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Exhalation

Ted Chiang

Desde hace mucho se dice que el aire (al que otros llaman argón) es la fuente de la vida. Este no es,
de hecho, el caso, y yo grabo estas palabras para describir como llegué a comprender la verdadera
fuente de la vida y, como corolario, el medio por el cual un día la vida terminará.

Durante la mayor parte de la historia, la suposición de que obteníamos vida a partir del aire
resultaba tan evidente que no había necesidad de comprobarla. Cada día consumimos dos
pulmones cargados con aire; cada día removemos de nuestro pecho los vacíos y los reemplazamos
con llenos. Si una persona es descuidada y permite que su nivel de aire baje demasiado, siente la
pesadez de sus miembros y la creciente necesidad de reabastecimiento. Es extremadamente raro
que una persona sea incapaz de obtener al menos un pulmón de repuesto antes de que el par que
lleva instalado se vacíe por completo; en aquellas desafortunadas ocasiones en que esto ha
ocurrido – cuando una persona queda atrapada e incapaz de moverse, sin nadie cerca que pueda
ayudarle – la persona muere segundos después de que su aire se agote.

Pero en el curso normal de la vida, la necesidad de aire se encuentra lejos de nuestros


pensamientos, y de hecho muchos dirían que satisfacer esa necesidad es la parte menos
importante de asistir a las estaciones de llenado. Pues son las estaciones de llenado el punto de
reunión principal para la conversación social, los lugares de donde obtenemos sustento emocional
así como físico. Todos tenemos pulmones llenos de repuesto en nuestros hogares, pero cuando se
está solo, el acto de abrir su propio pecho y reemplazar los pulmones puede parecer poco más que
una obligación. En la compañía de otros, sin embargo, se convierte en una actividad comunal, un
placer compartido.

Si uno se encuentra demasiado ocupado, o sin ánimo de socializar, puede simplemente recoger un
par de pulmones llenos, instalarlos, y dejar los pulmones vacíos del otro lado de la habitación. Si
uno dispone de algunos minutos, se considera una cortesía conectar los pulmones vacíos al
dispensador de aire y llenarlos para la próxima persona. Pero, por mucho, la práctica más común
es quedarse y disfrutar de la compañía de otros, discutir las noticias del día con amigos y conocidos
y, de paso, ofrecerle pulmones recién llenados a su interlocutor. Si bien esto tal vez no implica
compartir aire en el sentido más estricto, hay camaradería que se deriva del saber que todo
nuestro aire viene de la misma fuente, pues los dispensadores no son sino las terminales expuestas
de tuberías que se extienden desde la reserva de aire en lo profundo de la tierra, el gran pulmón
del mundo, la fuente de todo nuestro sustento.

Muchos pulmones son devueltos a la misma estación de llenado al día siguiente, pero igualmente
muchos circulan a otras estaciones cuando la gente visita distritos vecinos. Los pulmones son todos
de idéntica apariencia, cilindros lisos de aluminio, de modo que no se puede decir si un pulmón en
particular se ha quedado siempre cerca de casa o ha viajado largas distancias. Y así como los
pulmones pasan de persona a persona y de distrito a distrito, también lo hacen las noticias y los
chismes. De este modo se pueden recibir nuevas de distritos remotos, incluso aquellos en el borde
mismo del mundo, sin necesidad de salir de casa, aunque yo en lo personal disfruto viajar. He
recorrido todo el camino al borde del mundo, y visto el sólido muro de cromo que se extiende
desde el suelo hasta el infinito cielo.

Fue en una de las estaciones de llenado que por primera vez escuché los rumores que iniciaron mi
investigación y me llevaron a mi eventual descubrimiento. Comenzó de manera inocente, con un
comentario del pregonero público de nuestro distrito. Al medio día del primer día de cada año, es
tradición que el pregonero recite un pasaje en verso, una oda compuesta hace mucho para esta
celebración anual que toma exactamente una hora en pronunciarse. El pregonero mencionó que
en su actuación más reciente, el reloj de la torre dio la hora antes de que él hubiera terminado,
algo que nunca había sucedido antes. Otra persona comentó que debía tratarse de una
coincidencia, porque él acababa de regresar de un distrito cercano donde el pregonero se había
quejado de la misma incongruencia.

Nadie le dio al asunto mucha importancia más allá del simple reconocimiento que parecía
merecer. Fue unos días después, cuando se supo de una discrepancia similar entre el pregonero y
el reloj de un tercer distrito, que se sugirió que estas diferencias podrían ser evidencia de un
defecto en el mecanismo común de todos los relojes de torre, aunque una curiosa que cause que el
reloj trabaje más rápido en lugar de más despacio. Horólogos investigaron los relojes de torre en
cuestión, pero en la inspección no se pudo discernir ninguna imperfección. De hecho, cuando se
compararon contra los relojes empleados para tal calibración, se encontró que todos los relojes de
torre se han mantenido dando la hora perfectamente.

