podrá suponerse un


segundo pacto (de sujeción) ya que es tan absurdo suponer un individuo que enajena
libremente su libertad para convertirse en esclavo por propia voluntad, como suponer un
pueblo que se da libremente a sus gobernantes. Por otro lado, reflexionar sobre el acto por
el cual un pueblo elige un rey supone ya la formación de un pueblo, es decir que según
Rousseau, aquel pacto de sumisión -si fuera posible su existencia- por el cual se establece
un gobierno que detente la fuerza pública supone la previa realización del pacto de

17
Cabe señalar que en Del Contato Social Rousseau no describe el estado de naturaleza pues de éste trata el
Discurso sobre el origen y desigualdad entre los hombres

159
asociación por el cual individuos independientes entre sí deciden libremente constituir una
comunidad política:
Antes por lo tanto, de examinar el acto por el cual un pueblo
elige un rey, sería bueno examinar el acto por el cual un pueblo
es un pueblo; pues este acto, siendo necesariamente anterior al
otro es el verdadero fundamento de la sociedad. (Rousseau:
1998, 54).

En efecto, a la base de toda decisión posterior tomada por el pueblo subyace esta
unanimidad que dio lugar a la comunidad: la ley de la mayoría de los sufragios es ella
misma una fijación de convención y supone, por lo menos una vez, la unanimidad.
(Rousseau: 1998, 54).
Por lo tanto, el contrato social es el acto por el cual un pueblo se constituye como
tal. En efecto, Rousseau no adhiere a la teoría del doble pacto y sólo admite el pacto de
asociación ya que el de sumisión no es un pacto en sentido estricto sino simplemente una
delegación de tareas que el pueblo soberano decide llevar a cabo al elegir gobernantes:
Quienes aseguran que el acto por el cual un pueblo se somete a
jefes no es un contrato, tienen mucha razón. No es nada más que
una comisión, un empleo, en el cual simples funcionarios del
soberano ejercen en su nombre el poder del cual los ha hecho
depositarios, y que él puede limitar, modificar y retomar cuando
le plazca. (Rousseau: 1998, 108-109).

Al pacto social por el cual los individuos se comprometen a sujetar la voluntad


particular de cada uno de ellos a la voluntad general, es decir, por el cual deciden
constituirse en pueblo, dando nacimiento a la sociedad civil, se le da el nombre de contrato
social y su finalidad es que la unión de todos no sea lesiva para liberad de cada uno o, lo
que es lo mismo, cómo justificar la no-contradicción entre obediencia y libertad.
Como señala el filósofo ginebrino las cláusulas necesarias de este contrato son tres
pero pueden reducirse a una sola: “la enajenación total de cada asociado con todos sus
derechos a toda la comunidad” (Rousseau, 1998, 55). Es decir que, en primer lugar, todos
ceden sus derechos estableciéndose condiciones de reciprocidad y de igualdad: “al darse
cada uno por entero, la condición es igual para todos y, siendo la condición la misma para
todos, nadie tiene interés en volverla onerosa para los demás” (Rousseau: 1998, 56).

160
En segundo lugar, todos enajenan todos sus derechos (incluso el de propiedad) pues
si alguien no cediera alguno al momento de pactar podría haber algún conflicto entre la
comunidad y el particular y no habría ningún juez superior para dirimir la disputa:
Es más: al hacerse la enajenación sin reservas, la unión es lo más
perfecta posible y ningún asociado tiene nada que reclamar; pues
si le quedaran algunos derechos a los particulares, como no
habría ningún superior común que pudiera fallar entre ellos y el
público, siendo cada uno en algún punto su propio juez
pretendería pronto serlo en todos; el estado de naturaleza
subsistiría y la asociación se volvería necesariamente tiránica o
inútil. (Rousseau: 1998, 56).

En tercer lugar, todos ceden sus derechos al todo (a la comunidad que se instituye)
pues así al entregarse a todos no se entrega a nadie en particular, es decir que cada uno
sigue siendo tan libre como antes pues no obedece a nadie sino sólo a la ley que dicta la
voluntad general de la cual cada uno forma parte:
En suma, al entregarse cada uno a todos, no se entrega a nadie; y
como no hay un asociado sobre el cual no se adquiera el mismo
derecho que se le concede sobre sí, se gana el equivalente de
todo lo que se pierde, y más fuerza para conservar lo que se
tiene. (Rousseau: 1998, 56).

Si esto no fuera así y se cedieran los derechos a una voluntad particular, sea ésta
individual o colectiva, es decir si el pacto fuera de sumisión, se dejaría de ser libre, pues se
obedecería la ley que dicta otro particular, ya sea éste un individuo o un grupo. En este
último punto reside la justificación de la forma -que Rousseau considera la única legítima-
para ejercer la soberanía: la democracia, entendida como cuerpo legislativo soberano antes
que como forma de gobierno.
Por lo tanto, este contrato puede resumirse en los siguientes términos: “cada uno de
nosotros pone en común su persona y todo su poder bajo la suprema dirección de la
voluntad general; y nosotros recibimos además a cada miembro como parte indivisible del
todo.” (Rousseau: 1998, 57)
El resultado de esta enajenación total es el pueblo soberano, es decir, el conjunto de
todos los ciudadanos que forman una comunidad política de sujetos iguales y libres que
deliberan y legislan en asamblea pública. El todo al que se ceden los derechos, es decir la
comunidad que nace inmediatamente en lugar de cada individuo aislado, es un nuevo

161
colectivo político cuyo cuerpo está compuesto de tantos miembros como votos tiene la
asamblea y que tiene su yo común y su voluntad general. Así, en este cuerpo colectivo se
reúnen las fuerzas particulares de cada asociado con el fin de procurar la conservación del
todo. Para esto las voluntades particulares orientadas al interés particular y privado deben
ser dejadas de lado para dar lugar a la voluntad general siempre orientada al interés común.
En este sentido, Rousseau establece una distinción entre la voluntad de todos, es
decir, la suma de las voluntades particulares (mera agregación cuantitativa), y la voluntad
general que es la voluntad de la comunidad tomada como un todo (asociación cualitativa),
en el cual los individuos a partir de un proceso de educación han llegado a ser capaces de
despojarse de sus intereses particulares para participar de la asamblea pública teniendo en
cuenta sólo el bien común.
Por lo tanto, mediante el pacto se da lugar al nacimiento de una república, es decir,
aquel cuerpo político en el que se da prioridad absoluta el interés público por sobre el
privado:
Inmediatamente, en lugar de la persona particular de cada
contratante, este acto de asociación produce un cuerpo moral y
colectivo, compuesto de tantos miembros como votos tiene la
asamblea y por este mismo acto ese cuerpo adquiere su unidad,
su yo común, su vida y su voluntad. Esta persona pública que se
forma así por la unión de todas las demás, recibía en otro tiempo
el nombre de ciudad y recibe ahora el de república o de cuerpo
político, el cual es llamado por sus miembros Estado cuando es
pasivo, soberano cuando es activo, potencia18 al compararlo con
sus semejantes. Los asociados toman colectivamente el nombre
de pueblo y se llaman en particular ciudadanos, en cuanto
partícipes de la autoridad soberana, y súbditos, en cuanto
sometidos a las leyes del Estado. (Rousseau: 1998, 57-58)

Queda así legitimado el Estado como Estado de Derecho, en tanto que la soberanía
reside en el pueblo entendido como cuerpo que ejerce el poder legislativo. Éste es el poder
supremo que se encuentra por sobre las demás funciones del Estado, lo que indica la
imposibilidad de una división de poderes debido al carácter indivisible de la soberanía.

