Está en la página 1de 666

O BRA DRAMÁTICA

C olección Papiros
Serie R ecorridos
La Serie Recorridos de la Colección Papiros incluye
compilaciones de obra reunida u obra completa,
así como antologías de autores reconocidos de Venezuela
y el mundo, en cualquier género de la literatura.

OBRA dramática: José Ignacio Cabrujas


Edición dirigida por Leonardo Azparren Giménez

©2010 EDITORIAL EQUINOCCIO


Todas las obras publicadas bajo nuestro sello
han sido sometidas a un proceso de arbitraje.
Reservados todos los derechos.
Coordinación editorial
Carlos Pacheco
Coordinación de producción
Evelyn Castro
Administración
Nelson González
Diagramación
Cristin Medina
Corrección
Daniela Díaz
Gabriel Rodríguez
Editemos Estrategias Editoriales
Impresión
Switt Print
Tiraje 2.000 ejemplares
Hecho el depósito de ley
Depósito legal lf24420098003570
ISBN 978-980-237-311-6
Valle de Sartenejas, Baruta, estado Miranda.
Apartado postal 89000, Caracas 1080-A, Venezuela.
Teléfono (0212) 9063162, fax 9063164
equinoccio@usb.ve
RIF. G-20000063-5
José Ignacio Cabrujas

OBRA DRAMÁTICA
Tomo II

Dirección de la edición y estudio preliminar


Leonardo Azparren Giménez

Asistente de investigación
Gloria Soares De Ponte
Contenido

Profundo (1971) 9
La soberbia milagrosa del General
Pío Fernández (1974) 85
Acto cultural (1976) 105
El día que me quieras (1979) 187
Una noche oriental (1983) 259
El americano ilustrado (1986) 327
Retrato de artista con
barba y pumpá (1990) 421
Sonny, diferencias sobre Otelo,
el moro de Venecia (1995) 491
Bibliografía y cronología
Obras de José Ignacio Cabrujas 595
Obras sobre José Ignacio Cabrujas 599
Cronología de José Ignacio Cabrujas 601
De Nicolás Curiel para José Ignacio Cabrujas 655


Profundo

Pieza en un acto

1971
A Carlos González Vegas,
por sus historias de la levitación
El autor expresa su agradecimiento a los editores del
Misal Devocionario, escrito por HEC.
También a los editores y al autor o autores del
libro La Santa Cruz de Caravaca, invalorable aporte
para la construcción de algunas escenas litúrgicas.
También a San Antonio María Claret, cono-
cido popularmente como el Beato Claret, Arzobispo
y Fundador de la Congregación de Misioneros Hijos
del Inmaculado Corazón de María, cuya obra Camino
recto y seguro para llegar al cielo sirvió de inspiración
para algunas situaciones.
Y, finalmente, a Santo Tomás de Aquino, compe-
tente teólogo medieval, autor de la Summa Theologica,
sin la cual hubiese sido muy difícil escribir esta pieza.

JIC
Personajes

Magra
Buey
Lucrecia
Manganzón
La Franciscana
Elvirita
El UTC

 En 1981 esta pieza fue representada en el VII Festival de Teatro Popular.


Informó la prensa (El Nacional, 29/09/1981) que, a una pregunta de un inte-
grante del elenco, Cabrujas dijo: “Así era como se identificaban los coman-
dos guerrilleros de los años sesenta: ‘Unidad Táctica de Combate’. Eso no
tiene nada que ver con la obra, es un error de imprenta que será corregido
para la próxima edición”. En efecto, en las ediciones posteriores a la de 1971
esta mención no aparece.
Estrenada el 27 de mayo de 1971 en el Teatro Alberto
de Paz y Mateos de El Nuevo Grupo, en Caracas.

Magra: María Inojosa


Buey: José Avilán
Lucrecia: Irene Inaudi
Manganzón: Arturo Calderón
La Franciscana: Carmen Palma
Elvirita: Francis Rueda

Asistente al director: Antonio Briceño


Escenografía y vestuario: Guillermo Zabaleta
Director: José Ignacio Cabrujas
Se encienden las luces sobre un cuchitril. El resto del es-
cenario permanece a oscuras. La puerta se abre. Entra
Magra: es vieja y asmática. Trae un manojo de hierbas
y un libro de tapas negras. No advierte la presencia de
Buey, sentado en una silla de paja, en un ángulo. Magra
camina asustada y murmura.

MAGRA.– Paz a tus restos. Paz a tus restos. Paz a


tus restos. (Es como si quisiera evitar la intromisión
repentina de alguien. Da vueltas en torno a un hueco
profundo que han excavado en el piso. Enciende un
fósforo y lee) «Santa Espina de Cristo, ruega por
nosotros. Ánima de los Crucificados, ruega por no-
sotros. Santo Dimas Ladrón, ruega por nosotros.
Espíritu ansioso, protégenos». (Pregunta tímida-
mente) ¿Estás ahí, hermano? (Se acerca al borde del
hueco y enciende otro fósforo. Pasa páginas en el libro
y lee). «Te traigo azahares. Te traigo incienso y
olores suaves». (Arroja al hueco el manojo de hier-
bas. Pausa. Canturrea).
Cumpleaños feliz,
te deseamos a ti,
cumpleaños Santo Padre Olegario,
cumpleaños feliz...
(Pausa. Magra espera el resultado de la oración. Mur-
mura rápidamente) Si quieres misa, preséntate. Si es
contrición, aparécete; si es oración, manifiéstate; si
es alivio, confíate. (Buey hace ruidos con la boca. Magra
chilla asustada. Buey le hace señas para que se calle).

15
MAGRA (Temblorosa).– ¡Ay, que susto me diste!
BUEY (Insiste en que Magra se calle).
MAGRA.– No sabía que estabas ahí. Has podido
decírmelo.
BUEY.– ¿Y quién te manda a curiosa?
MAGRA.– ¡Ay, Dios bendito, me diste un vuelco!
(Continúa quejándose) Esas son tus cosas. ¿Qué
necesidad había?
BUEY.– El que busca, encuentra. Nada tienes que
hacer aquí.
MAGRA.– ¡Ay, Dios bendito, me diste un vuelco!
BUEY.– Mentira. Viniste por curiosa, a ver qué en-
contrabas, a ver si te espantaban.
MAGRA (Parece aceptar lo que ha dicho Buey. Después
de una pausa, continúa).– Buey, ¿dio señal?
BUEY.– Hace un rato crujió.
MAGRA (Interesada).– Crujió ¿cómo?
BUEY.– Crujió cruic.
MAGRA.– Será rata.
BUEY.– Rata no es cruic. Rata es suip. Rata es uña.
También, diente; pero sobre todo, uña. Rata es
suip.
MAGRA.– ¿Será él, Buey?
BUEY.– ¿Sería y comenzó a salir?
MAGRA (Sorprendida).– ¡Buey!
BUEY.– Tengo como una hora cazándolo. Porque él
regresa. Seguro que regresa.
MAGRA (Se aproxima a Buey).– Buey, ¿cómo era?
BUEY (En lo suyo).– Y aquí lo espero y lo espero al
Santo Padre. Aquí lo espero.

16
MAGRA.– ¿Tú crees?
BUEY (Emocionado).– Él tiene su rato. Tiene su cosa.
Su vuelta. Uno le da y le da, y él viene. No es
como dice La Franciscana. Él viene.
MAGRA.– ¿Rezaste la oración?
BUEY.– Loco estaría. Me quedé callado y la recé por
dentro.
MAGRA.– ¿Y pensaste en lo bueno, como dijo La
Franciscana?
BUEY.– Pensé en puro bueno. Pensé en los pobres y
en las hermanitas de la caridad y en los leprosos
afligidos y en el pan de San Antonio.
MAGRA.– ¿En todo eso?
BUEY.– Y en la Santa Cruz, y en El Madero de San An-
drés y en El Clavo Perdido y hallado en el templo, y
en La Esponja de Hiel y en El moco de Pilatos.
MAGRA.– Y él, ¿como si nada?
BUEY.– Volvió a hacer cruic.
MAGRA (Conmovida).– ¡Bendito sea Dios! Fue una
seña. (Luego recuerda) Pero, ¿lo viste, Buey? ¿Lo
viste?
BUEY (Animado).– Un humo. Una cosa con dos punti-
tos rojos. Sentí que me enfriaba por dentro, Magra.
MAGRA ( Jubilosa).– ¡Era él! ¡Era él! Primeramente
Dios. Seguro que era él. Claro, es su cumpleaños.
Bendito seas, Hermano. Ánima Bendita del Pa-
dre Olegario, ruega por nosotros. Hay que avisar,
Buey. Hay que avisar.
BUEY.– No me lo espantes. No me lo espantes. Deja
la gritadera y la cosa. Él viene solito.

17
MAGRA (Acrecentando su interés).– ¿Y salió del hue-
co, Buey?
BUEY (En su espectáculo).– Soltó un humero y creció
y creció. Yo creí que iba a pegarle la cabeza al
techo.
MAGRA (Interrumpiéndolo).– Pero ¿tenía cabeza?
BUEY.– Cabeza o cosa o lo que sea... Creció y cre-
ció... Pero quién sabe si me vio solo, si quería ha-
blar conmigo. Ganas de nada, sentía. Quietecito
estaba, pensando en el Niño Jesús y diciéndole:
ojalá y venga el Santo Niño con un ramito de flo-
res. Ojalá y venga. Y de repente, no era el Niño.
Era él.
MAGRA.– ¿Se veía antiguo?
BUEY.– No le vi la cara. No tenía cara.
MAGRA.– Pero, ¿con sotana?
BUEY.– Con nada.
MAGRA.– ¿En cuero?
BUEY.– Con nada. Con nada. Con humo. Pero no
olía. Yo siempre creí que olían, pero no huelen.
MAGRA.– Debería llamarse a Lucrecia. Ella lo cono-
ce. Ella diría.
BUEY.– No. Mejor me quedo solo. ¿Quién me qui-
ta que quiera hablar conmigo solo? ¿Quién quita
que yo sea El Bueno? Ya no me asusta. Ya si apa-
rece no me asusta. Mejor, solo. (De pronto recuer-
da). ¿Te bañaste?
MAGRA.– Sí.
BUEY.– Déjame oler. (Buey huele a Magra) Mentira.
Huele a rancio.

18
MAGRA.– ¡Qué rancio!
BUEY.– Huele a viejo, a raro.
MAGRA.– Me bañé con jabón.
BUEY.– ¿Jabón de olor?
MAGRA (Asiente con vigor).– Jabón de olor.
BUEY (Convencido, pero sin perder autoridad).– No
vaya a ser que lo espante. (Regresa a su silla. Mira
fijamente el hueco. Murmura).
MAGRA (Después de una pausa).– Buey.
BUEY.– ...
MAGRA.– Buey.
BUEY.– ¿Qué?
MAGRA.– Buey, ¿serás de verdad tú, El Bueno?
BUEY.– ¿Quién sabe?
MAGRA.– Habrá que preguntárselo a La Francisca-
na, ¿verdad?
BUEY.– Sí.
MAGRA.– Mañana hay que preguntárselo. En el
cumpleaños.
BUEY (Pensativo).– ¿Quién sabe? Mal no he hecho.
Mal, lo que se dice mal.
MAGRA.– No, Buey. Mal no has hecho. Tus cosas,
como cualquiera.
BUEY.– Mis cosas.
MAGRA (Alegre).– ¡Ay, Buey, ahora todo lo respon-
des! Antes, no, antes, yo te preguntaba: Buey, tal
cosa, y tú (Gruñe). Puro (Gruñe).
BUEY.– Es distinto.
MAGRA.– Claro, es distinto. (Recuerda) Buey, ¿vas
a venir esta noche? (Gruñe) Te la pasas siempre

19
borracho, Buey. (Gruñe) ¿Tienes otra mujer, Buey?
(Gruñe).
BUEY.– Cállate. No estés recordando cosas.
MAGRA.– Está bueno así. Buey, quién quita que esta
noche aparezca. Yo creo que deberíamos esperarlo.
Yo creo que nadie debería dormir. ¿No te parece?
BUEY.– No. Las cosas como son.
MAGRA.– Sí.
BUEY.– Y si sale, te callas. No vayas a estar diciendo
cosas, ni gritando ni preguntando.
MAGRA.– Bueno.
BUEY.– Piensa en lo bueno. Vamos a pensar en lo
bueno.
MAGRA.– Pienso.
BUEY.– ¿Qué piensas?
MAGRA.– Pienso en lo bueno.
BUEY.– ¿Cómo es lo bueno?
MAGRA.– Hay un gatito con frío. Y el gatito hace
miau, miau. Y yo vengo y le doy leche.
BUEY.– Es bueno.
MAGRA (Divertida).– Piensa tú...
BUEY (Piensa).– Hay un viejito paralítico inválido
y manco. Y el viejito está perdido. Y yo lo cargo
como San Cristóbal cargó a Dios. Y el viejito es
Dios.
MAGRA.– Es bueno.
BUEY.– Piensa tú.
MAGRA.– Hay una mariposita con las alitas rotas.
Y la mariposita no puede volar. Y yo le digo: ma-
riposita, mariposita, ¿tú quieres volar? Y ella me

20
responde con su vocecita de mariposa rota: sí. Y
yo me la llevo en la mano. Y la curo con un palito.
Y la mariposita vuela, y me dice: gracias.
BUEY.– Es bueno.
MAGRA.– ¿Tú crees que le gusta, Buey?
BUEY.– Yo creo que sí. Al Santo Padre le gusta lo
bueno. Y ahora tú y yo somos buenos. (Pausa)
Piensa. Sigue pensando...
Oscuro
Se encienden las luces en el cuarto de Manganzón y Lu-
crecia. Ambos están en la cama matrimonial.
LUCRECIA.– Ya va siendo hora. (Recoge el desperta-
dor de debajo de la cama. Manganzón musita oracio-
nes. Pausa).
MANGANZÓN.– Sí.
LUCRECIA.– ¿Qué estás haciendo?
MANGANZÓN.– Rezando. (Pausa. Termina de rezar.
Se santigua).
LUCRECIA.– Qué horror como te santiguas. Pare-
ce que estuvieras dirigiendo el tráfico. ¿Nunca te
enseñaron a santiguarte?
MANGANZÓN.– Sí me enseñaron.
LUCRECIA.– Menos mal que se mira sólo la inten-
ción.
MANGANZÓN (No responde. Se sienta en la cama y
comienza a vestirse).
LUCRECIA.– No sé por qué te acuestas desnudo.
MANGANZÓN (Elemental).– Porque si no, no me
duermo.

21
LUCRECIA.– Total, de ocho a once. (Mira detenida-
mente a Manganzón). Estás flaco.
MANGANZÓN.– No me estoy sintiendo bien.
LUCRECIA.– Claro. No comes.
MANGANZÓN.– No tengo ganas de comer.
LUCRECIA (Advirtiendo la parquedad en las respues-
tas de Manganzón).– ¿Qué pasa? ¿Estás bravo?
MANGANZÓN.– No.
LUCRECIA.– Yo creía. Como pones esa cara.
MANGANZÓN.– No. No estoy bravo. Tampoco es-
toy contento, pero no estoy bravo.
LUCRECIA.– ¿Y cómo estás entonces?
MANGANZÓN.– No sé. No me siento. Tengo una
cosa rara aquí. (Se señala el estómago).
LUCRECIA.– ¿Una cosa rara como qué?
MANGANZÓN.– ¡Yo qué sé!
LUCRECIA (Mira el vientre de Manganzón. Se pone de
rodillas en la cama).– Déjame ver. (Manganzón se
da vuelta y ofrece el vientre a Lucrecia. Lucrecia es-
cucha en el vientre de Manganzón). ¿No te dije?
MANGANZÓN.– ¿Qué fue?
LUCRECIA.– Ahí se te siente que sube y baja. Tiene
que encontrar su salida.
MANGANZÓN.– Ojalá, porque me está molestando.
LUCRECIA.– Ése sale.
Manganzón continúa vistiéndose.
MANGANZÓN (Después de una pausa).– Lucrecia.
LUCRECIA.– ...
MANGANZÓN.– ¿Tú crees que sea un aire?
LUCRECIA.– ¿Y qué más?

22
MANGANZÓN (Convenciéndose).– Sí, ¿verdad?
LUCRECIA.– ¿Por qué? ¿Te duele mucho?
MANGANZÓN.– No. No me duele. (Pausa muy larga.
Manganzón continúa vistiéndose). Ya no me duele.
LUCRECIA.– Siempre pasa. Eso es lo bueno (Sin
pausa) ¿Te limpiaste las orejas?
MANGANZÓN.– Sí.
LUCRECIA.– Déjame ver. (Manganzón muestra las orejas
a Lucrecia). No, hombre. Qué te las vas a limpiar.
MANGANZÓN.– Les pasé un trapito mojado.
LUCRECIA.– No, hombre.
De la mesa de noche saca un algodón y un palillo.
MANGANZÓN.– Voy a llegar tarde.
LUCRECIA.– Ya va. (Limpia las orejas de Manganzón).
MANGANZÓN (Mientras se somete a la limpieza de
orejas).– Lucrecia...
LUCRECIA.– ...
MANGANZÓN.– Estaba yo pensando.
LUCRECIA.– ...
MANGANZÓN.– Si de repente mañana que es el
cumpleaños...
LUCRECIA.– ...
MANGANZÓN (Animándose).– No, digo la...
LUCRECIA.– Pon la otra.
MANGANZÓN.– ¿Tú no crees?
LUCRECIA (Que no ha prestado atención).– ¿Qué?
MANGANZÓN (Se responde a sí mismo).– No. (Son-
ríe) Pero sería bueno.
LUCRECIA (Solidaria).– Sí sería.
MANGANZÓN.– Ya ni cosa le da a uno.

23
LUCRECIA.– No.
MANGANZÓN.– Si hasta cumpleaños tiene.
LUCRECIA.– Cumpleaños feliz, te deseamos a ti...
MANGANZÓN.– Lucrecia...
LUCRECIA.– ...
MANGANZÓN.– ¿Tú no crees que sea una falta de
respeto?
LUCRECIA.– ¿Por qué, pues?
MANGANZÓN.– Como es tan antiguo, ¿qué sabe uno?
LUCRECIA.– Si se hace con bien, no.
MANGANZÓN.– Verdad.
LUCRECIA.– Si es por cariño que uno le manifiesta.
MANGANZÓN.– Por puro cariño. (Manganzón se le-
vanta. Mira a Lucrecia. Sonríe) Y quién quita que
hoy termine por darnos el regalo.
LUCRECIA (Mira fijamente a Manganzón).
MANGANZÓN.– Ese realero. (Presiente lo inoportu-
no de este último comentario) Digo, para la capi-
lla. Porque lo primero que hay que hacer es la
capilla.
LUCRECIA.– Claro.
MANGANZÓN.– A lo mejor soy yo El Bueno. El li-
bro lo dice...
LUCRECIA.– Me llamas, Manganzón. Si hay algo,
me llamas...
MANGANZÓN (Animado).– Bueno.
LUCRECIA.– A cualquier hora. Si aparece, a cual-
quier hora.
MANGANZÓN.– Bueno. (Pausa) Lucrecia.
LUCRECIA.– ...

24
MANGANZÓN.– ¿Cómo cuántas velitas se le ponen
a la torta?
LUCRECIA.– Una sola. Una grande. Como no se
sabe cuántos años tiene.
MANGANZÓN.– Claro. Una sola.
Manganzón sale. Lucrecia vuelve a acostarse.
Oscuro
Luz sobre la cocina de la casa. Elvirita, la sobrina de
Manganzón, contempla una caja puesta sobre la mesa
de la cocina. Elvirita abre la caja y revisa cuidadosa-
mente su contenido. Sonríe. Enciende un pequeño radio
de transistores. En ese momento, entra Manganzón.
MANGANZÓN.– Y tú, ¿por qué no estás acostada?
ELVIRITA.– ...
MANGANZÓN (Después de una pausa).– Sabe mal el
agua. Sabe a hierro.
ELVIRITA.– ¿La cogió de la nevera?
MANGANZÓN.– Sí.
ELVIRITA.– ¿Del botellón grande?
MANGANZÓN.– Sí.
ELVIRITA.– Eso fue porque Magra le puso una cosa.
MANGANZÓN (Inquieto).– ¿Qué le puso?
ELVIRITA.– No sé. No me quiso decir.
MANGANZÓN.– Un día de estos se va a envenenar
alguien.
ELVIRITA.– No le vaya a decir a Magra que yo le
dije.
MANGANZÓN (Sorprendido).– ¿Y qué fue? ¿Qué tie-
ne de particular?
ELVIRITA.– No le diga.

25
MANGANZÓN.– Bueno. No le digo. (Por la caja)
¿Qué es eso?
ELVIRITA.– La torta.
MANGANZÓN (Interesado).– ¿Cuándo la compraron?
ELVIRITA.– Esta tarde en la panadería. Yo fui con
Magra. Buey también quería venir.
MANGANZÓN (Molesto).– Déjese de estarle dicien-
do así a papá. ¿Qué es eso de Buey? Él tiene su
nombre. Él no se llama Buey. No es ningún ani-
mal para estarle llamando Buey.
ELVIRITA.– Pero todo el mundo lo llama.
MANGANZÓN (Clásico).– Todo el mundo, no. Si
todo el mundo se tira por un barranco, usted no
se va a tirar por un barranco.
ELVIRITA.– Como yo no sé su nombre.
MANGANZÓN.– Pedro Álamo. Se llama así: Pedro
Álamo. Y yo me llamo José Francisco. José Francis-
co Álamo. Y Benita Quijada es ésa que usted llama
Magra. Y Lucrecia Vegas es mi mujer. Y usted se lla-
ma Elvirita Suárez. Nadie le ha puesto sobrenombre
en esta casa. No le dicen La Mona, ni La Perra, ni La
Gata, ni La Culebra. Vámonos respetando, porque
de la confianza no sale nada bueno.
ELVIRITA.– Está bien.
Manganzón da por terminado el diálogo. Permanece
unos instantes registrando algún punto olvidado. Elvirita
lo mira.
ELVIRITA.– ¿Y para quién es la torta? ¿Para usted?
MANGANZÓN.– Para nadie. Para comerla.
ELVIRITA.– Yo creí que era el cumpleaños suyo.

26
MANGANZÓN.– Una torta no se come solamente
en cumpleaños.
ELVIRITA.– Como la señora Benita dijo que era para
la fiesta.
MANGANZÓN (Evasivo).– Bueno. Para la fiesta. Una
fiesta.
ELVIRITA.– ¿Y qué es lo que se celebra?
MANGANZÓN.– Nada se celebra. (Cambia de idea)
Se celebra un aniversario de matrimonio.
ELVIRITA (Mira fijamente a Manganzón).
MANGANZÓN (Satisfecho con su respuesta, cambia de
tema).– ¿Y usted se va a quedar aquí?
ELVIRITA.– Está bien. (Se levanta).
Durante una larga pausa permanece frente a Manganzón.
ELVIRITA (De pronto, comienza a llorar).
MANGANZÓN (Sorprendido).– ¿Y eso?
ELVIRITA (Llora).
MANGANZÓN.– ¿Qué te pasa?
ELVIRITA (Llora).
MANGANZÓN.– ¿Qué te pasa?
ELVIRITA (Llora).
MANGANZÓN.– Pero, ¿por qué lloras?
ELVIRITA (Llora).
MANGANZÓN (Nervioso).– ¿Qué fue, Elvirita?
ELVIRITA (Llora).
MANGANZÓN.– Hija, no llore...
ELVIRITA (Llora).
MANGANZÓN.– ¿Fue por lo que dije? No, Elvirita,
si no es nada. Eso es para que usted aprenda a
comportarse. Pero no se ponga a llorar.

27
ELVIRITA.– ¡Ay, señor Francisco!
MANGANZÓN (Consolándola).– No, no, no, no. Dé-
jese de eso...
ELVIRITA.– Señor Francisco, yo tengo mucho miedo...
Manganzón cambia bruscamente de actitud.
MANGANZÓN.– ¿Miedo? ¿Miedo de qué?
ELVIRITA.– Miedo de noche.
MANGANZÓN.– Pero, ¿por qué?
ELVIRITA.– Miedo de noche. Miedo de lo que pasa.
Miedo de que de noche oiga las carreras y los gritos.
MANGANZÓN.– ¿Cuáles carreras?
ELVIRITA.– De noche. Y usted lo sabe. Usted habla.
Y esos ruidos...
MANGANZÓN.– Pero Elvirita, si no pasa nada...
ELVIRITA.– Sí pasa. Y yo le pregunto a Magra, y ella
me dice que me calle.
MANGANZÓN.– Pero, ¿qué?
ELVIRITA.– Señor Francisco, en el cuarto del fondo...
MANGANZÓN (Cortante).– No hay nada.
ELVIRITA.– Y usted, con esa batola.
MANGANZÓN (Sorprendido).– ¿Con cuál batola?
ELVIRITA.– Yo lo vi, señor Francisco, yo lo vi. Era
como si se hubiese disfrazado. Yo lo vi y me da
miedo.
MANGANZÓN.– Pero ninguna batola, Elvirita, nin-
guna batola.
ELVIRITA.– Yo lo vi.
MANGANZÓN.– Vio mal. (Acepta) Me puse la ba-
tola de Lucrecia porque fui a bañarme y me dio
mucho frío. Se me olvidó la ropa y me dio frío.

28
ELVIRITA.– No era la batola de la señora Lucrecia.
Era la batola del Niño Jesús. La que hizo Magra.
Yo le pregunté, Magra, ¿para qué es ese traje tan
bonito?, y ella me dijo: “Para el Niño Jesús. ¿Por
qué se lo pone usted, señor Francisco?”.
MANGANZÓN.– Me habré equivocado. Yo creí que
era la bata de baño de Lucrecia. Total, como era
muy de noche, nadie me iba a estar viendo.
ELVIRITA.– Era del Niño Jesús.
MANGANZÓN.– Ya le dije que me equivoqué. A lo
mejor era del Niño Jesús. Pero estaba a la mano
y me la puse. No me di cuenta. Y no comprendo
por qué se tiene usted que estar preocupando por
esa tontería.
ELVIRITA.– ¿Y los gritos?
MANGANZÓN.– Nadie grita. Uno habla alto, pero
no grita. Papá y yo estamos trabajando en la no-
che. Estamos arreglando el motor de una lavado-
ra. Más nada. Por eso oye usted ruido. Por más
nada. (Elvirita parece convencida). Vaya a dormir
Elvirita. No sé por qué se tiene que estar asustan-
do. (La empuja suavemente) Váyase, váyase con su
radio. Y no comente nada. Todo es por bien. Todo
se hace por bien. No hay nada malo. Eso es muy
importante en la vida. Hacer las cosas por bien.
Elvirita sale. Manganzón la mira salir.
Oscuro
Luz sobre el cuchitril. Buey y Magra. Magra tiene abier-
to el libro de tapas negras. Buey, sentado en la silla de
paja, medita un instante.

29
BUEY.– Sigue.
MAGRA (Continúa leyendo).– «Quinto mandamien-
to. Honrar padre y madre».
BUEY.– Pasa ése.
MAGRA.– ¿Por qué?
BUEY.– Porque ya no me sirve. Ni tengo padre ni
tengo madre.
MAGRA.– ¿Y tu vida?
BUEY.– ¿Cuál vida?
MAGRA.– Tu vida. Toda tu vida. Porque no se peca
viejo. Se peca joven y se peca niño. Se peca a par-
tir de los siete años. Yo creo que hay que leerlo.
BUEY.– Pero si se murieron.
MAGRA.– Hay que leerlo. Hay que leerlo todo. (Lee)
«¿Has faltado el respeto a tus padres y a tus maes-
tros?»
BUEY (Piensa).– No.
MAGRA (Con reproche).– Buey.
BUEY.– No. (Lo piensa y se define) ¿Qué fue, pues?
¡No!
MAGRA (Lo mira en silencio).
BUEY (Después de una pausa).– Bueno, una vez.
MAGRA (Actitud severa. Quiere oír la confesión).
BUEY.– En 1924. El 14 de julio de 1924. O veinti-
cinco.
MAGRA (Continúa mirándolo).
BUEY.– O veintitrés...
MAGRA.– ¡Ay, Buey! No importa cuándo fue, lo que
importa es qué fue.
BUEY.– Le dije...

30
MAGRA (Insiste).
BUEY.– Le dije: “papá marico”.
MAGRA (Lamentándolo).– Buey, qué feo...
BUEY.– Yo no sabía nada. (Recuerda) ¡Ah, claro, no
fue en 1924! Fue en 1904. El 14 de julio de 1904.
Le dije: papá marico; pero la ignorancia no es
culpable. Y el que no sabe es como el que no ve.
MAGRA.– Pero tenías más de siete años.
BUEY.– Tenía ocho.
MAGRA.– Pecaste.
BUEY.– Fue mi tío Alberto quien me dijo: “Niño,
vaya y dígale a su papá marico”.
MAGRA.– Y usted fue y le dijo.
BUEY.– Fui y le dije y después tuve que comerme
medio jabón de este tamaño.
MAGRA.– Bien hecho.
BUEY.– Pero no sabía, Magra. No sabía. ¿Cómo se
va a castigar a un niño que no sabe? (Deprimido)
Todavía me acuerdo de ese jabón. Como un año
en que todo me sabía a jabón. Si era carne, era
jabón. Si era pescado, era jabón. Hasta el dulce,
jabón. Yo me decía: ¿Qué fue? ¿Qué hice? Y nada.
Jabón y jabón.
MAGRA (Solidaria).– Ahí lo tienes.
BUEY.– De todas maneras, si fue culpa, la pagué.
(Breve pausa). Sigue.
MAGRA (Distraída).– ¿Ah?
BUEY.– Sigue. Sigue leyendo.
MAGRA (Lee).– «¿Has murmurado de tus padres, les
has respondido mal o dicho palabras ofensivas?»

31
BUEY (No contesta).
MAGRA (Asiente, y después lee).– «¿Has obedecido a
tus padres?»
BUEY (Piensa).– Sí.
MAGRA (Incrédula).– ¿Tú has obedecido a tus padres
Buey?
BUEY.– Si te digo que sí, es sí.
MAGRA (Apenada).– ¡Buey!
BUEY.– Yo saco mi cuenta, Magra. Obedecer, bueno.
Obedecer. Faltarles, nunca les falté. Si uno piensa
un poco, todo el mundo es desobediente. Como
cuando mamá me decía: “No vaya a la esquina ni
se reúna con José Rafael porque José Rafael lo va
a perjudicar”, porque ella creía que José Rafael
era ladrón y yo sabía que José Rafael no era la-
drón. Entonces, yo creo que no es desobediencia,
pero como José Rafael no era ladrón entonces no
es desobediencia. Todo era así siempre. La gen-
te se equivoca, el papá de uno se equivoca y la
mamá de uno se equivoca, como cuando papá me
dijo que yo era un pendejo por estar haciendo el
servicio militar, ¿no ve que él conocía a un coro-
nel, y yo podía alegar pies planos? Pero yo le dije:
no, viejo, como le decía yo, no, viejo, yo me voy
al cuartel. Y me fui.
MAGRA (Después de una larga pausa, continúa leyendo).–
«¿Has perdonado a aquellos que te han injuriado?»
BUEY (No entiende).– ¿Cómo?
MAGRA.– ¿Has perdonado a aquellos que te han in-
juriado?

32
BUEY (Responde con dificultad).– No sé, Magra. Mu-
cha gente me ha injuriado. No sé.
MAGRA (Molesta por lo que se supone un desorden).– Pero
así no sirve, Buey. Tú tienes que decir sí o no.
BUEY (Molesto).– ¿Y cómo hago para decir sí o no? Por-
que la memoria no me da para tanto. Yo, rencor, no
le guardo a nadie. Ni al cabo Rosales, ni al jefe civil
de Machiques, que me comprometió, ni al dueño de
la panadería, ni a la Señora Rita... ni a... (comprende
que es inútil proseguir) Uno perdona. Creo que es eso
lo que allí se quiere. Que uno perdone.
MAGRA.– Que uno perdone. (Sigue leyendo) «¿Has
deseado mal a otros?»
Entra Manganzón.
MANGANZÓN (Murmura apenas).– Bendición.
Buey no responde. Manganzón toma una batola de enca-
jes e hilos plateados y se viste de Niño Jesús. Magra y el
Buey apenas le prestan atención. Buey continúa pensan-
do en la última pregunta del libro.
BUEY.– ¿Mal a otro? No.
MAGRA.– Yo sí. Me da vergüenza pero yo sí.
BUEY.– Cállate. No es el momento. Después, des-
pués. (Manganzón termina de vestirse).
MANGANZÓN (A Magra).– Y usted, ¿por qué no
está durmiendo, Magra?
MAGRA.– ¡Ay, Manganzón! ¡Ya ni dormir puede
uno!
Manganzón toma una pala. Desciende por el hueco hasta
desaparecer. Se enciende una luz en el interior. Mangan-
zón cava.

33
BUEY.– Sigue.
MAGRA (Distraída).– Mañana habrá que sacar la
tierra.
BUEY.– Después del cumpleaños.
MAGRA.– Elvirita y yo compramos la torta. ¡Si la
vieras, Buey!
MANGANZÓN.– Hay que ponerle una velita.
MAGRA (Alzando la voz).– Un cirio pensaba yo,
Manganzón. Un cirio entorchado, cortado por la
mitad para que se vea bonito.
BUEY.– Está bueno. (A Manganzón) ¿No te parece,
Manganzón?
MANGANZÓN.– Sí, está bueno. Medio cirio es más
apropiado.
MAGRA.– Mañana temprano hay que salir a buscarlo.
BUEY.– Sigue.
Magra ha perdido la página del libro.
MAGRA.– Ya va.
Magra busca la página correspondiente al examen de
conciencia.
BUEY (Mientras tanto, a Manganzón).– ¿Cómo está,
Manganzón?
MANGANZÓN.– Igual.
BUEY.– ¿Igual de dura?
MANGANZÓN.– Igual.
MAGRA.– El bendito Padre Olegario enterró eso
bien adentro. Esa gente sabía hacer sus cosas.
BUEY (A Magra).– Sigue.
MAGRA (Lee).– «Sexto mandamiento: ¿Has tenido
conversaciones indecentes?»

34
BUEY.– ¿Conversaciones indecentes?
MAGRA.– Conversaciones indecentes con indecencias.
BUEY (Piensa).– No.
MAGRA (Lee).– «¿Has dado miradas peligrosas?».
BUEY (Piensa. Larga pausa. Se escucha el ruido que
hace Manganzón al cavar).– Magra.
MAGRA.– ...
BUEY.– ¿Qué es una mirada peligrosa? Yo nunca he
hecho eso.
MAGRA.– Una mirada peligrosa.
BUEY.– Pero, ¿cómo es? ¿Tú sabes?
MAGRA.– Claro que lo sé.
BUEY.– Dímelo, Magra, para yo saberlo también.
MAGRA.– No, porque es pecado.
BUEY.–Pero si yo no lo sé, ¿cómo puede ser pecado?
MAGRA.– Es pecado.
BUEY.– Entonces, explícamelo, para que yo no co-
meta el pecado.
MAGRA.– No, porque si te lo explico, soy yo la que
comete el pecado.
BUEY.– No señor, no lo cometes, porque me ayudas
a mí a no cometerlo. (A Manganzón) Manganzón,
¿tú sabes lo que es una mirada peligrosa?
MANGANZÓN (No entiende).– ¿Uh?
BUEY.– Anda, dime, ¿cómo es? ¿Qué se hace? ¿Qué
se mira?
MAGRA.– ¡Ay, Buey! ¿Aquí? ¿Y si resulta que se pone
bravo?
BUEY.– ¿Quién?
MAGRA.– ¡Él!

35
BUEY.– Pero, ¿cómo se va a poner bravo si tú me
estás explicando el libro? Tú no estás en pecado,
tú me estás diciendo para que yo no peque. Si
uno va y le pregunta a un padre, ¿padre, cómo es
esto?, entonces el padre dice: “Bueno, hijo, como
dicen ellos, hijo, esto es así y así, y se hace así y
de esta otra forma”. Magra, dime.
MAGRA.– ¡Ay, Buey! ¡Me da vergüenza!
BUEY.– ¡Anda, Magra! ¿Cómo es?
MAGRA.– Buey, por Dios...
BUEY.– Dime, pues...
MAGRA (Convencida a medias).– Buey, una mirada
peligrosa es... cuando uno mira peligrosamente.
BUEY.– Pero, ¿cómo?
MAGRA.– Cuando uno mira así (Mirada peligrosa de
Magra).
BUEY.– ¿Cómo? Repite, Magra.
MAGRA (Repite la mirada peligrosa).
BUEY.– Pero yo no le veo el peligro.
MAGRA.– Fíjate bien, Buey (Magra se levanta y mira
a Buey con otra mirada peligrosa) ¿Viste?
BUEY.– Sí, vi.
MAGRA.– ¿Viste bien?
BUEY.– Sí. Vi bien.
MAGRA.– Bueno: eso es.
BUEY (Acepta sin entender).– ¡Ah! (Pausa muy larga)
¿Y por qué, Magra?
MAGRA.– Porque sí, Buey; porque sí.
BUEY (Imita la mirada de Magra).
MAGRA (Sin pausa).– Porque lleva peligro.

36
BUEY.– ¿Tú crees?
MAGRA.– Estoy segura.
BUEY.– Será entonces, Magra. Aunque de todas ma-
neras yo nunca he mirado así a nadie. Me daría
mucha pena.
MAGRA (Que tampoco ha entendido).– Has hecho
muy bien, Buey.
BUEY (Alegre).– Reconforta saber que hay cosas que
uno nunca ha hecho.
MAGRA (Solidaria).– Sí. Claro que sí.
BUEY (Verdaderamente interesado).– Sigue, Magra, sigue.
Magra ha dejado el libro junto a la silla de Buey. Buey se
acerca al hueco y, mientras Magra busca el libro, observa
a su hijo.
BUEY.– ¿Qué hay, Manganzón?
MANGANZÓN.– ...
BUEY.– ¿Estás cansado?
MANGANZÓN.– No.
BUEY (Al ver a Magra con el libro).– Lee.
MAGRA (Con dificultad).– Séptimo y décimo manda-
mientos. Vienen ligados, Buey. (Lee) «¿Has codi-
ciado los bienes ajenos?»
BUEY (Piensa. Mira a Magra. Camina).– ¿Tú que
crees, Magra?
MAGRA.– Yo qué sé.
BUEY.– Tú me conoces, Magra. Treinta años juntos
y no me vas a conocer.
MAGRA.– Te conozco, pero no sé.
BUEY.– Ayúdame, Magra. ¿He codiciado los bienes
ajenos?

37
MAGRA.– Codicioso nunca has sido.
BUEY.– ¿Verdad que no? Codicioso, no. Codicioso
nunca he sido.
MAGRA (Convencida, lee).– «¿Has pagado tus deu-
das?»
BUEY.– No le debo nada a nadie. Primeramente
Dios, nada. Ni un centavo partido por la mitad.
Nada.
MAGRA.– Ni debes ni has codiciado.
BUEY.– Cada uno tiene lo que tiene. ¿No es así,
Manganzón?
MANGANZÓN.– ¿Qué?
BUEY.– Cada uno tiene lo que tiene. ¿Para qué co-
diciar?
MANGANZÓN.– Verdad.
BUEY.– Buscar este dinero no es codicia. ¿Tú crees
que sea codicia, Manganzón?
MANGANZÓN.– No.
BUEY.– ¿Verdad que no? Total, uno va a hacer la ca-
pilla. Dinero para comprar el terreno en el ce-
menterio, dinero para la capilla. Y lo que sobre...
¿no es codicia, verdad?
MAGRA.– No. Codicia no es. Codicia es usura, como
Miguel Peña que se la pasa en eso.
BUEY.– Codicia es Miguel Peña, verdad. No uno. Ya
yo veo al Santo Padre cuando aparezca y diga:
“Buey, tú te has portado bien en la vida”. ¿Tú
crees que me diga Buey, Magra?
MAGRA.– Yo creo que no.
BUEY.– Bueno, como sea, Buey o Pedro Álamo o

38
como él quiera. Pedro Álamo, tú has tenido tus
cosas, tus errores y tus pasos de luna, como cual-
quiera; pero malo, malo, lo que se dice malo no
has sido. Atracado en la vida, como muchos, pero
con rectitud de vez en cuando. Y aquí tienes tu
recompensa. Pedro Álamo o Buey o como sea,
hazme una capilla y lo que te sobre, cógelo, por-
que es tuyo, y no vayas a botarlo.
MAGRA (Excitada por las palabras de Buey. A Man-
ganzón).– ¿Cómo es la tierra, Manganzón?
MANGANZÓN.– ...
MAGRA.– ¿Ya no hay ratas?
MANGANZÓN.– No. No hay ratas.
MAGRA.– Puse veneno. Pancito con veneno.
MANGANZÓN.– No hay ni una rata.
MAGRA (Muy alegre).– ¿Te traigo café?
MANGANZÓN.– Bueno.
MAGRA (A Buey).– ¿Tú también quieres café, Buey?
BUEY.– Sí.
Magra sale. Su caminar se ha hecho veloz y diferente.
Buey la mira irse. Luego se dirige al hueco. Su actitud
varía. Parece decidido.
BUEY.– Manganzón. Sal de ahí un momento, Man-
ganzón.
MANGANZÓN.– ¿Para qué?
BUEY (Intrigado).– Sal de ahí que quiero hablar con-
tigo.
MANGANZÓN (Pausa. Sale).
Buey lo mira afectuosamente.
BUEY.– Manganzón.

39
MANGANZÓN.– ...
BUEY.– Hoy lo vi.
Espera el resultado de su afirmación. Manganzón no
comprende.
MANGANZÓN.– ¿A quién?
BUEY.– Al Santo Padre.
MANGANZÓN (Sin emoción).– ¿Cuándo?
BUEY.– Hace rato. Antes de que llegara Magra. Lo
vi, Manganzón.
MANGANZÓN.– ...
BUEY.– No me dijo nada. No habló. Apareció un
poco: una cosa entre verla y no verla, pero con
los ojos rojos, dos puntitos rojos que yo creo que
son los ojos. ¡Lo vi, Manganzón, como te veo a ti!
(Corrige) Bueno, no como te veo a ti, que eres de
carne y hueso, pero tan real como tú. De humo,
Manganzón... Puro humo. Yo que estoy cabe-
ceando y él que aparece y sale del hueco. ¡Es allí,
Manganzón! ¡Es allí! (Se refiere al hueco) La Fran-
ciscana no se equivocó. Y a lo mejor mañana,
que es su cumpleaños, a lo mejor aparece la caja.
¿Quién sabe, Manganzón?
MANGANZÓN.– Quién sabe.
BUEY (Prosigue sin oír la respuesta de Manganzón).– A
lo mejor fue una señal, algo que me quiso decir.
MANGANZÓN (Indiferente).– ¿Algo como qué?
BUEY.– No lo sé. No lo sé. Algo.
MANGANZÓN.– A lo mejor.
BUEY.– Como cuando lo vio Lucrecia.
MANGANZÓN.– Y usted ganó en la lotería.

40
BUEY.– En la lotería. Y con lo que gané se compró la
pala. Billete sobre billete. Los mismos billetes que
me dieron, los mismos billetes que se gastaron.
MANGANZÓN.– Y era justo.
BUEY.– Ni un centavo más, ni un centavo menos.
Fue la primera señal, y ahora puede que sea la
segunda. Porque yo no lo vi cura, Manganzón.
No lo vi cura. Lucrecia sí, pero yo no. Era raro,
como hecho de brasa y de humo. Y por más que
sea, me dio miedo y cerré los ojos.
MANGANZÓN.– Eso pasa.
BUEY.– Y miré toda mi vida, Manganzón. Toda mi
vida completa. Todo lo que he hecho. Me acordé
de cosas que uno nunca recuerda. Me acordé de
un sapo gordo y de un helado y de la primera vez
que subí al tranvía, y de cuando tú naciste y me
parecías hinchado.
MANGANZÓN.– Muchas cosas.
BUEY.– De todo, todo. Todo era pequeño. No tenía
tiempo. Es mentira que las cosas tengan su mes y
su año. Nada. No duran nada.
MANGANZÓN (Indiferente).– ¿Y él?
BUEY.– Cuando abrí los ojos ya no estaba. No olía,
Manganzón. No olía. Yo creía que olía.
MANGANZÓN.– No huelen.
BUEY.– Pero, nada, nada.
MANGANZÓN.– Nada. (Pausa. Manganzón y Buey se
miran) ¿Y entonces?
BUEY.– Entonces llegó Magra, y hasta un susto le
di sin querer. Nos pusimos a leer el libro en la

41
parte del examen de conciencia. Primer man-
damiento, segundo, tercero, cuarto, hasta el dé-
cimo. (Sonríe). Y nada, Manganzón. Nada. Yo
me sentía limpio, como si nunca hubiera vivi-
do. ¿Qué fue? –me dije– ¿Qué es esto, Dios mío?
¿Un milagro? ¿Una manifestación de bienaven-
turanza? (Enfático) ¡Nada, Manganzón! ¡Nada!
¡Limpio de todo! ¡Yo! Y mientras más leía Magra,
más venía la cosa, el milagro, la señal! ¡Yo me
sentí El Bueno, Manganzón! ¡Yo era el Bueno!
(Emocionado) ¡Padre Santo, no es posible que a
este perro se le absuelva de toda culpa! ¡Y sí,
Manganzón! ¡Sí! Liviano, livianito, y la señal
apuntándome: “Buey, toma la pala. Buey, ponte
el traje. Tú eres el Niño Jesús”.
MANGANZÓN.– ¿El Niño Jesús?
BUEY.– Así me sentía, Manganzón.
MANGANZÓN.– Pero, ¿cómo va a ser eso posible?
¿Cómo va a ser usted el Niño Jesús?
BUEY.– ¿Verdad que es raro?
MANGANZÓN.– No. No es raro. Es que no puede ser.
BUEY.– Él me lo hizo ver, Manganzón. Él mismo.
MANGANZÓN.– Pero, ¿cómo va a ser usted El Bueno?
BUEY (Dolido).– ¿No lo crees?
MANGANZÓN.– No.
BUEY.– Y entonces, ¿cómo me explico lo que pasó?
¡Porque pasó, Manganzón! ¡Pasó! ¡Yo estaba allí
y pasó!
MANGANZÓN.– Pregúnteselo a La Franciscana.
BUEY.– La Franciscana no me comprende porque

42
nos conocemos desde muchachos. La Francisca-
na no me va a decir nada.
MANGANZÓN (Que ahora comienza a entender).– ¿Y
qué quiere usted que yo le diga?
BUEY (Se acerca todo lo que puede a Manganzón).– Mí-
rame bien, Manganzón. Tú eres mi hijo. Tú pue-
des ver. ¿Te parezco el mismo? ¿No hay nada?
MANGANZÓN.– Yo no veo.
BUEY.– Tiene que haber algo, Manganzón. Prende la
luz. No se puede estar siempre ciego.
MANGANZÓN.– No hay nada. Es lo mismo.
BUEY.– ¿Y lo qué me pasó? ¿Dónde queda lo que me
pasó?
MANGANZÓN.– Nadie es El Bueno, eso se sabe.
Pero usted menos que nadie. No me obligue a re-
cordar cosas que después nos avergüenzan. Qué-
dese tranquilo. ¿Quién sabe si fue un sueño?
BUEY (Lo interrumpe).– ¡No soñé! ¡No soñé! ¡Lo vi!
¿Que si lo vi? ¡Claro que lo vi! Y me quedé pensan-
do y pensando y creo que la pala me toca a mí.
Atónito, Manganzón contempla a Buey.
MANGANZÓN.– ¿Usted quiere la pala?
BUEY (Sin rodeos).– Quiero la pala y quiero la bata.
MANGANZÓN (Permanece en su asombro).– ¿Y yo?
BUEY.– Eso fue lo que vi, Manganzón, eso fue lo que
vi. Yo no te quiero ofender. ¿Cómo voy a ofender
yo a mi hijo? Pero eso fue lo que vi.
MANGANZÓN (Con gran dignidad, después de una
pausa).– Tome la pala. (Arroja al suelo la pala). Y
la batola. (Se deshace de la batola).

43
BUEY (Asustado).– Pero no con rabia. ¡No la tires!
¡No es así! ¡Recógela, Manganzón! ¡Él nos está
viendo! ¡Él está aquí! ¡El Santo Padre está y tú
con esa furia, porque yo te pregunto! Yo no te he
dicho nada. Yo te he preguntado.
MANGANZÓN (No puede contenerse).– Póngasela.
BUEY.– Entrégamelo, Manganzón. La pala y la bato-
la. Entrégamelas.
MANGANZÓN.– Me voy a dormir.
BUEY.– Tienes rabia, tienes rabia y no puedes tener
rabia.
MANGANZÓN (Indignado).– ¡Tengo rabia! ¡Tengo
rabia!
BUEY.– ¡Manganzón! ¡Cálmate! ¡Cálmate! Mentira, yo
no vi nada... yo no vi nada. Si es mejor para ti, yo no
vi nada.
MANGANZÓN.– ¡Tengo mucha rabia! ¡Estoy total-
mente rabioso! ¡No puedo dominarme! ¡Se me es-
capa! ¡Se me sale!
BUEY (Intenta inútilmente calmarlo).– ¡Manganzón!
¡Manganzón!
MANGANZÓN.– ¡Por todas partes! ¡Se me sale por
todas partes!
BUEY.– ¡Manganzón!
MANGANZÓN.– ¡No puede ser! (Apenas puede ha-
blar) ¡No puede ser! ¡No puede ser!
BUEY.– ¡Bendito sea Dios! (Llama) ¡Magra!
MANGANZÓN.– ¡No puede ser, grandísimo viejo
de mierda! ¡No puede ser! ¡No puede ser!
BUEY.– ¡Manganzón! ¡El respeto a los padres! ¡Man-

44
ganzón! Él nos está viendo. ¡Manganzón!
MANGANZÓN.– ¡No me importa! ¡No me importa!
¡No me importa!
BUEY.– ¡Santo Padre, perdónalo!
MANGANZÓN.– ¡Son veinte años casado con Lucre-
cia, y nunca ha sido así! ¡Son seis meses que no
estoy en la cama con ella, lo que se dice estar en
la cama! ¡Se me dijo que no podía hacer con ella
lo que un marido hace con su esposa, y viejo y
todo como estoy, y aunque usted no lo crea, tengo
muchas ganas de hacerlo...! ¡Me estoy sacrifican-
do! ¡Me cuesta! ¡Me cuesta mucho! ¡Y no puede ser
que usted me diga ahora que es El Bueno, y que
hemos estado equivocados estos seis meses!
BUEY.– Manganzón, ¡que es pecado!
MANGANZÓN.– ¡Es que no duermo! ¡No duermo!
¡Desde que La Franciscana me dio la batola, no
duermo! ¡Y eso no puede ser! ¡Ojalá fuera usted
El Bueno! ¡Ojalá lo fuera! ¡Pero tengo cincuenta
años conociéndolo!
BUEY (Aproximándose a Manganzón).– Manganzón,
no sigas. Manganzón, cálmate. Vístete, Mangan-
zón. Otra vez. La batica. La palita. La arenita.
Manganzón, perdóname. Yo sé. Yo sé que cuesta,
pero no te pongas así. Cálmate. Ahora viene el
café. Ahora lo trae Magra. Cálmate. Cálmate.
MANGANZÓN (Desesperado).– ¡Es que no me puedo
calmar!
BUEY.– ¡Un café! ¡Un café y más nada! Y la bati-
ca, como hace tiempo, cuando te tomaron la foto

45
que yo mandé a montar... con el caballito... y la
melena larga... Sonríe, mi amor, sonríe. Calladi-
to, calladito. Arrorró, arroró. Mi niño viejito. Mi
niño calvo. Yo sé. Yo sé. Pero mañana es el cum-
pleaños del Santo Padre. Mañana viene. Seguro
que viene. Ya no se puede ser más bueno, Man-
ganzón. Si hasta yo me creo bueno. Tranquilo.
Tranquilito...
Manganzón se tranquiliza. Larga pausa.
MANGANZÓN (Secándose las lágrimas).– Mañana
hay que sacar la tierra.
BUEY.– Sí. Después del cumpleaños.
MANGANZÓN.– En el camión del portugués.
BUEY.– En el camión del portugués.
MANGANZÓN (Comienza a vestirse de Niño Jesús).–
Mañana viene La Franciscana.
BUEY.– Sí. Mañana viene La Franciscana.
MANGANZÓN.– Ella dirá.
BUEY.– Ella dirá.
MANGANZÓN.– ¿Le compraron la torta?
BUEY.– Elvirita la tiene.
MANGANZÓN.– Es verdad. Yo la vi. ¿Era bonita?
BUEY.– Muy bonita.
MANGANZÓN.– ¿Con rosquitas?
BUEY.– Con rosquitas.
MANGANZÓN.– ¿Y una casita?
BUEY.– Una casita y un corazón.
MANGANZÓN.– ¿De chocolate el corazón?
BUEY.– De chocolate y caramelo el corazón.
MANGANZÓN.– Está bien. (Empuña la pala) ¿Sigo?

46
BUEY.– Sigue.
MANGANZÓN.– ¿Quién quita que hoy aparezca?
Manganzón desciende por el hueco. Buey lo contempla
en silencio.
Oscuro
Luz en el cuarto de Manganzón y Lucrecia. Manganzón
regresa del cuchitril. Conserva aún el traje de Niño Jesús.
Lucrecia lo mira entrar en silencio y enciende la lámpara
de noche. Vuelve a mirar el reloj.
LUCRECIA.– Las cinco.
MANGANZÓN.– ...
LUCRECIA (Con un bostezo).– Manganzón, las cinco.
MANGANZÓN.– Sí. Las cinco.
Pausa. Manganzón se desnuda en silencio.
LUCRECIA.– ¿Nada?
MANGANZÓN (Preciso, para evitar otra pregunta).–
No.
LUCRECIA.– ¿Vas a acostarte?
MANGANZÓN (La mira fijamente).– Yo creo que sí.
LUCRECIA.– ¿Sigues bravo?
MANGANZÓN.– Yo no estoy bravo. Tú estás empe-
ñada en que estoy bravo.
LUCRECIA (Por el traje de Niño Jesús).– Se te ensució
la batola.
MANGANZÓN.– Sí.
LUCRECIA.– Y se descosió el encaje.
MANGANZÓN.– Se cose. Se lava y se cose.
Manganzón se aproxima a la cama.
LUCRECIA.– ¿No te vas a bañar?
MANGANZÓN.– No.

47
LUCRCIA.– ¿Te vas a acostar sudado?
MANGANZÓN.– Sí.
Lucrecia reprime un bostezo. Larga pausa.
LUCRECIA.– ¿A qué hora te vas a levantar?
MANGANZÓN (Deprimido).– A las seis.
LUCRECIA.– Yo no comprendo esa manía tuya de
desnudarte.
MANGANZÓN.– Porque si no, no me duermo. Y
además, no me voy a acostar contigo vestido de
Niño Jesús.
LUCRECIA.– Malo no es.
MANGANZÓN.– A mí me parece feo.
LUCRECIA.– Feo, si piensas feo.
MANGANZÓN.– Yo siempre he pensado feo.
Se acuesta junto a Lucrecia.
LUCRECIA.– No me gusta verte sudado.
MANGANZÓN.– Mañana me baño. Ahora me baño,
baño.
Cierra los ojos e intenta dormir.
LUCRECIA.– Te oí gritar, Manganzón.
MANGANZÓN.– ¿Cuándo?
LUCRECIA.– No me fijé qué horas eran.
MANGANZÓN.– No fue nada.
LUCRECIA.– ¿Y por qué gritaste?
MANGANZÓN.– Por nada.
LUCRECIA.– Uno grita por algo.
MANGANZÓN.– ...
LUCRECIA.– ¿Fue por Buey?
MANGANZÓN.– No.
LUCRECIA.– Cuéntame.

48
MANGANZÓN.– Mañana te cuento. Ahora te cuen-
to. Tengo que esperar los periódicos. Últimamen-
te se equivocan.
Lucrecia se dispone a dormir.
LUCRECIA.– Vas a ensuciar las sábanas. Por lo me-
nos te has podido lavar los pies.
MANGANZÓN.– Mañana es día de cambiar la sábana.
LUCRECIA.– Eso es. Y como es día, hay que ponerla
bien cochina.
Manganzón intenta dormir.
LUCRECIA.– ¿Me estás oyendo?
MANGANZÓN.– Sí.
LUCRECIA.– Te siento raro.
MANGANZÓN.– Será.
LUCRECIA.– Una cosa rara.
MANGANZÓN.– ...
LUCRECIA.– Me asusté. Iba a salir.
MANGANZÓN (Después de una pausa).– Lucrecia.
LUCRECIA.– ...
MANGANZÓN.– Cuando tú lo viste, ¿tenía sotana,
verdad?
LUCRECIA.– Sí. Una preciosa.
MANGANZÓN.– Hoy no.
LUCRECIA.– ¿Hoy?
MANGANZÓN.– Hoy. Papá lo vio hoy.
LUCRECIA (Sobresaltada).– ¿Lo vio?
MANGANZÓN.– Dice él que lo vio.
LUCRECIA.– ¿Y cómo era?
MANGANZÓN.– No era nada. Era humo. Ardía.
LUCRECIA.– ¿Ardía?

49
MANGANZÓN.– Dice él. Yo no sé si creerle. No sé
nada.
LUCRECIA.– ¿Pero no habló?
MANGANZÓN.– No; no habló. Papá cerró los ojos.
Le dio miedo.
LUCRECIA.– ¿Y tú? ¿Y Magra?
MANGANZÓN.– No había nadie. Sólo Papá y el
Santo Cura.
LUCRECIA.– Raro, sí.
Pausa. Lucrecia se ha sentado en la cama. Mira a Man-
ganzón. Necesita que continúe hablando.
MANGANZÓN.– Lucrecia.
LUCRECIA.– ...
MANGANZÓN.– ¿Tú lo viste, verdad?
LUCRECIA (Mira sorprendida a Manganzón).
MANGANZÓN (Insiste).– ¿Tú lo viste, Lucrecia?
LUCRECIA.– ¿Qué pasa, Francisco?
MANGANZÓN.– ¿Tú lo viste? ¿Tú estás segura?
LUCRECIA.– Claro que lo vi. ¿De dónde lo voy a inven-
tar? Claro que lo vi. Tú estabas durmiendo y él se
sentó en la cama. Yo sentí un crujido y abrí los ojos.
Allí mismo habló: “No vayas a asustarte, Lucrecia
Vegas de Álamo... y todo eso”. Claro que lo vi.
MANGANZÓN.– Sí. (Permanece pensativo).
LUCRECIA.– ¿No me crees?
MANGANZÓN.– Sí, sí te creo.
LUCRECIA.– Y entonces, ¿por qué me preguntas?
MANGANZÓN (Eludiendo la respuesta).– Tendré que
pedir perdón cuando venga La Franciscana. Yo no
sé qué me pasó, Lucrecia. Pero me entró algo y me

50
puse a gritar. Él quería que yo le diera la pala y la ba-
tola. No era otra cosa. No pasaba más nada. Pero me
vino un odio muy grande donde todo era mentira,
donde nunca íbamos a encontrar nada. Y me que-
dé viendo el hueco, viendo a papá viéndome con la
batola. Esa rabia que me dio, Lucrecia. No podía ni
hablar de la rabia. Qué sucio todo, qué porquería
todo. Seis meses es mucho tiempo. Yo no sé cómo
los vecinos no se han dado cuenta. Hasta la misma
Elvirita me habló, me dijo que tenía miedo. ¿Y cómo
no va a tener miedo? No sé, Lucrecia... es como si un
día te dan un golpe y tú no tienes voz para quejarte.
Te atropellan... y nada. Callado. Silencio.
LUCRECIA (No escucha).– Y más aún, me dijo: “Se-
ñora Lucrecia, hace muchos, muchísimos años,
yo enterré en esta casa, cuando no era casa, sino
solar...”
MANGANZÓN.– Lo sé. Lo sé. Te lo dijo. Enterró un
dinero.
LUCRECIA.– Y un Niño Jesús de plata, y un cáliz
con piedras, y una fortuna.
MANGANZÓN.– Mañana pediré perdón.
LUCRECIA.– Sentado en esta precisa cama.
MANGANZÓN (Cierra los ojos).
LUCRECIA.– Que se movió. Porque, no sé si te lo
conté, pero se movió. Se hundió blandito. Y esti-
ró la sábana.
MANGANZÓN (Comienza a dormirse).
LUCRECIA.– Como verte a ti. Exactamente como
verte a ti. La misma cosa real.

51
MANGANZÓN.– ...
LUCRECIA.– Y con la barba. Era rosado. Era un
hombre rosado. Un espíritu rosado. Un alma en
pena rosada. Un cura rosado.
MANGANZÓN.– ...
LUCRECIA.– Con sus uñas blancas.
MANGANZÓN.– ...
LUCRECIA.– Pero auténtico... auténtico... Una cosa
que te caes para atrás. Una cosa que te mueres y
das tres vueltas.
Manganzón duerme.
LUCRECIA.– Y la voz... ¡Qué voz! Una voz imposi-
ble, una voz oxidada.
MANGANZÓN.– ...
LUCRECIA.– Idéntica y perfecta hasta en el mínimo
detalle...
MANGANZÓN.– ...
LUCRECIA.– Y auténtica. Absolutamente auténtica.
Yo creí que me iba a dar miedo. Pero no. No me
dio miedo. Una cosa que te arrastra por el suelo
de lo terrible y misteriosa.
MANGANZÓN.– ...
LUCRECIA.– Pero nada, nada. De lo más natural
todo. Una cosa que te deja así, frío, como si no
hubiera pasado, como si no estuviera pasando,
allí... allí... en la pupila, en el centro de la pupila,
en un pedacito chiquitico de la pupila...
MANGANZÓN.– ...
LUCRECIA.– Por supuesto, tenía dientes.
MANGANZÓN.–...

52
LUCRECIA (Ríe).– Unos dientes de lo más graciosos,
unos dientes de cura español en pena.
MANGANZÓN.– ...
LUCRECIA.– Eso sí. Auténticos. Dientes auténticos.
MANGANZÓN.– ...
LUCRECIA.– Y sanísimos.
MANGANZÓN.– ...
LUCRECIA.– Y el traje de tela.
MANGANZÓN.– ...
LUCRECIA.– Con los cordones y los tres nuditos.
MANGANZÓN.– ...
LUCRECIA.– Como La Última Cena de la Catedral.
MANGANZÓN.– ...
LUCRECIA.– Pero no por lo oscuro. Claro que era os-
curo. Pero no era por lo oscuro.
MANGANZÓN.– ...
LUCRECIA.– Oscuro no era. Cuando es oscuro se
nota. Pero no era oscuro.
MANGANZÓN.– ...
LUCRECIA.– Claro que claro no era.
MANGANZÓN.– ...
LUCRECIA.– Era entre claro y oscuro.
MANGANZÓN.– ...
LUCRECIA.– Claro oscuro.
MANGANZÓN.– ...
LUCRECIA.– Y hasta el dedo gordo del pie. Era el dedo
gordo más gordo que he visto en toda mi vida. Una
cosa tan rara. Una cosa profunda. Más allá que de
acá. Pero mucho más allá. Muchísimo más allá.
MANGANZÓN.– ...

53
LUCRECIA.– Rarísima. Una cosa rarísima.
Manganzón duerme.
Oscuro
Luz de cuchitril. Han colocado una larga mesa para la
celebración del cumpleaños. Buey, Magra y La Francis-
cana. La Franciscana adorna la mesa con flores.
LA FRANCISCANA.– ¿Quién tomó la pala?
BUEY (Interesado).– ¡Él!
LA FRANCISCANA (Sin mirar a Buey).– ¿Y era gran-
de la rabia?
BUEY.– Echaba espuma. Soltó un reguero y hasta
creo que se orinó.
LA FRANCISCANA.– Malo.
BUEY.– Eso dije yo. Pero no me hizo caso, Asunción.
LA FRANCISCANA.– ¿Por qué se nos olvida el bien?
Es tan fácil. Uno respira (Lo hace) y ya está.
BUEY.– Le dije que respirara.
LA FRANCISCANA.– ¿Y él?
BUEY.– Era otro, Asunción. Era otro. No hablába-
mos. No se puede decir que era una conversa-
ción. No aquella rabia, si lo hubieras visto.
LA FRANCISCANA.– ¿Dónde está?
MAGRA.– En la venta.
LA FRANCISCANA.– Pero, ¿viene?
MAGRA.– Sí. Él y Lucrecia.
LA FRANCISCANA.– No se puede desenterrar con rabia
(Se acerca al hueco) El hueco perdido... ¿Quién sabe?
BUEY.– Lo dije, Asunción, lo dije. No vayas a creer
que no lo dije... Lo advertí: Manganzón, cuidado,
Manganzón, cuidado.

54
LA FRANCISCANA (Ignorando a Buey).– Habrá que
hacer algo. Liberar. Habrá que liberar. (A Magra)
Trae agua.
MAGRA.– ¿Fría?
LA FRANCISCANA.– Natural. Fría es malo. Natural
(Magra sale. Después de una pausa, a Buey).– ¿Lo
provocaste, Buey?
BUEY.– ¡No! (Se acerca a La Franciscana) Yo esta-
ba con las oraciones y el examen de conciencia.
¿Cómo iba a provocarlo? No. Le dije, como te dije
a ti, Manganzón, me pasó esto y esto. Yo no sé
cómo explicármelo y te lo cuento. Más vale que
no, Asunción, se puso rojo.
LA FRANCISCANA.– ¿Le contaste y se puso rojo?
BUEY.– Le pedí la bata.
LA FRANCISCANA (Mirándolo fijamente).– ¿Le pe-
diste la bata?
BUEY.– Le pedí que pensara, le pedí un consejo, un
acuerdo.
LA FRANCISCANA.– Y vino la furia...
BUEY.– Tiró la batola y la pala.
LA FRANCISCANA.– Malo.
BUEY.– Trabajo me dio calmarlo. Yo creí que le había
dado un ataque. Y menos mal que siguió cavando.
LA FRANCISCANA.– ¿Cómo?
BUEY.– Con la pala.
LA FRANCISCANA.– ¿Muy rabioso?
BUEY.– No. Más bien no. Más bien raro. Se puso
chiquito, como cuando era niño. Y siguió con la
pala hasta las cinco.

55
LA FRANCISCANA.– ¿No dijo más nada?
BUEY.– Más nada. Me pidió la bendición y se fue a
acostar.
LA FRANCISCANA (Pausa. Piensa).– Hay que libe-
rar el cuarto. Se puede perder todo.
BUEY.– Eso pensé.
LA FRANCISCANA.– Pensaste bien.
BUEY.– Menos mal que estás aquí.
LA FRANCISCANA.– Como perros, Buey. Son como
perros. Y en la vida no se puede ser perro. Se tiene
pie o se tiene pata. No se puede tener pie y pata.
BUEY.– Yo no lo provoqué. Eso te lo puedo jurar,
Asunción.
LA FRANCISCANA.– La familia se desune. El padre
Víctor lo dijo en el sermón, la semana pasada. La
familia se desune. Y tiene razón. El padre Víctor
es un hombre inteligente.
Regresa Magra con una jarra.
MAGRA.– Del fregadero.
La Franciscana toma la jarra. Se prepara. Esparce el
agua por el cuchitril.
LA FRANCISCANA (Monótona).– Vete. Vete. Vete.
Vete. Vete. Vete. Vete.
Buey y Magra observan con curiosidad. Magra, atemo-
rizada, mira a Buey.
BUEY (Señala el sitio donde Manganzón arrojó el traje
de Niño Jesús).– Fue aquí, Asunción. Fue aquí.
LA FRANCISCANA (Se acerca al sitio).– Vete. Vete.
Vete. Vete. Vete. Vete. (Mira a Buey. Pausa) Fue
grande.

56
BUEY.– ¿Qué?
LA FRANCISCANA.– La rabia. Fue grande. ¿Dices
que se orinó?
BUEY.– Yo creo, Asunción.
LA FRANCISCANA.– Se siente.
MAGRA.– ¿Huele? Yo limpié todo y eché esencia de
pino.
LA FRANCISCANA.– No huele. Pero se siente (Con-
tinúa esparciendo el agua) Vete. Vete. Vete. Vete.
Vete. (Pausa. Mira el sitio) No se va, Buey.
BUEY.– ¿Y qué hacemos?
LA FRANCISCANA.– Otros procedimientos. Otras
soluciones. (A Buey) Ladra, Buey. Ladra. Si ladras,
sale.
BUEY.– ¿Ladro?
LA FRANCISCANA.– Ya. Hazlo: ladra como un perro.
BUEY (Ladra).
MAGRA (No puede reprimir una risa nerviosa).
LA FRANCISCANA.– Ladra más, Buey, ladra.
BUEY (Ladra).
LA FRANCISCANA.– En cuatro patas, Buey. En
cuatro patas.
BUEY (Atemorizado).– ¿En cuatro patas?
LA FRANCISCANA (Hace señas a Buey para que la siga).–
Aquí. Aquí. Ladra. Ladra. Aquí, Buey... Aquí.
BUEY (Sigue a La Franciscana. Ladra).
LA FRANCISCANA (Esparciendo agua seguida por
Buey).– Vete. Vete. Vete. Vete. Vete. Vete. Vete.
MAGRA (A La Franciscana).– ¡Ay, Asunción! ¡Impre-
siona!

