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Corporalidad, opacidad y memoria en “Kioto”, “En el lago” y “La casa de las bellas
durmientes”, de Yasunari Kawabata
El relato literario produce una zona plagada de signos, presentes y potenciales, hacia
donde se despliega. Este campo de acción es tanto el imaginario de una cultura
determinada, así como el de una forma de arte narrativo, inscrita como tecnología en un
período socio histórico. En relación con esto, en el caso de la obra literaria de Yasunari
Kawabata (1899-1972), este espacio de despliegue del relato se encuentra signado e inscrito
dentro de lo que, a grandes rasgos, puede entenderse como un sistema de códigos estéticos
y socio culturales del Japón de la primera mitad del siglo veinte y primeras décadas de la
posguerra. Es un momento donde la estructura productiva, así como la organización de las
ciudades y las distintas formas de habitarla, se encuentran en mutación. Tanto por los
procesos de modernización de la primera mitad del siglo veinte, así como por los procesos
asociados a la reformulación y la reescritura de la cultura japonesa después de la Segunda
Guerra Mundial. Cambios asociados de diferentes maneras a la cultura y filosofía
japonesas, que, si seguimos el rastro de estos procesos en algunas escrituras producidas
durante la primera mitad del siglo pasado y principio de la segunda, se encuentran
enmarcados en la comprensión de la vida como un ciclo sujeto a la impermanencia. María
José Ferrada, prologuista de ocho traducciones de novelas de Yasunari Kawabata, comenta
en el prólogo a Kioto:
Transformaciones que, sin embargo, no se producen sobre una hoja en blanco, sino que se
inscriben dentro de un campo de tradiciones, costumbres e identidades determinadas.
Ya antes de la Segunda Guerra, casi diez años ha, en mil novecientos treinta y tres,
Junichiro Tanizaki describe con prolijidad literaria cómo los valores de la cultura moderna
occidental, asociada a la Revolución Industrial y los procesos técnico científicos que le
acompañaron, tuvieron diversas aplicaciones y repercusiones prácticas en Japón. Se puede
plantear, a partir de la lectura de El elogio de la sombra (1933), que dichas repercusiones
tuvieron un valor práctico y también cotidiano. Vale decir, estuvieron en directa relación
con, por ejemplo, cómo poner una lámpara o un teléfono en una casa, o en cómo instalar la
cañería de un baño, hallando en ese gesto operativo el conflicto entre tecnología y
costumbre; inadecuación que no se resuelve del todo y permanece como una suerte de
aporía durante todo el ensayo de Tanizaki. Ahora bien, junto con aquellos dispositivos
culturales más concretos y cotidianos, el espacio de inscripción también, como decíamos,
es de carácter imaginario. Vale decir, se relaciona con formas no visibles de valorar y
estructurar el mundo. Tanizaki se centra casi todo el ensayo en los espacios arquitectónicos
del Japón Tradicional, pero no solo establece una descripción de usos y ordenamientos,
relacionados con la cotidianidad, sino que desde esa apoyatura despliega una forma de ver
y visualizar el imaginario en el mundo. Dicho de otra forma, nos cuenta cómo pensaban y
sentían los espacios, los diferentes lugares por los que la deriva de su escritura halla el paso
de un pensamiento, que, a la vez crítico y a la vez distanciado, asume lo inevitable de la
pérdida de esa forma de habitar el mundo. Un pasaje del ensayo donde este despliegue
pensamental se vuelve profundamente detallista, y logra delinear, no solo los usos
domésticos del espacio, sino que desarrolla el imaginario asociado a estos, corresponde al
momento en que Junichiro Tanizaki recuerda cómo eran las Casas de té tradicionalmente,
así como los denominados barrios de placer. Al hablar de cómo antaño las mujeres
japonesas se ennegrecían los dientes como forma de inscribir un trozo pequeño de sombra
dentro de la claridad del rostro, comenta que solo en lugares como la casa Sumiya de
Shimabara aún se conservaban, en la época, dichas prácticas de ennegrecimiento de dientes
y afeitado de cejas como formas de maquillaje o signos de belleza. Tanizaki comenta la
cualidad de esos signos espaciales y corporales, y cómo se relacionan con el sistema
semiótico cultural que le rodea:
Espacio en que los cuerpos se desplazan, silenciosos, dentro de un vacío oscuro, con
profundidad y extensión. Un espacio para los cuerpos, para la relación y el contacto entre
los cuerpos, pero también un espacio pensamental e imaginativo. Este vacío que rodea los
cuerpos genera un estado de ánimo particular, que en el caso de la narrativa de Kawabata se
encuentra presente como un locus repetido en varias de sus obras. En su escritura, este
aspecto tonal, relacionado con la opacidad del espacio, vinculado con la forma en que los
cuerpos se relacionan entre sí, se desarrolla de manera acentuada en la nouvelle La casa de
las bellas durmientes (1961), donde la extensión del relato transcurre únicamente dentro del
cuarto oscuro de una casa de prostitutas narcotizadas, estableciendo una escritura replegada
hacia sí misma, en el movimiento memorístico de Yoshio Eguchi, quien, en difuminato a
través de la tiniebla, pierde el contorno de su presente para extenderse a través de diversas
memorias vitales. María Ferrada, a propósito del contexto de producción de la obra de
Kawabata, y su relación con esta poética de la opacidad y el vacío como espacios
escriturarios, plantea que:
Se trata, entonces, de una oscuridad sólida, al decir de Tanizaki, pero que logra horadar los
límites de las cosas y los seres, borrando sus contornos e integrándolos a una relación
colectiva. Este mismo principio opera con y a través de la naturaleza. Los elementos
naturales se encuentran integrados a esta participación de lo sombrío, el vacío en cuanto
bruma, y la pérdida de contornos. Esto afecta y determina la manera de vincularse de los
elementos físicos dentro del relato y produce una relación particular entre los cuerpos, así
como con el espacio y el paisaje. Si se revisa esta relación de lo corpóreo en los textos de
Kawabata, se puede hallar una serie de relaciones de distinta índole, marcadas por la
isotopía que integra silencio con oscuridad e individualidad junto a naturaleza y espacio.