18
Nótese que el concepto utilizado es el mismo que aquel con el cual se hace referencia a la relación de fuerza
física o potencia física y pertenece al ámbito de las relaciones naturales, haciendo explícito que en el plano
internacional no existe una relación jurídica sino que por el contrario la relación entre Estados pertenece al
estado de naturaleza regido por la ley natural de autoconservación.

162
La característica esencial del poder soberano es la capacidad de hacer la ley es
porque se encuentra por encima de ella. Éste es el sentido fundamental del concepto de
pueblo soberano, ya que si el poder supremo es aquel que crea la ley, no puede nunca
obligarse a no cambiarla sin perder ese poder. En esto reside la capacidad constituyente que
el pueblo soberano como tal no puede delegar ni renunciar. Así, Rousseau afirma que:

contraría a la naturaleza del cuerpo político que el soberano se


imponga una ley que no pueda violar. No pudiendo considerarse
sino bajo una única y misma relación, está entonces en el caso de
un particular que contrata consigo mismo: por lo cual se ve que
no hay ni puede haber ninguna especie de ley fundamental
obligatoria para el cuerpo del pueblo, ni siquiera el contrato
social. [...] Pero el cuerpo político o el soberano, al derivar su
existencia tan sólo de la santidad del contrato, no puede nunca
obligarse, ni siquiera con respecto a otro, a nada que viole este
acto primitivo, como, por ejemplo, enajenar alguna parte de él
mismo o someterse a otro soberano. Violar el acto por el cual
existe será aniquilarse: y lo que nada es nada produce.
(Rousseau: 1998, 59)
La afirmación de esta soberanía del pueblo que no encuentra sobre sí nada que la
obligue mas allá de su propia voluntad, es decir la inexistencia de una ley superior –natural
o divina-, queda resumida en la siguiente sentencia:

El soberano, por el sólo hecho de serlo, es siempre todo lo que


debe ser. (Rousseau: 1998, 60)

Ante a esta inalienabilidad19, irrepresentabilidad20 e indivisibilidad21 de la soberanía


absoluta22 del pueblo aparece siempre el temor frente a los posibles abusos de poder, contra
los cuales se proponen garantías y frenos al ejercicio libre de la voluntad popular. Con
respecto a este punto sumamente importante, Rousseau es claro:

19
“Digo que, siendo la soberanía tan sólo el ejercicio de la voluntad general, no puede nunca enajenarse, y
que el soberano, que no es sino un ser colectivo tan sólo puede ser representado por sí mismo: el poder puede
transmitirse, pero no la voluntad” (Rousseau:1998, 67).
20
La soberanía es irrepresntable porque el pueblo no puede delegar su voluntad a representantes sin perder la
libertad dado que la voluntad sólo puede ser ejercida en primera persona.
21
“Es indivisible; porque la voluntad es general, o no lo es; es la del cuerpo del pueblo o solamente de una
parte de él” (Rousseau:1998, 69).
22
“Así como la Naturaleza da a cada hombre un poder absoluto sobre todos sus miembros, el pacto social le
da al cuerpo político un poder absoluto sobre todos lo suyos; y es ese mismo poder el que, dirigido por una
voluntad general, lleva, como ya he dicho, el nombre de soberanía” (Rousseau:1998:74).

163
Ahora bien, el soberano, al no estar formado sino por los
particulares que lo componen, no tiene ni puede tener interés
alguno contrario al de ellos; por consecuencia, el poder soberano
no tiene necesidad de ofrecer garantías a los súbditos, porque es
imposible que el cuerpo quiera perjudicar a todos sus miembros,
y veremos luego que no puede perjudicar a nadie en particular.
(Rousseau: 1998, 60).

Es decir que la mejor garantía contra el abuso de poder es la democracia directa y


no leyes superiores y poderes que se imponen desde el exterior de la voluntad popular
socavando su libertad absoluta.

El legislador.

Sin embargo, existe una figura, la del legislador, que amenaza al pacto y a la
libertad absoluta del pueblo. Si bien aquél no ocupa el lugar del soberano y sólo es quien
redacta la ley, que para ser legítima deberá ser sometida al voto popular, no deja de ser
cierto que el pueblo soberano es el producto del poder creador del legislador antes que de sí
mismo en tanto que el pueblo sólo refrenda la constitución propuesta por el legislador. Es
así que Rousseau se preguntará de qué manera una multitud de hombres independientes
crearán las reglas para regir su vida en común, es decir, cuáles serán las condiciones
conceptuales del pacto, pues

una multitud ciega que, a menudo, no sabe lo que quiere porque


ella sabe raramente lo que le conviene ¿cómo ejecutaría por sí
misma una empresa tan grande, tan difícil como un sistema de
legislación? El pueblo por sí mismo quiere siempre el bien, pero
por sí solo no siempre lo ve.[...] Los particulares ven el bien que
rechazan; el público quiere el bien que no ve. Todos por igual,
necesitan guías.[...] He aquí de donde nace la necesidad de un
legislador. (Rousseau: 1998, 85).