Yo mismo encontré la cuestión intrigante, pero estaba demasiado enfocado en mis propios
estudios para dedicarme a otras cosas. Era y soy estudiante de anatomía, y para poner en contexto
a mis acciones posteriores, ahora ofrezco un breve recuento de mi relación con el campo.

La muerte es poco frecuente, afortunadamente, porque somos durables y los accidentes fatales
son raros, pero esto complica el estudio de la anatomía, en especial porque la mayoría de las
lesiones lo suficientemente serias para causar la muerte dejan los restos del difunto demasiado
dañados para estudiarlos. Si los pulmones sufren una ruptura estando llenos, la fuerza explosiva
puede destrozar un cuerpo, rasgando el titanio tan fácilmente como si se tratara de estaño. En el
pasado los anatomistas enfocaban su atención en las extremidades, que eran las que tenían
mayores oportunidades de sobrevivir intactas. En la primera conferencia de anatomía a la que
asistí hace más de un siglo, el profesor nos mostró un brazo amputado, con la carcasa removida
para revelar la densa columna de varillas y pistones dentro. Recuerdo vívidamente la manera en
que, despues de conectar las mangueras arteriales a un pulmón empotrado en el muro que
mantenía en el laboratorio, el profesor manipuló las varillas de accionamiento que sobresalían de
la base irregular del brazo, y en respuesta la mano abría y cerraba espasmódicamente.

Desde entonces nuestro campo ha avanzado hasta el punto en que los anatomistas son capaces de
reparar extremidades dañadas y, en ocasiones, reimplantarlas si han sido amputadas. Al mismo
tiempo hemos podido estudiar la fisiología de los vivos; yo he dado una versión de esa primera
conferencia que vi, durante la cual abrí la carcasa de mi propio brazo y dirigí la atención de mis
alumnos hacia las varillas que se extendían y contraían cuando movía mis dedos.
A pesar de estos avances, en el campo de la anatomía aún había un gran misterio sin resolver: la
memoria. Aún cuando conocemos un poco acerca de la estructura del cerebro, su fisiología es
notablemente difícil de estudiar debido a la extrema delicadeza del cerebro. En los accidentes
fatales típicamente, cuando el cráneo se rompe, el cerebro estalla en una nube de oro, dejando
poco más que filamento destrozado y hojuela de los que no puede discernirse nada útil. Por
décadas la teoría prevaleciente de la memoría fue que todas las experiencias de una persona
estaban grabadas en finas láminas de oro; eran estas hojas, despedazadas por la fuerza del golpe,
la fuente de las diminutas hojuelas que se encuentran luego de un accidente. Los anatomistas
entonces recogerían la pédacería de hoja de oro – tan delgada que la luz pasa a través de ellas con
destellos verdosos – y pasarían años tratando de reconstruir las láminas originales, con la
esperanza de descifrar eventualmente los símbolos en que las experiencias recientes del difunto
fueron escritas.

Yo no me sumé a esta teoría, conocida como la hipótesis de la inscripción, por la simple razón de
que si todas nuestras experiencias están realmente grabadas ¿por qué nuestras memorias están
incompletas? Los defensores de la hipótesis de la inscripción ofrecieron una explicación para para
el olvido – sugiriendo que con el paso del tiempo las láminas van quedando desalineadas respecto
a la aguja que lee los recuerdos, hasta que las hojas pierden contacto con ella por completo – pero
nunca me pareció convincente. Era fácil para mi apreciar el atractivo de la teoría, sin embargo; yo
también había dedicado muchas horas a examinar hojuelas de oro en el miscroscopio, y puedo
imaginar cuan gratificante sería girar la perilla de ajuste fino y ver símbolos legibles volverse
visibles.

Más allá de eso ¿cuán maravilloso sería descifrar los recuerdos más antiguos de una persona
fallecida, aquellos que ella misma ha olvidado? Ninguno de nosotros puede recordar mucho más
que un siglo en el pasado, y los registros escritos – relatos que nosotros mismos escribimos pero
tenemos escasos recuerdos de haberlo hecho – se extienden solo a unos cuantos cientos de años
antes de ello. ¿Cuántos años vivimos antes del comienzo de la historia escrita? ¿De dónde
venimos? Es la promesa de encontrar las respuestas en nuestros propios cerebros lo que hace a la
hipótesis de la inscripción tan seductora.