Es decir, la escritura comienza desde el silenciamiento de los personajes con respecto a los
detalles de sus acciones. Eguchi no quiere saber más que lo inmediato para poder acceder al
servicio de las prostitutas, puesto que es mucho mejor “no hacer preguntas”. Esta economía
comunicativa, por una parte, es también una manera particular de desenvolverse de los
personajes de Kawabata –su opacidad comunicativa, o silenciamiento–, así como una
manera de inscribir a través de veladuras, una relación particular entre los cuerpos. Como
se decía, esta nouvelle transcurre íntegramente durante las jornadas en que Eguchi va a
pasar la noche junto a las jóvenes de la posada. Sin saber más que las pocas cosas que les
ha dicho kiga, Eguchi es recibido por una anfitriona quien, luego de ofrecerle té, le hace
pasar a la habitación junto a la jovencita dormida, que le espera desnuda, tendida en la
cama. Luego de acostarse junto a la durmiente de turno, Eguchi reflexiona sobre por qué él
es diferente a los demás clientes del lugar. Esto, a propósito de que la restricción principal
del lugar es no mantener relaciones sexuales con las jóvenes, ni perturbar de ninguna
manera a las durmientes. Eguchi se considera como un cliente distinto puesto que él aún
puede tener sexo con una mujer, abriendo la grieta que lo diferencia de los demás cuerpos
masculinos que visitan la posada. Desde ese punto de vista, Eguchi podrá, en cada una de
las oportunidades, abusar de las jóvenes dormidas, pero decide no hacerlo. Incluso cuando
en varias oportunidades esté a punto de violentarlas de diferentes formas, lo que prevalece
en su conducta, una vez entra en el estado provocado por la proximidad de la dormida, es el
ejercicio del recuerdo, los destellos y los detalles de la memoria que comienzan a fulgurar
sobre el fondo opaco de la habitación y a través de los volúmenes rojizos del cortinaje. No
se trata de un retroceso uniforme a través del recuerdo, sino más bien un ejercicio de
memoria de índole fragmentario, a través de partículas sensoriales, como por ejemplo un
aroma o la figura de una flor que pasa y se deshace en su imaginación antes de caer
dormido, tras ingerir un par de pastillas dejadas por la anfitriona de la posada. Esto ocurre
desde la primera noche, donde la percepción de un olor a leche le provoca a Eguchi, como
en un efecto Proust, viajar a través de su memoria, impulsado por los elementos de la
naturaleza. La danza de los cuerpos en la antesala de la penumbra del sueño, pliega la
escritura hacia la memoria:
El ruido de las olas al retroceder sugería grandes rocas al pie del acantilado;
el agua retenida entre ellas parecía retirarse algo más tarde. La fragancia del
aliento de la muchacha era más intensa en la boca que en la nariz. Sin
embargo no olía a leche. Se preguntó de nuevo por qué había pensado en el
olor de la leche. Tal vez era un olor que le hacía ver a una mujer en la
muchacha (…) ¿Acaso el olor a leche de su descendencia había vuelto para
reprenderlo? No, debía ser el olor del propio corazón de Eguchi, atraído por
la muchacha (…) y la leche le trajo un recuerdo desagradable y alocado. –
Leche. Huele a leche. Huele como un niño de pecho. (…) –Es de tu niña.
La tomaste en brazos al salir de casa, ¿verdad? ¿Verdad que sí? ¡La odio!