En este punto se plantea en toda su dimensión problemática el conflicto entre


voluntad popular y educación política, pues esta última, que se requiere para establecer un
buen orden jurídico sólo puede ser adquirida luego de que dicho orden la fomente:

164
para que un pueblo que nace pueda apreciar las sanas máximas
de la política y seguir las reglas fundamentales de la razón del
Estado, sería necesario que el efecto pudiera devenir la causa;
que el espíritu social, que debe ser la obra de la institución,
presidiera a la institución misma; y que los hombres fuesen, antes
de las leyes, lo que deben llegar a ser gracias a ellas. (Rousseau:
1998, 89)

De aquí la necesidad conceptual de un guía, de un educador del pueblo; en


consecuencia, Rousseau recurre a una figura externa al sistema que será quien lo cree y le
dé vida: el legislador, encargado de constituir ese nuevo sujeto colectivo. Esta figura es la
un hombre extraordinario en el Estado, que aparece como una especie de poder anterior al
poder soberano del pueblo:

El legislador es, en todos sus aspectos, un hombre extraordinario


en el Estado. Si lo es por su genio, no lo es menos por su oficio.
Este oficio, que establece la república, no entra en su
constitución: es una función paricular y superior que no tiene
nada en común con el imperio sobre los hombres; pues si quien
manda a los hombres no debe mandar a las leyes, quien manda a
las leyes no debe tampoco mandar a los hombres. (Rousseau:
1998, 87)

En efecto, este hombre es extraordinario no sólo por su genio, es decir por su


agudeza intelectual para percibir cuál es la mejor constitución para ese determinado pueblo,
sino también por su oficio, es decir su actividad creadora. De este modo, el legislador
aparece como el encargado de llevar a cabo una tarea divina, pues “se necesitarían dioses
para darle leyes a los hombres.” (Rousseau: 1998, 86)

Por lo tanto, el legislador es quien crea la constitución que fija que el soberano a
partir de ese momento será el poder legislativo encarnado en la voluntad general del
pueblo: “éste es el mecánico que inventa la máquina.” (Rousseau: 1998, 86)

Sin embargo, en el momento en que el legislador debe dar existencia al nuevo


cuerpo político surge la dificultad de saber cómo darle autoridad al discurso
instaurador de la autoridad, pues en la tarea del legislador se dan conjuntamente la

165
necesidad de llevar a cabo una empresa –crear un cuerpo político- que sobrepasa la
fuerza humana y, para ejecutarla, una autoridad inexistente.

Esta tarea se ejecutará recurriendo a un discurso religioso:

Así, por lo tanto, al no poder el legislador emplear ni la fuerza ni


el razonamiento, es de necesidad que recurra a una autoridad de
otro orden, que pueda arrastrar sin violencia y persuadir sin
convencer. (Rousseau: 1998, 89)

Por lo tanto, el legislador apela a la religión como a un instrumento que le permite


fundar el Estado, dando lugar a una legalidad que funcionará como una segunda naturaleza
artificial:

He aquí lo que obligó en todos los tiempos a los padres de las


naciones a recurrir a la intervención del cielo y atribuir a los
dioses su propia sabiduría, a fin de que los pueblos, sometidos a
las leyes del Estado como a las de la Naturaleza y reconociendo
el mismo poder en la formación del hombre y en la de la ciudad,
obedezcan con libertad y lleven dócilmente el yugo de la
felicidad publica. (Rousseau: 1998, 90)

Libertad, Igualdad, Propiedad.

El hombre que nace con el contrato social no es otro que el hombre libre cuyo rasgo
principal es que su acción voluntaria se realiza con otros hombres libres, es decir en el
contexto de una comunidad política; por lo tanto, en esta nueva condición, la dimensión
principal de la acción humana ya no puede ser el egoísmo sino la consideración del interés
común.

Este pasaje del estado de naturaleza al estado civil produce en el


hombre un cambio muy notable, al sustituir en su conducta el
instinto por la justicia, y al dar a sus acciones la moralidad de las
que antes carecían. Tan sólo entonces, cuando la voz del deber
sucede al impulso físico y el derecho, al apetito, el hombre que
hasta entonces no había mirado más que a sí mismo, se ve
obligado a actuar según otros principios y a consultar su razón
antes que escuchar sus inclinaciones. (Rousseau: 1998, 61-62)

166
Rousseau se pregunta qué se gana y qué se pierde con el abandono del estado
natural; su respuesta consistirá en mostrar que, por una parte, se gana la libertad y la
igualdad civiles y, por otra, la propiedad privada de lo que antes sólo se tenía como
posesión.

En efecto, por un lado, lo que el hombre pierde al entrar en sociedad es su libertad


natural y el derecho natural ilimitado a todo lo que desea; es en este sentido que gana la
libertad civil limitada por la voluntad general; por otro lado, adquiere moralidad en sus
actos, la que lo hace realmente libre y dueño de sí mismo, ya que la sumisión a los
impulsos es esclavitud, mientras que la obediencia a la ley que uno mismo se da, es
libertad.

Es así que un particular será libre cuando adecue su conducta a la ley que él mismo
ha dictado en tanto que miembro de la voluntad general. Como correlato aquel que viola la
ley apelando a su conveniencia privada sólo revela su falta de libertad, en tanto que como
súbdito se desobedece a sí mismo en cuanto que parte del soberano. En este sentido, el
castigo al trasgresor de la ley –aunque consista en la privación de la libertad física- no es
otra cosa que el obligar a ser libre a quien, guiado por su interés privado y sus pasiones, no
adecuó su conducta a la voluntad general. En consecuencia, castigar es liberar y obligar a
seguir la voluntad general.

Por lo tanto, para que el pacto social no sea una fórmula inútil,
encierra tácitamente este compromiso que por sí solo puede dar
fuerza a los demás: que quienquiera que se niegue a obedecer a
la voluntad general será obligado a ello por todo el cuerpo. Esto
significa tan sólo que se lo obligará a ser libre. (Rousseau: 1998,
61).

Luego del contrato el hombre adquiere la propiedad de lo que antes sólo poseía, dado

que la propiedad implica principalmente el reconocimiento mutuo de los ciudadanos y

está asegurada por la fuerza del cuerpo político, mientras que la posesión se basa

fundamentalmente en la fuerza que permite mantener algo como propio mientras pueda

ser defendido por uno mismo. Lo que convierte a una posesión en una propiedad

privada es el acuerdo colectivo consistente en una limitación mutua de los ciudadanos

167
por la cual cada uno debe limitarse a su propiedad renunciando a la de los demás. Como

señala Rousseau,

todo hombre, naturalmente, tiene derecho a todo lo que le es


necesario; pero el acto positivo que lo transforma en propietario
de algún bien lo excluye de todo el resto. Teniendo ya su parte,
debe limitarse a ella y ya no tiene derecho alguno en la
comunidad. He aquí porqué el derecho del primer ocupante, tan
débil en el estado de naturaleza es respetable para todo hombre
civil. En ese derecho se respeta menos lo que es de otro que lo
que no es de uno mismo. (Rousseau: 1998, 63)

Por último, Rousseau cierra el Libro I de Del Contrato Social señalando, por una
parte, el vínculo correcto entre el derecho de propiedad individual y el colectivo y, por otra,
el lazo esencial entre libertad, igualdad y propiedad.
Respecto del primer punto enfatiza nuevamente la primacía de lo común por sobre
lo privado pues
el derecho que cada particular tiene sobre su propio fondo está
siempre subordinado al derecho que la comunidad tiene sobre
todos; sin lo cual no habría ni solidez en el lazo social, ni fuerza
real en el ejercicio de la soberanía. (Rousseau: 1998, 66).

