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Universidad de Chile

Diplomado Literaturas del mundo:

problemáticas actuales

Guillermo Mondaca Fibla

Corporalidad, opacidad y memoria en “Kioto”, “En el lago” y “La casa de las bellas
durmientes”, de Yasunari Kawabata

El relato literario produce una zona plagada de signos, presentes y potenciales, hacia
donde se despliega. Este campo de acción es tanto el imaginario de una cultura
determinada, así como el de una forma de arte narrativo, inscrita como tecnología en un
período socio histórico. En relación con esto, en el caso de la obra literaria de Yasunari
Kawabata (1899-1972), este espacio de despliegue del relato se encuentra signado e inscrito
dentro de lo que, a grandes rasgos, puede entenderse como un sistema de códigos estéticos
y socio culturales del Japón de la primera mitad del siglo veinte y primeras décadas de la
posguerra. Es un momento donde la estructura productiva, así como la organización de las
ciudades y las distintas formas de habitarla, se encuentran en mutación. Tanto por los
procesos de modernización de la primera mitad del siglo veinte, así como por los procesos
asociados a la reformulación y la reescritura de la cultura japonesa después de la Segunda
Guerra Mundial. Cambios asociados de diferentes maneras a la cultura y filosofía
japonesas, que, si seguimos el rastro de estos procesos en algunas escrituras producidas
durante la primera mitad del siglo pasado y principio de la segunda, se encuentran
enmarcados en la comprensión de la vida como un ciclo sujeto a la impermanencia. María
José Ferrada, prologuista de ocho traducciones de novelas de Yasunari Kawabata, comenta
en el prólogo a Kioto:

Nada escapa al ciclo de la impermanencia, parecen recordarle años más


tarde los restos del Gran Terremoto de 1923[a Kawabata], que destruyó por
completo la ciudad que habitaba el autor y que le costó la vida a más de
cien mil de sus habitantes. Nada, absolutamente nada, parecen decir
finalmente las bombas atómicas que en agosto de 1945 caen sobre
Hiroshima y Nagasaki. La flor del cerezo nace y muere, como la leve
memoria del cielo.” (Ferrada, 10)

Transformaciones que, sin embargo, no se producen sobre una hoja en blanco, sino que se
inscriben dentro de un campo de tradiciones, costumbres e identidades determinadas.

Ya antes de la Segunda Guerra, casi diez años ha, en mil novecientos treinta y tres,
Junichiro Tanizaki describe con prolijidad literaria cómo los valores de la cultura moderna
occidental, asociada a la Revolución Industrial y los procesos técnico científicos que le
acompañaron, tuvieron diversas aplicaciones y repercusiones prácticas en Japón. Se puede
plantear, a partir de la lectura de El elogio de la sombra (1933), que dichas repercusiones
tuvieron un valor práctico y también cotidiano. Vale decir, estuvieron en directa relación
con, por ejemplo, cómo poner una lámpara o un teléfono en una casa, o en cómo instalar la
cañería de un baño, hallando en ese gesto operativo el conflicto entre tecnología y
costumbre; inadecuación que no se resuelve del todo y permanece como una suerte de
aporía durante todo el ensayo de Tanizaki. Ahora bien, junto con aquellos dispositivos
culturales más concretos y cotidianos, el espacio de inscripción también, como decíamos,
es de carácter imaginario. Vale decir, se relaciona con formas no visibles de valorar y
estructurar el mundo. Tanizaki se centra casi todo el ensayo en los espacios arquitectónicos
del Japón Tradicional, pero no solo establece una descripción de usos y ordenamientos,
relacionados con la cotidianidad, sino que desde esa apoyatura despliega una forma de ver
y visualizar el imaginario en el mundo. Dicho de otra forma, nos cuenta cómo pensaban y
sentían los espacios, los diferentes lugares por los que la deriva de su escritura halla el paso
de un pensamiento, que, a la vez crítico y a la vez distanciado, asume lo inevitable de la
pérdida de esa forma de habitar el mundo. Un pasaje del ensayo donde este despliegue
pensamental se vuelve profundamente detallista, y logra delinear, no solo los usos
domésticos del espacio, sino que desarrolla el imaginario asociado a estos, corresponde al
momento en que Junichiro Tanizaki recuerda cómo eran las Casas de té tradicionalmente,
así como los denominados barrios de placer. Al hablar de cómo antaño las mujeres
japonesas se ennegrecían los dientes como forma de inscribir un trozo pequeño de sombra
dentro de la claridad del rostro, comenta que solo en lugares como la casa Sumiya de
Shimabara aún se conservaban, en la época, dichas prácticas de ennegrecimiento de dientes
y afeitado de cejas como formas de maquillaje o signos de belleza. Tanizaki comenta la
cualidad de esos signos espaciales y corporales, y cómo se relacionan con el sistema
semiótico cultural que le rodea:

(…) hace años, llevé a un visitante procedente de Tokio a la casa Sumiya de


Shimabara y allí percibí, sólo una vez, cierta oscuridad cuya calidad no
pude olvidar. Era una vasta sala (…) las tinieblas que reinaban en aquella
habitación inmensa, apenas iluminada por la llama de una única vela, tenían
una densidad de una naturaleza muy diferente a las que pueden reinar en un
salón pequeño. Cuando entré en la sala, una criada de edad madura, con las
cejas afeitadas y los dientes ennegrecidos, estaba arrodillada colocando el
candelabro ante un gran biombo; detrás de ese biombo que delimitaba un
espacio luminoso de dos esteras aproximadamente, caía, como suspendida
del techo una profunda oscuridad, densa y de color uniforme, sobre la que
rebotaba, como sobre un muro negro, la luz indecisa del candelabro,
incapaz de reducir su espesura. (Tanizaki, 78)

Espacio en que los cuerpos se desplazan, silenciosos, dentro de un vacío oscuro, con
profundidad y extensión. Un espacio para los cuerpos, para la relación y el contacto entre
los cuerpos, pero también un espacio pensamental e imaginativo. Este vacío que rodea los
cuerpos genera un estado de ánimo particular, que en el caso de la narrativa de Kawabata se
encuentra presente como un locus repetido en varias de sus obras. En su escritura, este
aspecto tonal, relacionado con la opacidad del espacio, vinculado con la forma en que los
cuerpos se relacionan entre sí, se desarrolla de manera acentuada en la nouvelle La casa de
las bellas durmientes (1961), donde la extensión del relato transcurre únicamente dentro del
cuarto oscuro de una casa de prostitutas narcotizadas, estableciendo una escritura replegada
hacia sí misma, en el movimiento memorístico de Yoshio Eguchi, quien, en difuminato a
través de la tiniebla, pierde el contorno de su presente para extenderse a través de diversas
memorias vitales. María Ferrada, a propósito del contexto de producción de la obra de
Kawabata, y su relación con esta poética de la opacidad y el vacío como espacios
escriturarios, plantea que:

Kawabata escribe desde un contexto, siendo, de manera más o menos


consciente, heredero de una tradición de pensamiento que va más allá de lo
literario. Lo que quiero decir es que hay estructuras de pensamiento que
funcionan como contenedores y, a la vez, permean los trabajos individuales,
lo quiera o no el artista. En el caso particular de Kawabata, hay una
filosofía, un conjunto de creencias, que si bien tiene su origen en India y
llega a Japón recién el Siglo VI, cuando lo hace, cala profundamente en la
sociedad japonesa. Para el Budismo el vacío está en el centro de todo, pero,
tal como lo explica Kawabata, se trata de un vacío que no tiene que ver con
nuestro nihilismo, sino más bien uno en el que los seres y los conceptos
pierden sus límites y se integran. (“La capacidad de comprender el vacío”)

Se trata, entonces, de una oscuridad sólida, al decir de Tanizaki, pero que logra horadar los
límites de las cosas y los seres, borrando sus contornos e integrándolos a una relación
colectiva. Este mismo principio opera con y a través de la naturaleza. Los elementos
naturales se encuentran integrados a esta participación de lo sombrío, el vacío en cuanto
bruma, y la pérdida de contornos. Esto afecta y determina la manera de vincularse de los
elementos físicos dentro del relato y produce una relación particular entre los cuerpos, así
como con el espacio y el paisaje. Si se revisa esta relación de lo corpóreo en los textos de
Kawabata, se puede hallar una serie de relaciones de distinta índole, marcadas por la
isotopía que integra silencio con oscuridad e individualidad junto a naturaleza y espacio.