¡La odio! (…) Se trataba de una geisha con la que intimaba hacía ya algún
tiempo. Sabía desde el principio que él tenía esposa e hijos, pero el olor de
la niña provocó su repulsión y unos celos violentos. Eguchi y la geisha
nunca volvieron a mantener buenas relaciones. (Kawabata, 22)
Sin embargo, no se trata de cualquier memoria, errante entre elementos dispares del
recuerdo, sino de la memoria relacional de Eguchi, asociada a sus encuentros sexo-
afectivos. Es a partir del procedimiento de la cercanía de un cuerpo con otro, mas no de la
culminación del contacto, sino en la suspensión de su separación, que Eguchi puede
desplazarse y hacer un repaso de los momentos significativos de su vida. Pero no cualquier
momento, sino de los que tienen relación con sus encuentros eróticos y afectivos con
mujeres; encuentros de cualidad fragmentaria, inacabada; incompletos, que no alcanzan a
conformar una estabilidad afectiva y relacional, sino que, estallados en su memoria,
resplandecen como huellas que titilan sobre un fondo opaco. No se trata, a su vez, de una
armonización de la vida experenciada y el presente que presencia la experiencia en la
conciencia, como se ha escrito en un artículo titulado “La polisemia del cuerpo en La casa
de las bellas durmientes”, en un procedimiento de disolución de las diferencias: “(…) a
través de las sensaciones que despiertan los cuerpos dormidos de las muchachas, el
protagonista evoca el pasado y entra en un estado de conocimiento, de captación
instantánea de la fugacidad del tiempo y de la belleza de estar vivos, de la armonización
irreconciliable entre el cuerpo y el espíritu.” (Ortiz Gómez, 255). No hay una efectiva
armonización entre cuerpo y espíritu, como se plantea, ya que esta establecería un estado de
completud que, como se lee, devendría en celebración a la belleza y a la vida. Lo que
ocurre, por su parte, es un movimiento de evocación, un desplazamiento de cualidad
inacabada, tal como la relación corporal entre las durmientes y Eguchi. En ese sentido de
proximidad, sin embargo, el cuerpo de las prostitutas permite la indicación de la cualidad
fantasmática que pervive en la memoria. La consideración de la presencia del cuerpo del
uno mismo y del otro, entonces, estaría mucho más cercana a concepción indicativa y
fragmentaria planteada por Jean-Luc Nancy, en 58 indicios sobre el cuerpo: “No hay
totalidad del cuerpo, no hay unidad sintética. Hay piezas, zonas, fragmentos. Hay un
pedazo después del otro (…) pero no constituye una totalidad. Por el contrario, es necesario
recomenzar de inmediato toda nomenclatura para encontrar, si se puede, la huella del alma
impresa sobre cada pedazo.” (28), huellas en un juego de diferenciación –diferencia en
cuanto distinto y en cuanto diferido–, que no termina jamás de espejear, en una danza sin
totalidad ni fin.
Así, el cuerpo indica la presencia del otro, la otredad dentro del mismo en el presente del
recuerdo. Esta dinámica de diferencias se relaciona con la cualidad fantasmática de la
memoria y, por ende, con cierta asociación en la cultura japonesa de la consorte con un ente
fantasmal. Junichiro Tanizaki plantea esto al hablar de los antiguos burdeles japoneses y
casas de té –que, por cierto, no son lo mismo–, que, como se dijo, tradicionalmente son
espacios sombríos y brumosos:
En el caso de La casa de las bellas durmientes esto es aún más notorio en cuanto el cuerpo
de las prostitutas yace a la manera de un cadáver, de manera que la proximidad con la
muerte se encuentra inscrita en el relato, no solo en la vejez de Eguchi y en el momento
existenciario que este encarna, en cuanto inadecuación epocal, sino, que la muerte está en
lo concreto, digamos, en el cuerpo de las consortes y en su presencia fantasmática, que,
dentro del cuarto poblado de oscuridad, asoman como signo o tumba –tumba en su sentido
étimo de señal–, junto a la cual Eguchi puede salirse de lo cotidiano y acceder a otra
dimensión, que, aunque ominosa y a veces terrible, le permite establecer un recuento de las
mujeres que han pasado por su vida, aunque no comprenda del todo el sentido de aquello:
Eguchi retiró el brazo y le volvió la espalda. Con el brazo libre rodeó las
caderas de la muchacha de piel clara. Cerró los ojos. ´¿La última mujer de
mi vida? ¿Por qué he de pensar esto, siquiera por un momento?´ ´¿Y quién
había sido la primera mujer de su vida? (…) Claro. ¿Podría ser otra que no
fuera mi madre? –fue la inesperada afirmación–. Pero ¿acaso puedo decir
que mi madre fue una mujer para mí?´ Ahora, a los sesenta y siete años,
mientras yacía entre dos muchachas desnudas, sintió que surgía en el fondo
de su ser una nueva verdad. ¿Era una blasfemia, era nostalgia? Abrió los
ojos y pestañeó, como para alejar una pesadilla. (Kawabata, 116)
(…) una mujer de mediana edad que estaba detrás de él trataba de reprimir
una sonrisa (…) Takichiro reparó en la mujer cuando abordó el tranvía. Le
dijo, un poco avergonzado: –¿De qué se ríe? Usted no tiene ninguna
credencial Meiji. –No estoy tan alejada de esa era– respondió la mujer–.