En cuanto al segundo punto Rousseau define el concepto de igualdad civil como aquel

artificio que no sólo es acorde a la igualdad natural de los hombres sino que incluso es

capaz de corregir las desigualdades naturales:

es que el pacto fundamental, en lugar de destruir la igualdad


natural, sustituye por el contrario con una igualdad moral y
legítima lo que la naturaleza había podido poner de desigualdad
física entre los hombres y que éstos, pudiendo ser diferentes en
fuerza o en talento, se vuelven todos iguales por convención y
derecho. (Rousseau: 1998, 66)

168
Finalmente, este primer libro de Del Contrato Social señala la prioridad23 de la
igualdad –entendida en sentido no sólo formal sino también material- respecto de la
libertad.
La igualdad en el carácter de propietario de los ciudadanos es la condición de
posibilidad de su libertad y, por ende, de la democracia misma, en tanto que es un criterio
de diferenciación entre las malas formas de organización común y la única buena:
Bajo los malos gobiernos esta igualdad [moral y legítima] es
únicamente aparente e ilusoria, sólo sirve para mantener al pobre
en su miseria y al rico en su usurpación. De hecho las leyes son
siempre útiles para los que poseen y perjudiciales para los que
nada tienen, de ello se sigue que el estado social tan sólo es
ventajoso para los hombres cuando todos tienen algo y ninguno
de ellos tiene demasiado. (Rousseau: 1998, 66, nota 1).

Así se expresa, entonces, este ideal democrático de moderación:


con respecto a la igualdad, no es necesario entender por esta
palabra que los grados de poder y de riqueza sean absolutamente
los mismos, sino, en lo que respecta al poder, que quede por
encima de toda violencia y no se ejerza nunca sino en virtud de la
categoría y de las leyes; y, en cuanto a la riqueza, que ningún
ciudadano sea lo bastante opulento como para poder comprar a
otro y ninguno sea lo bastante pobre como para estar obligado a
venderse: lo que supone, del lado de los grandes, moderación de
bienes y de influencia y, del lado de los pequeños, moderación de
avaricia y de apetencias. (Rousseau: 1998:101-102).
Por lo tanto, no basta con garantizar el derecho al voto de los ciudadanos (una
cabeza, un voto) sino que para que haya legitimidad en el ejercicio del poder es preciso por
un lado que el poder se ejerza por medio de la ley y por otro, que ningún ciudadano sea tan
pobre ni nadie tan rico, ya que allí donde hay desigualdad –que no es natural sino
instituida- hay injusticia, es decir no rige el derecho. En efecto, no sólo debe garantizarse la
igualdad formal sino también la material; en este sentido, la regulación de la propiedad con
el fin de mantener cierta igualdad es una de las finalidades esenciales de una buena
organización político-jurídica legítima. Como señala Rousseau:

tal igualdad, se nos dice, es una quimera de la teoría que no


puede existir en la práctica. Pero, si el abuso es inevitable ¿de

23
Según Rousseau de los dos objetos –libertad e igualdad- que constituyen el máximo bien de todos, y por
ello son el fin al que debe tender la legislación la primacía reside en “la igualdad, porque la libertad no puede
subsistir sin ella” (Rousseau: 1998:101).

169
ello se sigue que no se necesite, por lo menos regularlo?
Precisamente porque la fuerza de las cosas tiende siempre a
destruir la igualdad, la fuerza de la legislación debe siempre
tratar de mantenerla. (Rousseau: 1998, 102)

Rousseau lleva a cabo un balance en el capítulo IV del libro II de Del Contrato


Social por el cual no sólo el pasaje del estado de naturaleza a la organización política es
bueno sino también sumamente útil, incluso cuando la pertenencia a la comunidad tenga
como correlato el deber de defenderla con la vida en cuanto ésta lo requiera. En efecto, en
este caso no haríamos otra cosa que defender aquel artificio –el Estado- que nos protege
frente a los demás Estados y ante la posibilidad de retornar a un estado natural violento. Es
decir que el deber de ir a la guerra en defensa del Estado no es sino un precio muy bajo que
se paga como contrapartida del hecho de que por su instauración se haya abandonado ese
estado natural de inseguridad y riesgo:

Una vez admitidas estas distinciones, es falso que en el contrato


social haya por parte de los particulares alguna renuncia
verdadera puesto que su situación, por efecto de ese contrato, es
realmente preferible a la de antes: en lugar de una enajenación no
han hecho sino un cambio ventajoso de una manera de ser
insegura y precaria a otra mejor y más segura, de la
independencia natural a la libertad, del poder de perjudicar a los
demás a su propia seguridad y de su fuerza, que otros podían
superar a un derecho que la unión social vuelve invencible. Su
vida misma, que ellos han consagrado al Estado, está
continuamente protegida por él y, cuando la exponen para su
Defensa ¿qué hacen, por él, sino devolverle lo que de él han
recibido? ¿Qué hacen, entonces, que no hubiera hecho con más
frecuencia y con mayor peligro, en el estado de naturaleza
cuando, librando combates inevitables, defendieran con peligro
de su vida lo que les sirve para conservarla? (Rousseau: 1998,
76-77)

Voluntad general, acto de soberanía, ley.

Hasta aquí nos hemos referido a la voluntad general como aquello que nace como
resultado del pacto entre hombres libres e iguales. De este pacto surge la voluntad soberana
del pueblo compuesto de ciudadanos iguales formal y materialmente, pues “el pacto social

170
establece entre los ciudadanos una igualdad tal, que ellos se comprometen todos bajo las
mismas condiciones y deben gozar todos de los mismos derechos.” (Rousseau: 1998, 76)

Esta igualdad está garantizada porque el poder soberano está en manos de una
voluntad cuya característica principal es ser general.

Así, por la naturaleza del pacto, todo acto de soberanía, es decir


todo acto auténtico de la voluntad general, obliga o favorece por
igual a todos los ciudadanos; de modo que el soberano conoce
solamente el cuerpo de la nación y no distingue a ninguno de
quienes lo componen. (Rousseau: 1998, 76-77).

Veamos, entonces, qué debe entenderse cuando se hace referencia a “la generalidad
de la voluntad” del pueblo. Esta distinción nos permitirá, a su vez, comprender la diferencia
entre acto de soberanía y acto de gobierno.