Yo era partidario de una teoría distinta, una que postulaba que nuestras memorias estaban
almacenadas en algún medio en que el proceso de borrado no era más complicado que el de
grabar: quizá en la rotación de engranes, o en la posición de una serie de interruptores. Esta teoría
implicaba que todo lo que habíamos olvidado estaba realmente perdido, y nuestros cerebros no
contenían historias más antiguas que las que podemos encontrar en nuestras bibliotecas. Una
ventaja de esta teoría era que explicaba mejor el por qué, cuando se instalan pulmones en aquellos
que murieron por falta de aire, los resucitados no tienen recuerdos y actúan sin sentido: de alguna
manera el shock de la muerte ha reiniciado todos los engranes o interruptores. Los inscripcionistas
afirman que la muerte simplemente había desalineado las láminas, pero nadie estaba dispuesto a
matar a una persona viva, nisiquiera a un imbécil, para poner fin al debate. Yo había ideado un
experimento que quizá me permitiría determinar la verdad de manera concluyente, pero era
riesgoso y merecía una cuidadosa consideración antes de llevarse a cabo. Permanecí indeciso
mucho tiempo, hasta que oí más noticias acerca de la anomalía del reloj.
De un distrito más distante llegaron noticias de que su pregonero público tambíen había observado
al reloj de torre dar la hora antes de terminar su recital de año nuevo. Lo que lo hacia notorio era
que el reloj de ese distrito empleaba un mecanismo distinto, en que las horas era marcadas por el
flujo de la caída de mercurio a un depósito. Aquí la discrepancia no podría ser explicada por una
falla mecánica común. La mayoría de la gente sospechaba fraude, una elaborada broma
perpetrada por algún travieso. Yo tenía una sospecha diferente, más oscura, a la que no me
atrevía a dar voz, pero que decidió mi curso de acción; procedería con mi experimento.

Primero construí la herramienta más simple: en mi laboratorio fijé cuatro prismas en soportes de
montaje, cuidadosamente alineados de manera que sus vértices formaran las esquinas de un
rectángulo. Con esta configuración, un rayo de luz dirigido a uno de los prismas inferiores era
reflejado hacia arriba, luego hacia atrás, abajo y de nuevo al frente en un bucle cuadrilátero. De
este modo, cuando me sentaba con mis ojos a la altura del primer prisma, obtenía una vista clara
de la parte trasera de mi propia cabeza. Este persicopio solipsista fue la base de todo lo que
vendría.

Una disposición rectangular similar de varillas de accionamiento permitía el correspondiente


desplazamiento de movimiento para acompañar el desplazamiento de visión que proporcionaban
los prismas. El conjunto de varillas de accionamiento era mucho más voluminoso que el periscopio,
pero aún relativamente sencillo en su diseño; en contraste, lo que coloqué en el extremo de estos
mecanismos era mucho más complicado. Al periscopio monté un microscopio binocular en una
armadura capaz de girar de lado a lado o de arriba a abajo. A las varillas de accionamiento
agregué una serie de manipuladores de precisión, aunque tal descripción difícilmente le hace
justicia a lo sofisticado del arte mecánico. Combinando la ingenuidad de los anatomistas y la
inspiración que proveen las estructuras corporales que estudiaron, los manipuladores daban a su
operador la habilidad para llevar a cabo cualquier tarea que normalmente podría realizar con sus
propias manos, pero en una escala mucho más pequeña.

Ensamblar todo este equipo me tomó meses, pero no podía darme el lujo de ser menos que
meticuloso. Una vez que los preparativos estuvieron completos, pude colocar mis manos en el nido
de perillas y palancas para controlar un par de manipuladores situados detrás de mi cabeza, y usar
el periscopio para ver en lo que trabajan. Así sería capaz de realizar la disección de mi propio
cerebro.

La sola idea debe sonar como una locura, lo sé, y si lo hubiera mencionado a mis colegas, sin duda
habrían intentado detenerme. Pero no podía pedirle a nadie más que se arriesgara por el bien de
la investigación anatómica y, dado que deseaba llevar a cabo la disección personalmente, no
habría quedado satisfecho siendo simplemente el sujeto pasivo de tal operación. La auto-disección
era la única opción.

Traje una docena de pulmones llenos y los conecté a un colector. Los monté debajo de la mesa de
trabajo a la que iba a sentarme y posicioné un dispensador para conectarlos directamente a las
entradas bronquiales dentro de mi pecho. De este modo contaría con el suministro de aire para
seis días. Anticipando la posibilidad de que no hubiera completado mi experimento durante ese
período, programé la visita de un colega al final de ese tiempo. Sin embargo, suponía que la única
manera en que no habría terminado la operación para entonces sería si había causado mi propia
muerte.
Comencé removiendo la placa profundamente curvada que formaba la parte posterior y superior
de mi cabeza; luego las dos placas de menor curvatura que formaban los costados. Solo quedaba
la placa frontal de mi rostro, pero estaba fijada en un soporte de sujección y no podía ver la
superficie interna desde el punto de vista de mi periscopio; lo que veía expuesto era mi propio
cerebro. Consistía en una docena o más de subsistemas, cuyo exterior estaba cubierto por carcasas
intrincadamente moldeadas; acercando el periscopio a las fisuras que las separaban, obtuve una
tentadora visión de los fabulosos mecanismos en su interior. Aún con lo poco que podía ver, podía
asegurar que se trataba de la máquina más bellamente compleja que había contemplado jamás,
tan más allá de cualquier dispositivo construído por el hombre que era indiscutiblemente de origen
divino. La vista resultaba a la vez emocionante y sobrecogedora, y la saboreé en una base
estríctamente estética por varios minutos antes de proceder con mis exploraciones.