Además, vivo en el trayecto de la línea Kitano. –¿De veras? Oh, sí, cierto
que era por allí–, dijo Takichiro. –´¿Era por allí?’ ¡Qué manera tan fría de
expresarlo! Aun así, has sido lo suficientemente gentil como para
recordarlo. –Es una linda joven la que te acompaña. ¿Dónde la escondías? –
Tonto. No es mi hija. Deberías saberlo. (Kawabata, 133)
Es a través de este opaco diálogo que se entiende que ellos se conocían de antes, aunque no
se explicite bien cuál es la naturaleza de su cercanía, se puede implicar por los pequeños
detalles del diálogo (“deberías saberlo”, “era por allí”) que se conocen de manera íntima.
La opacidad del lenguaje, a su vez, no estaría presente sino entre dos personas que han
mantenido un tipo de relación de índole íntima, que rompa o traspase los códigos de
formalidad y distanciamiento que se manejan en la semiótica de la cultura japonesa.
La celebración de este encuentro es, como el tono que rige este tipo de relaciones, opaco,
silente. A pesar de estar imbuido en un ambiente solar, lumínico, no hay una extensión
textual o dialógica en torno a qué sentido tiene este encuentro: “–En esencia a la gente no le
gusta separarse de las cosas –dijo [la mujer] –. En nuestro negocio no olvidamos a los
viejos clientes. Takichiro permaneció en silencio. (Kawabata, 135). Así, en silencio,
Takichiro es guiado al barrio de las casas de té y se deja agasajar por la hospitalidad de su
vieja ¿Consorte o amante?, a esta altura no hay un límite entre estas dos acepciones que
vienen a ser construidas desde un centro monógamo y matrimonial que pierde el sentido al
intentar explicar el alcance o significado de dichas relaciones fuera del matrimonio. Sin
embargo, Takichiro se siente invadido de un sentimiento de melancolía del cual le es difícil
desapegarse y, como en el caso de Eguchi, abre preguntas que no necesitan ser respondidas,
puesto que su gesto pensamental radica en su formulación: “Debería haberme bastado con
ver el tren de las flores. –Takichiro bajó la cabeza. –¿Será porque el pasado está tan lleno
de recuerdos? ¿O porque ahora la vida se ha vuelto muy solitaria?” (Kawabata, 136). Pero
Takichiro no se entrega, como dijimos, a una diatriba de la memoria que se adentre de
forma profunda en el despliegue del recuerdo. Como plantea Silvio Mattoni
De este encuentro, enmarcado por la distancia entre Takichiro y su amante, Mattoni destaca
su cualidad mínima, el amor sin demasiada decisión, vale decir, el afecto que no alcanza a
consumirse en la propia luz de su lumbre, sino que se mantiene como un frágil destello;
apenas un detalle en el fragor de los años y su multiplicidad, apenas una hebra, si se quiere,
en el entramado de una vida.
Yoshio Eguchi, por su parte, En la casa de las bellas durmientes, aún no había perdido esa
intensidad, puesto que, como piensa en reiteradas ocasiones, él todavía conserva parte del
vigor y la fuerza de la juventud, lo suficiente como para poseer a una muchacha dormida y
transgredir, así, la principal ley de la posada. Aunque tenga la muerte en mente, aún se ve
como “un hombre”. Es por ello, que se considera distinto de los demás adinerados
ancianos que van a visitar la posada, y no se resigna en primera instancia, a mantener el
protocolo como los demás y satisfacer sus deseos de juventud con la extensión de la
presencia juvenil de las muchachas, solamente. Eguchi, sabiendo que aún puede tener sexo
con las jóvenes durmientes, se debatirá en un juego de opuestos donde la vejez y la
decrepitud se baten con la energía de vida, que alcanza su ápice y símbolo en la juventud,
en un juego de oposiciones irresuelto, de final abierto, si se quiere, que mantiene su aporía
y que es interrumpido solamente por la muerte. Sin embargo, a pesar de que Eguchi se
considere aún “un hombre” para sí, no viola, explícitamente, ninguna norma de la posada.
Vale decir, su transgresión y la diferencia que articula en relación con el resto del selecto
club de ancianos, es más de orden potencial que real; sigue siendo, Eguchi, un anciano que
se satisface y conforma con el poder evocativo de las durmientes, así como con el
abundante mundo sensorial, concreto, pero también metafísico, contemplativo que de esa
experiencia se desprende: “Así, a través del tacto experimenta el contacto suave y cálido de
las jóvenes; con el oído, el sonido violentos de las olas al golpear los acantilados en el
exterior de este selecto lugar y la resonancia lejana del invierno que trae el viento; con el
gusto, el sabor de un beso sobre una parte de la anatomía femenina; con el olfato inicia el
mecanismo de la evocación de los recuerdos; y con la percepción de la vista, un sinfín de
imágenes que descifran los enigmas de la pasión.” (Betancor, “El sueño eterno en La casa
de las bellas durmientes”).