Se debe destacar que la generalidad de la voluntad corresponde tanto a su objeto,


que debe ser general –el bien común- y no particular –el bien de determinados particulares-
cuanto a su esencia, pues debe ser la voluntad de todo el pueblo y no de una parte del
mismo, ya que si esto sucediera la soberanía ya no sería democrática. En otras palabras si,
por un lado, la voluntad general se refiere a que debe ser el producto del voto de todos los
ciudadanos, por otro lado, remite al hecho de que éstos sólo pueden legislar sobre
cuestiones generales, esto es que se deben crear leyes que se apliquen a todos y no a ciertos
grupos particulares, pues si esto último sucediese una consecuencia posible sería la
inequidad, es decir la ventaja o el perjuicio de ciertos particulares. Como señala Rousseau:

La voluntad general para ser realmente tal, debe serlo en su


objeto así como en su esencia; que debe partir de todos para
aplicarse a todos; y que pierde su rectitud natural cuando tiende a
algún objeto individual y determinado, porque entonces, al
juzgar sobre lo que nos es extraño, no tenemos ningún verdadero
principio de equidad que nos guíe. (Rousseau: 1998, 75)

Por lo tanto, la voluntad soberana del pueblo no admite matices; es decir, la


voluntad soberana no puede ser más o menos general, pues o es la voluntad de todos que se
aplica a todos, o interviene en ella alguna particularidad -ya sea de origen o de objeto- que
le quita toda legitimidad en cuanto voluntad soberana. Así,

171
la voluntad es general, o no lo es; es la del cuerpo del pueblo o
solamente de una parte de él. En el primer caso, esta voluntad
declarada es un acto de soberanía y hace ley; en el segundo, es
tan sólo una voluntad particular o un acto de administración; es,
a lo sumo, un decreto. (Rousseau: 1998, 69)

En este párrafo, Rousseau manifiesta que la intervención de la particularidad es


aquello que permite distinguir entre un acto de soberanía y un acto de gobierno, pues el
poder soberano –que es el legislativo y reside en el pueblo- produce leyes que deben ser
generales, mientras que el gobierno se caracteriza por dictar decretos, cuya característica
principal es que en ellos habita una particularidad de objeto y/o de procedencia.

Se ve también que, al reunir la ley la universalidad de la voluntad


y la del objeto, lo que un hombre, quienquiera fuere, ordena por
su propia iniciativa no es una ley; lo que, incluso, ordena el
soberano sobre un objeto particular tampoco es una ley, sino un
decreto: no es un acto de soberanía, sino de gobierno. (Rousseau:
1998, 84)

En este respecto nuestro autor se pregunta por este concepto clave para la
comprensión de la ley y su relación con la libertad y la obligación: el concepto de acto de
soberanía, cuyas características explica de la siguiente manera:

¿Qué es, pues, estrictamente un acto de soberanía? No es una


convención del superior con el inferior, sino una convención del
cuerpo con cada uno de sus miembros: convención 1egítima
porque tiene como base el contrato social, equitativa porque es
común a todos, útil porque no puede tener más objeto que el bien
general, y sólida porque tiene como garante la fuerza pública y el
poder supremo. (Rousseau: 1998, 76-77).

La libertad política se funda en esta generalidad de la voluntad pues en la medida en


que la ley que los particulares obedecen (en tanto que súbditos) no es más que el producto
de su libre voluntad (en cuanto que ciudadanos que participan en la realización de actos de
soberanía). En esto se sustenta la idea de que un hombre es libre cuando obedece la ley

172
pues, de este modo, no hace otra cosa que obedecerse a sí mismo: “mientras los súbditos se
someten tan sólo a tales convenciones, no obedecen sino a su propia voluntad.” (Rousseau:
1998, 76)

En efecto, del hecho de que sea el pueblo quien legisla en general sobre sí mismo se
desprende la autonomía de los ciudadanos que no obedecen a otros hombres sino que al
obedecer sólo a la ley se obedecen a sí mismos, ya que
cuando todo el pueblo estatuye sobre todo el pueblo, sólo se
considera a sí mismo; y si establece entonces una relación, es del
objeto entero considerado desde un punto de vista, al objeto
entero desde otro punto de vista, sin ninguna división en
absoluto. Entonces, la materia sobre la cual se estatuye es
general, al igual que lo es la voluntad que estatuye. Y este acto es
el que yo llamo una ley. (Rousseau: 1998, 83)

En este sentido, que la materia de la voluntad general sea general significa que “la
ley considera a los súbditos colectivamente y a las acciones en abstracto, nunca toma a un
hombre como individuo, ni una acción particular.” (Rousseau: 1998, 83)
Por lo tanto, ya que no estamos sometidos a voluntades particulares arbitrarias sino
que sólo nos encontramos obligados por la ley general que surge de la voluntad de todos
para aplicarse a todos, arribamos nuevamente a la conclusión de que la organización
político-jurídica legítima no requiere ni de garantías ni de límites que socaven lo absoluto
de la soberanía, pues de lo que se trata es de una democracia fundada en la voluntad
general, es decir, de todo un pueblo legislando sobre todo un pueblo.

Al mismo tiempo, debemos señalar que si, por un lado, aquello que todos los tipos
de leyes comparten entre sí y que permite diferenciarlas de los decretos es la generalidad;
por otro, Rousseau establece de acuerdo a cuál sea el objeto de su regulación, una división
y jerarquía entre las leyes. Así, distingue entre las leyes fundamentales o políticas, las
civiles, las criminales o penales y las costumbres, que se encuentran por fuera del orden
jurídico, aunque sean su producto y la garantía de su permanencia.

Respecto de las leyes fundamentales, Rousseau señala que son aquellas que
establecen la relación adecuada entre el soberano y el Estado, es decir que legislan sobre la
forma de gobierno, el modo de constituir la república y el de conservarla como tal. Ellas

173
constituyen el derecho político y son el objeto de estudio específico de Del Contrato
Social. Rousseau se refiere a ellas en esto términos:

Para ordenar la totalidad o brindar la mejor forma posible a la


cosa pública hay diversas relaciones que considerar. En primer
lugar, la acción del cuerpo entero que actúa sobre sí mismo, es
decir la relación del todo con el todo, o del soberano con el
Estado, y esta relación está compuesta, como veremos, por la de
los términos intermedios.
Las leyes que regulan esa relación llevan el nombre de leyes
políticas, y también se llaman leyes fundamentales, no sin cierta
razón, si estas leyes son sabias. (Rousseau: 1998, 104-105)

Por otra parte, señala la relación entre súbditos como el objeto de regulación
correspondiente al derecho civil que debe garantizar la independencia de los súbditos entre
sí, a la vez que su dependencia respecto del Estado del que son súbditos:
La segunda relación es la de los miembros entre sí, o con el
cuerpo entero, y esta relación debe ser, en el primer caso, lo más
pequeña posible y en el segundo lo más grande posible; de
manera que cada ciudadano esté en una perfecta independencia
con respecto a todos los demás, y en una excesiva dependencia
con respecto a la ciudad. [...] De esta segunda relación nacen las
leyes civiles. (Rousseau: 1998, 105).