Al realizar, primero, una lectura crítica de La casa de las bellas durmientes, es


posible hallar la participación de estos elementos, en interrelación, aunque no de una forma
explícita, sino, más bien inscritos en los detalles textuales. La nouvelle es, en términos
argumentales y de acción, bastante sucinta. Narra el paso de Yoshio Eguchi, un anciano
japonés de sesenta y siete años, por la posada de las muchachas durmientes. Eguchi es
invitado por Kiga, un viejo amigo, quien ya antes había conocido los servicios de la casa.
El mundo de las casas de té, posadas y encuentros amatorios tienen una importancia con
una doble articulación en la narrativa de Kawabata; por una parte, instalan en el texto las
relaciones políticas, históricas y cotidianas entre las personas del Japón de su tiempo, es
decir, hablan de cómo se tejen las relaciones entre individuos –punto importante en la
literatura del autor, al punto de decir que su escritura es inminentemente relacional–, y, por
otro, despliegan una articulación reflexiva, de repliegue, como se ha mencionado, donde en
la persistencia de una distancia y un vacío entre los cuerpos, así como un silencio, estos se
abisman hacia sí mismos, desprendiéndose de las contingencias del entorno que en la
primera articulación es referido. O sea, la relación corpórea y, en este caso, amatoria y
deseante de los cuerpos se constituye como apoyatura pensamental para la reflexión de la
memoria y la experiencia.

Volviendo al delineamiento de la trama, la distinción de esta casa de citas de cualquiera


otra es el hecho de que las acompañantes se encuentran drogadas con algún tipo de
narcótico que las hace permanecer en un imperturbable estado de sueño del cual no pueden
salir, incluso cuando se produzcan todo tipo de alteraciones a su alrededor. A su vez, esta
casa de bellas durmientes está diseñada para ancianos que ya no pueden practicar el
fornicio y que, ante la cercanía del término de sus vidas, disfrutan de la compañía de
cuerpos juveniles –ninguna acompañante tiene más de veinte años–, que les hacen entrar en
una suerte de melancólica ensoñación de la energía y el tiempo de la juventud. Un consuelo
que les hace olvidar, por un instante, su estado de deterioro físico. Ahora bien, justamente,
a través del encriptamiento del secreto, es cómo la novela abre su relación:

Estaban en una habitación de unos cuatros metros cuadrados y al lado había


otra, pero al parecer no habían más habitaciones en el piso superior; y como
la planta baja resultaba demasiado pequeña para alojar huéspedes, el lugar
apenas podía llamarse una posada. Probablemente porque lo que sucedía
allí era un secreto, el portal no tenía ningún letrero. Todo era silencio (…)
Era mejor no hacer preguntas. (Kawabata, 7)

Es decir, la escritura comienza desde el silenciamiento de los personajes con respecto a los
detalles de sus acciones. Eguchi no quiere saber más que lo inmediato para poder acceder al
servicio de las prostitutas, puesto que es mucho mejor “no hacer preguntas”. Esta economía
comunicativa, por una parte, es también una manera particular de desenvolverse de los
personajes de Kawabata –su opacidad comunicativa, o silenciamiento–, así como una
manera de inscribir a través de veladuras, una relación particular entre los cuerpos. Como
se decía, esta nouvelle transcurre íntegramente durante las jornadas en que Eguchi va a
pasar la noche junto a las jóvenes de la posada. Sin saber más que las pocas cosas que les
ha dicho kiga, Eguchi es recibido por una anfitriona quien, luego de ofrecerle té, le hace
pasar a la habitación junto a la jovencita dormida, que le espera desnuda, tendida en la
cama. Luego de acostarse junto a la durmiente de turno, Eguchi reflexiona sobre por qué él
es diferente a los demás clientes del lugar. Esto, a propósito de que la restricción principal
del lugar es no mantener relaciones sexuales con las jóvenes, ni perturbar de ninguna
manera a las durmientes. Eguchi se considera como un cliente distinto puesto que él aún
puede tener sexo con una mujer, abriendo la grieta que lo diferencia de los demás cuerpos
masculinos que visitan la posada. Desde ese punto de vista, Eguchi podrá, en cada una de
las oportunidades, abusar de las jóvenes dormidas, pero decide no hacerlo. Incluso cuando
en varias oportunidades esté a punto de violentarlas de diferentes formas, lo que prevalece
en su conducta, una vez entra en el estado provocado por la proximidad de la dormida, es el
ejercicio del recuerdo, los destellos y los detalles de la memoria que comienzan a fulgurar
sobre el fondo opaco de la habitación y a través de los volúmenes rojizos del cortinaje. No
se trata de un retroceso uniforme a través del recuerdo, sino más bien un ejercicio de
memoria de índole fragmentario, a través de partículas sensoriales, como por ejemplo un
aroma o la figura de una flor que pasa y se deshace en su imaginación antes de caer
dormido, tras ingerir un par de pastillas dejadas por la anfitriona de la posada. Esto ocurre
desde la primera noche, donde la percepción de un olor a leche le provoca a Eguchi, como
en un efecto Proust, viajar a través de su memoria, impulsado por los elementos de la
naturaleza. La danza de los cuerpos en la antesala de la penumbra del sueño, pliega la
escritura hacia la memoria:

El ruido de las olas al retroceder sugería grandes rocas al pie del acantilado;
el agua retenida entre ellas parecía retirarse algo más tarde. La fragancia del
aliento de la muchacha era más intensa en la boca que en la nariz. Sin
embargo no olía a leche. Se preguntó de nuevo por qué había pensado en el
olor de la leche. Tal vez era un olor que le hacía ver a una mujer en la
muchacha (…) ¿Acaso el olor a leche de su descendencia había vuelto para
reprenderlo? No, debía ser el olor del propio corazón de Eguchi, atraído por
la muchacha (…) y la leche le trajo un recuerdo desagradable y alocado. –
Leche. Huele a leche. Huele como un niño de pecho. (…) –Es de tu niña.
La tomaste en brazos al salir de casa, ¿verdad? ¿Verdad que sí? ¡La odio!
¡La odio! (…) Se trataba de una geisha con la que intimaba hacía ya algún
tiempo. Sabía desde el principio que él tenía esposa e hijos, pero el olor de
la niña provocó su repulsión y unos celos violentos. Eguchi y la geisha
nunca volvieron a mantener buenas relaciones. (Kawabata, 22)