En general se tenía la hipotesís de que el cerebro estaba dividido en una máquina ubicada en el
centro de la cabeza que realizaba la cognición en sí, rodeada de una serie de componentes en que
se almacenaban los recuerdos. Lo que observé era consistente con esta teoría, ya que los
subsistemas periféricos se asemejaban unos a otros, mientras que la estructura en el centro
parecía diferente, más heterogénea y con mayor número de partes móviles. Los componentes
estaban ensamblados con demasiada proximidad entre sí para permitirme observar mucho de su
operación; si me proponía descubrir más, necesitaría un punto de vista más íntimo.

Cada subsistema tenia una reserva local de aire, alimentada por una manguera que se extendía
del regulador en la base de mi cerebro. Enfoqué mi periscopio en el subconjunto ubicado más atrás
y, usando los manipuladores, rápidamente desconecté la manguera de salida e instalé una más
larga en su lugar. Había practicado esta maniobra en incontables ocasiones de modo que podía
realizarla en cuestión de segundos; aún así, no tenía la seguridad de poder completar la conexión
antes de que el subsistema agotara su reserva de aire. No seguí adelante hasta comprobar que la
operación del componente no se había interrumpido; reacomodé la manguera más larga para
obtener una mejor vista de lo que se encontraba en la fisura detrás de ella: otras mangueras que la
conectaban a componentes vecinos. Usando el par de manipuladores más delgados reemplacé una
por una las mangueras con sustitutos de mayor longitud. Eventualmente había recorrido todo el
subsistema y reemplazado cada conexión que tenía al resto de mi cerebro. Ahora podría
desmontar este subconjunto del marco de soporte y mover toda esa sección afuera de lo que había
sido la parte posterior de mi cabeza.

Estaba consciente de la posibilidad de haber dañado mi habilidad de pensar y no poder


reconocerlo, pero el que pudiera realizar algunas pruebas de aritmética básica sugería que estaba
ileso. Con un subsistema colgando del andamiaje, ahora tenía una mejor vista de la maquinaria de
cognición en el centro de mi cerebro, pero no había suficiente espacio para ubicar el microscopio
para una inspección más cercana. Para poder examinar realmente el funcionamiento de mi
cerebro, tendría que desplazar al menos media docena de subsistemas.

Laboriosamente, con extremada precaución, repetí el procedimiento de sustitución de mangueras


para otros subconjuntos, reubicando uno más atrás, dos más arriba y otros dos a los costados,
suspendiendo los seis de el andamiaje sobre mi cabeza. Cuando terminé, mi cerebro parecía una
explosión congelada una fracción de segundo después de la detonación, y nuevamente me sentí
sobrecogido cuando pensaba en ello. Pero por fin la maquinaria de cognición en sí se encontraba
expuesta, apoyada en un pilar de mangueras y varillas en movimiento que descendían hacia mi
torso. Ahora tenía espacio para girar mi microscopio y observar en trescientos sesenta grados, y
dar una mirada a las caras internas de los subsistemas que había movido. Lo que vi fue un
microcosmos de maquinaria áurea, un paisaje de diminutos rotores girando y cilindros en
miniatura.

Al contemplar esta vista, me preguntaba ¿dónde estaba mi cuerpo? Los conductos que
desplazaban mi visión y acción alrededor de la habitación no eran en principio distintos de aquellos
que conectaban mis manos y ojos originales a mi cerebro. Por la duración de este experimento ¿no
eran estos manipuladores escencialmente mis manos? ¿Acaso no eran los lentes de aumento en el
extremo de mi periscopio, en escencia mis ojos? Era yo una persona evertida, con mi pequeño y
fragmentado cuerpo situado en el centro de mi propio cerebro distendido. Fue en esta improbable
configuración que empecé a explorarme a mi mismo.

Dirigí mi microscopio hacia uno de los subsistemas de memoria, y empecé a examinar su diseño.
No albergaba expectativas respecto a descifrar mis recuerdos, solamente de adivinar los medios
por los que eran registrados. Tal como lo supuse, no había resmas de laminillas a la vista, pero
para mi sorpresa tampoco encontré bancos de engranajes o interruptores. En su lugar, el
subsistema parecía consistir casí en su totalidad de un banco de finos tubos de aire. A través de los
intersticios entre los túbulos alcanzaba a distinguir el movimiento de ondas que pasaban por el
interior del banco.

Con cuidadosa inspección y creciente magnificación, distinguí que los túbulos se ramificaban en
diminutas capilaridades de aire, las cuales se entrelazaban con un denso entramado de cables del
que colgaban hojuelas de oro por medio de bisagras. Bajo la influencia de el aire que escapaba de
los capilares, las hojuelas se mantenían en diferentes posiciones. No se trataba de interruptores en
el sentido convencional, pues no retendrían su posición sin una corriente de aire de apoyo, pero
imaginé que estos serían los interruptores que buscaba, el medio en que mis recuerdos se
encontraban almacenados. Las ondas que vi deben haber sido consecuencia del acto de recordar,
en que el arreglo de hojuelas era leído y enviado a la máquina de cognición.