Ahora bien, volviendo a Kioto, la cualidad detallística de este pasaje se enhebra con la idea
estética pensamental del detalle dentro de la cultura del paisaje japonés y su relación con la
naturaleza, o con la inscripción que de ella se hace a través de la concepción de los ciclos
de los cuerpos dentro de estos procesos. Postales de flores y nieve definen la observación
de la naturaleza como instantes de conexión entre conciencia y susbtancia, entre el yo y los
entes ordenados con un sentido de mundo. Por su parte, la posibilidad de la escritura de
recrear microcósmicamente un universo abierto y desbordado, y por, otra, la de crear a
través de su movimiento de inscripción, tal como lo hace la naturaleza, son elementos
compositivos fundamentales en la poética de Kawabata. Estas consideraciones, de índole
fenomenológica, se condicen con el lugar que ocupa la naturaleza, la contemplación y la
estética del detalle en la cultura y el imaginario nipón, y dan cuenta de la asimilación y
apropiación por parte de Kawabata. El proceso de hacer aparecer, propio de la energía
creadora de realidad de la naturaleza, tendría su símil en el proceso escritural, otorgando a
su prosa la elusividad y el carácter vegetal, presentes en Kioto, por ejemplo, donde los
elementos parecen hacerse árbol, flores; cuerpos sin fronteras definidas en la identidad de la
escritura.
Aunque Kioto es una ciudad muy grande, el color de las hojas es muy bello allí. Los
bosquecillos de pinos de Gosho y de la villa imperial de Shugakuin y los árboles de
los amplios jardines del viejo templo llaman la atención del viajero, tanto como las
hileras de sauces llorones en el centro de la ciudad (…) Ahora era primavera en la
antigua capital. La enorme cantidad de hojas jóvenes formaban diseños de color
sobre las laderas de Higashiyama y Hieizan. (Kawabata, 65 )
En esta estética del detalle, las imágenes por las cuales se desarrolla el texto, vale decir, sus
metáforas fundamentales, se encuentran en el mismo orden de lo vegetal. Así, cuando
Chieko, la hija adoptiva de Takichiro y su esposa, quienes no podían tener hijos, se dedique
a contemplar y pensar a propósito de su origen, se valdrá de la imagen de los brotes de
violetas crecidos en el viejo tronco de un arce para reflexionar el sentido a propósito de las
circunstancias de su adopción, que hasta ese momento eran aún confusas. Dicha bruma,
entonces, encuentra una imagen en la que sostenerse e intuir una manera de relacionarse
con el mundo, de establecer una comunión con lo otro, dada, no por el discurso ni por
alguna institución social, sino por la contemplación y el pensamiento a propósito de la vida
de la plantas: “La violeta superior y la inferior están separadas por unos treinta centímetros.
‘¿La violeta superior y la inferior se reúnen alguna vez? ¿Se reconocen entre sí’, se
pregunta Chieko. ¿Qué podría querer decir ‘las violetas se reúnen’ o ‘se reconocen’?
(Kawabata, 25). Esta pregunta, entonces, es extensiva, en su intención, al problema de los
cuerpos que se ha estado desarrollando durante estas líneas, vale decir, gira en torno a ese
espacio suspendido entre dos cuerpos que no se tocan, flores como cuerpos, en este caso,
que sirven de extensión al pensamiento de Chieko. Acá la relación interrogativa se
construye, no entre dos cuerpos amantes o erotizados, como en el caso de La casa de las
bellas durmientes, o bien de la vieja pareja de amantes, en la escena del tranvía, a propósito
del padre de Chieko; sino entre dos cuerpos separados al nacer, el de Chieko y su hermana
Naeko. Estos dos cuerpos también mantendrán una relación de lejanía durante gran parte
del texto, y su reunión se verá anticipada por la metáfora de las violetas que, en lentitud y
distancia, desarrollan una suerte de danza por la cual se tornan a encontrar y separar, sin
saber si se tiene conocimiento de aquello.
Ahora bien, como decíamos, la imagen de los brotes de violeta no vienen a hilar las
relación de contacto/distancia entre cuerpo erotizados, ni entre los cuerpos de dos sujetos a
los cuales los une algún tipo de relación sexo afectiva, sino, en este caso, la relación de dos
hermanas, dos brotes también, que hasta el presente del relato no se conocían, pero que de
igual manera tienen entre sí una fuerza de atracción: “–Ryusuke, mira las violetas en el
tronco de ese árbol– señaló Shin´ Ichi–. Mira, hay dos plantas. Hace unos años Chieko dijo
que las dos violetas eran como dos enamorados. Aunque están muy próxima, jamás se han
encontrad.” (Kawabata, 186). Y a la vez: “Ella [Chieko] alcanzaba a ver débilmente las
violetas que crecían en los dos huecos del enorme arce. Ya no tenían flores, pero esas dos
pequeñas violetas, en el hueco más alto y el más bajo… ¿eran Chieko y Naeko? Parecía que
las violetas jamás podrían reunirse, pero… ¿se habían reunido esta noche? Mientras miraba
las violetas débilmente iluminadas, Chieko volvió a conmoverse hasta las lágrimas.” (125).