57
LA FRANCISCANA.– Aquí, Aquí. Buey, aquí.
BUEY (Ladra).
La Franciscana y Buey recorren la habitación.
LA FRANCISCANA (Cansada).– Ya está.
Pausa. Todos miran el sitio.
BUEY.– ¿Ya?
LA FRANCISCANA.– Ya. Todo está limpio. (Suspi-
rando) Pelear es malo.
MAGRA.– ¿Vuelvo a barrer?
LA FRANCISCANA.– No es la escoba quien puede.
Ojalá pudiera. Ojalá fuera cuestión de escoba y
barrido. Pero, ¿quién barre esto? (A Buey) Buey,
trae a Manganzón. Que cierre la venta. ¿Para qué
los periódicos?
BUEY.– Voy.
LA FRANCISCANA.– Ni una palabra de esto, Buey.
Nada. Que él no sepa. No toques su naturaleza.
Buey sale.
LA FRANCISCANA (Después de una pausa).– Todos
somos criados.
MAGRA (Confidencial, sin prestar atención a lo que ha
dicho La Franciscana).– Pobrecito Pedro, Asun-
ción. Esta mañana estaba tan triste.
LA FRANCISCANA.– No me lo vendas. Conozco
esa tristeza.
MAGRA.– Me dijo que tenía una pena muy grande y
se señaló el pecho como el Corazón de Jesús.
LA FRANCISCANA.– Él siempre dice y tú siempre
oyes. Pero valiente Corazón de Jesús tienes por
hombre. A veces pienso que nunca conseguirán

58
nada. Después de seis meses, ¿cómo va Mangan-
zón a arrojar al suelo los hábitos sagrados del Niño?
¿No es una blasfemia? Me espantan esas cosas.
MAGRA.– Yo creo que no lo hizo por mal.
LA FRANCISCANA.–Sigue creyendo y te voy a con-
tar un cuento. (Mira la habitación) Todo este su-
cio, ¿cómo se explica? Porque si fuera ahora, pero
en esta casa hay treinta años de pecado...
MAGRA.– ¡Ay, Asunción! ¿Tú crees?
LA FRANCISCANA.– ¿No costó eso que Buey se ca-
sará contigo? Prefería vivir en la basura.
MAGRA.– Se le habían perdido los papeles cuando
el general Cárdenas tomó Machiques.
LA FRANCISCANA.– Fue y los buscó y aparecieron.
Ha podido hacerlo cuando te sacó de tu casa para
que le criaras al hijo que era ya todo un hombre,
hecho y derecho.
MAGRA.– No podía.
LA FRANCISCANA.– ¿Por qué no podía?
MAGRA.– Hace treinta años las cosas eran distintas.
LA FRANCISCANA.– No veo la diferencia.
MAGRA.– Tenía reumatismo.
LA FRANCISCANA.– ¿Reumatismo?
MAGRA.– Te consta que tenía.
LA FRANCISCANA.– ¡Reumatismo! ¡Ése te entie-
rra y te reza el novenario con su reumatismo!
¡Todavía lo justificas! ¡Reumatismo! Tuvo Lucre-
cia que ver al Santo para que las cosas comen-
zaran a cambiar. Y ahí lo tienes: tendrá lo que
tú quieres que tenga, pero le digo ladra y parece

59
perro, le digo que camine y se pone en cuatro
patas. No lo oigo quejarse ni inventar dolores.
Entra Lucrecia.
LUCRECIA (Después de una pausa, a La Francisca-
na).– Asunción, tengo que hablarte.
LA FRANCISCANA.– ...
LUCRECIA.– ¿Has visto a Manganzón?
LA FRANCISCANA.– Pedí su presencia.
LUCRECIA.– ¿Ya lo sabes? ¿Le contaste, Benita?
MAGRA.– Buey le dijo.
LUCRECIA.– En plena madrugada. ¡Partía el alma!
Va a pedirte perdón.
LA FRANCISCANA.– ¿Te explicó por qué lo había
hecho? ¿Tuvo razón?
LUCRECIA.– Habló de una rabia, de algo que le su-
bía y era fuerte. Pero lo hubieras visto con su tra-
jecito de Niño Jesús. Era tan triste. Y esta maña-
na, cuando se levantó, no dijo ni una palabra.
LA FRANCISCANA.– Una rabia.
LUCRECIA.– Una rabia, Asunción; así me lo expli-
có: una rabia. Y se me quedó mirando de lo más
serio.
LA FRANCISCANA (Después de una pausa).– Lucrecia.
LUCRECIA.– ...
LA FRANCISCANA.– ¿Cómo se está comportando?
LUCRECIA.– Yo no te puedo decir, Asunción. Todo
el día callado, todo el día...
LA FRANCISCANA (La interrumpe).– Contigo.
LUCRECIA.– ¿Conmigo?
LA FRANCISCANA.– Íntimo. ¿Qué hace cuándo se

60
queda íntimo?
LUCRECIA.– ¿En la noche? ¿En el cuarto?
La Franciscana mira a Lucrecia fijamente.
LUCRECIA.– Nada. Duerme.
LA FRANCISCANA.– ¿Y los humores? ¿No se le ven
los humores?
LUCRECIA.– ¿Cuáles humores?
LA FRANCISCANA.– ¿No se insinúa, no te propo-
ne?
LUCRECIA (Comprendiendo).– ¡No!
MAGRA.– Asunción, con todo lo que se le ha dicho
él no se atrevería...
LA FRANCISCANA.– La verdad no se pide. Se rega-
la. Tú sabes lo que haces. Nadie más. Pero él era
El Niño, y ahora no se comporta como El Niño. El
Niño ríe, y él maldice, él insulta. Por ese camino
no se llega. Lo he dicho muy claro.
LUCRECIA.– Te va a pedir perdón.
LA FRANCISCANA.– ¿Cómo lo sabes?
LUCRECIA.– ¿Cómo no lo voy a saber, Asunción?
LA FRANCISCANA.– ¿Ni siquiera cuando duermes?
LUCRECIA.– ¿Dormida?
LA FRANCISCANA (Lo piensa).– No.
Entran Manganzón y Buey.
BUEY.– Aquí lo traje.
MANGANZÓN (Avergonzado no se atreve a mirar a La
Franciscana).– ¿Cómo estás, Asunción?
LA FRANCISCANA (Se acerca Manganzón).– Te veo
muerto, José Francisco. Toda esa gente es un ve-
lorio y tú estás en el centro. ¿Por qué?

61
MANGANZÓN.– No sé.
LA FRANCISCANA.– ¿No sabes?
MANGANZÓN.– No. No sé.
LA FRANCISCANA.– ¿Por qué te veo así? Date vuel-
ta. Date vuelta. (La Franciscana obliga a Mangan-
zón a hacer lo indicado) ¿Quién te ofusca? ¿Quién
te maldice?
MANGANZÓN.– Asunción.
LA FRANCISCANA.– ¿Quién?
MANGANZÓN.– Voy a decírtelo delante de todos.
Yo no lo vuelvo a hacer. Fue una cosa que me
vino así, de repente, pero no volverá a pasar.
Te aseguro que no va a volver a pasar. Frente al
Santo Padre Olegario que me está oyendo, pido
perdón...
LA FRANCISCANA (Interrumpiéndolo).– Ya pasó.
MANGANZÓN (Asustado).– No era yo, no era yo...
(A Buey) ¿Verdad?
BUEY.– Ella habla. Ella está hablando. Ella sabe.
MAGRA (Melosa).– ¡Manganzón!
MANGANZÓN.– Voy a hacer todo lo que tú me digas,
Asunción. Voy a ponerme el traje. Voy a quedarme
tranquilo. Pero tú tienes que perdonarme.
Larga pausa. Todos miran a La Franciscana.
LA FRANCISCANA.– Traigan a Elvirita.
BUEY.– ¿Elvirita?
MAGRA.– Asunción, no es posible...
LA FRANCISCANA.– ¿Por qué se me contradice?
Traigan a Elvirita. La quiero aquí.
LUCRECIA.– Pero Elvirita no sabe nada...

62
LA FRANCISCANA.– Por eso precisamente. (A Ma-
gra) Magra, búscala. Quiero a Elvirita. Tráiganme
a La Virgen. Ella es La Virgen.
BUEY.– ¿Elvirita?
LA FRANCISCANA.– Elvirita. Lo sé. Él me dice. Él
me lo está diciendo. Tráela, Magra.
MAGRA.– ¿Él?
LA FRANCISCANA.– Él está aquí. El padre Olega-
rio está aquí. Yo lo estoy viendo. Está detrás de
Manganzón. Llora. Tiene un rosario y una cruz.
BUEY (Asustado).– Santo Padre, ruega por nosotros...
LA FRANCISCANA (Progresivamente va adueñándose
de la situación).– No des vuelta, Manganzón. No
te quiere. Él no te quiere. Pide otro. La pide a ella.
Tráela, Magra. Tráela.
MAGRA (Mira a Buey).– Buey.
BUEY.– Búscala. (Llama) ¡Elvirita!
MAGRA (Grita).– ¡Elvirita!
Sale Magra.
LA FRANCISCANA.– Que nadie le diga nada. Que
nadie le explique. (A Lucrecia) Trae los hábitos.
Vamos a hacer el Nacimiento. San José. La Vir-
gen. El Ángel. Búscalos.
MANGANZÓN.– Asunción, yo no tuve la culpa.
LA FRANCISCANA.– No quiero oírte más, José
Francisco.
Sale Lucrecia, pendiente de Manganzón. Manganzón,
abrumado, se sienta y contempla el hueco.
BUEY.– Asunción.
LA FRANCISCANA.– ...

63
BUEY.– ¿Dónde está? (Mira de un lado a otro).
LA FRANCISCANA (Señala el hueco).– Entró en su
morada. Regresará con el Nacimiento. (Mira a
Manganzón) Qué desgracia has traído, Mangan-
zón, qué desgracia.
Manganzón permanece en silencio.
BUEY (Repentinamente alegre).– Pero ahora vamos a
comenzar de nuevo. ¿Verdad, Asunción? Vamos,
de nuevo...
LA FRANCISCANA.– Elvirita se pondrá el traje.
BUEY.– ¿Yo no, verdad? ¿Yo, nunca?
LA FRANCISCANA.– Tendrías que nacer de nuevo.
BUEY.– No importa. No importa.
A partir de este momento, y hasta el final de la escena, la
situación se desarticula.
BUEY.– Asunción, me duele cuando orino.
LA FRANCISCANA.– Señor, por el especial privi-
legio otorgado al beato Liborio contra los males
de cálculos, piedras, orina e ijada, haz que Buey
se vea libre del dolor que padece. Glorioso San
Liborio, intercede por nosotros. Amén. (A Buey)
Persígnate la parte que te duele. Amén.
BUEY (Se persigna el bajo vientre).– En nombre del
Padre, del Hijo y del Espíritu Santo. Amén. (Mira
a La Franciscana) Ya no me duele.
LA FRANCISCANA.– Es la oración indicada.
BUEY.– Pero desde ayer me molesta un diente.
LA FRANCISCANA.– Bendita la Santa Apolonia
que por tu virginidad y martirio merecisteis del
Señor ser instituida abogada contra el dolor de

64
muelas y dientes, te suplicamos fervorosamente
intercedas con el Dios de las misericordias para
que esta criatura Buey sea sanada. Amén.
BUEY (Rascándose el pecho).– Asunción, tengo erisipela.
LA FRANCISCANA.– Jesús nació. Jesús murió. Je-
sús resucitó. Como se curaron las llagas de Cris-
to, así pueda ser curada esta enfermedad.
Buey demuestra una a una todas las enfermedades que
menciona.
BUEY.– Asunción, tengo angina.
LA FRANCISCANA.– En Belén hay tres niñas: una
cose, otra hila y otra cura las anginas. Una hila,
otra cose y otra cura el mal traidor.
BUEY (Caminando de un lado a otro, con cierta deses-
peración).– Estoy contusionado, dislocado y rela-
jado.
LA FRANCISCANA (En el centro sin moverse).– Jesús
nació. Jesús fue bautizado. Jesús sufrió pasión y
muerte. Jesús resucitó y ascendió a los cielos. Por
esta gran verdad, sea curada la contusión, el dis-
loque y el relajamiento de Buey.
BUEY.– Tengo mal de pecho, tengo un pelo en el ojo,
estoy agrietado y cascado.
LA FRANCISCANA.– Jesús vivió cruz, Jesús resuci-
tó cruz, como estas palabras son verdad, hazme
la gracia de curar los pelos, grietas y cascaduras
de Buey. Amén.
BUEY.– ¿Y la nube en el ojo?
LA FRANCISCANA.– Madre de San Simeón, aboga-
da contra las nubes, clara es la luna, claro es el

65
sol, clara sea la vista de Buey por tu intercesión.
Buey se sienta.
BUEY.– ¡Asunción, no puedo moverme!
LA FRANCISCANA.– Adorabilísimo Jesús, fuente
inagotable de clemencias; así como te dignaste
curar al paralítico que te salió al encuentro, di-
ciéndole: “Levántate, toma tu cama y vete a tu
casa”, así te suplico te dignes curar a Buey, que en
todo fervor te lo implora. Amén.
BUEY.– Apoplejía. Apoplejía. Apoplejía.
LA FRANCISCANA.– Dios, nuestro Señor, por la in-
tercesión del bienaventurado Andrés Avelino, te
suplico sanes a Buey de su apoplejía y del ataque
que lo postra y sirva todo ello para honra y gloria
tuya. Amén.
Agotado, Buey contempla a La Franciscana.
BUEY.– Está bien, Asunción. Está bien. Yo no era
nada, y ahora soy todo. Está bien, Asunción.
MANGANZÓN.– Las cosas llegarán a su término,
y cuando todo parezca perdido, cuando la mano
del hombre no pueda más, entonces Dios pondrá
la suya, y lo arreglará todo en un abrir y cerrar de
ojos, como de la mañana a la tarde.
El Buey y La Franciscana contemplan a Manganzón.
LA FRANCISCANA.– ¿Quién te dijo eso?
MANGANZÓN.– ¿Qué?
LA FRANCISCANA.– ¿Quién te dijo eso? Las pala-
bras, lo que te oí...
MANGANZÓN.– Yo no he hablado.
BUEY (Asustado).– ¡Manganzón!

66
LA FRANCISCANA.– Acabo de oírte.
MANGANZÓN.– Yo no he hablado. No he dicho
nada. No he abierto mi boca.
LA FRANCISCANA (Mira fijamente a Buey).– ¿Tú lo
oíste, Buey?
BUEY.– Sí.
LA FRANCISCANA.– Te oí. Te oí. Te oímos, Man-
ganzón.
BUEY (En voz baja, a La Franciscana).– Era el Padre
Olegario...
Manganzón comienza a temblar.
MANGANZÓN.– Mentira. No era nadie.
BUEY.– Manganzón, dijiste una cosa profunda. Se
oyó una cosa profunda.
LA FRANCISCANA.– Cuando todo parezca perdi-
do. Dios pondrá su mano... Se oyó eso.
MANGANZÓN.– ¡No fui yo! ¡No fui yo!
BUEY (A La Franciscana).– Míralo, Asunción, míra-
lo... Está temblando.
MANGANZÓN.– No fui yo. Nadie habló. Nadie dijo
nada. Son ustedes dos los únicos que hablan... Yo
estoy aquí, quieto... Ni siquiera me he movido...
Yo tengo ganas de orinar, y quiero orinarme en el
hueco...
BUEY (Muy asustado).– ¡Asunción!
MANGANZÓN.– En el hueco... no me cuesta nada...
quiero orinarme allí...
Se acerca al hueco con la intención de orinar.
LA FRANCISCANA.– ¡Cuidado con lo que haces,
Manganzón!

67
MANGANZÓN.– Orinar, nada más... orinar... un
poquito... un poquito aquí... en el huequito...
LA FRANCISCANA.– ¡No lo dejes, Buey!
BUEY (Intenta apartar a Manganzón).– ¡José Francis-
co, no!
MANGANZÓN (Se suelta).– Déjenme... ¡Quiero ori-
narme! ¡Tengo muchas ganas!
LA FRANCISCANA (Con un grito).– ¿Quién te posee,
José Francisco?
MANGANZÓN.– ¡Nadie! Es un poquito, digo... un
chorrito...
BUEY (Llama).– ¡Magra! ¡Lucrecia!
Manganzón intenta orinar. Buey no lo deja. La Francis-
cana también interviene.
MANGANZÓN.– ¡Suéltenme! ¡Suéltenme!
LA FRANCISCANA.– Hay un daño terrible en esta
casa.
MANGANZÓN (Grita).– ¡No hay nada! ¡No hay na-
da! Allí en el hueco, no hay nada... Allí no hay
nada... Ni un clavo, ni una tuerca vieja... ¡Nada!
¡Tierra! ¡Tierra! Es un hueco para mear... ¡Es un
meadero! ¡Sirve para mear...! ¡Suéltenme! ¿Por
qué no me dejan orinar? ¿Quiénes son ustedes
para prohibirme que orine? ¡Suéltenme!
Entra Magra, Lucrecia y Elvirita. Magra y Lucrecia con
barbas y traje de pastor.
MAGRA.– ¡Manganzón! ¿Qué pasa?
LA FRANCISCANA.– ¡Lucrecia, agárralo!
LUCRECIA.– ¡Manganzón!
MANGANZÓN.– Quiero orinarme en el hueco.

68
Tengo derecho. Ésta es mi casa. Tengo dere-
cho a orinarme donde quiera, dónde me dé mi
gana...
BUEY.– ¡Es el ataque! ¡Así fue, Asunción...! ¡Tiró la
pala y se puso así...!
LUCRECIA.– ¡Manganzón! ¿Qué tienes?
MANGANZÓN.– Déjenme, déjenme...
MAGRA.– ¡Se está orinando! ¡Dios mío, se está ori-
nando!
LA FRANCISCANA.– ¡Manganzón, no! ¡No lo ha-
gas!
BUEY.– ¡Traigan el coleto! ¡Traigan el coleto! (A Elvi-
rita) ¡Elvirita, el coleto!...
ELVIRITA.– ¿Qué les pasa? (Grita) ¿Qué les pasa?
¿Qué les pasa?
ASUNCIÓN (Comienza a cantar).–
Cantemos al amor de los amores,
cantemos al Señor...
Dios está aquí.
Venid adoradores, adoremos...
A Cristo...
Magra, Buey, Lucrecia, se unen al cántico.
...redentor.
Gloria a Cristo Jesús,
cielos y tierra,
bendecid al Señor...
Honor y Gloria a ti.
Rey de la Gloria.
Honor por siempre a ti,
Dios del amor...

69
Durante el cántico, Manganzón grita.
ELVIRITA (Pregunta insistentemente).– ¿Qué les pasa?
¿Qué tienen?
Oscuro
Luz en el cuchitril. Buey es San José. Magra es un pas-
tor. Lucrecia es otro pastor. Elvirita es la Virgen María.
Manganzón está en el suelo. Lo han atado, previniendo
su ira. Buey, La Franciscana, Magra y Lucrecia cantan
“Cumpleaños feliz” frente a la torta.
MAGRA.– ¿Quién sopla?
LA FRANCISCANA.– Nadie. Si él quiere, él soplará.
Se apagarán las velas cuando el padre Olegario lo
decida. (A Manganzón) ¿Cómo estás, Manganzón?
Manganzón no responde. Mira fijamente a la Franciscana.
LA FRANCISCANA.– ¿No vuelves?
MANGANZÓN.– No.
LUCRECIA.– Pobrecito Manganzón.
BUEY.– Todo se hace por su bien.
LA FRANCISCANA (Solemne).– Y ahora viene el
regalo. Santo Padre Olegario, pensamos en ti y
sabemos que nos acompañas en este momento.
No son bienes lo que deseas. Nada hacemos con
entregarte joyas ni aparatos de la vida material.
No son perfumes, no son jabones, ni títulos, ni
propiedades. Pero es la historia del Nacimien-
to de Dios, Nuestro Señor, humildemente repre-
sentada para ti, por los integrantes de la familia
Álamo... de acuerdo a las siguientes caracteriza-
ciones y repartos. Buey, Pedro Álamo... San José,
el carpintero casto. Elvirita Suárez, sobrina de

70
Lucrecia Vegas... La Santísima Virgen María, se-
ñora del mundo, madre de Dios. Magra, Benita
Quijada, hará de pastor judío, tierno y contem-
plativo. Lucrecia Vegas será el segundo pastor
barbudo y bondadoso. Asunción López, llama-
da La Franciscana, contará la historia y buscará
el amor que será caja y dinero, pero no maldad
ni ambición. Santo padre Olegario, nuestra vida
es estrecha y pequeña, cuesta y amargura. Con
tu intercesión la queremos grande y magnífica.
Revélanos tu poder y danos las monedas de la
caja que enterraste hace tantos años, como re-
compensa al acto cultural religioso que ahora te
ofrecemos. Amén.
TODOS (Con excepción de Manganzón).– Amén.
LA FRANCISCANA.– Santa Historia Sagrada del
Nacimiento de Dios Nuestro Señor de Judea, a
cargo de la familia Álamo, ofrenda y regalo al es-
píritu del venerable Padre Olegario, con ocasión
de celebrarse el día de su onomástico.
La Franciscana se adelanta. Buey, Magra, Lucrecia y El-
virita representan la historia de acuerdo con la narra-
ción de La Franciscana.
LA FRANCISCANA.– Aconteció que un día, María y
José buscaban posada.
BUEY (Toma la mano a Elvirita).– Estoy cansado
María. (Aparte) Desde hace seis días recorro los
caminos de Judea, acompañado de mi señora es-
posa, la señorita Virgen María. Ella está a punto
de dar a luz, después de nueve meses de embara-

71
zo celestial. Ahora llegamos a la casa de los pas-
tores malos y pedimos posada. (Hace mención de
golpear una puerta). Buenas tardes.
LUCRECIA.– Buenas tardes. (Aparte) Soy un pastor
malo.
MAGRA ( Junto a Lucrecia).– Buenas tardes. (Aparte)
Soy otro pastor malo.
BUEY.– Ella es María y yo soy José. Queremos po-
sada, porque nos sentimos muy cansados. Tengo
piedritas en los pies y me molestan los callos. No
hemos comido desde hace varios días y eso es
muy grave si considera el estado de mi señorita.
LUCRECIA (Se adelanta y responde con voz enérgi-
ca).– No podemos darte posada, porque somos
los pastores malos.
MAGRA.– En nuestra casa no hay cuartos ni comi-
da. Y además somos los pastores egoístas.
LUCRECIA.– No nos gusta la gente fastidiosa que va
de puerta en puerta pidiendo.
MAGRA.– Nos da asco la gente pedigüeña.
BUEY (Se arrodilla implorante).– Hemos llamado a to-
das las casas, pedimos comida en todas partes, y
si ustedes no nos reciben, tendremos que buscar
una cueva donde guarecernos. Ya va a caer la no-
che y tenemos mucho frío.
LUCRECIA (Cruel).– No nos importa.
MAGRA (En la misma actitud).– Vete de aquí y busca
esa cueva que dices. Nosotros nos encerraremos en
nuestra casa y comeremos pollo y beberemos vino.
Lucrecia y Magra se retiran al fondo.

72
LA FRANCISCANA.– Nadie quiso recibirlos. Y ca-
minaron y caminaron y caminaron. Al final en-
contraron una gruta.
Buey y Elvirita se ubican junto a un pesebre de paja.
BUEY.– María, aquí hay una gruta.
ELVIRITA.– Bendito sea Dios.
BUEY.– Una mula y un buey. Es la cueva de Belén
adonde nos envían los malos pastores egoístas.
¿Te sientes mal, esposa mía?
ELVIRITA.– Bendito sea Dios.
BUEY.– Amén.
Buey y Elvirita reposan.
MAGRA.– Somos los egoístas pastores judíos y aho-
ra estamos arrepentidos de no haberle dado po-
sada a Dios, Nuestro Señor.
LUCRECIA.– Porque después de comernos los po-
llos nos intoxicamos e indigestamos.
MAGRA.– Y ahora penamos.
Magra y Lucrecia caminan apretándose el vientre.
LA FRANCISCANA.– Y en la noche le vinieron a
María los dolores naturales.
ELVIRITA (Quejidos).
BUEY (Consolándola).– Todo pasa.
ELVIRITA.– Ha llegado el momento.
Manganzón contempla asustado la escena.
MANGANZÓN.– Yo no soy. Yo no soy. ¡Asunción!
¡Yo no soy!
LA FRANCISCANA.– Eso va a comprobarse.
MANGANZÓN (Grita).– Yo quiero la plata, Asun-
ción. Yo no la quiero por bien. Yo no le voy a ha-

73
cer la capilla. Yo no puedo hacer otra cosa. ¡Dame
la plata, padre Olegario...!
LA FRANCISCANA (Con un grito).– ¡Cállate!
ELVIRITA (Repentinamente alegre).– ¡Ya viene! ¡Ya
viene! ¡Ya está llegando! ¡Ya está aquí! ¡Ya viene!
¡Lo siento! ¡Lo estoy sintiendo!
MANGANZÓN (Grita).– Mentira. Mentira.
ELVIRITA (Mira a Manganzón).– Tengo miedo.
LA FRANCISCANA.– Se te ha dicho que no hay por
qué tener miedo. No hay nada malo aquí. Es un
juego. Un cumpleaños. ¿No ves la torta?
MANGANZÓN.– Entonces. ¿Voy a volver al Naci-
miento? ¿Soy El Bueno? ¿Soy El Bueno, Asunción?
ELVIRITA (Mira a Manganzón).– Mi niño... mi niño...
mi niño... mi niño...
MANGANZÓN.– Ya voy. Ya voy. Ya vengo.
ELVIRITA.– Mi niño.
MANGANZÓN.– Ya vengo.
ELVIRITA.– Mi niño. Mi niño. Mi niño.
MANGANZÓN.– Ya. Ya. Ya.
La Franciscana, y después Lucrecia y Magra, arrastran
a Manganzón al pesebre. Lo desnudan y después lo vis-
ten con la batola del Niño Jesús.
BUEY.– ¡Es un milagro! ¡Asunción, es un milagro!
¡Ahora me siento bien! ¡Ahora estamos nacien-
do! (Se adelanta y extiende los brazos) Él está aquí.
Él está en todas partes. Está en la tierra y en el
fuego y en el aire y en todos los elementos. Es
el perro y la gallina y todo lo doméstico. Es mi
vida y mi miedo. Venía en la silla de montar del

74
general Olimpo Cárdenas cuando tomó Machi-
ques. ¡Apártense, bárbaros!, dijo, y caracoleó el
caballo. (En las manos de Buey aparecen flores). En-
tonces me nacieron flores en las manos. Y todo el
mundo dijo: “Es un milagro”.
MAGRA (Se separa del grupo que viste a Manganzón).–
Todos somos el milagro, Buey. Todos somos el mi-
lagro. Cuando mi mamá, Evangelina Quijada, que
en paz descanse, me cosió mi primera muñeca, la
muñeca era parlante; habló en los trapos y dijo:
“Mamá”. Y todos la oyeron. Entonces se partió el ti-
najero en dos pedazos y nunca más corrió el agua ni
nada. Entonces, entonces, entonces. Entonces todos
volamos muy alto hacia el cielo donde nos espera-
ba la palomita blanca. Y vimos el mundo. Era muy
grande. Había lugares con nieve. ¿Querrán ustedes
creer que hay lugares donde cae nieve? Es verdad,
porque me lo dijo un pajarito. Y cuando bajamos
nos estaba esperando el general Gómez con un pe-
nacho blanco y una pluma roja. Y el general Gómez
me dio la mano y me dijo: “Chiquilina, chiquilina”,
que era como él decía con su voz de general Gómez.
Y me dio un caramelo de menta.
Lucrecia y La Franciscana terminan de vestir a Mangan-
zón. Manganzón se incorpora. En la mano derecha tiene
el globo terráqueo.
LA FRANCISCANA (Adelantándose).– Entonces vi-
nieron los pastores y le adoraron.
Magra y Lucrecia adoran a Manganzón.
MAGRA.– Muy lindo tu muchachito.

75
LUCRECIA.– Mírenlo cómo mueve los ojitos.
ELVIRITA.– Gracias. Está a la orden.
MAGRA.– Tan querido y tan sonrosado.
LUCRECIA.– Y el pelo igual al padre. Puro pelo de
paloma.
MAGRA.– Y la naricita tan graciosita.
LUCRECIA.– Y mírenlo cómo hace pucheritos. Nené.
Ga. Ga. Ga.
MAGRA.– Chupechito. Chopochito. Cho. Cho. Cho.
Y diqui diqui diqui.
LUCRECIA.– ¿No es un encanto?
MAGRA.– El papá debe sentirse muy feliz.
LUCRECIA.– Claro, tiene un hijo de lo más desa-
rrollado.
MAGRA.– Apochonchito, cuchito, cuchito.
LUCRECIA.– Qué cosa tan linda.
MAGRA.– Y tan reilón. ¿A quién habrá salido?
LUCRECIA.– Topo, topo, topo, topo... ¡Topo!
LA FRANCISCANA.– Apareció una estrella en el
cielo. Una estrella brillante que fue creciendo. ¡Y
en la cola de la estrella viajaban arcángeles y se-
rafines cantando!
TODOS.– ¡Cumpleaños feliz, te deseamos a ti!
¡Cumpleaños, Santo Padre Olegario...!
¡Cumpleaños feliz!
Manganzón salta jubiloso.
MANGANZÓN.– ¡Quiero la pala! ¡Quiero la pala!
¡Quiero sacar la tierra...! ¡Profundo! ¡Profundo!
¡Profundo!
Buey toma la pala y se la entrega a Manganzón. Magra y

76
Lucrecia se despojan de los trajes de pastor y se quitan la
barba. Todos en cortejo acompañan a Manganzón hasta
el agujero.
MANGANZÓN.– ¡Allí veo el realero! ¡Allí está! ¡Debajo
de esa piedra! ¡Voy a buscarlo! ¡Voy a buscarlo!
Manganzón desciende.
LA FRANCISCANA (A Elvirita).– Dame la mano.
Elvirita ofrece su mano a La Franciscana.
LA FRANCISCANA (A Buey).– Tú, Buey.
Buey toma la mano de La Franciscana.
LA FRANCISCANA (A Magra).– Tú, Bonita.
Magra toma la mano de Buey.
LUCRECIA.– Yo también. Yo también.
LA FRANCISCANA (Cierra los ojos).– Y ahora pien-
sen todos. Que aparezca.
TODOS.– Que aparezca.
LA FRANCISCANA.– Que aparezca.
TODOS.– Que aparezca.
LA FRANCISCANA (El ritmo se hace más acelerado).–
Que aparezca.
TODOS.– Que aparezca.
Del agujero comienzan a salir objetos. Un sable. Una
bandera. Un muñeco. Latas. Un barril. Clavos. Tuercas.
Una calavera. Magra, Buey, La Franciscana, Elvirita y
Lucrecia continúan la ronda.
LA FRANCISCANA.– Que aparezca.
TODOS.– Que aparezca.
Los gritos aumentan a medida que van apareciendo los ob-
jetos. Cuando la calavera salta del hueco, Magra la recoge.
MAGRA.– ¡Es él! ¡Es él!

77
LUCRECIA.– ¡Yo lo dije! ¡Yo lo dije!
LA FRANCISCANA.– Silencio.
Todos rodean a Magra.
LA FRANCISCANA (Acercándose al hueco).– Man-
ganzón.
MANGANZÓN.– ...
LA FRANCISCANA.– Manganzón, era su cuerpo.
Tocaste su cuerpo. Y ahora, ¿dónde está la caja?
MANGANZÓN.– Yo sigo. Tiene que estar por aquí.
LA FRANCISCANA (Regresa al grupo).– Todos en
el bien. Todos en el bien. Vamos a tratarnos en el
bien. Desparramen el bien porque va a aparecer.
Seguro que va a aparecer.
Magra, Buey, Lucrecia, Elvirita y La Franciscana se
acercan a la mesa.
BUEY.– Yo estoy en el bien.
LUCRECIA.– Yo estoy en el bien.
MAGRA.– Yo estoy en el bien.
Elvirita ríe.
LA FRANCISCANA.– Repite, Elvirita.
Elvirita ríe.
LA FRANCISCANA.– ¡Dilo!
ELVIRITA.– ¡Todos están locos! ¡Todos ustedes están
locos!
LA FRANCISCANA (Acercándose a Elvirita).– Tienes
que decirlo: “Yo estoy en el bien”.
ELVIRITA.– Yo quiero comer torta. Quiero un peda-
cito de casita. Yo estoy en el bien.
LA FRANCISCANA.– Todos estamos en el bien.
Elvirita ríe.

78
LA FRANCISCANA.– Le toca a Buey.
BUEY (Declara).– Quiero tener dinero para hacer
el bien. Siempre me ha preocupado la miseria.
También me preocupa la planificación. No planifi-
camos. Ni siquiera invertimos correctamente el su-
perávit. Vamos así, de la mano del azar, y olvidamos
el déficit de la balanza de pagos. Y allí está. Entre el
esfuerzo de inversión pública y la iniciativa privada
hay un desequilibrio. El capital del Estado no es li-
bre. Gira en la deuda exterior contra un pagaré in-
famante que nos degrada. Yo amo la bondad de las
inversiones mixtas. Son sanas. Por eso me gustaría
tener dinero. Todo lo que hay en la caja del padre
Olegario. Porque si no vamos derecho a una espiral
inflacionaria con todas las nefastas consecuencias
de la improvisación. ¿Y qué nos espera? ¿El control de
cambio? ¿La paridad ficticia? ¿El signo blando? ¿La
devaluación? (Pausa) Dejo eso en el ambiente.
LA FRANCISCANA.– Le toca a Magra.
MAGRA (Por Buey).– Él lo dijo todo. Y yo me siento
tan bien como cuando tenía quince años. A mí
me gusta Pedro, así como es él. Cinco veces me
ha pegado y después nos amábamos. Yo lo acep-
to. Él es mi caridad. Yo lo amo.
LUCRECIA.– ¡Magra, qué bello!
LA FRANCISCANA.– Todos en el bien. Todos en el
bien, Lucrecia.
LUCRECIA.– Quiero a Magra. Quiero a Buey. Quie-
ro a Elvirita, mi sobrina. Quiero a Manganzón.
Quiero a Asunción. Nosotros somos las ovejitas

79
del Señor.
LA FRANCISCANA.– Todos en el bien. Todos en el
bien.
MANGANZÓN (Grita).– ¡La estoy tocando! ¡La ten-
go en la pala! ¡Ya viene! ¡Ya viene!
LA FRANCISCANA.– Todos en el bien. Todos en el
bien.
TODOS.– Todos en el bien. Todos en el bien.
MANGANZÓN.– Ya va a salir... ¡Ya está aquí! ¡Ya
está aquí!
Se escucha un crujido. Todos permanecen inmóviles, es-
perando.
MANGANZÓN.– Huele mal. Huele muy mal.
Manganzón sale del hueco. Diversas expresiones de
asco.
BUEY (Respira).– Huele mal, verdad.
MAGRA.– Sí. Es un olor muy feo.
LUCRECIA.– ¿A qué huele?
BUEY.– Muy hediondo.
MANGANZÓN.– ¡Es la cloaca! ¡Es la cloaca! ¡Dimos
con la cloaca! (Manganzón sale. Se tapa la nariz)
Huele muy mal allá abajo.
ELVIRITA.– Tengo ganas de vomitar. (Elvirita corre
hacia la puerta. La Franciscana la detiene).
LA FRANCISCANA.– ¡Nadie sale!
LUCRECIA.– Pero es que huele muy mal, Asunción.
LA FRANCISCANA.– ¡Se ofrece! ¡Es un olor que se
ofrece! ¡Se respira!
Magra respira con fuerza.
Manganzón y Lucrecia imitan a Buey y a Magra.

80
ELVIRITA.– ¡Yo también! ¡Yo también! (Respira con
fuerza).
Todos permanecen respirando durante una larga pausa.
Oscuro
Luz sobre la cocina de la casa. Elvirita escucha la ra-
dio. Pausa. Luz en el cuarto de Manganzón y Lucrecia.
Duermen. Luz en el cuchitril. Buey y Magra en silencio.
MANGANZÓN.– ¿Se habrá acostado Elvirita?
LUCRECIA.– ¿Quién sabe?
MANGANZÓN (Llama).– ¡Elvirita!
ELVIRITA (Después de una pausa).– ¿Señor?
MANGANZÓN.– ¿Qué está haciendo allí en la coci-
na? ¡Váyase a dormir!
ELVIRITA.– Bueno. (Pero no se mueve. Permanece en
silencio escuchando la radio).
MAGRA.– Manganzón con esos gritos. Va a desper-
tar al vecindario.
BUEY.– Olimpo Cárdenas tenía una pelota en la entre-
pierna. Y cuando montaba en el caballo se pisaba la
pelota. Eso fue en 1912, el 8 de septiembre de 1912.
MANGANZÓN.– Mañana habrá que taparla.
LUCRECIA.– Cuando venga La Franciscana.
MANGANZÓN.– Eso está debajo. Debajo de la cloa-
ca. Por eso no lo vieron.
LUCRECIA.– Magra dice que esa gente antigua sa-
bía enterrar las cosas.
MANGANZÓN.– Sí, es verdad.
BUEY.– A todo se acostumbra uno. Ya ni mal huele,
¿verdad?

81
MAGRA.– No. Se han olido cosas peores.
BUEY.– A mí me gusta mucho el olor de la dama de
noche.
MAGRA.– También el azahar.
BUEY.– Cómo no. El azahar huele muy bien.
MAGRA.– Y la magnolia.
MANGANZÓN.– Lucrecia, cuéntame cómo era.
LUCRECIA.– Pero si ya te lo he contado muchas veces.
MANGANZÓN.– Yo quiero volver a oírlo. Quiero que
me lo cuentes todas las noches. Pero, vivo. Quie-
ro que me lo cuentes vivo... ¿Cómo era? ¿Dónde
estaba?
LUCRECIA.– Bueno... él se sentó allí en la cama...
en la esquina... pero no a la derecha, sino a la iz-
quierda... Yo estaba dormida... con un ojo abierto
y uno cerrado, que es como yo siempre duermo...
Él se sentó y te miró...
MANGANZÓN.– ¿Me miró? Eso nunca me lo habías
dicho...
LUCRECIA.– Te miró, sonrió y te dio la bendición
apostólica...
MANGANZÓN.– ¿Él?
LUCRECIA.– Él mismo. Con la mano. Y en la mano
tenía tres anillos.
MANGANZÓN.– ...
LUCRECIA.– Una mano de lo más linda, rosadita...
MANGANZÓN.– ...
LUCRECIA.– Y gordita... con un hoyito en cada dedo...
MANGANZÓN.– ...
LUCRECIA.– Se sentó y te miró profundo... muy pro-

82
fundo... con sus ojos verdes... adentro... muy aden-
tro... Esa mirada que nunca se te olvida... una mi-
rada larga...
MANGANZÓN.– Profundo... profundo... profundo...
Durante el diálogo de Manganzón y Lucrecia, Buey se
inclina en el piso y escucha.
BUEY.– Magra.
MAGRA.– ...
BUEY.– Magra, ven acá...
Magra se acerca gateando.
BUEY.– ¿No oyes?
MAGRA.– Adentro... en la tierra... ¿No oyes?
Magra escucha.
BUEY.– Gente que habla.
MAGRA.– ¿Gente?
BUEY.– Gente, sí. Gente.
MAGRA.– Se muere tanto.
BUEY.– Escúchalos... escúchalos... ¡Son tantos!
MAGRA.– Sí.
BUEY.– Mañana aparece. Magra. Seguro que aparece.
MAGRA.– Seguro.
BUEY.– Allí se escucha. Allí se siente.
MAGRA.– Vamos a esperarla. Mañana aparece,
¿verdad?
BUEY.– ¿Pero no oyes lo que estás diciendo? ¡Magra!
¿No lo oyes?
MAGRA.– Sí, sí... lo estoy oyendo, Buey. Lo estoy
oyendo.

Telón

83
La soberbia milagrosa
del general Pío Fernández

También llamada Amanecer y transfiguración y reputada


a veces como Vida, pasión y apoteosis del general Pío
Fernández, o como Hamlet en Fuenteovejuna. Obra maestra
en un acto positivo

1974

* Esta obra corresponde al pecado capital de la soberbia, parte de la obra


Los siete pecados capitales escrita, según concepto de Antonio Costante,
por Isaac Chocrón, Román Chalbaud, Elisa Lerner, José Ignacio Cabrujas,
Rubén Monasterios, Luis Britto García y Manuel Trujillo.
Dedicatoria:
a José Ignacio Cabrujas por ser la
única persona interesante que
he conocido
jic
Pienso, luego pienso.
C abrujas

Frontispicio:
E = m x v2
Einstein
Personajes

General Pío Fernández


Eurídice
Cristo
Estrenada el 5 de julio de 1974 en el Teatro Alberto
de Paz y Mateos de El Nuevo Grupo, en Caracas.

General Pío Fernández: Rafael Briceño


o José Ignacio Cabrujas
Eurídice: Mimí Sills
Cristo: Eduardo Gil

Música: Jesús Aquiles Vásquez


Diseño de vestuario: Rita Aloiso
Iluminación: Darío Bertolini
Escenografía: Sixto Massieu
Dirección: Antonio Costante
Zaraza, 1900. Amanece en la casa de Pío Fernández:
Fanfarria y trompetería. Pío despierta e inquiere.

PÍO.– ¿Qué días son hoy, Eurídice?


EURÍDICE.– Hoy es 24 y 25 de marzo, Pío.
PÍO.– ¿Qué se celebra?
EURÍDICE.– San Agapito, mártir y virgen, Santa Ur-
sula y San Elías en el calendario cristiano.
PÍO.– ¿Qué recuerda la humanidad, Eurídice?
EURÍDICE.– Firma del acta de la Independencia pa-
raguaya. Fusilamiento de Ibsen, patriota noruego.
Desembarco del mariscal Miranda en Melilla e in-
triga de Dantón contra Guillermo Tell de Holanda.
PÍO.– ¿Y en mi calendario particular?
EURÍDICE.– Hoy se celebra el día de tu primera in-
quietud sexual. Tales días como hoy, el 24 y 25
de marzo de 1870, entendiste el mecanismo de
la reproducción humana a través de dos conejos
apasionados.
PÍO.– ¿No es hermoso, Eurídice? ¿No es una imagen
feliz? Estaban allí esos dos conejos refocilándose
el uno contra la otra en una actitud tan natural,
tan espléndida y sobre todo tan acelerada. Aún
conservo la carta que le escribí a Darwin al res-
pecto. Fue cuando le recomendé que estudiase el
origen de las especies, y el muy canalla ni siquie-
ra me dio un crédito en la contraportada de su
estúpido libro. Recuérdame en la tarde que debo
romper relaciones con Inglaterra.
EURÍDICE.– Lo haré, Pío.

93
PÍO.– Eurídice.
EURÍDICE.– ¿Sí, Pío?
PÍO.– Voy a levantarme. Dile a la orquesta que in-
terprete el preludio de El Oro del Rhin. Me provo-
ca un amanecer teutónico. Y dile a esos imbéci-
les turpiales que guarden silencio. No me gusta
compartir el reino animal.
EURÍDICE (Va hacia la ventana y grita).– ¡Silencio,
turpiales! ¡El general Pío Fernández está a punto
de levantarse! ¡Orquesta! El Rhin, por favor...
Se escucha el preludio de El Oro del Rhin del pérfido
Wagner.
PÍO.– Eurídice.
EURÍDICE.– ¿Sí, Pío?
PÍO.– Recuérdame esta tarde escribirle a Wagner.
Todavía no lo he felicitado por su tetralogía.
EURÍDICE.– El pobre murió hace quince años.
PÍO.– Qué pena. Era un buen músico. Eurídice, ¿por
qué no fui a su entierro?
EURÍDICE.– Porque ese día estabas hablando con la
Virgen de Coromoto. ¿No lo recuerdas?
PÍO.– Lo había olvidado por completo.
EURÍDICE.– Vargas Vila escribió un poema muy ce-
lebrado en el Ateneo de Bogotá.
PÍO.– Vargas Vila siempre escribe poemas.
EURÍDICE.– Pero éste era un poema sobre aquella
conversación con la Virgen.
PÍO.– Es cierto. Eurídice, ¿qué hora es en Irlanda?
EURÍDICE.– Las diez.
PÍO.– ¿Y en Marsella?

94
EURÍDICE.– La nueve y media.
PÍO.– ¿Y en la alocada Catania?
EURÍDICE.– En Catania no hay hora desde que Ga-
ribaldi rompió el reloj.
PÍO.– Qué muchacho tan loco, Garibaldi. (Eurídi-
ce se acerca a la ventana) ¿Cuándo vendrá Cristo,
Eurídice?
EURÍDICE.– Hoy a las diez. Pero allí veo a Los Reyes
Magos, Pío.
PÍO.– Siempre pasan y después dejan todo hediondo
a bosta de camello. Ignóralos. Voy a levantarme.
EURÍDICE.– ¿Quieres que te traiga las zapatillas?
PÍO.– No. Puedo pisar. Es tierra fresca.
EURÍDICE.– Levántate, entonces.
PÍO.– Pronto, Eurídice. Muy pronto.
EURÍDICE.– Pío.
PÍO.– Eurídice.
EURÍDICE.– No puede ser.
PÍO.– ¿Por qué hablas como en el teatro, Eurídice?
¿Qué es lo que no puede ser?
EURÍDICE.– Tienes veinticinco años en esta cama,
Pío. Pienso que hoy podrías levantarte.
PÍO.– Tal vez.
EURÍDICE.– Ayer me lo prometiste. Toda la noche
estuviste prometiéndomelo.
PÍO.– ¿Ayer?
EURÍDICE.– ¿No te acuerdas?
PÍO.– No.
EURÍDICE.– ¡Pío, levántate, por Dios! ¡Un cuarto de
siglo en una cama es mucho...!

95
PÍO.– En el fondo te repugna traerme la bacinilla. Te
quejas por eso.
EURÍDICE.– ¡Por eso y por todo! ¡Me quejo porque
no es natural, Pío Fernández!
PÍO.– ¿Cómo que no es natural? ¿No es natural que
un hombre repose veinticinco años? Yo lo en-
cuentro natural. Pero a ti te molestan ciertos
olores y debo confesar que a mí también. Lo
biológico me resta importancia. Habría sido tan
hermoso pasar aquí veinticinco años de total in-
hibición intestinal.
EURÍDICE.– Pío.
PÍO.– Dices Pío para que yo te diga Eurídice. ¿No es
monótono?
EURÍDICE.– Estoy hasta aquí. Quiero pasear conti-
go por la plaza Bolívar de Zaraza.
PÍO.– Más tarde me levanto y paseamos.
EURÍDICE.– Más tarde, no. Ahora.
PÍO.– Cualquiera que te oiga, incluso el público,
pensará que te he dado mala vida. Es injusto,
Eurídice.
EURÍDICE.– Pío, yo sé que eres un gran hombre. Yo
sé que eres el más grande de todos los hombres.
Yo sé que Zaraza te queda pequeña.
PÍO.– ¡Zaraza es una equivocación histórica!
EURÍDICE.– ¡Pero la gente pasea, y de enero a junio
no hace tanto calor!
PÍO.– Cuando era niño, en la laguna de Valencia des-
cubrí una tragavenados, vulgo boa, que acababa
de ingerir un cervatillo de Genoveva de Brabante,

96
matrona italiana. Yo le vi los ojos, Eurídice, cuan-
do los peones de mi padre, el general Francisco
de Miranda, puyaban a la tragavenados con unos
hierros. Era un animal feliz, porque digería vein-
ticinco kilos de cervatillo. Ignoraba los hierros y
el acoso y disfrutaba sus secreciones y sus jugos
gástricos como si se hubiese atragantado con el
hastío. La escena me marcó, Eurídice. Anótala
en mi calendario y acuérdamela el próximo 1º de
mayo. Yo me atraganté. No quiero salir a la calle.
No quiero que me vean.
EURÍDICE.– ¡Quiero pasear contigo por la plaza Bo-
lívar de Zaraza!
PÍO.– Más tarde, Eurídice. A lo mejor me levanto
más tarde.
Tocan la puerta y hay un sonido celestial.
EURÍDICE.– ¿Quien será?
PÍO.– Debe ser Cristo. Dile que pase.
EURÍDICE.– ¿Por qué no te levantas y lo recibes?
PÍO.– No vale la pena; es una persona de confianza.
La Biblia dice que está en todas partes.
Eurídice sale. De lo alto desciende un cartelón donde se lee:
RECITATIVO Y MONÓLOGO DE PÍO FERNÁNDEZ.
PÍO (A solas consigo mismo y muy personal).–
¿Qué ves, Pío?
Nada, Pío.
¿Qué haces, Pío?
Nada, Pío.
¿Por qué no lo aceptas, Pío?
Porque no me da la gana, Pío

97
¿Qué sientes, Pío?
Nada, Pío.
¿Qué vas a inventar, Pío?
Un día, Pío.
Voy a inventar un día.
¿Y por qué quieres inventar un día, Pío?
Porque quiero hacerme justicia, Pío.
¿De verdad, Pío?
Palabra, Pío.
Entra Cristo seguido de Eurídice.
CRISTO.– ¿Cómo amaneciste, Pío?
PÍO.– De lo más bien, Señor.
CRISTO.– ¿Qué tal el ánimo?
PÍO.– Eurídice, ofrécele un café al Maestro. (A Cris-
to) Muy contento, Señor.
EURÍDICE.– ¿Tú también quieres, Pío?
PÍO.– No.
CRISTO.– Con azúcar, Eurídice.
EURÍDICE.– Obviamente, Maestro.
Sale Eurídice.
CRISTO.– Espléndido día, Pío. Un día tempranero.
PÍO.– No está mal.
CRISTO.– Hoy pusieron huevos los turpiales y flo-
reció el algarrobo de la plaza Bolívar. Hubo gran
alegría en las filas del partido liberal.
PÍO.– Apasionadamente.
CRISTO.– Huele a mastranto poético en la calle del
doctor Díaz.
PÍO.– ¿A qué dice que huele?
CRISTO.– A mastranto. La mañana comenzó en un

98
punto de rocío y se abrieron los tapiramos y los
cundiamores.
PÍO.– Aleluya.
CRISTO.– Y desovaron los pejerreyes en la laguna.
Fue tierno el desove.
PÍO.– Me congratulo.
CRISTO.– Pero cada día es más notoria tu ausencia
en las calles de Zaraza, Pío Fernández.
PÍO.– Exageraciones, Maestro. ¿Por qué en lugar de
hablar no jugamos a los milagros?
CRISTO.– La cochina de la calle Páez tuvo cría.
PÍO.– Yo decía que jugáramos a los milagros...
CRISTO.– Y los chigüires están a punto de extin-
guirse por imprevisión del general Castro.
PÍO.– Podríamos probar con un pequeño milagro.
CRISTO.– Reventó un capacho morado en el cam-
panario de la Catedral para regocijo de los cris-
tofués y el cilantro cogió olor y los torditos se
reprodujeron.
PÍO.– Por ejemplo, yo me muero y tú me resucitas.
CRISTO.– ¡Y la vida continúa en Zaraza, Pío Fernán-
dez, para todos menos para ti y tu soberbia! (Cris-
to se eleva y levita con notable expresividad corporal)
¡Te juegas la condenación eterna en esa cama, Pío!
¡Humillas a los demás con tu altanería extranje-
rizante! ¡No eres tan grande como crees! ¡Te falta
balbuceo! ¡Te falta error! ¡Te falta calidez! ¡Menos
que a un hombre te pareces a un petardo!
PÍO.– Un día de estos exploto y los complazco a
todos.

99
CRISTO.– ¡Qué vas a explotar! ¡Ni siquiera a eso te
atreves! ¡Veinticinco años en una cama para hu-
millar a los zarazeños! ¿No es una insensatez?
PÍO.– Zaraza es mi Getsemaní.
CRISTO.– Mentira. ¡Habrías podido llegar a algo!
PÍO.– ¿A qué?
CRISTO.– ¡A presidente del estado Zamora, por
ejemplo! ¡Joaquín Crespo te ofreció el cargo en
1881!
PÍO.– ¡Joaquín Crespo tenía mal aliento!
CRISTO.– ¿Y el Obispado de Coro? ¿Qué me dices
del Obispado de Coro, donde hay una feligresía
tradicional? ¡Monseñor Rossón te insistió varias
veces! ¡Pero eras tú y tu soberbia!
PÍO.– Cristo. No me abrumes.
CRISTO.– ¡Soberbia he dicho! ¡Has condenado a
Crisótemis al ostracismo!
PÍO.– Crisótemis se siente feliz. Cada nueve meses
nos reproducimos muy naturalmente.
CRISTO.– ¿Y Eurídice? ¡Tu legítima esposa debe so-
portar la humillación increíble de compartir una
casa con tu amante!
PÍO.– Es una situación culta. Turca, pero culta. Yo no
puedo vivir monogámicamente en Zaraza. Yo po-
dría vivir monogámicamente en los Alpes Bávaros
o en Helsinki; pero en Zaraza me parece un con-
trasentido. La lujuria es una exuberancia, Maes-
tro, y Zaraza exuberante. Debo prodigarme como
ese capacho que viste en el campanario de la Cate-
dral. Debo regar fecundidad. Es patriótico. Eduvi-

100
gis Fernández, mi madre, al parirme, regó pensa-
mientos y claveles en su cama. En el fondo no me
paría. Me presagiaba. Yo no humillo a Eurídice. Al
fin y al cabo Crisótemis es su hermana.
CRISTO.– ¡En nombre de Buda redivido! ¿Qué quie-
res en la vida, Pío Fernández?
PÍO.– Quiero que Zaraza se me parezca. La quiero
como yo, y no la acepto como es. Quiero que venga
Cristóbal Colón y me aclare el negocio. Quiero una
declaración pública de ese marinero sobre mi des-
cubrimiento. ¿Cómo me va a descubrir un genovés
obeso con cara de barbero? ¿No es humillante?
CRISTO.– Me apena tu conducta, Pío Fernández.
Tanto que me obligas a repetir el milagro de la
Ascensión.
PÍO.– Siempre hemos sido buenos amigos.
CRISTO.– Regreso al Empíreo, atónito ante tu
jactancia.
PÍO.– Espera. Eurídice va a traer el café.
CRISTO.– Pídele disculpas en mi nombre. Nos hemos
entretenido a veces jugando a los milagros, y fue
muy hermoso mientras duró. Pero hoy me asustas,
Pío, porque tienes aire de vikingo sensual. Te pe-
gas demasiado al mundo y eso es irritante en un
hombre de tu inteligencia. Abandona el pecado.
Disuelve esa unión perversa con Crisótemis. Saca
a pasear a Eurídice por la plaza Bolívar de la pin-
toresca Zaraza y volveremos a ser amigos.
Cristo se eleva en apoteosis y se escuchan las diáfanas
voces de los arcángeles y serafines. Pío contempla el es-

101
pectáculo desde su lecho y finge ignorar la grandiosidad.
Al marcharse Cristo, entra Eurídice.
EURÍDICE.– ¿Y el Maestro?
PÍO.– Se fue al Empíreo a proseguir el continuismo.
Pero estoy dispuesto a tomarme ese café, Eurídi-
ce. (Eurídice entrega a Pío la taza de café) Tal vez
me levante, Eurídice. Me siento de buen humor.
¿Ya se despertó Crisótemis?
EURÍDICE.– No.
PÍO.– Aunque pensándolo bien, podría hacerlo ma-
ñana. ¿Qué se celebra mañana?
EURÍDICE.– Mañana es 26 y 27 de marzo. Día de
San Cosme y San Damián, dramaturgos. Entre-
vista del general Urdaneta con Catalina de Pru-
sia. Aniversario de la restauración democrática
en el Salvador.
PÍO.– Y en mi vida, ¿qué celebro?
EURÍDICE.– Tal día como mañana pronunciaste un
discurso sobre las papilas gustativas en la Acade-
mia de la Lengua.
PÍO.– ¿Qué más?
EURÍDICE.– Cinco años después, el 26 y 27 de mar-
zo de 1875, tuviste un primer fastidio.
PÍO.– ¿Cómo fue?
EURÍDICE.– Ibas a decir algo sobre la estructura
dramática en el teatro de Víctor Hugo y te ofre-
cieron un mamón.
PÍO.– ¿Quién me ofreció ese mamón?
EURÍDICE.– Una tía del Ilustre Americano.
PÍO.– Aún recuerdo ese mamón. Un mamón humi-

102
llante y perverso. Desde aquel día no he logrado
entenderme con nadie.
EURÍDICE.– ¿Llamo a Crisótemis?
PÍO.– No.
EURÍDICE.– Pensé que te gustaría volver a reprodu-
cirte. Un retozo matinal.
PÍO.– Ya no me interesan los retozos matinales. De-
masiada frescura.
EURÍDICE.– ¿Qué vas a hacer entonces?
PÍO.– Nada. Cristo me llamó soberbio. ¿Tú crees que
soy soberbio?
EURÍDICE.– Yo creo que cada quien se casa con su
destino.
PÍO.– Me encanta esa actitud árabe que hay en ti, Eurí-
dice. Te prometo que mañana me levanto y celebra-
mos con un bello paseo matinal por la plaza Bolívar.
Pídele al maestro Cabrujas que toque el fagot. Es un
catalán experto en los vientos. Pídele a los federales
que hagan una revolución y que disparen cañonazos.
A lo mejor pasa algo. Pídele al sacristán que toque las
campanas, pídele a Cristo que vuelva y haga un mila-
gro. Entonces me levantaré. Hoy no. Hoy me deben.
EURÍDICE.– ¿Quieres algo especial en el almuerzo?
PÍO.– Berenjenas a la Aristóteles.
EURÍDICE.– Pío.
PÍO.– Eurídice.
EURÍDICE.– ¿Va a ser siempre así?
PÍO.– ¿Se te ocurre una idea mejor?
EURÍDICE.– Tal vez si en lugar de pasear por la pla-
za Bolívar visitáramos el Capitolio.

103
PÍO.– ¿Y qué más?
EURÍDICE.– Podríamos inaugurar un busto del ge-
neral Mariño.
PÍO.– ¿Y qué más?
EURÍDICE.– Y tú podrías hablar con el general Cas-
tro y pedirle que te nombre Embajador Plenipo-
tenciario en Georgetown.
PÍO.– ¿Y qué más?
EURÍDICE.– No sé. Podríamos acompañar al Ministro
de Guerra y Marina en una discusión fronteriza.
PÍO.– ¿Y qué más?
EURÍDICE.– Podríamos vivir.
PÍO.– Eurídice, te prometo que esta noche voy a
pensarlo. Mañana despiértame muy temprano y
tráeme un turpial. Ahora voy a dormir porque
me siento ajetreado. Eurídice, es tan hermoso
sentirse vivo. Tráeme las botas mañana a primera
hora. Púlelas esta noche. Desempolva el unifor-
me y dile a Cristo que me disculpe. (Eurídice se
acerca a la ventana) Mañana sí. Mañana va a ser el
gran día. ¿Qué pasa en la ventana?
EURÍDICE.– Acaba de estallar la revolución de 1900,
Pío. Comenzamos otro siglo.
PÍO.– Me lo recuerdas mañana, Eurídice.
Y hay una algarabía y unos disparos.

Telón

104
Acto cultural

Organizado por la Sociedad Louis Pasteur para el fomento


de las artes, las ciencias y las industrias de San Rafael de
Ejido, con la presencia de la Honorable Junta Directiva y
en la ocasión de celebrarse el quincuagésimo aniversario
de la mencionada institución

1976
A Rafael Briceño
Personajes

Herminia Briceño, viuda de Petit


Antonieta Parissí
Purificación Chocano
Amadeo Mier
Cosme Paraima
Francisco Xavier de Dios
Estrenada el 5 de agosto de 1976 en la Sala Juana
Sujo de El Nuevo Grupo, en Caracas.

Herminia Briceño, viuda de Petit:


María Cristina Lozada
Antonieta Parissí: Perla Vonasek
Purificación Chocano: Tania Sarabia
Amadeo Mier: Rafael Briceño
Cosme Paraima: Fausto Verdial
Francisco Xavier de Dios: Walter Berutti

Escenografía: José Luis Garrido


Vestuario: Eva Ivanyi y José Luis Garrido
Utilería: Laura Otero
Iluminación: Elías Pérez Borjas
Telones apoteósicos: Régulo Pérez
Música: Francisco Cabrujas
Producción: Eva Ivanyi
Dirección: José Ignacio Cabrujas

(Un loro y un morrocoy fueron donados por Esther


Bustamante).
Primer tiempo

Siete sillas de recio aspecto y una larga mesa con tapete


de brocado y borlas doradas, a un extremo, y en posi-
ción destacada el pendón que ostenta los símbolos de la
Sociedad Louis Pasteur (antes, Sociedad Heredia) para
el Fomento de las Artes, las Ciencias y las Industrias de
San Rafael de Ejido; hay profusión de guirnaldas, telones
pintados y un arco de flores.
De acuerdo al programa, la Junta Directiva hace su en-
trada. La integran, en riguroso orden:
Herminia Briceño, viuda de Petit, Vocal.
Antonieta Parissí, Vocal Auxiliar.
Purificación Chocano, Secretaria.
Cosme Paraima, Vicepresidente.
Amadeo Mier, Presidente.
El secretario, Francisco Xavier de Dios, entra a continua-
ción, deposita el acta y declara inaugurada la ceremonia.

FRANCISCO XAVIER.– Se declara inaugurada la


ceremonia.
Larga pausa y se escucha una poderosa ventosidad.
FRANCISCO XAVIER (Sin darse por enterado).– Antes
de proceder a la escenificación de la obra Colón­,
Cristóbal, el Genovés Alucinado, se escucharán
las palabras del ciudadano presidente de la Socie-
dad Louis Pasteur, antes Sociedad Heredia, para
el Fomento de las Artes, las Ciencias y las Indus-
trias de San Rafael de Ejido.

111
Xavier toma asiento, Amadeo Mier se pone de pie.
AMADEO.– Excelentísimo señor Gobernador. Ho-
norable señora del Gobernador. Reverendísimo y,
desde luego, Ilustrísimo monseñor Pío Nono Men-
doza, Obispo de la Diócesis. Distinguido doctor
Voltaire Galvano Sánchez, maestro luminoso de
la muy señalada Logia Armonía y Razón Univer-
sal del Sexto Distrito. Respetado y aguerrido co-
ronel Macedonio Reyes, custodio constitucional.
Eminentísimo Embajador del Reino de Holan-
da, huésped accidental de nuestra ciudad. Da-
mas honestísimas del perpetuo velatorio votivo
que tan gallardamente preside el consistorio del
Buen Pastor. Queridísimos miembros, contri-
buyentes y simpatizantes de la Sociedad Louis
Pasteur. Cultos invitados secundarios. Señoras.
Señoritas. Señores. Público. Proponemos un mi-
nuto de silencio.
La Junta Directiva se pone de pie.
FRANCISCO XAVIER.– Va a comenzar el minuto
de silencio.
Hay una aureola sobre la cabeza de Amadeo Mier. Trans-
curre el minuto de silencio. Herminia Briceño llora dis-
cretamente.
FRANCISCO XAVIER.– Ha transcurrido el minuto
de silencio.
La aureola desaparece. El cuerpo directivo toma asiento y se
inicia una breve exposición de motivos por Amadeo Mier.
AMADEO.– Han transcurrido cincuenta años des-
de el día en que Isaac y Miriam Heredia, hijos

112
del nunca bien llorado Abraham Heredia, funda-
ron en San Rafael de Ejido la Sociedad Heredia
para el fomento de las Artes, las Ciencias y las
Industrias. Permanecen aquí sus puestos y, so-
bre todo, permanecen sus ausencias. (Breve pau-
sa para comprobar el efecto) Podríamos preguntar
simplemente y evitando los rodeos: “¿Qué pasó?”
Pero la obra está a la vista y no resultaría ni si-
quiera gracioso. Podríamos matizar y matizar
la voz para distraer el silencio con cosas como:
“¿Qué pasó? ¿Qué ha pasado? ¿Qué pasaría? ¿Qué
habría pasado? ¿Qué está pasando? ¿Qué pasa?
¿Qué mierda pasa?”.
El resto de la Directiva interviene.
HERMINIA.– No te exaltes, Amadeo.
PURIFICACIÓN.– Arroró, arroró...
ANTONIETA.– Compostura, Amadeo.
COSME.– Sutil, Amadeo.
FRANCISCO XAVIER.– Con calma, Amadeo.
Amadeo vuelve en sí.
AMADEO.– Perdón... iba a decir algo, y era fami-
liar... ¿Qué era familiar? No importa. Era algo que
iba a decir.
ANTONIETA (Salvadora).– ¿Pero vieron las horten-
sias en la plaza? ¿No son absolutamente una ma-
ravilla?
Purificación Chocano comienza a tejer con singular vir-
tuosismo, y Herminia susurra algo al oído de Francisco
Xavier.
HERMINIA (Volviéndose hacia Antonieta).– Y sin em-

113
bargo, echo de menos los rosales. ¡Fue una ver-
dadera canallada del general Castro pisotear los
rosales! ¡El alcohol tiene sus límites!
De las manos de Amadeo comienza a manar sangre.
AMADEO.– Que me sale sangre iba a decir... y es
familiar... (Retoma el discurso) Celebremos hoy el
quincuagésimo aniversario con una velada cultu-
ral de mi propia inspiración llamada Colón, Cris-
tóbal, el Genovés Alucinado... (Se mira las manos)
¿Es sangre, no? ¿Hay algún médico...? Herminia,
Antonieta, Purificación...
Purificación Chocano deja de tejer y toma en sus manos
sangre de Amado Mier.
COSME (Muy nervioso).– Yo creo que podríamos ce-
rrar el acto. Una emergencia... en fin, a cualquiera
le pasa. Además, un milagro... ¡Que conste en el
acta!
AMADEO (Se recupera).– No, no. Ya pasó.
HERMINIA (Por los invitados).– Como son de con-
fianza, todos podrían regresar mañana. ¡No va a
sangrar todos los días!
Antonieta limpia con algodones las manos de Amadeo
Mier.
AMADEO.– Ya pasó. Tiene su período.
ANTONIETA.– Se podría pensar en la canoniza-
ción. ¡Monseñor Mendoza es testigo!
FRANCISCO XAVIER.– ¿Está usted bien, señor
Amadeo?
AMADEO.– No hay que exagerar. ¡La velada puede
seguir!

114
COSME.– Suprimiendo el discurso, desde luego.
HERMINIA.– ¡Sin el discurso, Amadeo! ¡Es un ver-
dadero tour de force!
AMADEO.– Iba a decir simplemente que el campa-
nario está allí y que las palomas también están
allí y todo sigue allí como lo quiso el Altísimo
cuando Jehová dijo: “Que el campanario esté allí
y las palomas también estén allí y todo sea para
lo mismo... o para nada”. Iba a protestar, porque
desde hace quince años, desde el día que mu-
rió la viuda de Louis Pasteur está uno aquí todos
los viernes fomentando el arte, la ciencia y la in-
dustria y las cerámicas chibchas de San Rafael...
iba... era así...y también, ¿verdad?, tenía que re-
sultar moderadamente cómico... y de pronto, la
sangre... Ya pasó... que nadie pierda las esperan-
zas. Va a comenzar. Respetable público, va a co-
menzar. He dicho.
Francisco Xavier de Dios y Cosme Paraima ayudan a
Amadeo Mier a salir del estrado cultural. Se retiran tam-
bién Purificación Chocano y Antonieta Parissí.
PURIFICACIÓN (Antes de salir).– ¿No ha llegado mi
madre todavía? (Breve pausa) ¿Estás ahí, mamá?
Purificación espera en vano. Y sale con actitud compun-
gida.
HERMINIA.– Vienen enseguida. Que no se desani-
me nadie. Va a procederse ahora a la velada. Pero
claro, hay cambios... se disfrazan... se maquillan...
¡Qué bello el teatro!, ¿no? Tan antiguo, tan como
es y como debe ser. El arte, mi amor, que te lle-

115
na, que te invade y tú ahí sintiendo y estrujándote
como si fuera un hombre, un macho de piedra que
te pasa la mano y te aprieta y te golpea y te muerde
desquiciándote. Y una, transida, como decía Pe-
tit, mi marido, el que está a la izquierda de Santa
Rosa de Lima, en la parcela. (Recuerda) Petit. Petit
era el arte, de origen francés, por supuesto. Petit,
tan recordado, tan imprudente en eso de morirse,
íntimo de Mauricio Ravel. Todo es arte Herminia...
era él hablando así y llamándome Herminia... todo
es arte y ritual... ¡Los rituales de Petit! La ablución,
el despojo, la partícula... porque no era tomar
champagne que cualquiera toma... era el manejo de
la presión, el dedo, la cultura. ¡Y yo encontrándo-
me a cada momento del día! ¿Cómo no va una a
llorar a un hombre así? Encontrándome como un
documento perdido en cada rincón de Petit y es-
pecialmente en las axilas de Petit. La vida entera
se me hizo un escondrijo, una vida japonesa en los
detalles de Petit. Me habló de armonía, pero más
que hablarme, me orquestó como una partitura
seca que se llena de oboes y clarinetes y violas de
gamba y arpegios. Descubrió mis aguas, Petit, esas
humedades de que estamos hechas las mujeres de
Ejido, unas resonancias que tú tienes, mi amor, y
salpican como cascadas... ¡El teatro, Herminia...!
¡Qué bello el teatro! Así me dijo, y yo me sentí en
el kamasutra del inmenso Petit, y lo amé todas las
noches de cuarto en cuarto de hora, como Atha-
lie, como Fedra, como Jimena, como Clitemnestra

116
y siempre con las mismas uñas de aquel eterno
orden conyugal... ¡Qué viudez! ¡Qué desampa-
ro! Peor que una muerte, fue una afonía su au-
sencia... ¡Más que una soledad, me dejó un ocio...!
¡Pobre Petit...! (Breve pausa) Seis meses más tarde,
al concluir las solemnidades funerales, ingresé a
la Sociedad Pasteur de este poblado. Al menos, se
pueden recitar poemas. (Mira hacia el patio de los
preparativos) ¿Cómo va todo? (Se escuchan ciertos
gruñidos y hasta una bofetada) No hay que hacerlos
esperar, ¿me oyen?
Herminia se acerca a la salida del escenario. Purifica-
ción se asoma.
PURIFICACIÓN.– Ya salen. Y mamá, como de cos-
tumbre, sin aparecer.
HERMINIA.– Estará en sus rutinas tal vez. (Recuerda)
¿Y la campanilla? No ha sonado la campanilla.
PURIFICACIÓN (Como si se tratara de una enorme ne-
gligencia).– ¡La campanilla!
Salen Herminia y Purificación. Inmediatamente se escu-
cha una campanilla, y entran Cosme Paraima y Francis-
co Xavier de Dios. Cargan un colchón roto. Durante el
acomodo de la utilería, Cosme Paraima interviene.
COSME.– En el centro, dijo.
FRANCISCO XAVIER (Midiendo).– Más allá.
COSME (A los invitados, y después de saludar con una li-
gera inclinación de cabeza).– Cuestión de un momen-
to.
FRANCISCO XAVIER (Con la misma actitud).– Se
recupera.