Armado con este nuevo conocimiento, volví el microscopio hacia la máquina de cognición. Aquí
también observé un entramado de cables, pero no tenían hojuelas suspendidas en posición; en
lugar de estar estáticas las hojuelas se movían de un lado a otro, casi demasiado rápido para verlo.
En realidad casi toda la máquina parecía estar en movimiento, consistiendo más de un entramado
que de capilares de aire, y me pregunté como podía el aire alcanzar todas las hojuelas de oro en
una manera coherente. Por varias horas examiné con atención las hojas, hasta que me di cuenta
que ellas mismas cumplían el rol de capilares; formaban conductos temporales y válvulas que
existían solo el tiempo suficiente para dirigir el aire a otras hojuelas, y en consecuencia
desaparecían. Se trataba de una máquina en continua transformación, modificándose a sí misma
como parte de su operación. El entramado, más que una máquina, era la página en que la
máquina estaba escrita y sobre la cual ella misma escribía.

Podría decirse que mi consciencia estaba codificada en la posición de estas diminutas hojuelas,
pero sería más adecuado decir que estaba codificada en el siempre cambiante patrón de aire que
las impulsaba. Al ver las oscilaciones de las hojuelas de oro, observé que el aire no simplemente
provee energía a la máquina que lleva a cabo nuestros pensamientos. El aire es de hecho el medio
de nuestros pensamientos. Todo lo que somos es un patrón de flujo de aire. Mis recuerdos estaban
escritos no como ranuras en láminas metálicas, sino como corrientes persistentes de argón.

Mientras comprendía la naturaleza de este mecanismo de rejillas, una cascada de ideas


penetraron en mi consciencia en rápida sucesión. La primera y más trivial era entender por qué el
oro, el más maleable y dúctil de todos los metales, era el único material del que podían construirse
nuestros cerebros. Solamente las más delgadas laminillas podían moverse con la rapidez suficiente
para tal mecanismo, y solo el más delicado de los filamentos podía actuar como bisagra para ellas.
En comparación la rebaba de cobre que es levantada por mi buril al grabar estas palabras y que
cepillo al terminar cada página es tan gruesa y pesada como chatarra. Este era realmente un
medio en que borrar y grabar podía realizarse con rapidez, más allá de lo que permite cualquier
conjunto de interruptores o engranes.

Lo que tuve en claro a continuación fue por qué el instalar pulmones llenos a una persona que ha
muerto por falta de aire no la trae de nuevo a la vida. Las hojuelas en las rejillas permanecen
balanceadas entre colchones de aire continuos. Esto les permite moverse con agilidad, pero
también significa que si en alguna ocasión el flujo de aire se detiene, todo está perdido; todas las
hojuelas colapsan en idénticos estados colgantes, borrando los patrones y la consciencia que
representan. Restaurar el suministro de aire no puede recrear lo que se ha desvanecido. Tal era el
precio de la velocidad; un medio más estable para almacenar patrones significaría que nuestras
consciencias operarían mucho más lentamente.

Fue entonces que percibí la solución a la anomalía de los relojes. Observé que la velocidad de los
movimientos de estas hojuelas dependía de que estuvieran soportadas por aire; con suficiente flujo
de aire, las hojuelas se podían mover casi sin fricción. Si se movían con lentitud se debía a que
estaban sujetas a mayor fricción, lo cual solo podía ocurrir si los colchones de aire que las
soportaban eran más delgados, y que el flujo de aire a través de la rejilla se movía con menor
fuerza.

No sucede que los relojes estén funcionando más rápido. Lo que ocurre es que nuestros cerebros
están funcionando más lentamente. Los relojes de torre funcionan con péndulos, cuyo periodo
nunca varía, o por el flujo de mercurio en un tubo, que no cambia. Pero nuestros cerebros
dependen del paso de aire, y cuando ese aire fluje más despacio, nuestros pensamientos se
alentan, haciendo que nos parezca que los relojes funcionan más rápido.

Me había temido que nuestros cerebros se estuvieran haciendo más lentos, y fue este prospecto el
que me había inpulsado a buscar mi propia disección. Pero había asumido que nuestra maquinaria
– mientras que era impulsada por aire – era en última instancia de naturaleza mecánica, y que
algún componente del mecanismo se estaba deformando gradualmente por la fatiga, y por lo
tanto era responsable por la lentitud. Eso hubiera sido terrible, pero al menos existiría la esperanza
de que tal vez pudiéramos reparar el mecanismo y restarurar la velocidad de operación original de
nuestros cerebros.