Por último, se hace referencia al derecho penal que regula la relación entre la ley y
quien la desobedece. Este tipo de leyes corresponden al castigo o pena que atañe al
incumplimiento, y por ello, Rousseau las identifica no con un tipo especial de ley sino con
la sanción misma que acompaña a todas las leyes:
Se puede considerar una tercera clase de relación entre el hombre
y la ley; a saber, la de la desobediencia y su pena, y esta da lugar
al establecimiento de leyes criminales que, en el fondo, más que
una especie particular de leyes, son la sanción detrás de todas las
demás. (Rousseau: 1998, 105).

Costumbres, Moral, Religión Civil.


Rousseau en la enumeración de los distintos tipos de leyes, incluye a las costumbres,

cuya característica principal es ser el producto del orden jurídico, a la vez que

constituyen el tipo de ley más importante para la organización común:

174
A estas tres clases de leyes se agrega una cuarta, la más
importante de todas, que no se graba en mármol ni en el bronce,
sino en los corazones de los ciudadanos; que hace la verdadera
constitución del Estado, que toma cada día nuevas fuerzas; que,
mientras otras leyes que envejecen o se extinguen, ésta las
reanima o las suple; que conserva un pueblo en el espíritu de su
institución y que sustituye insensiblemente la fuerza de la
autoridad por la fuerza del hábito. (Rousseau: 1998, 91).

En efecto, las costumbres no regulan la conducta externa de los hombres sino que
moldean su corazón, esto es su conducta interna, de acuerdo a lo establecido por las leyes
jurídicas, cuando se produce la interiorización de la ley. Por lo tanto, aquellas tienen más
fuerza que la ley porque forman parte de los sujetos determinando su acción desde su
interior mismo. La costumbre hace ociosa a la autoridad para hacer respetar la ley debido a
que dicho acatamiento está garantizado por el hábito. Consecuentemente, en ella reside el
opuesto exacto del poder constituyente y revolucionario que reside en el pueblo soberano,
pues las costumbres son las fuerzas de la conservación, del mantenimiento del pueblo en la
situación en que ha sido puesto por el acto de su institución. En ellas reside por lo tanto el
secreto éxito, es decir permanencia, de un orden jurídico-político:
Hablo de las costumbres, de los hábitos y sobre todo de la
opinión, elemento desconocido por nuestros políticos, pero del
cual depende el éxito de todos los demás; elemento del cual el
gran legislador se ocupa en secreto, mientras parece limitarse a
reglamentos particulares que no son sino el encofrado de las
bóvedas donde las costumbres, más lentas en nacer, forman
finalmente la sólida clave. (Rousseau: 1998, 106)

Hay que señalar esta combinación de importancia y exterioridad respecto del


derecho, pues en las costumbres no sólo reside la garantía de estabilidad y permanencia de
una legislación sino que, eminentemente, ellas son el modo de contrastar la real eficacia de
un ordenamiento jurídico, pues ésta residirá en la capacidad que éste tenga de cristalizar en
costumbres. Como señala nuestro autor en el Discurso sobre la Economía Política:
Si los políticos estuviesen menos cegados por su ambición,
verían en qué medida es imposible que cualquier establecimiento
pueda marchar según el espíritu de su institución si no es dirigido
por la ley del deber; sabrían que el mayor recurso de la autoridad
pública se encuentra en el corazón de los ciudadanos y que
cuando se quiere mantener el gobierno nada puede suplantar a las
costumbres. (Rousseau: 2001, 20).

175
De este modo, la relación esencial que existe para Rousseau entre ley, costumbre y
república justa o virtuosa, pues si el propósito de la instauración del Estado es crear un
ethos (costumbre) artificial a través de la instauración de leyes, entonces para que haya
costumbres justas –es decir encarnadas en ciudadanos virtuosos- debe haber habido en un
momento anterior leyes justas que hayan hecho de los ciudadanos hombres virtuosos. Así,
“las opiniones de un pueblo nacen de su constitución. Aunque la ley no regule las
costumbres, la legislación las hace nacer.” (Rousseau: 1998, 201)
Como hemos señalado, el efecto de aquella internalización de la ley justa es el
hábito justo que se encarna en ciudadanos virtuosos que no sólo obedecen una ley que es
externa para ellos sino que sobre todo lo hacen por deber, es decir porque ella es justa y
obliga también en foro interno. Esta indistinción entre moral y derecho quizás sea uno de
los rasgos fundamentales a partir del cual Rousseau se diferencia de la mayoría de sus
contemporáneos. En efecto, esta identidad entre moral y derecho es uno de los tópicos que
mejor expresa el momento antimoderno de Rousseau, que se opone a aquel postulado
moderno según el cual ambas esferas deben ser diferenciadas ya que para el mantenimiento
de la paz y el orden sólo bastaría con la obediencia a la legalidad externa. Según esta
perspectiva, dominante en la época, el hombre sería libre respecto de la legalidad interna
mientras su traducción pública no fuera perjudicial para los demás; es decir que cada uno
sería libre en su moral mientras respete el derecho.
Por el contrario, Rousseau sostiene la identidad entre el buen ciudadano y el buen
hombre, pues buen hombre es quien es virtuoso, al igual que lo es el buen ciudadano: quien
es virtuoso siempre la da prioridad al interés público por sobre el personal, lo que significa
que un hombre virtuoso será a la vez un ciudadano virtuoso, mientras que aquél que
privilegie su interés privado sin creer en la bondad de la ley no la considerará más que
desde una perspectiva utilitaria y la violará en cuanto pueda. Es decir que para Rousseau, si
los hombres no creyeran que las leyes fueran justas, esto es si bien y derecho no se
identificaran, podrían alegar un bien o una justicia extrajurídica que los exima del
cumplimiento de la ley.
Es en este sentido que el ordenamiento político legítimo es aquél que penetra hasta
la conciencia de los individuos -mediante la educación y las costumbres- con el fin de
transformar a los hombres en ciudadanos virtuosos. Es así que las leyes sedimentan en

176
costumbres que rigen a los hombres desde el interior de su corazón. La garantía respecto de
la bondad de ciertas costumbres la tenemos en tanto que son el producto del lento accionar
de leyes antiguas24 que a su vez son buenas porque de lo contrario hubieran sido
modificadas, pues,
la ley de ayer no obliga hoy, pero el consentimiento tácito se
presume del silencio, y se supone que el soberano confirma
incesantemente las leyes que no anula pudiendo hacerlo. Todo lo
que él ha declarado querer alguna vez, lo quiere siempre, a
menos que lo revoque. (Rousseau: 1998, 150)