De manera que entre Chieko y Naeko se da una pulsión semejante a la tensión entre
contacto/distancia que inscribe la relación de los cuerpos en ambos textos, especialmente,
en cuerpos entre los cuales hay alguna relación afectiva, no solo sexual o amatoria, como
en los otros dos casos.
Esta tensión entre Chieko y Naeko, que también dice relación con el origen y, por
ende, con la noción de lo que está antes, con el viejo orden de la realidad que intenta
reencontrarse en un presente, tiene un momento de comunión o de encuentro, a pesar de
que luego, hacia el final de la novela, vuelvan a separarse y tomar caminos distintos, como
si el breve contacto de una noche entre ellas, no hiciera sino recalcar la fugacidad y la
impermanencia en las relaciones humanas. Ahora bien, el pasaje en cuestión, sucede
durante el Festival de Gion, durante un sofocante verano. Recordemos que, si por una parte,
Kioto se haya signada por el ciclo estacionario, también lo está por la sucesión de festivales
que se realizan durante todo el año en la antigua capital. En el caso del Festival de Gion,
destaca el desfile de carrozas y las procesiones sincréticas Shinto budistas. Chieko sale sola
de su casa rumbo a ofrecer una vela a una deidad, el dios Yasaka, que era trasladado al
santuario de Goryosho por ocasión del festival. Allí, Chieko repara en una muchacha que se
encuentra haciendo “las siete vueltas de veneración”, ritual consistente en, de frente a la
deidad, alejarse del altar y luego volver a inclinarse ante el dios, repitiendo la secuencia
siete veces. Allí, es el deseo y la comunión con la deidad la que posibilita la juntura de los
cuerpos: “-¿Por qué rezaste?- le preguntó Chieko. -¿Me estabas mirando?- La voz de la
muchacha era trémula. –Quería saber dónde estaba mi hermana. Tú eres mi hermana. Dios
nos ha reunido. Los ojos de la joven se llenaron de lágrimas.” (Kawabata, 114). Vale decir,
es la presencia del otro, en este caso, de Chieko, en los ruegos de Naeko a la divinidad, la
que posibilita la aparición de esta en el presente. El ruego, en este caso, funciona como
invocación y el rito como operación mágica de hacer-aparecer. Ambos cuerpos realizan la
invocación y, sin darse cuenta, Chieko se hace partícipe del juego de alejamiento y
repetición de la plegaria, como un encuentro repetido virtualmente en la performance ritual.
De esa manera, Naeko dirige su discurso hacia la ausencia, y este destinatario desconocido,
pero presente en la enunciación como sujeto-objeto de la plegaria, se materializa, a su vez,
en el mundo fenomenal cuando Chieko se acerca a ella para preguntarle, justamente, cuál es
la razón de sus plegarias. De esta manera, por un instante, y luego en un par de ocasiones
hasta la partida de la hermana, hacia el final de la novela, los cuerpos mantienen breves
lapsos de contacto, influidos, de alguna forma, por la voluntad de un dios.
Finalmente, en una tercera lectura, se han de revisar de manera breve estos nudos
textuales en la nouvelle En el lago. Este texto, fue publicado originalmente de forma serial
en la revista Shinco, Nueva Corriente, en el año mil novecientos cincuenta y cuatro y, en
una lectura epidérmica “provoca la tentación inmediata de asociar En el Lago con Lolita, de
Navokov, su coetánea” (Sato, 7), aunque en términos estructurales las diferencias son
evidentes: Lolita se articula como diario, en primer término, con una voz en primera
persona singular y un narrador intradiegético, mientras que En el lago se desarrolla como
una narración con la presencia dominante de un narrador extradiegético, así como la
organización estructural en torno a fragmentos abiertos, sin una cerrazón definitiva: “´Mis
novelas podrían terminar en cualquier lugar; en realidad, no tienen un final´, decía
[Kawabata]. Y esto sucedió con El Lago, que, al pasar al formato libro, vio cercenada su
última parte y quedó como novela inacabada, a juicio de su autor.” (Sato, 8), salvo porque
las estructuras narrativas que se han revisado parecen organizarse en torno a una forma
abierta, sin cerrazones definitivas, tanto en términos de pensamiento, así como en un hilo o
una trama narrativa. Como se ha planteado, la estética de Kawabata parece radicar en el
destello de detalles textuales, antes que en grandes formas discursivas. En ese sentido,
también, hay una marcada diferencia con Lolita.