Pero si nuestros pensamientos eran únicamente patrones de aire en lugar de movimiento de


engranes, el problema era mucho más serio, pues ¿qué podría causar que el flujo de aire en la
cabeza de cada persona se moviera más despacio? No podía ser una disminución de presión en los
dispensadores de nuestras estaciones de llenado;la presión de aire en nuestros pulmones es tan
elevada que debe ser reducida por una serie de reguladores antes de alcanzar nuestros cerebros.
La disminución en fuerza, observé, debe venir de la dirección opuesta: la presión en nuestra
atmósfera circundante se estaba elevando.

¿Cómo podía ser? Tan pronto como se formó la pregunta, la única respuesta posible se hizo
aparente: nuestro cielo no debe ser infinito en altura. En alguna parte más allá de los límites de
nuestra visión, los muros de cromo que rodean nuestro mundo deben curvarse hacia el interior
formando un domo; nuestro universo es una cámara sellada en lugar de un pozo abierto. Y el aire
se está acumulando gradualmente en el interior, hasta que se iguale la presión con la reserva que
hay debajo.

Por eso, al principio de este grabado, dije que el aire no es la fuente de la vida. El aire no se crea ni
se destruye; la cantidad total de aire en el universo permanece constante y, si el aire fuera todo lo
que necesitamos para vivir, nunca moriríamos. En realidad la fuente de la vida es una diferencia en
la presión de aire, el flujo de aire de espacios en los que es denso a espacios en los que no lo es. La
actividad en nuestros cerebros, el movimiento de nuestros cuerpos, la acción de cada máquina que
hemos construído es impulsado por el movimiento de aire, la fuerza ejercida cuando presiones
desiguales buscan equilibrarse. Cuando la presión en todo el universo sea la misma, todo el aire
estará inmóvil, y será inútil; un dia estaremos rodeados por aire inmóvil y seremos incapaces de
derivar beneficio alguno de el.

En realidad no estamos consumiendo aire en absoluto. La cantidad de aire que absorbo del par de
pulmones de cada dia es exactamente la que se filtra por las junturas de mis extremidades y las
uniones de mi carcasa, exactamente cuanto estoy agregando a la atmósfera a mi alrededor; todo
lo que estoy haciendo es convertir aire a alta presión en aire a baja presión. Con cada movimiento
de mi cuerpo contribuyo a la igualación de la presión en nuestro universo. Con cada pensamiento
que tengo, acelero la llegada de ese fatal equilibrio.

Si hubiera llegado a esta conclusión en cualquier otra circunstancia, habría saltado de mi silla y
corrido por las calles, pero en mi situación actual – el cuerpo inmovilizado en el soporte, el cerebro
suspendido por mi laboratorio – era imposible hacerlo. Podía ver las hojuelas de mi cerebro
agitándose a mayor velocidad por el tumulto de mis pensamientos, lo que a su vez aumentaba mi
agitación al estar inmovilizado. El pánico en ese momeno podría ocasionar mi muerte, un
paroxismo de pesadilla al estar simultáneamente atrapado y en una espiral fuera de control,
luchando contra mis amarras hasta que se me agotara el aire. Fue por casualidad tanto como por
intención que mis manos ajustaron los controles para evitar la vista del entramado, de modo que
todo lo que pudiera ver fuera la superficie vacía de mi mesa de trabajo. Liberado así de tener que
ver y magnificar mis propias aprehensiones, pude calmarme. Cuando recuperé la compostura,
comencé el largo proceso de volver a ensamblarme. Eventualmente restauré mi cerebro a su
configuración compacta original, volví a instalar las placas de mi cabeza y me liberé del soporte.

Al principio los otros anatomistas no me creyeron cuando les dije lo que había descubierto, pero en
los meses que siguieron a mi autodisección original, más y más de ellos se convencieron. Se
realizaron más exámenes de cerebros de personas, más mediciones de la presión atmosférica y
todos los resultados confirmaron mis declaraciones. La presión de aire en nuestro universo estaba
realmente aumentando, y alentando nuestros pensamientos como resultado.
Hubo pánico generalizado en los días después de que la verdad se hizo ampliamente conocida,
pues la gente contemplaba por primera vez la idea de que la muerte era inevitable. Muchos
pidieron la estricta limitación de las actividades para minimizar el engrosamiento de nuestra
atmósfera; las acusaciones de desperdicio de aire escalaron hasta convertirse en furiosos
enfrentamientos y, en algunos distritos, muertes. Fue la pena de haber causado esas muertes,
junto con el recordatorio de que aún tendrian que pasar muchos siglos antes de que la presion de
nuestra atmósfera se igualara con la de la reserva subterránea, lo que causó que el pánico
desapareciera. No estamos seguros cuantos siglos tomará; se estan realizando y debatiendo
mediciones y cálculos adicionales. Mientras tanto, hay mucha discusión acerca de como debemos
pasar el tiempo que nos queda.