117
COSME (Alzando la voz).– ¿Estás bien, Amadeo?
(Después de una pausa) No contesta, pero está
bien.
FRANCISCO XAVIER (Decide).– Aquí.
Depositan el colchón.
COSME.– Pesa el colchón. ¿De quién es?
FRANCISCO XAVIER.– Lo prestó Antonieta.
COSME.– ¿Antonieta? (Sorbe aire entre los dientes)
Falta la vela. Trae la vela.
FRANCISCO XAVIER.– ¿Dónde está?
COSME.– ¿Qué sé yo? Búscala.
Francisco Xavier sale. Cosme mira el colchón y continúa
sorbiendo aire. Antonieta asoma medio cuerpo.
ANTONIETA.– ¡Te estoy oyendo, Cosme!
COSME (Sorprendido).– ¿Qué oyes?
ANTONIETA.– ¡Tú sabes muy bien lo que oigo! ¡No
me parece apropiado para un acto cultural!
COSME.– ¿De que hablas? ¿Qué he dicho yo?
ANTONIETA.– ¡No esperarás que lo repita! ¡Es obs-
ceno!
COSME.– ¿Cómo obsceno? ¡Ni siquiera he movido
las manos! ¡Y los botones de la portañuela están
completos, no falta ninguno! ¿Qué es lo que he
hecho de obsceno?
ANTONIETA.– ¡Es ese maldito ruido que haces con
los dientes!
COSME.– Nadie se ha ofendido. ¡Lo hace todo el
mundo en Ejido!
ANTONIETA.– ¡No es una manera decente de lla-
mar a una mujer! ¡Te lo dijo mi padre, hace quin-

118
ce años!
COSME.– ¡Tu padre hablaba mucho! ¡Todo San Ra-
fael lo sabe!
ANTONIETA.– ¿Qué es lo que sabe San Rafael? Yo te
podría decir lo que sabe San Rafael.
COSME.– No quiero discutir, Antonieta. No me
gusta hacerlo con un hombre que no puede de-
fenderse porque tiene trece años muerto. Lo que
pasó, pasó.
ANTONIETA.– ¡Que termine de una vez por todas
ese ruido...! ¡Quiero pasarme un día sin escuchar
esa inmoralidad que haces con los dientes! ¡Ten-
go quince años soportándola!
COSME (Protestando).– ¡Es incontrolable! ¿Cómo
hago yo...? Sé de ti, te veo, veo tu colchón y trago
aire. Nunca lo he sentido como una ofensa. Es lo
mejor que tengo por dentro. ¡Es mi aire!
Entra Purificación Chocano.
PURIFICACIÓN.– De parte del señor Amadeo, si
podemos comenzar.
COSME.– Claro que podemos. Estoy esperando la
vela. Dile que enseguida avisamos.
PURIFICACIÓN (A los invitados).– De parte del se-
ñor Amadeo, que tengan la amabilidad de perdo-
nar el retraso. (Se inclina y sale).
ANTONIETA (Que ha permanecido pendiente de Cos-
me).– Estoy esperando una satisfacción, Cosme.
COSME.– Trataré de no hacerlo más, Antonieta.
ANTONIETA.– Eso espero.
Antonieta sale con gran altivez.

119
COSME (Furioso).– ¡Este absurdo matriarcado de
Ejido! ¡Este permiso de las hormonas que aquí se
ejerce! ¡Maldita sea!
Entra Francisco Xavier de Dios con una palmatoria que
va a colocar junto al colchón de Antonieta.
FRANCISCO XAVIER.– ¿A la derecha o a la izquierda?
COSME (Resentido).– Del lado del hombre.
Francisco Xavier lo mira interrogativo.
COSME (Obvio).– A la derecha.
Francisco Xavier coloca la palmatoria y enciende la
vela.
FRANCISCO XAVIER.– Nunca se me había ocurrido.
COSME.– ¿Qué?
FRANCISCO XAVIER.– Eso. Lo del lado del hom-
bre. No sabía que hubiera un lado. Creía que era
igual.
COSME.– ¿Y qué pensabas hacer en el desfloratorio
de Purificación? ¿Acostarte a la izquierda? ¿Cómo
un pederasta? ¡Ridículo!
FRANCISCO XAVIER (Atemorizado).– No, no, a la
derecha... claro que a la derecha...
COSME (Después de observar a Francisco Xavier cuan-
do éste enciende las velas).– Ya no son iguales las
velas. Se derrumba la química y nada es igual.
(Por la vela) ¿Quién la trajo?
FRANCISCO XAVIER.– También Antonieta.
COSME (Reprimiendo el sonido).– No la menciones.
(Permanece un tiempo mirando la luz) ¿Cuántos
hombres habrán muerto en Ejido?
FRANCISCO XAVIER.– ¿Machos?

120
COSME.– Hombres, en el sentido universal de la pa-
labra. ¿Cuántos habrán muerto en Ejido?
FRANCISCO XAVIER.– El año pasado...
COSME (Lo interrumpe).– No, no... desde que Ejido
es Ejido.
FRANCISCO XAVIER (Positivo).– Se podría preguntar.
COSME.– ¿Para qué?
FRANCISCO XAVIER.– Y decirlo en la conferencia
cultural de los martes. Sería un tema estupendo.
COSME.– ¿Por qué conviertes todo en una conferen-
cia? ¿Por qué hablas de temas? No todo en la vida
es un tema. Hay cosas que no son temas. Hay
soledades que no son temas.
FRANCISCO XAVIER (Ofendido).– Yo no he dicho
nada. A usted se le ocurrió.
COSME.– Pero no pensaba en una conferencia. Se me
ocurrió porque recordé al general Castro, cuando
el general Castro pasó por Ejido y había rumores
de que pensaba fusilar a la mitad de la población.
Y ahora no me digas que podría ser un tema es-
tupendo para una conferencia porque vomito del
asco. (Breve pausa) Antonieta... esto nunca lo he
contado... fue a mi casa a las tres de la mañana y
las beatas de Ejido de casualidad no tocaron las
campanas. Me visitó en aquella hora tan poco so-
cial porque quería pedirme que escondiera a su
padre que era el Inspector de Pesas y Medidas de
la Gobernación. Yo nunca pensé que en Ejido ha-
bía tantos ojos abiertos a las tres de la mañana.
Ella tenía una capa negra, como Madame Bovary,

121
y debajo de la capa, el fondo, o si se quiere, la ena-
gua blanca con lacitos azul pálido de tira bordada,
notablemente excitante. Aquello era el reino de la
adrenalina. A ella se le enredó la capa negra con
la agitación del momento, y yo la vi, Francisco Xa-
vier, la vi carnosa, turgente, núbil y ludíbrica como
un volcán contenido. Estaba allí, con sus protu-
berancias, esperando de mí una actitud decente
y heroica. Pero yo sentí una cosa muy grande, un
desenfreno interior y me dio por atrapar aire entre
los dientes. (Lo hace) Ella me hablaba y yo... (Sorbe
aire) Me suplicaba y yo... (Sorbe aire) La naturaleza
es horrible, Francisco Xavier.
FRANCISCO XAVIER (Interesado).– ¿Y el padre de
Antonieta?
COSME.– ¿Qué?
FRANCISCO XAVIER.– ¿Lo escondió usted?
COSME.– ¿Cómo se te ocurre? Me habrían fusilado.
Ella se marchó asustada sin saber que trescien-
tas solteronas de Ejido la habían visto en aquel
alboroto nocturno. Al día siguiente se celebró un
rosario monumental para conmemorar la entra-
da del general Castro y a Antonieta comenzaron
a llamarla virgo clementíssima, las del Montepío
del Buen Pastor, la presidenta, la secretaria, la de-
legada cultural... ¿No lo has oído?
FRANCISCO XAVIER.– Hay rumores.
COSME.– ¿Cuáles rumores? Le dicen virgo clemen-
tíssima y más nada. Virgo pío. Virgo venerada.
Virgo sapiens. Se comenta en el Ateneo de Es-

122
cuque. Flor de Fango, también la llaman, desde
aquella charla que dio Vargas Vila. (Breve pausa.
Cosme recuerda) ¿Cómo va ese Cristóbal Colón?
FRANCISCO XAVIER (Mira hacia afuera).– Y están
dispuestos. (Por los invitados) Y ellos esperan. De
aquí a un minuto, comenzarán las toses.
COSME.– ¿Y por qué tiene que ser un éxito? ¿Por qué
no puede ser un fracaso? Después de todo, es mi
tiempo, también.
Se escucha una campanilla. Purificación asoma la ca-
beza.
PURIFICACIÓN.– De parte del señor Amadeo, si
puede usted, Cosme, recitar el prólogo.
COSME (Presuroso).– Enseguida.
Purificación se esconde.
FRANCISCO XAVIER (Anuncia).– ¡Señoras y seño-
res! ¡El acto cultural va a comenzar!
Francisco Xavier sale muy preocupado por la actitud de
Cosme Paraima.
COSME (Sonríe).– Apelo a la caballerosidad de los
ciudadanos aquí presentes. La representación del
drama histórico, Colón, Cristóbal, el Genovés
Alucinado, a cargo de la honorable Junta Directi-
va de la Sociedad de Louis Pasteur, para el fomen-
to de las Bellas Artes, las Ciencias y las Industrias
de San Rafael de Ejido, va a tener lugar.
Tras un bastidor se transparentan las siluetas de Her-
minia, Antonieta y Purificación, representando a Palas
Atenea, Melpómene y Talía.
COSME.– ¡Damas y caballeros de San Rafael amado,

123
una vez dispuesto el escenario con primorosa deco-
ración muy bien pensada, se presenta ante ustedes
la propia Historia Universal del Hombre, represen-
tada por la señorita Purificación Chocano, secreta-
ria de actas y correspondencia de la Sociedad Louis
Pasteur! Pido un cálido aplauso para ella.
Con el aplauso, entra Purificación Chocano, caracteri-
zada como la Historia Universal.
PURIFICACIÓN.– Como soy la Historia Universal
permítome hablaros en reflexivo
con alguno que otro vocativo
para contaros, con vuestra indulgencia,
la verídica historia de Colón, Cristóbal,
el genovés alucinado y errabundo.
Pídoos la atención más ordenada,
para recorrer los trances de su vida,
sin duda ejemplar y provechosa.
Hombre es Colón del cual sábese a medias
su incierto origen de ignorado parto
y hay quien piénsale judío sefardita,
portugués humilde o genovés tunante.
Que no os asuste tamaña incoherencia
pues es la patria una cuestión de acento.
Si un mundo descubrió con su paciencia
raro es que al mundo le importe esta conciencia.
Y así lo vemos en europea cama
renegando de la incomprensión humana.
Durante el Prólogo, entran Amadeo Mier, caracterizado
de Cristóbal Colón, y Herminia Briceño, viuda de Petit,
representando a la esposa de Colón. Tras verdaderos es-

124
fuerzos para pasar inadvertidos, se acuestan en el col-
chón de Antonieta y fingen dormir. Se retira la Historia
Universal y el drama comienza.
AMADEO (Despertándose sobresaltado).– ¡Acabo de
tener un sueño!
Herminia murmura algún fastidio. Amadeo la despierta.
AMADEO.– ¡Despierta, Isabella! ¡Acabo de tener un
sueño!
HERMINIA (Con evidente malhumor).– ¡Tú y tu mal-
dita megalomanía!
AMADEO (Visionario).– ¡Era ella...!
HERMINIA.– ¿Quién?
AMADEO (Exaltado).– ¡La Promesa! ¡Era ella!
HERMINIA (Se incorpora repentinamente).– ¡Quíta-
te las sábanas! ¡Fuera de las sábanas! ¡Quiero
verte el pudendo! ¿Dónde tienes el pudendo?
¿A quién viste? ¡No te escondas bajo la sábana!
¿Con quién estabas? ¿Con quién soñabas? ¿Con
la hetaira boloñesa? ¡Todas las noches soñando
con la hetaira boloñesa! (Intenta arrancar las sá-
banas pero no lo consigue) ¡Hay pruebas allí, bajo
esa sábana!
AMADEO (Sin prestarle atención).– Isabella...
HERMINIA (Inclemente).– Te conozco. Palmo a pal-
mo, te conozco.
AMADEO (Sin oírla).– El sextante. Quiero el sextan-
te. ¿Dónde está el sextante?
HERMINIA.– ¡A mí no me engañas tan fácilmente!
AMADEO.– ¡El sextante! ¡Necesito el sextante!
Amadeo busca junto al colchón.

125
AMADEO.– Había frutas, Isabella, y yo adivinaba
las frutas.
HERMINIA (Amenazante).– ¡Pero un día voy a podarte
y te acordarás de mi! ¡Veremos si retoñas con tus
frutas!
AMADEO (Interrumpiéndola).– Bandadas de pájaros
que volaban sobre el mar. Había mar, Isabella, y
todo se oscurecía en el norte, pero yo no sabía del
norte porque estaban aquellos árboles, y la arena,
Isabella, como cebada, una arena floja que provo-
caba hundirse y retozar...
HERMINIA.– ¡Es la cosa más asquerosa que he es-
cuchado en toda mi vida!
AMADEO.– Entonces vinieron ellos, Isabella...
HERMINIA (Adivina).– ¡Los propietarios del burdel!
¡Los estoy viendo!
AMADEO.– ...aparecieron tras los árboles y me son-
rieron... “Cristóbal, ¿cómo estás?” Y yo me quería
quedar allí, Isabella, con el áncora y el catalejo y
la bitácora, convertido en pájaro que sobrevola-
ba la copa de aquellos árboles. Era América, Isa-
bella. Sé que no debo decir América, pero como
son las dos de la mañana, puedo permitirme una
premonición. Era América.
HERMINIA.– ¡No me engañas!
AMADEO (Cada vez más inspirado).– Y yo me perdía
sobre aquella vastedad de montañas y cóndores
y ñandúes hasta encontrar la pampa al final de
la arena mullida y el montón de equinoccios...
¡Dios mío, los árboles...! ¡Dios mío, las arañas

126
y los bisontes! ¡Los jaguares, las llamas, los ja-
balís, las perlas, las salinas y el oro...! ¡El oro,
Isabella...! ¡Ciudades de oro! ¡Un hemisferio de
oro...! Y todo está aquí, en este sextante, y en
la tradicional astucia náutica de los genoveses.
(Repentinamente furioso) ¿Cómo se te ocurre ha-
blarme de una insípida puta boloñesa, un faux
pas anecdótico, en un momento que yo presien-
to histórico? ¡La bitácora! ¡Busca la bitácora!
¡Quiero anotarlo!
HERMINIA.– ¡No me grites!
AMADEO (Sublime).– ¡Es mi otra voz la que habla!
¡Y mi otra voz grita porque es más ancha que
este planeta! ¡Quiero la bitácora! ¡El cuaderno de
piel...! ¡No puedo detenerme!
HERMINIA (Súbitamente empequeñecida).– ¿Dónde
la pusiste?
AMADEO.– ¡Qué sé yo dónde la puse! ¡Deberías es-
tar pendiente de lo que hago, en lugar de esa do-
mesticidad indignante! ¡Asciendo al Olimpo y tú
me tiras de los pies...!
HERMINIA (Más y más pequeña).– Debe estar por
aquí.
AMADEO.– Búscala. Cada vez que te veo pienso en
una monja, ¡una inmensa madre superiora que
supervisa mi vida y ni siquiera es capaz de en-
contrar mis bitácoras...!
HERMINIA.– ¡No dijiste eso hace quince años...!
AMADEO.– ¡Qué sé yo lo que dije hace quince años!
¡Hubo más de un conjuro en mi vida! Era tan

127
simple cómo interpretarlo. Siempre estuvo allí...
HERMINIA (Continúa buscando la bitácora).– Si su-
pieras que no la encuentro.
AMADEO.– ¡Encuéntrala! ¿Para qué me casé conti-
go, entonces?
HERMINIA (Encuentra la bitácora).– Aquí está. (En-
trega la bitácora a Amadeo).
AMADEO (Toma de cualquier parte una pluma de gan-
so y escribe).– Hoy tuve un sueño.
Herminia comienza a cortar unos tomates que vierte so-
bre un caldero.
AMADEO.– Y de pronto vi mi vida y me sentí exi-
liado, como si alguien me hubiera expulsado de
aquel lugar donde yo debía estar. Y de pronto, era
muy fácil regresar, porque en el sueño mi lugar
tenía un nombre...
HERMINIA (Monótona, a ratos patética).– Las mu-
jeres de Ejido cortan tomates en la madrugada,
pican cebolla en la madrugada y escuchan las
carretas que pasan por la calle de piedra. Todo
tiene la misma voz y el mismo nombre. Si aca-
so, una mancha en el delantal de las mujeres de
Ejido es el único accidente. El resto es destreza,
antes que silencio. Pero también hay silencio y
todo es cómico como la farsa de los celos. Te des-
piertas, ¿y con quién soñabas? Resulta que soña-
bas contigo mismo. Soñabas que soñabas que te
despertabas y estabas soñando con que soñabas
y te despertabas...
AMADEO.– Y en el sueño yo sentí que mi vida no

128
tenía peso... que era como una vida de pájaro so-
bre la inmensidad de la tierra... y la tierra se lla-
maba San Rafael, donde yo, Cristóbal Colón, me
desempeño, yo, Amadeo Mier, me desempeño...
y sudo... y es sangre lo que sudo, y me siento na-
die... cuando el general Castro viene... cuando las
puertas se cierran a la hora del café... y yo digo,
¿quién me va a acompañar? ¿Quién viene conmi-
go? ¿Quién me saca de este silencio? Ahora que
son las tres de la mañana y yo escucho un caballo
que pasa... nada que pasa. ¿Cómo hace un hom-
bre en San Rafael de Ejido, cuando tiene una fan-
tasía...? ¿y quiere descubrir a América o cualquier
otra soledad? Hoy sentí que, después de todo, era
posible. Yo, Amadeo Mier, Cristóbal Colón, a 10
de febrero de 1490.
Las luces han descendido. Entra Purificación Chocano
vestida de Inspiración Americana, con frutas y destellos
solares que repletan una cornucopia.
PURIFICACIÓN.– Señoras y señores, a continuación la
Honorable Junta Directiva de la Sociedad Louis Pas-
teur para el fomento de las Artes, las Ciencias y las
Industrias de San Rafael de Ejido, interpreta el pri-
mer cuadro vivo de la velada que lleva como título
Colón, Cristóbal en la intimidad de su lecho, visitado
por la Inspiración, el Genio y la Persistencia.
Entran Antonieta Parissí, vestida de la Persistencia, Cos-
me Paraima de Genio y Francisco Xavier de Dios, de ca-
cique ribereño. Toman posiciones a oscuras junto al lecho
de Colón, se escucha una música y la propia Purificación

129
Chocano se une al cuadro vivo. Las luces se encienden.

Primer cuadro vivo

Cristóbal Colón en la intimidad de su lecho visitado por


la Inspiración, el Genio y la Persistencia.

Descripción:
Colón, sentado en su lecho, recibe al mismo tiempo la luz
de la Inspiración en forma de rayo olímpico y una carta
náutica ofrecida por el Genio. La Persistencia, mientras
tanto, besa con definitiva castidad la frente del marino
señalándole al Cacique Ribereño que yace al pie del le-
cho. La mujer de Colón, como es obvio, duerme a pierna
suelta y no se percata de lo que ocurre; las luces se apa-
gan y se encienden, mostrando en tres oportunidades el
cuadro vivo.
Salen la Persistencia, la Inspiración Americana y el Ca-
cique Ribereño. Herminia se acerca a los invitados.
HERMINIA.– ¡Venga ese aplauso! (Pausa) Hay que
aplaudir, mi amor. Hay que soplarle el velamen
al marinero. Y si no... ¿cómo? Me perdonarán la
insistencia, pero Petit, el galo, siempre aplaudía.
¡Que torero, Petit...!, en el mejor sentido de la pa-
labra... siempre mirando al tendido... ¡Qué rec-
titud de hombre! Porque claro, amor mío, es tu
vida, que no es juego... que la llevas por dentro
hasta el día del gusano. Son horas, mi vida, y uno
siempre esperándole el sonido a los demás y ma-
tándose por el sonido de los demás. ¡Que todo

130
suene, decía Petit, y aquella casa era una campa-
na donde todo doblaba y tintineaba! ¡Qué sono-
ro, Petit, en el balcón donde hacía sus ejercicios,
en la gallera del traspatio, en la mesa del come-
dor! Todo sonaba, y uno sentía la recompensa. Y
en la cama, vida mía, una cama de dosel y tres
peldaños donde Petit me aplaudía después de la
tarea. Y yo salía y volvía a salir como la eminente
Sarah Bernhardt caracterizada de golosina... de
crujido... de aspaviento. En su memoria les he pe-
dido este aplauso, mis hombres de Ejido, para ver
si algún día terminamos con el silencio. Dicho
sea de paso, si alguno de ustedes quiere ayudar-
nos en las tareas de la Sociedad Pasteur, no tiene
más que acercarse. Nos reunimos los martes y los
viernes. Siempre a las siete y media. El martes,
la conferencia cultural a cargo de Amadeo, y el
viernes, la asamblea, privadísima. Inscripciones
a la salida del local. Muchas gracias.
Durante la intervención de Herminia Briceño, Cosme
Paraima recurre a una barba para caracterizarse de co-
merciante genovés. La mesa de la Honorable Junta Di-
rectiva sirve ahora de escenario. Cosme hace cálculos con
un ábaco; Colón, el marino, entra al recinto mercantil.
AMADEO (Con voz de títere lastimero).– ¿Cómo ama-
necimos, signor Brabancio? ¿Cómo nos estamos
tratando? ¿Bien? ¿Todo bien? ¿La colmena, bien?
¿La abeja reina, fecundada? Desdémona, ¿siempre
en Venecia? ¿Cuándo la volveremos a ver? (Breve
pausa) Anoche tuvimos un delirio y pensamos en

131
ti y nos dijimos: Brabancio es el hombre que va
a sacarnos de este enredo. Y llegamos florecidos
esta mañana, llenos de júbilo y presentimiento,
dispuestos a comenzar la empresa para la cual ne-
cesitamos de tu modesto aporte, signor Brabancio.
(Breve pausa) ¿Qué nos dices? Dos naves te pedi-
mos y una modesta tripulación. Nada más.
COSME (Con la misma voz de títere).– Hubo cuarto
creciente anoche, signor Colón. ¿Qué estuvimos
haciendo en esa luna?
AMADEO.– Oíamos los mismos perros de siempre,
signor Brabancio, en la misma madrugada. Los
mismos grillos crujiendo las alas en las mismas
rendijas. Pero nosotros estuvimos germinando
sublimes ideas que van a darnos, sin lugar a du-
das, una enorme grandeza espiritual.
COSME.– ¿Embarazamos a nuestras mujeres tal
como corresponde a un ciudadano de nuestras
latitudes?
AMADEO.– No. No las embarazamos. Por el con-
trario, nos sentíamos muy hartos de ellas. Pedi-
mos perdón, pero últimamente nos distraemos
cuando reposamos dentro de esa caverna. Se nos
ocurren pensamientos geométricos y medimos
anchuras y alturas en lugar de ir al grano como
honestas personas.
COSME (En el juego).– Asumimos conductas muy res-
ponsables, signor Colón, y nos preocupamos por
semejantes confesiones bastante bochornosas.
AMADEO.– Pero en lugar de jugos corporales y pen-

132
dones viriles concebimos exquisiteces inmateria-
les, signor Brabancio. Presentimos un gigantesco
huevo suspendido en el espacio. Y ese huevo tie-
ne rutas, vericuetos, laberintos que llevan a otras
tierras repletas de oro, diamantes y perlas. Veni-
mos a decírtelo con gran regocijo de nuestra par-
te, porque si aportas algún dinerillo para el logro
eficaz de nuestra empresa es posible que el Gran
Khan de Armenia se enferme de la envidia. ¿Qué
nos decimos, signor Brabancio?
COSME.– ¿Por qué no hablamos como la gente, sig-
nor Colón? ¿Por qué estamos delirando sobre un
huevo a las once de la mañana? El signor Braban-
cio está harto de escucharte y te ruega que des-
alojes su morada no sin antes recomendarte que
pases por el agua el huevo cósmico que te acom-
paña.
AMADEO (Muy resentido).– Nos estamos equivocan-
do una vez más, signor Brabancio. Cometemos
errores y luego nos arrepentimos.
COSME.– Sugerimos obedecer las instrucciones.
AMADEO (Desolado).– Concluimos, signor Braban-
cio, en la muy simple definición de hijos de puta.
Y por eso nos vamos entristecidos ante tamañas
mediocridades. No digamos jamás que la gloria
se mostró evasiva.
Amadeo se detiene y duda ante cualquier movimiento
que deba tener. Transcurre una pausa.
COSME.– Y te vas.
AMADEO.– No digamos jamás que la gloria se mos-

133
tró evasiva.
COSME (Insiste).– Y te vas.
AMADEO.– Y me voy. (Pero no lo hace).
COSME.– ¿Algún error?
AMADEO.– No. ¿Era así, verdad? Terminaba con no
digamos jamás que la gloria se mostró evasiva.
COSME.– Y se marcha.
AMADEO.– Y se marcha.
COSME.– Con actitud de fracaso.
AMADEO.– ¿Cómo es una actitud de fracaso?
COSME.– Como tú. Te marchas simplemente.
AMADEO (Resistiéndose).– Quería...
COSME.– ¿Qué...?
AMADEO.– No sé. Iba a decir algo... sentí un cierto...
COSME.– ¿Un cierto qué...?
AMADEO.– Como un dolor en general... como si
fuera Viernes Santo...
COSME.– No pensarás sangrar de nuevo.
AMADEO.– A nadie le importa, ¿verdad?
COSME.– No creo que mucho.
AMADEO.– Iba a decir eso... que a nadie le importa.
Tengo tantos años diciendo conferencias... (a los
invitados) ...los martes a las ocho, sobre cualquier
cosa con tal de ordenar cualquier tema... ¡Tantos
años...! ¡Tantos temas! Conveniencia del cultivo
cafetero en los solares abandonados de San Ra-
fael... Necesidad de un criadero de truchas en la
fuente del Ateneo de Escuque... Estudio compara-
tivo entre Dios y el general Cipriano Castro... Es
increíble cómo después de veinte años nadie me

134
escucha porque suponen que digo una conferen-
cia... Ni siquiera las frases más banales... que sé
yo... buenos días... hace frío... buenas noches. La
gente, todos ellos, piensan que voy a hablar del
clima o de la posición de los astros. Y no es así. A
veces me provoca saludar sin ninguna otra efica-
cia. (Recuerda) Como aquella... ¿cuándo fue...?
COSME.– ¿Qué?
AMADEO.– Aquella vez de mi mujer y el Secretario
del Partido Liberal.
COSME.– ¿La traición de Lucrecia?
AMADEO (Sorprendido, después de una pausa).– A
veces pienso que eres un archivo, Cosme. Debe-
rías trabajar en la Gobernación. Siempre una de-
finición oportuna. Busca en la ele de Lucrecia.
¿Cuándo fue?
COSME.– El 18 de marzo de 1915.
AMADEO.– Lo sabe todo San Rafael y podemos ha-
blar en confianza, ¿no es cierto?
COSME.– Pero ocurre que en este momento estamos
celebrando un acto cultural, Eminencia, y hay un
drama a mitad del camino: Colón, Cristóbal, el
Genovés Alucinado.
AMADEO.– ¿Y que importa? Él descubre el conti-
nente al final y la tenacidad triunfa. Soy yo quien
no triunfa y por eso creo que el cuento de Lucre-
cia es mucho más interesante.
COSME (Resignado).– ¿Cómo fue?
AMADEO.– Yo estaba seguro de que las cosas no
iban a ir bien con Lucrecia. ¡Qué sé yo...! ¡Un pre-

135
sentimiento...! Faltó algo en la noche de bodas...
no sé... Marte andaba mal con Júpiter, suponte.
Le vi la cara al día siguiente y tenía espinillas...
y gripe también tenía. ¡Nunca he sabido de una
mujer que amanezca con gripe después de una
noche de bodas! Fue un mal presagio.
COSME.– Evidentemente.
AMADEO.– Ella era una de esas mujeres que inflan
las narices por cualquier cosa... como si toda la
vida se le reflejara en los cornetes. Los abombaba
y ya tú sabías a qué atenerte. Cuando el general
Castro, que en paz descanse, tomó Ejido y hubo
aquella recepción, Lucrecia y él bailaron un bam-
buco. ¿Recuerdas? Y ella abombó las narices.
COSME.– No comprendo ¿Qué tiene que ver?
AMADEO.– Era una señal. Uno debe entender las
señales. Es absolutamente indispensable que uno
entienda las señales. Esa noche, la recepción ter-
minó a las once y el edecán del general Castro me
dijo que no podía regresar a la casa con Lucrecia
porque Castro quería jugar con ella una parti-
da de dama china. Yo, naturalmente, sospeché.
Y sospeché mucho más cuando Lucrecia regresó
a la casa, cinco días más tarde, alegando que el
juego de dama china se había extendido.
COSME (Interesado).– ¿Y la gripe?
AMADEO.– Ya no tenía gripe. ¿Ves? Por eso digo
que hay que interpretar las señales. Tres años
más tarde la encontré en brazos del Secretario

136
del Partido Liberal.
COSME.– Lo sabe todo San Rafael.
AMADEO.– Pero lo que voy a revelar esta noche, no
lo saben. Entro al dormitorio y la veo, debajo de
la Virgen del Perpetuo Socorro, volteándome so-
bre las sábanas que ostentaban mi monograma y
con un desenfreno que no le conocía. Loco de la
ira corrí hasta su cuarto y aceité la pistola para no
fallar en aquel trance.
COSME (En el relato).– Por eso digo yo que las pisto-
las deben estar siempre a punto.
AMADEO.– Regresé a la habitación. Por supuesto,
el Secretario del Partido Liberal había escapado.
Pero estaba ella, a medio vestir, con las mejillas
rojas de la impudicia. ¡Y le grité, Cosme! ¡Le gri-
té! ¡La insulté con la pistola en la mano...! ¡Le
dije que había cometido una infamia y una trai-
ción... que yo no merecía semejante deslealtad...
que era una desvergonzada... en mi casa, en mi
lecho, in fraganti, con un miembro del Partido
Liberal! ¡Ya la pistola comenzaba a quemarme, y
yo, gritando y gritando y gritando...! (Silencio)
COSME.– ¿Y entonces?
AMADEO.– Entonces lo sentí por primera vez, Cosme.
COSME.– ¿Qué sentiste?
AMADEO.– Mi voz, Cosme, sentí mi voz. Comencé
a escucharme y era un milagro, una elocuencia
increíble, aquella certeza, aquella precisión casi
gramatical que había en mi rabia. ¡La gramática,
Cosme! ¡No había nada por dentro! ¡Había sin-

137
taxis! ¡Adjetivos, adverbios, sustantivos, partici-
pios, concordancias de plural y una desesperada
necesidad de evitar los malditos “ques” galicados!
¡Me oía! ¡La pistola en la mano y yo oyéndome...!
¡Le hablaba...! ¡Y más que hablarle, le informa-
ba... la pedagogizaba...! En un cierto momento
dije algo sobre el honor en la obra dramática de
Calderón de la Barca. ¿Se ha visto cosa más ri-
dícula? Yo allí en la infamia, y hablando de los
dramaturgos del Siglo de Oro... ¡No quiero!, me
decía por dentro... pero aquello me arrastraba,
Cosme. Esa estúpida necesidad didáctica que me
acompañó desde niño.
COSME (Anonadado).– ¿Y ella?
AMADEO.– Si supieras que al final se mostró muy
interesada en el tema. Incluso me pidió que le re-
comendara una bibliografía. ¿No es vergonzoso?
Entra Francisco Xavier de Dios.
FRANCISCO XAVIER (Ofendido).– Venía a despe-
dirme.
COSME.– ¿Cómo a despedirte?
FRANCISCO XAVIER (Saliendo).– Ya no se está ha-
blando del Genovés Alucinado. Puedo regresar el
martes.
AMADEO.– De ninguna manera. El drama sigue.
Francisco Xavier se detiene.
FRANCISCO XAVIER.– El martes sigue. Y se bus-
can a otro. Yo no lo hago más.
AMADEO.– No te vayas, Francisco Xavier. ¿Cómo
te vas a ir?

138
COSME.– Está ofendido.
FRANCISCO XAVIER.– Estoy harto. No fue ése el
acuerdo. Se habló de Cristóbal Colón. Se dijo que
íbamos a hacer un drama sobre Cristóbal Colón.
Se aprobó por unanimidad en el acta a pesar de
que había la otra proposición de Herminia de re-
presentar la vida de Louis Pasteur.
AMADEO.– Es lo mismo. Colón y Pasteur es lo mis-
mo. Los dos descubren.
COSME.– No te ofendas, Francisco Xavier. Conti-
nuamos y no ha pasado nada.
FRANCISCO XAVIER.– Antonieta se está desvis-
tiendo.
COSME.– ¿Desvistiéndose de qué?
FRANCISCO XAVIER.– De nada. De ella. Se va.
AMADEO.– ¿Y la escena de la Reina Isabel? ¡No! ¡No
puede irse! (Grita) ¡Antonieta... no puedes irte!
COSME.– A menos que quiera hacerla desnuda. Es
una posibilidad.
AMADEO.– (Llama) ¡Purificación! (A Francisco Xa-
vier) Fue un descuido, Francisco Xavier. A cual-
quiera puede pasarle.
Entra Purificación.
PURIFICACIÓN.– Porque ella dice que las damas
del perpetuo velatorio votivo aquí presentes...
(Saluda) ¿Cómo está, señora? ¿A mamá no la ha
visto, verdad? ...se van a ofender.
AMADEO.– Siempre se ofenden, pero al final reza-
mos un trisagio.
PURIFICACIÓN.– ¡Y que el asunto no se discutió en

139
la asamblea de esa manera!
AMADEO.– Dile a Antonieta que la asamblea soy yo.
FRANCISCO XAVIER.– Por eso propongo continuar
el martes.
COSME.– ¿Y los invitados? Hay una cierta responsa-
bilidad con los invitados. ¿Cómo vamos a conti-
nuar el martes?
FRANCISCO XAVIER (Que ha comenzado a ponerse
muy nervioso).– No sé. Tal vez podríamos recitar
cada uno un poema y luego nos vamos. Quedará el
gesto. Lo que importa en San Rafael es el gesto.
COSME.– ¿Cuál gesto? ¡Que yo sepa, en tu vida has
tenido ningún gesto!
FRANCISCO XAVIER.– Irme. He dicho que quiero
irme. He dicho que estoy harto. ¡Porque siempre
es así, y no va a cambiar nunca! A lo mejor, si me
voy, cambia, porque falta alguien...
COSME.– ¿Qué va a pasar?
FRANCISCO XAVIER.– No sé qué va a pasar... ¡Qui­
én sabe qué va a pasar! Pero son quince años di-
ciendo lo mismo... ¿Qué hacemos? ¿Propongo un
minuto de silencio y sigo con el orden del día?
¿Quin­ce años de silencio? El día del árbol, el
día de la independencia, el día del municipio, el día
de la cultura, el día del natalicio, el cincuente-
nario de Beethoven, el quincuagésimo de Víctor
Hugo, y todo el mundo siempre presente. ¡Son
quince años de mierda y de claves y signos y al-
fabetos! ¡Quince años! ¡Y a ninguno de ustedes
le importa Cristóbal Colón... ni las inflamaciones

140
de Cristóbal Colón... ni la vesícula de Cristóbal
Colón... ni las uñas encajadas de Cristóbal Colón
que se miraba las uñas encajadas...! ¡Solamente
decir las mismas cosas...! ¡Es lo único que im-
porta! Esa brutal fidelidad con nosotros mismos
y con la materia que nos hizo de esta manera.
¿No tenía yo veinte años cuando llegué a la So-
ciedad Pasteur? ¿No era mi vida del martes y mi
vida del viernes? ¿Qué paso, entonces? ¿Qué está
pasando ahora?
AMADEO.– Nada. Excepto que somos la Honorable
Junta Directiva.
COSME (A Amadeo).– Déjalo que se vaya.
FRANCSCO XAVIER.– Soy capaz de hacerlo.
COSME.– Vete entonces. Nadie le va a quitar las pie-
dras a la calle, y la temperatura seguirá siendo la
misma.
AMADEO (De otra manera).– Excepto que somos la
Honorable Junta Directiva.
Entra Herminia Briceño, vestida de Dama de Compañía.
HERMINIA.– ¿Qué pasó? ¿Quién se va?
COSME.– Una conducta imprudente del Secretario
que de casualidad no arruina el espectáculo.
HERMINIA (A Francisco Xavier).– ¿Qué sucede,
vida mía?
PURIFICACIÓN.– Quiere irse.
HERMINIA (Escandalizada).– ¿Y dejarme plantada
con este atuendo que me costó lo suyo? No me
parece una actitud caballerosa, mi pasión. ¿Cómo
se va a marchar mi secretario? No, conejo, aquí

141
estamos todos, juntos y revueltos para siempre,
eternos en la empresa. Es mucho el Balzac que
tenemos por delante, sangre de mi sangre... el
Téophile Gautier... el Alejandro Dumas... el Emi-
lio Zolá y otras cosas bellas que pertenecen a la
tarde. ¿Cómo nos vamos a abandonar? Venga, mi
príncipe, mi dibujo de las Mil y Una Noches. Una
sonrisa. Nos negamos a respirar si no sonríes.
Aquí, protegidos, tú y yo...
FRANCSCO XAVIER.– Yo quería...
HERMINIA.– Yo también quería, melado, y quiero y
voy a seguir queriendo. Toda mi vida voy a seguir
queriendo. Pero ahora viene la función, niño de
mis entrañas, y es el descubrimiento de Améri-
ca... América, pantera... ¡Imagínate..., América! Y
él va y habla con la reina y Antonieta esta precio-
sa en su papel de reina... (Precisamente entra Anto-
nieta, vestida como Isabel la Católica) ¿No la ves?
Con absoluta discreción, Cosme, Amadeo y Purificación
organizan cualquier utilería, hasta que el escenario repre-
sente el aposento privado de Isabel I, reina de Castilla.
HERMINIA (Durante la acción).– ¡Qué majestad...!
¡Antonieta, qué majestad! ¡Y con el trono...! ¡Qué
doble majestad! Porque uno es la silla donde se
sienta, y si el forro es de león, se ruge, si es de
oveja, santifica, y si es de gato, imagínate...
AMADEO (Zalamero).– ¿Cómo se siente la Reina?
ANTONIETA.– Quiero irme a mi casa.
HERMINIA (Comprensiva).– ¿A regar hortensias?
ANTONIETA.– A lo que sea. No me parece ridículo

142
regar las hortensias. Crecen, por lo menos.
COSME.– Nosotros no, ¿verdad?
ANTONIETA.– Hace quince años... hoy se cum-
plen... pensé que iba a ser diferente. Estar aquí
podía parecerse a una alternativa. Era, por lo me-
nos, no estar en otra parte, y ya eso es mucho. No
estar en otra parte, puede significar tanto.
PURIFICACIÓN (A Cosme).– ¿Dónde está el cojín?
COSME (Molesto).– No lo sé. (Por Antonieta) ¿Vale la
pena continuar?
HERMINIA.– Por supuesto que vale la pena. ¿Qué
está pasando aquí? Antonieta... ¿De qué hablas?
No estar y sí estar. ¡Estamos! Claro que estamos.
(A Francisco Xavier) Y tú, ¿por qué sigues parado
como un poste? Amadeo... ¡pon orden! ¡Vamos...!
¡Las luces! ¡Que todo San Rafael vea claro...! Hay
diferencias en la Junta Directiva, por supuesto,
como en todo. El único acuerdo es la muerte, y
esos huesos están muy lejos por lo menos en lo
que a esta servidora se refiere.
AMADEO (A los invitados).– Señoras y señores, la
muy Honorable Junta Directiva de la Sociedad
Louis Pasteur para el avance de las Ciencias, las
Artes y las Industrias de San Rafael de Ejido,
anuncia que el espectáculo va a continuar.
COSME (Se adelanta).– Y le corresponde a la señorita
Purificación Chocano, anunciar la próxima escena.
Se encienden las luces sobre las habitaciones de la reina
Isabel de Castilla.
AMADEO.– El personal masculino, mientras tanto,

143
se retira.
Salen Cosme y Amadeo. Francisco Xavier duda y mira a
Antonieta. Una pausa, y sale. Purificación, caracteriza-
da de Historia Universal, se acerca a los invitados.
ANTONIETA (Con súbita violencia).– ¡Pero es que no
quiero seguir...! ¡Es una trampa! (A Herminia) ¿No
comprendes que es una trampa? Se le ocurrió a
Amadeo. ¡Nos odia! ¡Estoy segura!
HERMINIA.– Amadeo florece cada trimestre. ¿Cómo
va a ser capaz de un odio? Estás muy nerviosa,
Antonieta. Cada día más. Tanto alcanfor termina
por ponerla a uno así...
ANTONIETA.– Yo sé lo que digo... Sé que hasta hoy
va a durar la sociedad. Ayer me lo dijo...
HERMINIA.– ¿Qué fue lo que dijo...?
ANTONIETA.– Que había tenido una pesadilla... un
sueño, dijo él, y yo digo pesadilla.
PURIFICACIÓN.– (Desde su sitio) ¿Cuál pesadilla?
¿Quién tuvo una pesadilla?
ANTONIETA.– Amadeo. (Breve pausa) Que iba él por
el páramo y hacía mucho frío y encontró un niño
y el niño era albino y lo miraba desde una roca y
él le dijo, niño qué haces y el niño le contesta, es-
toy esperando a Antonieta, va a llegar Antonieta
y él lo miraba y le llamaba la atención aquel niño
casi transparente de puro blanco con una mirada
que no necesitaba palabras porque era maligna. Y
él se escondió y esperó aterido de frío y yo llegué
cuando ya el niño tenía barba, una barba roja y
puntiaguda y yo no encontraba al niño, pero el

144
niño estaba allí y él sabía que estaba allí, ace-
chándome, hasta que saltó sobre mí y me puso
de espaldas sobre aquel suelo lleno de hormigas
y de pronto la Junta Directiva presenciaba todo
aquello y Cosme se reía y Francisco Xavier se reía
y yo dije quiero regresar a San Rafael y purificar-
me con un baño nupcial. Pero San Rafael ya no
estaba. Quedaban las casas y no había nadie en
las casas, sólo la mirada del albino en cada rin-
cón, en cada zaguán, en cada esquina. Y él era
feliz contándomelo, Herminia. Él me dijo: “Va a
pasar. Un día nos convertiremos en una transpa-
rencia, en la sombra de lo que fuimos, si es que
ya no lo somos”. (Permanece desconcertada como si
el relato no hubiese terminado).
HERMINIA (Sonriente, a los invitados).– Es el trance.
No le hagan caso. Ni siquiera ella misma se hace
caso. Toda persona medianamente culta sabe que
Sara Bernhardt, la divina, amiga íntima de Pe-
tit dicho sea de paso, se hacía pipí antes de asu-
mir una caracterización. Pero aún así, Francia y
el resto del mundo civilizado cayeron a sus pies.
(Llama) Purificación.
PURIFICACIÓN (Acomete).–
Trasládese ahora al escenario
de la Génova audaz y silenciosa
a la fría comarca castellana
para complacer a la moral cristiana.
Allí, tras concluir lucha gloriosa,
reinan los católicos reyes en pareja.

145
Ella es Isabel, virtuosa y casta,
y él, Fernando, sométese al desposorio
sin encontrar la razón del dormitorio.
Quiso la suerte que Colón, el soñador,
encontrase la ruta de aquel esplendor.
Y así llegamos al Palacio Real
para asistir a una escena conyugal.
Sale Purificación. Antonieta y Herminia entran a las ha-
bitaciones de Isabel de Castilla.
HERMINIA (Caracterizada de Dama de Compañía).–
Afuera hay un extraño que pide una entrevista.
ANTONIETA.– ¿Cómo es?
HERMINIA.– Tiene rostro de lobo y nariz corva.
ANTONIETA.– Que aguarde. Demasiados forasteros
han llegado a Castilla. (Breve pausa) ¿Qué hace el
Rey?
HERMINIA.– Juega a la pelota en el frontón.
ANTONIETA.– Mal augurio. Terminará por res-
friarse.
Entra Purificación.
PURIFICACIÓN (Caracterizada de Dama de Compa-
ñía).– Afuera hay un extraño que pide una entre-
vista.
ANTONIETA.– ¿Cómo es?
PURIFICACIÓN.– Tiene cuerpo de caldero y ojos de
lechuza en celo.
ANTONIETA.– ¿Qué busca?
PURIFICACIÓN.– Una entrevista.
ANTONIETA (Interrumpiéndola).– Lo sé. ¿Qué busca
en la entrevista?

146
PURIFICACIÓN.– Habla de barcos y rutas y mapas.
Y cuando cierra los ojos alega que puede verse
por dentro.
ANTONIETA.– Será un estúpido hechicero. (Breve
pausa) ¿Sabes algo del Rey?
PURIFICACIÓN.– Continúa jugando a la pelota en
el frontón del cementerio.
ANTONIETA.– ¡Siempre las mismas noticias! ¿Por
qué no me da su cansancio? Estoy aquí, esperan-
do, años esperando y queriendo su cansancio.
Esta noche tendrá dolor de huesos y mañana será
una tarde de exequias.
PURIFICACIÓN.– Puedo llamarlo si Vuestra Majes-
tad desea.
ANTONIETA.– No. Regresará de mal humor y vol-
verán los cólicos. Quédate, mejor. Quédense am-
bas. Hay cosas que debo saber, gestos que debo
interpretar. Esta mañana escuché dormir al Rey.
PURIFICACIÓN (Con actitud de conciliábulo).– ¿Y
cómo es posible escuchar un sueño?
HERMINIA.– Niña, no sabes nada. ¿Cómo es posi-
ble no escucharlo? Hay cercanías que no pueden
pasarse por alto.
ANTONIETA.– El Rey dormía sobre el costado iz-
quierdo, con las manos junto al rostro y la luz del
amanecer atravesándole el cuello.
HERMINIA (Precisa).– Estaría soñando con su her-
mana la infanta.
ANTONIETA.– ¿Algún perverso incesto?
PURIFICACIÓN.– ¿Se removía? ¿Respiraba hondo?

147
ANTONIETA.– Murmuraba.
HERMINIA.– ¿Qué murmuraba?
ANTONIETA.– No lo sé. Acerqué el oído y no pude
entenderle.
PURIFICACIÓN.– Funesto. Peor que funesto.
ANTONIETA (A Herminia).– ¿Verdad? Algo me lo
decía.
HERMINIA.– Hay que oír. No puede una darse el
lujo de no aguzar el oído. Todo en el hombre sig-
nifica. El anillo y el dedo. El pecho y la ampli-
tud de los poros. La curva del ojo y el vigor del
pelo. Mi santa madre solía escuchar los fluidos
linfáticos de su primer marido, y era capaz de
reconocer los olores: la trementina, el gallo, la al-
bahaca, el susto y el coraje. Y en cuarenta años
nunca hubo un desconcierto. ¿Qué dijo el Rey al
despertar?
ANTONIETA.– Nada en principio. Gruñó con un
sonido de jabalí gozoso. Abrió los ojos y respiró
muy hondo.
PURIFICACIÓN.– ¡Pregunté si respiraba hondo!
ANTONIETA.– Al despertar. No en el sueño. ¿Cómo
hago para saberlo todo?
HERMINIA.– Ayer fue cuervo y hoy jabalí. Si mañana
es rezongo de sapo, Su Alteza deberá preocuparse.
ANTONIETA.– Nunca terminaré de conocerlo. Se
esconde tras la piel. Es tan fácil ocultarse allí. Y a
veces, me gustaría saber qué es lo que amo. ¿Cómo
fue concebido? Porque no se trata de entender a
un hombre. Se trata de recordar a un hombre y

148
guardarlo en la memoria. Pero, ¿cómo garantizas
la infalibilidad de los pulmones y la inquietud del
estómago? ¿Desollándolo? Sería una posibilidad.
Entrar en su sangre y perderte allí entre tan-
tas palpitaciones. Es increíble todo lo que pue-
de moverse­... Y regresas día tras día... (Antonieta
duda. Repite) Y regresas día tras día... (Pausa. Mira
a los invitados) Y regresas día tras día... (Pausa)
¿Dónde? Día tras día... Y regresas día tras día...
(Larga pausa).
HERMINIA (A los invitados).– Está muy nerviosa. Sa-
brán disculparla.
ANTONIETA (Repite).– Y regresas día tras día...
Cosme se asoma.
COSME.– No encuentro esa maldita página.
PURIFICACIÓN (Salvadora).– ¡Veintisiete a la mitad!
COSME (Después de salir y regresar con el libro).– ¡No
hay página veintisiete!
HERMINIA.– ¿Pero cómo no va a haber página vein-
tisiete? ¿Cuándo se ha visto un drama sin página
veintisiete?
ANTONIETA (Encontrándolo).– Y regresas día tras
día al mismo lugar.
PURIFICACIÓN ( Jubilosa).– ¡Al mismo lugar! ¡Era
eso...! ¡Al mismo lugar!
ANTONIETA (Segura).– ... a idéntico reencuentro.
HERMINIA.– ¡Que todo San Rafael la oiga! ¡Es ella!
¡Antonieta Parissí! ¡Nuestra abnegada enfermera
municipal!
ANTONIETA.– ¡Y es la única razón! ¡La única ver-

149
dad! Esperarlo... ¡Porque va a llegar algún día...!
HERMINIA.– ¿No es grande? ¿No es un talento? ¡Los
giros... el ritmo de la frase... la cadencia...! ¿Cómo
dijo...? Y regresas día tras día al mismo lugar...
ANTONIETA (Inspirada).– Y regresas día tras día
al mismo lugar, a idéntico reencuentro... ¡Y es
la única razón...! ¡La única verdad! ¡Esperarlo...
porque va a llegar algún día...!
ANTONIETA (Retoma).– ¡Porque va a llegar algún
día... y yo estaré esperando las horas de ese día...!
(Se interrumpe).
PURIFICACIÓN.– ¡Y yo estaré esperando las ho-
ras de ese día...! ¡Sigue Antonieta! ¡Te oyen! ¡Te
están oyendo! ¡Míralos! ¡El señor doctor...! ¡El
boticario! ¡El bachiller...! El general... De nuevo,
Antonieta...
ANTONIETA.– Y yo estaré esperando las horas de
ese día... Todos los años que ese día me exija...
HERMINIA (Se acerca a los invitados).– ¿Serían tan
amables de concederle un aplauso? ¡Por favor! Es
ella... Antonieta... las hortensias, los geranios...
Nuestra Señora Santísima... nuestros Dolores
Santísimos... Nuestra Vida Santísima... Cuaren-
ta años en la misma ventana esperando al Rey
Católico...
ANTONIETA.– ¡Esperando las horas de ese día...!
¡Todos los años que ese día me exija...!
PURIFICACIÓN.– ¿Y dónde están esas campanas?
¡Yo quiero oír unas campanas!
Se escuchan las campanas que Purificación solicita. La

150
entrada de Francisco Xavier vestido como el Rey Cató-
lico, tiene algo de apoteosis y el sonido de las campanas
se hace más alegre. Antonieta, Herminia y Purificación
parecen festejarlo.
ANTONIETA.– ¡Mírenlo bien, porque a lo mejor
no volverán a verlo más nunca! ¡A lo mejor lo
guardo un día de estos no vaya a ser que el sol
lo reseque! Dos brazos, dos piernas, una cabe-
za y un tronco. ¡Pero hay algo en el eje de este
hombre que bulle y hierve y hace rugir al león
de los escudos!
Francisco Xavier toma asiento y ordena.
FRANCISCO XAVIER.– Me aprietan las botas.
ANTONIETA (A Herminia y Purificación).– ¿Qué es-
peran? ¡Acaba de hablar!
Diestras y veloces, Antonieta y Purificación despojan de
sus botas al monarca.
FRANCISCO XAVIER.– Hay afuera un curioso ex-
tranjero que solicita una entrevista. (Indica) La
camisa.
Lo mismo hacen con la camisa del Rey Católico.
ANTONIETA.– No irás a resfriarte. Te expones.
FRANCISCO XAVIER.– El manto real.
Purificación entrega al Rey el manto. Herminia entrega
la camisa a Antonieta.
FRANCISCO XAVIER.– El baño.
PURIFICACIÓN.– Casi a punto.
FRANCISCO XAVIER.– Me gustaría reposar, antes.
ANTONIETA (Protectora).– ¡Silencio! ¡Quiero re-
posar...!

151
HERMINIA.– ¿Y el almuerzo de Su Alteza?
FRANCISCO XAVIER.– Cualquier frugalidad de
aquí a unas horas.
PURIFICACIÓN.– Esperaremos alguna señal en el
jardín.
Salen Purificación y Herminia.
FRANCISCO XAVIER.– Son los mismos rostros y el
mismo caminar con el espinazo doblado. ¿Cómo
se puede ser tan idéntico?
ANTONIETA.– Te siento triste, Fernando. No te ali-
mentas bien. Todo el día jugando a la pelota en el
frontón del cementerio. ¿No es lúgubre? Sudas y
te cansas. ¿Por qué?
FRANCISCO XAVIER.– No sé. No se me ocurre...
ANTONIETA.– Y esos moretones en la espalda, y
los labios resecos. No te cuidas. Y el pelo tiende a
caérsete de una manera irreversible.
FRANCISCO XAVIER.– Declino tal vez. Me repito
tal vez. También mi madre me lo advertía: “Un
día te quedarás sin pelo”. Es mi destino. Me gus-
taría hablar con ese extranjero.
ANTONIETA.– Esta noche. Ahora no.
FRANCISCO XAVIER.– Parece interesante. Explica-
ba algo sobre un huevo gigantesco donde todos
los hombres vivimos.
ANTONIETA.– Será algún loco.
FRANCISCO XAVIER.– No lo creo. Tal vez es un
huevo este mundo. De cualquier manera, me gus-
taría que fuese algo.
ANTONIETA.– Silencio. No hables. Ni una palabra

152
más.
FRANCISCO XAVIER.– ¿Por qué? ¿He dicho algo
malo?
ANTONIETA.– Déjame mirarte. Así... como un cua-
dro. Como aquel día en Aragón. Tú tenías un ga-
llo en las manos. Un gallo lustroso y rojizo. ¿Te
acuerdas?
FRANCISCO XAVIER.– No.
ANTONIETA.– Yo sí. Yo deliraba por encontrar un
pintor, y tenerte así toda mi vida, con el gallo
en la mano como un general que va a pasar a la
historia, o por lo menos, a mi historia. Tú avan-
zando hacia mí, y yo esperando. Nunca hubo su-
ficientes pintores, Fernando.
FRANCISCO XAVIER.– ¿Para qué?
ANTONIETA.– Y yo quería miles... miles de cua-
dros. Tú en el palacio. Tú en la alcoba. Tú en el
trono. Tú ahora, allí sentado... pero con los ma-
nantiales de San Rafael al fondo y los árboles y
los pájaros y todos mis muertos detrás de ti. Ni
un color más ni un color menos. Para eso me hi-
cieron falta los pintores, y no para el nacimiento,
no para la crucifixión, no para la madre dolo-
rosa ni para la visita de los Reyes Magos. Hay
demasiados Niños Jesús en mi vida, Rey Católi-
co. Demasiada manualidad, demasiadas flores de
papel, demasiados rincones y pequeñas recetas y
puntos de caramelo... ¡Todo eso lo sé hacer! ¡Dios
mío... todo eso... y mucho más...!
FRANCISCO XAVIER.– Me gustaría...

153
ANTONIETA.– No. No hables. No quiero que ha-
bles. Era distinto, así como el silencio que ahora
escucho. No vayas a perderlo. Son muchas cosas
que sé hacer... espera un instante y las ordeno...
(Pausa). Tilo, por ejemplo. Una infusión de tilo,
sumamente importante para aplacar la angustia...
¿Qué más? Bordados. El día de Corpus bordé el
manto de Santa Eduvigis. ¿Qué más? Vinagre. Si
te sangra la nariz hueles una toalla impregnada
de vinagre, y santo remedio... (Buscando) Decora-
ciones: el Altar Mayor de todos los Jueves Santos
de San Rafael de Ejido... Compota de duraznos y
que no resulte demasiado empalagosa... Vestir a
un muerto... También sé hacerlo... y que parez-
ca un durmiente, un cadáver alegre para que na-
die pueda sentir ninguna ausencia... ¿Qué más...?
Dame tiempo y lo recordaré todo... Son tantos
años, Rey Católico... ¡Jugar lotería! ¡También, ju-
gar lotería! ¡Prender velas y que no se derrame la
esperma...! ¡Dividir las palmas del Domingo de
Resurrección...! ¡Ahumar el queso y envolverlo
en hojas...! ¿Qué más?
Antonieta llora en silencio.
FRANCISCO XAVIER.– Nada más, Reina Católica.
No hay otra cosa en el mundo. Ahora es mediodía
y nos rodean unas montañas. No existe la menor
posibilidad de imaginar nada que vaya más allá
de nosotros mismos. Y podríamos permanecer
aquí, tú y yo, hasta el fin de los siglos, tal vez por-
que alguien nos pensó como una apacible espera.

154
Y de pronto, Reina... Antonieta, es llorar lo único
que se me ocurre. Llorar por estas pequeñas re-
pugnancias. Por ti, por mí. Por nuestros muertos
y nuestras iniciativas. Por mi padre el Rey y por
mi padre el sastre de Ejido. Por las mínimas equi-
vocaciones que aquí se cometieron, por el olor de
los panes y el fagot de la Banda Municipal. Por
mis recuerdos, y mi amor, y el caballo del gene-
ral Castro, y cada piedra. Definitivamente cada
piedra. Por todo lo que siento, me gustaría des-
cansar.
Antonieta se ha sentado a los pies de Francisco Xavier.
Transcurre una larga pausa. Entran Amadeo Mier, Cos-
me Paraima y Purificación Chocano.
COSME (Protesta).– ¿Por qué esa tristeza antes del in-
termedio? ¿Cuándo se ha visto una tristeza así?
HERMINIA.– Espero que sabrán disculpar a nues-
tro querido Secretario. Improvisó una melanco-
lía. Otros improvisan ocurrencias graciosas y él,
improvisa melancolías. ¿No es cómico?
AMADEO (Adelantándose).– Damas y caballeros.
Invitados. Jerarquías. Administradores. Ilustres
miembros del Partido Liberal. Cultos profesio-
nales. País, en general. La muy Honorable Junta
Directiva de la Sociedad Louis Pasteur, antes So-
ciedad Heredia, para el fomento de las Bellas Ar-
tes, las Ciencias y las Industrias de San Rafael de
Ejido, se siente profundamente conmovida ante
la gentil atención y el cálido recibimiento que to-
dos ustedes, incluida la Directiva del Ateneo de

155
Escuque, han sabido brindar a la primera parte
de esta velada... El Secretario, Francisco Xavier
de Dios, va a proceder a declarar un intermedio.
Francisco Xavier y Antonieta se reúnen en el estrado cul-
tural con el resto de la Junta Directiva.
FRANCISCO XAVIER (Tras una pausa).– Se declara
un intermedio.
La Junta Directiva se retira.

Intermedio

156
Segundo tiempo

La Junta Directiva de la Sociedad Louis Pasteur hace su


entrada después del intermedio. El Secretario, Francisco
Xavier de Dios, declara:

FRANCISCO XAVIER.– Va a procederse a la esceni-


ficación de la segunda parte.
ANTONIETA.– Quisiera decir... (Todos la miran)
unas palabras... sobre Cristóbal Colón y la im-
portancia histórica de su vida...
HERMINIA (Sorprendida).– Mi amor..., ¿a las diez y
media?
ANTONIETA (Continúa).– Como muchas personas
saben, Cristóbal Colón nació en Génova, provin-
cia de Italia. Se ignora el día y la fecha, el padre
y la madre. Fue un hombre ejemplar y virtuoso,
abnegado y prudente, honesto y casto.
COSME (Interrumpe).– ¿Y que hacía en los ratos libres?
¡Porque tuvo once varones y cuatro hembras!
ANTONIETA.– La castidad, señor Paraima, es una
virtud que no excluye algún moderado uso de
la vida sexual en el hombre, y por supuesto en la
mujer. (Retoma el discurso) Fue una personalidad
tenaz y pletórica de voluntad y espíritu de sacri-
ficio, y, cuando tuvo la gentileza de descubrirnos,
su vida se vio coronada por los laureles del éxito.
PURIFICACIÓN.– ¡Qué lindo, Antonieta! ¡Qué
sentido...!

157
ANTONIETA.– Murió, como es natural, en España,
rodeado de la admiración y del cariño. (Pausa) Y
nada más. Sólo eso quería decir. Gracias.
HERMINIA.– Es admirable, ¿verdad? ¡Antonieta...!
¡El ruiseñor de Ejido, como la llamó José Ángel
Buesa en aquel memorable recital...! Manos de
Seda como la llamamos todos porque pone unas
inyecciones divinas... y ahí está, cultísima con su
Colón y su Niña y su Pinta, prodigándose, derra-
mándose y abriendo el agujero del saber en esas
cabecitas locas de mis amados vecinos de San Ra-
fael. ¿No es un retoño...? Porque permíteme algo,
cariñito, en la vida todo es comienzo y tú sales de
aquí sabiendo quién es Cristóbal Colón, que en-
tre otras cosas se permitió descubrirte cuando tú
andabas de pluma y taparrabo pensando que la
luna era de hueso. Sales y por lo menos vas com-
prendiendo algo: que el hombre nació en Italia y
murió en España y era bueno como el pan de San
Antonio. Y por ahí te orientas y sigues en la vida
que ya comenzaste... ¿y quién te para? De allí a
Dostoievsky. El resto es talento y eso no es culpa
de la Sociedad Pasteur...
FRANCISCO XAVIER (Idóneo).– El señor Presiden-
te, Amadeo Mier y el Vicepresidente, Cosme Pa-
raima, permanecen en el recinto cultural. El res-
to de la Honorable Junta Directiva se retira.
PURIFICACIÓN (Repentinamente jubilosa).– ¡Allí
está mamá...! ¿La ven? Mamá, ¿cómo estás? Era a
las nueve, mamá, y yo no me puse nerviosa ni me

158
dio hipo, y tú diciéndome: “Te va a dar hipo...”
No, no me dio hipo... ¿verdad, señor Amadeo?
Y lo dije todo de arriba abajo, completo... ¿No
lo podemos repetir, señor Cosme? Para que ella lo
oiga... nada más.
HERMINIA (Obligándola a salir).– Vamos, niña, ya
habrá tiempo... Te quedan sesenta años en Ejido.
PURIFICACIÓN.– No te vayas a ir, mamá... Al final
todo es tan bonito...
Salen Francisco Xavier, Purificación, Antonieta y Her-
minia. Permanecen Amadeo y Cosme Paraima.
COSME.– Yo sabía que no iban a regresar las damas
del Buen Pastor.
Amadeo busca entre los invitados.
AMADEO.– Tal vez se les hizo muy tarde.
COSME.– Tú sabes que no.
AMADEO.– ¿Crees que se ofendieron?
COSME.– Creo que mañana habrá un aquelarre en
la Sacristía.
AMADEO.– Pero, Pío Nono... (Busca) ¿Dónde está
monseñor Pío Nono?
COSME.– Siempre hay algo más qué decir. Y a lo
mejor el Gobernador nos retira la subvención
cultural.
AMADEO (Busca entre los espectadores).– No lo veo,
Cosme.
COSME.– ¿A quién?
AMADEO.– Al Gobernador.
COSME.– Entonces acaba de retirarnos la subven-
ción cultural.

159
AMADEO (A los invitados).– ¿Alguien ha visto al se-
ñor Gobernador?
COSME.– Yo no sé por qué tenías que inventar todo
esto, Amadeo. Todo era tan fácil con una pequeña
conferencia. Herminia habría recitado La Cigarra y
La Hormiga en francés, y Antonieta... no sé... cual-
quier cosa... una exposición de cubrecamas borda-
dos... Podríamos haber puesto la cerámica chibcha
en la entrada, con dos arcos y cuatro flechas. Cul-
tura Primitiva de San Rafael, que siempre se ve tan
patriótico... Un recital de trombón a cargo de Fran-
cisco Xavier y asunto concluido... ¡Quién sabe si el
Gobernador nos hubiera aumentado la subvención
cultural...! ¡Pero no...! ¡Tú querías ser original...!
AMADEO.– No va a pasar nada, Cosme. ¡Tú y tus
temores! Todo te asusta, todo es miedo y cuidado
como si la vida fuera un pavimento de huevos
frescos. ¿Qué pasa? ¡Quiero interpretar a Cristó-
bal Colón! ¿Cuál es el problema...?
COSME.– ¿Cuál Cristóbal Colón? ¿Qué tiene que ver
esa sarta de disparates que has escrito con Cris-
tóbal Colón?
AMADEO.– No sé.
COSME.– Sí sabes. ¡Por supuesto que sabes! ¡Tú que-
rías que te oyeran hoy! ¡Tú querías demostrarlo!
¡Que nadie se engañe contigo...! ¿Qué más pueden
decir que no hayan dicho? ¿Te parece poco? Ahora
estarán reunidas las damas del velatorio votivo en
una orgía lingüística con monseñor Pío Nono y
con la presidenta del Ateneo de Escuque...

160
AMADEO (Busca angustiado).– ¿También se fue?
COSME.– ¡Por supuesto que se fue! ¿No se marchó
el Gobernador?
AMADEO.– Pero salió acompañado de su esposa...
COSME.– ¿Y qué importa? Dejará a Sagrario en la
Gobernación y buscará a la del Ateneo de Escu-
que en el Palacio Episcopal. ¿Cuándo no lo ha
hecho?
AMADEO.– ¿Lo sabe todo San Rafael?
COSME.– ¡Por supuesto que sí...! (Preocupado) ¡No
piensas en la magnitud de este asunto! ¡Estamos
perdidos! Como todos los miércoles, el Goberna-
dor se llevará a la presidenta del Ateneo de Escu-
que a un alboroto en los matorrales de la laguna.
AMADEO.– ¿Y por qué allí?
COSME.– ¡Porque ella canta...!
AMADEO.– ¿Quién canta?
COSME.– ¡La presidenta del Ateneo de Escuque!
Cada vez que el Gobernador se la lleva a los ma-
torrales de la laguna ella canta un aria de Lu-
cía de Lammermoor, justamente cuando están a
punto de llegar a una conclusión más o menos
definitiva. Una noche, sin embargo, se encon-
traron en el Departamento de Ornatos y Feste-
jos Populares de la Gobernación y toda la gente
que estaba en la plaza Bolívar pensó que había
ópera.
AMADEO.– Hemos vivido otras crisis y saldremos
adelante. Además, un Gobernador no es eterno, y
la pintura de Leonardo da Vinci, sí.

161
COSME.– ¿Y nosotros somos la pintura de Leonardo
da Vinci?
AMADEO.– Yo no sé lo que somos, Cosme. Hones-
tamente, no lo sé.
Cosme se adelanta.
COSME.– Colón, Cristóbal, el Genovés Alucinado,
escena cuarta.
Entra Purificación como la Historia Universal.
PURIFICACIÓN.– ¡Ahora sí, mamá...! (Busca) ¿Dón-
de estás? (Satisfecha) ¡Ahora sí...! (A Amadeo)
¿Puedo? ¿Ya?
Cosme Paraima se viste con un traje de monje durante la
intervención de la Historia Universal.
AMADEO.– ¡Damas y caballeros! ¡No hay motivo de
alarma! ¡El drama sigue!
Sale Amadeo.
PURIFICACIÓN (Como la Historia Universal).–
Largos días esperó Colón, Cristóbal,
en los duros asientos del palacio... (Pausa).
Penetrado de sublime fuerza,
y paciente... (Duda).
(A mamá). Un momento, mamá... yo lo sé...
(Repite para sí) Largos días esperó Colón, Cristó-
bal, en los duros asientos del palacio
(Pausa) Penetrado de Sublime Fuerza...
y paciente... (Duda).
De verdad, que lo sé... Ya lo digo... ya lo voy a
decir... (Repite) Largos días esperó Colón, Cristó-
bal... (A mamá) No vamos a quedar mal, mamá...
¿Verdad, señor Amadeo? ¿Verdad, señor Cosme?

162
Yo lo había dicho antes, como agua, lo había... No
es mi culpa, mamá.
COSME.– Podemos eliminar la introducción de la
escena. Nunca estuve de acuerdo.
PURIFICACIÓN.– ¡No! ¡Yo lo quiero decir...! (Inten-
ta) Largos días esperó Colón, Cristóbal... (Pausa)
¡Mire a mamá! Véala bien, señor Cosme, se ríe...
(Purificación ríe) Últimamente la veo y... no sé...
¿Puedo decirlo...? Me asusta... tal vez porque está
muerta... (A los invitados) Tóquela, señor... tóque-
la... Últimamente me sucede... me encierro en el
baño y ella me toca... ¿Estas ahí, Purificación...?
Y en el cuarto, ¿estas ahí, Purificación? Y en las
jaulas de los conejos, ¿estas ahí, Purificación? Sí,
mamá... aquí estoy... ¿Qué quieres? No me busca
a mí señor Amadeo, señor Cosme... se busca ella
misma... desde que murió papá... ¿Saben? Murió
papá, de pura muerte, y yo lo escuché que se mo-
ría... fue cuando cumplí trece años, y él me miró
y después dejó de mirarme... ¿Qué le pasó? Y ella
me dijo: “Nada. Se murió”. Y yo pensé: “Tengo
que llorar, porque se ve bonito llorar cuando el
padre de una muere”... Pero no..., sentí algo que
se desprendía dentro mí... “Mira lo que me está
pasando, mamá”... Y ella me aconsejó... “Te va a
pasar todos los meses de aquí en adelante, por-
que no eres una niña sino una mujer”... ¡Qué sus-
to, señor Amadeo, ser mujer! Le cambia a una la
cara... y allí está mamá con la misma cara mía...
como una bruja que te dice lo que va a pasar, que

163
no va a pasar, que lees en su rostro, cada mar-
ca, cada arruga... Y la veo, y se me olvida todo...
porque me veo a mí misma, señor Cosme... aquí,
en San Rafael, pisando donde ella pisó... (Breve
pausa) Pero si esperas un momento, mamá, yo lo
digo... lo de Colón, voy y lo digo...
AMADEO (Grita).– ¡Herminia! ¡Antonieta! Sáquenla...
PURIFICACIÓN.– ¡Pero yo lo quiero decir...!
AMADEO.– ¡Nadie va a decir nada! ¡De ahora en
adelante, lo que yo escribí y nada más! ¿Qué sig-
nifica esto? ¡Es Cristóbal Colón, el descubridor
de América, y no una bochornosa intimidad de la
Junta Directiva! ¡Como autor de esta velada cul-
tural, exijo respeto!
PURIFICACIÓN (Acomete).– ¡Largos días, Colón,
Cristóbal, en los duros asientos del palacio! ¡No
puedo más, señor Amadeo...!
AMADEO.– ¡Herminia! ¡Antonieta!
Entra Herminia Briceño.
HERMINIA.– ¿Qué pasa ahora?
AMADEO (Señalando a Purificación).– Llévatela.
HERMINIA.– Purificación.
PURIFICACIÓN.– ¡Ya lo sé! ¡Ya me acuerdo!
HERMINIA.– Purificación, ven conmigo.
PURIFICACIÓN.– ¡No!
HERMINIA.– Hay un gallo en el salón de reuniones.
Si lo vieras, Purificación... Un gallo azul y rojo y
acaba de poner un huevo verde pálido. Ven. Va-
mos a verlo. Un prodigio, Purificación, un autén-
tico prodigio.