Sin embargo, no se trata de cualquier memoria, errante entre elementos dispares del
recuerdo, sino de la memoria relacional de Eguchi, asociada a sus encuentros sexo-
afectivos. Es a partir del procedimiento de la cercanía de un cuerpo con otro, mas no de la
culminación del contacto, sino en la suspensión de su separación, que Eguchi puede
desplazarse y hacer un repaso de los momentos significativos de su vida. Pero no cualquier
momento, sino de los que tienen relación con sus encuentros eróticos y afectivos con
mujeres; encuentros de cualidad fragmentaria, inacabada; incompletos, que no alcanzan a
conformar una estabilidad afectiva y relacional, sino que, estallados en su memoria,
resplandecen como huellas que titilan sobre un fondo opaco. No se trata, a su vez, de una
armonización de la vida experenciada y el presente que presencia la experiencia en la
conciencia, como se ha escrito en un artículo titulado “La polisemia del cuerpo en La casa
de las bellas durmientes”, en un procedimiento de disolución de las diferencias: “(…) a
través de las sensaciones que despiertan los cuerpos dormidos de las muchachas, el
protagonista evoca el pasado y entra en un estado de conocimiento, de captación
instantánea de la fugacidad del tiempo y de la belleza de estar vivos, de la armonización
irreconciliable entre el cuerpo y el espíritu.” (Ortiz Gómez, 255). No hay una efectiva
armonización entre cuerpo y espíritu, como se plantea, ya que esta establecería un estado de
completud que, como se lee, devendría en celebración a la belleza y a la vida. Lo que
ocurre, por su parte, es un movimiento de evocación, un desplazamiento de cualidad
inacabada, tal como la relación corporal entre las durmientes y Eguchi. En ese sentido de
proximidad, sin embargo, el cuerpo de las prostitutas permite la indicación de la cualidad
fantasmática que pervive en la memoria. La consideración de la presencia del cuerpo del
uno mismo y del otro, entonces, estaría mucho más cercana a concepción indicativa y
fragmentaria planteada por Jean-Luc Nancy, en 58 indicios sobre el cuerpo: “No hay
totalidad del cuerpo, no hay unidad sintética. Hay piezas, zonas, fragmentos. Hay un
pedazo después del otro (…) pero no constituye una totalidad. Por el contrario, es necesario
recomenzar de inmediato toda nomenclatura para encontrar, si se puede, la huella del alma
impresa sobre cada pedazo.” (28), huellas en un juego de diferenciación –diferencia en
cuanto distinto y en cuanto diferido–, que no termina jamás de espejear, en una danza sin
totalidad ni fin.

Así, el cuerpo indica la presencia del otro, la otredad dentro del mismo en el presente del
recuerdo. Esta dinámica de diferencias se relaciona con la cualidad fantasmática de la
memoria y, por ende, con cierta asociación en la cultura japonesa de la consorte con un ente
fantasmal. Junichiro Tanizaki plantea esto al hablar de los antiguos burdeles japoneses y
casas de té –que, por cierto, no son lo mismo–, que, como se dijo, tradicionalmente son
espacios sombríos y brumosos:

Ahora bien, esas ´tinieblas sensibles a la vista´ producían la ilusión de una


especie de bruma palpitante, provocaban fácilmente alucinaciones, y en
muchos casos eran más terroríficas que las tinieblas exteriores. Las
manifestaciones de espectros o de monstruos no eran en definitiva más que
emanaciones de esas tinieblas, y las mujeres que vivían en su seno,
rodeadas de no sé cuántos visillos-pantallas, biombos, tabiques móviles,
¿no pertenecían, a su vez, a la familia de los espectros? (Tanizaki, 80)

En el caso de La casa de las bellas durmientes esto es aún más notorio en cuanto el cuerpo
de las prostitutas yace a la manera de un cadáver, de manera que la proximidad con la
muerte se encuentra inscrita en el relato, no solo en la vejez de Eguchi y en el momento
existenciario que este encarna, en cuanto inadecuación epocal, sino, que la muerte está en
lo concreto, digamos, en el cuerpo de las consortes y en su presencia fantasmática, que,
dentro del cuarto poblado de oscuridad, asoman como signo o tumba –tumba en su sentido
étimo de señal–, junto a la cual Eguchi puede salirse de lo cotidiano y acceder a otra
dimensión, que, aunque ominosa y a veces terrible, le permite establecer un recuento de las
mujeres que han pasado por su vida, aunque no comprenda del todo el sentido de aquello:
Eguchi retiró el brazo y le volvió la espalda. Con el brazo libre rodeó las
caderas de la muchacha de piel clara. Cerró los ojos. ´¿La última mujer de
mi vida? ¿Por qué he de pensar esto, siquiera por un momento?´ ´¿Y quién
había sido la primera mujer de su vida? (…) Claro. ¿Podría ser otra que no
fuera mi madre? –fue la inesperada afirmación–. Pero ¿acaso puedo decir
que mi madre fue una mujer para mí?´ Ahora, a los sesenta y siete años,
mientras yacía entre dos muchachas desnudas, sintió que surgía en el fondo
de su ser una nueva verdad. ¿Era una blasfemia, era nostalgia? Abrió los
ojos y pestañeó, como para alejar una pesadilla. (Kawabata, 116)

La relación entre el recuerdo de la madre como la primera mujer de su vida adviene