Por último, y en estrecha relación con la cuestión del vínculo indisoluble entre
moral y derecho, cabe mencionar el hecho de la santidad de las leyes, es decir el lazo que
une a la religión con el derecho. En el capítulo VIII del libro IV de Del Contrato Social,
titulado De La Religión Civil, Rousseau se ocupa de la relación entre religión y política con
el fin de fundamentar un tipo de religiosidad que sostenga la ley, es decir para dar un apoyo
religioso al derecho, a partir del cual se establece que quien no crea y, por lo tanto, no
obedezca a los dogmas de la religión civil no será un buen ciudadano ni un súbdito fiel. La
religión civil, entonces, consistirá en ciertos dogmas de sociabilidad que reafirman los
deberes ciudadanos. Estos dogmas positivos de la religión civil afirman, entre otras cosas,
la santidad del contrato social y de las leyes, pues ambos son prerrequisitos para el
cumplimiento de la ley ya que sólo así quedaría asegurada la adecuación de la voluntad
particular a la ley dictada por la voluntad general. De este modo, se produce una
divinización de la ley convencional del hombre; además, deberá suponerse la existencia de
una divinidad pues sólo en tanto que se reconozca una divinidad que todo lo vea y pueda,
violar la ley será también desobedecer a Dios. Es así que, según Rousseau,
los dogmas de la religión civil deben ser sencillos, pocos, y estar
enunciados con precisión, sin explicaciones ni comentarios. La
existencia de una divinidad poderosa, inteligente, bienhechora,
previsora y providente; la vida futura, la felicidad de los justos, el
castigo de los malos, la santidad del contrato social y de las
leyes: he aquí los dogmas positivos. En cuanto a los dogmas

24
“¿Por qué despiertan, pues, tanto respeto las leyes antiguas? Por el hecho mismo de ser antiguas. Se debe
creer que tan sólo la excelencia de las voluntades antiguas las ha podido conservar tanto tiempo: si el
soberano no las hubiera tenido constantemente por saludables, las hubiera revocado mil veces. He aquí por
qué, lejos de deblitarse, las leyes adquieren sin cesar una fuerza nueva en todo Estado bien constituido; e
prejuicio en favor de la antigüedad las vuelve cada día más venerables” (Rousseau, 1998:150).

177
negativos, los limito a uno sólo: la intolerancia. (Rousseau, 1998,
216).

Respecto de este dogma negativo, debemos señalar que Rousseau rechaza la


intolerancia de ciertas prácticas religiosas ya que son contrarias a las leyes establecidas por
el contrato; por lo tanto, el límite de esta religión civil consiste en no tolerar la intolerancia,
es decir, sólo admitir en el Estado aquellos cultos religiosos cuyas enseñanzas y prácticas
no entren en contradicción con lo que dicta la voluntad general.

Gobierno, tribunado, dictadura.


En este apartado describiremos los modos diversos en que tres poderes
subordinados se relacionan con la ley. En primer lugar, nos referiremos al poder ejecutivo
cuya función consiste en mediar entre la generalidad de la ley dictada por la voluntad
popular y el caso particular. Luego describiremos el poder judicial que actúa como garante
del cumplimiento de la ley. Por último, señalaremos el poder dictatorial, es decir, aquel
poder excepcional que tiene la facultad de suspender la ley temporalmente con el fin de su
conservación. Este poder no consiste en un cuerpo estable como lo serían el ejecutivo y el
judicial sino que es antes bien una facultad, la facultad de llamar al estado de excepción.
Respecto del primer punto, es decir del poder ejecutivo en su relación convergente
con el legislativo, Rousseau señala lo siguiente: “el cuerpo político tiene los mismos
móviles: se distinguen en él la fuerza y la voluntad; ésta bajo el nombre de poder
legislativo, la otra bajo el nombre de poder ejecutivo. Nada se hace, o no se debe hacer, sin
el aporte de ambos” (Rousseau: 1998, 107-108).
Ya hemos visto que el poder legislativo pertenece al pueblo en cuanto soberano y, por lo
tanto, es un poder cuyos actos son generales. Por el contrario, el gobierno, consiste en actos
particulares cuya función es establecer una comunicación entre el soberano y el Estado. Por
lo tanto, el gobierno no debe ser “confundido equivocadamente con el soberano, del cual es
tan sólo el ministro.” (Rousseau: 1998, 108)

Por otro lado, Rousseau diferencia explícitamente entre soberanía y gobierno, es


decir, entre el poder legislativo y el ejecutivo en tanto que este último sólo cumple un rol
mediador entre el soberano y los súbditos, ya que su función es garantizar que éstos últimos
ajusten su conducta a las leyes que han dictado en tanto que ciudadanos. De este modo, el

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gobierno es un poder derivado y subordinado y por esto “debe ser lo bastante poderoso para
dominar la voluntad particular de los ciudadanos, pero no lo bastante para dominar la
general o las leyes” (Bloom: 1996, 544). En consonancia con esto, en el Discurso sobre la
economía política Rousseau sostiene la necesidad de que la administración pública se ajuste
a la ley. En efecto, la legitimidad en el manejo de la maquinaria estatal reside en realizarlo
de un modo transparente, aplicando la ley y enseñando a amarla.

Rousseau, entonces, se pregunta por el estatus del gobierno en referencia al


soberano. Su respuesta consistirá en señalar el carácter de mediador que corresponde a este
poder ejecutor de las leyes:

¿Qué es entonces el gobierno? Un cuerpo intermediario


establecido entre los súbditos y el soberano para su recíproca
correspondencia, encargado de la ejecución de las leyes y del
mantenimiento de la libertad, tanto civil como política.
(Rousseau: 1998, 108).