164
PURIFICACIÓN.– Pero tengo que decirlo. ¡Es indis-
pensable que lo diga!
HERMINIA.– Vamos, vamos... Todo seguirá igual.
No importa. Ya cumpliste. Ya se vio tu inten-
ción... y te recordarán siempre. (A los invitados)
¿Verdad que se hablará de ella en los próximos
ciento cincuenta años?
PURIFICACIÓN.– ¿Y mamá...?
HERMINIA.– Mamá está bien, Purificación. Se sien-
te contenta y orgullosa... ¿No es cierto, mamá?
PURIFICACIÓN (Mientras sale, seguida de Hermi-
nia).– Iba a decir que Colón está esperando... y
la Reina está esperando... Y Fernando el Católico
está esperando... ¡Todos están esperando!
Larga Pausa.
COSME (A Amadeo).– No hay nadie que viva una
vida en este pueblo. Que se levante y diga “bue-
nos días” y sea buenos días y signifique bondad y
mañana. Ni siquiera Purificación. ¿Qué hicimos?
Algo muy grande hicimos para merecerlo. ¿Quién
nos encerró aquí? ¿Quién nos odiaba tanto? ¿Lo
sabes tú?
AMADEO.– No.
COSME.– ¡Qué raro! Un hombre tan lleno de pala-
bras... capaz de pronunciar cualquier conferen-
cia sobre cualquier tema... que no sea su propia
vida.
AMADEO.– Pasa que soy estítico, Cosme. Una ver-
dadera tragedia íntima. Cada vez que me siento
en la letrina, me siento a esperar un desenlace.

165
Normalmente me sucede a las once de la maña-
na. Y espero y espero y espero... y pienso y pienso
y pienso... Pienso en lo que hago, y no en lo que
me sucede. Pienso en lo que viene, en lo que está
llegando, en los alfilerazos. Y eso que tú llamas
mi propia vida son dos sólidos trozos de una sus-
tancia dura e implacable y a veces mal oliente.
Digo a veces, porque en ocasiones, cuando como
pastillas de violeta, la letrina huele a jardín aus-
tríaco y es casi una felicidad. ¿Cómo voy a pensar
en mi vida entonces, si todos los días a las once
me limito a desembarazarme de ella?
COSME (A los invitados).– No le crean ni una pala-
bra.
AMADEO.– ¡Pero cómo no me van a creer, si es ver-
dad, Cosme! ¡Es la única cabrona verdad que he
dicho en mi putísima existencia! ¡Soy un hombre
con una precaria vida intestinal!
COSME (Inquieto).– ¡Vamos al drama, Amadeo!
AMADEO.– ¿Cuál drama?
COSME.– Pero, ¿por qué me preguntas si tú mismo
lo has escrito? ¡El drama! ¡El Genovés Alucina-
do! ¡No pensarás insistir en estas confesiones de
gabinete! Después de todo, somos una sociedad
cultural sin fines de lucro. ¡Después de todo, hay
aceites que suavizan cualquier estrechez! ¡No po-
demos jerarquizar el esfínter! ¡Es un error! ¡Es
una actitud desconsiderada ante el pensamiento
occidental! ¡Hubo un Aristóteles y un Kant y un
Parménides de Elea! ¡Hubo un Newton y un Ma-

166
llarmé y un Wagner! ¡Y aquí está San Rafael de
Ejido, esperando el reflector cultural de la Socie-
dad de Pasteur! ¡Nada menos que Cristóbal Co-
lón! ¡Nada menos que el descubridor... el hombre
que viene un 12 de octubre de 1492 a las dos y
media de la tarde y posa sus dos zapatos en Amé-
rica! ¡Perdóname!, pero entre un esfínter estrecho
y aquella magnitud de Guanahaní, con los pen-
dones y las cruces y los españoles, y el hombre
diciendo aquí llegamos, no hay elección posible.
Excúsame, porque es así y no hay alternativa. A
menos que regresemos a la chicha y a la maraca y
a la intraducible yuca.
AMADEO.– Tienes razón, Cosme. No podemos. En
nombre de Louis Pasteur, 1822–1895, no pode-
mos. De verdad, no podemos. (Duda y acepta re-
signado) Cristóbal Colón, o mejor dicho, Colón,
Cristóbal, El Genovés Alucinado. Escena cuarta.
La Confesión de Isabel.
Sale Amadeo. Al mismo tiempo se escucha un Stabat
Mater dulcemente entonado por Herminia, Purificación
y Francisco Xavier de Dios. Las luces cambian y todo se
vuelve nazareno y pío.
COSME (Solo).– Uno puede llegar al asunto así en la
vida, o sea, que está la persona y el límite y ahí.
O sea: lo asumes. Tú lo asumes. ¿Qué, te dijeron
que no lo asumieras? Bueno, tú lo asumes, y tal.
Pero, ¿no se puede, verdad?, rebasar. Es decir, se
puede, pero entonces te atienes. Rebasas y te atie-
nes. Ah, que no, que tú no querías decir eso sino

167
lo otro. Está bien. Entonces, ¿por qué no dijiste lo
otro? Estabas ahí en tu vida esperando decir lo
otro... y llega el momento y dices lo de antes. ¿De
quién es la culpa entonces? ¿No es tuya la culpa?
¿No te dieron lengua? ¿No tuviste la oportunidad?
Después, bueno, la queja. No. Que yo no. Que yo
no sabía. Yo no estaba. Yo no fui. Yo no hice. ¿Y la
cultura? Porque alguien tiene que responder por
la cultura. En último caso, quiero decir. Entre otras
cosas, quiero decir. También puedo irme y dejarlo
así. Me paro ahí en la plaza Bolívar a que me ca-
guen las palomas. Me tomo unos tragos. Me busco
unas putas y me sincero. (Cada vez más angustiado)
¿Qué me gusta a mí? Esos quince rones después
de las seis de la tarde y el culo de la alemana que
todos conocemos. Y nada más. Quince rones y el
culo de mi alemana. Pero entonces me dicen: “¡La
cultura...! ¡La obra!” Ah, bueno..., entonces la cul-
tura... vamos a hacer la cultura para que nadie
diga que yo no colaboro con la cultura. Pero, si
me permiten, el problema es que no me permi-
ten, yo no llamaría a este centro de respiraciones
patrióticas Sociedad Louis Pasteur, porque en mi
vida y lo juro por mi santísima madre Micaela
Paraima que Dios me la guarde bien gorda y bien
conservada, me ha importado la microbiología o
la rabia de los perros. En primer lugar porque los
perros de San Rafael de Ejido están tan jodidos,
que ni rabia tienen. Entonces, yo no llamaría a
esto Sociedad Pasteur, sino Sociedad para un Es-

168
tudio Pormenorizado y Profundo del Culo de mi
Alemana. Y está bien, no sería tan cultural, pero
por lo menos yo entendería mis quince rones y
mis deseos y tal vez mi vida.
Se elevan las voces del Stabat Mater y entra Antonieta
Parissí como la reina Isabel de Castilla. Cosme se dispo-
ne a interpretar a Fray José Marchena de confesor de la
Castilla.
ANTONIETA.– Dios te salve y te guíe, fray José.
COSME.– Bendita seas, Isabel. Que el Espíritu San-
to te sea propicio. Amén.
ANTONIETA.– Amén. Siete veces amén, y siempre
amén. Como todas las tardes pido a Dios memo-
ria y sabiduría para recordar y explicar mis pe-
cados.
COSME.– Que Nuestro Señor, el Padre Eterno, te las
conceda en su Infinita Misericordia, y que haga de
mis oídos dos pozos de sabiduría y mesura donde
pueda sumergirme y olvidar mi existencia de mí-
sero gusano que arrastra una infinita estupidez.
ANTONIETA.– Quien se humilla será ensalzado y
quien se ensalza será humillado.
COSME.– Tu boca es el recinto de la certeza y en
lugar de hablar exhalas incienso.
ANTONIETA.– Disponte a oírme, entonces, padre
bien amado. Que los cien mil soles del Empíreo y
las trompetas de Jericó conviertan este recinto en
el santuario de la verdad y la armonía.
COSME.– Amén. Amén, amén. Y tres veces más,
amén.

169
El estrado cultural se convierte en confesionario.
ANTONIETA.– Ayer, a un cuarto para la mediano-
che, Fernando se precipitó en un fluido y hoy
amanecí embarazada después de una situación
embarazosa. Presiento una hija y como es natural
la llamaré Juana.
COSME.– Dios sea loado y viva España.
ANTONIETA.– Y sin embargo, hubo en mí sensua-
lidad y torcedura. No pensé como otras veces, en
la Unidad Nacional ni en el destino de España,
única e indivisible, no pensé en Cristo crucifica-
do, ni en el martirio de Santa Ágata, ni en el Cor-
dero de Dios que quita los pecados del mundo.
COSME.– ¿Y en qué pensaste? (A duras pena se repri-
me y evita sorber el aire entre los dientes).
ANTONIETA.– No pensé en nada porque tuve una
sensación de acero y dureza.
COSME.– Habrías podido meditar algo sobre las ar-
tesanías de Toledo.
ANTONIETA.– Vi el cielo y las estrellas y era todo un
desenfreno como si los ángeles anduvieran a sal-
titos. Y de pronto, cuando iban a ser las doce y se
presentía el fluido de Fernando, escuché unas ex-
plosiones en el cielo y todo se puso incandescente.
COSME (Escandalizado).– ¡Señora!
ANTONIETA.– Y corrí por los salones y los pasillos del
palacio, cantando, muy a pesar mío, las cantigas de
Santa María del rey Alfonso X. Cantaba y silbaba
como una alondra perseguida por mi león aragonés.
COSME.– ¡Antonieta!

170
ANTONIETA.– Hoy en la mañana, después de aque-
llos reales retozos amanecí... ay, fray José, con un
pensamiento de cebollas y ajos y tocinos y una
desesperada necesidad de ir al mercado munici-
pal a discutir precios con las fruteras, y no me
des esa cabeza, porque a mi marido no le gusta
el ajo de diente grande y cuidado con el punto de
sal de los garbanzos y aquella ansiedad de aceite
y caldero y cómo quieres el caldo y no se ablan-
dan estos malditos garbanzos y está amarga la
cebolla y los huevos de hoy en día no son como
los huevos de mi infancia.
COSME.– ¿Una reina de Castilla en tan infamantes
menesteres?
ANTONIETA.– Entonces, fray José, vi al extranjero.
COSME.– ¿Cuál extranjero, vive Dios?
ANTONIETA.– El Genovés. El Genovés Alucinado
que parece tan cómico. Él me dijo: “Estoy por
descubrir un mundo”. Y yo le contesté: “Mi amor,
yo acabo de descubrirlo”.
Fanfarria castellana. Herminia y Purificación traen un fo-
gón y una mesa repleta de cebollas, ajos, morcillas y cho-
rizos, coles, tomates, aceite y sal. Antonieta se dispone a
representar la escena que ella misma ha descrito. Colón,
Cristóbal, entra en la cocina.
AMADEO.– Buen olor. Bello condumio.
ANTONIETA.– El chorizo delgado en círculos finos
y la cebolla a partir del quinto folio. Los cuatro
primeros para el engorde del cerdo decembrino.
¿Qué quieres, extranjero?

171
AMADEO.– Entre otras alternativas, descubrir unas
tierras que presiento bastante vastas.
HERMINIA.– Ya no son iguales las morcillas. No hay
consistencia en la sangre. Apártate, extranjero.
PURIFICACIÓN.– Hierve el agua.
ANTONIETA.– Cuidado.
HERMINIA.– Sal. Fuera, extranjero, no fastidies.
ANTONIETA.– Peligro supremo: un ajo venenoso.
PURIFICACIÓN.– ¡Se degrada el caldo!
HERMINIA.– ¡La cuarta cebolla! ¡La cuarta cebolla...!
AMADEO.– Yo...
PURIFICACIÓN.– ¿Qué es esto? ¡Hay fisuras en la
col y un asqueroso gusano!
ANTONIETA.– ¡Mátalo!
AMADEO.– Tal vez si me permitieran...
ANTONIETA.– La otra col...
HERMINIA.– Viene.
PURIFICACIÓN.– ¡Se produce...! ¡Un milagro de
San Jorge el británico! ¡Se produce!
ANTONIETA.– ¡Prodigio! ¡El vapor anaranjado!
HERMINIA (Ya en el paroxismo).– ¡Y huele!
PURIFICACIÓN.– ¡Huele!
HERMINIA.– ¡Y oliendo continúa tomando olor!
PURIFICACIÓN.– ¡Y se extiende y se repleta!
HERMINIA.– ¡Y por fin se completa!
ANTONIETA.– ¡Aleluya! ¡Aleluya! (A Amadeo) ¡Descú-
brete, extranjero! ¡Estás oliendo el espíritu del Cid
Campeador! ¡España no muere! ¡España continúa!
AMADEO.– Yo quería...
ANTONIETA.– ¿Cómo te llamas?

172
AMADEO.– Colón, Cristóbal, diáfana Señora...
Antonieta moja apenas una cuchara de madera en el cocido.
ANTONIETA.– Prueba.
Amadeo prueba la sustancia.
AMADEO.– Realmente un milagro.
ANTONIETA (Henchida).– La cultura es un milagro,
simpático Colón. Ya no hay moros en Granada.
Estoy embarazada. Y acabo de perfeccionar la
tradición del cocido castellano. Hemos llegado a
la perfecta Unidad Nacional que tanto me recla-
ma mi confesor.
AMADEO.– Pero falta algo, Purísima Majestad.
ANTONIETA.– ¡Imposible!
AMADEO (Grita).– ¡Quiero descubrir unas tierras!
Larga pausa.
ANTONIETA.– ¿Y por qué gritas, estúpido italiano?
¡En mi cocina nadie alza la voz!
AMADEO.– ¡Grito, Nobilísima, porque no puedo
más! ¡He recorrido Europa entera, Suprema Se-
ñora! ¡He hablado con el Zar de Rusia y con el
Rey de Inglaterra y con el tacaño portugués y
con el hermafrodita que decide en Francia! ¡He
paseado mi lengua por todos los pisos! ¡Me he
arrastrado por todas las alfombras y he pulido la
bacinilla del Papa! Y siempre la misma respuesta.
No. No. No. ¡Quince años! No. No. No. ¡Quince
años! Y cada vez que entro a un salón y dispongo
mis mapas y mis vaticinios aparecen los enanos y
se escucha una música y todo el mundo me con-
funde con Blacamán el Africano. ¡Quiero descu-

173
brir un nuevo mundo! ¡Quiero tres carabelas y
unos marineros y mis galletas saladas! Yo pongo
el catalejo y el talento y después nos sentamos a
repartirnos el oro, las perlas y la solidez.
HERMINIA.– ¿Un nuevo mundo...? ¿Y qué hacemos
con éste?
AMADEO (A Antonieta).– ¡Un nuevo mundo, noble
señora! ¿Será mucho pedir un nuevo mundo don-
de pueda correr el León de Castilla? Reina Isabel­,
maga de las exactitudes, fortuna de mis canas, me
inclino ante tu irresistible majestad. Has degolla-
do a los sarracenos, crecen en tu vientre sacro-
santo cuatro palmos de embarazo y has elevado
el cocido a una dimensión mítica. ¿No compren-
des, entonces, la magnitud de este milagro? Eres
tú y únicamente tú, quien puede afrontar los ries-
gos de esta empresa. Te propongo, nada menos,
que el descubrimiento de San Rafael de Ejido...
allá, bien allá... donde la aurora palidece y hay
un vasto silencio que parece de pluma. Ayúdame,
Verdugo de los Herejes. Ayúdame, Madre Univer-
sal. Ayúdame, pezón de caldo y tradiciones.
ANTONIETA (Con gran ternura).– Extranjero: me
has conmovido, y creo que en pocas palabras
acabamos de entendernos. Tienes la inmensa for­
tuna de haber improvisado tu poesía en el calor
de mi cocina. Era el único sitio posible. Ve a tu
asunto y descúbreme lo que quieras e invénta-
me unas casas que se llamen como dices, San
Rafael de Ejido, y que broten allí, en esa ferti-

174
lidad, cebollas, ajos, garbanzos y tocino. Y que
haya mercado y cuchicheo y monjas sudorosas,
y largas esperas entre sol y sol, busca tus cara-
belas, astuto extranjero. La Corona de España te
respalda. Ahora mismo iré a empeñarla. Acom-
páñame, Eboli.
Salen Antonieta y Purificación. Herminia rectifica el
punto del cocido. Amadeo, aún de rodillas comienza a
llorar.
HERMINIA.– ¿Y por qué lloras, extranjero? Debería
ser el día más feliz de tu vida.
AMADEO.– No lloro por mí, señora. Lloro por ellos.
HERMINIA.– ¿Por quiénes?
AMADEO.– Por ellos. Solamente por ellos. Aún no
existen, y maldito sea tienen un nombre.
Mientras tanto, Antonieta ha regresado al confesionario
para escuchar la absolución.
COSME.– Ego te absolvo, Isabel, in nomini patriis, et
filiis, et spiritu santus. Amén.
Entra Purificación Chocano, caracterizada como la His-
toria Universal.
PURIFICACIÓN (Lee).–
Envuelta en las alas de la fantasía,
se traslada la historia de Granada a Palos,
para presenciar la insólita apoteosis.
De rodillas, público presente,
ante el sagrado momento de La Pinta,
y las velas desplegadas de La Niña,
y la ausencia de ratas en La Santa.
Hombre, mar y supremas soledades,

175
vencidas tan sólo por la Audacia.
Y Él... Colón, de voluntad broncínea,
de pie en la proa y tras el mástil,
la mirada fija en la distancia,
y el corazón repleto de coraje.
Entran Herminia y Antonieta y traen consigo a Cosme, ata-
do a una cadenilla y representando al León de Castilla.
ANTONIETA.– Adiós, Colón.
AMADEO.– Adiós, señora.
HERMINIA.– Cuídate.
ANTONIETA.– ¿A qué hora sale La Pinta?
AMADEO.– No sé, porque no ha llegado Rodrigo de
Triana.
HERMINIA.– Pues comenzamos ese descubrimien-
to muy impuntuales.
AMADEO.– Mal presagio.
ANTONIETA.– ¿Llevas las cositas culturales?
AMADEO.– ¡Cómo no!
ANTONIETA.– ¿La cruz, el gallo y la calavera de
Adán?
AMADEO.– Las llevo.
HERMINIA.– A que se te olvidó el manto de la Ve-
rónica.
AMADEO.– No. ¿Cómo se me va a olvidar?
ANTONIETA.– ¿Y los dados del Calvario?
AMADEO.– Aquí los cargo.
HERMINIA.– ¿Y la Metafísica de Aristóteles?
AMADEO.– Mi amor, menos mal que me la recuerdas.
HERMINIA.– Yo sabía.
Arroja a la cubierta la Metafísica.

176
AMADEO.– ¡Qué susto! Un poquito más y no me
traigo la Metafísica.
ANTONIETA.– ¿Y el arte dramático?
AMADEO.– En su barril de siempre.
HERMINIA.– ¿Y la historia del rey Cambises?
AMADEO.– Aquí está.
ANTONIETA.– ¿Y la leyenda de Genoveva de Bra-
bante con los venaditos que le dieron de mamar
a la niñita?
AMADEO.– Es lo primero que voy a contarles.
ANTONIETA.– ¿A quiénes?
AMADEO.– A los de San Rafael...
Entra apresuradamente Francisco Xavier de Dios, carac-
terizado como Rodrigo de Triana. Tras él, Purificación
Chocano, vestida de Marinero murciano.
FRANCISCO XAVIER.– Capitán Rodrigo de Triana,
para servirte.
COSME.– Mueve La Pinta, Rodrigo.
FRANCISCO XAVIER (A Purificación).– Mueve La
Pinta, Jerónimo.
Purificación obedece.
PURIFICACIÓN.– ¡Nueve brasas a babor!
AMADEO.– ¡Suban velas!
FRANCISCO XAVIER.– ¡Suban velas!
Purificación obedece.
AMADEO.– ¡Adelante con las magullas!
PURIFICACIÓN.– ¡Suban magullas!
AMADEO.– ¡Remadren el curifeo y sobaqueen las
albuferas!
PURIFICAIÓN.– ¡Sobaqueadas las albuferas!

177
FRANCISCO XAVIER.– ¡Imbécil! ¡Van a relincharse
los capricornios!
PURIFICACIÓN.– ¿Ay, dónde tengo la cabeza?
¡Desatados los capricornios, mi Capitán!
FRANCISCO XAVIER (Mirando a Colón).– Todo en
orden, Almirante. Tan sólo falta un detalle.
AMADEO.– ¿Cuál detalle, infeliz?
FRANCISCO XAVIER.– ¿Adónde vamos, Almirante?
AMADEO.– Si supieras que no lo sé, Rodrigo. Pre-
cisamente esta es la única parte graciosa de la
historia.
FRANCISCO XAVIER.– ¿Y cómo marcó el rumbo?
AMADEO.– Imagínate que comenzamos un viaje y
a alguien, no sé a quién, a alguien, a un estúpido
marinero genovés, se le olvidó señalar el rumbo.
Imagínate también que ese estúpido marinero
genovés se sentía muy feliz por ese olvido... como
un peso muy grande que cargas la mitad de tu
vida y un día se te queda olvidado, y dices, cara a
cara contigo... Era tan fácil... Eso y nada más. Era
tan fácil... tan asombrosamente fácil.
Purificación pregunta desde la proa.
PURIFICACIÓN.– ¿Proa adónde...?
AMADEO.– ¡Proa a popa!
FRANCISCO XAVIER (Grita).– ¡Proa a popa!
PURIFICACIÓN (En el colmo del asombro).– ¿A
popa...?
AMADEO (Soberbio).– ¡A popa, sí! ¡A mí mismo!
¡Proa a Colón! ¡Proa a San Rafael de Ejido y a
la noble, gloriosa y abnegada Sociedad Louis

178
Pasteur, para el fomento de las Bellas Artes, las
Ciencias y las Industrias! ¡Allí va La Pinta! Y de-
trás La Niña... Y rezagada como siempre La Santa
María... Allí vamos. Allí vamos... ¡Ya no hay más
soledad! Sólo estas manos vacías, sólo este saber
que me muero... que necesito saberlo, día tras día
para soportar mi propio milagro. ¿Qué más hago?
¿Qué otra cosa puedo inventar? ¿La mitad de un
planeta? Entonces allí voy a inventarlo... Yo que-
ría un amor, y decir amor, y no sentir vergüenza.
Tan sólo eso, y más nada. ¿Me explico bien? ¿Hay
suficiente cortesía en mis palabras? Pero aquí va-
mos... mi odio y yo... mi general Castro y yo, mis
muertos y yo, sin proa y sin rumbo. ¿Qué otra
cosa puedo descubrir? ¿Qué otra estúpida cosa
se me permitió descubrir? Aquí voy a ponerte un
nombre, a maldecirte un nombre, tan sólo para
volver a encontrarte y que me suenes a ladrido,
a brasa, a pan, tan sólo para que vuelvas a enga-
ñarme día tras día y el ladrido no esté hecho de
perro, y la brasa no sea madera. Proa a mí mis-
mo, una tarde en el puerto de Palos... yo, Amadeo
Mier, Cristóbal Colón, a 11 de julio de 1492.
Antonieta, Purificación y Herminia lloran en silencio.
Cosme se quita la cabeza de león. Francisco Xavier mira
asombrado a Amadeo.
COSME.– Te pido perdón, Amadeo. Quisiera inven-
tar cualquier culpa y colgármela como un traje de
costumbre. Y no puedo. Allí está la plaza Bolívar
si te sirve. El campanario si te sirve. Una cuesta.

179
Un asno. Un bastón... si te sirve. Y yo, que me en-
gaño y soy eso. Todo eso. Y nada más que eso.
PURIFICACIÓN (Después de quitarse la barba de ma-
rinero murciano).– ¿Y el acto cultural...?
HERMINIA (Grave).– Porque sería imperdonable
que tuviera un desenlace, ¿no?
FRANCISCO XAVIER.– Pero todos conocemos la
historia. No creo que sea necesario insistir.
ANTONIETA.– Se podría...
HERMINIA.– ¿Qué...?
ANTONIETA.– No sé... cualquier cosa... por ejem-
plo, los indios... digo yo.
FRANCISCO XAVIER.– Es tarde. Claro que...
PURIFICACIÓN.– ¿Qué?
FRANCISCO XAVIER.– Bueno. Me subo al barco y
digo... ¡Tierra!
HERMINIA.– ¡Ay, hazlo, Francisco Xavier! Cuando
lo ensayábamos era tan solemne, tan viril... hazlo,
Francisco Xavier. Cuando Petit, mi marido, el
que está a la izquierda de la parcela... cuando
Petit y yo regresábamos de aquella tempestuosa
luna de miel se produjo frente a las costas nacio-
nales una violencia amatoria, que me dejó real-
mente estupefacta, y, mi corazón, aquel hombre
era una sorpresa viviente o sea que cuando te
digo que me dejó realmente estupefacta, me lo
tienes que creer, exactamente así... ¿Qué decía?
Ah, sí... Jugó en la cama, conmigo por supuesto,
una cosa que él inventó en Europa y que te habla
de una imaginación desbordada. Llego con Petit

180
a Roma, en el Azzurro y él me desnuda en el Par-
tenón, o mejor dicho en el Coliseo... y me invita
a hacer el amor dónde los leones se comían a los
cristianos... Seguimos a Florencia, y él me des-
nuda en la habitación donde el Alighieri escribió
La Divina. Y mi amor, ahí entendí lo que era el
Renaissance... Nos vamos a París y lo mismo en la
celda de Marie Antoinette. Y Londres y Moscú y
Varsovia y Viena... Y aquella cultura. La última
vez fue, como les decía, frente a las costas nacio-
nales. Hicimos el amor en homenaje a Rodrigo de
Triana, y tenías que oír a Petit diciendo... Tierra...
Tierra... Ay, hazlo, Francisco Xavier...
FRANCISCO XAVIER.– Bueno. Uno... no sé... se
sube al barco y dice... Tierra. (Repite) ¡Tierra!
El resto de la Junta Directiva aplaude un posible desgano
de Francisco Xavier.
PURIFICACIÓN.– ¡Vuélvelo a decir, Francisco Xavier!
FRANCISCO XAVIER (Buscando un carácter).– ¡Tierra...!
COSME.– ¡Tierra...!
Todos ríen y en un cierto momento, Amadeo participa
de la risa.
HERMINIA.– ¿Y qué respondió Colón? Porque yo sé
que él dijo algo...
AMADEO.– Se quedó mirando en la popa del barco,
aquella otra tierra que nadie llamó tierra.
ANTONIETA.– ¿Y cómo dijo Rodrigo de Triana,
Francisco Xavier? ¡Repítelo!
FRANCISCO XAVIER.– ¡Tierra!
Y de nuevo ríen todos.

181
PURIFICACIÓN.– ¿Suelto el ancla, mi capitán?
FRANCISCO XAVIER.– ¡Hunde el ancla, Jeróni-
mo...! ¡Húndela bien! ¡Que toque fondo ahora
que llegamos al fondo del mar y de la cosa! ¡Bajen
anclas...! ¿No lo ven?
HERMINIA.– No. ¿Dónde está, Francisco Xavier?
FRANCISCO XAVIER.– Allí... Mírenlo... el nuevo
mundo... ¿No lo ven?
ANTONIETA.– ¡No!
FRANCISCO XAVIER.– Pero cómo no van a verlo,
si está allí... Si somos nosotros. Nunca se movió
este maldito barco de máscara y tela. ¡Siempre
estuvo allí! ¡Nadie dijo tierra! ¿No comprenden
que nadie jamás dijo tierra?
HERMINIA.– ¿Y la escena de los indios? (Francisco
Xavier se dispone a salir del recinto cultural). ¡No te
vayas, Francisco Xavier! ¡Falta la escena de los
indios...! ¡El gran final!
AMADEO.– ¡Bien dicho, Herminia!
PURIFICACIÓN.– ¡El cuadro vivo...! ¡Es verdad, fal-
taba el cuadro vivo! (Purificación se quita la barba
de Jerónimo). Señoras y señores, a continuación
la muy Honorable Junta Directiva de la Sociedad
Louis Pasteur para el Fomento de las Artes, las
Ciencias y las Industrias de San Rafael de Ejido
interpreta el legítimo final de la velada, y repro-
duce ante las miradas atónitas y el asombro ge-
neral de esta cultísima población, un apoteósico
cuadro vivo que lleva como título: LA VOLUN-
TAD DIVINA PERMITE A CRISTÓBAL COLÓN

182
CORONAR SU FANTASÍA GENOVESA Y DES-
CUBRIR LAS CASCADAS TRICOLORES DE SAN
RAFAEL DE EJIDO.
Herminia, Antonieta y Cosme se despojan de sus trajes caste-
llanos y aparecen como indios que reciben a Colón. Amadeo,
Francisco Xavier y Purificación plantan el Real Pendón de la
Nueva España. Hay música y en cierto sentido, una profun-
da emoción histórica. La velada cultural ha finalizado.
COSME.– Yo...
AMADEO.– ¿Qué...?
COSME.– No sé... ¿Qué hay en el orden del día,
Francisco Xavier?
FRANCISCO XAVIER.– ¿Dónde está el orden del día?
HERMINIA.– ¡Verdad que hay un orden del día!
ANTONIETA (Trae el libro de actas).– Aquí está.
COSME.– Busca, Francisco Xavier.
FRANCISCO XAVIER.– Aquí está. Entrada de la
Junta Directiva. Minuto de silencio. Discurso de
Amadeo. Representación del drama. El Genovés
Alucinado. Y... y nada más.
COSME.– Entonces... ¿terminó?
FRANCISCO XAVIER.– Pues... yo creo que sí...
ANTONIETA.– ¿Pero no había otra escena? ¡Estoy
segura de que había otra escena!
PURIFICACIÓN.– ¿Cuál escena?
ANTONIETA.– Esa de Colón que llega de nuevo a la
Corte y la Reina Isabel lo recibe.
HERMINIA.– ¡Y los ángeles! ¡Había unos ángeles, es
verdad...! Si Antonieta misma hizo las alas y le
quedaron preciosas...

183
AMADEO.– No. Esa nunca se escribió. Se presintió,
pero nunca se escribió.
ANTONIETA.– Yo creía.
HERMINIA.– Entonces... ¿se terminó?
COSME.– No. Podríamos seguir.
PURIFICACIÓN.– ¿Cómo? ¡Ya no hay más páginas!
COSME.– Pero siempre un discurso, una palabra de
aliento... Amadeo... yo creo que deberías decir
algo.
HERMINIA.– Tiene razón Cosme, Amadeo. Di algo,
y ellos se van... o mejor dicho se quedan... siempre
ha sido igual irse o quedarse... Di algo, Amadeo...
ANTONIETA.– Un punto final, Amadeo... Es im-
prescindible un punto final.
FRANCISCO XAVIER.– Siempre un breve discurso...
así... del progreso... que todo progresa... desde el
primer desembarco hasta nuestro días... una breve
historia de América, los indios, los conquistado-
res, los colonizadores, los comuneros, los derechos
del hombre, la guerra, los muertos, los próceres, el
paso de los Andes, la última batalla... la huída de
los españoles, y... (Pausa).
COSME.– ¿Y qué?
FRANCISCO XAVIER.– Y... (Pausa) No me miren.
No soy yo quien debe decirlo. Es Amadeo. ¡Maes-
tro, por favor...! El público espera. En cierto sen-
tido, el país espera...
COSME.– ¿Espera qué...?
FRANCISCO XAVIER.– Una palabra...
HERMINIA.– Adelante, Amadeo...

184
ANTONIETA.– Coraje, Amadeo...
PURIFICACIÓN.– ¡Ni un paso atrás, Amadeo!
FRANCISCO XAVIER.– ¡Habla, Amadeo...!
Amadeo se dispone a hablar en el estrado cultural.
AMADEO.– Excelentísimo señor Gobernador.
COSME.– Ausente.
AMADEO.– Honorable señora del Gobernador.
COSME.– Ausente.
AMADEO.– Reverendísimo y desde luego Ilustrísi-
mo monseñor Pío Nono Mendoza, Obispo de la
Diócesis.
COSME.– Ausente.
AMADEO.– Distinguido doctor Voltaire Galvano
Sánchez, Maestro Luminoso de la Muy Señala-
da Logia Armonía y Razón Universal del Sexto
Distrito.
COSME.– Ausente.
FRANCISCO XAVIER.– Cómo ausente si allí está el
maestro Voltaire...
COSME.– Está. Pero está dormido. Ausente.
AMADEO.– Respetado y aguerrido coronel Macedo-
nio Reyes, custodio constitucional...
COSME.– Ausente.
AMADEO.– Eminentísimo Embajador del Reino de
Holanda...
COSME.– Ausente.
AMADEO.– Putísimas damas del velatorio votivo...
COSME.– Ausentes.
AMADEO.– Cultos invitados secundarios...
COSME.– Ausentes.

185
AMADEO.�����������������������������������������
–����������������������������������������
Señoras, Señoritas, Señores, Público...
COSME.– No hay nadie, Amadeo. ¿No te das cuen-
ta? No hay nadie... Nunca hubo nadie.
AMADEO.– Hombres y mujeres de San Rafael de
Ejido...
PURIFICACIÓN.– ¡No hay nadie!
HERMINIA.– ¡Despierta, Voltaire...! ¡Amadeo va a
hablar!
AMADEO.– ¡Hombres y mujeres de San Rafael de Eji-
do...! (Grita) ¡Proponemos un minuto de silencio!

Fin

186
El día que me quieras

1979
A Eva
Personajes

María Luisa Ancízar


Pío Miranda
Elvira Ancízar
Matilde
Plácido Ancízar
Alfredo Le Pera
Carlos Gardel
Estrenada el 26 de enero de 1979 en el Teatro Alberto
de Paz y Mateos de El Nuevo Grupo, en Caracas.

María Luisa Ancízar: Gloria Mirós


Pío Miranda: José Ignacio Cabrujas
Elvira Ancízar: Amalia Pérez Díaz
Matilde: Tania Sarabia
Plácido Ancízar: Freddy Galavís
Alfredo Le Pera: Luis Rivas
Carlos Gardel: Jean Carlo Simancas

Escenografía: Carlos De Luca


Vestuario: Eva Ivanyi-Laura Otero. Productores Unidos
Realización de vestuario: Costuarte-Giuseppe Micucci
Iluminación: Carlos Rivodó
Maquillaje: Carmelo
Director de escena: Diana Insausti
Producción: Elías Pérez Borjas. Productores Unidos
Dirección: José Ignacio Cabrujas

Mi agradecimiento a Manuel Caballero, por las con-


versaciones sobre la Internacional. JIC

* El personaje de María Luisa Ancízar fue representado en algunas funcio-


nes por Manuelita Zelwer.
Primer tiempo
Rubias de Nueva York

La sala y el patio de las Ancízar a las doce del día. Un


reloj Junghans suena y es la única exactitud del lugar. El
resto es árabe y fantasioso: jarrones dorados, mariposas,
cerámicas, pastorcillos pálidos, lotos, bambúes y delica-
dezas. María Luisa está sentada en un sofá vienés. Pío
Miranda, a su lado, observa el albañal del patio. María
Luisa sonríe vagamente percatándose de Pío, a quien ol-
vidó hace unos minutos.

MARÍA LUISA.– ¿Y Stalin?


PÍO.– Stalin los reúne a todos en el salón de conferen-
cias, a mano izquierda, entrando por la puerta prin-
cipal como quien va hacia el comedor del Terrible.
Stalin aguarda y entra Bujarín y entra Zinoviev y
entra Kamenev y Trotsky y los viejos bolcheviques,
tensos, impenetrables, definitivos. Rakovski...
MARÍA LUISA.– ¿Quién es Rakovski, Pío?
PÍO.– Rakovski es el comisario de Armenia, el gran
oso de los kulaks. Rakovski tose. Stalin lo mira.
Rakovski no tose. Stalin se levanta, sobrio, medular,
profundo. Y hay ese momento de angustia. Y Stalin
dice: “Caballeros, Vladimir Ilich acaba de morir”.
MARÍA LUISA.– Ay.
PÍO.– ¿Qué...?, dice Kamenev... ¿Qué...? Un qué
abrumado, un qué terrible... ¿Qué?... Y la cabeza
se mueve...

193
MARÍA LUISA.– ¿La cabeza de quién...?
PÍO.– La cabeza de Kamenev. (Y la cabeza de Pío repro-
duce la perplejidad de Kamenev) ¿Qué...? ¿Qué...?
MARÍA LUISA.– Ay.
PIO.– Y Bujarín se levanta y camina hacia el llamado
ventanal de la zarina en tiempos de opresión. Zi-
noviev lo mira. Stalin lo mira y Trotsky pregun-
ta: “¿Qué hace el camarada Bujarín en el llamado
ventanal de la zarina?”.
MARÍA LUISA.– Lloraba.
PÍO.– Lloraba. Los grandes ojos de Bujarín repletos
de lágrimas. Vladimir Ilich los había dejado aquel
21 de enero de 1924. Y Iosif bajó la cabeza. Iosif
Visarianovich, mejor conocido como Stalin, ace-
ro, así se templó el acero, bajó la cabeza por úl-
tima vez hasta el sol de hoy y dijo: “Camaradas,
¿cómo se llena este vacío?”
MARÍA LUISA (En un hilo).– ¿Dijo...?
PÍO.– ¿Cómo se llena un vacío? Y todos miran y en-
tra Alliluyeva, la mujer de Stalin, con el samovar
de la tarde.
MARÍA LUISA.– No hay nada en el mundo como
el té de samovar. ¿Tendremos uno alguna vez,
Pío?
PÍO.– Creo que sí. O por lo menos nos dejarán usar
el samovar del koljosz.
MARÍA LUISA.– ¿Hará mucho frío, verdad?
PÍO.– Al principio. Pero después, uno se acostumbra
a todo.
MARÍA LUISA.– Hoy hablaré con Elvira.

194
PÍO.– ¿Y por qué no esperamos la respuesta de Ro-
main Rolland?
MARÍA LUISA.– Ella no sabe quién es Romain Ro-
lland. Llegamos a Moscú y hablamos con fran-
queza. ¿Por qué tenemos que llevar una carta de
Romain Rolland? En Moscú es distinto. No es
un país de tarjetas. Vamos al Kremlin y nos que-
damos allí, junto a la tumba de Lenin. Alguien
vendrá. Rakovski vendrá. Zinoviev, Kamenev, al-
guien. Quién sabe si el mismo Stalin. Y enton-
ces, nos jugamos el todo por el todo. Le decimos:
“Mire, Stalin, venimos de Caracas, el señor Pío
Miranda y María Luisa Ancízar, encantados”.
¿Qué puede pasar, Pío?
PÍO.– No va a entender.
MARÍA LUISA.– ¿Y por qué no?
PÍO.– Porque el camarada Stalin no habla castellano.
MARÍA LUISA.– Tal vez Zinoviev o Kamenev...
PÍO.– María Luisa, son personas ocupadas. No pue-
des salirles al paso, así como así, y decirles que
estás llegando de Caracas.
MARÍA LUISA.– ¿No saben dónde está Caracas?
PÍO.– Por supuesto que saben. El camarada Stalin
tiene una visión total del planeta. Pero no se tra-
ta de eso. Y además es imposible entrar en un
país de esa manera. Hay aduanas, María Luisa. Si
las hay aquí, en esta equivocación de la historia,
¿cómo no las va a haber en la Unión de las Repú-
blicas Socialistas Soviéticas? Justamente por eso
le he escrito a Romain Rolland. Porque se trata

195
de un humanista, uña y carne con el camarada
Stalin y vara alta en la Internacional Comunista.
No es lo mismo entrar en el Kremlin, como Pedro
por su casa, que hacerlo con una carta donde Ro-
main Rolland diga: “Los señores son María Luisa
Ancízar y Pío Miranda, de Caracas, que allí vie-
nen con la intención de participar en la vida kol-
josiana, dentro del plan quinquenal, etc., etc...”
Entra Elvira Ancízar. Viene de la calle.
ELVIRA.– ¿Y Matilde?
MARÍA LUISA.– No ha regresado.
ELVIRA.– ¿Vieron las banderas? (Silencio) Dios mío,
uno podría morirse viendo las banderas. Él no. Él
va a pasar de largo del puerto al Ferrocarril, del
Ferrocarril al Capitolio, del Capitolio al Panteón
y del Panteón al escenario. No hay una flor en
toda la ciudad. Te enfermas y buscas una flor y
preguntas dónde hay una flor antes de caer muer-
ta, y te dicen que no hay. Esta noche el Principal
huele a magnolia. Y él viene de negro. ¿Se ente-
raron? ¿No es increíble que salte por encima de
este asunto panameño y que en lugar de blan-
co nos entregue un invierno? Chaleco marfil,
por supuesto. Como sabe. Como es. Ni una gota
de sudor en todo su cuerpo. Ni siquiera cuando
acarició las palomas en la plaza de las palomas.
Aquella frente limpia y todo el mundo comentan-
do: “No suda, no suda”...
PÍO (Por anunciar su presencia).– Lenin tampoco
sudaba.

196
ELVIRA.– Lenin está disecado.
Entra Matilde.
MATILDE.– Cuatro palomas... ¿Lo saben?
ELVIRA.– ¿Que no sudó?
MATILDE.– No sudó
ELVIRA.– Acabo de contarlo.
MATILDE.– ¿Y lo del tren? ¿Saben lo del tren?
ELVIRA.– ¿Qué es lo del tren?
MARÍA LUISA.– Matilde, después lo cuentas. Tengo
que hablar con Elvira.
ELVIRA (Sin hacerle caso).– ¿Qué es lo del tren?
MATILDE.– Se subió al tren. Tenía un vagón para
él solo y dijo que el vagón era confortable. Y la
gente apiñada así, así de gente, pidiéndole una
canción.
ELVIRA.– Salvajes.
MATILDE.– Y él sonríe de muerte perezosa, y se
toca la garganta y dice... esta noche, esta noche...
que, entre paréntesis, es mentira lo del oro en
la muela. Su dentadura perfecta. Una dentadura
intachable.
PÍO.– ¿Quién le vio la dentadura?
MATILDE.– Vox populi.
ELVIRA.– Es que inventan, e inventan, e inventan.
Yo tengo cuatro años diciéndolo. Ninguna muela
de oro. Es mentira la muela, como es mentira lo
del burdel de su madre, como es infundio la ma-
riconería del padre, como es mentira el Uruguay,
que es la peor mentira del mundo.
PÍO (Marxista).– ¿Y por qué no puede ser uruguayo?

197
ELVIRA.– Porque no. Porque se le ve que no es urugua-
yo. Porque le brota lo mediterráneo, el Toulouse, en
el tono, en el pliegue del pantalón, en la vigencia de
la hombrera, y tú dices: “Eso no es uruguayo”.
PÍO.– El Uruguay es un país culto.
ELVIRA.– Pero con esfuerzo. Hay mucha pampa. Y
además, está el nombre: Gardel, que en francés
antiquísimo significa guardián.
MATILDE (A María Luisa).– Lo querían sacar por la
ventanilla del vagón. Y él decía: “Vengo de un
viaje largo y quisiera convertirme en diez mil
personas y estrechar la mano de todos ustedes y
los hombros del general Gómez”.
MARÍA LUISA.– Fatigadísimo estaría. (Y de pronto)
Matilde, yo me voy.
PÍO.– ¿Cuánto le pagan?
ELVIRA.– ¿Y qué importa cuánto le pagan? Nada le
pagan. ¿Cuánto le pagan al militar ruso de bigo-
tes, al Stalin?
PÍO (Comprometido).– Trescientos rublos. Y él de-
vuelve doscientos al Comité Central. El dinero
no es fundamental en la Unión de Repúblicas So-
cialistas Soviéticas.
ELVIRA.– Me congratulo.
MATILDE (A Elvira).– Entonces, la locomotora se
movió y él cerró los ojos y cantó “Lejana tierra
mía”... y todos los que estábamos allí queríamos
convertirnos en una cadena muy larga, desde La
Guaira hasta el Río de la Plata, una cosa com-
pletamente panamericana e infinita y que él ca-

198
minara sobre nuestras espaladas y regresara a su
lejana tierra suya para abrazar a su madre, y a
Rosita Moreno, y al presidente Justo y, en general,
a la vida.
MARÍA LUISA.– Pero, ¿la voz es la misma...?
MATILDE.– No. Es más ancha. Más larga. Más dul-
ce. Aquel momento, cuando él decía: “Tierra, le-
jana tierra, la parte de tierra...” y me miró...
ELVIRA (Sorprendida).– ¿Cómo...?
MATILDE.– Me miró. Yo sé que me miró. Él en la
ventanilla y yo en el país. Pero sentí que tierra
era conmigo y que mía, estuvo a punto de per-
tenecerme.
ELVIRA.– ¿Vino sólo?
MATILDE.– Con el señor Le Pera.
ELVIRA.– ¿Cómo es el señor Le Pera?
MATILDE.– No lo vi bien. Había tanta gente.
ELVIRA.– Y yo en la Oficina de Correos. Todas esas
cosas pasando, y yo en la Oficina de Correos, ven-
diendo estampillas como el judío errante. Veinte
años rompiendo dientes de estampillas sin faltar
un solo día al trabajo. (A Pío con repentina furia)
Y tú, hablándole a ésta de marxismo. Marxismo
es ponerle una bomba al Correo y quedarte en la
esquina viendo cómo caen los ladrillos del cie-
lo con los pedazos de carne del superintendente
Bertorelli...
PÍO (Aceptando el reto).– ¿Y quién te dice que no?
ELVIRA.– Tú. Tú me dices que no. Tú y tu Interna-
cional. ¿Dónde está esa Internacional? Yo no la

199
veo por ninguna parte. Yo veo a Bertorelli que me
niega el permiso para ir a La Guaira. A ése sí lo
veo, hasta en la sopa, con la explotación del hom-
bre por el hombre, en la ventanilla del Correo.
¿Y a quién le pido auxilio? Llega Gardel, Rubias
de New York, Tango bar, Melodía de arrabal, El
día que me quieras, la jerarquía del tango, presi-
dentes que bailan tango, reyes que bailan tango,
gente de verdad, de allá, Gardel, Le Pera, Razza-
no, Broadway, y yo despacho catorce cincuenta
en estampillas a tres cuadras de la plaza Bolívar.
El mundo es una mierda.
MARÍA LUISA.– ¡Elvira!
ELVIRA.– Hoy era el día. Dijeron: “Va a venir Gar-
del”, y yo no lo creía. Yo dije: “Es mentira..., ¿por
qué va a venir? ¿Qué necesidad tiene de venir?”
Y está aquí. Uno quiere ver la historia y termina
siempre por oírla.
MARÍA LUISA.– ¿Pero qué tiene que ver Pío...?
ELVIRA.– ¿Y con qué tiene que ver Pío? Yo quiero
que tú me digas un día, con qué tiene que ver
Pío. Murió mamá, un 15 de mayo de 1927, y bo-
queando en la cama, materialmente con el último
aliento, me dice, a cuenta de hermana mayor: “El-
vira, que ese hombre se defina con María Luisa,
de velo y corona en la Santa Capilla para que mi
tumba tenga sentido...” y después volvió la cara
contra la pared y se negó a ver el mundo...
PÍO.– Elvira, creo que he explicado suficientemente
bien mi actitud en esta casa.

200
ELVIRA.– Niño, si tú por explicarte, explicas cual-
quier cosa. Tú eres de esa gente capaz de contarle
un vals a un sordo desde el comienzo hasta el
tantán.
MARÍA LUISA (Interviene).– Elvira... Pío y yo nos
vamos.
Larga pausa.
MATILDE (Sorprendida).– ¿Y adónde, tía María Luisa?
MARÍA LUISA (Después de pesar las palabras).– A un
koljosz en Ucrania.
MATILDE.– ¿Y qué es un koljosz en Ucrania?
MARÍA LUISA (Avergonzada).– Un lugar en el campo.
MATILDE.– ¿Un lugar ruso?
MARÍA LUISA (A Elvira).– Pío y yo estamos espe-
rando una carta de Romain Rolland, el autor de
Juan Cristóbal.
ELVIRA.– ¿Y quién es Romain Rolland?
PÍO (A Elvira y Matilde).– Hace un mes le escribimos
a Romain Rolland, prestigioso escritor francés,
muy admirado, no sólo por sus obras, sino tam-
bién por sus luchas en pro de la paz y la amistad
de los pueblos.
ELVIRA (En guardia).– ¿Y qué tiene que hacer un es-
critor francés con la vida de mi hermana?
MARÍA LUISA.– Elvira... yo quiero vender la casa...
ELVIRA.– ¿Vender la casa del general Ancízar? ¿A
quién? ¿A Romain Rolland?
PÍO.– No. Romain Rolland vive en París y no tiene
ningún interés en esta casa.
MARÍA LUISA.– Vender la casa a quien sea, a quien

201
la compre, a quien pague un precio justo...
ELVIRA.– ¿Y quién va a pagar un precio justo por
esta casa? ¿Qué vamos a vender? ¿Ladrillos y me-
tros de terreno? ¿Y qué hacemos con Matilde?
MATILDE.– Tía María Luisa, ¿cómo te vas a ir tan
lejos habiendo aquí tanta agricultura?
ELVIRA.– Ahí está la terrible consecuencia de unos
amores largos... que la gente se vuelve ociosa y
onanista de tanto pensamiento y quiere terminar
su vida en Ucrania o en cualquier país de came-
llos. ¡Diez años de este manual comunista y ya no
tienes ley, ni respeto, ni familia! ¡Vender la casa!
¡Eso es lo único que se te ocurre!
MARÍA LUISA (Con ira súbita).– Me permito recordarte,
Elvira, que en la misma cama y en la misma agonía,
mamá nos dijo, y me parece estarla oyendo, que la
casa se vendía cuando a ti o a mí nos hiciera falta
venderla. ¡Y no te acepto una ofensa más a la persona
de mi novio...! ¡Porque si me quiero pasar el resto de
mi vida con este hombre en las estepas soviéticas, es
una decisión que me pertenece, como le pertenece a
uno la vida cuando tiene treinta y siete años!
PÍO (Abrumado).– María Luisa.
MARÍA LUISA (A Elvira).– Yo no te estoy sacando de
esta casa...
ELVIRA.– No faltaba más...
MARÍA LUISA.– Ni te estoy pidiendo que te vayas a
la calle. Pero he decidido buscar mi vida en otra
parte y nadie me lo va a impedir...
PÍO (A Elvira).– ¡Quiero aclarar que se trata de una

202
decisión de María Luisa, y que en modo alguno
pienso tocar un solo rublo de su herencia!
ELVIRA (A Pío).– ¡No creo una sola palabra de lo que
estás diciendo! Porque, como base y principio, la
idea del viaje a Ucrania es tuya. En treinta y ocho
años que llevo conociendo a mi hermana, desde
el agua caliente en la hora del parto hasta el sol
de este día, jamás la escuché hablar de Ucrania,
ni de tártaros, ni de la Revolución de Octubre.
Aquí ha habido un interés por el extranjero desde
que tú llegaste con el materialismo en la boca.
PÍO.– ¡Yo comparto mis ideas con mi camarada! ¡Yo
creo en un mundo donde se comparten las ideas
con la camarada mujer! ¡Y yo me opongo a la bra-
gueta solitaria y al macho quincenal, en nombre de
una humanidad nueva! ¡El dinero de María Luisa
no entra en este asunto...! ¡He planificado con ella
la posibilidad de marcharnos a la Unión de Re-
públicas Socialistas Soviéticas, porque entre otras
cosas quiero que mis hijos nazcan en la verdad
proletaria, y no en este basurero del imperialismo.
Pero en ningún momento, y lo juro por la hoz y el
martillo y la impolutez de Rosa de Luxemburgo,
me ha cruzado por la cabeza aceptar un solo cen-
tavo de la propiedad de María Luisa...!
MATILDE (Que no puede más).– ¿Y por qué no habla-
mos de esto mañana?
ELVIRA.– Matilde, ve a tu cuarto.
MATILDE (Protesta).– ¡Hoy llegó Gardel! ¡Y esta no-
che canta en el Principal! Y ustedes discutiendo

203
esa eternidad que discuten, como si no pasara
nada. Él, en su habitación, organizándose men-
talmente, ensayando, afinando, buscando un apo-
yo moral en Le Pera, y ustedes en este bululú.
¡Llegó! ¡Háganme el inmenso favor de entender-
lo! ¡Llegó!
Entra Plácido Ancízar, con el ensayo de su noticia.
PLÁCIDO.– ¡Llegó al Majestic!
ELVIRA.– ¿Cuándo?
PLÁCIDO.– ¡Once maletas de equipaje y todavía no
han podido subirlas a la habitación! Y aquello re-
pleto en el vestíbulo... El Gobernador, el Rector,
la Academia de la Historia y monseñor Fontúrvel
furioso porque le pellizcaron una nalga... La gen-
te explicándole... no señor, no hay ofensa, no hay
Sodoma, porque él amenazó con la estatua de sal
y el anatema... no, monseñor, hay apretujamiento
y barullo como en la toma de la Bastilla... así le
dijo el doctor Fortoul.
MATILDE.– ¿Y Gardel?
PLÁCIDO.– En un baño, a la izquierda, con Le
Pera...
ELVIRA.– ¿Y quién pellizcó a monseñor Fontúrvel?
PLÁCIDO.– El pueblo, sin ninguna intención mal-
sana. Y eso era lo que el doctor Fortoul intentaba
explicar en aquel alboroto.
MATILDE.– ¿Como qué, Plácido? ¿Como un día de
la Independencia?
PLÁCIDO.– No.
MATILDE.– ¿Como una procesión de Viernes Santo?

204
PLÁCIDO.– No.
MATILDE.– ¿Como un carnaval de odaliscas?
PLÁCIDO.– No. Como algo que nunca se vio. Como
si te dijera que nunca supe el color de las alfom-
bras del Majestic hasta esta tarde. Entramos el se-
ñor Pimentel y yo, en representación de la empresa
y la policía no quería dejarnos pasar. Y Pimentel
le dice al elemento policía: “El señor Gardel canta
esta noche en mi teatro... El señor Gardel me es-
pera...”
MATILDE.– ¿Y santa palabra?
PLÁCIDO.– Santa palabra. Santísima y reverendísi-
ma palabra.
MARÍA LUISA.– Pío, vamos a la puerta.
PLÁCIDO (Por la actitud de María Luisa).– ¿Qué pasa?
MARÍA LUISA.– Nada.
PLÁCIDO.– ¡Pero si traje las entradas!
Plácido muestra un sobre que saca del bolsillo.
MARÍA LUISA.– Yo no voy esta noche.
PLÁCIDO (Escandalizado).– ¿Por qué?
ELVIRA.– ¡María Luisa!
MARÍA LUISA.– ¡No voy y se acabó!
PÍO.– ¡Conste que no he influido en su decisión!
MATILDE (Desesperada).– ¡Tía María Luisa!
MARÍA LUISA (A Plácido).– Vende mi entrada. No
estoy de ánimo.
PLÁCIDO.– ¡María Luisa, tuve que suplicarle al se-
ñor Pimentel que me vendiera tres entradas...!
¿Qué le voy a decir ahora?
MARÍA LUISA.– Nada. Dásela a un pobre. (A Pío)

205
Vamos, Pío.
PÍO (A Plácido).– Por lo menos te puedes ganar la
plusvalía. (A Elvira) Buenas tardes.
Salen María Luisa y Pío.
PLÁCIDO.– ¡María Luisa! ¿Qué voy a hacer con la
entrada?
ELVIRA (A Plácido).– Déjala. Se levantó al revés. Co-
sas de la mujer.
PLÁCIDO (Insiste antes de salir).– María Luisa... ¡Es la
sexta fila! ¡Te la conseguí en la sexta fila...! ¡María
Luisa, tienes que ir...!
Sale Plácido.
MATILDE (Después de una pausa).– Elvira...
ELVIRA.– No me digas nada.
MATILDE.– Podríamos ir al Majestic.
ELVIRA.– ¿A qué?
MATILDE.– A estar.
ELVIRA (En sus rencores).– Vender la casa... ¿La oíste?
MATILDE.– Tía, ¿por qué no hablas con ella?
ELVIRA.– ¿Y qué me va a contestar? ¿No ves que se
cree La Pasionaria, con la mirada extraviada y
los ojos saltones, como si estuviera contemplan-
do el futuro de la humanidad? ¡Ucrania! ¡La cola
del hombre...! Para eso quedaron las mujeres. ¡El
moco del hombre, de los tantos mocos que tiene
el hombre! Unión de Repúblicas Socialistas So-
viéticas, y la boca se le llena porque no tiene aire
para pronunciar ese nombre. ¡Allí está su caso,
porque ahora es comunista... como si supiera de
pobres, como si hubiera trabajado alguna vez!

206
¡Hipócrita!
MATILDE (Compungida).– Tía Elvira...
ELVIRA.– Hipócrita y cien veces hipócrita...
MATILDE.– ¿Pero no es su felicidad...? Porque yo la
veo tan leve, a veces, tan que no pisa y toma café
y enjuaga la taza...
ELVIRA.– Yo conozco la felicidad de las mujeres... Me
sé de memoria la felicidad de las mujeres... ¿No es
virgen acaso? ¿De qué felicidad estamos hablando?
¿De la felicidad de Santa Rosa de Lima que se po-
nía contenta cuando veía un canario?
MATILDE.– ¿Y cómo sabes que es virgen, tía Elvira?
ELVIRA.– Porque ése es incapaz de una machura en
territorio nacional. Hasta la biología le funciona
en la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas.
Son santos y necesitan su Vaticano para andar
santeando. ¿No habló de la impolutez de Rosa
Luxemburgo? ¡Qué sé yo si a esa Rosa Luxem-
burgo le convenía esa impolutez!
MATILDE.– ¿Quién es Rosa Luxemburgo?
ELVIRA.– ¡Qué sé yo...! (Murmura) ¡La felicidad! En
1902 me casé con Raimundo Galarraga y por lo
menos tuve una alegría que iba más allá de los
pajaritos de Santa Rosa. Era químico, Raimun-
do... o por lo menos él decía que era químico...
pero en realidad fabricaba un perfume hediondí-
simo y estragado que las mujeres de la vida com-
praban por cuotas semanales.
MATILDE (Abreviando una historia mil veces repeti-
da).– Y se escapó a Trinidad, Raimundo...

207
ELVIRA (Mecánicamente).– ...con una negra de ape-
llido Sutherland. Alegó que Cipriano Castro lo
perseguía y por más de tres años le estuve en-
viando dinero al 18 Caimán Street. Después supe
la verdad y me dieron ganas de acostarme con
un cirio en las manos, por santa y por estúpida...
¡La felicidad! Un poquito de decencia... eso es la
felicidad...
MATILDE.– Como Rosita Moreno...
ELVIRA (Deprimida).– Como Rosita Moreno...
MATILDE.– En aquella película, cuando Rosita Mo-
reno tiene su tuberculosis galopante y el pañue-
lo se le empapa de sangre cada vez que tose, y
la amiga de Rosita Moreno se angustia, como es
natural, y le dice: “Aura... porque Rosita se llama
Aura, ¿no es así...?”
ELVIRA.– Aura...
MATILDE.– Aura..., ¿qué tienes? ¿Qué te pasa, Aura?
Y Rosita Moreno contesta: “Nada..., nada...”, con
su voz de barco que se aleja y horizonte que se
quiebra.... nada..., nada... Y la amiga de Rosita
Moreno, muerta de la angustia porque hay un
pañuelo húmedo de sangre, le suplica que cuente
la verdad y le diga a Carlos que hay sangre, que
hay final, que hay agonía y cruz y calvario... ¿Re-
cuerdas, tía Elvira?
ELVIRA (Llora).– Sí.
MATILDE.– Y Rosita Moreno empeñada en que él no
se entere... pálida y perfumada Rosita Moreno...
ELVIRA.– Así es... Pero, ¿qué tiene que ver...?

208
MATILDE.– Que Gardel regresaba a la casa... un año
más tarde... mirando aquella cuestión de polvo y
colchón arrinconado...
ELVIRA (Por decir).– Nunca supe que había un col-
chón.
MATILDE (Describiendo el decorado).– A la derecha
había un Cristo... a la izquierda...
ELVIRA.–...un armario de caoba...
MATILDE.–...y junto al armario, el colchón de Mo-
reno...
ELVIRA.– Nunca lo vi...
MATILDE.– Porque él cantaba: “Sus ojos se cerra-
ron”...
ELVIRA (Llora).– Y el mundo quedó ausente... (Breve
pausa) ¿Qué traje vas a ponerte esta noche?
MATILDE.– El blanco de organza con lacitos ne-
gros... (Insiste) Todo era tan sacrificado... como
si Rosita Moreno cumpliera una orden bolivaria-
na... como una paloma que va a transformarse en
sopa... sin preguntas... como si ella te dijera: “Así
como nosotros... así es nuestra ley, nuestra ale-
gría... ahorrar tomate en la cocina... creolina en
el piso y dolor en el hombre”...
ELVIRA.– Deberías ir de negro. Ese empeño tuyo en
vestirte de blanco. Ya tienes veintisiete años.
MATILDE.– Y él miraba por la ventana... ¿Te acuer-
das, tía Elvira?
ELVIRA (Llora).– Sí.
MATILDE.– Y hablaba de las alas...
ELVIRA (Recuerda).– “¿Por qué tus alas tan cruel

209
quemó la vida...?”
MATILDE.– “¿Por qué esa mueca siniestra de la
muerte...?”
ELVIRA (Llora).– ...de la suerte... no de la muerte...
Ahí está el disco.
MATILDE.– “Quise abrigarla y más pudo la muerte”.
ELVIRA.– “Cómo me duele y se ahonda mi herida...”.
MATILDE.– “Yo sé que ahora vendrán caras extrañas...”
ELVIRA (Se dispone a salir).– Ahí está el disco... Yo ni
siquiera he terminado de llegar... Y este calor de
julio, ¿verdad? Esta mierda de julio...
Elvira sale. Pausa. Matilde organiza el gramófono y se
escucha “Sus ojos se cerraron”. Matilde repite en voz baja
las primeras palabras. A partir de las alas que con te-
rrible crueldad quemó la vida. Matilde une su precaria
voz al desencanto de Gardel por la precaria muerte de
su amada. “Como perros de presa...”, indica el regreso de
Plácido Ancízar atraído por la voz de Gardel. Se sienta
junto a su sobrina y comenta.
PLÁCIDO.– Está aquí, Matilde...
MATILDE.– ¿Habrá salido del baño, verdad?
PLÁCIDO.– ¿De cuál baño?
MATILDE.– ¿No dijiste que se había encerrado en el
baño en el vestíbulo del Majestic?
PLÁCIDO.– Sí. Pero después salió...
MATILDE.– ¿Y qué hacía allí? ¿Orinaba?
PLÁCIDO.– “Y mientras en la calle, en loca algara-
bía, el carnaval del mundo gozaba y se reía...”.
MATILDE.– ¿Qué hacía, Plácido...?
PLÁCIDO (Con ademán de secreto).– Hablé con él,

210
Matilde...
MATILDE.– ¿Dónde?
PLÁCIDO.– En la cocina del Majestic... El señor Pi-
mentel y yo entramos, y él se me queda mirando
y me dice: “Qué rara es la gente acá...”.
MATILDE (Asombrada).– ¿Tal cuál, Plácido?
PLÁCIDO.– Tal cual.
MATILDE.– ¿Qué rara es la gente acá...? ¿Y qué más?
(Ríe estrepitosamente).
PLÁCIDO.– Entonces yo le digo: “Mire, Gardel, aquí
el señor Pimentel como empresario y este servidor,
queremos preguntarle si se siente cómodo”...
MATILDE.– ¿Es alto, verdad Plácido?
PLÁCIDO.– Matilde... yo lo vi y me parpadeó la vi-
rilidad... Es alto, como en las películas y tiene esa
luz que parece atravesarlo... y en lugar de hablar,
accede, se inclina, se extiende...
MATILDE.– ¿Y Le Pera?
PLÁCIDO.– Le Pera entre las ollas, vigilando, mo-
jando, mordisqueando... (Retomando la descrip-
ción) Mire, Gardel, le digo, etcétera..., si se siente
cómodo, etcétera...
MATILDE.– Etcétera, no, Plácido. Etcétera es horri-
ble. Etcétera es el miércoles a las dos de la tarde.
PLÁCIDO (Mientras quita el disco que acaba de con-
cluir).– Le pregunté, entonces, si quería revisar las
instalaciones del teatro... el camerino alfombrado,
la estantería, el cortinaje, el telón, la tabla cru-
jiente, el micrófono, los altoparlantes... las coci-
neras del Majestic como si acabaran de descubrir

211
un fantasma... y Gardel habla y me dice: “¿Cómo
te llamas?” Y yo le respondo: “Plácido Ancízar”.
(Emocionado) “Plácido Ancízar –me contesta–, si
a vos te parece bien a mí me parece bien”... Y yo
sentí la historia universal del ser humano, Ma-
tilde, desde la masacre de los caquetíos hasta la
llegada de los andinos... Y me dije: ¡Coño...! ¡Aquí
estamos equivocados! ¡Aquí se ha cometido un
disparate en alguna parte! ¡Aquí hubo un loco
que nos extravió a todos...!
MATILDE (Repite, extasiada).– Si a vos te parece
bien, a mí me parece bien...
PLÁCIDO.– Y era como si me devolviera el nombre
envuelto en cultura, Matilde... como otro clima y
otro ladrillo... y otra forma...
MATILDE.– Un hombre que ha saludado a reyes,
Plácido.
PLÁCIDO.– Tal cual.
MATILDE (Emocionada).– ¿Y qué más te dijo?
PLÁCIDO.– Nada más, porque entre el temblor que yo
sentía y los emisarios del general Gómez que entra-
ron en la cocina buscándole, dejamos de hablar.
MATILDE (Como un conjuro).– Si a vos te parece bien,
a mí me parece bien.
PLÁCIDO.– Y entonces, después de aquello, me vine
a entregarles las entradas.
MATILDE.– ¿Es a las nueve, verdad Plácido?
PLÁCIDO.– En punto.
MATILDE (Mira el reloj de la sala).– Son las dos.
PLÁCIDO.– ¡Y María Luisa, ahora, con esa obstina-

212
ción de no querer ir...! ¡No se consigue una en-
trada en todo el territorio! ¡Hay doctores que no
consiguen entrada! ¡El taquillero del Principal es,
hoy por hoy, el hombre más importante de Cara-
cas! ¡Y ella diciéndome que haga lo que me dé la
gana con su boleto...! ¡Que no va a ir..., que no le
interesa!
Entra Pío Miranda.
PÍO.– Matilde, ¿dónde está Elvira?
PLÁCIDO.– Pío convéncela...
MATILDE.– Se sintió mal y se fue a su cuarto, Pío.
¿Por qué no hablas con ella mañana, después del
recital?
PÍO.– Gardel no me divide la historia.
PLÁCIDO.– Es un hombre de ideas avanzadas, Pío.
Un hombre del pueblo. A los ocho vendía yerba
mate en Montevideo. Y estoy seguro de que sim-
patiza con la Tercera Internacional.
PÍO.– Matilde, dile a Elvira que quiero hablar con
ella, y que María Luisa está en la acera de enfren-
te, esperándome.
MATILDE (Pausa).– ¿Llegó la carta de Romain Ro-
lland? (Larga pausa) Voy, voy.
Matilde sale. Plácido guarda cuidadosamente el disco de
Gardel.
PLÁCIDO.– ¿Te vas a ir con ella, Pío?
PÍO.– ¿Se me ha visto alguna vez en esta casa atro-
pellando a tu hermana?
PLÁCIDO (Amistoso).– Yo entiendo los ideales. Pío. En-
tiendo que el pobre sufre y sufre y sufre y se jode y

213
se jode y se jode. Y entiendo que hay gente que tiene
más y gente que tiene menos y que la humanidad
necesita un revolcón y unas cabezas cortadas y un
sangrero. Eso está en mi cabeza, Pío, y la plusvalía
de este asunto del señor Pimentel que pone el capi-
tal y me roba el trabajo, y las cinco cruces de la dia-
léctica y la desviación de Trotsky y el imperialismo
y la lucha de clases. Yo no era nada, Pío, antes de
que tú me entregaras esta iluminación. Y ahora veo
a Pimentel en la oficina y me digo: ay, Pimentel... ay,
Pimentel... y me preparo, calladito, agazapado para
el día de la cosa... cuando Pimentel me vea entrar
en la oficina, en 1947, supongo, suponte... con la
ametralladora en la mano... ¿Qué es esto, Ancízar?
Porque así me va a decir... ¿Qué es esto, Ancízar? Ay,
Pimentel... ay, Pimentel.
PÍO.– ¿Cómo sabes que será en 1947?
PLÁCIDO.– No sé. Siempre he pensado que será en
1947.
PÍO.– Tal vez, antes...
PLÁCIDO.– ¿Quién sabe si antes?
PÍO.– Pondremos la bandera en el Capitolio.
PLÁCIDO (Entusiasmado).– ¿Con la hoz y el marti-
llo, verdad, Pío?
PÍO.– Con la hoz y el martillo.
PLÁCIDO.– ¿Y vendrá Stalin, verdad?
PÍO.– Vendrá el camarada Stalin, de visita...
PLÁCIDO.– ¿Como Gardel...?
PÍO (Iluminado).– Nunca habrás visto tanta gente en
Caracas, como el día de la visita de Stalin. Esa

214
mañana, nos encontraremos frente al Congreso y,
si puedo, si me es dado, te entregaré el cordel de
la bandera roja para que tú mismo la subas.
PLÁCIDO.– ¿En serio, Pío?
PÍO.– Te he hablado de la bandera, Plácido.
Entra Elvira.
ELVIRA (A Plácido).– Matilde te espera en la cocina
con los pormenores de Gardel.
PLÁCIDO (Antes de salir).– Elvira, dile que te expli-
que el día de la bandera... que te hable de 1947...
ustedes no se entienden porque jamás han habla-
do de 1947...
Sale Plácido.
PÍO.– Lamento haber discutido y pido excusas.
ELVIRA.– No hay de qué.
PÍO.– Le he pedido a María Luisa que me acompañe
desde esta noche. Buscaremos un lugar dónde vi-
vir y después nos marcharemos.
ELVIRA (Áspera).– Tú me dirás dónde debo enviarle
la cama.
PÍO (Recto).– No me interesa la cama de María Luisa,
ni las pertenencias de María Luisa.
ELVIRA.– Me alegro.
Larga Pausa.
PÍO.– Ahora, hazme el favor de escucharme, por-
que voy a hablar de este asunto por última vez.
(Pausa) En treinta y ocho años de mi vida he sido
maestro de escuela, cajero de imprenta, secreta-
rio de un comprador de esmeraldas en el río Mag-
dalena, espiritista, seminarista, rosacruz, masón,

215
ateo, librepensador y comunista. ¡Y ahora, te voy
a explicar por qué soy comunista! Cuando era
niño, en Valencia, mi santa madre, Ernestina,
viuda de Miranda, enfermera jubilada del Hos-
pital de Leprosos, lectora perpetua de El Conde
de Montecristo, se ahorcó en su habitación. ¿Sabes
cómo mierda se ahorcó? Amontonó en el suelo
Los Miserables, de Víctor Hugo, El Coche Número
13, de Xavier de Montepin, La Dama de las Came-
lias, de Alejandro Dumas, hijo, El Crimen del Pa-
dre Amaro, De Eça de Queiroz y una edición ilus-
trada de la Biblia. Se subió a la pila de libros, y
ni siquiera, maldito sea, me dejó una carta expli-
cativa. Se limitó a saltar sobre la narrativa román­
tica, con una fiereza inexplicable. Ahora parece
un chiste y, a veces, me he sorprendido a mí mis-
mo riéndome al contarlo. ¡Pero desde ese día tuve
miedo! ¡Me orinaba en la cama de puro miedo!
¡No me atrevía a cruzar el patio después de las
once, por temor a encontrarla bajo el limonero, o
en el comedor, o en la cocina! Tú me pregunta-
rás: “¿Miedo a qué mierda?” Y yo te diré: “Miedo a
que me explicara por qué lo había hecho. Miedo a
no inventarla. Miedo a terminar en la misma viga
y bajo el mismo techo”. (Breve pausa) ¡Leí los li-
bros de aquel patíbulo que mamá había hecho en
su dormitorio, buscando una clave, una respues-
ta, una explicación cualquiera...! ¡Y no encontré
nada! ¡Páginas y páginas... y nada! (Pausa) ¡In-
gresé en el seminario Arquidiocesano y comencé

216
a masturbarme todas las noches! ¡Y un día me
descubrieron en una lascivia con la imagen de
Santa Rita! ¡Y me declararon loco y atormentado!
Entonces, dejé de creer en Dios... Porque, ¿cómo
mierda creo en Dios, si me provocaba la imagen
de Santa Rita? ¿No comprendes que me expulsa-
ron de la vida?
ELVIRA.– Alabado sea el Señor Misericordioso...
PÍO.– ¡No hay Señor misericordioso! ¡Estás en el
mundo, con tus manos, con tu lengua... y no hay
Señor misericordioso! ¡Yo te podría decir que soy
comunista por la cojonudez del Manifiesto, por el
hígado de Marx y la cabeza de Federico Engels!
¡Pero soy comunista, por la declaración de Aura
Celina Sarabia, cocinera de la pensión Bolívar
donde murió mamá! ¿Y sabes por qué se ahorcó
mamá? ¡Porque redujeron el presupuesto del Mi-
nisterio de Sanidad y hubo un error en la lista de
pensionados! Aura Celina me lo dijo... ¡Un error
en la lista de pensionados y tres quincenas sin el
dinero! ¡Murió de vergüenza...! Y entonces, yo me
pregunté: ¿dónde están los incendiarios de esta
sagrada mierda? Y me dijeron: “¡Lee...!” ¡Y aquí
estoy, hablándote de mi clandestinidad!
Larga pausa.
ELVIRA.– Tengo jaqueca... Dile a María Luisa que ven-
ga. No quiero saber que está en la acera de enfrente.
PÍO.– A veces me provoca salir corriendo y no volver
más. Inaugurar un koljosz en Guayana y callar-
me la boca.