después de que el recuerdo de la muerte de esta, cuando Eguchi, aún joven, la había
acompañado en sus últimos momentos de vida, momento en que acaricia su pecho y ella
vomita una gran cantidad de sangre, para después morir. Así, “Era natural que cuando el
viejo Eguchi pensó en su madre como la primera mujer de su vida, pensara también su
muerte”, (Kawabata, 117), es decir, era lógico que cuando Eguchi pensara en las mujeres de
su vida, estableciera una línea que comenzaba con la muerte –la muerte como origen–,
digamos, en la asociación entre cuerpo-cadáver-mujer y muerte. Siguiendo esa isotopía, hay
en el relato un juego de refractaciones corpóreas, donde un cuerpo es el espejo de otro, así
como una experiencia de otra distinta. Eguchi se siente extrañado por el recuerdo de su
madre como la primera mujer de su vida, sin embargo, esto no es de todo insólito en cuanto
este recuerdo pensamental nace desde el contacto de los senos de las muchachas con que
las que yacía. Eguchi “Se preguntó qué eran los dos pechos que tenía en las manos. Todavía
palpitarían con sangre caliente cuando él ya estuviera muerto. ¿Y qué significaba este
hecho? Dio cierta fuerza indolente a sus manos. No hubo reacción, porque los pechos
también dormían profundamente. Cuando, en su última hora, había acariciado el pecho de
su madre, tocó, por supuesto, sus senos marchitos. No eran como senos. Ahora ya no los
recordaba.”(Kawabata, 118). A su vez, esta sucesión de recuerdos funciona como
anunciación dentro del texto de la resolución del relato, cuando Eguchi finalmente tiene su
encuentro con la muerte, que no es, por cierto la suya propia, como en un momento pensó
con un suicidio entre durmientes, sino la de una de las muchachas narcotizadas junto a la
que yacía. Ahora bien, aquel momento de la escritura donde finalmente la muerte emerge
en el plano de los cuerpos concretos, y no ya solo a través de las alucinaciones producidas
por las tinieblas y las prostitutas, es la concreción del deseo de destrucción y violencia que
Eguchi indica constantemente durante el transcurso de la novela: “Le atraía [a Eguchi]
mucho la idea de dormir un sueño semejante a la muerte junto a una muchacha drogada
hasta parecer muerta.” (Kawabata, 68). De esta manera, por una parte, la muerte de la
consorte lleva al plano físico lo que transcurre en un sentido memorístico o imaginativo
durante todo el relato; y por otra, las dos líneas textuales se juntan en un perfecto círculo
que en términos estructurales posee una completud que, sin embargo, en el plano del
sentido no se condice, puesto que Eguchi no llega a ninguna conclusión o significado final
de su experiencia, ni de las relaciones que ha mantenido durante su vida.
Ahora bien, estas problemáticas textuales están presentes en otros relatos del autor. En la
novela Kioto también aparece, aunque quizá de forma lateral, el espacio de la posada, esta
vez, específicamente, a través de las casas de té ubicadas en el barrio de geishas de
Kamishichiken, donde el anciano padre de Chieko, diseñador de obis y kimonos, es llevado
por una antigua amante. Kioto, a diferencia de La casa de las bellas durmientes es una
novela que transcurre profusamente en el entramado urbano y paisajístico del Japón de
posguerra, específicamente en la antigua capital del período Meiji, Kioto. El anciano
Takichiro Sada, justamente, acude a la ceremonia del último recorrido del tranvía eléctrico
que cruzaba la antigua capital y que representaba “Uno de los últimos remanentes que
quedaban en Kioto del ´inicio de la civilización´ del periodo Meiji” (Kawabata, 132).
Desde el inicio de este pasaje, entonces, aparece la celebración ceremoniosa del paso del
tiempo sobre las cosas, los seres y la estructura territorial. Como en el caso de La casa de
las bellas durmientes, el paso del tiempo y la fugacidad juegan un papel fundamental en el
relato, aunque no operen de la misma forma. No hay, como en los encuentros de Eguchi
con las consortes durmientes, un movimiento memorístico de recapitulación que funcione
como sub texto, o intratexto, sino que el tejido narrativo, incluso, hace pasar por nimio este
encuentro entre viejos amantes. El espíritu vegetal, su velocidad ralentizada, así como una
transitoriedad estética de lo sutil, preñan todo Kioto de un aura y sistema de metáforas
asociados a la naturaleza. El capítulo abre con el pasaje de la desmantelación del tranvía y
lleva, ritmando con esto, el título de “El color del otoño”. Aunque se ha calificado la prosa
de Kawabata como paciente y sin apuros, en el caso de Kioto la velocidad en que la
narración se desenvuelve parece responder a una lentitud propia del mundo de las plantas.
Ciertamente, “La gente lo decoró con capullos llamándolo el tranvía de las flores.
(Kawabata, 133). Ahora bien, volviendo al momento en que se produce este encuentro entre
dos cuerpos amatorios, a pesar de ser otoño aún brillaba sobre Kioto un poderoso sol de
verano. Allí, Takichiro Sada se disponía a abordar el tren de las flores, cuando se produce
el encuentro:

(…) una mujer de mediana edad que estaba detrás de él trataba de reprimir
una sonrisa (…) Takichiro reparó en la mujer cuando abordó el tranvía. Le
dijo, un poco avergonzado: –¿De qué se ríe? Usted no tiene ninguna
credencial Meiji. –No estoy tan alejada de esa era– respondió la mujer–.
Además, vivo en el trayecto de la línea Kitano. –¿De veras? Oh, sí, cierto
que era por allí–, dijo Takichiro. –´¿Era por allí?’ ¡Qué manera tan fría de
expresarlo! Aun así, has sido lo suficientemente gentil como para
recordarlo. –Es una linda joven la que te acompaña. ¿Dónde la escondías? –
Tonto. No es mi hija. Deberías saberlo. (Kawabata, 133)

Es a través de este opaco diálogo que se entiende que ellos se conocían de antes, aunque no
se explicite bien cuál es la naturaleza de su cercanía, se puede implicar por los pequeños
detalles del diálogo (“deberías saberlo”, “era por allí”) que se conocen de manera íntima.
La opacidad del lenguaje, a su vez, no estaría presente sino entre dos personas que han
mantenido un tipo de relación de índole íntima, que rompa o traspase los códigos de
formalidad y distanciamiento que se manejan en la semiótica de la cultura japonesa.

La mujer decide invitar a Takichiro a Kamishichiken, que el señor Sada en su juventud


había frecuentado en busca de los servicios de placer: “Takichiro solía ir a Kamishichiken
en busca de placer, acompañado por tejedores (…) Su tienda era próspera entonces.”
(Kawabata, 134); de manera que se entiende que Takichiro había sido un buen cliente de las
casas de té de Kamishichiken y que la relación que le emparenta con la mujer es la de
viejos amantes, pero también la de dos sujetos que se han vinculado en un lazo afectivo
fuera de la institución social del matrimonio. Este es un punto relevante puesto que en el
caso de La casa de las bellas durmientes también el viejo Eguchi, al momento de
rememorar sus antiguos encuentros con distintas mujeres, jamás habla de su esposa en
calidad de cuerpo-deseado, sino solo como madre de sus hijas y como reflector de una
conducta adecuada a los ojos de la sociedad. Vale decir, el amor o, mejor dicho, la energía
del eros; la afectividad y sus lazos vitales, se encuentran anudados a una vía subvierta en la
textualidad de Kawabata, como si se encontrara reservado solamente a los amantes, las
relaciones con prostitutas, geishas, damas de compañía, o, en definitiva, cualquiera forma
de afectividad fuera de la institución de la monogamia, el matrimonio y la pareja formal.

La celebración de este encuentro es, como el tono que rige este tipo de relaciones, opaco,
silente. A pesar de estar imbuido en un ambiente solar, lumínico, no hay una extensión
textual o dialógica en torno a qué sentido tiene este encuentro: “–En esencia a la gente no le
gusta separarse de las cosas –dijo [la mujer] –. En nuestro negocio no olvidamos a los
viejos clientes. Takichiro permaneció en silencio. (Kawabata, 135). Así, en silencio,
Takichiro es guiado al barrio de las casas de té y se deja agasajar por la hospitalidad de su
vieja ¿Consorte o amante?, a esta altura no hay un límite entre estas dos acepciones que
vienen a ser construidas desde un centro monógamo y matrimonial que pierde el sentido al
intentar explicar el alcance o significado de dichas relaciones fuera del matrimonio. Sin
embargo, Takichiro se siente invadido de un sentimiento de melancolía del cual le es difícil
desapegarse y, como en el caso de Eguchi, abre preguntas que no necesitan ser respondidas,
puesto que su gesto pensamental radica en su formulación: “Debería haberme bastado con
ver el tren de las flores. –Takichiro bajó la cabeza. –¿Será porque el pasado está tan lleno
de recuerdos? ¿O porque ahora la vida se ha vuelto muy solitaria?” (Kawabata, 136). Pero
Takichiro no se entrega, como dijimos, a una diatriba de la memoria que se adentre de
forma profunda en el despliegue del recuerdo. Como plantea Silvio Mattoni