El texto comienza cuando Gimpei Momoi llega a una estancia a recibir un masaje por parte
de una joven muchacha. Los tópicos ritman. Por lo que se entiende, Gimpei viene huyendo,
aunque aún no es posible saber bien de qué. Mientras está recibiendo el masaje, sin
embargo, intuimos de qué se trata: “De pronto, Gimpei se vio atrapado en una alucinación
en la que perseguía a esta joven de voz hermosa. Por una calle donde pasaban tranvías, en
algún lugar de Tokio. Por un momento, solo vio ginkgos alineados en la acera.” (Kawabata,
20), vale decir, desde las primeras páginas se instala el tópico principal del texto, en
relación con el problema de los cuerpos: la persecución. Este indicio, no solo movilizará la
trama narrativa, en cuanto la novela se puede aglutinar como una serie de persecuciones,
sino que instala el problema del deseo. Aquí es la necesidad del cuerpo del otro la que
moviliza todas las acciones de Gimpei, perdiendo todo propósito vital fuera de esa
actividad de perseguidor, que le saca fuera de su vida y le hace mantener un constante
estado de padecimiento. La situación de Gimpei, en torno al cuerpo femenino, es la que
plantea Roland Barthes como forma del deseo en relación con la ausencia: “La ausencia se
convierte en una práctica activa, en un ajetreo (que me impide hacer cualquier otra cosa);
en él se crea una ficción de múltiples funciones (dudas, reproches, deseos, melancolías)”
(Barthes, 57), funciones que en el caso de Gimpei devienen en acoso y persecución como
únicas actividades. Sin embargo, antes de que el texto entre en ese entretejido, se produce
un repliegue de memoria, similar al de Yoshio Eguchi al momento de estar con las
prostitutas narcotizadas, donde Gimpei entra en un pliegue narrativo, que funciona en el
texto como una unidad de información, según la cual se comprende la actividad acosadora
de Gimpei. Sin embargo, la forma en que se encuentra montado el texto parece un poco
más abrupta que, por ejemplo, el caso de La casa de las bellas durmientes:
Donde lo importante acá, más allá de las diferencias formales, es cómo el texto se ve
impulsado por el movimiento interior del protagonista, que, a la vez, es provocado por el
contacto del cuerpo femenino, en una energía erótica que deviene en energía escrituraria.
Es quizá este arraigo en lo concreto como apoyatura para el movimiento memorístico, lo
que diferencia la textualidad de Kawabata con otras escrituras de la memoria, como por
ejemplo, como se ha mencionado, la de Marcel Proust, con la cual, sin embargo, dice el
mismo autor, mantiene ciertas distancias:
Decía Kawabata: ´Me gusta escribir según una corriente de asociaciones, que
emergen una después de otra mientras trabajo (…) Tal vez me falte habilidad para
proyectar mis asociaciones. Puede defenderme diciendo, categóricamente, que los
nuevos escritores psicológicos –los así llamados del fluir de la conciencia-, como
Joyce, Woolf, Proust e incluso Faulkner, han producido una literatura de
asociaciones y memorias. Pero siempre he sentido que su tipo de recuerdos y todas
esas novelas psicológicas reflejan las inseguridades, corrupciones y desarreglos de
la vida moderna (…) Mi modo asociativo es netamente japonés.´ (Sato, 10)
Esto, porque lo que para Kawabata vendría ser algo propiamente japonés, a decir verdad,
es un carácter más concreto y menos abstracto que el desarrollo plegado de la prosa de
Proust o de Joyce. Al pensar, por ejemplo, en Por el camino de Swan, y el popular efecto
asociativo de la magdalena, se olvida o se pasa por alto que este pasaje ocurre ya bien
avanzada la novela, es decir, bien desarrollado el impulso memorístico, y que la primera
digresión de la escritura hacia sí misma es la confusión –y la contaminación– de los estado
de conciencia de la vigilia y el sueño por parte del protagonista. Por su parte, en En el lago
eso no ocurre, sino que, por el contrario, es la propia cercanía del cuerpo concreto de un
otro, en este caso la masajista, quien produce la serie de asociaciones en la prosa, aun
cuando en ningún caso revisado se produzca un encuentro sexual.
Al ver la figura del perro que se movía delante de él, apenas pudo contener
su urgencia por rodear con su brazo las piernas de la muchacha. Pero antes
de cometer una imprudencia, la repentina constatación de que, cada tarde,
ella caminaría con su perro bajo la sombra de los ginkgos y que él podría
verla desde un lugar oculto desde lo alto del terraplén lo iluminó como un
rayo de esperanza. Era como acostarse desnudo sobre el césped verde… tan
fría y fresca era la sensación de alivio. Sí, la vería desde lo alto del
terraplén, y ella subiría la cuesta hacia él por siempre… su felicidad no
tenía límite. (Kawabata, 80)
En esta conversación, donde, en realidad, solamente él habla y ella guarda silencio, parece
que Gimpei se conforma con distintos fetiches visuales, y con la erótica de la persecución,
en reemplazo de la consumación del abuso. Ahora bien, hacia el final de la novela, es él
quien es perseguido por una mujer, que se describe en el texto, a los ojos de Gimpei, como
una mujer horrible. Este es el segundo momento de la persecución en la novela. Es él,
entonces, el que ahora es perseguido. Pareciera, así, que estos dos sujetos marcados por el
signo de la repugnancia encontrarían, por fin, una complementariedad el uno con el otro,
pero Gimpei decide abandonar a la mujer y alejarse, nuevamente, sin llegar a que ocurra la
realización de la armonía, sino, más bien, la extensión de la soledad y la incomunicación
como únicas certezas vitales, y como único camino.