217
ELVIRA.– ¿Quieres dejar a María Luisa?
PÍO.– No lo sé.
ELVIRA.– ¿Y la carta de Romain Rolland?
PÍO.– No va a contestar.
ELVIRA (Pausa).– ¿Cómo sabes?
PÍO (Pausa).– No la envié nunca.
Pausa.
ELVIRA.– Judas.
PÍO.– Ni siquiera sé dónde vive Romain Rolland. Y
aunque lo supiera, ¿qué puede importarle?
ELVIRA.– ¿Y mi hermana?
PÍO.– Vendré a buscarla esta noche.
ELVIRA.– ¿Y adónde vas a llevarla? ¿A la pensión
Bolívar?
PÍO.– A lo mejor nací cincuenta años antes de lo debi-
do... O a lo mejor se me extravió el mundo. En oca-
siones veo el mapa de Australia, Elvira, por hablarte
de un lugar lejano, y pienso que allí debe existir otro
como yo, en alguna calle de Sydney, un fabricante
errático, un vendedor de soluciones, un australiano
falsificador. Me acerco a la gente y cinco minutos
después estoy explicando algo... como si me dieran
pena. La gente se ruboriza, Elvira, y en lugar de ha-
blar, respondo, explico y reparto pedazos de mun-
do, con la única intención de que me perdonen. Y
me provoca gritar: ¡qué mal viven...! ¡Qué mierda
de vida viven, por no vivir medio metro más allá...!
¡Nadie me pide explicaciones! ¡Nadie se interesa por
mis explicaciones, y yo pido perdón por ser testigo
de esa tontería...! Así pasó con María Luisa... ¿Qué

218
hacemos, Pío? ¿Cuándo nos vamos, Pío? ¿Cuándo
nos casamos, Pío? Y yo cerré los ojos y me vi en la
calle de Gato Negro con los libros y la infinita segu-
ridad de estar equivocado... Entonces le dije que iba
a escribirle una carta a Romain Rolland, para que
ella pensara que Romain Rolland cabía en el pa-
norama de Gato Negro... Romain Rolland hablaría
con Stalin y Stalin era el koljosz de remolachas en
Ucrania. ¿Qué estupidez, verdad?
ELVIRA.– Vivimos tan mal, Pío Miranda, con los he-
lechos y los canarios, y el Ecce Homo detrás de la
puerta... vivimos tan mal...
Entra Matilde. Se ha puesto el traje blanco de organza
con lacitos negros.
MATILDE.– ¿Cómo se ve?
ELVIRA.– Un sueño.
MATILDE.– Plácido dice que si llegamos temprano a
lo mejor podremos saludarlo en el camerino.
ELVIRA.– Estará ocupadísimo.
MATILDE.– ¿Y María Luisa?
PÍO.– Voy a buscarla.
Pío sale.
MATILDE.– ¿Con el turbante, verdad?
ELVIRA (Distraída).– ¿Ah?
MATILDE.– Con el turbante, pregunto...
ELVIRA.– ¿Cuál turbante?
MATILDE.– El de la cabeza. ¿Qué pasa?
ELVIRA.– Nada. El turbante no me gusta. El tocado
de flores es lo apropiado.
MATILDE.– ¿Como Margarita de Borgoña en la To-

219
rre de Nesle?
ELVIRA.– Como Genoveva de Brabante, en la gruta,
cuando amanece.
MATILDE.– Yo pensé en Tango bar... Al final... Cuan-
do él está en el barco y ella sube la pasarela...
ELVIRA.– Me gustan las flores. Son más tú.
Elvira abraza a Matilde.
MATILDE.– ¿Te sientes mejor?
ELVIRA.– Sí.
MATILDE.– ¿Y cómo vas a ir vestida?
ELVIRA.– Cualquier cosa.
MATILDE.– ¿Y María Luisa? Plácido piensa que no va
a ir...
ELVIRA.– María Luisa va a ir y esta noche será una gran
noche. Pasarán cincuenta años y será una gran noche.
Yo estaré muerta, y seguirá siendo una gran noche...
MATILDE.– ¿Como “Rubias de New York”...?
ELVIRA.– Como Mary, Peggy, Betty y Juliet...
MATILDE.– ...Rubias de New York... Cabecitas ado-
radas que vierten amor...
ELVIRA.– Dan envidia a las estrellas...
MATILDE.– Yo no sé vivir sin ellas...
Entra Plácido.
PLÁCIDO (Canta).– Mary, Peggy, Betty y Juliet, Ru-
bias de New York... Cabecitas adoradas que vier-
ten amor...
MATILDE.– ¡Dan envidia a las estrellas!
ELVIRA.– ¡Yo no sé vivir sin ellas...!
PLÁCIDO.– Mary, Peggy, Betty y Juliet de labios en
flor.

220
MATILDE.– ¡Pon el disco, Plácido! ¡Esta noche, en
la sexta fila del Principal, van a estar sentadas las
tres rubias de New York!
PLÁCIDO (Mientras dispone el disco).– Es como el
cristal la risa loca de Juliet... Es como el cantar
de un manantial.
ELVIRA.– Turba mi soñar el dulce hechizo de Peggy,
su mirada azul, honda como el mar.
PLÁCIDO.– Deliciosas criaturas perfumadas, quiero
el beso de sus boquitas pintadas.
ELVIRA.– Frágiles muñecas del olvido y del placer,
ríe su alegría... como un cascabel.
Rubias de New York se escucha a todo volumen en el sa-
lón de las Ancízar.
VOZ GARDEL.– Mary, Peggy, Betty, Juliet. Rubias
de New York...
MATILDE (Grita).– ¡Tan lejos...! ¡Coño! Tan lejos...
VOZ GARDEL.– Cabecitas adoradas que vierten
amor.
ELVIRA Y VOZ GARDEL.– Dan envidia a las estrellas.
PLÁCIDO (Grita).– ¡A las estrellas! ¡Óigase bien que
dice: a las estrellas!.
VOZ GARDEL.– Yo no sé vivir sin ellas.
PLÁCIDO (Grita).– Gardel es tan alto como el gene-
ral Gómez...
VOZ GARDEL.– Mary, Peggy, Betty y Juliet de labios
en flor.
Elvira y Plácido bailan el fox trot.
VOZ GARDEL.– Es como el cristal, la risa loca de
Juliet. Es como el cantar de un manantial.

221
MATILDE Y VOZ GARDEL.– Turba mi soñar el dul-
ce hechizo de Peggy / su mirada azul... honda
como el mar...
MATILDE, ELVIRA, PLÁCIDO Y VOZ GARDEL.–
Deliciosas criaturas perfumadas, quiero el beso
de sus boquitas pintadas.
GARDEL Y PLÁCIDO.– Frágiles muñecas del olvido y
del placer / Ríen su alegría... como un cascabel...
Entran María Luisa y Pío.
VOZ GARDEL.– Rubio coctail que emborracha, así
es Mary...
PLÁCIDO Y VOZ GARDEL.– Su melena que es de
plata quiero para mí...
ELVIRA Y VOZ GARDEL.– Si el amor que me ofre-
cías sólo dura un breve día...
MATILDE Y VOZ GARDEL�������������������������
.–�����������������������
Tiene el fuego de una
brasa tu pasión, Peggy...
PLÁCIDO (Acercándose a María Luisa).– ¡Y mientras
tanto, vamos a esperar la bandera...! ¡Porque va a
llegar! ¡Seguro que va a llegar!
VOZ GARDEL.– Es como el cristal, la risa loca de
Juliet. Es como el cantar de un manantial...
MATILDE Y VOZ GARDEL.– Turba mi soñar el dulce
hechizo de Peggy, su mirada azul... honda como
el mar...
ELVIRA, MATILDE, PLÁCIDO Y VOZ GARDEL.–
Deliciosas criaturas perfumadas
Quiero el beso de sus boquitas pintadas
Frágiles muñecas del olvido y del placer
¡Ríen su alegría... como un cascabel...!

222
En la calle se escuchan los cohetes municipales que anun-
cian la llegada de Carlos Gardel y el consiguiente júbilo
de la población.
MATILDE (Eufórica).– ¡Cohetes, Plácido... vamos!
PLÁCIDO.– Que nadie diga que no fuimos agrade-
cidos, que no supimos reconocer la gloria de un
hombre. La ciudad está de fiesta.
Se renuevan los cohetes en el zaguán de las Ancízar.
MATILDE (Desde la puerta).– ¡Vamos, Plácido!
ELVIRA.– ¿Por qué no vas a ver los cohetes, Pío?
¿Quién sabe si la revolución es un sonido? De
cualquier manera, esta noche te vas a ir con La
Pasionaria a la calle de Gato Negro. No te olvides
de darme la dirección por si acaso llega a esta
casa la carta de Romain Rolland.
PÍO.– A veces tarda el Correo.
ELVIRA.– Es culpa de Bertorelli. Pero estas cosas cam-
biarán cuando haya una bandera roja en Capitolio.
Las explosiones de los cohetes se acercan.
PÍO.– En 1947.
ELVIRA (Pausa).– Así es.
MARÍA LUISA (Súbitamente angustiada).– ¿Qué les
pasa?
ELVIRA.– Nada. ¿Verdad, Pío? Hemos hablado y nos
hemos disculpado. Todo hombre tiene una miseria.
PÍO.– Vengo esta noche, María Luisa, después del
concierto.
Pausa. Pío sale. Larga pausa, después de la acción de Pío.
MARÍA LUISA.– Tenía que ser así.
ELVIRA.– No me digas nada y dame un abrazo.

223
MARÍA LUISA (Llora).– Mi hermana grande.
Elvira y María Luisa se abrazan.
MARÍA LUISA (Dentro de todo).– Total... no nos vamos
por mucho tiempo. Siete... ocho años, nada más.
ELVIRA.– Sí.
MARÍA LUISA.– ¿Y quién sabe si tú...?
ELVIRA.– ¿Qué...?
MARÍA LUISA.– Puedas ir...
ELVIRA.– ¿Tan lejos?
MARÍA LUISA.– De visita. En julio. En Ucrania.
Ahorro y te envío el pasaje...
ELVIRA.– Puede ser.
MARÍA LUISA.– Es hermoso allí. Hay campos de
remolacha y actos culturales en la noche. Una vez
al año, Stalin impone la medalla del trabajo, y la
gente se reúne en la casa central del koljosz.
ELVIRA.– ¿Y cómo vas a hacer para cultivar remola-
chas? Tú nunca has cultivado nada.
MARÍA LUISA.– Aprenderé. Tampoco es tan difícil.
Te dan las semillas y las hundes en la tierra. Con
el tiempo, crecen.
ELVIRA.– Después de todo... ¿Es tu vida, verdad?
MARÍA LUISA.– Nos conocemos demasiado..., ¿en-
tiendes? Nunca lo he visto desnudo, pero es como
si lo hubiera visto. Y si quiero saber algo, él me
lo explica. Nos hemos sentado tantas veces en el
sofá... y ha habido tantos silencios después de sus
palabras... tanta costumbre...
ELVIRA.– Te comprendo...
MARÍA LUISA.– He aprendido a escuchar su voz...

224
sus asperezas... sus ternuras...
ELVIRA.– Tendrás que llevar un abrigo. ¡Hace tanto
frío...!
MARÍA LUISA.– Yo no sé de la revolución, Elvira.
Yo sé de mí. Y a veces, me maravilla saber de mí.
Me parece increíble mi propia adivinanza, Elvira.
Todos los días... uno tras otro... de domingo a do-
mingo. A veces pienso que no va a volver y me da
miedo... Pero está aquí todos los días a las doce y
media, provisio­nalmente avergonzado del almuer-
zo, diciéndome que no quiere molestar... No me ha
tocado nunca... ¿Podrás creer que no me ha tocado
nunca? En realidad, no recordamos nada. Vivimos
para un día donde habrá justicia y se repartirá el
mundo.
Larga pausa, y de pronto entra Le Pera en la sala de las
Ancízar.
LE PERA.– Disculpen... la puerta está abierta...
ELVIRA.– ¿Qué deseaba?
LE PERA.– ¿Vive aquí el señor Pablo Ancízar?
ELVIRA.– Sí.
LE PERA (Llama).– ¡Carlos! ¡Llegamos! ¡Acá es!
Pausa.
ELVIRA.– Perdone. ¿Quién es usted?
Entra Gardel y elige su mejor sonrisa.
GARDEL.– Buenas tardes. Me llamo Gardel.

Telón

225
Segundo tiempo
Tut-ankh-amón

La sala y el patio de las Ancízar a las doce de la noche.


Elvira enciende la luz de la sala. Con ella, han entrado
María Luisa y Matilde. Vienen del Teatro Principal, des-
pués de asistir a la apoteosis de Gardel.

MATILDE (Grita desde la entrada y antes de encenderse


la luz).– ¡Es que no te lo pueden contar! ¡Reúnes
a los escribas y fariseos de Jerusalén, y al doctor
Fortoul y al doctor Vallenilla y les pides el cuento
de esta noche...! ¡y no te lo pueden contar! (En el
patio) ¡País, qué grandeza!
MARÍA LUISA (Alarmada por los gritos).– ¡Matilde!
ELVIRA (Risueña).– ¡Tengo veinte años diciéndolo!
¡Aquí no se ha visto nada semejante! Aquí se detie-
ne el viento cuando ese hombre abra la boca y diga.
¡Porque no es el canto ni el repertorio! ¡Es él! ¿Le vie-
ron los dientes? ¿Qué dije yo de los dientes? ¿Se ha
contemplado alguna vez en el planeta una porcelana
semejante? ¡Es un espejo lo que tiene en la boca!
MATILDE.– Viene alguien, ¿verdad, María Luisa?, y
te dice: terciopelo, caramelo, cristal, lágrima, bru-
ñido, tañido, suponte... Y te revuelcas fracasadísi-
ma en las palabras, como un camello en la arena
del Nilo. (Grita) ¡Tutankamón! ¡Tutankamón!
MARÍA LUISA.– Matilde, baja la voz...
MATILDE.– ¿Y por qué voy a bajar la voz? ¡No quiero

226
bajar la voz! ¡Quiero que me oigan! ¡Quiero que
se despierten! (Grita) ¡Tutankamón! ¡Tutanka-
món! ¡Qué maravilla es Tutankamón!
MARÍA LUISA.– ¡Pero estás loca!
MATILDE.– ¡Ebria, como la Borgoña en París...!
¡Ebria...! ¡Absoluta y definitivamente ebria! ¡Tu-
tankamón! ¡Tutankamón! Cuando cantó Tuth-
ank-amón, ¿ah, Elvira?, ¡yo me sentí una vestal de
bandeja, cadena y perro lobo! Y me dieron ganas
de subir al escenario con la única intención de res-
catarlo de las aguas al igual que la madre de Moi-
sés en el Penúltimo Testamento. ¡Dios del Sinaí!
¡Qué humedad de hombre!
ELVIRA.– ¡Ahora quiero ver a Bertorelli, cara a cara!
¡Mañana llegaré a la taquilla a las diez y media,
o tal vez a las once...! y cuando esta alimaña alce
los ojos por debajo de la visera y me pregunte por
mi tardanza, le diré: “¡Consúmome de la pena,
Bertorelli, pero ayer estuvo Gardel en mi casa y
hay ciertos compromisos que imponen una ligera
tardanza! ¡No creo que esta desazón burocrática
entorpezca la marcha de las comunicaciones na-
cionales! Si así fuere, muérome y extíngome del
pudor, honorable superintendente”.
MARÍA LUISA.– No creo que haya suficientes copas.
ELVIRA.– ¿Por qué? Vienen él y Le Pera solamente.
MARÍA LUISA.– ¿Y si invita a alguien más? Había
tanta gente esperándolo.
MATILDE.– Fue claro y diáfano, cuando entró por
esa puerta a las dos y treinta de la tarde, antes de

227
mi desmayo. (Cita a Gardel) Señora Elvira...
ELVIRA (Corrige).– Señora Elvira, distinguida dama...
MATILDE (En el juego).– ¿Podría tener...?
MARÍA LUISA (Completando las históricas palabras de
Gardel).– ¿...el honor de venir acá esta noche des-
pués de mi presentación en el Principal?
MATILDE (Emocionada).– ¡No puede ser! ¡No puede
ser! ¡No puede ser! (A Elvira) ¿Y qué contestó la
distinguida dama?
ELVIRA (Con falsa afectación).– Ya lo dije. No voy a
repetirlo otra vez.
MATILDE.– ¿Por qué? ¿No me contaron las monjas
en el colegio, catorce veces, la historia del centu-
rión renegado y el lanzazo?
MARÍA LUISA.– ¡Elvira, dilo...!
ELVIRA Y MARÍA LUISA (Susurran al mismo tiem-
po).– La politesse... la politesse....
MARÍA LUISA (Divertida).– Dios mío... estamos locas...
ELVIRA (A María Luisa).– Celebramos un prestigio y
cuatro copas de champagne. Me gustaría que al-
guna vez alzaras la cabeza y vieras el cielo. En
ocasiones hay estrellas...
MATILDE (Insiste).– ¿Y a qué debo esta distinción?
MARÍA LUISA.– Pío va a llegar de un momento a
otro.
MATILDE.– Tengo unas profundas ganas de orinar.
ELVIRA.– Ve, mujer.
MATILDE.– ¿Y si viene? (A Elvira) Júrame que no le
vas a decir nada.
ELVIRA.– Lo juro.

228
MATILDE (Mientras sale).– Háblale de flores... si vie-
ne, háblale de flores...
Sale Matilde apresuradamente. Pausa.
ELVIRA.– ¿De verdad, te vas a ir esta noche?
MARÍA LUISA.– Sí.
ELVIRA.– ¿Y tu ropa...?
MARÍA LUISA.– Vendré por ella.
Breve pausa.
ELVIRA.– María Luisa...
MARÍA LUISA.– Elvira, no me digas que no tengo
razón... Por lo que más quieras, no me digas que
no tengo razón...
ELVIRA.– No.
MARÍA LUISA.– Tengo diez años con el olor de este
día. Sé de este jueves como de nada en la vida.
Y es así. Es hoy. Viviremos en una habitación,
mientras tanto, y después...
ELVIRA.– ¿Y ahora? ¿Qué vas a hacer ahora? Ten-
go los mismos diez años oyendo hablar a Pío, de
después... Y quiero saber de ahora...
MARÍA LUISA.– No lo sé... Me quedaré allí... freiré
algo... no sé... Esta noche... Pienso y nada más...
esta noche... Diez años, van a terminar esta no-
che... Y será como todo el mundo... como tú, con
Galarraga... ¿No es así?
ELVIRA.– Galarraga se emborrachó y decía poemas
y hablaba de una empresa de fluidos. Galárraga
fue al día siguiente. Y cuando pasó... por dentro...
tuve un pensamiento. No lo voy a soportar, me
decía a mí misma, porque era un dolor espan-

229
toso, sin remedio, demasiado natural... y al final
había algo... nunca supe qué, exactamente... ha-
bía algo y era así... Yo tenía veinte años... ¿Cómo
puedo recordarlo?
MARÍA LUISA.– Yo tengo treinta y seis, como Santa
Ana.
ELVIRA.– Santa Ana parió a María. Bendito sea Dios.
Entra Matilde.
MATILDE (Insiste en su imitación de Elvira).– ¿Y a qué
debo esta distinción?
ELVIRA (Alegre).– Fue un 11 de julio de 1935, cuan-
do llegó Carlos Gardel a esta casa y Elvira Ancí-
zar dividió su vida en dos etapas o, mejor dicho,
en dos movimientos, tan simples como antes y
después...
MATILDE (Como Elvira).– ¿Y a qué debo esta dis-
tinción? (Como Gardel) Señora Elvira, vengo de
New York y me siento agotado. No soporto una
recepción más.
MARÍA LUISA (A Matilde).– ¿Te diste cuenta del
pelo?
ELVIRA.– Entre otras cosas.
MARÍA LUISA.– Tiene un brillo increíble, como si
se reflejara el sol en su cabeza. Un brillo peruano
de mediodía en Lima. Quién sabe si la historia
del Uruguay es cierta.
ELVIRA.– Esta noche se despejarán las incógnitas.
MATILDE.– ¡Esta noche...!
ELVIRA.– ¡Y resplandecerá la verdad! Fue engendrado
en Toulouse, sin partida de nacimiento posterior,

230
de padre francés sospechoso y madre argentina
decentísima. A los tres años, por un azar del des-
tino, llego a Montevideo, y a los cinco buscando
mejores horizontes, se residenció en Buenos Aires,
donde lo conocieron por el apodo de El Morocho.
MARÍA LUISA.– ¿Y no será india la madre?
ELVIRA.– Blanca y rubia como la duquesa de Alba.
Ese hombre no nos pertenece.
MATILDE.– ¡Quiero oír lo que dijo de la casa!
MARÍA LUISA.– ¡Matilde, no grites!
ELVIRA.– Mordió una hoja de helecho... me miró...
y dijo: “Señora Elvira, le extrañará mi petición,
pero quisiera, si no es molestia, compartir esta
noche con ustedes”.
MATILDE (Como Elvira).– Sería un honor, señor.
ELVIRA (Como Gardel).– Porque esta casa se parece a
la de mi madre en Buenos Aires, cuando llegamos
de Montevideo.
MATILDE.– ¿Y cómo hace una para no gritar? De
pie, sobre estos mosaicos, el primer latinoameri-
cano trascendental desde San Pedro Claver, de-
clara que esta casa se parece a la de su madre.
MARÍA LUISA (Compartiendo la alegría).– Fue tan
hermoso en el teatro...
MATILDE.– Agonizo y muero.
MARÍA LUISA.– ...cuando nos dedicó Tutankamón.
Me dieron ganas de llorar.
ELVIRA.– Y nadie lo supo. Aquella envidia comién-
doselos a todos.
MARÍA LUISA.– Hubo un silencio y la gente pensó

231
que iba a ocurrir algo muy especial. Y él esperó
y esperó y esperó... hasta que desaparecieron las
toses y los murmullos, y dijo: “Querido público
de esta noche... me siento feliz en Caracas...”
ELVIRA.– Y allí me brotaron las lágrimas, porque
vi el mundo como un planeta redondo donde la
Providencia nos deparó un rincón y un nombre...
me siento feliz en Caracas.
MARÍA LUISA (Continúa).– ...una ciudad que siem-
pre quise conocer y a la que llevo en mi corazón
desde hace muchos años...
MATILDE.– Aleluya.
MARÍA LUISA.– Medio teatro lloraba en ese mo-
mento, como si todas las cosas terminaran allí. Y
después hubo un silencio...
MATILDE (Pausa).– ¿Y después del silencio?
MARÍA LUISA.– Volvió la cabeza y nos miró... y
dijo: “Esta tarde conocí a tres personitas de las
que me llevo el mejor recuerdo...”
MATILDE (Cuenta).– Mary. Peggy. Betty. Y falta Julie.
ELVIRA.– Julie es tu madre, y tu madre nos miraba
desde el empíreo.
MATILDE.– Mary, Peggy y Betty, porque Julie murió
en 1928, y desde ese día hay flores en su tumba y
minutos de silencio.
MARÍA LUISA.– Y a ellas, por buenas, por gentiles,
quiero dedicarles un shimmy cariñoso. Se llama:
Tut-ankh-amón.
ELVIRA.– Y cantó “Tutankamón”, como si la felici-
dad fuera su asunto en aquel nuevo Egipto. ¡Dios

232
de mi vida! ¿Dónde puedo escribir esta fecha?
Haría falta una pirámide.
MATILDE (Lúcida).– Y no hemos puesto el mantel.
MARÍA LUISA.– Mary y Peggy van a la cocina y
traen las copas. Yo pongo el mantel.
MATILDE.– ¿Vendrá, Elvira?
ELVIRA.– De un momento a otro. Lo sé. Lo presiento.
Salen Elvira y Matilde. María Luisa busca el mantel y
con exacta sabiduría cubre una mesa que han dispuesto
para la trascendental ocasión. Una pausa. Entra Gardel.
Sin hacer ruido se acerca a María Luisa.
GARDEL.– ¿Me permite?
María Luisa se vuelve, reprimiendo un grito, ante aquel
asombro.
GARDEL (Después de oler el mantel).– Vetiver.
MARÍA LUISA (Trémula).– Toda la casa está llena de
Vetiver.
GARDEL.– ¿Tú eres María Luisa?
MARÍA LUISA.– Ancízar.
GARDEL (Con la acción).– Se busca el centro del
mantel y se hace coincidir con el centro de la
mesa. Después es fácil... (Y súbitamente el mantel
queda dispuesto con increíble rigor) Lo aprendí en
Holanda, con la pequeña Guillermina.
MARÍA LUISA (Balbucea).– ¿Y quién es Guillermina?
GARDEL.– La reina, claro está. (Nostálgico) Guiller-
mina y sus manteles. Guillermina y sus caprichos.
(A María Luisa) ¿Dónde están las servilletas?
MARÍA LUISA.– En el mueble. No se moleste.
GARDEL.– No es molestia. Es una manera de vivir.

233
Y con paso grácil, Gardel se acerca al mueble de las An-
cízar y consigue las servilletas.
GARDEL.– Mi madre dice que las servilletas deben
duplicar el número de invitados. ¿No es increíble
mi madre?
MARÍA LUISA.– ¿Es argentina?
GARDEL.– No lo sé. ¿Podrá creer que no lo sé? (Gar-
del coloca las servilletas en los distintos puestos. Le
Pera y Plácido traen el vino. Breve pausa) ¿Y su no-
vio?
MARÍA LUISA.– ¿Cómo lo sabe...?
GARDEL.– Plácido me habló de él. Un intelectual,
por lo que he oído...
MARÍA LUISA.– ¿Usted cree?
GARDEL.– ¿Por qué no? (Ríe) Hace un trimestre en
París me decía Romain Rolland... ¿Conocen acá a
Romain Rolland?
MARÍA LUISA.– No. Sí.
GARDEL.– Me decía el buen Rolland bajo un alero
en Montparnasse: “Cher Gardel... (Corrige) ...que-
rido Gardel, llevamos dos mil años confiando en
el futuro. ¿No es aburrido?”.
MARÍA LUISA (Perpleja).– ¿Rolland?
GARDEL.– El futuro. (Displicente) Rolland y sus ma-
nías. (Pausa) Amo esos días lluviosos en París.
¿Nunca ha estado usted allá...?
MARÍA LUISA.– No.
GARDEL.– ¡Nunca ha estado! Qué lástima. (Pausa)
Disculpe, no le he preguntado por Elvira y Ma-
tilde. Si mi madre estuviera conmigo, me pelliz-

234
caría una oreja... ¡Carlos, Carlos, Carlos! Así me
dice cuando cometo una descortesía. Se toca la
frente, así... Carlos, Carlos, Carlos...
MARÍA LUISA.– ¡Dios mío...! ¡Me olvidé...! Están en
la cocina. ¿Las llamo?
GARDEL.– No turbemos la intimidad de dos damas.
(Pausa) Volvamos a la noche. Hace calor, ¿no es
cierto?
MARÍA LUISA.– Si me permite... creo que es por la
bufanda.
GARDEL.– Tiene razón. (Se quita la bufanda) Guár-
dela. Es suya. (Observa a María Luisa) ¿Por qué
tiembla?
MARÍA LUISA.– ¿Mía...?
GARDEL.– No hay preguntas después de un regalo,
decía Mahatma Gandhi. (Ríe) Iba a decir: “Me de-
cía”..., pero no quiero parecer pedante. ¿Conocen
acá a Mahatma Gandhi?
MARÍA LUISA.– No. Nunca ha estado.
GARDEL.– Qué pena.
MARÍA LUISA.– Perdóneme. Hay una pregunta.
Una sola pregunta. ¿Por qué vino aquí? ¿Por qué,
esta noche? ¿Por qué nosotras?
GARDEL.– Cosas técnicas de Le Pera... qué sé yo... un
micrófono... el sonido de la guitarra. Había mucha
gente en el vestíbulo del Majestic, y de pronto lo
vi salir. Buscaba a Plácido, con esa típica angustia
de Le Pera ante los contratiempos. Y le dije voy
contigo... Cuando llegamos aquí, la puerta estaba
abierta y desde la calle vi los helechos...

235
Entra Pío Miranda. Trae consigo una maleta.
PÍO (Protesta).– Van a robar un día...
MARÍA LUISA.– Pío... (Pausa) ...él es Gardel.
GARDEL (Cordial).– ¡Como el duodécimo del Vati-
cano... el de las manos largas y las uñas pulidas!
PÍO (Después de dejar caer la maleta).– ¿Gardel...?
GARDEL (A Pío).– ¡Si ya nos conocemos! ¡Tiene me-
dia hora hablándome de usted! (Estrecha vigorosa-
mente la mano de Pío) Gardel... enchanté... (Corri-
ge) Dios mío... Babel y los idiomas... ¡Encantado!
PÍO.– Pío Miranda. (Perplejo) María Luisa... ¿Qué
hace él aquí?
MARÍA LUISA (Intenta una explicación).– Estábamos
en el patio... Elvira y yo... ¿verdad? Y de pronto...
lo vimos... No me preguntes cómo..., no lo sé... Lo
vimos. Quería un retoño de helecho. ¿Verdad?
GARDEL (Levantando la maleta de Pío).– ¿De viaje,
amigo Miranda...? ¡Qué detalle! Y antes de partir
a la dura carretera, supongo, una entrevista con
la amada. ¡Galán!
MARÍA LUISA.– ¡Ni siquiera he podido avisarles a
Elvira y a Matilde! ¡No me lo van a perdonar nun-
ca! (A Gardel, muy angustiada) Permiso. Regreso
en un momento. Queda en buena compañía.
GARDEL.– Gracias.
María Luisa sale en dirección a la cocina.
GARDEL.– Déjame verte, Pío Miranda, hombre fe-
liz. (Palmotea a Pío) ¡Qué bella novia tienes! (Ai-
roso) Hay algo apresurado en este país, que, desde
luego, ha terminado por impresionarme. Como

236
si todo sucediera en un momento... como si algo
grave estuviera a punto de pasar y la gente se
quedara en silencio... (Eufórico) ¿Y qué pasión?
¿Cómo andas en la vida?
PÍO.– Bien. Gracias.
GARDEL.– ¿Dónde trabajas?
PÍO.– En una escuela nocturna.
GARDEL (De nuevo, palmotea a Pío).– ¡Pestalozzi...!
¡La dialéctica! A veces me acuesto, y no hay da-
mas en las cercanías, y pienso... porque, después
de todo, ¿para qué sirve el hombre, Miranda? O
machea y la colgadura se endurece o piensa y la
colgadura se ausenta... y todo lo demás es fanta-
sía. Pienso, digo, en un sentido cartesiano, que
hay hombres como tú, y me veo cantando filigra-
nas y yira y yira sin la menor vergüenza. Y me
digo: ¿para qué vives, Gardel, esta vida de bur-
buja, que te agobia? Pero al final duermo, porque
gano cien mil dólares al año, y sé que existen per-
sonas como tú, en Paraguay, en Nicaragua y fun-
damentalmente en la república de El Salvador. De
lo contrario, no dormiría, Pío grande, porque...
¿cómo se puede dormir después de entender que
existe la república de El Salvador?
PÍO (Tímido).– ¿Le parece?
GARDEL.– Rotundamente.
PÍO (Después de una pausa).– Y..., ¿llegó esta mañana,
verdad?
GARDEL.– Un viaje terrible, Pío. Cuando llegue a
Medellín, voy a tomarme unas vacaciones. Aun-

237
que a veces me asalta un terrible presagio, como
dicen en la ópera. (Pausa) ¿Canté bien, Pío?
PÍO.– Lamentablemente, no pude ir al teatro.
GARDEL.– A veces dudo de mi voz. El gordo Enrico,
buenazo como el pan nuestro, estuvo toda una
noche hablándome del diafragma, como si el dia-
fragma fuera un sentimiento.
PÍO.– ¿Quién es Enrico...?
GARDEL (Disculpándose).– Caruso, perdón. (Pausa
breve) ¿Por qué no fuiste al teatro?
PÍO.– Razones.
Desde la cocina se escucha una hecatombe de copas y
platos rotos.
GARDEL (Alzando la voz).– ¡Suerte, Matilde! ¡Aquí
estoy, Elvira!
Pálidas y temblorosas ingresan al patio de las Ancízar,
Elvira y Matilde, seguidas de María Luisa.
ELVIRA (Después de una larga pausa).– ¡Nunca lo
dudé! Y ahora puedo decir, por lo más sagrado
de este mundo, que valía la pena haber vivido
cincuenta y seis largos años y una traición, has-
ta esta noche de gloria. Disculpa la humildad de
nuestra casa y nuestra torpeza en atenderte. Ma-
tilde y yo ensayamos una reverencia en tu honor,
porque no es posible recibirte con las buenas no-
ches de cada día.
Elvira y Matilde exhiben una reverencia que concluye de
rodillas en el suelo.
MATILDE (Se aproxima a Gardel con una espiga).– Y
en nombre de esta familia y de mi abuelo, el gene-

238
ral Ancízar, héroe de la Guerra de la Independen-
cia, cuyos restos reposan en el Panteón Nacional
y son nuestro único orgullo, queremos darte la
bienvenida y decirte que hemos visto todas tus
películas y escuchado las canciones que estuvie-
ron a nuestro alcance, hasta recordarlas palabra
por palabra. Sabemos de tu madre y de tu pa-
dre en la lejana Francia y de tus peripecias en el
Uruguay. Lamentamos tu infancia desdichada en
Buenos Aires. Sentimos, como si fuera nuestro, el
dolor de cada personaje que has interpretado. La
soledad de “Luces de Buenos Aires”, la incomo-
didad de “Tango bar”, la tisis de “El día que me
quieras” y el asombro de “El Tango en Broadway”.
Y en nombre de estos recuerdos, nos permitimos
ofrecerte esta espiga, símbolo de la fertilidad de
nuestro suelo.
GARDEL (Recibe la espiga y la besa).– Y yo la recibo
y la beso y la devuelvo a la tierra y prohíbo que
se toque, porque será una manera de permanecer
en esta casa. (Besando a las Ancízar) María Luisa.
Matilde. Elvira.
Larga pausa.
PÍO (Sobreponiéndose a la solemnidad del momento).–
Creo que es tiempo, María Luisa. El último auto-
bús pasa a las doce y media.
MARÍA LUISA (Dispuesta).– Sí, Pío.
GARDEL.– Pero, cómo... ¿se va la dulzura?
MARÍA LUISA (Maravillada).– ¿Yo?
PÍO (A Gardel).– Señor Gardel, me alegra que la pre-

239
sentación haya sido positiva.
GARDEL.– Gracias.
PÍO.– Su presencia en esta casa es un gesto afortuna-
do propio de un gran artista popular. De cualquier
manera, permítame decirle que hemos soportado
durante veintisiete años una brutal dictadura, y
que las cárceles de este país están llenas de gente
decente. (Inspirado) Que nuestro pueblo se muere
de hambre y paludismo mientras los jerarcas del
régimen derrochan el dinero a manos llenas. Pero
que en todas partes hay un espíritu combativo
que en poco tiempo logrará imponerse al recobrar
las masas una definitiva conciencia histórica bajo
la dirección del glorioso proletariado nacional.
Cuando esto ocurra, y ocurrirá, téngalo por segu-
ro, el gobierno popular lo invitará nuevamente a la
ciudad de Caracas a un recital gratuito y en la pla-
za Bolívar, para que su arte pueda ser escuchado
por el pueblo y no por la banda de criminales que
mayoritariamente llenó hoy el teatro Principal.
MATILDE.– Amén.
GARDEL (Espléndido).– Por favor, cuando ocurra,
escríbame a Buenos Aires.
MARÍA LUISA (Por si acaso).– ¿A qué dirección?
GARDEL.– Ponga en la carta, simplemente, Carlos
Gardel... Buenos Aires... Sus manos. Sucede que
todo el mundo me conoce y mamá me guarda la
correspondencia.
PÍO.– Así lo haremos.
MATILDE.– Tía María Luisa, ¿y no te puedes ir

240
mañana?
ELVIRA (A Matilde).– Déjalos.
MATILDE.– Pío..., ¿no es lo mismo? Si total, han
esperado diez años... ¿No es lo mismo? ¡Y quién
sabe si mañana llega la carta del señor francés y
se van por la puerta grande con arroz y palomita
blanca...! ¡Pío, no te la lleves!
GARDEL (Excusándose).– Puedo esperar en la puerta
a Plácido y Le Pera. No tardan en venir.
ELVIRA.– ¡Usted en su sitio, grandeza! ¡En el centro
de esta casa, donde le corresponde por invitado y
por distinto! Después de diez años de amores, mi
hermana y su prometido han decidido marcharse
esta noche, y el autobús del municipio pasa a las
doce y media...
MATILDE (Desesperada).– ¡Tía María Luisa!
ELVIRA.– ¡Es la ruta de Caracas a Ucrania con una
probable parada en el limbo para el desayuno!
Como se verá, el viaje es largo y no hay tiempo
para despedirse...
MARÍA LUISA (Protestando).– ¿Y por qué tienes que
tomarlo así?
ELVIRA.– Por nada. Por absolutamente nada.
MARÍA LUISA (A Gardel).– Entre otras cosas... puse
el mantel, ¿no es cierto?
GARDEL.– Por favor.
MARÍA LUISA (A Gardel).– Hay un día, ¿verdad? Y
tiene que ser ese día..., no puede ser mañana...
¿Verdad que no puede ser mañana? (Señala a Pío)
Mírelo. ¿Tengo o no tengo razón?

241
PÍO.– María Luisa... ¿qué tiene que ver...?
MARÍA LUISA.– Yo sé que él lo va a entender. ¿Ver-
dad, Gardel?
ELVIRA.– ¡Claro que lo va a entender! ¿No ven que
está aquí todas las noches después de las doce?
¿No ven que se marcha antes que el panadero
de las cinco y media y el cambio de agua de los
canarios? Puedes contarle tu vida y hablarle en
pantuflas. No es nadie. Es Gardel, apenas. Debe-
ría darte vergüenza.
GARDEL.– Permítame. Si el problema es de trans-
porte, yo puedo solucionarlo. Le Pera viene en-
seguida con el Lincoln de Pimentel y él puede
llevarlos adonde sea...
MARÍA LUISA (Después de una pausa).– Pío...
PÍO (Mirando a Elvira).– Siendo así...
GARDEL.– ¡Pero claro que es así, santísimo Pío! ¡Es-
toy aquí... He llegado...! ¡Vamos a celebrarlo...!
MARÍA LUISA (Tímida).– Yo, asustadísima, por no
hacerle a usted una descortesía. Pero, figúrese...
tendría que contarle mi vida... y... ¿qué importan-
cia puede tener mi vida? Un día... pasa todo jun-
to, y llega usted... Óigame..., es un milagro... Yo
sé que no hay milagros... pero se parece a un mi-
lagro... Mi prometido y yo... (Corrige) Mi compa-
ñero y yo... mi camarada y yo... (A Pío) ¿Se puede
hablar, no? Mi camarada y yo... decidimos hacer
un viaje, muy largo... ¿Comprende? Si yo le dije-
ra... mire... larguísimo... lo más lejos que usted
pueda imaginar en este mundo... Tan lejos, que

242
me apena decirlo... nieve y todo... metros de nie-
ve... nieve así... ¿Usted ha visto la nieve, verdad?
Claro... nos vamos a casar... no aquí, por supues-
to... ¿Se puede hablar con sinceridad? No aquí...
porque... como le diría... no estamos de acuerdo...
¿Me comprende? No estamos de acuerdo...
GARDEL (Papal).– Por favor... estamos en 1935...
¿Qué importa?
MARÍA LUISA (A Elvira).– ¿Ves? ¿Ves lo que te digo?
Él entiende. (A Gardel) ¿Verdad?
Entran Plácido Ancízar y Le Pera con enormes cestas
donde hay licores y magnificencias.
PLÁCIDO (Canta).– ¡Sentir... que es un soplo la
vida!
LE PERA (Canta).– ¡Que veinte años no es nada...!
PLÁCIDO Y LE PERA.– ¡Qué febril la mirada!
PLÁCIDO.– ¡Errante en la sombra te busca y te
nombra! ¡Vivir! (Sin transición) ¡Yo declaro en el
histórico patio de los Ancízar, donde pasó a me-
jor vida el gran Ezequiel Ancízar, nuestro abue-
lo, mejor conocido por “El tigre de San Rafael”,
que ésta es la noche más grande vivida por este
humilde servidor...! Y que traigo una melancolía
prácticamente filosófica, después de esta memo-
ria del teatro Principal.
LE PERA (Por las cestas).– ¡Champagne y vino...!
¡Aquí van a tener que abrirle otra fecha a la histo-
ria! ¡Cómo cantaste!
Le Pera coloca las cestas en la mesa del patio.
PLÁCIDO.– ¡Pío! ¿Cómo es posible que no ha-

243
yas asistido? ¡Yo te tenía reservado un tabure-
te en las bambalinas, para oír esta dialéctica!
¡Pío! ¿Dónde estabas? ¿Qué otra posibilidad te-
nías para esta noche? ¿Dónde estabas cuando el
ciudadano aquí presente, Gardel, Carlos, cantó
“Volver”? ¿Explicándole el materialismo a un za-
patero? ¡”Volver”, Pío...! ¿Cuándo vas a apagar el
farol? ¿Cuándo vas a distraerte? ¿Cuándo vas a
dejar esta contrariedad del planeta? (A Le Pera)
¡Le Perita, cumple tu promesa! Calladitos, aquí...
¿Cuántos son? ¿Cuántos somos? (Inicia una cuen-
ta) Elvira, la abandonada...
GARDEL (Curioso).– ¿Quién abandonó a Elvira?
ELVIRA (Displicente).– Estamos hablando del día de
la rana peluda en 1902, cuando tú eras un niño,
y te llamabas Carlitos Escayola, en Tacuarembú,
Valle Edén, Uruguay, después del nacimiento en
Toulouse, calle del Cañón de Arcole, número 4,
hijo de padre desconocido y de Berta Gardés,
planchadora. No le hagas caso.
PLÁCIDO.– María Luisa, etérea... (A Gardel) María
Luisa se va esta noche, con el Redentor aquí pre-
sente, Pío Miranda...
MATILDE (Fastidiada).– Tío Plácido... ¡ya hablamos
de eso...! (Ríe) Se van en el Lincoln de Carlos Ro-
mualdo...
PLÁCIDO (Agresivo).– Se van, si este servidor aquí
presente concede el permiso, ¡porque a mi her-
mana, no se la lleva nadie de esta casa sin mi
consentimiento...! (Recapitula) Elvira, la aban-

244
donada... María Luisa, la tránsfuga, Matilde, la
futura... (Sentimental) Cuida ese virgo, Matilde...
como si fuera una tacita de oro... porque es un
virgo Ancízar, y hay un héroe de la independen-
cia por el medio...
ELVIRA (Indignada).– ¡Plácido! ¿Qué palabras son
esas?
PLÁCIDO (Recapitula).– Elvira, la abandonada, María
Luisa, la etérea, Matilde, la futura, y mi amigo Mi-
randa... yo no era nadie antes de conocer a Miran-
da, a este Miranda, yo... Carlos, ¿te puedo llamar
Carlos, verdad? Yo... era así... ñinguita... detritus...
excrecencia, antes de este mensaje... ¿Es cierto o
no es cierto? ¡Que lo diga aquí, Charles Romuald!
¿Es cierto o no es cierto?
GARDEL (Divertido).– ¿Qué prometió Le Pera?
PLÁCIDO.– Le Pera prometió...
LE PERA.– Que ibas a cantar una canción...
PLÁCIDO.– Que ibas a cantar “El Día que me quie-
ras”, dedicado al marxista-leninista, a quien aca-
bo de darle permiso para que se vaya esta noche
con mi hermana y tome, como quien dice, el po-
der...
GARDEL (Disculpándose).– Más tarde, veremos...
ahora estoy cansado...
ELVIRA (Recobrando su autoridad).– Y se acabó... (A
Plácido) O moderas los tragos que has tomado o
te vas a dormir...
PLÁCIDO.– No he querido ser ofensivo... Pío lo
sabe... ¿verdad, Pío?

245
PÍO.– No importa. Como verán, no es una noche
afortunada... Quiero decir... para mí...
MARÍA LUISA.– Pío...
LE PERA.– ¡La casa propone un brindis!
MATILDE (Eufórica).– ¡Así se habla!
ELVIRA (Con repentina alegría).– ¡Dios mío de mi
vida...! ¡Esta noche! (Enlaza su brazo con el de Gar-
del) Colgada aquí... del brazo de la historia... Dios
mío... mi memoria... ¿Cómo hago para recordarlo
todo dentro de mí? A ver... entraste por esa puer-
ta... y yo estaba en la cocina... Salí... Matilde te
entregó la espiga que simboliza la fertilidad de
nuestro suelo... Y tú besaste la espiga y la devol-
viste a la tierra, donde estará hasta el día de mi
muerte... porque ese día, con tu permiso, quiero
llevármela en el cajón del horizonte... para oler
a poquito de esperanza... a olor tuyo... (Huele a
Gardel)...
GARDEL (Conmovido).– Así eras, Elvira... yo sabía...
LE PERA.– ¿Quién me ayuda con el champagne?
MARÍA LUISA.– ¡Por favor! (Y ayudada por Pío des-
corcha una botella).
Matilde abraza a Elvira y a Gardel.
MATILDE.– ¿Y a qué huele?
ELVIRA (Inspirada).– A universo... A Rey Mago...
MATILDE.– Déjame ver... (Y huele a Gardel hasta
comprobar lo del universo y el Rey Mago).
LE PERA (Con el corcho).– ¡Salud!
MARÍA LUISA.– ¡Salud!
PLÁCIDO (Brinda).– ¡Salud...!

246
LE PERA.– Si supieran que este hombre aquí presen-
te... Carlitos... el Morocho del Abasto, tenía esta
noche una cita en el palacio de Las Flores, con
el dictador de acá... ¿lo conocen, no?, el tal Gó-
mez... ¡y la crema y el petit–pois del tout Cara-
cás! Y aquí lo tienen tan tranquilo, disfrutando la
velada... no mucho tiempo, por supuesto, porque
cada amanecer del zorzal cuesta doce mil pesos y
no es para andar derrochando...
MARÍA LUISA.– Señor Gardel... ¿me permite lla-
marlo así, verdad?
GARDEL.– Claro, María Luisa... estamos en el cari-
ño... (Brinda) ¡Salud!
MARÍA LUISA.– Me da una vergüenza horrible...
(Prueba) Carlos... (Breve pausa) Decía pues, que
Carlos... me estaba hablando hace un rato...
ELVIRA.– ¡Señor de los Ejércitos! ¡Ya hace un rato...!
MARÍA LUISA (Sonríe).– Me estaba hablando de...
GARDEL (Después de una pausa).– ¿De quién...?
MARÍA LUISA.– De... de... Romain Rolland... (A
Gardel) ¿Se pronuncia así, verdad?
GARDEL (Aplaude).– ¡Bravo!
MARÍA LUISA (Con mayor osadía en la pronuncia-
ción).– ...Romain Rolland... me estaba hablando
de... Romain Rolland...
GARDEL.– Así es (A Le Pera) ¿Te acuerdas, Le Pera,
de Romain Rolland?
LE PERA.– ¿Quién es Romain Rolland?
GARDEL.– El viejito de los caracoles... el Rolland...
LE PERA.– ¿Cuál viejito de los caracoles? ¿Aquél, de

247
Ámsterdam?
GARDEL.– No. El de París. El fastidioso. El de
Montparnasse y la lluvia. ¡Rolland, por Dios!
¿Cómo no te vas a acordar?
LE PERA (Recuerda).– ¡Ya sé! ¡Que nos estuvo amar-
gando la noche en aquel alero...! ¡Ya sé! ¿Y qué
pasa con él?
PÍO.– María Luisa.
GARDEL (A María Luisa).– ¿Qué pasa con él?
MARÍA LUISA.– Pío, ahora o nunca. Si lo tenemos
aquí con nosotros, podríamos pedirle el favor...
PÍO.– Es que...
MARÍA LUISA.– Yo sé que no te gusta. Pero, una
sola vez...
ELVIRA (Tensa).– ¡Salud, Pío!
GARDEL.– ¡No faltaba más! ¿Cuál favor...?
MARÍA LUISA.– Verá... la cuestión es muy simple...
Por una casualidad... hace un mes... le escribi-
mos una carta a Romain Rolland... prestigioso
escritor... Bueno... ¿Para qué le voy a hablar, si
usted comparte los aleros con él? Le escribimos
una carta, en su carácter de... (A Pío) Explícale
Pío...
PÍO (Avergonzado).– ...de... simpatizante, digamos,
de la...
MARÍA LUISA.– ...de la Tercera Internacional... Pri-
vadamente, y sin que... salga de esta casa... Pío y
yo, pertenecemos a la Tercera Internacional... por
la paz y la amistad de los pueblos... proletarios
del mundo...

248
PLÁCIDO (Después del champagne).– ¡Uníos!
MARÍA LUISA.– Y pensamos que... podía ser buena
idea...
ELVIRA (De pronto).– No sabes hablar, María Lui-
sa. (A Gardel) Discúlpela. (Explica) Le escribie-
ron una carta a este caballero Rolland para que,
a su vez, el camarada Rolland le transmitiera al
caballero Stalin los deseos de mi hermana y su
novio de radicarse en Ucrania por los siglos de
los siglos. Y el señor Rolland por alguna petulan-
te razón no se ha dignado a responder la misiva,
ocasionando una verdadera hecatombe en la paz
familiar de los Ancízar...
MARÍA LUISA.– Y... abusando de su confianza... que-
ría pedirle... en nombre de mi prometido y yo... si
fuera usted tan amable de enviarle al señor Rolland
una tarjetita, recomendando nuestra petición...
GARDEL.– Con muchísimo gusto. No faltaba más.
MATILDE.– ¿Ven como todo se arregla? (Abraza a
María Luisa) ¡Yo sabía! ¡Yo sabía!
PLÁCIDO.– ¿Y quién sabe si Carlos Romualdo le
puede escribir al mismo Stalin? ¡Apuesto a que
lo conoce!
GARDEL.– No tengo el honor. Pero, en todo caso,
mañana, desde el Majestic, puedo enviarle un te-
legrama a Rolland...
MARÍA LUISA (Abrazando a Pío).– ¡Pío...! ¡Ahora sé
que es verdad! ¡Ahora sé que nos vamos...!
MATILDE (Grita).– ¡Vivan los novios...!
PLÁCIDO.– ¡Pío... en Ucrania... no te olvides de

249
mí...! ¡Habla con ellos! ¡Diles que estoy aquí...!
¡Que... cualquier cosa... me tienen a la orden...!
LE PERA (Brinda).– ¡Por la alegría de esta pareja...!
¡Salud, Carlos!
GARDEL (Antes de beber).– Digamos entonces, que
es una noche hermosa y que muy pronto debo
irme con el retoño de helecho que va a regalarme
Elvira... (Pausa) Créanme, que no sé mucho de
mí... Sé de esta noche y de noches como ésta...
Abro los ojos y me despierto en Tucuarembú, con
el hambre y ganas de escapar a Buenos Aires...
Alzo la voz y la voz suena... y el sonido de esta
noche... el sonido son ustedes... gente de once...
Elvira... el sonido de Elvira... tal vez porque quie-
re decir algo y no se atreve a decirlo...
ELVIRA.– Que me levanto... y voy a la cocina... con-
tando los mismos pasos... y hago café... y el agua
hierve, mientras limpio el agua de los canarios...
y pienso en Raimundo Galarraga, el químico de
los perfumes... y lo odio, y lo amo... porque se pa-
recía a la gloria de este mundo. Después es nada...
como si algo se hubiera callado hasta el mediodía
de hoy, cuando entraste por esa puerta... Yo les
decía a ellas que esta noche se aclararía todo por
tu propia boca y que sabríamos de tus misterios.
Pero el único misterio eres tú... y no quiero co-
nocerlo. Me alegra saber que estás aquí... y nada
más. (Brinda) Salud.
GARDEL (Brinda).– ¡Salud!
Elvira, Matilde, Plácido, Gardel y Le Pera, beben.

250
MATILDE (A María Luisa y Pío).– ¿Y cómo vas a ha-
cer en Rusia, tía María Luisa...? Cuéntame... Lle-
gas a Rusia, ¿Y qué haces...?
MARÍA LUISA (Extasiada).– No sé... Pío te puede
responder...
MATILDE (A Pío).– ¿Y es verdad que en Rusia todo
el mundo es feliz?
PÍO (Huraño).– Digamos que es distinto...
PLÁCIDO (Interviene).– Absolutamente distinto. Cla-
ra y contundentemente distinto. En primer lugar,
hay primavera, otoño, invierno y verano... y todo
es de todos... Tú vas por la calle, ¿verdad, Pío?, y se
te antoja... que sé yo... queso... chuleta, capricho...
y entras en el mercado, de lo más formal... y pides:
Dame, dame, dame... ¿Y por qué no te voy a dar?
Porque soy un hombre y pertenezco al género hu-
mano... y tengo hambre... Toma, toma, toma... ¿No
es así, Pío? Me lo aprendí de memoria... palabra
que me lo aprendí de memoria... Anda, Pío..., pre-
gunta..., para que todos lo oigan...
PÍO.– No es el momento, Plácido...
PLÁCIDO (Insiste).– Pregunta, Pío... María Luisa
también lo sabe... ¿no es verdad, María Luisa?
MARÍA LUISA.– ¿Qué?
PLÁCIDO (A Gardel).– Morocho... ven acá... escu-
cha... Pío pregunta... y yo respondo. Y María Lui-
sa, también...
GARDEL.– ¿Un juego?
PLÁCIDO.– Un juego... A ver... ¿Qué notamos al
examinar la sociedad actual?... Pío, pregunta...

251
Tú primero y nosotros después. ¿Qué notamos
al examinar...
PÍO (Abrumado).– ¿...la sociedad actual?
PLÁCIDO.– Respuesta...
MARÍA LUISA Y PLÁCIDO.– ...una profunda des-
igualdad entre los hombres...
GARDEL.– ¡Extraordinario!
LE PERA (Aplaude).– ¡Bravo! ¡Bravo! ¡Bravo...!
PÍO (Suicida).– ¿Cómo se manifiesta esta desigual-
dad...?
MARÍA LUISA y PLÁCIDO.– Por la existencia de dos
tipos de hombres... el proletariado y el burgués...
GARDEL (Aplaude).– ¡Grande! ¡Enorme!
LE PERA.– ¡Así se habla!
PÍO.– ¿Quién es el proletario?
MARÍA LUISA Y PLÁCIDO.– El pobre. El que no
posee nada.
GARDEL (Entusiasmado).– ¡Bien dicho!
LE PERA (Grita).– ¿Y qué más?
PÍO.– ¿Quién es el burgués?
LE PERA.– ¡Ajá!
MARÍA LUISA Y PLÁCIDO (Después de una breve
pausa).– El rico, el que lo posee todo...
GARDEL.– ¡Increíble!
LE PERA.– ¡Perfecto!
PÍO.– ¿Qué es el proletariado?
MARÍA LUISA Y PLÁCIDO.– El conjunto de todos
los proletarios...
PÍO.– ¿Qué es la burguesía?
MARÍA LUISA Y PLÁCIDO.– El conjunto de todos

252
los burgueses...
PÍO.– ¿Está la sociedad actual, bien constituida?
LE PERA.– ¿Ajá? ¿Ajá? ¿Ajá?
MARÍA LUISA Y PLÁCIDO.– No. Porque existen
dos clases sociales: el proletariado y el burgués...
GARDEL.– ¡Luminoso! ¡Exacto! ¡Cronométrico!
LE PERA.– ¿Ajá? ¿Ajá? ¿Ajá?
MARÍA LUISA Y PLÁCIDO (Gran Final).– No. La
burguesía combate el proletariado. Y el proleta-
riado combate la burguesía. Están en una conti-
nua lucha. La lucha... de... ¡clases...!
Todos aplauden, con la excepción de Elvira y Pío Mi-
randa.
PÍO.– Está bien señores... se acabó... vayan a vislum-
brar a sus madres... ¡se acabó! Tengo diez años
aquí... con el almuerzo al mediodía... Todo esto
empieza... porque... digamos... veo un perro, así,
con los huesos marcados... un costillar de perro...
y me digo: coño... el perro con los huesos... como
si la respuesta fuera mía... Excúsenme... no es
verdad... no es mía... No es mi culpa... no me cabe
el país... No tengo por qué responder... (Desespe-
rado) Soy un príncipe... un bayardo sangrante...
Excúsenme... no sé... maldito sea... no sé... no fui
yo... me lavo las manos... (A María Luisa) No hay
nada en Ucrania. No sé dónde queda Ucrania. No
hay Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas.
No hay Kamenev ni Zinoviev... no sé pronunciar-
los. No hay Trotsky... ¡No hay Alliluyeva! ¡No hay
Stalin! ¡No hay ventanal de la zarina, ni Bujarín

253
doliente! ¡No hay Lenin! ¡No hay nada...!.
MARÍA LUISA (Grita).– ¡Pío!
PÍO.– Pregúntale a Elvira. Ella sabe. Ella es la úni-
ca que sabe... yo debo explicarle a un perro el
por qué de su costillar... Yo... estoy mal... yo...
me voy... y nunca más volveré a esta casa... No
me esperes... ¡No hay nada! ¡No pasa nada! Men-
tí... ¡Esa es la palabra esperada, la parada pro-
fética! ¡Mentí! ¡No hay Romain Rolland! ¡Nunca
le escribí a Romain Rolland...! ¡Me importa un
coño Romain Rolland, y la paz y la amistad de
los pueblos...! ¡Se terminó! ¡No hay regreso! ¡Se
terminó...! Gracias por el almuerzo... el perro me
espera... y debo explicar por qué va a amanecer
mañana... Adiós. Perdón. Adiós.
Pío sale precipitadamente. Larga pausa. María Luisa se
sienta en el sofá.
GARDEL.– Le Pera. Ya es tiempo. Mañana hay que
seguir el viaje...
LE PERA.– Así es.
GARDEL.– Buenas noches, Elvira. Buenas noches,
Matilde. Lo mejor de este mundo, camarada Ma-
ría Luisa.
MATILDE (Tras una pausa).– ¿Y El día que me quieras?
LE PERA (A Gardel).– No sé. Tal vez el zorzal...
MATILDE.– ¿Qué...?
LE PERA.– ..no pueda.
MATILDE.– (Agobiada) ¿y si cerráramos los ojos?
Porque va a ser horrible verte marchar. Nos que-
damos aquí. Tú cantas El Día que me quieras...

254
y te vas.
PLÁCIDO.– Y uno se lo cuenta entonces a la gente.
Uno dice: él estuvo aquí, y cantó.
ELVIRA.– ¿Y quién te va a creer?
PLÁCIDO.– No importa. Uno mismo se cree. (Mur-
mura) Hazlo, Morocho. No te vayas sin cantar.
MATILDE.– De verdad. Por favor. Para que uno se
quede con una palabra.
Gardel canta “El día que me quieras”.
GARDEL.– “Acaricia mi ensueño, el suave murmullo
de tu suspirar...
PLÁCIDO (En repentino éxtasis).– Ah, bueno...
GARDEL.– “Cómo ríe la vida si tus ojos negros me
quieren mirar...
ELVIRA.– Bendito seas por este regalo.
GARDEL.– “Y si es mío el amparo de tu risa leve que
es como un cantar... Ella aquieta mi herida, todo,
todo, se olvida... El día que me quieras la rosa
que engalana... se vestirá de fiesta con su mejor
color, y al viento las campanas dirán que ya eres
mía y locas las fontanas se contarán su amor... La
noche que me quieras desde el azul del cielo... las
estrellas celosas nos mirarán pasar... y un rayo
misterioso hará nido en tu pelo... luciérnaga cu-
riosa que verá que eres mi consuelo...
MATILDE Y PLÁCIDO (Recitativo).– “El Día que me
quieras... no habrá más que armonía... será clara
la aurora y alegre el manantial... traerá quieta la
brisa rumor y alegre el manantial... traerá quieta
la brisa rumor de melodía, y nos darán las fuen-

255
tes su canto de cristal... El día que me quieras,
endulzará sus cuerdas el pájaro cantor... florecerá
la vida... no existirá el dolor...
GARDEL.– “La noche que me quieras, desde el azul
del cielo... las estrellas celosas nos mirarán pa-
sar... y un rayo misterioso...”
ELVIRA.– ¡Alabado rayo misterioso!
GARDEL.–“...hará nido en tu pelo, luciérnaga curio-
sa que verá que eres mi consuelo”.
Salen Gardel y Le Pera. Larga pausa.
ELVIRA.– Habrá que dormir... ¿verdad, María Luisa?
MARÍA LUISA.– Plácido..., cierra la puerta...
PLÁCIDO.– Sí.
Plácido sale.
ELVIRA.– Fue... un bello regalo, ¿no es cierto?
MATILDE.– Su voz, intacta. ¡Dios mío...! ¿Cómo se
puede ser tan grande?
MARÍA LUISA.– ¿Habrá café, verdad? Digo..., para
mañana...
ELVIRA.– Yo compré.
Entra Plácido.
PLÁCIDO (Musita apenas).– “Y si es mío el amparo
de tu risa leve...”
ELVIRA.– ¿Qué hora es, Plácido?
PLÁCIDO.– Doce y media. Fue una visita corta...
MATILDE.– Buenas noches, Plácido. Buenas noches,
tía María Luisa. Bendición, Elvira.
ELVIRA.– Dios te bendiga.
MATILDE (A María Luisa).– Mañana...
MARÍA LUISA.– ¿Qué?

256
MATILDE.– Digo..., será distinto..., ¿no es verdad?
MARÍA LUISA.– Sí.
ELVIRA (A Matilde).– Cambia las sábanas. Hoy es
día de cambiar las sábanas.
MATILDE.– ¿No es mañana?
ELVIRA.– No. Es hoy.
MATILDE (Antes de salir).– ¿Nadie nos va a quitar
esto, verdad? Pienso... que menos que nunca se
podrá vender la casa... ¿Cómo se va a vender, des-
pués de esta noche?
ELVIRA.– Así es.
Sale Matilde.
ELVIRA.– Plácido... guarda las botellas... que nadie
las toque... Mañana se lavan y se dejan aquí de
adorno, para que la gente pregunte y uno con-
teste.
PLÁCIDO.– Se van a quedar con la boca abierta...
(Toma las botellas y la cesta) Buenas noches, Elvi-
ra. Buenas noches, María Luisa.
Plácido sale. Larga pausa.
ELVIRA.– Dejó su maleta. Tal vez venga mañana.
MARÍA LUISA.– Tal vez.
ELVIRA.– Ha pasado. Después amanece y las cosas
son diferentes.
MARÍA LUISA (Breve pausa).– ¿Te importaría hacer
café?
ELVIRA (Solícita).– Por favor.
MARÍA LUISA.– No muy fuerte. Después no duermo.
ELVIRA.– Voy.
Elvira sale en dirección a la cocina. Larga pausa. María

257
Luisa se levanta y camina hacia la maleta de Pío. Se
inclina y abre la maleta. Rebusca entre camisas remen-
dadas y pantalones precarios. Y encuentra, envuelta en
papel de seda, una bandera roja con una hoz y un marti-
llo. Gran pausa. María Luisa coloca la bandera como un
adorno en el respaldar del sofá vienés. Un tiempo y Elvi-
ra regresa de la cocina. Mira en silencio a su hermana.
MARÍA LUISA.– Quiero que se quede aquí. Hasta
mañana. Por lo menos, hasta mañana.
ELVIRA (Pausa).– Es tu casa, María Luisa. Tú dis-
pones.

Fin

258
Una noche oriental

1983
Personajes

Coronel Vergara
María Regina
Patricio Cámpora
Benito
Happy
Flor de Fango
Pirela
D’Arcy
Eugenio
Leonor Montes (La salvaje blanca)
Estrenada el 4 de marzo de 1983 en el Teatro Alberto
de Paz y Mateos de El Nuevo Grupo, en Caracas.

Coronel Vergara: Carlos Márquez


María Regina: Elba Escobar
Patricio Cámpora: Luis Rivas
Benito: Aroldo Betancourt
Happy: Raúl Siccalona
Flor de Fango: Carmen Alicia Mora
Pirela: Carlos Jórguez
D’Arcy: Alfredo Silva
Eugenio: Alejandro Corona
Leonor Montes (La Salvaje Blanca): Mimí Lazo

Escenografía: Gómez Fra


Vestuario: Eva Ivanyi
Asistente de dirección: Julio (Chino) Salas
Director Asistente: Carlota Vivas
Dirección: Enrique Porte
I

El “Bom-Bom” es un lugar fatuo y palmeroso. Predomina


una cierta escarcha medianamente polar y un techo de
estrellas desconcertadas. La barra es Hawai y por lo tan-
to bambú. El escenario es un episodio acuchillado en un
ángulo. Importan, en su momento, las luces seriales con
alguna cacofonía improvisada y la decoración oriental
que representa sin mayor esfuerzo el palacio de la prin-
cesa Badrul-Budur, según emoción y fatiga del querido
D’Arcy. La lámpara de Aladino es inevitable y en el ca-
tálogo de tópicos figuran: un diván papírico, tres cande-
labros bonapartinos y un pebetero hindú. Sillas y mesas
han sido amontonadas en las cercanías de una puerta
santamaría. Flor de Fango pasa la mopa como una pro-
longación del mobiliario y es tan escenográfica como el
aserrín o la caja registradora. El lugar es oscuro y a la
hora, fétido, entendiendo por fetidez cierta acritud de
levadura. Patricio Cámpora está dispuesto a sintetizar
las conclusiones de un relato que inició hace media hora.
Happy escucha resignado.