Un viejo tranvía, por ejemplo, a punto de ser desafectado, se vuelve objeto


de nostálgicos rituales de despedida, es colmado de flores y los habitantes
de Kioto suben a él sin necesitarlo, solo para conectarse con lo fugaz del
tiempo y advertir la misteriosa posibilidad de que algo de cada época esté
destinado a sobrevivir. En esa adhesión a lo que va a desaparecer, los
personajes de Kawabata pueden encontrarse, como dos antiguos amantes
que pasan años sin verse, sin saber nada uno del otro, y a quienes el
impulso de viajar por última vez en un viejo tranvía vuelve a reunir, aunque
no para que regrese lo irrecuperable –la juventud y su intensidad– sino para
atesorar ese mínimo recuerdo: encontrar por azar a alguien que se amó, o
que se pudo amar a alguien alguna vez sin demasiada decisión, en uno de
los últimos recorridos de un tranvía que los años están a punto de vencer.”
(Mattoni, 18)

De este encuentro, enmarcado por la distancia entre Takichiro y su amante, Mattoni destaca
su cualidad mínima, el amor sin demasiada decisión, vale decir, el afecto que no alcanza a
consumirse en la propia luz de su lumbre, sino que se mantiene como un frágil destello;
apenas un detalle en el fragor de los años y su multiplicidad, apenas una hebra, si se quiere,
en el entramado de una vida.

Yoshio Eguchi, por su parte, En la casa de las bellas durmientes, aún no había perdido esa
intensidad, puesto que, como piensa en reiteradas ocasiones, él todavía conserva parte del
vigor y la fuerza de la juventud, lo suficiente como para poseer a una muchacha dormida y
transgredir, así, la principal ley de la posada. Aunque tenga la muerte en mente, aún se ve
como “un hombre”. Es por ello, que se considera distinto de los demás adinerados
ancianos que van a visitar la posada, y no se resigna en primera instancia, a mantener el
protocolo como los demás y satisfacer sus deseos de juventud con la extensión de la
presencia juvenil de las muchachas, solamente. Eguchi, sabiendo que aún puede tener sexo
con las jóvenes durmientes, se debatirá en un juego de opuestos donde la vejez y la
decrepitud se baten con la energía de vida, que alcanza su ápice y símbolo en la juventud,
en un juego de oposiciones irresuelto, de final abierto, si se quiere, que mantiene su aporía
y que es interrumpido solamente por la muerte. Sin embargo, a pesar de que Eguchi se
considere aún “un hombre” para sí, no viola, explícitamente, ninguna norma de la posada.
Vale decir, su transgresión y la diferencia que articula en relación con el resto del selecto
club de ancianos, es más de orden potencial que real; sigue siendo, Eguchi, un anciano que
se satisface y conforma con el poder evocativo de las durmientes, así como con el
abundante mundo sensorial, concreto, pero también metafísico, contemplativo que de esa
experiencia se desprende: “Así, a través del tacto experimenta el contacto suave y cálido de
las jóvenes; con el oído, el sonido violentos de las olas al golpear los acantilados en el
exterior de este selecto lugar y la resonancia lejana del invierno que trae el viento; con el
gusto, el sabor de un beso sobre una parte de la anatomía femenina; con el olfato inicia el
mecanismo de la evocación de los recuerdos; y con la percepción de la vista, un sinfín de
imágenes que descifran los enigmas de la pasión.” (Betancor, “El sueño eterno en La casa
de las bellas durmientes”).

Ahora bien, volviendo a Kioto, la cualidad detallística de este pasaje se enhebra con la idea
estética pensamental del detalle dentro de la cultura del paisaje japonés y su relación con la
naturaleza, o con la inscripción que de ella se hace a través de la concepción de los ciclos
de los cuerpos dentro de estos procesos. Postales de flores y nieve definen la observación
de la naturaleza como instantes de conexión entre conciencia y susbtancia, entre el yo y los
entes ordenados con un sentido de mundo. Por su parte, la posibilidad de la escritura de
recrear microcósmicamente un universo abierto y desbordado, y por, otra, la de crear a
través de su movimiento de inscripción, tal como lo hace la naturaleza, son elementos
compositivos fundamentales en la poética de Kawabata. Estas consideraciones, de índole
fenomenológica, se condicen con el lugar que ocupa la naturaleza, la contemplación y la
estética del detalle en la cultura y el imaginario nipón, y dan cuenta de la asimilación y
apropiación por parte de Kawabata. El proceso de hacer aparecer, propio de la energía
creadora de realidad de la naturaleza, tendría su símil en el proceso escritural, otorgando a
su prosa la elusividad y el carácter vegetal, presentes en Kioto, por ejemplo, donde los
elementos parecen hacerse árbol, flores; cuerpos sin fronteras definidas en la identidad de la
escritura.

En términos formales, la novela se encuentra estructurada según los ciclos de la naturaleza.


Comienza con Chieko, la hija de Takichiro, observando las flores, en los primeros brotes de
la primavera: “Chieko descubrió las violetas florecidas en el tronco del viejo arce. ‘Ah. Han
florecido otra vez este año’, dijo al toparse con la dulzura de la primavera.” (Kawabata, 25).
A la vez, termina cuando Chieko se despide de su hermana Naeko, y la nieve comienza a
caer otra vez sobre Kioto: “Unos pocos y delicados copos de nieve cayeron sobre el cabello
de Chieko, y se desvanecieron con rapidez.” (216), completando un ciclo formal, en
términos textuales, que se desarrolla de acuerdo a los ciclos de la naturaleza. De esta
manera, el primero de los nueve capítulos lleva el título de “Las flores de primavera” y el
último, “Flores de invierno”, estableciendo un desarrollo vegetal de la escritura, de acuerdo
con el espíritu que reconoce en el valor de la naturaleza y el paisaje un aspecto pensamental
y religioso, no de grandes respuestas, sino más bien de sentidos que no terminan de llenarse
por completo, tal como en la preguntas sin respuestas de Eguchi. Kioto, la antigua ciudad
imperial, está signada desde el mismo ejercicio paisajístico, donde la luz modela la visión
de la naturaleza, en relación con los ciclos estacionarios:

Aunque Kioto es una ciudad muy grande, el color de las hojas es muy bello allí. Los
bosquecillos de pinos de Gosho y de la villa imperial de Shugakuin y los árboles de
los amplios jardines del viejo templo llaman la atención del viajero, tanto como las
hileras de sauces llorones en el centro de la ciudad (…) Ahora era primavera en la
antigua capital. La enorme cantidad de hojas jóvenes formaban diseños de color
sobre las laderas de Higashiyama y Hieizan. (Kawabata, 65 )

En esta estética del detalle, las imágenes por las cuales se desarrolla el texto, vale decir, sus
metáforas fundamentales, se encuentran en el mismo orden de lo vegetal. Así, cuando
Chieko, la hija adoptiva de Takichiro y su esposa, quienes no podían tener hijos, se dedique
a contemplar y pensar a propósito de su origen, se valdrá de la imagen de los brotes de
violetas crecidos en el viejo tronco de un arce para reflexionar el sentido a propósito de las
circunstancias de su adopción, que hasta ese momento eran aún confusas. Dicha bruma,
entonces, encuentra una imagen en la que sostenerse e intuir una manera de relacionarse
con el mundo, de establecer una comunión con lo otro, dada, no por el discurso ni por
alguna institución social, sino por la contemplación y el pensamiento a propósito de la vida
de la plantas: “La violeta superior y la inferior están separadas por unos treinta centímetros.
‘¿La violeta superior y la inferior se reúnen alguna vez? ¿Se reconocen entre sí’, se
pregunta Chieko. ¿Qué podría querer decir ‘las violetas se reúnen’ o ‘se reconocen’?
(Kawabata, 25). Esta pregunta, entonces, es extensiva, en su intención, al problema de los
cuerpos que se ha estado desarrollando durante estas líneas, vale decir, gira en torno a ese
espacio suspendido entre dos cuerpos que no se tocan, flores como cuerpos, en este caso,
que sirven de extensión al pensamiento de Chieko. Acá la relación interrogativa se
construye, no entre dos cuerpos amantes o erotizados, como en el caso de La casa de las
bellas durmientes, o bien de la vieja pareja de amantes, en la escena del tranvía, a propósito
del padre de Chieko; sino entre dos cuerpos separados al nacer, el de Chieko y su hermana
Naeko. Estos dos cuerpos también mantendrán una relación de lejanía durante gran parte
del texto, y su reunión se verá anticipada por la metáfora de las violetas que, en lentitud y
distancia, desarrollan una suerte de danza por la cual se tornan a encontrar y separar, sin
saber si se tiene conocimiento de aquello.