De esta forma, una vez revisadas estas tres novelas, es posible apuntar una serie de
cualidades presentes en la narrativa de Kawabata. Por una parte, una apropiación particular
de las consideraciones culturales a propósito de los espacios denominados “de placer”,
donde los personajes parecen evocar, en reiteradas ocasiones, el paso del tiempo. La
fugacidad de las relaciones, a su vez, tiene que ver con una proxémica particular, donde los
cuerpos nos llegan a culminar del todo su contacto, sino que, suspendidos en el entre, es
decir, en el espacio que media entre ellos, configuran la energía erótica como un impulso de
memoria vital. Esa energía de memoria es también una forma reflexiva, replegada en
términos textuales, de considerar las relaciones humanas. Así, Eguchi, por ejemplo, en La
casa de las bellas durmientes, hace un repaso de los amores junto a las muchachas
narcotizadas. Allí se da cuenta de que su felicidad y realización como sujeto ha estado junto
a los encuentros eróticos con mujeres, de manera fragmentaria y no mantenida en el tiempo.
Ciertamente, estos momentos de dicha, entonces, no han estado junto al “amor”, en cuanto
gamos. Ni en torno a la familia, ni al amor de sus hijas, ni el de su esposa, sino en el sexo y
en los destellos de los encuentros y contactos con cuerpos femeninos. Esta visión des-
romantizada del amor, o, mejor dicho y lejos de la crítica relacional que equivoca sus
conceptos de romanticismo, el amor como constructo relacional monógamo y con base en
la familia, es visto como una actividad más en su vida. Es decir, como una producción. Pero
la felicidad se halla, para el protagonista de La Casa de las bellas durmientes, en el destello
de los encuentros sexuales y en la afectividad aleatoria y diseminada, antes que en las
relaciones humanas sólidas. Este elogio de la soledad también puede ser pensado como un
elogio de los encuentros. Parece que al final del largo camino de su vida, en el repaso que el
letargo que la droga le provoca, así como la cercanía de las muchachas narcotizadas,
Eguchi se queda con los pequeños fragmentos, con la incompletud como condición para la
dicha, en detrimento de la felicidad burguesa establecida por la institución de la familia y
las relaciones amorosas. Esta errancia es una manera de desplazarse por la vida, a la manera
de los viajeros zen de los poemas de Basho o los monjes medievales japoneses que
Mishima parecía entrever en los relatos de Kawabata, como una secreta sensibilidad ante el
mundo. Digamos, es lo que comprende el concepto, a veces usado y manoseado, de la
impermanencia. La fugacidad implica una forma de pensar, una ética y una estética que
permanece y se desarrolla, justamente, en el espacio que media entre dos cuerpos dormidos
que no consuman su encuentro.
Por otra parte, está la presencia de la naturaleza. En las tres novelas analizadas esta tiene un
papel fundamental. En Kioto sirve, no solo como estructura literaria, sino que cumple la
función de servir de sistema de metáforas para comprender la vida y el mundo,
especialmente para Chieko, a través de la imagen de las violetas y a propósito del cuento de
la Princesa Kaguya. De esta manera, la escritura brota, también, como crece la naturaleza,
estableciendo una estética vegetal, que no solo la ubica como telón de fondo, sino que la
absorbe en su manera de ser. Por otra parte, esta forma literaria no es homogénea, sino que
tiene sus distintas modulaciones. Así, por ejemplo, la naturaleza en En el lago será una
entidad amenazante, absorbente y destructiva, como, por ejemplo, también en la figura del
mar y el viento, en el caso de La casa de las bellas durmientes, y, por ende, no puede
pensarse como una celebración a la vida y la belleza, es decir, en términos de oda. Esta
acepción, sin embargo, también tiene una relación cultural con la vieja imaginería de la
oscuridad y la fantasmagoría en el Japón Antiguo, presente a través de las consideraciones
que establece Tanizaki en El elogio de la sombra, inscribiendo, así, una línea de
continuidad y apropiación con las producciones estéticas que preceden el campo cultural
del propio Kawabata. Esta forma de recepcionar los macro textos de su época y cultura, a
su vez, manifiestan cómo asumió el autor los retos de dar cuenta de los procesos de
cambios ocurridos en Japón durante la primera mitad del siglo veinte y en la posguerra,
aunque sin establecer, por ello, una respuesta definitoria, sino demostrando, a través de las
relaciones de sus personajes, y de los procesos de memoria de estos, cómo fueron vividas.
Bibliografía
Nancy, Jean-Luc. 58 indicios sobre el cuerpo. Siglo Veintiuno Editores: Argentina, 2004.
Impreso.
Ortiz Gómez, Ángeles. “La polisemia del cuerpo en La casa de las bellas durmientes de
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Betancor, Orlando. “El sueño eterno en La casa de las bellas durmientes, de Yasunari
Kawabata”. Online en: https://webs.ucm.es/info/especulo/numero39/seterno.html
María Ferrada, José. “La capacidad de comprender el vacío”. La panera. Online en:
http://lapanera.cl/sitio/la-capacidad-de-comprender-el-vacio/