Una secta se ha dedicado a la meta de revertir la igualación de presión, y ha encontrado muchos


seguidores. Los mecánicos entre ellos construyeron una máquina que toma aire de nuestra
atmósfera y lo forza a un volumen más pequeño, un proceso llamado “compresión”. Su máquina
restaura el aire a la presión que tenía originalmente en la reserva, y estos Reversalistas con gran
emoción anunciaron que formaría la base de una nueva estación de llenado, una que – con cada
pulmon que llenara – revitalizaria no solo al individuo sino al universo mismo. Por desgracia, un
exámen más detallado de la máquina reveló su falla fatal. La máquina misma es impulsada por
aire de la reserva, y por cada pulmón de aire que produce, la máquina consume no solo esa
cantidad de aire, sino un poco más. No revierte el proceso de igualación, sino que como todo lo
demás en el mundo, lo acelera.

Aunque algunos de sus seguidores se apartaron por la desilusión después de este revés, los
Reversalista como grupo no se inmutaron, y comenzaron a crear diseños alternativos en que el
compresor era impulsado por el desenrollado de resortes o el descenso de pesas. Estos
mecanismos no resultaron mejores. Cada resorte que es enrollado representa aire liberado por la
persona que lo enrolló; cada peso que se mantiene más elevado que el nivel del suelo representa
aire liberado por la persona que lo levantó. No hay una fuente de poder en el universo que no se
derive en última instancia de una diferencia en la presión del aire, y no puede haber una máquina
cuya operación, en suma, disminuya tal diferencia.

Los Reversalistas continúan su labor, en la confianza de que un día construirán una máquina que
genere más compresión de la que usa, una fuente de energía perpetua que restaurará al universo
su vigor perdido. Yo no comparto su optimismo; creo que el proceso de igualación es inexorable.
Eventualmente, todo el aire en nuestro universo estará uniformemente distribuido, no más denso o
más enrarecido en un punto que en cualquier otro, incapaz de impulsar un pistón, girar un rotor o
agitar una hojuela de oro. Será el final de la presión, el final de la fuerza motriz, el final del
pensamiento. El universo habrá alcanzado perfecto equilibrio.

Algunos encuentran ironía en el hecho de que un estudio de nuestros cerebros nos reveló no
secretos de nuestro pasado, sino lo que nos espera en el futuro. Sin embargo, yo sostengo que
hemos aprendido algo importante sobre el pasado. El universo comenzó como un enorme aliento
contenido. No se sabe el por qué, pero sin importar la razón, me da gusto que así haya sido,
porque debo mi existencia a ese hecho. Todos mis deseos y meditaciones son ni más ni menos de
corrientes parásitas generadas por la exhalación gradual de nuestro universo. Y hasta que esta
gran exhalación termine, mis pensamientos viven.
Con el fin de que nuestros pensamientos continúen tanto como sea posible, anatomistas y
mecánicos están diseñando reemplazos para nuestros reguladores cerebrales, capaces de
incrementar la presión de aire en nuestros cerebros gradualmente y mantenerla un poco más
elevada que la presión atmosférica. Una vez que sean instalados, nuestros pensamientos
continuarán aproximadamente a la misma velocidad aunque el aire se espese a nuestro alrededor.
Eventualmente la diferencia de presión caerá a tal nivel que nuestras extremidades se debilitarán y
nuestros movimientos se volverán lentos. Se puede entonces tratar de frenar nuestros
pensamientos para que nuestra torpeza física sea menos notoria para nosotros, pero eso también
causará que los procesos externos parezcan acelerarse. El tic-tac del reloj se elevará a un zumbido
mientras sus péndulos se agitan frenéticamente; los objetos en caída libre se precipitarán al suelo
como si estuvieran impulsados por resortes, las ondulaciones correrán por cables como el
chasquido de un látigo.

En algún punto nuestras extremidades dejarán de moverse totalmente. No puedo estar seguro de
la secuencia precisa de eventos cerca del final, pero imagino un escenario en que nuestros
pensamientos seguirán operando, de modo que sigamos conscientes pero congelados, inmóviles
como estatuas. Quizá seremos capaces de hablar un tiempo más, porque nuestras cajas de voz
operan con un diferencial de presión menor que nuestras extremidades, pero sin la habilidad de
visitar una estación de llenado, cada expresión reducirá la cantidad de aire que queda para la
reflexión y nos acercará al momento en que nuestros pensamientos se detengan por completo.
¿Será preferible permanecer mudo para prolongar nuestra habilidad de pensar, o hablar hasta el
final? No lo sé.

Tal vez unos pocos de nosotros, en los días antes de que dejemos de movernos, podremos conectar
nuestros reguladores cerebrales directamente a los dispensadores en las estaciones de llenado,
reemplazando nuestros pulmones con el poderoso pulmón del mundo. De ser así, aquellos pocos
podrán seguir conscientes hasta los momentos finales antes de que la presión sea igualada. Los
últimos restos de la presión de aire en nuestro universo se gastará en impulsar la consciencia de
una persona.

Y entonces, nuestro universó estará en un estado de absoluto equilibrio. Toda vida y pensamiento
cesará, y con ellos, el tiempo mismo.

Pero yo mantengo una remota esperanza.