Para comprender el enhebramiento de la imagen de las violetas con el problema del


contacto y la distancia de los cuerpos de Chieko y Naeko, se ha de pensar en términos de
origen. Como decíamos, para Chieko la imagen de las violetas adquiere el sentido de
identidad en cuanto representa el brote, la irrupción y la legitimidad de este no se encuentra
en función de alguna inscripción nominal, sino que es natural, vale decir, está dada como la
naturaleza, en coexistencia con su entorno, en un entramado donde nada está diferenciado o
aislado. Esto, justamente, de acuerdo al relato que le han contado sus padres –uno de los
cuales–, quizá el más mítico y, por ello, el más poético y que, por lo tanto, se relaciona con
la estética de la minucia vegetal, dice que fue encontrada una noche bajo los capullos de
cerezo del santuario Gion, o bien en el lecho del río Kamo. Esta historia se relaciona con el
Taketori Monogatari, un viejo relato donde unos padres, en un entorno rural, son
bendecidos por los dioses con el nacimiento de una princesa como hija, desde el brote de un
bambú: “Al oír decir a su padre que había nacido bajo los cerezos de Gion, recordó el
cuento infantil El cuento del cortador de bambú, en el que la diminuta princesa
Kaguyahime era hallada en las uniones de un tallo de bambú.” (Kawabata, 99). A pesar de
que Chieko sabe intelectivamente que la historia de su adopción fue menos mágica que el
Taketori Monogatari, cuando le cuenta a su amigo Shin´Ichi que fue adoptada, no puede
dejar de enunciarla como uno de los relatos posibles. Mantener el relato vegetal, como una
hija de un tallo, o como una flor caída del cerezo, propone dos nudos en el relato: por una
parte, vincula el presente contemporáneo de Kioto con la vieja imaginería japonesa
medieval, estableciendo una línea de coherencia cultural, en medio de la transformación
geopolítica que apunta la novela; y, en segundo lugar, permite a Chieko establecer la unión
con un pensamiento arraigado al mundo de las plantas y las flores, los ciclos de la
naturaleza y el desarrollo de la vida como el desarrollo de los brotes de una planta. Por eso,
la imagen de las violetas se suma a la imaginería ya presente, tanto en el sistema de relatos
de madre-hija, así como en el sistema narrativo contextual de la novela.

Ahora bien, como decíamos, la imagen de los brotes de violeta no vienen a hilar las
relación de contacto/distancia entre cuerpo erotizados, ni entre los cuerpos de dos sujetos a
los cuales los une algún tipo de relación sexo afectiva, sino, en este caso, la relación de dos
hermanas, dos brotes también, que hasta el presente del relato no se conocían, pero que de
igual manera tienen entre sí una fuerza de atracción: “–Ryusuke, mira las violetas en el
tronco de ese árbol– señaló Shin´ Ichi–. Mira, hay dos plantas. Hace unos años Chieko dijo
que las dos violetas eran como dos enamorados. Aunque están muy próxima, jamás se han
encontrad.” (Kawabata, 186). Y a la vez: “Ella [Chieko] alcanzaba a ver débilmente las
violetas que crecían en los dos huecos del enorme arce. Ya no tenían flores, pero esas dos
pequeñas violetas, en el hueco más alto y el más bajo… ¿eran Chieko y Naeko? Parecía que
las violetas jamás podrían reunirse, pero… ¿se habían reunido esta noche? Mientras miraba
las violetas débilmente iluminadas, Chieko volvió a conmoverse hasta las lágrimas.” (125).
De manera que entre Chieko y Naeko se da una pulsión semejante a la tensión entre
contacto/distancia que inscribe la relación de los cuerpos en ambos textos, especialmente,
en cuerpos entre los cuales hay alguna relación afectiva, no solo sexual o amatoria, como
en los otros dos casos.

Esta tensión entre Chieko y Naeko, que también dice relación con el origen y, por
ende, con la noción de lo que está antes, con el viejo orden de la realidad que intenta
reencontrarse en un presente, tiene un momento de comunión o de encuentro, a pesar de
que luego, hacia el final de la novela, vuelvan a separarse y tomar caminos distintos, como
si el breve contacto de una noche entre ellas, no hiciera sino recalcar la fugacidad y la
impermanencia en las relaciones humanas. Ahora bien, el pasaje en cuestión, sucede
durante el Festival de Gion, durante un sofocante verano. Recordemos que, si por una parte,
Kioto se haya signada por el ciclo estacionario, también lo está por la sucesión de festivales
que se realizan durante todo el año en la antigua capital. En el caso del Festival de Gion,
destaca el desfile de carrozas y las procesiones sincréticas Shinto budistas. Chieko sale sola
de su casa rumbo a ofrecer una vela a una deidad, el dios Yasaka, que era trasladado al
santuario de Goryosho por ocasión del festival. Allí, Chieko repara en una muchacha que se
encuentra haciendo “las siete vueltas de veneración”, ritual consistente en, de frente a la
deidad, alejarse del altar y luego volver a inclinarse ante el dios, repitiendo la secuencia
siete veces. Allí, es el deseo y la comunión con la deidad la que posibilita la juntura de los
cuerpos: “-¿Por qué rezaste?- le preguntó Chieko. -¿Me estabas mirando?- La voz de la
muchacha era trémula. –Quería saber dónde estaba mi hermana. Tú eres mi hermana. Dios
nos ha reunido. Los ojos de la joven se llenaron de lágrimas.” (Kawabata, 114). Vale decir,
es la presencia del otro, en este caso, de Chieko, en los ruegos de Naeko a la divinidad, la
que posibilita la aparición de esta en el presente. El ruego, en este caso, funciona como
invocación y el rito como operación mágica de hacer-aparecer. Ambos cuerpos realizan la
invocación y, sin darse cuenta, Chieko se hace partícipe del juego de alejamiento y
repetición de la plegaria, como un encuentro repetido virtualmente en la performance ritual.
De esa manera, Naeko dirige su discurso hacia la ausencia, y este destinatario desconocido,
pero presente en la enunciación como sujeto-objeto de la plegaria, se materializa, a su vez,
en el mundo fenomenal cuando Chieko se acerca a ella para preguntarle, justamente, cuál es
la razón de sus plegarias. De esta manera, por un instante, y luego en un par de ocasiones
hasta la partida de la hermana, hacia el final de la novela, los cuerpos mantienen breves
lapsos de contacto, influidos, de alguna forma, por la voluntad de un dios.