PATRICIO.– Mayo, en Buenos Aires, Happy... ¿Cómo


te explico? ¿Cómo le cuento a un nativo de Cien-
fuegos, mayo en Buenos Aires? Hay estorninos,
negro, y tú, por supuesto, no sabes lo que es un
estornino porque la naturaleza nunca fue cons-
tante en América. Hay estorninos, y los estorni-
nos graznan, ¿por qué no?, en Belgrano. (Pausa)

263
¿Cómo te cuento Belgrano, Happy, sin caer en
una comparación odiosa? ¿Cómo te digo que Bel-
grano es un corazón ensangrentado y palpitante?
¿Cómo vas a creerme, si para ti una ternera es
lejanía?
Flor de Fango dispone su mopa en los alrededores de Pa-
tricio y Happy.
HAPPY.– Trae hielo, Flor de Fango.
FLOR DE FANGO.– No hay.
HAPPY.– Anótame una cerveza entonces o búscame
un preservativo, o moña de mi vida, pídele a Dios
que escampe.
PATRICIO (Solícito).– Deja. Yo brindo.
HAPPY.– Estornino brinda.
PATRICIO (Mientras destapa dos cervezas).– Estorni-
nos en las cornisas de la calle Belgrano, negro,
y estoy yo, tu servidor, Patricio Cámpora, escu-
chando el graznido de los estorninos, cuando se
me acerca el enano Villagra. ¿Nunca te hablé del
enano Villagra?
HAPPY.– Más bien no.
PATRICIO.– ¡Nunca te hablé del enano Villagra!
¡Nunca te hablé de nada! (Impetuoso y sureño)
¡Menudo, así, el enano Villagra! ¡Lo doblaba al
soberbio el peso de una cuarenta y cinco en la
pretina! ¡Y era mío, pero no de maricón, sino de
solidario! ¡Uno de esos hombres con los cuales
puedes contar para hacer vida...!
FLOR DE FANGO (Por la mopa).– Permiso...
HAPPY (Se aparta).– Pon la radio, Flor de Fango.

264
Flor de Fango enciende la radio. Se escucha una medio-
cre versión de la tercera sinfonía de Beethoven.
FLOR DE FANGO.– Ave María. Cultura.
PATRICIO (Rememora).– Se me acerca, pues, el ena-
no Villagra con su elevación de metro treinta y
cinco, y me dice, palabras textuales, palabras que
no se lleva el viento, me dice: Patricio, hay pri-
mavera, con ese énfasis muy del enano Villagra...
¡Hay primavera! Probablemente (A Flor de Fango)
baja el volumen, Flor de Fango, después de todo
era sordo...
HAPPY.– ¿Quién era sordo?
PATRICIO.– El que suena. (Insiste) Probablemente,
tú pensarás, Happy, porque no eres un hombre
acostumbrado a la metáfora, que el enano Villa-
gra al decirme que había primavera constataba
un ciclo climático. Pero te equivocas, negro, y de
paso te jodes, porque primavera, aparte de ser
una palabra aislada y un acontecimiento septem-
brino en Buenos Aires, era para nosotros, los pe-
ronistas, la certeza de una entrevista con el Jefe...,
saber que el Jefe nos requería en la casa Rosada.
¡Era la poesía del justicialismo, negro, la única
decencia que este continente ha inventado, me-
jorando lo presente! ¡Primavera, Happy, porque
ver al Jefe, como, en efecto, sucedió esa tarde, no
podía ser invierno ni otoño, ni mucho menos se-
quedad de verano. Verlo era brote, tallo abierto,
hoja tímida, gorrión y estornino de Belgrano.
HAPPY.– ¡Vaya!

265
PATRICIO.– Y estaba allí en su despacho, cuando
nos ve entrar al enano y a mí. Yo no respiraba, en
esa especie de ausencia cardiaca, mientras el Jefe
avanza y le da una palmadita al Enano, piénsalo
en mayúsculas, Happy, y le dice: “¡Villagra!..., y
Villagra me presenta... ¡Cámpora!... y el Jefe repite
Cámpora como un bautizo... Cámpora... cruzan-
do la mirada para después agregar... Cámpora, y
nada más porque más que un apellido era una
inflexión, lo que don Enrique Muiño, cuando ha-
cía el papel de Sarmiento, llamaba un “tono”...
“Cámpora”, que era como decir adiós, Argentina,
a la mierda Argentina... Cámpora...”
Entra D’Arcy. Tiene puesto un impermeable.
D’ARCY (Indignado).– No hay taxis, modess de mi
vida, Carmen Dragón, toda la humanidad debe-
ría estar en su casa y no en este antro.
HAPPY.– ¿Quién te trajo?
D’ARCY.– Una ambulancia, marico.
D’Arcy se despoja de su impermeable y exhibe su traje
de Aladino.
D’ARCY (A Happy).– ¡Sorpresa! ¿Qué me dices?
HAPPY.– Preciosa.
D’ARCY.– Manufacturado por mí misma, querida, en
mi buhardilla como la artesana de La Bohemme.
Mi chiamano Mimi... il perche... non so... Hasta las
lentejuelas... ¿Cómo te suenan las lentejuelas, Pa-
tricio? Toda la vida me fascinaron. Son la alegría
del pobre. Claro, también pensé en una bata más
Fu-Manchú, más clásica en el cuento de Aladino,

266
más shina, si tú quieres... Shina es bata por enci-
ma de todo. Arabia, bombazo y shaquetilla. Pero
esta nueva mierda se llama “Una noche oriental”
y la gente quiere Oriente y Oriente es María Mon-
tes cuando ella sale en Sherezade, de los más Kor-
zakov: I love you, Harum, you are the deepest, no sé
qué mierda. ¿Dónde está Vergara?
PATRICIO.– Vergara debe llegar de un momento a
otro.
D’ARCY.– ¿Por qué, Scarface? No me digas...
PATRICIO.– ¿Quién sabe si vale la pena ensayar?
Vergara trae noticias...
D’ARCY.– ¿Cómo? ¿El ensayo está en entredicho? Ca-
sablanca, yo tenía esta noche en mi casa una cena
con Alicia Alonso. No sé si el nombre te dirá algo,
pero para hacerte una referencia, es como si tú hu-
bieras invitado a cenar a Perón en tu cubil. Y can-
celé mi compromiso, excúsame, porque en primer
lugar soy un profesional, y a mí se me dijo ensayo
22 de enero, e inauguración de esta cagada el 23
de enero, vulgo mañana. Aquí, (Por Happy) delan-
te de este rumbero, lo advertí... ¿Vamos a ensayar
mañana? Sí. ¿A pesar de los tanques? Sí.
PATRICIO.– Hay toque de queda. Igual Alicia Alon-
so no habría podido ir a tu casa.
D’ARCY.– Una estrella goza de salvoconducto, mo-
jón. Y Alicia Alonso es la primera Giselle de la
humanidad.
HAPPY.– Yo creo que el ensayo puede hacerse. To-
tal, llegó Pirela...

267
D’ARCY (Llama).– ¡Felipe!, ¿dónde estás?
FLOR DE FANGO.– En su camerino, durmiendo.
Me pidió que lo despertara...
HAPPY.– Y María Regina es cosa de atravesar la ca-
lle. Nada le va a pasar.
D’ARCY.– ¿Y Leonor? ¿Y la Bestia Humana?
PATRICIO.– Vienen... siempre vienen...
D’ARCY.– Hoy no es siempre, querido. Me permito
recordarte que aquí está a punto de estallar la
guerra de secesión. ¿Dónde está Eugenio?
HAPPY.– Al coño de su madre Eugenio. Me tiene
desde las cuatro escuchando estorninos.
D’ARCY (Deprimido).– Yo sabía que esto iba a pasar.
Yo sabía que iba a quedar como el culo con Alicia
Alonso. Un culo en nombre de nada. (A Happy)
No es broma, negro. De verdad, vine aquí en una
ambulancia. Dos enfermeros y dos guardias na-
cionales a bordo que aquello parecía La Patrulla
de Bataam. Y yo diciéndoles que era indispensa-
ble, que tenía una emergencia familiar. ¿Qué tal
si hubiera tenido que quitarme el impermeable?
¿Cómo les explico que en medio de esta heca-
tombe anda por la ciudad un marico disfrazado
de Aladino?
PATRICIO.– ¡Nadie ha dicho que no hay ensayo! ¡No
nos pongamos pesimistas! Vergara llamó. Está en
camino y trae noticias...
D’ARCY.– ¿Noticias? Me extraña que necesites noti-
cias. ¿Qué se hicieron tus profecías? ¿O es menti-
ra que nos tuviste ayer hasta las dos de la mañana

268
al pobre Padre Negro y a mí en cadena? (Lo imita)
Aquí no pasa nada. Cuatro revoltosos. En febrero
nadie hablará de esto...
HAPPY.– ¿Y qué vamos a ensayar? ¡Moña! La misma
mierda. Sale el argentino y me presenta. Salgo yo
y el público se caga en mi madre. Canta Pirela...
¡Marico!... Sale María Regina... ¡Puta! Entra Leo-
nor con el garañón de gorila... ¡Pelo! ¡Mono capa-
do! ¡Vuelve a salir el negro! ¡Fuera! ¿Quién dijo
que era distinto? ¿Mañana se inaugura? Vaya, a
las seis el mundo y se repasa la vereda y él sola-
mente una vez. ¿Dónde está?
D’ARCY.– Está en que era otra cosa, retrógrado. Una
fantasía. Flor de Fango comenzaba, vestida de
Sherezada... el chulo con barba de sultán y tú de
africano con abanico...
HAPPY.– ¿Africano, yo?
D’ARCY.– Africano silencioso para tener el privile-
gio de no oír tus pesadeces... Y el tema... (Canta)
Igual que un mago de oriente... con poder y cien-
cia rara... logré romper la cadena... y por allí...
hasta inaugurarle cuatro o cinco palabras a esta
toilette de camioneros... palabras que tú nunca
has oído en tu putísima carrera... fino... culto...
imaginativo... refinado... decente... Una Noche
Oriental, como dice allí en la entrada.
FLOR DE FANGO.– Me trajeron las sandalias...
D’ARCY.– Te trajeron las sandalias... pero no tienen
destino... Ya oíste.
FLOR DE FANGO.– ¿Y entonces...?

269
D’ARCY.– Como pan de día siguiente, mi amor...
equivocación de horno... Quita la cartelera de la
entrada y sustitúyela por un balde de mierda...
Pan y circo...
FLOR DE FANGO.– ¿Nada?
D’ARCY.– Dile a Pirela que venga, que llegó su macho.
Y, de paso, guárdame la cibelina en mi espacio.
FLOR DE FANGO.– ¿Y los bombachos de nylon?
D’ARCY.– Capullo, no me partas el alma..., soplan
malos vientos y Dios se fue de vacaciones. Des-
pierta a Pirela. Y como decía María Félix... “no
me mires así”.
Flor de Fango sale con evidente pesadumbre.
D’ARCY.– Si no llega Eugenio en los próximos cinco
minutos, me iré a hacer las maletas. Yo sé que
es esto y por dónde revienta. (A Happy) A partir
de mañana vas a tener que contarle tus obsceni-
dades a los peruanos, porque de aquí vas a salir
deportado por inmoral y vicioso. (A Patricio) Y tú
también, forastero... Aquí, de un momento a otro
viene la sanidad nacional, puesto que ha decaído
la Seguridad Nacional...
La puerta santamaría del Bom-Bom se abre con estrépito
y entra el coronel (r) Jorge Eliécer Vergara.
VERGARA.– ¿Están todos?
PATRICIO.– Faltan cuatro, Coronel. Tres, porque
María Eugenia pidió que le avisáramos.
VERGARA (A D’Arcy).– ¿Y tú de qué estás disfrazado?
D’ARCY.– De comunista con lentejuelas, mi vida. In-
forma. ¿Qué pasa?

270
VERGARA (Comienza a preparar una cuba libre).–
¿Con...?
D’ARCY.– ¿Cómo “con”...? ¡Hay bombas, niño...!
VERGARA.– La situación está perfectamente con-
trolada. Abrimos mañana.
D’ARCY (A Patricio y Happy).– ¿No es una maravilla
como este hombre dice “la situación está perfec-
tamente controlada”...? Tengo cuarenta y dos años
de situaciones perfectamente controladas. Pero el
alemán está sonando, mi amor, y cuando el ale-
mán suena es porque trae, no dígote piedras, sino
macizos... Dale vuelta al dial, Happy...
VERGARA (Con la acción de Happy).– Tengo infor-
mes fidedignos. No hagan caso de lo que digan.
Mañana a las tres se levanta el toque de queda...
D’ARCY.– Zigfield, no me creas iluso, Zigfield. (Por
la música que se trasmite en diferentes emisoras) La
Tchaykovsky, La Mozart, La Ravel... sigue Ha-
ppy... La Beethoven, tan adagio... La finlandesa...
Nunca estuve en Finlandia. ¿Cómo será Finlan-
dia, Patricio?
PATRICIO.– Frío.
D’ARCY.– Dígote, tan bella Finlandia... Esos países
que uno ni siquiera se atreve a imaginar. Finlan-
dia, rojiza. Claro que hay frío, sureño, como no
va a haber frío si allí también la situación está
perfectamente controlada. Dígote, Happy... si tú
y yo nos fuéramos a Finlandia, así de golpe, de
vida. Tú contarías tus rutinas, pero ¡qué mara-
villa!, nadie te entendería. Apreciarían el gesto,

271
naturalmente, como en un zoológico, donde des-
pués de ver al animal, lees la tarjetica y compren-
des lo poco que hay que comprender.
VERGARA.– ¿De qué habla este marico? ¡Podemos o
no inaugurar mañana?
PATRICIO.– Happy, ¿por qué no le avisas a María
Regina?
HAPPY (Protesta).– Son las ocho y ni ciudadanía ten-
go... ¿Qué voy a avisar?
VERGARA (A Happy).– ¿Qué me dices?
D’ARCY.– Yo no sé, querido. Me tienes en tus garras
como Pedro Armendáriz a Dolores del Río en “El
rebozo de Soledad”. Yo camino detrás de tu caba-
llo, y con canana, si quieres, mientras marques el
paso. Mi contrato vence en julio, un mes donde
espero que existan otras condiciones sociales. Me
ordenas que haga el ridículo, y yo lo haré, guerre-
ro. Siempre y cuando ensayemos esta noche, por
supuesto. Porque, a estas alturas, ¿quién sabe lo
que vamos a hacer mañana a la hora de Cinderella
en este local? Yo, mi vida... porque tengo el co-
pyright. Faltan Berilos y su combo, la trompeta,
el saxo, la batería y el bajo cantabile. Pero eso no
importaría. Llega Eugenio y basta. Más íntimo.
VERGARA.– Entonces, ponte a trabajar y cierra la
bo­ca. Dispón tu mierda, porque te digo que la
situación es normal, y lo demás es municipio.
Al mediodía hubo una renuncia del Alto Man-
do... viejos camaradas en un trance... diferencias,
como es natural. Diez años acumulan montañas.

272
Pero nadie está dispuesto a regresar y esto es una
garantía.
HAPPY.– Vaya, es un alivio... ¿no?
VERGARA.– Grupos dispersos que actúan en las ca-
lles como si no tuviésemos memoria... El General
lloró cuando desde la ventana vio la bandera a
media asta. Tú entiendes de eso, Patricio..., tú lo
has vivido.
PATRICIO (A Happy).– En el avión cuando alguien
dijo “Ahí termina la patria”, al Jefe se le salieron
las lágrimas...
VERGARA (A Happy).– Quiero chistes mañana,
pero... no el de “sáquense las manos de los bol-
sillos que me sabe a hule, a mercado cuzqueño.
¡Quiero Tropicana! Algo modulado, como lo exi-
ge el momento. Que pueda venir un matrimonio
sin pasar vergüenza...
D’ARCY.– Ya lo oíste, Happy.
HAPPY.– No entiendo...
D’ARCY.– ¡Flor de Fango! ¿Puedes hacer el favor de
despertar a Pirela? Dile que los Testigos de Jehová
tratan de encontrar la línea.
HAPPY (En su provocación).– ¿Qué tiene de malo? ¡Se
ríen!
PATRICIO.– Estás denso, negro, con las dos manos en
los bolsillos. Ruborizas. El Coronel tiene razón.
D’ARCY.– Permítame traducirle aquí al moreno,
Coronel. (A Happy) Lo que se te está diciendo,
vulgar, y aplaudo la iniciativa cultural de este
hombre de armas, es que estamos, porque yo me

273
incluyo, hartos de esas continuas referencias tu-
yas a la masturbación de la clientela. Negro de
mi vida, ya lo has oído, vivimos en 1958, a trece
años de Hiroshima y en los estertores del Plan
Marshall. No estás en el solar de Cienfuegos, hijo
de Mamá Dolores, haciendo reír a unos provin-
cianos a punta de decir culo. Culo. Pipí. Coño,
para que los plebeyos se orinen de la carcajada.
Vives, hazle caso al Coronel, Happy, en un país
en ascenso, donde un cabaret no tiene necesa-
riamente que ser un mabil. Ya Tarzán no lo hace
Johnny Weissmüller, culí, lo hace Lex Barker y
hasta la mona chita se esmera, mi amor, cambia
de rutina. Ya no da los tres saltitos cuando Boy le
pellizca la totona. Da cuatro. Da cinco. O simple-
mente no da... se inhibe... se ha interiorizado la
mona, ¿comprendes?
HAPPY (Ofendido).– Con el debido respeto, coronel
Vergara, pero yo debuté en 1937, presentando a
Juan Arbizu y a fray José Mojica en el Alhambra
de La Habana. Abrí la boca y ahí no hubo Arbi-
zu ni Mojica, porque a los dos días El Diario de
la Marina, y aquí (Señalando a D’Arcy) éste no me
dejará mentir, tituló la sección Variedades “Cuba
tiene un animador”. Y ahí no hubo palangre ni
mesa debajo, sino realidad y testigo. Ahora (Siem-
pre a D’Arcy), tú le dices al Caballero de los Estor-
ninos, y al Coronel, qué es El Diario de la Marina
en una ciudad que se llama La Habana, para que
se enteren que no es un cotidiano de servicios de

274
adentro, sino sesenta páginas de dinamita inte-
lectual.
D’ARCY.– Pero no presentaste a Juan Arbizu, ni mu-
cho menos al venerable fray José Mojica, pidién-
dole al público que se sacara las manos de los
bolsillos, nigger..., porque habría sido un bochor-
no. That’s
�����������������
the point.
HAPPY.– No comparemos el Alhambra porque en-
tonces vamos al enredo. Cada público tiene su gra-
cia, y lo sabe el que se para allí... Ahora, si lo que
yo hago no gusta, porque hay bandera en duelo
y lloraron en el avión, muere, porque trabajo me
sobra.
PATRICIO.– Nadie quiso ofenderte, negro. Pero un
consejo...
HAPPY.– Coño. Me cago en el consejo y nos vamos al
final. Vuelvo al show de intermediaria, con Leonor
y El Gorila y dale vuelta a la pluma. Madera sobra.
VERGARA (Vehemente).– ¡Por un lado sales y por el otro
te mando a buscar con la policía! ¿No se te puede
decir nada? ¿Quién mierda eres? ¿O es mentira que
hace unos meses entraste por esa puerta con La Sal-
vaje y el chulo, implorando caridad? ¿No te iba a
deportar el Gobierno? ¿Quién te salvó?
D’ARCY.– Es que no entiende la crítica. No. Mucho
menos, la autocrítica. Y cuando un artista no en-
tiende la crítica...
HAPPY (De mal humor).– Dejemos la jodienda, porque
terminamos mal... dejemos la jodienda. (A Verga-
ra) No quise ofender. Yo también tengo contrato y

275
aquí no tiene que haber policía, porque jamás he
faltado. Si no se quiere que yo diga “sáquense las
manos de los bolsillos”, vaya, no se dice “sáquense
las manos de los bolsillos”, y asunto concluido.
Se habla de cualquier mierda. Intelectual. Poesía.
Política. A mí me dicen y yo hago. Tengo una ma-
leta con más de cien rutinas, y una de ellas, vaya,
así por azar, me la pidió Germán Valdés, uno,
nueve, cinco, dos, cuando fue a verme en mi cam-
erino de El Tampico, México, D. F. Debe ser que
no sabe su oficio o que esa noche andaba repleto
de perico.
Afuera se escucha la voz de Eugenio que grita a tiempo
que golpea la puerta.
EUGENIO.– ¡Abran!
Patricio y D’Arcy se precipitan a abrir el recuadro de la
puerta santamaría.
PATRICIO.– ¿Qué pasa, Eugenio?
EUGENIO.– ¡Abran, coño!
D’Arcy consigue abrir la puerta y Eugenio entra. La prime-
ra impresión es sangre en el rostro y en el traje, una guaya-
bera azul celeste. El líquido rojo chorrea y mancha el piso.
HAPPY (En la confusión).– ¡Eugenio...!
D’ARCY.– ¿Qué tienes?
EUGENIO (Indignado).– ¡El recontracoño de su ma-
dre de esta mierda!
VERGARA.– ¡Tráiganlo aquí! ¡No se queden en la
puerta!
D’ARCY (Localizando una presunta herida).– ¿Dónde
fue?

276
EUGENIO.– ¡En el Panteón... los hijos de la gran
puta! ¡Vengo a mi trabajo...!
D’ARCY.– No hables, que estás herido...
PATRICIO.– ¡Coronel! ¡Hay que llevarlo!
HAPPY.– ¡Coño! ¡Fue grande!
PATRICIO.– ¡Apártense!
D’ARCY.– ¡Alcohol!
EUGENIO.– ¡Qué herido de mierda! ¡No estoy heri-
do! ¡Es pintura...!
PATRICIO.– ¿Pintura?
EUGENIO.– ¡Andan esos coños de madre de este
Gobierno, que maldito sea hasta el entre pelo,
con un camión y una manguera echando pintura
roja a la gente que pasa por las manifestaciones!
¡Y había una en el Panteón con unas flores a Bo-
lívar! ¡Al coño de su madre los policías! ¡Que los
vea muertos, con los manifestantes y con toda la
gente! ¡Animales, es lo que son! ¡Que este país
no se endereza...! Pero cómo se va a enderezar, si
aquí desde el presidente para abajo son todos un
atajo de mierdas, de monos, que malditos sean
por noventa generaciones, hasta que esta porque-
ría se extinga en un terremoto de esos donde se
abre la tierra...!
Flor de Fango sale del camerino y corre hacia Eugenio.
FLOR DE FANGO.– ¿Qué pasó?
D’ARCY (Insiste).– ¡Despierta a Pirela!
FLOR DE FANGO (Al ver a Eugenio).– ¡Eugenio!
¿Qué te hicieron?
VERGARA.– No hay motivo de alarma. Es pintura.

277
EUGENIO.– ¡Es que yo anhelaba una ametralladora!
¡Yo decía... Dios mío, una ametralladora! Yo no te
pido más sino una ametralladora infinita, por ese
Calvario desde el Panteón Nacional hasta aquí...
¡Rojo! ¡Todo rojo, como Moisés en el paso del mar
Rojo, ¡que aquello no se veía sino rojo y más rojo!
Hijos del chancro más abyecto de la más abyec-
ta unidad sanitaria. ¡Coños de su madre! ¡Persi-
guiéndome en patrullas, gritándome... ahí va ése!
¡Agárrenlo!
FLOR DE FANGO.– ¡Eugenio!
HAPPY (A Flor de Fango).– ¡Trae agua!
Flor de Fango corre en dirección a la barra. Apresurada-
mente llena un vaso con agua.
EUGENIO.– No sé cómo llegué... ¡Flor de Fango, no
sé cómo llegué! ¡Yo vi recto! ¡Pensé, recto! Calle y
calle, derecho al Bom-Bom... y aquel estruendo...
¡Hay muertos! ¡Tiene que haber muertos!
D’ARCY (A Vergara).– ¿Qué extraño, no? Con una
situación perfectamente controlada...
EUGENIO.– ¿Cuál? ¡Aquí nadie controla...!
FLOR DE FANGO (Con el vaso rebosante de agua).–
¡Bendito! ¡Qué susto!
EUGENIO (Después de beber).– ¡Aquí nadie controla!
¡Aquí Bolívar se murió en el olvido, porque le die-
ron la espalda! ¡Porque somos un contingente de
traidores y de rufianes! (A Vergara) Yo no me meto,
Vergara, en política... ¡Yo tengo treinta y tres años,
desde 1925 cuando me parió mi madre, hasta este
sol, intacto en lo que se refiere a política, viendo

278
pasar siete presidentes contados! Y yo derecho, sin
voltear, porque jamás he volteado... Las clases con
la nena Fisher..., la escuela superior de música y,
mi amor, lo que el país me ofreció, que me ofreció
mierda..., ¡porque aquí a Chopin se lo pasan por el
culo...! (Se levanta indignado y va al piano. Se sienta.
Toca un ritmo de bolero) ¡Eso es lo que es! ¡Esto y pin-
tura! ¡El movietone que me tocó vivir! (Se escucha
una ráfaga de ametralladora. Happy y Patricio corren
hacia la puerta. Eugenio deja de tocar) ¡No estoy!
VERGARA (Grita).– ¡Apártense! ¡Fue en la esquina!
D’ARCY (Desesperado).– ¡Sal de ahí, Happy! ¿Qué sa-
bes tú de guerra? ¡Quítate!
VERGARA.– ¡Silencio! ¡Apaguen la luz!
Patricio apaga la luz. Una oscuridad absoluta define
ahora los contornos del Bom-Bom.
FLOR DE FANGO (Después de una pausa).– Usted me
perdona, coronel Vergara..., pero yo tengo un hijo
en Ciudad Trujillo y ya es suficiente desgracia. A
mí me dijeron: una noche oriental, y el pago adi-
cional por salir disfrazada. Se atiende a la clien-
tela y a las doce el arte....
Una segunda ráfaga. Esta vez más cercana.
VERGARA.– ¡Al suelo!
Vergara, Patricio, Happy, D’Arcy y Eugenio se arrojan
al suelo.
FLOR DE FANGO (Después de otra pausa).– ...esta-
ba así... y me había hecho la ilusión con el señor
D’Arcy... pero, yo creo que deberíamos irnos, to-
tal, mañana todo se normaliza...

279
PATRICIO.– Exacto, mañana.
D’ARCY.– Puedo llamar a Alicia. ¡Quién sabe! Estará
en el hotel...
EUGENIO.– Me permito recordarles que nadie pue-
de salir después de las ocho de la noche, y que no
tengo ropa, como no sea el vestido de tocador de
flauta que está en el camerino. Y salir a esta hora,
vestido de tocador de flauta, me parece contra-
producente.
D’ARCY.– Pero tienes la chaqueta de Carmen Carva-
llaro... y los pantalones blancos...
VERGARA.– ¡Nadie sale! ¿Adónde van a ir? Se trata
de una emergencia provisional.
EUGENIO.– La historia de mi vida...
HAPPY (Después de una pausa).– Coronel, con el
debido respeto y sin ánimo derrotista, pero yo
no encuentro la temperatura por ninguna par-
te. Aquí acaba de pasarme el recuerdo de María
Grever, que en paz descanse, Hotel Nacional, La
Habana, uno, nueve, tres, tres, prácticamente la
noche de anoche. Fue cuando la señora de la can-
ción estrenó “Júrame”. Yo, de rumbero de mara-
ca, que no me hallaba por ninguna parte, y el
marco de la Lecuona Cuban Boys, que a dónde
más. Amalia Fernández, de número suelto, que le
podías montar un daiquirí en la rabadilla, de lo
parada que era, y déjate de contar no vaya a pa-
recer fantasía. Mona, pero aquello no iba. Aque-
llo silencio, como gallo en eclipse. Sale Grever e
introduce...

280
D’ARCY.– Negro, resucítame cuando termines,
¿quieres?
HAPPY.– Es verdad. Lo que dijo es verdad. Sale Gre-
ver e introduce. Vaya, que me siento feliz, aquí en
La Habana, mi segunda patria y la mierda. Ataca
Lecuona, cuerdas, trombones, timbales y en el de-
corado una cascada de corcheas en movimiento...
Se habían gastado una fortuna... ¡Fuentes, siluetas,
parejas de baile, luna escarchada y qué sé yo! Una
estética alemana que te provocaba preguntar dón-
de estabas porque aquello se remontaba... ¿Y qué
te digo? Nada. “Así sabrás la amargura que estoy
sufriendo por ti...” y el monumento de los caídos
en los ojos de la Grever, un concierto de coco-
drilos oyendo poesía antigua... Nada... Silencio...
Hueco... Al día siguiente hubo ochenta muertos.
Lo que en Historia Patria se llama “La tragedia del
Hotel Nacional”. Treinta y cinco mil libras esterli-
nas de pérdida y un nuevo Gobierno.
VERGARA (Afirmativo).– Aquí el nuevo Gobierno
tiene diez años, y cuando tenga treinta seguirá
siendo el nuevo Gobierno.
PATRICIO.– Coronel... yo creo que se fueron.
FLOR DE FANGO.– Si por lo menos hubiera luz.
VERGARA.– Silencio. Apaguen la radio. Hay alguien
afuera.
EUGENIO.– ¿Cómo?
VERGARA.– ¡Apaguen la radio!
Patricio enciende un fósforo. A tientas, se dirige al recep-
tor de radio. Lo apaga. La llama del fósforo se extingue y

281
de nuevo hay oscuridad total. Se escuchan ahora débiles
arañazos en la puerta santamaría.
PATRICIO (Rompiendo un largo silencio).– ¿Quién po-
drá ser?
Los arañazos adquieren una vigorosa angustia.
FLOR DE FANGO (Muy asustada).– ¡No abras!
VERGARA (Profesional).– Cuidado.
D’ARCY.– Silencio, patrulla. (Pausa. Arañazos).– Sue-
na como a uña de María Félix.
EUGENIO (Iluminado).– ¿No será...?
VERGARA ( Junto al recuadro).– ¿Quién es?
MARÍA REGINA (En voz baja).– ¡Abre, coño de tu
madre!
EUGENIO.– ¡María Regina! ¡Abran!
Vergara abre. Cierto resplandor de la calle permite ver
a María Regina, piel de dudosa chinchilla y conjunto de
fiero nylon.
MARÍA REGINA (Ahogándose).– ¡Auxilio! Tengo una
eternidad en la puerta, desgraciados. Han podi-
do matarme. No me parece una actitud humana,
mierdas. ¿Quiénes están aquí? ¿Eres tú, Vergara?
VERGARA.– ¿Se fueron?
MARÍA REGINA.– ¿Quiénes?
PATRICIO (Asomándose).– No hay nadie en la calle.
VERGARA.– ¡Cierra la puerta!
Patricio cierra el recuadro de la santamaría. Vergara en-
ciende la luz.
VERGARA (A María Regina).– Has podido esperar-
nos. ¡Te íbamos a buscar!
MARÍA REGINA.– Un trago, Happy. Miren como

282
tiemblo. (Muestra sus manos temblorosas) Rosas...,
rosas..., rosas..., rosas...
Con la acción, Happy sirve un apropiado brandy.
PATRICIO (Sin pausa).– ¡Llévenla al camerino!
MARÍA REGINA (Descubriendo el lamentable estado
de Eugenio).– ¡Eugenio! ¡Estás herido!
FLOR DE FANGO.– Es pintura, gracias a Dios.
MARÍA REGINA (Doliente).– ¿Quién te pintó, Euge-
nio?
D’ARCY.– Nada pasional, mi amor, si es lo que estás
pensando. Lo que pasa es que ella fue siempre
muy Sacco y Vanzetti, y terminaron por regarla
de pintura. (A Eugenio) Querida, lo dicen en la
radio, lo de la pintura. ¿No es cierto, Patricio? De
cuando en cuando interrumpen cualquier patéti-
ca y hablan de pintura. Esta mañana lo oí cuando
buscaba en vano el programa del tío Nicolás.
VERGARA (Estalla).– ¡Coño, Patricio, que se calle!
¡Hazme el favor y responsabilízate de que se calle
porque me está subiendo la sangre! Es que habla
y habla, y uno se vuelve loco.
D’ARCY (Altivo).– ¿Perdón, Coronel?
VERGARA (Apoteósico).– Una palabra más, marico,
y no inauguramos... ¡Porque a patadas te voy a
hacer callar la boca! ¡Tengo veinte minutos regla-
mentarios tratando de explicar lo que pasa! ¡Y lo
que pasa es mío, maldito marico, porque el di-
nero que ganas es mío! ¡Han podido matar a una
dama! ¡Estamos corriendo un grave peligro!
D’ARCY.– No he dicho nada. (A Happy) Ven, Happy.

283
Ponte la peluca. (A Vergara) Ensayaremos con
quienes estén. Flor de Fango, despierta a Pirela.
A mí se me dijo a las seis de la tarde. Si el Coro-
nel tiene la amabilidad de conseguir a los demás,
se lo sabría agradecer. Yo, lamentablemente, no
puedo.
MARÍA REGINA (Tomando la copa de brandy que Ha-
ppy le ofrece).– Gracias, Happy. No pasó nada,
pero pudo pasar. Disparaban a la terraza del edi-
ficio y desde allí contestaban en italiano. No me
pregunten por qué, pero oí voces en italiano... y
después, silencio... hijos de puta, y silencio. Fue
un verdadero milagro que no me vieran.
VERGARA.– Vamos adentro. Es más seguro.
MARÍA REGINA.– No sé si podré cantar. Me siento
sorda. (Recobrándose) ¿Podrán creer que pensé en
mi lápida? Pensé exactamente qué mierda iban
a poner en mi lápida en caso de lápida. ¿Quién
yace? ¿Una carrera internacional, de Ponce a Ba-
rranquilla, de Barranquilla a Colón, de Colón a
Managua, Managua a Hermosillo, de Hermosillo
a Maracaibo?
VERGARA.– Vamos. Habrá que hacer algunas lla-
madas. Cerciorarse. Todo esto se decidió en el
Kremlin, y es lo que en términos rusos se de-
nomina la desestabilización de Occidente. Hay
más de un hijo de puta tratando de desestabilizar
a Occidente. Pero Jorge Eliécer Vergara, lo juro
ante el altar de mi madre, no va a regresar a ese
cuarenta y ocho de anófeles, de sanidad y asis-

284
tencia. ¡Basta de pústulas! ¡La estatura promedio
del venezolano ha subido cinco centímetros! ¿Es
o no un hecho? ¿Qué se pretende? ¿Regresar al
mantel de hule, a la tira de carne? Mañana a esta
hora será un recuerdo. No todo podía ser nor-
mal... siempre normal... siempre costumbre. Pero
la gente querrá divertirse después de un momen-
to como este. Habrá comercio en la tarde y en
la noche, Jaime El Fantasma contra El Zorro...
¿Quién va a dejar de ir?
Salen Vergara, Flor de Fango y María Regina.
D’ARCY.– ¿Repararon el grabador?
PATRICIO.– Sí.
D’ARCY.– Supongo que tampoco vendrá el chico de
la pista.
PATRICIO.– No hace falta. Yo lo manejo.
D’ARCY (Con sorda indignación).– Korsakov va al
principio. Lee bien.
PATRICIO (A D’Arcy).– Haces mal en discutir con el
Coronel.
D’ARCY.– Métete en tu mierda. Te juro que a la pri-
mera oportunidad me voy. Atravieso la frontera
vía Manaos, aunque me muerda una cobra.
PATRICIO.– Tal vez no pase nada. Yo creo que todos
estamos muy nerviosos. Sucedió igual en Buenos
Aires...
D’ARCY.– ¡Te juro que si vuelves a mencionar un acon-
tecimiento en Buenos Aires, salgo a la calle y me in-
molo! (Pausa) ¿Quién va a presentar? ¿Tú o Happy?
PATRICIO.– Yo.

285
D’ARCY.– ¿Puedo suplicarte que te abstengas de re-
citar “La tristeza del Inca”?
PATRICIO.– No lo había pensado.
D’ARCY.– Di algo de Oriente que suena lejano. Hay
palabras... bazar, con doble a... “bazaar”... cashbah
como pelota de trapo... “cashbah”... hay palabras...
PATRICIO.– Quería... no sé... hablar de la situación
un poco... preguntar “¿Dónde estuviste anoche?”
Por ejemplo..., “Señora..., apuesto a que su mari-
do le dijo que no podía regresar porque el toque
de queda lo sorprendió en la oficina�������������
...����������
” Siempre
es efectivo..., digo... El marido ríe, la señora se
sonroja, el vecino interviene, y comenzar, no sé
cómo les parece, diciendo “¡Qué susto!, anoche
me sorprendió el toque de queda encerrado en
un baño y... pasé allí siete horas... doce horas... A
las seis de la mañana salí y un borracho que esta-
ba en la puerta me dijo: Tengo doce horas aguan-
tando... ¿por lo menos bajó la cadena?” (Pausa)
Digo, para animar..., ¿no les parece?
D’ARCY.– ¿Y a quién vas a animar?
PATRICIO.– No sé, muñeco. Acabo de asomarme.
No hay nadie en la calle. Supongo que mañana
será como dice el Coronel... “Jaime, El Fantasma,
contra el Zorro”.
D’ARCY.– Ocúpate de la música, ¿quieres? (Señala en
dirección a la barra) El material está allí. (A Eugenio)
Deja el piano, Eugenio. Ven a lavarte. Y que Dios
nos coja confesados... o en cualquier situación.
Salen Eugenio y D’Arcy. Patricio se acerca a la barra.

286
Manipula un grabador de cinta. Se escucha un fragmen-
to de “El mar y el barco de Simbad” correspondiente a
Sherezade.
PATRICIO (Improvisa después de una pausa).– ¡Bien-
venidos, señoras y señores a los salones del
Bom-Bom! ¡Una noche espléndida... una noche
de expectativas..., una noche oriental...! ¡Como
siempre, un servidor, Patricio Cámpora (Tram,
tram), dispuesto a compartir con tan distingui-
da clientela dos horas ininterrumpidas de alegría
y diversión...! (Breve pausa) ¿Quién dijo miedo?
¿Quién dijo tristeza? (Animado) A ver esas caras,
dientes felices... ¡que nadie se me quede en los
caninos! ¡Pasemos a los molares! A ver..., a ver...
(Breve pausa) ¿Les cuento lo que me pasó ayer?
(Murmura: “¡No, no, que no lo cuente... ¡Fuera!
¡Sáquenlo!” Pausa) ¡Bienvenidos, señoras y seño-
res a un nuevo espectáculo del Bom-Bom! ¡No-
che de estrellas! ¡Noche de sorpresas! ¡Una noche
oriental! (Breve pausa) ¡Queridos amigos, cómo
cambia la vida...! (Métete la vida por el culo) Ayer
en la tarde andaba este servidor, Patricio Cám-
pora, sin saber qué hacer. (¿Por qué no te hiciste
la puñeta?) Y de pronto, me quedé encerrado en
un baño de Extranjería... jodido como siempre,
jodido siendo... (¡Sáquenlo! ¡Culo! ¡Fuera!) Y en
la mañana se me acerca un borracho que se había
quedado dormido en la puerta, esperando su tur-
no y dice... “¡Por lo menos bajó la cadena?” (Breve
pausa) ¿Gracioso, no? (Gracioso el coño de tu ma-

287
dre)... ¡Bienvenidos, señoras y señores, al esplen-
dor del Bom-Bom-¡ ¡Una noche diferente..., una
noche misteriosa..., una noche oriental! ¡Desde
la lejana Bagdad y para todos ustedes...! ¡María
Regina! ¡Felipe Pirela! ¡Leonor Montes! ¡D’Arcy!
¡Happy! ¡El sonido inconfundible de Eugenio... y
los chicos de la orquesta...! Todos, y este servi-
dor, Patricio Cámpora, dispuestos a hacerlos vivir
un momento inolvidable, un momento bazaar, un
momento cashbah... Y no me pidan que no hable,
porque esta noche voy a hablar... Ayer me quedé
encerrado en el baño de Extranjería a la hora del
toque de queda... hora y hora... y en la mañana se
me acerca un borracho, que se había quedado en
la puerta esperando su turno... y me dice: “¿Por lo
menos bajó la cadena?”. Y me dice: “Amigo, si ca-
gar es una necesidad histórica, usted realmente es
un necesitado”. Y me dice: “Amigo, estuve a punto
de llamar a los bomberos...” Y me dice: “Amigo,
¿usted existe todavía?... porque creí que se había
disuelto en mierda...” Y me dice: “Amigo, no se
mueva hasta que llegue la prensa, porque estas
cosas hay que fotografiarlas”. Y me dice: “Amigo,
usted es la demostración perfecta de que este país
nada en la abundancia...”. Y me dice: “Amigo, su
cloaca, por supuesto, ¿es propiedad privada?”. Y
me dice: “Amigo, ¿usted caga o fertiliza?”.
Se escuchan sirenas en las inmediaciones. La música se
interrumpe. Una pausa. Entra Pirela. Chaqueta de len-
tejuelas celeste y pantalón negro de raso.

288
PIRELA.– ¿Llegaron?
PATRICIO.– Cinco minutos y comenzamos.
PIRELA.– Me pareció oír disparos. ¿Está Eugenio?
PATRICIO.– Con María Regina, adentro.
PIRELA (Alza la voz).– ¡Eugenio, papito, ven!
EUGENIO (Voz en off).– Hay la misma distancia en
yardas, querido.
Pirela se acerca al piano. Con cierto desgano toca unos
compases de “Alma libre” y rectifica alguna incoherencia
melódica.
PIRELA.– ¿Cayó el Gobierno, Patricio?
PATRICIO.– No. El Coronel dice que mañana volve-
rá la normalidad a las tres de la tarde.
PIRELA.– Preséntame.
PATRICIO���(Automático)�����������������������������
.– Nació
��������������������������
en El Saladillo... (bum-
bumbumbum...) Lo crió el sentimiento, y por eso
cada nota desgarra, cada palabra endulza...
PIRELA.– Agrega... “Antes de su gira a Panamá...”.
PATRICIO (Repite).– ...antes de su gira a Panamá...
PIRELA.– Felipe Pirela se despide de su clientela,
no sin antes recordarles la función maternal de
la vagina.
PATRICIO.– Ya lo han oído.
PIRELA (Mientras esboza acordes)������������������
.– ���������������
Querido públi-
co de esta noche... (Acordes)... hace dos años per-
dí un gran amor... (Acordes) ...a la salida de un
burdel en Maicao... Ella era horrible... (Acordes)
Babosa. (Acordes) ...y en general repugnante...
(Acordes) e, incluso, bastante ignorante... Se lla-
maba Alejandra por simple incoherencia. (Acor-

289
des)....Pero de aceite..., piel volcánica... (Acordes).
Nuestros caminos dejaron de entenderse (Acor-
des) y me quedó... (Acordes) una mirada..., un
perfume venusino... y esta canción con la cual
damos inicio a nuestro espectáculo (Acordes)...
Donde quiera que estés..., en todo caso no antes
de Bolivia...
La cinta reproduce la introducción de “Alma libre”. Pirela
canta.
Alma libre
Igual que un mago de Oriente
con poder y ciencia rara,
logré romper la cadena
que sin piedad me ataba.
Saltó en mil pedazos como fina copa.
Lo triste de mi vida se volvió feliz.
Logré que si el amor de mí se olvidaba,
Igual, tampoco yo de ti me acordara.
Perfume de alegría tiene mi alma libre.
Sin penas ni rencores, hoy podré vivir.
Si me quieres, sé querer;
Si me olvidas, sé olvidar,
Porque tengo el alma libre para amar.
Durante la canción, Patricio sale de escena en dirección
a los camerinos. Al concluir se abre la puerta del Bom-
Bom y entran Leonor Montes, “La Salvaje Blanca”, y Be-
nito Arístides Zamora, “El Gorila”.
LEONOR (A Pirela).– ¿Tarde, papito?
PIRELA.– A tiempo, malvada. Sigue derecho y par-
ticipa.

290
LEONOR.– ¿Dónde están?
PIRELA.– En el camerino de María Regina. (A Beni-
to) ¿Cómo fue que vinieron?
LEONOR (Rabiosa).– Ganas de enseñar el culo, su-
pongo.
Leonor sale rápidamente en dirección al camerino. Beni-
to toma una maleta que han dejado en la entrada.
PIRELA (Por la maleta).– Mal día para mudarse.
BENITO (Mientras camina en dirección a la barra).–
Nadie se muda. Es un regalo. Una Enciclopedia
Británica.
Benito abre una estrecha puerta junto a la barra y entra en
el pequeño depósito del Bom-Bom. Deja allí la maleta y re-
gresa de inmediato con un disfraz de gorila en la mano.
PIRELA.– ¿Qué se sabe, Benito?
BENITO.– Mierda. El Gobierno prometió unas pala-
bras a las seis de la tarde. Son las ocho y siguen
mudos.
PIRELA (Trivial).– Ya hablarán. Casi siempre lo hacen.
BENITO.– No lo creo. ¿Has visto las calles?
PIRELA.– Me acosté al mediodía. Tengo una ima-
gen rosada en la cabeza. (Bosteza) ¿Qué pasa en
la calle?
BENITO.– ¿Sabes que las únicas personas que es-
tán trabajando en este momento somos nosotros?
¡Putas y hospitales, nada más! ¿Cómo puedes
dormir? (Extremando un secreto) ¿Quieres que te
cuente algo?
PIRELA (Hablando por el micrófono que ahora amplifica
su voz).– Preferiblemente si tiene un final gracioso.

291
EUGENIO.– ¿Quién tiene un final gracioso, papito?
Conocí un seminarista que tenía un final gracioso.
PIRELA (Por el micrófono).– ¿Qué haces, amada?
EUGENIO.– Me dispongo, chulo.
BENITO (Aparta el micrófono. Intenso).– Hoy hablé
con un sargento. Me detuvo en la plaza Bolívar
con la excusa de pedirme un cigarrillo. Como no,
le digo, y por un momento nos miramos, ejército
y pueblo, justamente en el nivel del fósforo. En-
tonces, yo le pregunto: ¿Y? ¿Cómo estamos? Nada
más. ¿Y? ¿Cómo estamos?... Y el sargento saca
hacia fuera los labios, como diciéndome... “Her­-
ma­no...”. Digo, porque lo sentí fraternal... “Herma-
no...”. Claro, no podía hablarme..., pero tampoco
hacía falta.
PIRELA.– ¿Tanto, gorila? Vergara piensa otra cosa.
BENITO�������������������������������������������
.– ����������������������������������������
No te preocupes de lo que piense Verga-
ra. Ya no hay más Vergara, ni más Bom-Bom.
PIRELA.– Muchacho, tenemos seis semanas compar-
tiendo el show y esa letra me la sé de memoria. Si
se acabó Vergara, ¿por qué viniste a ensayar?
BENITO (Generoso).– Razones tácticas.
PIRELA.– ¿Cuáles razones, X-9?
BENITO.– Mañana sabrán..., y mañana es cuestión
de horas... Si un soldado te llama “hermano”, es
cuestión de horas, cuestión de doce y media. Más
de uno va a llevarse una sorpresa.
PIRELA.– Papito, deja de hablar como El Conde de
Montecristo. ¿Qué pasa?
BENITO (Histórico).– No somos lo que somos. Eso es

292
lo que pasa. Y hemos soportado hasta hoy. (Ani-
mado) ¿Quieres que te hable oficialmente?
PIRELA.– ¿O séase?
BENITO.– ¿Quieres que te diga que este lugar acaba
de ser tomado?
PIRELA (Atónito).– ¿Por quién...? ¿Por El Halcón Negro?
BENITO.– En nombre de la Junta Patriótica. Leonor
lo sabe. Nadie debe saberlo hasta la media no-
che. Especialmente ningún marico. A partir de
la semana que viene funcionará aquí la Escuela
Municipal Teotiste de Machado.
PIRELA.– ¿Aquí?
BENITO.– ...y por las noches, el CCR de Altagracia.
Si quieres burlarte, hazlo. Es gratis.
PIRELA.– Pero Vergara...
BENITO.– Vergara tiene un expediente irreversible.
Trata de blancas. Inmigración ilegal. Carné hono-
rario de la policía. Violaciones jurídicas diversas.
Una trinchera de mierda. ¿Qué crees que he he-
cho en estos seis meses? ¿Ponerme este disfraz y
soportar la miseria que me pagan? Vergara es un
cadáver. ¿Hasta cuándo lo mencionas? ¿Por qué
no te dispones a cambiar de vida? Te digo que
mañana va a ser diferente. ¡Podrías ocupar la Se-
cretaría de Cultura de un Comité Coordinador!
PIRELA.– Gracias. Me voy a Panamá el lunes.
BENITO (Desconcertado).–¿Qué hay en Panamá?
PIRELA (Sonríe).– Tengo una vaga idea y un contrato
en El Sultán.
BENITO (Con renovada energía).– No vas a reconocer

293
este país de aquí a una semana. Papito, te estoy
hablando de la Secretaría de Cultura de un Comi-
té Coordinador. ¡Todos tenemos que participar!
PIRELA.– ¿Y qué se hace en la Secretaría de Cultura
de un Comité Coordinador?
BENITO (Glorioso).– ¡Se vive un auge y no esta vida
de murciélago lechinoso! Se vive exactamente un
auge de masas. Como olas. La historia va y viene.
Flujo. Reflujo. Ola. Flujo. Reflujo. Ola. ¿Cuánto
tiempo tienes que no hablas? Siempre asustado,
cabeza abajo, como si otros decidieran por ti...
¿Dónde estabas hace dos días cuando sonaron las
cornetas?
PIRELA.– En el hotel Rex con la que hizo el papel de
mucama de don Rafael del Junco.
BENITO.– ¡La primera orden nacional de la Junta
Patriótica! ¡Y el país como un solo hombre! ¡Un
toque disciplinado, contundente! Papito, reaccio-
na... ¿Cómo te vas a ir a Panamá en un momento
como éste? ¿Cómo vas a creerle a Vergara? ¿Qué
le debes a esa excrescencia del pasado? ¡Hoy es
su funeral!
Con el diálogo Benito se ha desnudado y ahora asume su
modesta característica de bestia.
PIRELA.– ¿A qué hora, dijiste?
BENITO (Exaltado).– A las doce y media, ¿te pare-
ce bien? ¿Podemos despertarte con una serenata?
¿Quién mierda eres? ¿De dónde vienes?
PIRELA.– Papito, de Maracaibo, y con grandes esfuer-
zos para que no se den cuenta. ¿Quieres escuchar

294
una introducción de bolero? En mi casa, mono,
había una recogida. La llamaban Felicia y todo
el mundo pensaba mal de ella... Digo, esa gente
que cae mal..., que la mandas a buscar cerveza y
lo hacer con rabia, como si fuera una obligación
tenerle rabia. Un día (Acordes) la embarazaron por
pura maldad... (Marcha fúnebre), quién sabe si un
loco, o un gandolero del Transporte Fénix... Un
hijo de puta en todo caso... Se pasó nueve me-
ses encerrada, disimulando la barriga, rezando,
abortando, examinando perras, comparándose.
Mi hermana y yo nos dimos cuenta y una noche
la oímos gritar. Despertamos a mamá y vino la co-
madrona y la algarabía. No era un parto, digamos,
disimulado, como debe ser un parto, algo que le
incumbe a dos, quién sabe si a tres. Era una feria.
El Santo Patrono del Saladillo. Luces. Gente. Un
cabrón jugándose la quincena a que era hembra y
todo ese cuchicheo de las viejas. De repente aso-
mó la cabeza un varón y de casualidad no hubo
tambor. Le vi la cara al vástago y te juro que me
miraba envuelto en humo, como si se tratara de la
evaporación de las madres. (Pausa) La comadrona
cortó el cordón y yo entendí dos cosas... Entendí
la explicación del ombligo, que es lo último que
un hombre entiende... y entendí que debía irme a
la primera oportunidad, antes de que alguien me
ofreciera la Secretaría de Cultura de un Comité
Coordinador.
Entra D’Arcy.

295
D’ARCY.– De acuerdo, niños. ¡Empecemos! ¡Se tra-
ta, como pueden ver, de Aladino y La Lámpara
Maravillosa, una fantasía oriental creada por este
derroche que les está hablando... Gorila vuelve
a llegar tarde... me crea expectativas..., como un
ansia de binóculo...
BENITO (Neutro).– No te preocupes. Mañana llegaré
temprano.
D’ARCY (Llama).– ¡Patricio! ¡Happy! ¡María Regina!
Entra Eugenio vestido de concertista árabe.
D’ARCY.– ¡Eugenio, mi amor, a tu puesto...!
EUGENIO.– ¿Cómo me veo?
PIRELA (Sonríe).– Misterioso... como El Vengador
Errante...
EUGENIO.– Mentiroso. Se lo dirás a todas...
Eugenio toma asiento ante el piano.
D’ARCY.– Gorila, fuera de escena.
BENITO������������������������
.–����������������������
¿Cuándo me necesitas?
D’ARCY.– Diariamente, mientras la naturaleza no se
oponga... (Llama) ¡Acción, María Regina! ¡Acción,
Flor de Fango...! Happy, ¿dónde estás?
Entra Happy caracterizado de Happy.
HAPPY (Mensajero).– ¡El Coronel quiere una reunión
con todos!
D’ARCY.– Óptimo. ¿Han oído, niños? El Coronel quie-
re una reunión con todos. Eso te incluye a ti, Gori-
la... (A Happy) Negro..., podrías ponerte zarcillos...
unos aros, como Sabú, digo, para alejarnos de ese
tono malecón. (Fugado) Happy, te veo y pienso en
la patria, en la perla de las Antillas y toda esa poe-

296
sía... ¿Dónde nos quedamos, negro? Tú y yo, cami-
nando por El Vedado y hablando de las injusticias
sociales... ¿Dónde nos quedamos?
HAPPY (Concreto).– ¿Qué tengo que decir antes de
que suene la próxima ametralladora?
D’ARCY.– Nada, muchacho. La misma mierda de
siempre. Todo gran artista reitera.
Entra Flor de Fango vestida con una caprichosa fantasía
que, de alguna manera, le hace representar la fastuosi-
dad de la princesa Badrul-Budur.
FLOR DE FANGO (Conmovida).– ¿Nadie tiene una cá-
mara? Porque me gustaría enviar la foto a Ciudad
Trujillo, antes de que el traje se arrugue. (A D’Arcy,
agradecida) Una maravilla..., de verdad, una mara-
villa... Me siento tan diferente... tan sagrada...
EUGENIO (Radiante).– La aureola del debut, queri-
da, nada más que eso.
FLOR DE FANGO.– No se burlen. Si para mí es un
sueño. Yo tenía ocho años y mi tía Luzlinda me
llevó al cine Malibú, en el sector doce de la Cos-
tanera, cerca del monumento a Colón, a mano
izquierda... Digo, a ustedes no les interesa, pero a
mí sí, y por eso se los cuento... (Muy inquieta) Un
cine elegante, el Malibú, con su techo de estrellas
que se movían y porteros uniformados, todo lo
elegante que puede ser un cine en Santo Domin-
go... ¿Les dije que tenía ocho años, verdad? Me
quedó un recuerdo de la película... todo en co-
lores dorados, amarillos, verdes, azules y, sobre
todo, domados. No recuerdo cómo se llamaba,

297
pero ellos al principio, eran niños...
EUGENIO (Radiante).– Mi amor, no fulgures por-
que me humedezco... ¿De cuál costantera estás
hablando?
FLOR DE FANGO.– Eran niños y se querían... Ella,
con la boquita pintada, árabe, árabe. Y él, marrón
claro, bello, libanés, que te morías de bello y liba-
nés... Entonces tenían que separarse... Él lo decía
en inglés con títulos... “Tenemos que separarnos”,
y eso... Y ella lloraba, vestida de oriental antiguo,
como yo... Entonces, tenían un puñal que era de
su propiedad y se cortaban la carne de la muñe-
ca, para hacer un pacto y mezclar la sangre, como
esos pactos eternos de sangre mezclada que son
una belleza.
D’ARCY.– Flor de Fango, tómate un brandy, ¿quie-
res?, porque de lo contrario, por ese camino va-
mos derecho a Alfonsina Storni. (Da unas palma-
das) ¡A ver! ¡Les explico una sola vez...! (Llama)
¡María Regina!
FLOR DE FANGO.– ¿Dónde me pongo?
D’ARCY.– ¡Espera, niña! ¡No compliques! (Llama)
¡María Regina!
Entra el coronel (r) Jorge Eliécer Vergara.
VERGARA.– ¡Quiero que me escuchen todos con
atención!
PIRELA (Imperioso).– ¡Compañía!
Entra María Regina.
MARÍA REGINA (Sin pausa, a D’Arcy).– El turbante
no, querido... En primer lugar, porque me baja

298
la impostación a los tobillos; y en segundo lugar,
porque gracias a Dios tengo una cabellera que ex-
hibir..., una cabellera de la cual cobré conciencia
en Guatemala...
Entran Patricio y Leonor Montes, vestida de trigresa, con
hojas selváticas en los tobillos.
VERGARA.– ¿Estamos todos?
PATRICIO.– La totalidad de la compañía, Coronel.
VERGARA.– Dejemos a un lado los grados militares.
Acabas de perturbarme al mencionar la palabra
“compañía”, Patricio... El viejo recuerdo del cuartel
donde aprendí a ser hombre, en esta patria convul-
sionada, ancha y en cierto sentido extensa. (Pausa
conmovedora) Amigos..., el país atraviesa una hora
difícil, pero al mismo tiempo segura...
EUGENIO.– ¡Ya estamos en cadena! ¿No es formi-
dable?
VERGARA.– ¡Silencio! Mañana en la noche nos olvida-
remos de esto y el Bom-Bom volverá a llenarse con
la clientela habitual. Quiero un espectáculo digno,
entretenido y moderno, porque entre otras cosas,
hay personas que quieren interrumpirle al país la
modernidad y devolverlo a la impertinencia...
GORILA (Patricio).– ¿Qué hora es?
VERGARA (Kantiano).– La hora de la reflexión, Be-
nito. La hora nacional. (Breve pausa). Escúchen-
me... Todos hemos tenido un padre... y yo, por
supuesto, tuve el mío... El padre Vergara, se lla-
maba, doblemente padre, porque ahorcó los há-
bitos después de tener el valor de engendrarme.

299
Yo nací por una razón de frío clerical, de cama
de párroco, por el hábito de Capacho, entre tantos
hábitos de Capacho. Digamos que la humanidad
me la corrigieron a patadas, a sangre... No sé si
me explico, pero la primera palabra que me pro-
vocó decir fue “mierda”, como un hecho natural...,
como algo que salía de mí, un episodio opaco e
inocente. Entonces el padre Vergara me aflojaba
los dientes a puñetazos, empeñado en que yo pro-
nunciase algo sublime, como la palabra “aurora”.
Yo debía decir “aurora” y me provocaba “mierda”.
Y comencé a llamar “aurora” a la mierda por pura
venganza... ¿Me entienden? (Una pausa) Comencé,
por ejemplo, a llamar Patria a la baba, como que-
riendo decir: “Me sale patria”. Equivocado, siempre
equivocado, enredado en unas palabras que tenían
algo de ruleta, de número escogido. Me levantaban
a las cuatro de la madrugada en aquel frío y yo
por dentro sentía... odio... rabia... y un imposter-
gable “coño de su madre”. Papá se asomaba, alto,
imponente, curiosamente civil: “¿Qué tienes Jorge
Eliécer?” Y yo contestaba... “nada padre, nada ten-
go, nada me pasa�����������������������������������
...��������������������������������
”. Pero nada era asco, nada era
tuétano..., nada era ese peso en los ojos, esa arena
doliente... “Nada, padre”, como si la naturaleza no
importara... (Con angustia) ¿Vuelvo a explicarme?
Como si lo que había dentro de mí no tuviera la
menor importancia en esa necesidad de parecer
otro..., parecer el que era definitivo..., el que im-
portaba... (Pausa) Digamos que a la hora y punto,

300
yo me hinchaba por dentro... y miraba un faro
entre mis piernas. ¡Coño, qué grande! ¡Coño, qué
alto! ¡Coño, qué espléndido! Y robaba el centíme-
tro de la renegada Luisa, mi madre, que en paz
descanse con toda su inocencia..., recorriendo
centímetros de promontorio..., concluyendo en
once..., en trece..., en catorce, como si crecieran
dos estaturas. Digamos que vivía para medirme...
de los pies a la cabeza... del final del vientre al
infinito, enarbolado, prodigioso... (Pausa) Pero
cuando el padre Vergara, mi padre, me interro-
gaba por el uso de aquel centímetro –dicho sea
de paso, yo siempre llevaba el centímetro conmi-
go– respondía: “Mi señor padre, estoy midiendo
la patria..., la huella del casco que dejó Bolívar...,
el pedazo colombiano...”, con lo cual conseguí la
fama de patriota e insigne. Era como si me hu-
biesen condenado a no tener razón; como si den-
tro de mí viviera otro..., un cómplice absurdo.
Entonces, comía un pedazo de carne, ávido por
dentro y celebraba la batalla de Ayacucho al mis-
mo tiempo..., el día de la Independencia al mismo
tiempo, prohibiéndome el gusto, odiándome el
gusto... Y cuando Eloíza Benítez, mi maestra, me
descubrió en un rincón, cuando andaba por los
dieciséis centímetros de empuñadura, le declaré
que ese trastorno era un homenaje a la muerte del
general Sucre. Ese día fue histórico. Me expulsa-
ron de la Escuela Municipal e ingresé, confuso,
a la medicatura rural de Capacho, después de la

301
paliza que me dio el padre Vergara..., mi padre.
Me sentía solo, loco, arrinconado como quien no
se explica la falta de un ojo... ¿Dónde había otros
como yo? ¿Quiénes eran los míos? Y una noche,
después de una excitación de liguero, supe que
debía servir en el Ejército, donde un hombre es
lo que hace, y no lo que es... Al Ejército le debo
mi vida... y si alguien ha perdido la cabeza, yo
espero que recupere la razón. A menos que pre-
fiera oírse a sí mismo... y los que aquí vivimos no
estamos en capacidad de oírnos, porque lo único
que hemos producido son pésimos consejos...
D’ARCY.– ¿Se supone que debemos decir algo?
VERGARA.– ¡Comiencen!
D’ARCY.– Comienza así... Sale María Regina..., el públi-
co aplaude, digo, el de mañana, y hay una introduc-
ción de orquesta, a saber... (Reclama) ¡Patricio����
...�!
Patricio va a la barra y hace funcionar el grabador.
HAPPY (Señalándose).– ¿Y éste, cuando habla?
D’ARCY.– Después de la canción.
FLOR DE FANGO.– ¿Y yo?
D’ARCY.– Flor de Fango en el diván, soñadora, pen-
sando también en mañana; y Leonor preparada...
No hace falta, Patricio, que repitas la rutina... A
partir de ahora, mañana, siempre mañana... De
todas maneras, sureño, anúnciame el futuro...
PATRICIO.– ¿Cuál futuro?
D’ARCY.– El título, idiota, ¡lo que vamos a hacer!
PATRICIO (Después de una pausa).– ¡Señoras y seño-
res...! ¡Son las doce de la noche y el Bom-Bom se

302
viste de gala para anunciarles... (Fanfarria) ¡Una
Noche Oriental!
HAPPY.– ¡Vaya! ¡Pezuña de cocodrilo!
FLOR DE FANGO.– ¿Y cómo sueño...?
D’ARCY.– Bagdad, querida... Esa noche la princesa
Badrul-Budur languidecía nostálgica, pensando
en mañana. Había algunos disturbios en la ciu-
dad... se oían clamores... gente que pedía... gente
que gritaba..., y la princesa preguntó a su dama
de compañía: “¿Qué pasa en Bagdad, testigo de
mis días?”, que es como hablan los orientales...
FLOR DE FANGO.– “¿Qué pasa en Bagdad, testigo
de mis días?”.
D’ARCY.– Y contestó la dama de compañía... María
Regina...: “Nada, princesa”, simplemente... “nada
princesa”.
MARÍA REGINA.– Nada, princesa...
D’ARCY.– ...“Simplemente hay un cambio de luna...”.
MARÍA REGINA.– Simplemente, hay un cambio de
luna...
FLOR DE FANGO.– ¿Y si el público grita?
D’ARCY.– Nadie va a gritar, querida... Desde maña-
na, nadie va a gritar... (Se asoma a la ventana) Go-
rila, baja la luna, mi amor.
Benito acciona una polea. La luna desciende por el re-
cuadro de una falsa ventana.
D’ARCY.– Suerte, queridos... El ensayo comienza...
MARÍA REGINA (En la ventana, canta “Vieja luna”).–
Quiero escaparme con la vieja luna
en el momento en que la noche muere,

303
cuando se asoma la sonrisa blanca
en la mañana de mi adversidad.
Quiero volver a revivir la noche
porque la vieja luna volverá.
Ella es quien sabe dónde está mi amor,
ella sabe si es que lo perdí,
vieja luna que en la noche va...
(Bis)
Quiero volver a revivir la noche...
Al concluir “Vieja luna” suena un teléfono oculto en la
barra.
PIRELA (Atendiendo).– Cabaret Bom-Bom a su or-
den... (Pausa) Para usted, Coronel...
VERGARA (Al teléfono).– ¿Sí?
Larga pausa, Vergara, anonadado, cuelga la bocina.
VERGARA.– Caballeros, les notifico oficialmente que
el Gobierno acaba de caer.

Fin del primer acto

304
Segundo acto

Diez años después de estos sucesos, los escasos lec-


tores del libro El Altar de la Patria, o Memorias de un
hombre de armas, no manifestaron mayor perpleji-
dad ante el siguiente párrafo: “La caída de lo que
posteriormente se denominó La Dictadura Militar
del General Marcos Pérez Jiménez, me encontró en
compañía de unos amigos, mientras celebrábamos
una reunión de trabajo. En todo momento mantu-
ve una cierta presencia de ánimo y un espíritu de
colaboración con el futuro que en ese momento se
iniciaba. Mi amistad con algunos personeros del ré-
gimen depuesto, si bien se mantuvo firme, porque
nunca he sido un hombre de doble cara, tampoco
me cegó a la hora de reconocer ciertos abusos come-
tidos por la asquerosa corte de adulantes que logró
anular las sanas intenciones de un honesto venezo-
lano. Me remito una vez más, como en todas las pá-
ginas de este libro, dedicado a mi hijo Rafael Eliécer
y a mi hija Clara Rosa, al juicio de la historia y a la
serenidad de los años”.

Jorge Eliécer Vergara


Coronel (r)

305
El Bom-Bom una hora más tarde. Todos, con la excep-
ción del futuro autor de “El Altar de la Patria”, se han
reunido junto a la barra hawaiana. La radio, en abru-
madora cadena, transmite una amanerada selección de
música local. Vergara ha elegido un pequeño exilio, sen-
tado en una silla de la clientela a considerable distancia
de la compañía.

PIRELA (Después de una pausa).– Yo creo que sus-


pendieron el toque de queda.
EUGENIO.– ¿Quién dijo?
FLOR DE FANGO.– Nadie ha dicho nada.
MARÍA REGINA.– No tienen por qué decirlo. Es una
cosa que se supone. Les participo, según sopla el
viento, que de ahora en adelante todos tienen que
acostumbrarse a vivir con sus derechos, como en
Costa Rica, donde la gente se acostumbra desde
pequeña a vivir con sus derechos, sin mayores
calamidades.
PATRICIO (Tenso).– ¿Usted qué piensa, Coronel?
BENITO.– Silencio.
FLOR DE FANGO (Después de una pausa).– ¿Qué
pasa?
BENITO.– Ya no hay música.
D’ARCY.– Tal vez quieren recomendar algo.
En la radio se escuchan interferencias que dan paso a
una vibrante marcha.
EUGENIO (Conjurando la pausa).– Me encanta que
la Marina haya asumido el Gobierno. Siempre es
más higiénico.

306
MARÍA REGINA (Eufórica).– Es que el mar es otra
cosa... el mar es horizonte...
FLOR DE FANGO.– ¿Qué irá a pasar?
HAPPY.– Para mí que todo está decidido. La gente
cuando manda, tiene la misma sangre.
D’ARCY.– Negro, no teorices, ¿quieres? No es serio
de un bongosero.
PATRICIO.– Habrá muertos, supongo.
BENITO (Provocador).– ¿Quién sabe?
D’ARCY.– Mi amor, es la vida. Lo que a una le cues-
tan sus hijas..., golpes de estado y terremotos. “¿Y
dónde estabas tú, mamá, cuando cayó la dicta-
dura?”. “Queridas, en el convento de las Ursuli-
nas ingiriendo una tizana”. Digo..., uno vive para
contar, lo que se puede contar...
PIRELA (Quitándose la chaqueta de imprudente tercio-
pelo).– Caballeros, pensándolo bien, es la una y
media y la garganta sufre. En el hotel deben estar
esperándome. Si alguien se anima a salir...
HAPPY.– En estos casos, el único peligro es una bala
perdida.
MARÍA REGINA.– Negro, no vayas a contar una de
esas historias tuyas donde muere alguien en 1930.
HAPPY (Huraño).– Me sigo callando, entonces. ¡Moña,
menos mal que acaba de triunfar la democracia!
FLOR DE FANGO (Abrumada).– ¿Y qué irá a pasar?
¿Lo sabe alguien?
EUGENIO (Malvado).– Por de pronto, querida, habrá
una ruptura de relaciones diplomáticas con Santo
Domingo, que es lo absolutamente clásico en una

307
oportunidad como esta. Mañana saldrá en los pe-
riódicos, junto a las víctimas y los mártires.
FLOR DE FANGO.– Y eso, ¿qué significa?
EUGENIO.– Significa que no podrás regresar a Ciu-
dad Trujillo, a menos que decidas hacerlo a nado.
D’ARCY.– Eugenio, no abrumes al personal. (A Flor de
Fango) Flor de Fango, niña, como te habrás dado
cuenta, acaba de triunfar la democracia. Quiere
decir, tesoro, que de ahora en adelante eres libre
como una mariposa adulta. Puedes protestar, opi-
nar, reclamar y, en general, decirle a tu marido,
por ejemplo, que se perfume los cojones, sin el
menor riesgo.
PIRELA (A Happy).– Happy, ¿vienes?
HAPPY.– No. Pensándolo bien, no. Digo, no sé los
demás, pero aquí se está bien, con el olor a cebada
y la familia. En el hotel es como 31 de diciembre
extranjero, no vaya a darme por escribirle versos
a Maceo o a la que me parió. (Pausa. Con repentina
angustia) Entonces, ¿no digo “sáquense las manos
de los bolsillos”, Coronel...? ¡Pezuña!, digo. Vaya,
¿qué pasa? ¡Aquí está el hijo predilecto de Cien-
fuegos...! (Con actitud de animador) ¿Qué tienen?
¿Qué está sucediendo? El trópico tiene la misma
vereda y el mismo cocotero, el mismo arrullo de
palmera, el mismo arrebol de tus mejillas, el mis-
mo rubí de fresa, las mismas perlas en la misma
boca. ¿O es que vamos a cerrar el local? ¿Alguien
lo está pensando? Tú, Benito, ¿qué te cruza...?
Pirela mira a Benito.