Continuando con la explicitación del concepto de gobierno menciona los modos en


que se puede hacer referencia al mismo según se trate de sus miembros o del cuerpo entero:
“los miembros de ese cuerpo se llaman magistrados o reyes, es decir, gobernantes, y el
cuerpo entero lleva el nombre de príncipe.” (Rousseau: 1998, 108) Así, llega a la siguiente
definición: “llamo, por lo tanto, gobierno o suprema administración al ejercicio legítimo
del poder ejecutivo, y príncipe o magistrado al hombre o al cuerpo encargado de esta
administración.” (Rousseau: 1998, 109)
Sin embargo, la relación entre el soberano y el gobierno, que debe mediar entre la
ley general y el acto particular de aplicación, no siempre es transparente, por lo que se
requiere de otro poder capaz de mediar y de garantizar que los actos de gobiernos se
adecuen al mandato soberano. Por otra parte, puede darse también el desacuerdo entre el
gobierno y el pueblo (entendido como conjunto de súbditos) que también requiera a su vez
de un poder mediador capaz de garantizar la aplicación de la ley. Como señala Rousseau:
Cuando no se puede establecer una exacta proporción entre las
partes constitutivas del Estado, o cuando causas irreductibles
alteran sin cesar las relaciones, entonces se instituye una
magistratura particular que no forma cuerpo con las demás,

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vuelve a colocar cada término en su verdadera relación y que
establece un enlace o término medio, sea entre el príncipe y el
pueblo, sea entre el príncipe y el soberano, sea entre ambas
partes a la vez si es necesario. (Rousseau: 1998, 193-194)

Este poder es el judicial, que Rousseau llama Tribunado cuya importancia reside en
su capacidad de garantizar el respeto a la ley y su conservación: “es el conservador de las
leyes y del poder legislativo. Sirve, a veces, para proteger al soberano contra el gobierno,
[...] a veces, para sostener al gobierno contra el pueblo, [...] y, a veces, para mantener el
equilibrio entre ambas partes.” (Rousseau: 1998, 194)
El tribunado es sumamente importante, quizás sea, para Rousseau, el poder más
importante, pues si bien no tiene ni la capacidad de gobernar ni la de legislar, en el recae la
responsabilidad por la defensa de la ley. En este sentido, Rousseau afirma que “aunque no
puede hacer nada, puede impedirlo todo. Es más sagrado y más reverenciado como
defensor de las leyes, que el príncipe que las ejecuta y que el soberano que las da.”
(Rousseau: 1998, 194)
De hecho, en tanto que es el defensor de la ley es, por eso mismo, garante del
mantenimiento del orden democrático: “El tribunado, sabiamente moderado, es el apoyo
más firme de una buena constitución; pero, por poco que sea el exceso de fuerza que posea,
lo transforma todo.” (Rousseau: 1998, 194) En efecto, si la democracia y la constitución
dependen del correcto funcionamiento del tribunado, un uso indebido de este poder acarrea
los mayores peligros, es así que “degenera en tiranía cuando usurpa el poder ejecutivo, del
cual, no es sino el moderador, y cuando quiere dar las leyes, a las que tan sólo debe
proteger.” (Rousseau: 1998, 194)
Por último, señalaremos que así como se instituye el tribuado como órgano capaz de
defender la aplicación de las leyes también se establece el poder dictatorial como aquél
facultado para susender la constitución -llegado el caso extremo- también con el fin de
conservarla. Esta es quizás la figura mas paradójica dentro de todo ordenamiento jurídico
pues en nombre de su defensa se procede a su supensión, esto es, su destrucción, al menos
provisoria. Como en la mayoría de las constituciones modernas en El Contrato Social
aparece la figura legal que permite la suspensión de las leyes con el fin de salvar al Estado.
Bajo el título De la dictadura Rousseau expone su version del estado de excepción:

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La inflexibilidad de las leyes, que le impide someterse a los
acontecimientos, puede en ciertos casos volverlas perniciosas y
provocar la pérdida de Estado en una época de crisis. El orden y
la lentitud de las formas exigen un tiempo que las circunstancias
a veces niegan. [...]
No es necesario, por lo tanto, querer fortalecer las instituciones
políticas hasta privarse del poder de suspender su efecto. Esparta
misma ha dejado dormir sus leyes. (Rousseau: 1998, 196)

Es decir, que no siempre es preciso aferrarse a la ley dictada democráticamente


pues, en el caso extremo, es decir en una guerra civil, frente a una revolución o ante un
ataque extrajero, la prudencia sugiere y el deber manda supender la constitución para
conservar al Esado. La paradoja reside en que, como hemos visto, el Estado se identifica
con el Estado de derecho por lo que es de difícil comprensión en qué medida la suspensión
del derecho puede permitir la salvación del Estado.

Pues bien, en torno de este paradójico poder se debe ser muy cauto y explícito
respecto de las condiciones que lo habilitan, el tiempo de su duración y sus facultades ya
que, de lo contrario, el riesgo para el Estado y la comindad política es infinitamente mayor
a aquel generado por el exceso del tribunado.

Es así que Rousseau se ocupa de señalar, en primer lugar, la condición que habilita
la suspensión del poder legislativo, es decir la situación de crisis extrema:

Pero tan sólo los mayores peligros pueden equilibrar el riesgo de


alterar el orden público y nunca se debe interrumpir el poder
sagrado de las leyes sino cuando se trata de salvación de la
patria. En esos casos, raros y manifiestos, se provee a la
seguridad pública por un acto particular que confía la carga al
más digno. (Rousseau: 1998, 196)

En segundo lugar, el filósofo ginebrino señala la dos limitaciones que encuentra


este poder de excepción. Por una parte, la imposibilidad de erigirse en soberano: “de este
modo la suspensión de la autoridad legislativa no la abole: el magistrado que la hace callar
no puede hacerla hablar; la domina sin poder representarla. Puede hacerlo todo, salvo
leyes.” (Rousseau: 1998, 197) Por otra parte, la imposibilidad de extenderse más allá de un
tiempo breve:

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Cualquiera sea el modo en que sea conferida esta importante
comisión, es preciso fijar su duración en un término muy corto,
que nunca pueda ser prolongado. En las crisis que hacen
establecer la dictadura, el Estado es pronto destruido o salvado y,
pasada la necesidad urgente, aquella se vuelve tiránica o inútil.
(Rousseau: 1998, 199-200)

Queda así delimitada la capacidad de este poder excepcional cuyo rasgo


central es la paradoja según la cual la ley se conserva suspendiéndose.

Bibliografía:

BLOOM, Allan: “Jean-Jacques Rousseau”, en: STRAUSS, Leo y CROPSEY, Joseph,


(Comps.), Historia de la filosofía política, México: F.C.E., 1996.

DOTTI, Jorge: Clases Teóricas de filosofía política UBA, Buenos Aires: Sim apuntes,
2001.

DOTTI, Jorge: El mundo de Juan Jacobo Rousseau, Buenos Aires: CEAL, 1991.

ROUSSEAU, Jean-Jacques: “Discurso sobre el origen y desigualdad entre los hombres”,


en: Discurso sobre el origen y desigualdad entre los hombres y otros escritos, Madrid:
Técnos, 1995.

ROUSSEAU, Jean-Jacques: El Contrato social, Buenos Aires: Losada, 1998.

ROUSSEAU, Jean-Jacques: Discurso sobre la Economía política, Madrid: Técnos, 2001.

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