En ese sentido, entonces, la concepción de un aspecto sagrado en la naturaleza,


establece una línea de continuidad con este pasaje de Kioto, ya que el contacto estaría dado,
también, en esa misma línea de naturaleza, por la cual dos brotes nacen, o bien, por la cual
dos hermanas se pueden encontrar, azarosamente, entre la multitud de un festival. Es decir,
la unidad presente en la comunión con el aspecto vegetal, es la misma que hace extensiva la
unión de los cuerpos a través de una deidad particular, en una danza continua de atracción y
distancia.

Finalmente, en una tercera lectura, se han de revisar de manera breve estos nudos
textuales en la nouvelle En el lago. Este texto, fue publicado originalmente de forma serial
en la revista Shinco, Nueva Corriente, en el año mil novecientos cincuenta y cuatro y, en
una lectura epidérmica “provoca la tentación inmediata de asociar En el Lago con Lolita, de
Navokov, su coetánea” (Sato, 7), aunque en términos estructurales las diferencias son
evidentes: Lolita se articula como diario, en primer término, con una voz en primera
persona singular y un narrador intradiegético, mientras que En el lago se desarrolla como
una narración con la presencia dominante de un narrador extradiegético, así como la
organización estructural en torno a fragmentos abiertos, sin una cerrazón definitiva: “´Mis
novelas podrían terminar en cualquier lugar; en realidad, no tienen un final´, decía
[Kawabata]. Y esto sucedió con El Lago, que, al pasar al formato libro, vio cercenada su
última parte y quedó como novela inacabada, a juicio de su autor.” (Sato, 8), salvo porque
las estructuras narrativas que se han revisado parecen organizarse en torno a una forma
abierta, sin cerrazones definitivas, tanto en términos de pensamiento, así como en un hilo o
una trama narrativa. Como se ha planteado, la estética de Kawabata parece radicar en el
destello de detalles textuales, antes que en grandes formas discursivas. En ese sentido,
también, hay una marcada diferencia con Lolita.

El texto comienza cuando Gimpei Momoi llega a una estancia a recibir un masaje por parte
de una joven muchacha. Los tópicos ritman. Por lo que se entiende, Gimpei viene huyendo,
aunque aún no es posible saber bien de qué. Mientras está recibiendo el masaje, sin
embargo, intuimos de qué se trata: “De pronto, Gimpei se vio atrapado en una alucinación
en la que perseguía a esta joven de voz hermosa. Por una calle donde pasaban tranvías, en
algún lugar de Tokio. Por un momento, solo vio ginkgos alineados en la acera.” (Kawabata,
20), vale decir, desde las primeras páginas se instala el tópico principal del texto, en
relación con el problema de los cuerpos: la persecución. Este indicio, no solo movilizará la
trama narrativa, en cuanto la novela se puede aglutinar como una serie de persecuciones,
sino que instala el problema del deseo. Aquí es la necesidad del cuerpo del otro la que
moviliza todas las acciones de Gimpei, perdiendo todo propósito vital fuera de esa
actividad de perseguidor, que le saca fuera de su vida y le hace mantener un constante
estado de padecimiento. La situación de Gimpei, en torno al cuerpo femenino, es la que
plantea Roland Barthes como forma del deseo en relación con la ausencia: “La ausencia se
convierte en una práctica activa, en un ajetreo (que me impide hacer cualquier otra cosa);
en él se crea una ficción de múltiples funciones (dudas, reproches, deseos, melancolías)”
(Barthes, 57), funciones que en el caso de Gimpei devienen en acoso y persecución como
únicas actividades. Sin embargo, antes de que el texto entre en ese entretejido, se produce
un repliegue de memoria, similar al de Yoshio Eguchi al momento de estar con las
prostitutas narcotizadas, donde Gimpei entra en un pliegue narrativo, que funciona en el
texto como una unidad de información, según la cual se comprende la actividad acosadora
de Gimpei. Sin embargo, la forma en que se encuentra montado el texto parece un poco
más abrupta que, por ejemplo, el caso de La casa de las bellas durmientes:

El baño estaba iluminado de tal manera que no había sombra sobre el


cuerpo de la joven. Cuando le masajeaba el pecho, adelantó sus senos. El
cerró los ojos, sin saber dónde poner las manos. Si pegaba los brazos al
cuerpo, corría el riesgo de tocarla (…) Creyó que iba a llorar, pero no
acudieron las lágrimas, y sus ojos le dolían como si los hubieran pinchado
con una aguja caliente. No habían sido las palmas de la muchacha sino una
cartera de cuero azul lo que le había pegado en la cara. En el momento no
entendió qué era, pero después de sentir el golpe (…) Gimpei gritó y
empezó a llamar a la mujer para que se detuviera. (Kawabata, 24)

Donde lo importante acá, más allá de las diferencias formales, es cómo el texto se ve
impulsado por el movimiento interior del protagonista, que, a la vez, es provocado por el
contacto del cuerpo femenino, en una energía erótica que deviene en energía escrituraria.
Es quizá este arraigo en lo concreto como apoyatura para el movimiento memorístico, lo
que diferencia la textualidad de Kawabata con otras escrituras de la memoria, como por
ejemplo, como se ha mencionado, la de Marcel Proust, con la cual, sin embargo, dice el
mismo autor, mantiene ciertas distancias:

Decía Kawabata: ´Me gusta escribir según una corriente de asociaciones, que
emergen una después de otra mientras trabajo (…) Tal vez me falte habilidad para
proyectar mis asociaciones. Puede defenderme diciendo, categóricamente, que los
nuevos escritores psicológicos –los así llamados del fluir de la conciencia-, como
Joyce, Woolf, Proust e incluso Faulkner, han producido una literatura de
asociaciones y memorias. Pero siempre he sentido que su tipo de recuerdos y todas
esas novelas psicológicas reflejan las inseguridades, corrupciones y desarreglos de
la vida moderna (…) Mi modo asociativo es netamente japonés.´ (Sato, 10)

Esto, porque lo que para Kawabata vendría ser algo propiamente japonés, a decir verdad,
es un carácter más concreto y menos abstracto que el desarrollo plegado de la prosa de
Proust o de Joyce. Al pensar, por ejemplo, en Por el camino de Swan, y el popular efecto
asociativo de la magdalena, se olvida o se pasa por alto que este pasaje ocurre ya bien
avanzada la novela, es decir, bien desarrollado el impulso memorístico, y que la primera
digresión de la escritura hacia sí misma es la confusión –y la contaminación– de los estado
de conciencia de la vigilia y el sueño por parte del protagonista. Por su parte, en En el lago
eso no ocurre, sino que, por el contrario, es la propia cercanía del cuerpo concreto de un
otro, en este caso la masajista, quien produce la serie de asociaciones en la prosa, aun
cuando en ningún caso revisado se produzca un encuentro sexual.

Volviendo al desarrollo de la persecución, se puede hablar de una doble instancia de esta.