Aún cuando nuestro universo es cerrado, tal vez no es la única cámara de aire en la infinita
extensión de cromo sólido. Tengo la hipótesis de que podría haber otra bolsa de aire en alguna
parte, otro universo además del nuestro que es aún de mayor volúmen. Es posible que este
universo hipotético tenga la misma o mayor presión de aire que el nuestro, pero supongamos que
tuviera una presión mucho más baja que la nuestra ¿quizá incluso un vacío verdadero?

El cromo que nos separa de este supuesto universo es demasiado grueso y duro para que podamos
perforarlo, así que no hay modo en que podamos alcanzarlo, no hay manera de dejar escapar el
exceso de atmósfera de nuestro universo y recuperar el poder de movimiento de esa manera. Pero
tengo la fantasía de que este universo vecino tiene sus propios habitantes, con capacidades más
allá de las nuestras. ¿Y si pudieran crear un conducto entre los dos universos e instalar válvulas
para liberar aire del nuestro? Podrían usar nuestro universo como reserva, haciendo funcionar
dispensadores con los que podrían llenar sus propios pulmones, y usar nuestro aire como una
manera de impulsar su propia civilización.

Me da ánimos imaginar que el aire que alguna vez me impulsó podria impulsar a otros, la creencia
de que el aliento que me da la capacidad de grabar estas palabras podría un día fluir por el cuerpo
de alguien más. No me engaño pensando que esta sería una manera en que yo pudiera vivir otra
vez, porque yo no soy ese aire, soy el patrón que asumió, temporalmente. El patrón que soy yo, los
patrones que son todo el mundo en el que yo vivo, se habrían ido.

Pero tengo una esperanza aún más lejana: que aquellos habitantes no solo usen nuestro universo
como reserva, sino que una vez que lo hayan vaciado de su aire, tal vez un día puedan abrirse paso
y entrar en nuestro universo como exploradores. Podrían vagar por nuestras calles, ver nuestros
cuerpos congelados, nuestras posesiones, e imaginarse las vidas que tuvimos.

Es por lo que he escrito este relato. Tú, espero, eres uno de esos exploradores. Tú, espero,
encontraste estas hojas de cobre y descifraste las palabras que grabé en su superficie. Y sea o no
que tu cerebro esté impulsado por el aire que una vez me dio vida, por el acto de leer mis palabras,
los patrones que forman tus pensamientos se vuelven una imitacion de los patrones que una vez
formaron los míos. Y de esa forma puede que yo viva otra vez, a través de ti.

Tus compañeros exploradores habrán encontrado y leído los otros libros que dejamos atrás, y a
través de la acción colaborativa de sus imaginaciones, mi civilización entera vive nuevamente. Al
caminar por nuestros distritos silenciosos, imagínenlos como eran; con los relojes de torre
marcando las horas, las estaciones de llenado abarrotadas de vecinos parlanchines, pregoneros
recitando versos en plazas y anatomistas dando clases en las aulas. Visualicen todo esto la
próxima vez que miren al mundo congelado que te rodea, y se transformará, en sus mentes,
animado y lleno de vida una vez más.

Te deseo lo mejor, explorador, pero me pregunto: ¿Te espera a ti el mismo destino que yo tuve?
Solo puedo imaginar que así debe ser, que la tendencia hacia el equilibrio no es una característica
peculiar de nuestro universo sino que es inherente a todos los universos. Puede que no sea más que
una limitación de mi pensamiento, y tu gente haya descubierto una fuente de presión que sea
verdaderamente eterna. Pero mis especulaciones son ya lo suficientemente extravagantes.
Asumiré que un día sus pensamientos también cesarán, aunque no puedo imaginar que tan en el
futuro suceda. Sus vidas terminarán igual que las nuestras, como la de todos debe terminar. No
importa cuanto demore, eventualmente se alcanzará el equilibrio.

Espero que no se entristezcan por esta noción. Espero que su expedición haya sido más que una
búsqueda de otros universos que usar como reservas. Espero que les motive un deseo de
conocimiento, el anhelo de ver lo que puede surgir de la exhalación de un universo. Porque aún si
la longevidad de un universo es calculable, la variedad de vida que se genera en su interior no lo
es. Los edificios que hemos levantado, el arte y la música y poesía que hemos compuesto, las vidas
mismas que hemos vivido: ninguna de ellas pudo haberse predicho, porque ninguna de ellas era
inevitable. Nuestro universo debe haberse deslizado hacia el equilibrio emitiendo nada más que un
ahogado silbido. El hecho de que haya dado lugar a tal plenitud es un milagro, uno que solo es
igualado por su universo dando origen a ustedes.
Aunque habré estado muerto mucho tiempo para cuando leas esto, explorador, te ofrezco una
despedida. Contempla la maravilla que es la existencia, y regocíjate por ser capaz de hacerlo.
Siento que tengo el derecho de decirte esto porque, mientras estoy inscribiendo estas palabras, lo
hago yo también.

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