308
PATRICIO.– Coronel, como socio industrial me
permito...
VERGARA (Interrumpiéndolo).– ¡Se pueden ir todos
a la mierda!
FLOR DE FANGO (Después de una pausa).– ¿Y cuán-
do volvemos?
VERGARA.– No lo sé. Yo respondí hasta hoy. ¿Qué
les puedo decir? ¿No hay un Judas entre ustedes?
¿No tienen una hora mirándome y cuchicheando?
¿Qué soy? ¿Un viudo?
D’ARCY (Oportuno).– Yo no diría eso, exactamente.
Pero después de todo hubo –ese pasado me ex-
termina– una cierta afinidad y a nadie le gusta el
dolor ajeno, sobre todo cuando es el dolor de la
cabeza. Te lo digo yo, Vergara, en mi condición
de apátrida, apátrida de la mente y apátrida del
culo, para que vuelvas a insultarme y a cagarte
en mi madre. Tengo una hora, de verdad, presen-
ciándote, esperando tus órdenes, para saber
a qué atenerme, cuáles son mis noticias. A lo
mejor, decido limpiarle las pantaletas a Alicia
Alonso en el intermedio de Giselle, o a lo mejor
pruebo la vida en Medellín, Colombia, donde
tiene que haber un tugurio como éste esperan-
do a alguien como yo.
VERGARA.– ¡Ya les dije que podían irse...! ¿Qué
más quieren oír? Entiendo que hay unos contra-
tos pero, por si acaso no lo saben, el país acaba de
retrotraerse al moco habitual. Si alguien quiere
demandarme, puede hacerlo. ¡Estoy arruinado!

309
PATRICIO.– ¡Pero, Coronel, en mi condición de so-
cio industrial...!
VERGARA (De pie).– ¡Es tuyo en tu condición de
socio industrial! ¡Te puedes quedar con el Bom-
Bom si pagas los contratos! ¡Que te aproveche!
¡Tengo una hacienda en el Territorio Federal Del-
ta Amacuro! Otros emigraron..., ¿por qué no yo?
Toda mi vida que querido leer la segunda parte
de El Conde de Montecristo, y creo que ha llega-
do la oportunidad.
PATRICIO.– ¿No nos estamos tomando esto dema-
siado a pecho? ¡Caballeros, aquí se habla de ce-
rrar el Bom-Bom!
EUGENIO.– Nadie dijo eso...
PATRICIO.– Pero ronda, como un muerto sin fami-
lia. Y yo me pregunto, ¿por qué? Todas estas cosas
son pasajeras, son cosas peruanas y ajenas. Bue-
nos Aires fue siempre la misma. Uno veía los tan-
ques en las calles, los soldados, la gente de prisa y
toda esa ilusión... Escúchenme, yo tengo una cu-
linaria de golpes de estado y democracias civiles
donde escasea el perejil. Lo principal es esto: el
Bom-Bom, mañana... ¿Qué vamos a hacer maña-
na? No podemos demoler el edificio, ni bebernos
todas esas botellas. No es con nosotros. Los pre-
cios son los mismos y lo demás son comunicados
oportunos, reparaciones momentáneas, como si
el “me pongo” viniera después del “digo”.
MARÍA REGINA.– No es el caso.
PATRICIO.– ¡A la mierda!, ¿Por qué no es el caso?

310
¿Por qué les parece que no tengo derecho a de-
cir nada? A mí me sacaba lágrimas la señora
del balcón de la Casa Rosada..., la señora trans­
parente. Yo vine en el cortejo, en el último pues-
to del avión, cuando al jefe lo rebasó el desgano.
A mí me dijeron que esperara, que era cuestión
de días, que iban a arrodillarse en las calles pi-
diendo perdón, y toda esa basura. ¡Era mentira!
Un mes más tarde, el enano Villagra me escribió
desde Buenos Aires, tres páginas sobre unos cara-
coles guisados, revelándome que el secreto estaba
en el punto de ajo. Yo me decía... “es una clave­”,
“un código cifrado”... Pero no. Eran caracoles gui­
sados. Al enano le preocupaban los caracoles
guisados. ¡Ni una sola palabra sobre lo que había
pasado! Tenía que regresar urgentemente a Bue-
nos Aires a comer caracoles guisados, porque si
no me borraban de la historia, me perdía el plato
de mi vida. Ya el jefe se había marchado a Santo
Domingo, después de llamarme Rodríguez. Yo le
decía Cámpora y él insistía Rodríguez, amigo Ro-
dríguez, querido Rodríguez, como si me mirara
más allá de los ojos... Y entre Rodríguez y los ca-
racoles guisados entendí por primera vez que esta
ciudad era un valle, que tenía montañas, que el
mar estaba detrás de las montañas, que no tenía
un miserable centavo y que mi destino era vender
por cómodas cuotas mensuales los Clásicos Jack-
son y El Tesoro de la Juventud, tragándome el vos
y endureciendo la doble elle para no delatarme.

311
Yo sé de cambios, de gobiernos caídos, de eso es
lo único que sé. Pero ustedes, ¿cuándo cambia-
ron? ¿Cuándo les importó un decreto? ¿Cuándo
vivieron de día?
HAPPY.– Del machadato al batistato, del batistato al
trujillato, del trujillato al somozato, del somozato
al coño de su madre. ¿Quién dijo que no hemos
vivido cambios?
EUGENIO.– Mis amores, yo tengo dos perspectivas
bastante sociales en mi vida. O toco en este an-
tro, o me dedico a dañar una generación de pia-
nistas enseñándoles el Gradus ad Parnasum.
PIRELA.– Caballeros, resumamos... En vista de los
acontecimientos, a partir del lunes pueden escri-
birme a El Sultán, Panamá. Tuve un hondo pla-
cer en cantar para todos ustedes, y guardaré un
recuerdo imborrable. Si alguien quiere hacer el
camino conmigo, o si desean una canción de des-
pedida, por favor, particípenlo.
Pirela se acerca a la puerta santamaría.
BENITO.– ¡Un momento! ¡Que nadie salga! Decla-
ro oficialmente que a partir de este momento, el
Bom-Bom acaba de ser expropiado en nombre de
la Junta Patriótica...
Pausa.
D’ARCY.– ¿Cuándo, mi vida?
HAPPY.– ¿Quién dijo...?
MARÍA REGINA.– Yo sabía que de oír tanto radio,
nos íbamos a poner nerviosos.
PIRELA.– Como acaban de oír, eso es exactamente

312
lo que ocurre. Y para más detalle, les comunico
que estamos pisando los terrenos de una escuela
municipal “Teotiste de alguien...”.
BENITO (Ponderado).– ...de Machado.
PIRELA.– De Machado.
PATRICIO (Atónito).– ¡Entonces...!
BENITO.– Mientras el proceso legal ocurre y el CCR
se reúne, este cabaret funcionará como una coo-
perativa social...
D’ARCY.– Benito, ¿y ese estilo ruso...? ¿De dónde
acá...?
VERGARA (Indignado).– Por lo que a mí respecta, se
pueden meter su cooperativa social por el culo. Y
cualquier detalle me lo comunican en la boca del
Orinoco.
FLOR DE FANGO.– Benito..., ¿qué es una coopera-
tiva social?
BENITO.– Tengo seis meses esperando este momen-
to, Vergara. Seis meses detrás de ti. Seis meses so-
portando tus provocaciones y tus amenazas, re-
cordando tu 16 de mayo y tu 2 de octubre... Seis
meses con una idea fija... ¡Este momento!
VERGARA.– Disfrútalo entonces y que te aproveche.
¿Qué quieres? ¿Quitarme el Bom-Bom en nombre
de esos traidores? Es tuyo. Patricio te puede en-
tregar los libros, los balances y la quiebra. ¿De qué
has vivido, sino de mi ruina y del dinero de La
Salvaje? (Épico) ¿Fechas? ¿Me vas a recordar fe-
chas? ¡Me cago en tu calendario y en el de todos
los tuyos!

313
FLOR DE FANGO.– Eugenio, ¿de qué hablan? A mí
estas cosas me angustian muchísimo.
BENITO (Ciego).– ¡Coño de tu madre...! ¿Tienes la
audacia...?
FLOR DE FANGO.– ¡Las madres no, por favor! ¡Las
madres aparte!
HAPPY.– ¡Calma, Benito...!
MARÍA REGINA.– ¡No digamos palabras irreversibles!
VERGARA (Lívido).– ¡16 de mayo y 2 de octubre es
todo lo que hay en la cabeza de ese chulo! ¿Y dón-
de está tu 9 de agosto y tu 27 de septiembre?
HAPPY (Moderador).– Vaya, yo quisiera rendirle aquí
un homenaje al 17 de julio de 1914, cuando lla-
maron a la comadrona en la calle Real Cédula de
Cienfuegos, y esta preciosidad que les está ha-
blando bebió leche por primera vez...
BENITO.– ¡Yo vengo del 17 de abril, Vergara...!
VERGARA.– ¡Y yo del 8 de noviembre, mojón, y a
mucha honra, cuando el animal nacional era la
mosca! ¿Cuál es el delito? ¿Ser lo que somos? ¿En
nombre de quién estás hablando?
Entra Leonor.
LEONOR.– ¿Qué hacemos entonces?
MARÍA REGINA.– ¿Me permiten? Yo creo que Pa-
tricio tiene razón, y mucho más ahora que el
capitán Blood ha declarado que esto es una coo-
perativa social. Me parece oportuno ensayar el
show y abrir el local esta noche. Total, es nues-
tro. Y hasta podríamos enviarle al coronel Ver-
gara un parte de financista, si nos da la direc-

314
ción de la desembocadura del Orinoco, a mano
derecha de cualquier caimán.
BENITO (Inquieto).– Señores, el pueblo está en la calle...
HAPPY ( Junto a la puerta).– ¡Qué raro...! ¡No se oye
nada!
BENITO.– ¡Y yo quiero un funeral esta madrugada!
¡Quiero sentirme libre! ¡Quiero gritar que se fue-
ron! ¡Quiero graduarme de abogado!
D’ARCY.– A mí me parece una actitud muy plausible,
Benito. Toda la vida, nuestra vida, me ha conmo-
vido esa actitud suya, muy “Dios se lo pague”,
de estudiar en la universidad por las mañanas
y hacer obscenidades por las noches... La doble
personalidad me enloquece. Pero ahora, que has
triunfado, ten la bondad de explicarnos el futuro
que nos espera... No te pedimos nada más... ¿Qué
pretendes? ¿La escena final del Zorro...? ¿La esto-
cada en el pecho del gobernador de California?
¿Los campesinos felices?
BENITO.– Mañana...
D’ARCY.– Mañana se verá. Digamos que la situación
es un poco confusa...
VERGARA.– Dame un trago, Happy...
BENITO.– Todo va a cambiar. Lo sé. Lo sé de buena
fuente. Será... distinto... Hay hombres preparados
para afrontar esta situación... Leonor es testigo...
Nos hemos reunido... Se pueden cambiar cosas,
dormir en paz... organizar un sindicato... Por su-
puesto, elecciones cada cinco años, como antes...
Escribir..., decir... Entiendo que es una oportuni-

315
dad histórica para todos nosotros. Y Vergara..., lo
que decida la Ley, la Justicia. Desde este momen-
to hay democracia..., hay opinión... Una situación
transicional y posteriormente un hilo constitucio-
nal... Y, maldita sea, los asesinos a la cárcel..., los
ladrones a la cárcel..., los corruptores a la cárcel...
VERGARA.– Declaro solemnemente... que quiero
vivir en ese país.
FLOR DE FANGO.– Entonces, estamos de acuerdo...
Yo, por si acaso, me siento... donde estaba antes,
cuando ella me decía...
Pirela se acerca al grabador.
PIRELA.– Dedicado con todo cariño a mamá y a
papá para celebrar esta reunión familiar... La úl-
tima canción... de Felipe Pirela... “Por la vuelta”:
Afuera es noche y llueve tanto.
quédate siempre, me dijiste.
Hoy tu mirada es como un manto,
un manto tibio de amistad.
Tu copa es ésta y la llenaste,
bebamos juntos, viejo amigo,
dijiste mientras levantaste
tu fina copa de champán.
La historia vuelve a repetirse,
mi muñequita triste y rubia.
El mismo amor, la misma lluvia,
el mismo, el mismo loco afán.
Te acuerdas hace justo un año
nos separamos sin un llanto,
ninguna escena, ningún daño,

316
simplemente fue un adiós
inteligente de los dos.
Después de un tiempo nuevamente
los dos brindamos por la vuelta.
Tu boca roja y oferente
bebió en el fino bacarat.
Después, quizás, mordiendo un llanto,
quédate siempre, me dijiste,
afuera es noche y llueve tanto...
y comenzaste a llorar...
(bis)
Te acuerdas hace justo un año... (etc.).
Con repentina euforia Happy ocupa su lugar de siempre
en el pequeño escenario, toma el micrófono y presenta.
HAPPY.– ¡Caballeros! ¡Vamos a inaugurar la demo-
cracia en el Bom-Bom...! Y vamos a inaugurarla
con un pensamiento profundo y recóndito, un
pensamiento pezuña, que me está surgiendo de
lo más hondo, o sea del sitio donde me miró mi
padre y sintió alegría. ¡El coño de su madre del
gobierno! (Grita) ¡Fanfarria!
Se escucha una excitante fanfarria. Patricio desplaza a
Happy en el pequeño escenario.
PATRICIO.– ¡Señoras y señores! ¡En nombre de la
Cooperativa Social y de las nuevas autoridades,
les doy la más calurosa bienvenida al nuevo Bom-
Bom!... Una y treinta minutos de la madrugada...
VERGARA.– La hora del lobo.
PATRICIO.– Y como quien dice, acaba de comenzar
un nuevo día...

317
MARÍA REGINA.– De los tantos...
LEONOR (A Benito).– Benito... ¿Hay algún inconve-
niente para que encendamos las luces? Digo, por-
que tengo una hora maquillándome en carne...
EUGENIO (Corre hacia la barra y enciende las luces de
la tarima).– ¡Aleluya!
PATRICIO.– Gracias. Ayer, a esta hora, se encontra-
ba este servidor, Patricio Cámpora, en un baño
de extranjería... por una cuestión de pasaporte...
HAPPY (Asomándose).– ¡Anoche, el argentino se en-
contraba del machadato al batistato...! ¡Y sáquen-
se las manos del bolsillo! ¡Vaya!
PATRICIO����������������������������������������
.–��������������������������������������
Me encontraba... del machadato al ba-
tistato, como dice aquí el nativo de Cienfuegos...
D’ARCY.– ¡Mi amor, a mucha honra...!
PATRICIO.– ...recordando los estorninos de la Calle
Belgrano...
FLOR DE FANGO.– ¡Happy, auxilio! ¡Vuelven los
estorninos! ¡Llamen a los bomberos!
PATRICIO (Sin asociarse al comentario).– Y bueno...,
desde hacía mucho tiempo necesitaba decirlo...,
que a veces... no me provoca reírme..., que me gus-
taría... saludarlos de otra manera, saludarlos con
miedo... como si no nos conociéramos. Con esa ti-
midez del extraño que se acerca y quiere alegrar-
se..., asomarme apenas y decir, entre nosotros...
Público... a continuación el ídolo del Saladillo can-
ta, o la Juana de Ibarbouru del bolero canta... o
La salvaje Blanca enseña el culo... (Pausa) Y decir
al distinguido público de esta noche que nunca

318
fui animador..., que nunca me puse smoking tropi-
cal..., que nunca recité La Tristeza del Inca..., que
había asambleas y yo pedía la palabra...
HAPPY.– ¡Vaya! Estamos como quien dice, bordean-
do el drama. ¡Sóbalo!
PATRICIO.– Había asambleas y yo pedía la pala-
bra..., sin animar..., sólo para discutir. Y de pron-
to dejé de pedirla, por razones que no son del
caso, como dice María Regina..., que no son de
este maldito caso y que a nadie le interesan...
Digo “a nadie” porque no hablo de mi mujer y
mis dos hijos, en Buenos Aires...
FLOR DE FANGO.– Retiro lo dicho, Patricio, y te
participo que me estás partiendo el alma...
HAPPY.– ¡Sáquense las manos del alma!
PATRICIO.– Desde aquí, desde el escenario del Bom-
Bom, Caracas, Venezuela, al extremo del norte cono-
cido, les envío un saludo..., Desde aquí les digo que
no sé donde estoy..., ni qué sucede..., ni qué mierda
me espera... (Pausa) Desde aquí, también por circuns-
tancias de la vida, le envío otro saludo al jefe, tran-
sitoriamente en Madrid después de lo que vino... de
parte de Rodríguez. Él sabe, de parte de Rodríguez,
solamente, transitoriamente, para decirle que esta-
mos esperando, que no hay desaliento..., que apenas
hay tristeza conocida, y toda esa gente muerta...
EUGENIO.– ...que uno no olvida... (Oportuno) Aho-
ra, si por cooperativa social se entiende que va-
mos a hablar de muertos, ustedes me dirán adón-
de vamos...

319
BENITO (Prócer).– Yo pienso...
D’ARCY.– La revolución piensa...
BENITO.– ...que el espectáculo podría comenzar
con una declaración de principios..., digamos
contundente...
D’ARCY.– Preciso. Salgo y digo... Mi situación co-
menzó en un colegio de varones, de una manera
bastante contundente...
BENITO.– Me refiero a algo que se salga de lo co-
mún.
VERGARA.– Por ejemplo, mostrar la cabeza de Jorge
Eliécer Vergara, secuestrado en su antigua pro-
piedad... ¿A quién pretendes decirle esa basura?
¿De qué hablan? ¿Quieren que les diga lo que
pienso? Que mañana, por decir mañana, vendrá
la misma clientela..., que continuarán orinándose
a medio metro del urinario los mismos borrachos
en el mismo pasatiempo... Y que tu declaración
de principios la puedes colgar junto al rollo de
papel higiénico para que la gente tenga la prime-
ra opción democrática de sus vidas...
BENITO.– Vergara, no vas a arruinarme esta noche...
Lo que has hecho, lo tengo en la memoria... y ni
siquiera eres el peor...
VERGARA.– ¿El peor? ¿De qué mierda me acusas?
¿Por qué tengo que aceptar que te refieras a la in-
timidad de mi madre? ¿No fueron los generales los
que se hartaron del general? (Se registra los bolsi-
llos y arroja al piso algunos documentos) Aquí tienes
lo que soy..., mis servicios a la Patria..., la pen-

320
sión del coronel retirado..., la medalla del Sol de
Oriente..., y tres o cuatro detalles... ¿Quieren que
presente el nuevo show y me acuerde del día del
árbol en el Ateneo de Capacho? Forma parte de
lo que he hecho en mi vida... (Toma el micrófo­no)
Distinguido perraje de esta noche..., la nueva­ coo-
perativa social del Bom-Bom, ante la inminencia
de mi exilio, tiene el infinito gusto de presentar la
misma cagada de siempre, después de atiborrar-
nos... Un espectáculo pobre y mediocre, a cargo
de los consabidos de siempre..., con la misma mú-
sica de siempre, con las mismas palabras de siem-
pre... (Fanfarria) La misma fanfarria de siempre,
les anuncia que estamos dispuestos a presenciar
la idéntica noche oriental de siempre, con los mis-
mos trajes que se utilizaron en los pasados dos
años de siempre, cuando en el escenario de siem-
pre presentamos “Una noche limeña”, “Una noche
azteca”, “Una noche en el palacio de Versalles”,
“Una noche sevillana”, “Las noches de París”,
“Dos noches de placer”, “La noche del infierno”,
“La noche del Caribe”, “La noche de Quisqueya”
y demás oportunidades conocidas... ¿No resulta
familiar?
D’ARCY (Se aproxima al escenario).– Entonces, ¿dónde
habíamos quedado? Flor de Fango y María Regina
comenzaban diciendo “mañana”, con esperanza
de abeja... ¿Estamos de acuerdo? ¿Ensayamos?
PIRELA.– Por mí..., si los demás están de acuerdo...
D’ARCY.– ¡María Regina!

321
MARÍA REGINA.– Afuera es noche y llueve tanto...
D’ARCY.– Benito...
BENITO.– Total..., es la una y media...
D’ARCY.– Flor de Fango...
FLOR DE FANGO.– En mi sitio.
EUGENIO.����������������������������������������
–���������������������������������������
A menos que pasara algo, pero a estas
alturas Alicia Alonso debe haberse dormido...
D’ARCY.– Definitivamente, Eugenio. Siempre tuvo
el sueño profundo. (Pausa) Obviemos entonces
las presentaciones... ¿Dónde estamos? Ah, sí, me
olvidaba... Una noche Oriental..., dicho sea en-
tre paréntesis, hay algunas diferencias, Vergara...
(Desciende del pequeño escenario y acomete su em-
presa de coreógrafo) A ver, niñas, con toda la plas-
ticidad posible, partiendo por supuesto de cier-
tas limitaciones antropológicas... Digamos que el
concepto es éste: la princesa se aburre y la dama
abanica.
FLOR DE FANGO.– ¿Y puedo hablar?
D’ARCY.– Preferiblemente no, querida; pero puedes
desperezarte como una palmera mecida...
FLOR DE FANGO.– Quería preguntar ¿por qué se
aburre?
D’ARCY.– Mi amor, porque hay oquedades que si no
se llenan provocan melancolía...
FLOR DE FANGO.– ¿Y si dijera unas palabras?
D’ARCY.– Flor de Fango, se trata de una coreografía...
Puedes jurar por la ausencia de tu madre que na-
die va a venir mañana a escucharte decir unas pa-
labras, a menos que te salgan de la totona...

322
FLOR DE FANGO.– Pero me gustaría...
D’ARCY.– ¿Como cuáles?
FLOR DE FANGO.– Por ejemplo..., que tengo un
poquito de miedo... Quedarme mirando, como
si fuera muy lejos... así... y decir eso... Tengo un
poquito de miedo... (A María Regina) ...Y entonces
tú me preguntas... “¿De qué tienes miedo, prince-
sa?”. Así, que se oiga... mirándome apenas...
HAPPY.– Y yo cubro cualquier moña... para rematar
el sonido. Pregunta, María Regina... “¿De qué tie-
nes miedo, princesa?”.
EUGENIO.– Negro, no seas miserable.
MARÍA REGINA.– “¿De qué tienes miedo, princesa?”.
HAPPY (Rudo).– De un paquete tamaño así que me
vino de Cachemira, un calvo que da tumbos...,
dos avellanas sin nido... Y ahí va la carcajada sin
bocina... Después de todo nos conocemos...
FLOR DE FANGO (Sublime).– Y yo te contesto, que
no siempre fui princesa...
HAPPY.– ¡Sóbalo!
FLOR DE FANGO.– Nada más eso quiero decir... No
creo que lo tomen a mal, ¿verdad? Por un día que
una hable... “Que no siempre fui princesa”. Y en-
tonces, tú me cantas lo que se te ocurra..., algo
que me sirva..., que me haga juego..., que no me
despierte..., que me diga... que hoy iba a ser dis-
tinto si tuviéramos la valentía de ser distintos..., y
que esto me pasa... Esto que ustedes discuten no
es mío, no sólo por extranjera, por comprobante
sanitario en regla..., sino porque no es mío...

323
EUGENIO.– ¡Vuélvelo a decir, Flor de Fango!
Eugenio acomete con brío unos acordes.
FLOR DE FANGO.– No es mío... (Pausa. Acorde) ¡No
es mío...! (Pausa. Acorde) ¡No es mío! (Eugenio im-
provisa sobre la introducción de “Somos”) No es mío,
coño, suprimiendo el coño... No tiene nada que
ver con La Piedra en Santo Domingo... No voy a
ser otra por eso... por hablar de las autoridades...
No tengo pacto con esa mierda..., un hijo de no-
vela, desgraciados, ése es mi golpe de estado, mi
presidente caído... ¿Me estás oyendo, Benito? Ésa
es mi calle..., mi cooperativa... ¿Crees que voy a
salir mañana a hacer una fiesta?
BENITO.– Señores...
MARÍA REGINA (Coincide con un acorde y canta “So-
mos”).– Dedicado a las autoridades presentes y
ausentes..., a quienes hablaron ayer por la no-
che..., a la bolerista internacional del continente,
María Regina, su segura servidora..., a mi ex ma-
rido en Costa Rica..., a la princesa Flor de Fan-
go..., a la angustia de mi argentino predilecto...,
a los indios del mercado de Guatemala... A mis
maricos presentes y, ¿por qué no?, también au-
sentes..., también lejanos...
Somos
Después que nos besamos,
con el alma y con la vida...
EUGENIO.– ¡Firmo al pie! ¡Y otorgo...!
Te fuiste por la noche
de aquella despedida...

324
HAPPY.– ¡Y declaro...!
Y yo sentí que al irte...
mi pecho sollozaba...
VERGARA.– ¿Por qué no?
La confidencia triste
de nuestro amor así...
BENITO.– Nadie ha dicho la última palabra...
Somos un sueño imposible
que busca la noche...
LEONOR.– Y, en general, el día y la víspera del
día...
Para olvidarnos del mundo
del cielo y de todo...
D’ARCY.– En un concepto de absoluta densidad,
tengo una vida enterrando la cabeza en la almo-
hada... ¡Y quiero, por lo menos, vislumbrar el te-
cho...!
Somos en nuestra quimera
ardiente y querida...
PATRICIO (Grita).– ¡Enano...!
Dos hojas que el viento
juntó en el otoño...
FLOR DE FANGO.– ¡El motivo de mi princesa. Ma-
nejaba un autobús...!
Somos dos seres que en uno
amando se mueren...
MARÍA REGINA (Comenta).– Y llamo la atención a
los especialistas...
Para guardar en secreto
la noche que quieren...

325
HAPPY.– ¡Iniciativa cultural!
Pero qué importa la vida
por esta separación...
EUGENIO.– Y por la otra, y por la otra, y por la
otra...
Somos dos gotas de llanto
en una canción...
TODOS.– Nada más eso somos... Nada más...

Fin

326
El americano ilustrado

1986
A Fausto Verdial
La suficiente inseguridad

En la primera página de esta pieza aparece una de-


dicatoria a Fausto Verdial y con ella quise invocar y
agradecer no sólo el nombre y la humanidad de uno
de esos seres indispensables y amados, sino a Cosme
Paraima y Pío Miranda, los antecesores de mi “ame-
ricano ilustrado”, gente que vivió por primera vez en
el genio de un gran actor.
Comienzo así por el amor, y confieso que esta
pieza vivió en mí veinticinco años, desde el recuerdo
de un pequeño parque en San Bernardino en tor-
mentosa tarde, hasta que Armando Gota en persona­
la sacó de una neurótica impotencia hace algunos
meses, a cambio de paciencia y tenacidad. A sus
consejos debo gran parte de El americano ilustrado.
El resto fue presenciar sus ensayos y encontrarlo lle-
no de ideas y madurez. Si alguna vez la relación de
un autor y un director sirvió para algo (y confieso
que en más de una oportunidad me pareció imposi-
ble) fue en este trabajo de catalán duro, que compro-
mete mi mayor agradecimiento.
Como otras piezas que he escrito, El america-
no ilustrado insiste en algunas desesperaciones que
tienen que ver con nuestra particular historia. Creo
haberla escrito con la suficiente inseguridad para no
concluir en un consejo, sino en un silencio, que por
lo menos me atrevo a compartir, después de tantas
perplejidades.
El resto, como siempre, es un plagio de los se-
res que he amado.

José Ignacio C abrujas


Personajes

Marx
Engels
Arístides Lander
Anselmo Lander
María Eugenia Lozada
La Mujer de Lozada
Damián
Oliver Perret
Eloy González
Samotracia López
Rosamunda
Rajah Haji
Guzmán Blanco
Mac Shelley
Fue estrenada el 12 de septiembre de 1986 en el Teatro
Alberto de Paz y Mateos de El Nuevo Grupo, en Caracas.

Marx: José León


Engels: Freddy Pereira
Anselmo Lander: Héctor Myerston
Arístides Lander: Fausto Verdial
La Mujer de Lozada: Norma Linares
María Eugenia: Victoria Robert
Damián: Freddy Pereira
Samotracia López: Mary Cermeño
Eloy González: Freddy Galavís
Rosamunda Lander: Elba Escobar
Rajah Haji: Alberto Acevedo
Guzmán Blanco: Alejo Felipe
Oliver Perret: Juan Carlos Rangel
Mac Shelley: Mauro Aristiguieta

Escenografía: Gómez Frá


Vestuario: Laura Otero
Asistente de dirección: Carlos Herrera
Producción: Miriam Dembo
Dirección: Armando Gota
Prólogo (1865)

I
Un paraje campestre y amable en las cercanías de un
arroyo. Marx y Engels, vestidos de Marx y Engels, repo-
san un largo tedio.

MARX (Enigmático).– Nun Hör, Engels, sage mir,


Held: sitz ich herrlich am flöss Marx su marxis-
ten Ruhm?
ENGELS.– Ditch echt genannten ach’ich zu neiden:
die beid’uns Brüder gebar, Frau Marx hies mich’s
begreifen.
MARX.– Dich neide ich: nicht neide mich du!
Erbt’ich Erstlingsart, weisheit waro dir allien:
halbbrüderzwist bezwang sich nie besser. Dei-
nen Rat nur red’ ich Lob frag’ich dich nach mei-
nen Ruhm, Engels.
ENGELS (Huraño).– So schelt’ ich den Rat, da schlecht
noch dein Rhum; denn hohe Güter weis ich. Ja, ja,
ja, ja!, die der marxismen noch nicht gewann... Ja, ja,
ja! Verschweiegst du sie, so schelt’ auch ich. In som-
merlich reifer Stärke seh’ich prietariat Stamm, dich,
Marx, unbeweibt, dich Alicia Peralta, ohne Mann.
MARX.– Wen rätst du nun zu frein, das unsrem
Ruhm es fromm?
ENGELS (Notable).– Ein Weib weis ich, das herrli-
chste der Welt.
MARX.– Jo, jo, jo! Jo, jo, jo!

335
ENGELS (Sin pausa).– ... auf Felsen hoch ihr Sitz; ein
Feuer umbrennt ihren Saal: nun wer durch das
Puerto Rico bricht, darf Alicia Peralta freier sein.
MARX (Sorprendido).– Vermag das mein Mut zu bes-
tehn?
ENGELS.– Einem Stärkren noch ist’s nur besttimmt.
MARX (Irritado).– Wer? Víctor Raúl Haya de la To-
rre? Jo, jo, jo, jo!
ENGELS.– Nein.
MARX.– Und Alicia Peralta’ gewannne nur er.
ENGELS.– Keinem andren wiche die Brunst. Brän-
chte José Ingenieros die Braut dir heim, wär dann
nicht Alicia Peralta dein.
MARX.– ¿José Ingenieros? Jo, jo, jo, jo!
ENGELS.– José Ingenieros ist der mann.
MARX (Apoplético).– Jo, jo, jo, jo!
Larga pausa. Marx bebe un generoso trago de vino por-
tugués. Engels decide una siesta y cierra los ojos. Marx
retoma una deleitosa lectura del Popol-Vuh. Al paraje
campestre y amable ingresan Arístides Lander y su her-
mano Anselmo, clérigo laico.
ANSELMO (Moratín).– ¡Me parece absolutamente
deplorable, Arístides, y atentatorio contra mi dig-
nidad sacerdotal!
ARÍSTIDES.– ¡Al diablo tu dignidad sacerdotal! ¡Te
conozco seis hijos, dignidad sacerdotal!
ANSELMO.– ¡Fui fecundo y tormentoso, pero nadie
me conoce como cabrón!
ARÍSTIDES.– ¡Todo es cuestión de oportunidad!
Arístides señala una acacia convenida.

336
ARÍSTIDES.– ¡Allí está la acacia!
ANSELMO (Gruñe).– Si por lo menos hubiese un oli-
vo en este maldito clima, sería más cónsono con
el hábito.
ARÍSTIDES (Ansioso).– ¡No tardará en venir!
ANSELMO.– Eso espero. Hay reunión de damas ca-
tólicas.
ARÍSTIDES (De buen humor).– Cómo te gustaría que
no fueran católicas.
ANSELMO.– Respetemos.
ARÍSTIDES.– Hueles a vela. Deberías agradecerme
el paseo.
ANSELMO.– Cada oficio tiene su olor.
Arístides y Anselmo se sientan a la sombra de la frondosa
acacia. Marx interrumpe alguna hazaña precolombina.
MARX (A Arístides y Anselmo).– Wie fänder wir ihn auf!
ARÍSTIDES (Cortés a Marx).– ¿Conmigo?
MARX (Insiste risueño).– Wie fänder wir ihn auf!
ANSELMO.– Nada peor que un alemán desorientado.
ARÍSTIDES.– Deben ser los nuevos contratistas del
ferrocarril.
MARX (Alzando la voz).– Wohin du heitrer herren?
ARÍSTIDES.– ¡Somos nativos!
MARX (Imperturbable).– Kommst du zu mir?
ANSELMO (A Marx).– ¡A la izquierda, en línea recta,
hay un puesto policial! ¡No hablan alemán, pero
son bastante expresivos!
MARX (Asiente).– Woe, woe!
Marx saluda con cierta efusividad agradecido y de inme-
diato retoma la lectura del Popol-Vuh.

337
ARÍSTIDES (A Anselmo).– ¡Son las seis! ¡Venus res-
plandece!
ANSELMO.– ¿Cómo se llama la doncella que aguar-
damos?
ARÍSTIDES.– María Eugenia.
ANSELMO.– No empieza mal. ¿Hija de quién?
ARÍSTIDES.– De un mayorista quesero. Son valen-
cianos. El padre exuda gruyère y es de apellido
Lozada.
ANSELMO.– Conociéndote se tratará de alguna ra-
tona desdentada.
ARÍSTIDES.– Anselmo, mon frère, recurro a una
fraternidad, que ni Robespierre. He decidido
declararle mi amor y no encuentro la manera
apro­piada. Me urge tu auxilio. Piensa en nuestra
infancia cuando violabas gallinas disfrazado de
Ivanhoe. ¿No era yo tu escudero?
ANSELMO.– Vete a la mierda, Arístides.
ARÍSTIDES (Febril).– Me sé de memoria sus paseos,
sus rutas, aficiones florales, mordisquillos de hi-
gos y todo lo que puedas imaginar. Conseguí de
ella una sonrisa, la semana pasada, en mitad de
una deplorable versión de la obertura de Tanhaü-
ser. No sé si fue el reflejo del trombón, pero me
pareció ver que estiraba sus labios y me aproba-
ba. Tengo quince días intentando conseguir una
mínima intimidad, pero no hay manera. Cuando
no la cerca el importador de gruyère, la acom-
paña su madre, y de mover la cabeza, no paso.
Temo que me encuentre reiterativo.

338
ANSELMO.– Debo regresar. Me esperan las damas
de la Sociedad de Socorro a Domicilio.
ARÍSTIDES.– ¡Vendrá de un momento a otro! Suele
llevar recortes de hostias a los niños huérfanos
de Santa María Micaela, y es de una puntualidad
absolutamente kantiana.
ANSELMO (Protesta).– ¡Arístides, por Dios Santo de
mi vida! ¡Ya no somos los hermanos Lander!. ¡In-
tento una carrera de obispo!
ARÍSTIDES.– Anselmo, lo único que tienes que hacer
es acercarte lo más institucional posible, y endulzar
el recelo materno. Todo el mundo respeta el mode-
lito que cargas y la mujer de Lozada es más católica
que Santa Rita. Si en mi nombre pides la mano de
su hija, lograré despertar una mínima confianza.
ANSELMO (Escandalizado).– ¿Pedir su mano? ¿Yo?
ARÍSTIDES.– ¡Quiero casarme con ella! ¡No preten-
do sodomizarla!
Ingresan al escenario, naturalistas, María Eugenia y la
mujer de Lozada.
ARÍSTIDES.– ¡Allí vienen!
ANSELMO.– ¿Voy a convertirme en un cabrón ves-
pertino, grandísimo masón?
ARÍSTIDES.– Mi deuda será eterna.
ANSELMO.– ¡Podrías visitarla en su casa, caracteri-
zado de vendedor de nata!
ARÍSTIDES.– ¡Ahora o nunca, Santa Teresa! ¡Abór-
dalas!
ANSELMO.– ¿Y qué digo?
ARÍSTIDES.– ¡Cualquier catecismo! ¡De prisa!

339
Anselmo obedece e interrumpe el leve paso de María Eu-
genia y la tozudez de la mujer de Lozada.
ANSELMO (A la mujer de Lozada y María Eugenia).–
¡Damas ilustres!
LA MUJER DE LOZADA.– Venerable padre.
ANSELMO.– ¿Es éste por ventura el camino hacia el
Orfanato del Santo Sepulcro?
LA MUJER DE LOZADA.– Es éste y no otro.
ANSELMO.– Que Dios te premie. (Se vuelve hacia el
rezagado e impaciente Arístides) ¡Hermano! ¡Era la
ruta!
ARÍSTIDES (Embelesado en la contemplación de María
Eugenia).– ¡Formidable!
ANSELMO (A María Eugenia y la mujer de Lozada).–
Soy Anselmo, diácono de Nuestra Señora del So-
corro Constante. (Por Arístides que se ha acercado)
El caballero es mi hermano Arístides. Proveni-
mos del cruce Lander-Espinal.
ARÍSTIDES (A María Eugenia).– Nos conocíamos.
MARÍA EUGENIA.– Creo recordar. ¿No es hermana
suya una monja del convento de las Carmelitas?
ARÍSTIDES.– Novicia aún.
MARÍA EUGENIA.– Alguna verbena hicimos juntas.
ARÍSTIDES.– Lo celebro. (Apasionado, silba un breve
fragmento de la obertura de Tanhäuser) Nunca fue
más hermosa la obertura de Tanhäuser, como hace
una semana en la plaza de Capuchinos.
MARÍA EUGENIA (Tímida).– Poco entiendo de música.
ARÍSTIDES.– ¡Nunca hubo música, entonces!
LA MUJER DE LOZADA.– Ni falta que hace.

340
ARÍSTIDES (Inclinándose).– Madame: Arístides Lan-
der, abogado en ejercicio.
LA MUJER DE LOZADA (Presentándose).– La mujer
de Lozada.
Arístides besa la mano de la mujer de Lozada, Marx
suspende la lectura incaica y destapa esperanzando un
frasco repleto de col agria.
ARÍSTIDES.– Hermosa tarde. Venus nos contempla.
ANSELMO.– Tal día como hoy falleció Santa Eduvi-
gis. Pocos la recordamos.
LA MUJER DE LOZADA.– Gloria a Dios.
ARÍSTIDES (Decadente).– Anselmo no me dejará
mentir si revelo que hace unos instantes confe-
saba un sentimiento bastante sublime. Soy un
apasionado del azar y él me sonríe, puesto que
hablaba de la corte del señor de Gonzaga y de las
ninfas Monteverdi, cuando apareció una de ellas.
Puedo decir que el verso se hizo carne.
ANSELMO.– Pero mejor no lo digas.
MARÍA EUGENIA.– Gracias, señor.
ARÍSTIDES.– La franqueza no la merece.
LA MUJER DE LOZADA.– ¿No es tarde, María Eu-
genia?
ARÍSTIDES.– Con el debido respeto, no lo es, señora
de Lozada. (Osado) Que la boca de mi hermano,
exprese lo que siento. (A María Eugenia) En reali-
dad, te esperaba.
ANSELMO (Declara).– Arístides, preciosa doncella,
alberga un casto amor por tu persona, y desea
pedirte en matrimonio.

341
ARÍSTIDES (Acota).– ¡Once meses ha!
ANSELMO.– Como diácono titular de Nuestra Se-
ñora del Socorro Constante, doy fe de sus rectas
intenciones.
ARÍSTIDES (Balbucea).– Ni Pitágoras.
ANSELMO.– Ostenta veintinueve años sin señas
particulares dignas de ser mencionadas. Jamás
guardó cama ni hubo en su vida motivo de enfer-
medad vergonzosa o tropical. Recibió el doctora-
do en Leyes el 1° de septiembre de 1860 y hasta
el momento ha sido incapaz de reproducirse. No
existiendo ningún impedimento que invalide la
legitimidad de esta proposición, me permito re-
comendarla en nombre de Nuestro Señor.
Larga pausa.
LA MUJER DE LOZADA (Impresionada).– Habría
que hablar con Lozada.
ARÍSTIDES (A María Eugenia).– Pendo.
MARÍA EUGENIA.– Mi respuesta es sí, señor Lander.
LA MUJER DE LOZADA (Sin mostrarse aprobativa).–
No se hable más entonces. El regreso es largo,
María Eugenia. (a Arístides) Señor Lander, Loza-
da acostumbra a recibir los miércoles de siete a
nueve.
ARÍSTIDES (Certero).– Au fait, promesse obligé.
MARÍA EUGENIA (Tímida).– A demain, monsieur.
ARÍSTIDES.– A demain, mademoiselle.
ANSELMO (Sombrío).– Pax vobis.
Anselmo describe una somera bendición. María Eugenia
y la mujer de Lozada se alejan. Larga pausa.

342
ARÍSTIDES (En trance).– Anselmo... Je donnerais ma
vie, pour garder a jamais ces yeux, ce front charmant,
cette bouche adorable, étonnée et ravie sans que nul a
son tour les contemple un moment!
ANSELMO.– ¿Puedo regresar a mis tareas después
de esta humillación?
ARÍSTIDES (Orgulloso).– ¿Era una ratona desdentada?
ANSELMO.– Un poco estrecha de caderas para mi
gusto.
ARÍSTIDES.– ¡Ensancharemos! ¡Ensancharemos!
Salen Arístides y Anselmo. Pausa. Engels despierta.
ENGELS.– ¡Hoiho! ¡Hoiho!
MARX (Levantándose).– Kommt herab, Engels! Hier
ist’ frisch und kühl.
ENGELS.– Mich dürstet.
MARX.– ¡Wow! ¡Woe!
ENGELS.– Ich hörte sagen, Marx, der Vögel Sanges-
sprache verstündest du wohl: so wäre das wahr?
MARX (Canturrea mientras guarda el tarro de col agria
y el Popol-Vuh, en una cesta campestre).–
Mime hies ein mürrisher Zwerg
in des Neides Zwang zog er mich auf,
das einst das Kind, wann kühn es erwuchs
einen Wurm ihm fällt’ im Wald
der lang schon hütet einem Hort.
Marx y Engels se alejan con la canción.

343
II
Un ángulo votivo en la capilla de Nuestra Señora del
Perpetuo Socorro. Anselmo Lander sentado en un banco,
lee por centésima vez una disidencia denominada “La
polla de Fray Esteban”. A su lado, Damián, el sacristán,
escucha atentamente.

ANSELMO (Lee).– «Febril, ansiosa, jadeante, se pre-


cipitó sobre el asombrado novicio. Penétrame,
dijo, y al punto deshizo sus túnicas».
DAMIÁN.– ¿Sor Veneranda?
ANSELMO.– La condesa de Montmorercy.
DAMIÁN.– ¿Y qué hace sor Veneranda?
ANSELMO.– Sor Veneranda aguarda.
DAMIÁN.– Como abadesa, diablesa (Ríe, cómplice y
asmático).
ANSELMO (Retoma la lectura).– Loca de excitación,
tan pronto sintió en la atormentada carne el pre-
sentimiento de aquel bulto que parecía bailotear
bajo la sotana, la condesa de Montmorercy extra-
vió sus ojos y arqueó el espinazo.
DAMIÁN (Maravillado por centésima vez).– ¿Ar-
quéan?
ANSELMO (Sin interrumpir la lectura).– ...derraman-
do de paso sus licores. Jugos generales, Damián.
Grumos generales. (Lee) «Mientras tanto, sor Ve-
neranda...»
DAMIÁN.– Hela.
ANSELMO.– «...había alzado la sotana del novicio
Duval...»

344
DAMIÁN.– Y a mí que nadie me alza...
ANSELMO.– «...y contemplaba extasiada aquel espo-
lón de proa, firme e incontenible. El bullicio de la
sangre teñía de un morado bulboso la prominente
cabeza, porque a estas alturas la polla de Duval ele-
vábase portentosa y dispuesta a contradecir la estú-
pida afirmación de Newton. Enrojecida y celosa...»
DAMIÁN (Recuerda).– ...Enrojecida y celosa, la conde-
sa de Montmorercy acercó su vellón chorreante...
ANSELMO (Lee).– «... a los finos labios del enloque-
cido Duval, diciéndole...»
DAMIÁN (De memoria).– ... ¡Húrgame, Duval, húr-
game...!
ANSELMO (Lee).– «... ¡Húrgame, Duval, húrgame...!,
desafiante reto...»
AMBOS.– «...a la escasa pericia del novicio. Aquellas
dos encrespadas lonjas, se transformaron, la del
varón en índice de terciopelo y la contraria, en
insaciable abeja retozona...»
ANSELMO (Concluye).– «... atraída por la proximi-
dad del almíbar. Continuará en la próxima en-
trega.»
DAMIÁN (Melancólico).– Que no la hubo.
ANSELMO (Vuelve la página).– Se terminó de impri-
mir en la imprenta de Aniceto Collado, a 12 de
marzo de 1854, Zaragoza, España.
Se escucha una lejana campanilla.
DAMIÁN.– Llaman.
ANSELMO.– Di que no estoy.
DAMIÁN.– ¿Sea quien sea?

345
ANSELMO.– ¿Quién puede ser sino un errático?
Damián va a salir, pero Anselmo lo interrumpe.
ANSELMO.– Damián.
DAMIÁN.– ¿Señor?
ANSELMO.– ¿Te parece que huelo a vela?
DAMIÁN.– Nada hay de malo. Valga San Buenaven-
tura como ejemplo. Más de una vez las abejas lo
usaron de panal.
ANSELMO.– Pero..., ¿es ése mi olor?
DAMIÁN.– Depende del período.
ANSELMO.– No tengo períodos, que yo sepa.
DAMIÁN.– Hay Semanas Santas y hay Navidades.
ANSELMO (Después de una pausa).– Esconde ese li-
bro. Tú y tus períodos.
Suena de nuevo la campanilla.
DAMIÁN (Portero).– ¡Va el clero...! ¡Viva el clero!
Damián sale. Anselmo medita por momentos.
ANSELMO (A nadie).– Lleno de imágenes, un 16 de
agosto.
Damián regresa, tras corta pausa, seguido de María
Eugenia.
DAMIÁN.– Una dama.
MARÍA EUGENIA.– María Eugenia, Padre Anselmo.
Anselmo contempla a María Eugenia.
ANSELMO (A Damián).– Limpia las heridas de San Se-
bastián, Damián, y revisa las vinajeras. Esmérate.
DAMIÁN.– Hecho.
Damián se pierde en las intimidades del altar mayor.
MARÍA EUGENIA.– Recibí ayer su recado. Creí que
no iba a encontrarle.

346
ANSELMO.– Siempre estoy.
MARÍA EUGENIA.– Quería... agradecer.
ANSELMO.– ¿Qué decidió el señor Lozada?
MARÍA EUGENIA (Sonríe).– El señor Lozada está de
acuerdo.
ANSELMO.– Sobrará queso en la boda, entonces.
MARÍA EUGENIA (Intrigada).– ¿Cómo sabe?
ANSELMO.– La ciudad es pequeña.
Larga pausa.
MARÍA EUGENIA.– Usted dirá, padre Anselmo.
(Ríe) ¿Puede creer que anoche comencé un bor-
dado? No debería decirlo, porque se trata de una
sorpresa, pero jamás en toda mi vida he podido
esconder sorpresas. Voy a copiar exactamente la
paloma que hay en la Catedral, sobre el hombro
de Santo Tobías.
ANSELMO.– ¿La paloma de Santo Tobías?
MARÍA EUGENIA.– Tal cual, y con siete colores.
Luego la pondré en un marco y exigiré que usted
la conserve en el despacho parroquial.
ANSELMO.– Será un privilegio.
MARÍA EUGENIA (Ríe).– ¡Pero no una sorpresa!
ANSELMO.– Hoy lo fue.
MARÍA EUGENIA.– Recibí anoche su esquela, padre
Anselmo, y la guardé en mi libro de recuerdos,
cerca del ombligo de mi hermano. Como verá, no
me han pasado muchas cosas importantes.
ANSELMO.– Necesitaba hacerle una pregunta. De
allí el atrevimiento.
MARÍA EUGENIA.– No es atrevimiento.

347
ANSELMO.– Ojalá piense lo mismo al oír mi pregunta.
MARÍA EUGENIA.– Lo escucho.
ANSELMO.– Cuando nos vimos, hace quince días
en ese paseo, ¿qué pensó usted de mí?
MARÍA EUGENIA (Desconcertada).– No entiendo.
ANSELMO (Idéntico).– Cuando nos vimos, por pri-
mera vez, en ese paseo, hace quince días, ¿qué
pensó usted de mí?
MARÍA EUGENIA.– Nada.
ANSELMO (Sonríe).– Nada es blasfemo.
MARÍA EUGENIA (Ruborizada).– Tal vez... que era
muy joven para ser clérigo.
ANSELMO.– Once meses mayor que Arístides. (Os-
curo) Mi padre fue un hombre disciplinado.
MARÍA EUGENIA (Animada).– Si nos casamos, me
gustaría hacerlo en esta iglesia.
ANSELMO.– Temo que mi hermano preferiría la
Catedral.
MARÍA EUGENIA.– Trataré de convencerlo. (Sor-
prendida) ¡Por Dios! ¿No estoy hablando como su
esposa?
ANSELMO.– Hay un hotel en Trinidad. El nom-
bre es dinástico... “Regencia”... tal vez en in-
glés, quien sabe si más irreal. Una habitación
da al mar, y prescindiendo del olor a curry, yo
diría que es un lugar quieto, discretamente fe-
liz, donde­ un hombre puede ser cualquier cosa,
cualquier voluntad. Lo conocí adolescente y se
quedó en mi memoria, por si acaso un día de-
seaba cambiar de vida. Ahora he vuelto a pen-

348
sar en esa ventana, probablemente porque te he
imaginado junto a ella.
Larga pausa.
MARÍA EUGENIA (Formal).– Gracias.
ANSELMO.– Casi siempre a la izquierda.
MARÍA EUGENIA (Más aún).– Me alegro. A veces
escribo pensamientos en un álbum que me re-
galó mi madrina. (Tímida) A veces los copio. Hay
tres de Víctor Hugo. Lamento no tener tan buena
memoria, porque me habría encantado copiar el
suyo. (Breve pausa) Y quiero decir algo más... me
alegra saber que el hermano de Arístides es un
sacerdote. Como le escuché decir a mi mamá...
resulta una garantía.
ANSELMO (Abismado).– ¿Lo soy?
MARÍA EUGENIA.– Por muchísimos años.
ANSELMO.– ¿Como un brindis?
MARÍA EUGENIA (Repentinamente incómoda).– Ma-
ñana hay función de Ernani, padre Anselmo. Há-
gase invitar. Arístides compró un palco y mi pa-
dre quiere conocerlo.
ANSELMO (Sombrío).– Iré.
MARÍA EUGENIA.– Nos trataremos y después de
tres visitas, le prometo que seré menos tímida. (A
modo de excusa) No recuerdo haber hablado nun-
ca con alguien como usted.
ANSELMO.– Probablemente es cierto.
MARÍA EUGENIA.– Le agradezco que me haya invi-
tado. Vendré a menudo aunque no lo encuentre.
Hay tanta serenidad en una iglesia.

349
ANSELMO (Despidiéndose).– Iré a Ernani. Mueren todos
al final, pero tal vez sepan hacerlo con dignidad.
MARÍA EUGENIA (En la salida).– De verdad, ¿no te-
nía nada más que decirme?
ANSELMO.– Nada más.
MARÍA EUGENIA.– Hablo mucho. ¿Es pecado?
ANSELMO.– Después de Santo Tomás, dejó de serlo.
MARÍA EUGENIA (Diáfana).– Padre Anselmo...
¿puedo besar su mano?
ANSELMO.– La costumbre favorece a los obispos.
MARÍA EUGENIA.– No importa. Hagamos otra cos-
tumbre.
María Eugenia besa la mano de Anselmo y sale con ru-
borizada precipitación.
ANSELMO (Larga pausa).– Sin imágenes, un 16 de
agosto.

350
Primer acto
Rêveries, Passions (1880)

El patio de la casa de Arístides Lander en el verano de


1880. Hay un granado y un limonero florecido. Hay rosas­
y campánulas, dragones y benéfica ruda. Se presiente un
temprano asado en la distante cocina y el morrocoy secu-
lar acaba de ocultar su cabeza. Un gallo tardío anuncia
el extremo de la hora.
Arístides Lander, sentado en un sillón tutelar, observa a
Eloy González, funcionario de la cancillería, confundi-
do entre papeles, medallas y diplomas atados con cintas
tricolores. Provisto de libreta y lápiz, Eloy verifica un
procedimiento.

ELOY (A Arístides, como esperando una confirma-


ción).– Champagne, por supuesto.
ARÍSTIDES (Imaginando posibilidades).– Cinco cajas.
El primer brindis después de la alocución presi-
dencial, no queremos una orgía, ¿verdad Eloy?
Eloy anota concienzudamente.
ELOY.– Sería inconveniente. (Breve pausa, con pésima
pronunciación) En cuanto al menú.
ARÍSTIDES (Recuerda).– Antes de pasar al menú, re-
visemos algunos detalles. Los anteojos del presi-
dente, por supuesto, a la izquierda de la carpeta.
ELOY (Anota).– ...a la izquierda de la carpeta.
ARÍSTIDES.– Cerciórate de que sean los anteojos de
lectura, no vaya a suceder la misma catástrofe del
año pasado con el Embajador del Perú, cuando al

351
Presidente se le nublaron las letras y confundió
al Arzobispo de Lima con la esposa del Agrega-
do Militar. Lo llamó “distinguida matrona”, y el
asunto tuvo sus consecuencias.
ELOY.– No ocurrirá esta vez.
ARÍSTIDES.– Dile al mayordomo que el presidente
debe usar la espada corta.
ELOY (Anota).– ...espada corta.
ARÍSTIDES.– Busca esta misma noche al maestro Te-
trazzini. Sácalo de algún tugurio y dile de mi par-
te que por favor se abstenga de tocar el preludio
de la Traviata cuando entre el presidente al salón
principal. Tú me dirás qué tiene que ver la Guerra
Federal con los arrepentimientos de una puta.
ELOY (Anota).– ...Tetrazzini
ARÍSTIDES.– Ordénale que ejecute la Marcha Fúne-
bre de las Exequias del Kaiser Federico.
ELOY (Anota).– ...del Kaiser Federico.
ARÍSTIDES.– Pero más movida, más lúdica y menos
palúdica.
ELOY (Anota).– ...lúdica. (Retoma) En cuanto al
menú...
ARÍSTIDES.– En cuanto al menú, comenzaremos
con alguna crema maternal, identificativa. No
aventuremos demasiado.
ELOY.– Mejor no.
ARÍSTIDES.– Busca a Esparragosa en la cocina de la
Casa de Gobierno y cerciórate de que adquieran
lenguados discretamente frescos. Bañados en sal-
sa de alcaparras no suelen ser muy infelices.

352
ELOY.– ¿Nada en inglés en el menú?
ARÍSTIDES.– Mejor no. Me espanta Esparragosa
cuando intenta una aproximación cultural. No
olvidemos que vamos a discutir la deuda externa.
Una intoxicación podría ser fatal. Por eso quie-
ro que te encargues personalmente de revisar la
frescura de los lenguados y todo lo que es agalla,
ojo fresco, escama firme.
ELOY.– Así lo haré. (Consulta) Hay un trinitario en
la delegación. Un tal Oliver Perret. Viene en cali-
dad de intérprete. ¿Debo sentarlo en la mesa del
banquete?
ARÍSTIDES.– Buena pregunta.
ELOY.– Pensé en la posibilidad de habilitar un ta-
burete.
ARÍSTIDES.– No. Tratándose de un trinitario debe-
mos ser más democráticos. Ubícalo con los músi-
cos del maestri Tetrazzini, en el patio trasero.
ELOY.– ¿Y quién traducirá las palabras del Presidente?
ARÍSTIDES.– No vale la pena traducirlas, Eloy. Es
más, creo que ganamos si la delegación inglesa
no entiende. ¿N’est ce pas?
ELOY.– ¿Algo más?
ARÍSTIDES.– Revisaremos todo esto el lunes a pri-
mera hora, Eloy. No te presentes en mi despacho
sin la lista de invitados.
ELOY (Levantándose).– Espero que todo salga bien.
ARÍSTIDES.– Saldrá. (Discretamente efusivo) A bien-
tot, Eloy. (Repentino) ¿Qué hay de esos bubones
en las ingles de tu esposa?

353
ELOY.– Prosiguen y se desarrollan, muy a mi pesar.
ARÍSTIDES.– Vigila. No quiero ser alarmista.
ELOY (Leal).– Lo haré. (Sonríe) Hasta el lunes, doc-
tor Lander.
ARÍSTIDES.– A las siete y treinta, Eloy. Busca a Tetra-
zzini. Te sugiero que vayas al lupanar de Fedora.
ELOY.– Despídame de la señora María Eugenia.
ARÍSTIDES.– Con gusto.
Eloy sale. A lo lejos se escuchan cohetes y jolgorios muni-
cipales. Tras una pausa, entran María Eugenia y Samo-
tracia. Traen una talla de San Antonio de Padua.
MARÍA EUGENIA (A Arístides, por la talla).– ¿No es una
maravilla? Bastará un ligero retoque en la nariz.
SAMOTRACIA.– Si la señora no me necesita, regre-
saré a la cocina.
MARÍA EUGENIA (A Samotracia).– Cenaremos a las
siete.
Samotracia se marcha a la cocina.
MARÍA EUGENIA (Sin dejar de contemplar la talla).–
Tal vez un bordado en la sotana, ¿no es cierto,
Arístides? (Recuerda) ¿Se marchó Eloy?
ARÍSTIDES.– Acaba de irse.
Arístides regresa al sillón tutelar. María Eugenia se in-
clina y observa pormenores que sólo ella entiende, en el
rostro del santo. Hay una breve pausa.
ARÍSTIDES.– María Eugenia.
MARÍA EUGENIA.– Arístides.
ARÍSTIDES (Declara sin mayor vehemencia).– Hoy
cumplo cuarenta años.
MARÍA EUGENIA (Sonríe extasiada).– Bello.

354
ARÍSTIDES (Consultando su reloj).– Falta un minuto.
A mi madre se le rompieron las fuentes un do-
mingo 17 de julio a las seis en punto de la tarde,
hace cuarenta años. Brotó el agua y aparecí yo.
Más que un parto, fue un punto de vista. Mi ma-
dre opinaba al parirme.
MARÍA EUGENIA (Sonríe).– Bello.
ARÍSTIDES.– Espontáneo, más que bello. Bella es
la proporción del falo en el David de Miguel Án-
gel. Todo un acierto. (Pausa. Arístides observa su
reloj.) Ya. (Constata) Acabo de cumplir cuarenta
años.
MARÍA EUGENIA (Tras un beso).– Feliz cumplea-
ños. Arístides.
ARÍSTIDES (Evasivo).– Gracias. (Llama) ¡Samotracia!
¡Samotracia López!
MARÍA EUGENIA.– ¡Deberíamos brindar!
ARÍSTIDES (Llama).– ¡Samotracia!
El estruendo de los cohetes aumenta.
ARÍSTIDES.– ¿Qué hay en la calle, María Eugenia?
MARÍA EUGENIA.– Cohetes. Celebran la llegada de
una delegación inglesa.
Entra Samotracia.
SAMOTRACIA (Tímida).– ¿Doctor?
ARÍSTIDES.– Hay un libro en mi escritorio, Samo-
tracia. Las Meditaciones Metafísicas de Renato
Descartes. Tráemelo.
SAMOTRACIA.– ¿Negro, él?
ARÍSTIDES.– Negro marmóreo.
Sale Samotracia.

355
MARÍA EUGENIA (Dulce).– ¿Por qué le hablas así,
Arístides?
ARÍSTIDES.– ¿En castellano?
MARÍA EUGENIA.– ¿Por qué le hablas como si fue-
ra otra persona?
ARÍSTIDES.– Probablemente porque quiero que sea
otra persona.
Entra Samotracia. Trae consigo las meditaciones metafí-
sicas de Renato Descartes.
SAMOTRACIA.– Doctor.
ARÍSTIDES (Recibiendo el libro).– Regresa a tu asado,
Samotracia.
Samotracia se marcha a la cocina. Arístides, libro en
mano, contempla a María Eugenia.
ARÍSTIDES.– Marie Eugenie. ¿Qué hay en la página
cuarenta?
Entrega el libro a María Eugenia. María Eugenia en-
cuentra la página. Una amarillenta hoja de papel cae al
piso. Arístides la contempla paralizado.
MARÍA EUGENIA (Recogiendo la hoja).– ¿Esto?
ARÍSTIDES.– ¿Qué es?
MARÍA EUGENIA.– Una carta.
ARÍSTIDES (Sentencia, después de una breve pausa).–
Mía. Doblemente mía.
María Eugenia besa la carta.
MARÍA EUGENIA (Adivinando).– Eras un niño y la
escribiste.
ARÍSTIDES.– La escribí y me la dirigí a mí mismo,
un día como hoy, hace quince años. (Tolma) Era
el mismo patio y el mismo sillón y el mismo li-

356
monero y el mismo granado. Era yo y olía como
yo, como lana, como zapato, y había un asado y
se olían los cohetes. (Se escuchan las seis en un dis-
tante reloj de pared) ¡Y el reloj!... ¡Era Yo! (Llama)
¡Samotracia! ¡Samotracia López!
MARÍA EUGENIA (Con algo de súplica).– ¡Déjale en
paz, Arístides!
Entra Samotracia.
ARÍSTIDES.– Samotracia, gacela, ve al cuarto de mi
abuelo, que en paz descanse, busca en el segundo
cajón del armario. Hay una pistola, tráemela.
MARÍA EUGENIA (Espantada).– ¡Arístides Lander!
¡No te voy a permitir...!
ARÍSTIDES (Sin pausa).– No pasa nada. Estoy bien.
(A Samotracia) Y el brandy, tráeme el brandy con
dos copas.
Se marcha Samotracia murmurando el encargo.
ARÍSTIDES (A la perpleja María Eugenia).– La pistola
es un recuerdo del general Justo Lander, falso pa-
dre de mi abuelo, prócer, poeta y eyaculador pre-
coz. Gallo Triste, como lo llamaban los peones y
la Patria agradecida. No pienso suicidarme María
Eugenia, pero me halaga que lo presumas.
De inmediato regresa Samotracia con la pistola, el bran-
dy y dos copas, todo servido en una espléndida bandeja
de plata.
SAMOTRACIA.– Ya está el asado, doctor Lander.
ARÍSTIDES (Abismado).– Samotracia, tan país tan
Samotracia... (Samotracia ríe nerviosa) El doctor
sufre, Samotracia. El doctor está muy mal. Ya sé

357
que hay un asado en la cocina. Y remolachas...
(Samotracia ríe nerviosa) ...y rodajas de cebolla
con aderezo de comino. (La risa de Samotracia au-
menta) A lo tuyo, Samotracia. Ya está el asado.
Dentro de poco estaré yo.
Sale Samotracia conteniendo apenas la risa.
ARÍSTIDES (Por Samotracia, sombrío).– No se dirá
que el público carecía de humor ni estimuló al
cómico. (Entrega la carta a María Eugenia) Lee. (Y
agrega) En voz alta.
María Eugenia se sienta junto a San Antonio de Padua.
Arístides sirve dos copas.
MARÍA EUGENIA (Sin aguardar la acción anterior).–
Honorable doctor Arístides Lander Espinal.
ARÍSTIDES.– Moi même.
MARÍA EUGENIA.– Presente. Muy personal. Que-
rido...
ARÍSTIDES.– Me amaba.
MARÍA EUGENIA.– Querido: hoy cumples veinti-
cinco años, tiempo si se quiere breve en la mayo-
ría de los seres humanos...
ARÍSTIDES.– Nótese.
MARÍA EUGENIA.–...pero grave y comprometedor
entre los habitantes de estas latitudes.
ARÍSTIDES (Lúgubre).– Siempre pensé que vivía en
una latitud, como una araña mona, espatarrajea-
da, de esas que dibujan en las láminas. Siempre
pensé que era una lámina. (A María Eugenia) Si-
gue.
MARÍA EUGENIA.– Punto.

358
ARÍSTIDES.– Valía la pena.
MARÍA EUGENIA.– Frente a este hecho, escueto en su
enunciado, pero terrible en sus consecuencias...
ARÍSTIDES.– Tanto.
MARÍA EUGENIA.–...tú, Arístides Lander Espinal,
señalado para las altas ambiciones del mundo...
ARÍSTIDES (Interrumpe).– ¿No es ridículo?
MARÍA EUGENIA.–...te concedes a ti mismo, el pla-
zo de quince años...
ARÍSTIDES.– debe haber una tachadura donde dice
quince años...
MARÍA EUGENIA.– Sí la hay...
ARÍSTIDES.– Originalmente escribí diez y después
sentí miedo. ¡Sigue!
MARÍA EUGENIA (Repite).– ...te concedes a ti mis-
mo el plazo de quince años, para llegar a ser el
Jefe Supremo, el Toro del Chorro Caudaloso...
ARÍSTIDES.– Una nefasta concesión al nativismo...
MARÍA EUGENIA.–...del Partido Conservador. El
plazo de quince años para modificar la Constitu-
ción Nacional.
ARÍSTIDES (Desgarrado).– ¿Cómo voy a serlo si me
inscribí en el Partido Liberal?
MARÍA EUGENIA.– El plazo de quince años para
alcanzar el título de General...
ARÍSTIDES (Agobiado).– Etcétera, etcétera, etcétera.
¡Busca al próximo párrafo!
MARÍA EUGENIA (Encuentra).– Finalizados estos
compromisos redactarás al cumplirse el plazo
anterior...

359
ARÍSTIDES.– Es decir, hoy...
MARÍA EUGENIA.– ...una nueva recopilación de
juramentos que duplique en grandeza a los ya
mencionados. De lo contrario y sin consideracio-
nes de ningún tipo, procederás a suicidarte. Post
data. Valor.
Arístides se lleva la pistola a la cabeza y oprime el gati-
llo. El arma no está cargada.
MARÍA EUGENIA (Forcejeando).– ¡Arístides!
ARÍSTIDES (Lívido).– ¡No hay balas! ¡Es un gesto
simbólico!
MARÍA EUGENIA.– ¡Arístides, por Dios! ¡He podi-
do morir!
Arístides rompe la carta en dos pedazos.
ARÍSTIDES.– Allí está mi vida. Dile a Samotracia que
la recoja. (Bebe) ¿De quién es la culpa? ¿Es esta casa,
o son esos mierdas que disparan cohetes como si
el país fuera gracioso? ¿El calor? ¿El alcohol? ¿Tú?
¿Serás tú? ¿Qué he hecho, María Eugenia, sino me-
terme en la cabeza al mundo? ¿Y qué soy? ¡Porque
ahora no nos vamos a engañar! ¡Ahora nos abrimos
las tripas y los cojones Lander! ¿Qué soy? ¿Quince
años más tarde, qué soy? Secretario de Protocolo del
Ministerio de Relaciones Exteriores. (Repite como
una maldición) Secretario de Protocolo del Ministe-
rio de Relaciones Exteriores. ¡Mi único soldado, mi
único militante es Eloy González! ¡Nadie más! Soy
un asirio ignorado. Un escribano egipcio. El eunu-
co del palacio de Omar. Un Rigoletto casado con la
hija de un quesero valenciano. ¡Yo! Te juro que estos

360
años he pensado en una extraña cirugía. Viene un
médico, casi siempre enano, y me quita la cabeza y
me pone otra cabeza con otros recuerdos. ¡Y yo veo
mi cabeza, ahí, delante de mí, y el cirujano abre un
grifo y lava mi vieja cabeza por dentro, y brotan los
sesos y la grasa del cerebelo, y la sustancia y la san-
gre se mezclan con el agua en el sumidero! Y veo
a Descartes que se va en la grasa del cerebelo, y a
Voltaire que es un quiste, un tuétano endurecido, y
a Diderot, un pequeño pólipo olvidado ¡Los libros!
¡La Enciclopedia! ¡Schubert! ¡Schumann! ¡Chopin!
¡Carpentier!, chapoteando todos en el desagüe, flo-
tando todos, porque el espacio es estrecho! Enton-
ces, el médico me devuelve la cabeza después de se-
carla con una toalla y me dice: “Guárdela. Es suya”.
¡Un souvenir en el cajón junto a las delicias turcas y
las ramitas de lavanda!
Una larga pausa.
MARÍA EUGENIA.– ¿Te sientes mal, verdad Arístides?
ARÍSTIDES (Ensimismado).– No, María Eugenia. Me
siento discretamente bien. Como una anémona
a las tres de la tarde en Maracaibo y llega Walter
Raleigh y la pisa y la anémona dice: “¡Ah! ¿Era
para ésto?”.
MARÍA EUGENIA (Positiva).– Porque yo digo, Secre-
tario de Protocolo, pongamos por caso...
ARÍSTIDES (Rabioso).– Pongamos por caso, como
mierda de perro, pongamos por caso.
MARÍA EUGENIA.– ...es un cargo donde se co-
mienza...

361
ARÍSTIDES.– (Interrumpiéndola) ¿Quién comienza?
¿Yo? ¿Qué comienzo? No me expliques, María
Eugenia, no me arrulles. No me corté el dedo. No
quiero leche. ¡Aparta las cuatro monjas ursulinas
que tienes en la cabeza, revueltas con la señora
de Lander! ¡Se jodió Lander! ¡Préndeme un cirio
y dedícate a la viudez! ¡Hay mucha viuda célebre
en el mundo! ¡Decide, porque estás sola, como el
alma en pena de Manón Lescaut!
Repentina, una paloma blanca ingresa al patio. Es el Espí-
ritu Santo, que anuncia la llegada de monseñor Lander.
MARÍA EUGENIA.– Debe ser Anselmo. (Llama)
¡Samotracia!
Entra Samotracia.
SAMOTRACIA.– Madame.
MARÍA EUGENIA (Conmovida, sin recuperarse).– Lle-
gó la paloma, Samotracia. Monseñor ha de estar
en el zaguán.
Samotracia sale en dirección al zaguán. María Eugenia
guarda los dos trozos de la trágica carta.
MARÍA EUGENIA.– Mañana será diferente ¿No eres
muy joven para todas esas cosas que te propusis-
te hacer? Tal vez tu destino no era la política.
ARÍSTIDES.– Seguramente no era yo el destino de
la política. (Resentido) Pero elegir el menú de una
delegación inglesa y recomendar lenguado en sal-
sa de alcaparras, es demasiado.
MARÍA EUGENIA.– No quisiste aceptar la embaja-
da de Honduras.
ARÍSTIDES (Hosco).– ¿Vale la pena explicarlo?