Por una parte, tenemos la serie de persecuciones y acosos que Gimpei comete en contra de
muchachas. La primera de ellas, una joven escolar en el colegio donde él dictaba clases de
lengua. Luego, la que se entronca con el recuerdo en el momento del masaje, el acoso a
Miyako –en la escena de la cartera, referida anteriormente–, y, por último, el acoso a la
joven cuñada de la misma, a quien persigue en reiteradas ocasiones por una colina cercana
a su casa. En ninguno de estos pasajes, sin embargo, Gimpei logra concretar sus obsesiones
sexuales, puesto que siempre ocurre algo que distancia dicha concreción, aun cuando en un
momento entable una conversación con la muchacha, cuando esta paseaba su perro por la
colina:

Al ver la figura del perro que se movía delante de él, apenas pudo contener
su urgencia por rodear con su brazo las piernas de la muchacha. Pero antes
de cometer una imprudencia, la repentina constatación de que, cada tarde,
ella caminaría con su perro bajo la sombra de los ginkgos y que él podría
verla desde un lugar oculto desde lo alto del terraplén lo iluminó como un
rayo de esperanza. Era como acostarse desnudo sobre el césped verde… tan
fría y fresca era la sensación de alivio. Sí, la vería desde lo alto del
terraplén, y ella subiría la cuesta hacia él por siempre… su felicidad no
tenía límite. (Kawabata, 80)

En esta conversación, donde, en realidad, solamente él habla y ella guarda silencio, parece
que Gimpei se conforma con distintos fetiches visuales, y con la erótica de la persecución,
en reemplazo de la consumación del abuso. Ahora bien, hacia el final de la novela, es él
quien es perseguido por una mujer, que se describe en el texto, a los ojos de Gimpei, como
una mujer horrible. Este es el segundo momento de la persecución en la novela. Es él,
entonces, el que ahora es perseguido. Pareciera, así, que estos dos sujetos marcados por el
signo de la repugnancia encontrarían, por fin, una complementariedad el uno con el otro,
pero Gimpei decide abandonar a la mujer y alejarse, nuevamente, sin llegar a que ocurra la
realización de la armonía, sino, más bien, la extensión de la soledad y la incomunicación
como únicas certezas vitales, y como único camino.

De esta forma, una vez revisadas estas tres novelas, es posible apuntar una serie de
cualidades presentes en la narrativa de Kawabata. Por una parte, una apropiación particular
de las consideraciones culturales a propósito de los espacios denominados “de placer”,
donde los personajes parecen evocar, en reiteradas ocasiones, el paso del tiempo. La
fugacidad de las relaciones, a su vez, tiene que ver con una proxémica particular, donde los
cuerpos nos llegan a culminar del todo su contacto, sino que, suspendidos en el entre, es
decir, en el espacio que media entre ellos, configuran la energía erótica como un impulso de
memoria vital. Esa energía de memoria es también una forma reflexiva, replegada en
términos textuales, de considerar las relaciones humanas. Así, Eguchi, por ejemplo, en La
casa de las bellas durmientes, hace un repaso de los amores junto a las muchachas
narcotizadas. Allí se da cuenta de que su felicidad y realización como sujeto ha estado junto
a los encuentros eróticos con mujeres, de manera fragmentaria y no mantenida en el tiempo.
Ciertamente, estos momentos de dicha, entonces, no han estado junto al “amor”, en cuanto
gamos. Ni en torno a la familia, ni al amor de sus hijas, ni el de su esposa, sino en el sexo y
en los destellos de los encuentros y contactos con cuerpos femeninos. Esta visión des-
romantizada del amor, o, mejor dicho y lejos de la crítica relacional que equivoca sus
conceptos de romanticismo, el amor como constructo relacional monógamo y con base en
la familia, es visto como una actividad más en su vida. Es decir, como una producción. Pero
la felicidad se halla, para el protagonista de La Casa de las bellas durmientes, en el destello
de los encuentros sexuales y en la afectividad aleatoria y diseminada, antes que en las
relaciones humanas sólidas. Este elogio de la soledad también puede ser pensado como un
elogio de los encuentros. Parece que al final del largo camino de su vida, en el repaso que el
letargo que la droga le provoca, así como la cercanía de las muchachas narcotizadas,
Eguchi se queda con los pequeños fragmentos, con la incompletud como condición para la
dicha, en detrimento de la felicidad burguesa establecida por la institución de la familia y
las relaciones amorosas. Esta errancia es una manera de desplazarse por la vida, a la manera
de los viajeros zen de los poemas de Basho o los monjes medievales japoneses que
Mishima parecía entrever en los relatos de Kawabata, como una secreta sensibilidad ante el
mundo. Digamos, es lo que comprende el concepto, a veces usado y manoseado, de la
impermanencia. La fugacidad implica una forma de pensar, una ética y una estética que
permanece y se desarrolla, justamente, en el espacio que media entre dos cuerpos dormidos
que no consuman su encuentro.

Por otra parte, está la presencia de la naturaleza. En las tres novelas analizadas esta tiene un
papel fundamental. En Kioto sirve, no solo como estructura literaria, sino que cumple la
función de servir de sistema de metáforas para comprender la vida y el mundo,
especialmente para Chieko, a través de la imagen de las violetas y a propósito del cuento de
la Princesa Kaguya. De esta manera, la escritura brota, también, como crece la naturaleza,
estableciendo una estética vegetal, que no solo la ubica como telón de fondo, sino que la
absorbe en su manera de ser. Por otra parte, esta forma literaria no es homogénea, sino que
tiene sus distintas modulaciones. Así, por ejemplo, la naturaleza en En el lago será una
entidad amenazante, absorbente y destructiva, como, por ejemplo, también en la figura del
mar y el viento, en el caso de La casa de las bellas durmientes, y, por ende, no puede
pensarse como una celebración a la vida y la belleza, es decir, en términos de oda. Esta
acepción, sin embargo, también tiene una relación cultural con la vieja imaginería de la
oscuridad y la fantasmagoría en el Japón Antiguo, presente a través de las consideraciones
que establece Tanizaki en El elogio de la sombra, inscribiendo, así, una línea de
continuidad y apropiación con las producciones estéticas que preceden el campo cultural
del propio Kawabata. Esta forma de recepcionar los macro textos de su época y cultura, a
su vez, manifiestan cómo asumió el autor los retos de dar cuenta de los procesos de
cambios ocurridos en Japón durante la primera mitad del siglo veinte y en la posguerra,
aunque sin establecer, por ello, una respuesta definitoria, sino demostrando, a través de las
relaciones de sus personajes, y de los procesos de memoria de estos, cómo fueron vividas.
Bibliografía

Barthes, Roland. Fragmentos de un discurso amoroso. Siglo Veintiuno Editores: Buenos


Aires, 2002. Impreso.

Nancy, Jean-Luc. 58 indicios sobre el cuerpo. Siglo Veintiuno Editores: Argentina, 2004.
Impreso.

Tanizaki, Junichiro. El elogio de la sombra. Ediciones Siruela: Madrid, 1994. Impreso.

Kawabata, Yasunari. En el lago. Emecé: Buenos Aires, 2009. Impreso.

----------------------------. La casa de las bellas durmientes. Emecé: Argentina, 2011.


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Ortiz Gómez, Ángeles. “La polisemia del cuerpo en La casa de las bellas durmientes de
Yasunari Kawabata. Revista de filología románica, 2007. Online en
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Betancor, Orlando. “El sueño eterno en La casa de las bellas durmientes, de Yasunari
Kawabata”. Online en: https://webs.ucm.es/info/especulo/numero39/seterno.html

María Ferrada, José. “La capacidad de comprender el vacío”. La panera. Online en:
http://lapanera.cl/sitio/la-capacidad-de-comprender-el-vacio/

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