362
Entra Anselmo, Obispo ahora, seguido de Samotracia.
ANSELMO.– ¡Feliz cumpleaños, Lander, hermano
mío! (Bendice) ¡Que el Señor te bendiga!
Anselmo besa la mano de María Eugenia.
ANSELMO (A María Eugenia).– ¿Triste, madame?
MARÍA EUGENIA (Sonríe).– La hora, tal vez. Bien-
venido, Monseñor.
Anselmo recoge la paloma y exhibe un huevo.
ANSELMO.– Divino milagro. Acaba de poner.
ARÍSTIDES (Disimulando su agobio).– Te hace falta
un bombardino, payaso.
MARÍA EUGENIA (A Anselmo).– ¿Cenas con noso-
tros, Monseñor?
ANSELMO.– Cualquier frugalidad. (A Samotracia)
Fámula, quiero una limonada, lo más artesanal
posible. Y lleva el huevo a la cocina, acompaña-
do de su autor. (Entrega la paloma y el huevo a la
atónita Samotracia) Adora el arroz hervido. (Sin
transición) ¿Cuál es el sexto mandamiento de la
ley de Dios?
SAMOTRACIA.– No fornicar.
ANSELMO.– ¡Error de Imprenta, Samotracia! Lo
cometió el negligente Guttemberg en la primera
edición luterana! (A Arístides) Rosamunda debe
estar en camino.
MARÍA EUGENIA (Animada, mirando a Arístides).–
¿Viene Rosamunda? Pondremos el mantel de Ma-
deira, entonces. ¿No es un día especial? Busca en
el armario, Samotracia. Te espero en el comedor.
Y no olvidemos la limonada de Monseñor.

363
SAMOTRACIA.– Oui, madame.
María Eugenia y Samotracia salen por distintas direcciones.
ARÍSTIDES (A Anselmo).– ¿Quieres un brandy, Teresa?
ANSELMO.– Después de la limonada. (Observa la pis-
tola) ¿Qué hace aquí la histórica pistola de Justo?
ARÍSTIDES.– Temí que se hubiera oxidado. (Abatido)
Después de todo, hoy es un día de recuerdos. (Sonríe).
ANSELMO.– Cuarenta años. Grandes erecciones,
pero sobre todo, sensatas erecciones. (Y agrega)
¡Envejecemos, Lander!
ARÍSTIDES.– Digámoslo así. ¿Cómo marcha tu
vida?
ANSELMO.– Grandes ilusiones, grietas en el Altar
Mayor, curas lujuriosos, alguna beata moribunda.
(Examinando la pistola de Justo Lander) ¿Sabes algo
de esa delegación inglesa que llegó hace dos días?
ARÍSTIDES.– No mucho. Les ofrecemos lenguado
en salsa de alcaparras. Sé eso. Supongo que vi-
nieron a cobrar.
ANSELMO.– ¿Nada más?
ARÍSTIDES.– No tengo otra información.
ANSELMO (Tras una pausa).– ¿Podemos hablar en
confianza?
ARÍSTIDES.– Estamos solos. ¿Qué más confianza
entre tú y yo, Ivanhoe?
ANSELMO (Declara).– Por allí anda la Historia Uni-
versal buscándote. ¿Qué le digo?
ARÍSTIDES.– Dile que tengo gripe.
ANSELMO (Tras una pausa).– Estoy metido en una
conspiración.

364
ARÍSTIDES (Sarcástico).– ¿Con las hijas de María?
ANSELMO (Grave).– Con el general Pío Fernández.
ARÍSTIDES.– ¿Vive?
ANSELMO.– Vino a verme la semana pasada disfra-
zado prácticamente de Pimpinela Escarlata. Guz-
mán está caído.
ARÍSTIDES (Amargo).– No jodas, Anselmo. Tú y tus
conspiraciones.
ANSELMO.– ¡Esta vez es verdad! Guzmán va a
negociar con Inglaterra la entrega del territorio
nacional, desde Gibraltar del Lago hasta las plan-
taciones caucheras del Esequibo.
ARÍSTIDES.– Dios te oiga.
ANSELMO (Enfático).– No estoy jugando, Lander.
¿Podemos permanecer indiferentes ante un ca-
nalla que pretende entregarnos a la voracidad
británica?
ARÍSTIDES.– Estoy dispuesto a sazonarme, Santa Te-
resa. ¿De cuánto a acá, te interesa... cómo dijiste...
la voracidad británica? En mi vida te he oído una
quincalla semejante. ¿Dónde está Pío Fernández?
ANSELMO.– Acecha, le contesté que permanecería
a la expectativa.
ARÍSTIDES.– ¿Cerca?
ANSELMO.– O lejos. ¿Qué importa? Nadie te está
pidiendo una conducta marcial. Hay quinientos
hombres para eso.
ARÍSTIDES.– ¿Y qué gano yo metiéndome en una
conspiración contra Guzmán?
ANSELMO (Concreto).– El Ministerio de Relaciones

365
Exteriores. Pío Fernández me lo dijo.
ARÍSTIDES (Desolado).– ¿Por qué no te ocupas de
tu trabajo, Anselmo, en lugar de estos delirios?
La situación moral del país es absolutamente de-
sastrosa. ¿Por qué no redactas una homilía, un
rerum, de esos rerums jodidos, principistas y te
haces oír en esta debacle?
ANSELMO (Evasivo).– Papeles.
ARÍSTIDES.– ¿Y qué otra cosa eres? ¿Juana de Arco?
Hay tuertos, Anselmo, y hay llagosos y ancianas
acosadas por prestamistas y niños huérfanos y
mujeres abandonadas. Se requiere, ¿cómo diría-
mos?, tu auxilio espiritual. Una palabra a tiempo,
un consuelo, media libra de frijoles, una estam-
pita de Santa Isabel de Hungría, más o menos
social. ¿No eres el Pastor?
ANSELMO (Como si escapara de una convicción).– Dios
no cree en mí, Arístides, Dios es ateo.
Larga pausa. Arístides abraza a Anselmo.
ARÍSTIDES.– Hoy cumplo cuarenta años, Santa Te-
resa. No me regales a Pío Fernández. No hace
falta. Te agradezco que hayas venido.
Entra Rosamunda Lander, la hermana menor de Arís-
tides y Anselmo. Viste hábito de las monjas Carmelitas.
Trae consigo una cesta repleta de gladiolas y sorprende
el abrazo.
ROSAMUNDA (A manera de saludo).– Tun, tun, tun.
Cástor y Pólux.
ARÍSTIDES (Embargado).– Bienvenida, Rosamunda.
Rosamunda corre etérea y abraza a Arístides y Anselmo.

366
ROSAMUNDA.– ¡La trinidad Lander! ¡Un instante!
Un estrecho. Un silencio.
Rosamunda cierra los ojos y disfruta intensamente del
abrazo. Se desmaya y cae al piso tras un gemido sacri-
ficado.
ANSELMO (Inclinándose).– ¡Esa estúpida con los ci-
licios!
ARÍSTIDES.– ¡Rosamunda!
ANSELMO.– Un día de estos va a morirse como una
misma imbécil.
ROSAMUNDA (Acostumbrada y tras una pausa).–
Vuelvo.
ANSELMO (Furioso).– ¡Rosamunda, te he prohibido
el cinturón de espinas y los clavos en las manos!
¡Estoy hasta la tonsura de estos alardes! ¡Ya no
eres una niña!
ROSAMUNDA (Se incorpora y besa a Arístides con es-
crupulosa ternura).– ¡Feliz cumpleaños, Arístides
de Macedonia! (Entrega a Arístides la cesta) Tra-
je gladiolas. Tal vez no son apropiadas, pero se
veían hermosas en el jardín del convento.
ARÍSTIDES (Agradecido).– La intención.
ROSAMUNDA.– Voilà. (Sonríe) No dispongo de mu-
cho tiempo. Ayer amaneció una huérfana en la Ca-
pilla de Nuestra Señora y decidimos adoptarla.
Rosamunda vacila, como si de nuevo estuviera a punto
de desmayarse.
ANSELMO (Harto).– Rosamunda, no intentes des-
mayarte, por lo que más quieras. Todo tiene un
límite.

367
ROSAMUNDA.– Me recorre el amor y el amor es tu
envidia, Anselmo. No me avergüenza la fe, como
a ciertos obispos. (Ofrece a Arístides el índice de su
mano derecha) Prueba.
ARÍSTIDES (Desconcertado).– ¿Qué?
ROSAMUNDA (Insiste).– Mi mano. Prueba.
ARÍSTIDES (Sin entender).– Pero ¿qué pruebo?
ANSELMO (Gruñe).– Alguna quincalla. En mala
hora hubo monjas.
ROSAMUNDA (A Arístides, serena).– Mi mano.
Arístides saborea el índice de Rosamunda.
ARÍSTIDES (Con cierto asombro).– Sabe dulce.
ROSAMUNDA (Orgullosa).– ¡Prueba tú también,
Anselmo!
ANSELMO.– ¡Rosamunda...!
ROSAMUNDA.– ¡Prueba!
Anselmo saborea a su vez el índice de Rosamunda. Se
escuchan golpes en el portón.
ANSELMO.– En mi vida he visto un milagro tan idiota.
ROSAMUNDA (Acariciando la barbilla de Arístides).–
¿Cómo lo pasas, Lander?
ARÍSTIDES.– Discretamente, Rosamunda.
ROSAMUNDA.– ¿Paz en tu hogar?
ARÍSTIDES (Sonríe).– Paz en mi hogar y palomita
blanca. ¿Quieres cenar con nosotros?
ROSAMUNDA.– Anhelo.
ANSELMO.– Tal vez sirva de postre.
Entra Samotracia.
SAMOTRACIA (A Arístides).– El señor González,
muy urgido de hablar con usted.

368
ROSAMUNDA (A manera de saludo).– ¡Rural Samo-
tracia, has aprendido costumbres!
SAMOTRACIA.– Hermana Rosamunda.
ARÍSTIDES (A Samotracia).– Tal vez olvidó algo.
Eloy González se asoma con discreción de subalterno.
ELOY.– Con su permiso, doctor Lander.
ROSAMUNDA (Efusiva).– ¡Eloy González, cada día
menos pelo!
ELOY (Beato).– ¡Hermana Rosamunda! (A Anselmo)
Eminencia.
ROSAMUNDA (Alegre a Eloy).– ¿Cómo va la destile-
ría de benedictino? (A Arístides y Anselmo) ¿Pue-
den creer que este maravilloso Eloy González,
nos ha visitado en el convento para proponernos
una destilería de benedictino?
ELOY (Ruborizado).– ¡Hermana...!
ROSAMUNDA.– ¿Cierto o falso?
ELOY (Avergonzado).– No siempre alcanza el suel-
do.
ROSAMUNDA.– ¡La Madre Superiora quería, literal-
mente, agonizar, cuando escuchó la proposición! ¡Un
alambique en el convento de las Carmelitas! ¡Aquello
sonó a cementerio de fetos! ¡Eloy González, pillín!
¿No es suficiente la mala reputación de una monja?
ELOY.– Era... un intento industrial. Hay precedentes
en Francia. (A Anselmo) Beso su anillo, Eminencia.
ANSELMO (Bendice a Eloy).– Que Dios te bendiga,
Eloy.
ELOY (Tras una pausa embarazosa).– ¿Podemos ha-
blar en la biblioteca, doctor Lander?

369
ROSAMUNDA.– Indiscutiblemente, no. Ni siquiera
he saludado a María Eugenia.
SAMOTRACIA.– La señora está en el comedor.
ROSAMUNDA.– Comienzas a maravillarme, Samo-
tracia. (A Anselmo) Acompáñame, Anselmo, que
la Cancillería desea quedarse a solas. (Toma a An-
selmo de un brazo) ¿Cómo era aquella canción de
mamá? (Recuerda) Blanca flor de un día, que no
volverá... y aquel piano sin fa sostenido, trunco,
como de agua y bemol... ¿recuerdas, Anselmo?
ANSELMO (Sin énfasis).– Nunca recuerdo nada, Ro-
samunda.
ROSAMUNDA.– ¿Hay asado, Samotracia?
SAMOTRACIA.– Oui, madame.
ROSAMUNDA.–Basta con oui. Madame se me quedó
en una indecisión a los dieciocho años.
Salen Rosamunda, Samotracia y Anselmo.
ELOY (Después de una pausa).– Quiero disculpar-
me por lo de la destilería del benedictine, doctor
Lander. Fue una idea fatua que ni siquiera ameri-
taba un comentario. La necesidad es errática.
ARÍSTIDES.– Un empleado debe conservar cierta
dignidad, Eloy.
ELOY.– Trato de conservarla, pero a veces fracaso.
ARÍSTIDES (Sin mayor interés).– ¿Olvidaste algo?
ELOY.– Que yo sepa, nada. (Emocionado). Me trae un
acontecimiento, don Arístides.
ARÍSTIDES.– No me llames, “don”... Te he prohibido
enfáticamente que me llames “don”.
ELOY.– Pido excusas de nuevo. (Retoma) ¡Un mo-

370
mento extraordinario doctor Lander. Buscaba a
Tetrazzini y encontré el destino. Cumpliendo las
instrucciones, salí de aquí al lupanar de Fedora,
pero en el camino recordé que a Tetrazzini, se-
gún supe en el intermedio de Los Hugonotes, el
viernes pasado, lo afectó un ataque de lumbago.
Me fui entonces al Ministerio, porque no recor-
daba la dirección del italiano, ¿y a quién me en-
cuentro en el despacho sino al coronel Bustillos
Herrera?
ARÍSTIDES.– ¿El Edecán del Presidente?
ELOY.– Como dijo Cristo, a la hora de lavarse las
manos: “Tú lo has dicho”. (Confirma) El Edecán
del Presidente. Pregúntame: “¿Dónde está el doc-
tor Lander?” Contéstole: “En casa, celebrando su
cumpleaños”. Opíname: “¡Qué extraño! ¡Creí que
el doctor Lander cumplía quinquenios!” Y co-
méntame: “El presidente Guzmán tiene enorme
urgencia de verlo”. Y agrégame: “Hay una graví-
sima situación, bastante nacional, siendo Lander
el hombre indicado para enfrentarla y resolver-
la”. Dígole: “¡Corramos a su morada!” ¡Y héteme!
Bustillos Herrera espera en la acera de enfrente,
junto al coche presidencial. No hay un minuto
que perder...
ARÍSTIDES.– Pero, ¿qué quiere de mí Guzmán?
ELOY.– No me atrevo a decirlo. Pero sé que no tiene
nada que ver con el menú de la delegación inglesa y
creo que podemos olvidarnos de esos lenguados.
ARÍSTIDES (Decide y llama).– ¡María Eugenia!

371
¡Samotracia!
ELOY.– Si me permite un consejo, doctor Lander, no
creo prudente enterar a nadie de este asunto. Hay
patios y alcobas y en todo caso es preferible un
secreto de alcoba a un secreto de patio.
Entra María Eugenia.
MARÍA EUGENIA (Renovando una alegría).– Monse-
ñor quiere brindar en la mesa, Arístides. (A Eloy)
¿De nuevo, Eloy?
ELOY.– A veces el cargo me hace ser mercurial, se-
ñora de Lander.
ARÍSTIDES (A María Eugenia).– Discúlpame con mis
hermanos. Debo marcharme.
MARÍA EUGENIA (Asombrada).– ¿Vas a salir?
ARÍSTIDES (Nervioso).– Una urgencia inesperada.
Regresaré tan pronto pueda.
MARÍA EUGENIA.– ¿Y el brindis? ¿Qué hacemos
con el brindis?
Entra Samotracia.
ARÍSTIDES (A Samotracia).– ¡Mi bastón y mi som-
brero! ¡Corre!
Sale Samotracia.
ARÍSTIDES (A María Eugenia y sin pausa).– Que na-
die se vaya. (Inspirado, delira) Au jour fixé, devant
toi, ne m’acusse pas, pleure-moi!
Regresa Samotracia. Trae consigo bastón y sombrero.
SAMOTRACIA.– Ad-hoc.
ARÍSTIDES.– ¡Vamos, Eloy!
MARÍA EUGENIA (Aún desconcertada).– ¡Arístides!
Salen Arístides y Eloy con premura de Audiencia y segui-

372
dos de María Eugenia. Pausa. Entra Anselmo.
ANSELMO (A Samotracia).– ¿Y mi hermano?
SAMOTRACIA.– Acaba de marcharse con el señor Gon-
zález. (Y agrega) ¡La paloma comió arroz hervido!
María Eugenia regresa.
MARÍA EUGENIA.– Volverá muy pronto, Monseñor.
Hubo un percance en el Ministerio. (A Samotra-
cia) Samotracia, regresa el asado a la lumbre.
SAMOTRACIA (Tímida).– No vaya a quemarse.
MARÍA EUGENIA.– Cuida el fuego.
Samotracia sale.
ANSELMO.– ¿Qué pudo ser tan grave?
MARÍA EUGENIA.– No lo sé. Tal vez haya ocurrido
algo con esa delegación inglesa. (Fingiendo ánimo)
En todo caso, Monseñor, podríamos descorchar
una botella de champagne y brindar.
ANSELMO.– No me opongo.
MARÍA EUGENIA (Sonríe y hay tristeza en su ros-
tro).– Buscaremos la razón de un brindis. Arísti-
des cumple cuarenta años y no es feliz. Deseare-
mos la felicidad de Arístides. (Duda) ¡Dios mío!
¿No parezco un libro de idiomas?
ANSELMO.– ¿Cómo se puede ser infeliz a tu lado?
MARÍA EUGENIA.– Es posible, Monseñor, que yo no
tenga un lado. (Insiste) Me refiero a lo que he vivido.
Me educaron para que jamás pudiese avergonzar
a nadie, y eso es lo que he hecho. No avergonzar,
puede ser una profesión. ¿No está de acuerdo?
ANSELMO.– No.
MARÍA EUGENIA.– Digamos que me apasionan las

373
incomodidades.
María Eugenia enciende los mecheros del patio.
MARÍA EUGENIA.– Usted es un hombre extraño,
Monseñor.
ANSELMO.– Tal vez menos de lo que parezco, si es
que parezco algo. En todo caso me aburre lo pre-
visible. (Breve pausa. Sonríe) Como verá, escogí
un mal oficio.
MARÍA EUGENIA.– (Con sonriente reproche) ¿Cuán-
do hablamos en serio, Monseñor Lander?
ANSELMO.– Dicen que Pablo de Tarso se cayó de un
caballo y vio a Dios, por los alrededores de Da-
masco. A mí me sucedió lo contrario. Me resbalé
en un lodazal, camino de Puerto Cabello, y Dios
se fue corriendo.
MARÍA EUGENIA.– No le creo ni una palabra. Dios
no corre.
ANSELMO.– ¿Quién sabe? (Breve pausa) Hablába-
mos de la razón de un brindis. ¿Qué no, la vida?
Reconozco que es un lugar común, pero, a veces,
cuando no hay ¿cómo dijiste? ¿“Lado”? Eso te oí...
“lado”, y si no lo oí, me provoca inventar cuan-
do no hay, “lado”, se puede hablar de la vida con
cierta impunidad.
MARÍA EUGENIA (Disimulando cierta inquietud).–
Llamaré a Rosamunda.
ANSELMO.– No lo hagas. (Pausa breve) Interrumpi-
rías un coloquio con Santa Rosa de Lima. Suelen
visitarse a esta hora.
MARÍA EUGENIA.– ¿Cómo van los trabajos de re-

374
paración del Altar Mayor?
ANSELMO.– Eternos. Para colmo de males, la sema-
na pasada se extraviaron dos lágrimas de Nuestra
Señora de los Dolores.
MARÍA EUGENIA (Desolada).– ¿No eran perlas?
ANSELMO.– Tal vez. Damián piensa que aparecerán
en alguna tienda de empeños. A decir verdad, me
importan un bledo.
MARÍA EUGENIA (Con fingida y tímida severi-
dad).– ¡Monseñor Anselmo Lander! ¡Me horro-
riza oírlo hablar así! ¡Trato de ser positiva con
esas horribles grietas! Pensé en una kermesse y
en venta de panecillos y sorteos, como se hizo
el año pasado en el Instituto de Adoratrices Es-
clavas del Santísimo Sacramento y de la Cari-
dad, ¿recuerda?
ANSELMO.– Recuerdo a las adoratrices.
MARÍA EUGENIA.– ¡Pero no puedo soportar que
un hombre de su talla, se exprese con tanta lige-
reza del Altar Mayor de Altagracia!
ANSELMO.– ¿Cuál es mi talla?
MARÍA EUGENIA.– Tengo derecho a oír de su boca
una palabra, algún pensamiento profundo, que
me oriente. A veces me hace falta.
ANSELMO (Grave).– ¿Resulta tan difícil oírme? Mon-
señor quiere expresarse y da la reflexión más inútil,
el sermón más absurdo. No comienza con “amados
hijos”, el Señor. No se trata de un acontecimiento
universal. ¿Qué se me perdió en el Altar Mayor de
Altagracia? ¿Por qué debe importarme? Monseñor

375
quiere hablar del amor que maltrata su vida. Mon-
señor se ha hecho melancólico, disperso y a veces
adiposo, de tanto hastío!
MARÍA EUGENIA.– ¿Qué dirá entonces el rebaño?
ANSELMO.– No me importa el rebaño. No quiero
nada que se parezca a un rebaño. Dispuesto a col-
gar del mango de la lanza de San Jorge, según se
entra en la sacristía... de Altagracia, a mano iz-
quierda, junto al Ánima Sola, esta batola climáti-
ca. ¡Ahorcar no es la palabra! ¡Quiero estrangular
los hábitos! ¡Tengo cien mil marcos en un banco
de Hamburgo y no luzco del todo mal vestido de
lino azul! ¡Tampoco excluyo la posibilidad de un
bigote más o menos sudamericano!
MARÍA EUGENIA (Pausa).– Acabo de olvidar lo que
he oído, Monseñor. Simplemente lo atribuyo...
ANSELMO ¿A qué?
MARÍA EUGENIA (Pausa).– Traeré esa botella. Tal
vez esté fresca. ¿No es imposible el calor de este
mes?
María Eugenia va a salir, pero Anselmo la detiene.
ANSELMO.– Tú lo sabías.
MARÍA EUGENIA.– ¿Qué sabía?
ANSELMO (Al diablo).– He contado quince años de
tu vida como un mucamo resignado y estoy con-
fesando un amor que conoces. No he hecho otra
cosa que arrepentirme, María Eugenia. Me su-
cedió en aquel paseo, cuando pedí tu mano. Un
alemán trataba de hablarme y yo era un clérigo
de conflictos discretos. Entonces, apareciste, y

376
una hora más tarde, reunido con las damas del
Socorro a Domicilio, estaba dispuesto a asar la
paloma de Tobías, según se entra a mano dere-
cha por la puerta auxiliar del Monasterio de la
Merced.
MARÍA EUGENIA (En un hilo).– ¿La paloma de San-
to Tobías?
ANSELMO.– Después hubo actos, poemas, excesos
de esdrújulas, visitas a mi hermano o simplemen-
te ocasiones como la velada de José Martí. Ese día
me nombraron Obispo y tenía una falda roja, san-
grienta, veteada. Llegaste de malva y por una ilu-
sión de luces pensé que te recorría un embarazo.
Fue una angustia que investigué al día siguiente
en esta casa, preguntándome cómo hacía para re-
nunciar a tanta intimidad.
MARÍA EUGENIA (Abismada).– Deseo olvidar,
Monseñor. Me resulta impertinente lo que acabas
de decir.
ANSELMO.– Está dicho. Y no sirve para nada. Aho-
ra, puedes olvidarlo. Como te habrás dado cuenta
nunca aprendí a relatarme sin concluir en una
bufonada que me reducía. Siempre fuiste lo más
cercano al momento donde me reconozco y si al-
gún día dibujas un dos y debajo otro dos, será in-
justo abandonar el resultado. (Toma en sus manos
la pistola de Justo Lander) Un día, en la hacienda
de Justo Lander, el propietario de esta pistola, las
criadas pincharon cruelmente, estúpidamente un
sapo que por fantasía de sapo se refugió en el

377
armario de mi abuela. Fue horrible verlo morir.
Estúpido sapo que ni siquiera se preguntaba por
qué lo había hecho. Porque era tan ridículamente
sincero, en su vida de sapo.
Se escuchan gritos lejanos y festiva música de banda.
MARÍA EUGENIA (Ínfima).– No regreses, Monse-
ñor. No podría soportarlo.
ANSELMO.– Por casualidad me llamo Anselmo.
Con cierta frecuencia salen barcos del puerto
más cercano y me atrevo a decir cambia en trein-
ta días, justamente cuando se divisan Las Azores,
o quien sabe si Las Canarias.
Entra Samotracia, con la urgencia de una novedad.
SAMOTRACIA.– ¡Están pasando los ingleses, madame!
¡Van al Palacio de Gobierno! ¿No quiere verlos?
MARÍA EUGENIA (Tras breve pausa).– Monseñor
quiere verlos, Samotracia. Acompáñalo.
ANSELMO (A María Eugenia).– Acostumbro a escu-
char alguna que otra confesión en mi residencia,
casi siempre al atardecer.
MARÍA EUGENIA (Lejana).– Reconforta saberlo.
Se marcha Anselmo, seguido de Samotracia.
SAMOTRACIA (A Anselmo, saliendo).– ¡Son rojos,
Monseñor... de puro blanco!
Larga pausa. Sin mayor voluntad, María Eugenia revisa
el hábito de San Antonio de Padua. Entra Rosamunda.
ROSAMUNDA.– ¿No es un espléndido regalo este
atardecer?
MARÍA EUGENIA (Desolada).– Arístides se marchó
con Eloy González. Regresará pronto. Me pidió

378
que lo esperaras.
ROSAMUNDA.– Ojalá pueda. No me sobra el tiem-
po.
MARÍA EUGENIA.– (Con verdadero dolor) ¿No?
Pausa.
MARÍA EUGENIA.– Monseñor acaba de irse. Al-
guien solicitó una extremaunción.
ROSAMUNDA.– Sea quien sea, que Dios lo ayude
a morir.
María Eugenia llora.
ROSAMUNDA.– ¿Por qué lloras?
MARÍA EUGENIA.– Nada. Me duele que alguien
muera. Somos pocos.
ROSAMUNDA (Sonríe).– Pero valemos ante Dios.
Todos los días, a la una y media de la tarde, Dios
se acuerda de nosotros en este lugar del mundo.
Se levanta, y nos imagina un segundo. Después,
se marcha al Canadá, yo diría que complacido...
o por lo menos, casi siempre complacido.
MARÍA EUGENIA.– ¿Y qué hace cuando se acuerda
de nosotros?
ROSAMUNDA.– Se alegra y nos celebra. ¿Qué otra
cosa puede hacer?
Larga pausa. La banda y el júbilo se hacen lejanos.

Telón

379
Segundo acto

Un amplio salón en la casa de Gobierno. Hay minervas


y gracias, orfeos y amorcillos, alfombras, zaratustras y
luz de pergamino. Hay jerarquías de terciopelo y mel-
pómenes culturales. Una clepsidra masónica filosofa en
el centro de una mesa ovalada y de un momento a otro
podrían aparecer la Patria y la Ciencia sin causar ma-
yor asombro. A lo lejos e interpretado por un irresponsa-
ble cuarteto, se escucha un vals de escasa fortuna. Rajah
Haji, valet personal del presidente Guzmán, decide algu-
nos adornos florales cuando entran Arístides Lander y el
sobrecogido Eloy González.

ELOY (A Rajah-Haji).– Malayo, ¿puedes decirme por


ventura si es éste el salón del sol de Junín?
Rajah-Haji (Desolado, a Arístides y Eloy).– ¡Miserable
cité! ¡Dois tu subir a lo d’un vainqueur déstesté!
Rajah-Haji, con polinésica depresión, abandona lloroso
el recinto.
ELOY.– Empiezo a confundirme doctor Lander. Este
es el sexto chino que me contesta en francés.
ARÍSTIDES.– Encuentra a Bustillos Herrera, Eloy.
Hazme caso. Creo que se quedó en la garita. Tal
vez él sepa dónde diablos está el Presidente, por-
que de salón en salón vamos a llegar al lavandero.
ELOY.– Es prudente. (Se detiene en la salida) Todo in-
dica que hay un agasajo de lo más principal.
ARÍSTIDES.– Seguramente a la delegación inglesa.
ELOY.– ¿Fuera de programa?

380
ARÍSTIDES.– ¿Por qué no?
ELOY.– Si me permite, doctor Lander, creo que el
agasajo tiene que ver con usted.
ARÍSTIDES.– No digas tonterías, Eloy, y busca al
edecán.
ELOY.– De cualquier manera, y como una simple
confesión de subordinado, me permito recordarle
que sesenta pesos es un sueldo macilento, por si
acaso se presenta la ocasión.
ARÍSTIDES.– No es el momento, González.
ELOY.– No es el momento, pero es el lugar, doctor
Lander. Me limito a sembrar la inquietud. Regre-
so enseguida.
Eloy sale. Pausa. Arístides examina el salón. El lejano
vals se interrumpe y ahora se escucha con gran estrépito
la introducción del Himno Federal. Transcurre un tiempo
y Guzmán entra en el salón.
GUZMÁN (Efusivo).– ¡Cher Lander!
ARÍSTIDES.– ¡Monsieur le president!
GUZMÁN (Como la parodia de un viejo actor).– O coeur
ami ¡O coeur promis! ¡Helas, si loin, si près!
ARÍSTIDES.– Vous avez tardé a m’envoyer votre parole.
Je ne l’esperais plus!
GUZMÁN (Pletórico).– Un aire civilizado acaba de
entrar a este salón.
ARÍSTIDES.– Me apresuré a venir de acuerdo a la
urgencia.
GUZMÁN.– Hizo bien. (Llama) Rajah-Haji.
Rajah-Haji acude.
GUZMÁN (Mundano).– ¡Champagne!

381
ARÍSTIDES (Sobrecogido).– Gracias.
GUZMÁN (A Rajah-Haji).– ¿Llegaron mis invitados?
RAJAH-HAJI.– Aún es temprano, señor Presidente.
GUZMÁN.– ¿Y los ingleses?
RAJAH-HAJI.– En el salón Oriental.
Guzmán toma a Arístides del brazo. Rajah-Haji se marcha.
GUZMÁN (Activo).– Economicemos los minutos,
Lander. No hay tiempo que perder.
ARÍSTIDES (Dispuesto).– Señor Presidente.
GUZMÁN.– Estoy considerando la posibilidad de des-
tituir al actual Ministro de Relaciones Exteriores.
ARÍSTIDES (Asombrado).– ¿Al doctor Tello Uzcátegui?
GUZMÁN.– Encuentro a Judas Tadeo Tello Uzcá-
tegui demasiado rural y extrovertido para mi
gusto. ¿Puede creerme si le digo, Lander, que el
miércoles pasado ese pobre hombre ha tenido la
osadía de regalarle al Ministro Consejero de Di-
namarca, con motivo del día nacional de Copen-
hague, un trozo de pulmón de buey adobado por
su madrina?
ARÍSTIDES.– ¿Por cuál madrina?
GUZMÁN.– Por la madrina de Tello Uzcátegui.
ARÍSTIDES (Perplejo).– ¿Pulmón de buey?
GUZMÁN.– Hubo una verdadera olimpíada de mos-
cas en el consulado danés, atraídas por esa espan-
tosa entraña coloreada con polvo de pimentón y
ajíes locales. ¿Se ha visto algo más denigrante en
un momento en el que la solidaridad europea es
escasa y preciosa?
ARÍSTIDES (Adecuado).– El doctor Tello Uzcátegui

382
es mi superior jerárquico, señor Presidente, y me
resulta difícil expresar una opinión.
GUZMÁN.– Pudores, Lander. ¿Cómo puede ser su-
perior de alguien ese astillero gástrico?
Entra Rajah-Haji con el servicio de champagne.
RAJAH-HAJI.– Champagne, monsieur le president.
GUZMÁN (A Rajah-Haji).– Atiende a los ingleses, Ra-
jah-Haji. No será la última vez que el doctor Lan-
der y yo descorchemos una botella de champagne.
RAJAH-HAJI.– ¿Los hago pasar?
GUZMÁN.– Aún no. Muéstrale a la delegación bri-
tánica los pavorreales del patio y si se fastidian,
explícales algo sobre las tortugas de la pileta.
RAJAH-HAJI.– Oui, monsieur le president.
Se marcha Rajah-Haji.
GUZMÁN.– Digamos entonces, Lander, que ante esa
catástrofe alveolar, estoy considerando la posibi-
lidad de nombrarlo a usted en el cargo de Tello
Uzcátegui. He venido observando su conducta y
la encuentro, no sólo apropiada, sino interesante
en las actuales circunstancias. Sobre mi escrito-
rio está su nombramiento.
ARÍSTIDES (Tras una larga pausa).– Sí.
GUZMÁN.– ¿Es ésa su respuesta?
ARÍSTIDES (Apenas audible).– Ésa es mi respuesta.
Guzmán sirve dos copas.
GUZMÁN (Sin pausa).– ¡Brindemos entonces! ¡Por el
nuevo Ministro de Asuntos Exteriores! ¡Y digo,
asuntos exteriores porque un país como el nues-
tro en el caso de que lo sea no puede tener re-

383
laciones exteriores sino asuntos exteriores. (Ríe)
¿No está de acuerdo?
ARÍSTIDES (Turbado).– Sí.
GUZMÁN.– Me alegra que compartamos la misma
conclusión.
ARÍSTIDES.– Perdóneme, pero no puedo hablar.
GUZMÁN.– Excelente. Adoro la brevedad, Lander.
(Brinda) Oh vin, dissippe la tristesse...
ARÍSTIDES (Completa).– ...qui pèse sur mon coeur...
(Salud).
GUZMÁN (Tras una deleitosa pausa).– Me comentaba
este edecán azaroso...
ARÍSTIDES (Pertinente).– ...el coronel Bustillos He-
rrera...
GUZMÁN (Sonríe).– Per cosí dire. (Retoma) Me co-
mentaba que hoy cumple usted años.
ARÍSTIDES.– 17 de julio.
GUZMÁN.– Día de San Alejo, un santo extraviado
e innecesario.
ARÍSTIDES.– Estaba en la casa con mi esposa y mis
hermanos...
GUZMÁN (Atribulado).– ¡Su señora esposa! ¡He co-
metido la imperdonable descortesía de no pre-
guntarle por ella! ¡Voilà a lo que conduce ser el
presidente de la petitesse!
ARÍSTIDES (Esforzado).– María Eugenia, bien... y los
niños, mejor. Niños, no tengo pero si los tuviera,
estarían estupendamente bien, gracias al cielo.
GUZMÁN.– ¿Qué edad festejamos, Lander?
ARÍSTIDES.– Cuarenta años, señor Presidente.

384
GUZMÁN (Brinda).– ¡Por ellos! ¡Que el tiempo dé a
luz más y más tiempo! ¡Salud!
Entra Eloy González.
ELOY (A Arístides, sin entender la presencia de Guz-
mán).– ¡No hay manera de encontrar a Bustillos
Herrera, en todo el palacio!
GUZMÁN.– ¿Preguntaste en la cocina?
ELOY (Atónito, reconoce a Guzmán).– ¡Señor Presi-
dente! ¡No sabía...!
GUZMÁN (A Eloy).– ¡Dile al Embajador de Bolivia
que lo recibiré mañana al mediodía, si es capaz
de encontrar sus credenciales!
ELOY (Obsecuente).– ¡En el acto, señor Presidente!
(Sale y de inmediato regresa) Un pequeño detalle.
¿Dónde puedo encontrar al Embajador de Bolivia?
ARÍSTIDES (A Guzmán).– Me temo que hay una
equivocación. El señor es Eloy González, mi se-
cretario en la Dirección de Protocolo.
ELOY.– ¡Pero es igual! Si el señor Presidente lo de-
sea, corro a la embajada de Bolivia! ¡Y si no apa-
recen los documentos estoy dispuesto a salir de
inmediato al Potosí!
GUZMÁN.– No creo que haga falta. Te confundí con
el agregado cultural boliviano, Eloy González...
(A Arístides) ...una especie de mofeta esquinera
que literalmente me asalta en los pasillos con un
libro de poemas escritos en aimara y no sé qué
endiablada proposición de publicarlos. (A Eloy)
Sírvete una copa de champagne, González. ¿No vi-
vió en Cochabamba tu padre?

385
ELOY.– Mi padre, que en paz descanse, jamás salió
de la casa señor Presidente.
GUZMÁN.– Hizo bien.
Eloy se sirve una copa de champagne.
GUZMÁN (A Arístides).– Y ahora, hablemos de la pa-
tria, que es nuestro affaire. En breves palabras...
(Se interrumpe. A Eloy) González, ¿quieres decirle
a esos músicos que amengüen?
ELOY.– De inmediato, señor Presidente.
Eloy sale.
GUZMÁN (A Arístides).– En breves palabras la si-
tuación es la siguiente: dos caballeros me están
haciendo antesala en este momento. El primer
caballero se llama Edgard Mac Shelley, represen-
tante plenipotenciario del Reino Unido, popular-
mente Inglaterra. Para describirle su estado de
ánimo me bastará informarle que ayer en la tarde
rechazó con verdadera soberbia colonialista un
Curvoisier fine champagne 1830, ofrecido y co-
mentado por mi malayo a la hora de la sobreme-
sa. Olvidemos al segundo caballero, porque es un
tal Oliver Perret, trinitario e intérprete público en
funciones.
ARÍSTIDES.– Conozco los hombres y ordené lenguado
en salsa de alcaparras para el banquete del lunes.
GUZMÁN.– Me temo que perdió usted su tiempo.
Sospecho que el Representante Plenipotenciario
viene a declararnos la guerra.
ARÍSTIDES (Asombrado).– ¿La guerra, señor Presi-
dente?

386
GUZMÁN.– La guerra, mi fraterno Lander... Tal
como lo oye.
ARÍSTIDES.– Pero sería...
GUZMÁN.– ¿Una atrocidad?
Entra Rajah-Haji.
RAJAH-HAJI.– No quieren ver las tortugas.
GUZMÁN.– Llévalos al Salón Ayacucho y que fir-
men el libro de oro.
RAJAH-HAJI.– Se comportan de una manera impa-
ciente, sobre todo porque una guacamaya del pa-
tio le mordió un dedo al señor Mac Shelley.
GUZMÁN.– Al diablo. Hazlos pasar.
Se marcha Rajah-Haji.
GUZMÁN.– Una atrocidad. A mi modo de ver es-
tamos a punto de configurar el más grande ridí-
culo planetario desde la caída del imperio azte-
ca, querido Lander. ¡Una guerra de cobradores!
¡Olvidé decirle que el señor Mac Shelley estuvo
a punto de decomisar mi botella de Curvoisier
1830, como parte de pago de la deuda externa!
¡Llegamos al zaguán de la historia! ¡Para hablarle
con el corazón en la mano, ni siquiera sé cuanto
debemos!
ARÍSTIDES.– Podríamos averiguar.
GUZMÁN.– ¡Tengo un mes averiguando! Hay cifras
borradas con grasas de chorizos! Un degenerado
comió chorizos sobre los protocolos de 1858 y
me da la impresión de que se limpió la barbilla
con la página de cifras del empréstito naval. ¡Hay
un papel donde no es posible reconocer los ceros

387
porque se utilizó para envolver una compota de
hicacos! ¡Estamos a merced de los documentos
británicos! ¡Perdimos los recibos! ¿No es trágico?
ARÍSTIDES.– No.
GUZMÁN.– Tiene razón. Ni siquiera es trágico.
¿Cuántos hombres pueden morir por culpa de
una invasión británica? ¿Cien? ¿Doscientos? Tam-
poco hay magnitud.
ARÍSTIDES.– Le agradezco, señor Presidente, esta
manifestación de aprecio.
GUZMÁN.– No hablemos de aprecio. Aprecio es
café, cher Lander. Me interesa su eficacia. Y si me
permite un consejo, no eche de menos al dona-
dor de pulmones. Hay desgracias bautismales.
¿Cómo puede un canciller llamarse Judas?
ARÍSTIDES.– Judas Tadeo.
GUZMÁN.– Judas. ¿Cómo puede firmar un acuerdo
internacional un ciudadano capaz de evocar con
tanta facilidad la traición de Getsemaní? (Revisa
protocolos en la mesa oval) Y hay otros aspectos que
me llevan a colgar a ese Judas en el árbol del olvido.
Tengo aquí una nota de protesta, fechada el 11 de
marzo, con sello de la cancillería de Bélgica. Hace
seis meses, usted lo sabe mejor que yo, envié a Ju-
das Tadeo a Bruselas, solicitando los buenos oficios
de Leopoldo II en el bululú externo del país. ¿Y qué
hizo ese Iscariote? Entró en el salón del trono y des-
pués de presentar mis documentos y dialogar cual-
quier insensatez, tuvo la osadía de despedirse con
una palmadita en el hombro del rey Leopoldo. ¿No

388
es algo pavorosamente insólito? ¡Una palmadita de
esas de “nos vemos” en el hombro del hijo de Leo-
poldo I de Sajonia-Coburgo, como si se tratara de
un compañero de tute! Y yo me pregunto en esta so-
ledad: ¿dónde suponía él que estaba? ¿En un billar?
¿En una maulería de Gato Negro? Me descompone
esa actitud coloquial y confianzuda del doctor Ju-
das... esa prolongación del palomar de Santa Teresa.
Tengo meses pensando en un compatriota incapaz
de darle palmaditas a los monarcas. Y ayer recordé
su nombre, Lander. El cargo es suyo.
Entra Rajah-Haji.
RAJAH-HAJI.– ¡Les anglaises!
GUZMÁN.– ¡Hazlos pasar, Rajah-Haji! ¡Y esconde el
demi–sec sobrante!
RAJAH-HAJI.– Oui, monsieur le president.
Sale Rajah-Haji después de retirar el servicio de cham-
pagne.
GUZMÁN.– Procedamos con cierta dignidad, doc-
tor Lander, como si nos pareciésemos a algo.
ARÍSTIDES.– Haré el intento, señor Presidente.
GUZMÁN (Después de una pausa).– Tardan. O se
fueron o están inventariando la vajilla.
Breve pausa. Entran sir Edgard Mac Shelley y Oliver Perret.
GUZMÁN.– ¡Bienvenidos!
MAC SHELLEY.– Greetings, mister President. (A Arís-
tides) Good Afternoon.
PERRET.– Me tomo la libertad de presentarme. ¡Soy
Oliver Perret, intérprete público, residenciado en
Tobago!

389
GUZMÁN (En sus funciones).– En nombre de los Es-
tados Unidos de Venezuela, recibo el saludo del
señor Embajador del Reino Unido...
PERRET (Traduce).– In the name of the United States of
Venezuela I receive the greetings of the Ambassador
of United Kingdom...
Entra Eloy González y busca al rezagado de Arístides.
ELOY.– Monseñor Lander lo espera en el patio de las
perezas, doctor.
ARÍSTIDES.– ¿Cuándo llegó?
ELOY (Henchido).– Acaba de hacerlo. ¡Con razón no
aparecía Bustillos Herrera! Fue a buscar a Mon-
señor por instrucciones del señor Presidente.
Evidentemente el cumpleaños va a celebrarse en
el palacio de Gobierno. ¡Un inmenso privilegio,
doctor Lander!
GUZMÁN (A Arístides).– ¡Doctor Lander! ¡Apersóne-
se! (A Mac Shelley) Aprovecho la oportunidad para
informar que el caballero aquí presente es mi dis-
tinguido compatriota, Arístides Lander, desde hoy,
nuestro nuevo Ministro de Problemas Exteriores.
ELOY ( Jubiloso).– ¡Acompañado de su secretario!
PERRET (Traduce).– I avail the oportunity in order to
inform that the gentleman here is the distinguished
country fellow...
ARÍSTIDES (Sin pausa).– Arístides Lander...
PERRET (Retoma).– Arístides Lander, from now on,
the new minister of Foreign.
MAC SHELLEY (Tras una ligera reverencia).– My ple-
saures.

390
PERRET (A Arístides).– Mis parabienes. También po-
dría traducirse como mis felicitaciones.
ARÍSTIDES.– Gracias.
PERRET (A Mac Shelley).– The new minister, thank
you.
Necesaria pausa.
MAC SHELLEY (Tres toses consecutivas).
GUZMÁN.– ¿Perdón?
PERRET (Diligente).– No sucede nada. El señor Mac
Shelley acaba de toser tres veces consecutivas.
GUZMÁN (Atento).– Tal vez sea un resfriado. El
mes de julio es particularmente delicado en la
ciudad.
PERRET (A Mac Shelley).– It may be a cold. The month
of July is particularly delicate in the city.
MAC SHELLEY.– I Thank the concern us his honour,
mister President.
PERRET.– El señor Representante del Reino Unido
agradece la preocupación del señor Presidente de
Venezuela.
GUZMÁN (Tenso).– No hay de qué.
PERRET (A Mac Shelley).– You are welcome.
Ingresa, como de costumbre, la paloma de monseñor
Lander y tras ella el malayo de Rajah-Haji.
RAJAH-HAJI (Anuncia).– Monseigneur Anselmo Lan-
der.
Entra Anselmo Lander. Rajah-Haji recoge al Espíritu
Santo.
ELOY (Sin poderse contener).– ¡Una gran ocasión,
eminencia!

391
ANSELMO (A Guzmán).– Señor Presidente. (A todos)
Señores. (A Arístides) Hermano.
Arístides abraza a Anselmo.
ARÍSTIDES (En voz baja).– Te ves preciosa con la ca-
pita, Santa Teresa.
GUZMÁN (Efusivo).– ¡Adelante, monseñor Lander!
ELOY (Arriesgado).– Me tomo, con la venia del señor
Presidente, la libertad de hacer las presentacio-
nes de rigor. (Presenta) Monseñor Anselmo Lan-
der, representante de su Santidad. (Ligera reve-
rencia de Anselmo) El señor Embajador del Reino
Unido. (Ligera reverencia de Mac Shelley).
PERRET.– (A Mac Shelley) Obviously, the Bishop of the
city.
MAC SHELLEY.– Greetings, his Eminence.
PERRET (Traduce).– El Señor Embajador del Reino
Unido acaba de transmitirle sus mejores deseos,
Eminencia.
ANSELMO.– Mis mejores deseos los sentí en 1860 du-
rante una excursión a Río Chico. Es una verdadera
pena que no pueda reproducirlos en este momento.
GUZMÁN.– Mi querido monseñor Lander, me apre-
suré a invitarlo, para sorpresa de su hermano,
porque creo que la oportunidad lo amerita. Fes-
tejamos el nombramiento de mi nuevo Ministro
de Asuntos Exteriores y de una vez hemos decidi-
do dialogar con esta simpatía británica.
PERRET (A Mac Shelley).– They are just talking to
themselves.
ANSELMO.– Me declaro asombrado.

392
Entra Rajah-Haji con una bandeja sobre la cual hay diez
copas de champagne.
MAC SHELLEY (Tras recibir su copa).– I think...
PERRET.– El señor Mac Shelley piensa.
GUZMÁN.– Yo también puedo hacerlo.
PERRET (Desconcertado, a Mac Shelley).– The Presi-
dent of Venezuela also think.
MAC SHELLEY (Retoma).– I think that if his honor the
President and the new Minister and his Eminence the
Bishop of the city, does not have another suggestion...
PERRET.– (Traduce) Pienso que si el Presidente y los
demás invitados no tienen otra sugerencia...
MAC SHELLEY (Completa).– ...we could begin with our
matter.
PERRET (A Guzmán).– ...podemos entrar en materia.
Rajah-Haji ha terminado de servir las copas.
RAJAH-HAJI (A Guzmán).– Hay ciertos hors-d’ouvres...
GUZMÁN (A Rajah-Haji).– Después de la materia.
Por el momento dediquémonos al espíritu, como
un homenaje a Monseñor. (Cordial) Propongo que
nos sentemos.
Se marcha Rajah-Haji. Todos se sientan.
MAC SHELLEY.– In the name of his Majestic the Queen
of England.
PERRET (Traduce).– En nombre de Su Majestad, la
Reina de Inglaterra...
MAC SHELLEY.– ...I bring nineteen documents duly re-
gistered...
PERRET.– ...traigo diecinueve documentos debida-
mente registrados...

393
GUZMÁN (A Arístides).– ¡Qué maravilla puede ser
un país sin compotas de hicacos!
PERRET (A Guzmán).– ¿Traduzco?
ARÍSTIDES (A Perret).– Mejor no.
MAC SHELLEY.– ...that prove clearly, the existente of
a debt...
PERRET.– ...que prueban claramente la existencia
de una deuda...
MAC SHELLEY.– ...for the amount of eighten millions
sterling pounds.
PERRET (Largo silbido admirativo. A Mac Shelley).–
Excuse me, sir. (Traduce) ...por la cantidad estima-
da de dieciocho millones de libras esterlinas...
GUZMÁN.– Somos todo oídos.
PERRET (A Mac Shelley).– The Presidents says that
they are all ears.
MAC SHELLEY (Inquieto).– I beg your pardon, sir?
PERRET (A Mac Shelley).– It is a Spanish expression... it
means... we are very attent, very diligent... you know.
The ears... big ears, huge, enormous ears.
MAC SHELLEY.– Oh.
PERRET.– Oh.
MAC SHELLEY.– ...between the United States of Vene-
zuela and the United Kingdom.
PERRET.–...entre los Estados Unidos de Venezuela y
el Reino Unido de la Gran Bretaña.
MAC SHELLEY.– For sixty years...
PERRET.– Durante sesenta años...
MAC SHELLEY.– ...for sixty two years to be exact...
PERRET.–...durante sesenta y dos años para ser exactos...

394
MAC SHELLEY.–...the Govermment of his Highness
has waited whit discreet patience...
PERRET.– ...el gobierno de Su Alteza ha aguardado
con discreta paciencia...
MAC SHELLEY.– ...the cancellation of this debt and the
respective interest.
PERRET.– ...el pago o cancelación de esta deuda y de
sus respectivos intereses...
Breve pausa.
GUZMÁN.– Supongo que acabamos de entrar en
materia.
MAC SHELLEY.– But, in this preciss moment...
PERRET.– Pero en este preciso momento...
MAC SHELLEY.– ...the Govermment of his Highness,
the King of England has began to loose its patience...
PERRET.– ...el gobierno de Su Majestad, el Rey de
Inglaterra, ha comenzado a perder la paciencia...
GUZMÁN.– ¿Perder la paciencia, dijo?
ELOY (Nervioso).– ¿Qué son sesenta y dos años?
PERRET.– Perder la paciencia, escuché. To loose its
patience. To loose, perder. Its patience, la paciencia.
La paciencia del gobierno de ellos.
ARÍSTIDES.– Me gustaría saber que entiende el Go-
bierno de Su Majestad por “perder la paciencia...”
PERRET (Tenso).– ¿Hago esa pregunta?
GUZMÁN.– Por no dejar.
PERRET (A Mac Shelley).– Here, the new Minister of
Foreign Relations want to know what does exactly
means the expression “to loose its patience”.
MAC SHELLEY (Breve pausa).– Well...

395
PERRET.– Bien.
MAC SHELLEY.– ...it means strictly, in this case, that if
the govermment of Venezuela...
PERRET.– ...significa estrictamente, en este caso,
que si el Gobierno de Venezuela...
MAC SHELLEY.– ...in a term of three months from this
date...
PERRET.– ...en el plazo de tres meses a partir de
esta fecha... (Azarosamente, a Anselmo) ¿Qué día
es hoy, Eminencia?
ANSELMO.– No llevo la cuenta, cristiano.
MAC SHELLEY.– ...does not cancell totally this debt it
shall face the consequences...
PERRET.– (Sudoroso) ...no paga o cancela esta deu-
da, deberá... (Pausa) “...to face the consequen-
ces”, es decir, darle la cara a las consecuencias,
afrontar las consecuencias, darle el pecho a las
consecuencias, enfrentar las consecuencias, aco-
meter las consecuencias, e incluso arrastrar las
consecuencias, por no decir, encarar las conse-
cuencias.
Larga pausa.
GUZMÁN.– ¿Significa esto una declaración de guerra?
ELOY (A pesar suyo).– ¿Qué va a significar?
PERRET (Asustado).– ¿Pregunto?
GUZMÁN.– ¡Por supuesto!
PERRET (A Mac Shelley).– ¿Does this mean a war de-
claration?
MAC SHELLEY.– No, because the Govermment of His
Majesty considers shameful declaring war to a coun-

396
try like Venezuela.
PERRET (Aliviado).– Felizmente no significa una de-
claración de Guerra porque el Gobierno de Su
Majestad considera “shameful”, ingenuo, tonto,
precario, bobo, necio, fastidioso, declarar la gue-
rra a un país como Venezuela.
MAC SHELLEY.– We would agree to have a very con-
crete negotiation of territory, perhaps in Guyana, un-
der the price of eighteen sterling pounds millions.
PERRET (Sonríe positivo).– ¡Todo resuelto! Simple-
mente quieren adquirir el territorio de Guyana
por la suma de dieciocho millones de libras es-
terlinas... supongo que con el Orinoco incluido...
(Sonríe) ¡Congratulaciones!
Entra Rajah-Haji.
RAJAH-HAJI.– ¡La hermana Rosamunda Lander y la
señora María Eugenia de Lander!
Entran Rosamunda Lander y, un tanto rezagada, María
Eugenia.
ROSAMUNDA (Diáfana).– ¡Tun! ¡Tun! (leve) ¿Dónde
hay un Ministro de Relaciones Exteriores?
ELOY (Alborozado).– ¡Hello!
ARÍSTIDES (Desconcertado).– Señor Presidente, no
tenía la menor idea...
MARÍA EUGENIA (Aproximándose a Arístides).– ¿Es
verdad, Arístides?
GUZMÁN.– Una discreta sorpresa palaciega, mi
querida señora Lander. Me he permitido invitar
al Poder Ejecutivo en pleno, y desde luego a la
distinguida familia del homenajeado! (A Rajah-

397
Haji) ¡Rajah-Haji! ¡Mil ochocientos treinta fue el
mejor año de Curvoisier! ¡No escatimemos!
ROSAMUNDA.– ¿Rajah-Haji es por ventura este
oriental tentador de monjas? (Alegre) Lo acuso,
señor Presidente. ¡Me ha hecho beber seis copas
de champagne, durante esa espléndida promena-
de por los salones del Palacio de Gobierno! ¡Qué
maravillosa conservación del pasado! (A Arísti-
des) ¿Dónde estás, Lander? ¡Dije seis copas, por-
que a partir de ese número comencé a reiterarme!
(A Arístides) ¿Por qué te veo y te encuentro aureo-
lado y posterior?
MAC SHELLEY (Aparte, a Perret).– Good Heavens!
Whats goin on?
PERRET (Balbucea).– They are having a party it seems
and I am afraid they have invited some important people
from the government.
ROSAMUNDA (Reconoce a Eloy).– ¿Qué es de tu vida
mi pequeño conejo González? ¿Desde cuándo no
nos vemos?
ELOY.– ¿No fue hace unas horas, hermana Ro-
samunda?
ROSAMUNDA.– ¡Voilà!
MARÍA EUGENIA.– ¡Fue una sorpresa tan mara-
villosa, señor Presidente! (A Arístides) ¡Estoy tan
feliz...! ¡Nada menos que en el día de tu cum-
pleaños!
GUZMÁN (Coloquial).– Tú eres María Eugenia Lo-
zada, la hija del quesero Lozada. ¿Qué es de tu
padre?

398
MARÍA EUGENIA.– Murió hace dos años, señor
Presidente.
GUZMÁN.– ¡Terrible pérdida!
MARÍA EUGENIA.– La semana pasada concluimos
el panteón. Hay dos ángeles preciosos.
GUZMÁN (Afectuoso).– El camembert de Lozada
merecía una cohorte celestial... (A Arístides) ¡Qué
inversión, Lander! ¡No digo cohorte! ¡Una legión
de arcángeles y serafines!
MAC SHELLEY (Al perplejo Perret).– Would this means
that we should end our dialogue?
PERRET (A Mac Shelley).– ¿Significa esto que nues-
tro diálogo ha terminado?
MAC SHELLEY (Irritado, a Perret).– ¿Would this
means that we should end our dialogue?
PERRET.– Pardon, sir.
Perret se aproxima a Guzmán.
PERRET.– El señor Embajador del Reino Unido de-
sea saber si la conversación ha concluido.
GUZMÁN (Pleno).– ¡Que yo sepa, acaba de comenzar...!
PERRET (Trinitario).– Tal vez quedó pendiente un
pequeño detalle...
GUZMÁN.– Pero hay tres meses de plazo. ¡Dile que
regrese el treinta! (A Arístides) ¡El doctor Lander
viaja a Londres la semana que viene!
Entra Rajah-Haji. Trae consigo un gong polinesio. Rajah-
Haji golpea el gong.
RAJAH-HAJI.– ¡Les feux d’artifice!
ROSAMUNDA (Maravillada).– ¿Ou sont les feux
d’artifice?

399
GUZMÁN (Anfitrión).– ¡Damas y caballeros! ¡El Presi-
dente invita a una exhibición de fuegos artificiales
en el patio de honor, como homenaje al distingui-
do representante de la corona británica con quien
acabamos de iniciar un fructífero diálogo!
Aplauso. Rajah-Haji oscurece una a una las luces del
salón y el resplandor de los primeros fuegos artificiales
que provienen del jardín ilumina las figuras. Rosamun-
da, Eloy y Rajah-Haji, son los primeros en abandonar el
salón después del espontáneo aplauso.
MAC SHELLEY (A Perret).– What’s ocurring now?
PERRET.– The traditional firework, his Excelence!
Guzmán se acerca a Mac Shelley y a Perret.
GUZMÁN.– ¡Acompáñenos al patio, señor Embajador!
MAC SHELLEY (Obsesionado).– Would this means...?
PERRET (Interrumpiendo a Mac Shelley).– Perharps in
the honour court!
GUZMÁN (A María Eugenia).– Venga con nosotros,
señora de Lander...
MARÍA EUGENIA.– Encantada, señor Presidente.
Guzmán ofrece el brazo a María Eugenia y ambos salen
acompañados de Mac Shelley y Oliver Perret. Anselmo
se aproxima a Arístides cuando éste va a salir.
ANSELMO (A Arístides).– ¿Podemos hablar?
ARÍSTIDES (Evasivo).– ¿Por qué no a la salida?
ANSELMO (Tomando a Arístides del brazo).– ¿Vas a
aceptar esa quincalla?
ARÍSTIDES.– No lo sé, Teresa. Supongo que sí. Dije
que sí. Dentro de un mes estaré en Londres, y
por lo visto serán conversaciones largas. Puede

400
ser que suceda algo.
ANSELMO.– Hace un mes odiabas a Guzmán. Os-
curo, como un pequeño ratón entre libros, me
parecías respetable.
ARÍSTIDES (Herido).– Hace un mes sigue siendo
hoy. Y la oscuridad es la misma. La oscuridad
soy yo.
ANSELMO.– ¿Vas a aceptar, entonces?
ARÍSTIDES.– Quería ser Ministro, Ivanhoe. Lo
descubrí al entrar en este salón. No se trata de
una vocación extraordinaria. Tal vez sea la ma-
zorca del cerdo, como decía Justo Lander, pero
Londres vale un eructo. ¿Qué cuentas quie-
res enseñarme? ¿Los viejos ideales del partido
conservador? ¡Me cago en los viejos ideales del
viejo partido conservador! Y cuando digo, me
cago, quiero decir exactamente eso, amontono
mierda sobre mierda, mierda azul sobre mierda
amarilla hasta formar una colina, digna de Fra
Angélico.
ANSELMO (Como una amenaza).– Arístides, te con-
fié un secreto esta tarde.
ARÍSTIDES.– Lo olvidé.
ANSELMO.– Pío Fernández va a encabezar una
conspiración y yo di mi palabra. Firmé el acta.
ARÍSTIDES.– Como dijo Caín, cuando Jehová se
puso fastidioso: “¿Quién? ¿Yo?”.
Lejanas detonaciones de fuegos artificiales y las voces
de Rosamunda y María Eugenia entre murmullos de in-
vitados.

401
MARÍA EUGENIA.– ¿No es una maravilla?
ROSAMUNDA.– ¡Rosa plateada de Viena! (Breve
pausa) ¡Lirio encarnado del Jordán! (Breve pausa)
¡Estrella de la tarde...! ¿Dónde estás, Arístides de
Macedonia?
ANSELMO (Después de una pausa).– ¿Dónde estás,
Arístides de Macedonia?
ARÍSTIDES (Con gran dolor).– Jugábamos en la ha-
cienda, ¿recuerdas, Monseñor? Cuarenta años
atrás... rubios, quién sabe si plateados como la rosa
plateada de Viena. Y había esa cuesta de naranjos
que tú llamabas Getsemaní, por ganas de inventar.
Entonces no hacíamos más que completar el orden
de una familia... pero, los viernes, casi siempre a
las nueve de esa fantástica luna, jugábamos a Cris-
to y al centurión que lo arrestaba. Yo era Cristo,
¿recuerdas? Y tú, de tanto clavo oxidado, te hacías
pasar por el malvado centurión. ¿Tú eres Cristo?,
me preguntabas y yo repetía de memoria, cada
viernes: “Tú lo has dicho”, como la irresistible con-
vicción de un proyecto donde bastaba apenas una
corona de espinas y un cierto látigo, y algún deseo
de morir. Entonces era fácil. Pero hoy no. Hoy no,
Lander..., hoy no es fácil..., hoy me tropecé con-
migo mismo en un papel estúpido, rigurosamen-
te doblado, que le hice leer a María Eugenia. Y si
volviéramos a Getsemaní yo te diría... no, no soy
Cristo, no soy El Hijo del Hombre, no soy El Rey
de los Judíos, no hice milagros, no multipliqué pe-
ces, no resucité a Lázaro...

402
ROSAMUNDA (A lo lejos entre murmullos y secas ex-
plosiones).– ¡Rosa plateada de Viena! ¡Lirio en-
carnado del Jordán! ¿Dónde estás, Arístides de
Macedonia?
ANSELMO (Decidido, tras una pausa).– ¿Serías capaz
de odiarme, Lander de Macedonia?
ARÍSTIDES (Tras una pausa).– Dame tiempo. Sé lo
que sucede, Teresa. Sé cuándo ocurrió y dónde
ocurrió. Sé que vives como un renegado porque
deseas a María Eugenia. Sé que has intentado de-
jarte crecer los bigotes y que gimes y murmuras
petulancias, cuando las damas de la Sociedad del
Auxilio Mutuo celebran tu agua de colonia. Nunca
has sido capaz de ensalzar la paloma de Santo To-
bías, sin una reflexión de trágico peruano, porque
en el fondo, el santoral, los cervatillos, las ovejas
de Belén, las decoraciones del día de Corpus, te
tienen sin cuidado. Mírate la cara. Yo soy tu cara.
¿Vas a reclamarme un ministerio en nombre de
qué? ¿Cuándo te parecí respetable? ¿En cuál nos-
talgia quieres enredarme?
ANSELMO.– No lo dije. Hasta esta tarde, no lo dije.
Y ella me repitió que necesitaba olvidar, como si
se tratara de una mala noticia.
ARÍSTIDES (Con gran ternura).– No sabes mentir,
pobre Teresa. Lo decía mamá cuando vaciabas en
el jardín aquel asqueroso potaje de avena. Supon-
go que hasta Samotracia se ha dado cuenta.
ANSELMO (Tras una pausa).– ¿Firmarías mi destie-
rro, entonces? (Pausa) ¿Tal vez mi muerte?

403
ARÍSTIDES.– No es el tercer acto de Hernani, An-
selmo. No hay cuerno de caza, ni llegaremos a la
alcoba de la aragonesa. Limítate a tus funciones
de cura. Tienes canas y el diafragma empezó a
lamentar tu abdomen. Tienes venillas azules en
los tobillos. Es hora de sentar cabeza. ¿Cuándo
vas a aprender?
ANSELMO.– Tal vez hoy. Tal vez ahora.
Anselmo comienza a despojarse de su traje de obispo.
ANSELMO (Grita).– ¡Damas y caballeros! ¡Rosamun-
da! ¡Señora de Lander! ¡Representantes superio-
res e imperiales! ¡La Santa Iglesia nativa invita a
un espectáculo reconfortante y piadoso!
ARÍSTIDES (Desesperado).– ¡Podemos hablar, Tere-
sa! ¡Estamos a tiempo!
El resplandor de los fuegos artificiales decae, probable-
mente porque la provisión de Rajah-Haji se ha agotado.
ANSELMO (Sin pausa).– Hay carestía de temas, Arís-
tides. Como de costumbre, lo sabes todo. (Ansel-
mo renueva el gas de dos lámparas) ¡Sabes cuándo
ocurrió y dónde ocurrió y espero que la compa-
sión que has demostrado te quepa en el culo!
Azarosamente, los invitados regresan al salón. Rosamun-
da, María Eugenia y Eloy González son los primeros en
hacerlo. Instantes después, Guzmán, Mac Shelley y Oli-
ver Perret. Tras ellos, Rajah-Haji.
ROSAMUNDA.– ¡Te oí gritar, Anselmo!
ELOY.– ¿Algún percance, Eminencia?
ANSELMO (A Eloy).– Poca cosa, González. (Cuan-
do entra Rajah-Haji) ¡Damas y caballeros! ¡Jerar-

404
quías! ¡Invitados! ¡El representante de su Santi-
dad el Papa de Roma quiere pronunciar un últi-
mo sermón, tan pronto logre desembarazarse de
esta basura! (Continúa despojándose de la distintas
piezas del traje).
MAC SHELLEY (Perturbado, a Perret).– ¿Why the
Bishop is taking off his clothes?
PERRET.– Really... I don’t know, sir. Maybe because of
the weather.
ANSELMO (Como una excusa).– Nunca aprendí el nom-
bre de estas malditas telas, pero cada una de ellas,
según te explican en el seminario, casi siempre a las
dos y media de la tarde, cuando te atrapan las enso-
ñaciones, tiene un significado normalmente doloro-
so, normalmente responsable.
GUZMÁN (Atónito).– ¡Monseñor Lander! ¡El Cuerpo
Diplomático aguarda en el patio de honor!
ROSAMUNDA (Desconcertada).– Pero, ¿no iban a ju-
ramentar a Arístides?
ANSELMO.– Digamos entonces que las deposito
aquí, en este ámbito de la patria y la presencia de
tanto fraude, incluido, desde luego, el orador.
GUZMÁN.– ¡Rajah-Haji! ¿Dónde está Bustillos Herrera?
ANSELMO.– Ellas son mi contribución, señor Pre-
sidente, ¿por qué no?, al pago de estas dieciocho
millones de libras esterlinas que al parecer adeu-
damos, porque, mirándolo bien, valen algo, por
ejemplo, una vida o, incluso, cierto peso de plata
como es el caso de este crucifijo que alguna vez
bendijo nada menos que León X y que María El-

405
vira de Lander, la madre del nuevo Ministro, ad-
quirió de un anticuario en el Trastévere, con la
correspondiente explicación. (Arroja a los pies de
Mac Shelley el crucifijo de León X) ¡La nación debe
once libras menos, Excelencia!
ELOY.– ¡Eminencia! ¡Tampoco hay que tomársele
tan a pecho! ¡Hay tres meses de plazo!
ANSELMO.– En cuanto al gorro, lamento haber
olvidado su nombre original entre tantas cosas
que olvidé, pero declaro que hubo una cierta
ambición de mi vida depositada en esta frágil
modestia. Ahora, espectáculo inefable, señores,
oportunidad histórica e irrepetible, me permi-
to renunciar a ella y al título de Eminencia que
adornó mi cabeza...
Lo arroja a los pies de María Eugenia.
MARÍA EUGENIA (Desesperada).– ¡Anselmo!
ANSELMO.– ...como así mismo a la refrescante sota-
na, siempre estival, calurosa en el pecho y según
tradición popular o murmullo de esquina, un
tanto ninfesca a medida que desciende y resalta
las caderas...
Se despoja de la sotana.
ROSAMUNDA.– ¡Anselmo Lander! ¡No proyectarás
desnudarte en presencia de unos anglicanos!
GUZMÁN.– ¡Hay europeos en el salón del sol de
Junín!
ANSELMO (En dignidad de pantalón y simple ca­misa).–
¡Concluimos, señor Presidente! (Sonríe) Espero
no haber ofendido a los distinguidos invitados.

406
Quería agregar simplemente un tonto detalle:
ahora no sé nada de mí. He vuelto a ser el que
era, pero mi memoria no me acompaña. Se quedó
allí, en el piso. Se llama nadie a cambio de nada.
El cargo está vacante.
Anselmo se marcha. Larga pausa. Rosamunda recoge
una a una las piezas del hábito de monseñor Lander.
ROSAMUNDA.– ¡Anselmo...! (Grita) ¡Anselmo...!
Rosamunda abandona el salón del sol de Junín.

407
Epílogo

I
Marche au supplice

Un salón votivo en el palacio Arzobispal. Damián recoge


bártulos y deposita casullas en un viejo arcón. El lugar
contiene una cama de beato y alguna sombra de arma-
rio. Damián recoge el magro colchón y la extraviada po-
lla de fray Esteban aparece ante sus ojos.

DAMIÁN (Llama).– ¡Monseñor!


ANSELMO (Voz cercana).– Damián.
DAMIÁN.– ¿Qué hago con La polla de fray Esteban?
Acaba de aparecer.
ANSELMO (Voz).– ¿Dónde estaba?
DAMIÁN.– Enredada en el jergón. Con razón se ex-
travió en 1867.
ANSELMO (Voz).– Envíasela de regalo al padre
Ovalles.
DAMIÁN.– Temo que no le guste.
ANSELMO.– Quémala entonces. Nunca supimos
qué había más allá de la abeja y el almíbar.
DAMIÁN.– ¿Puedo quedarme con ella?
ANSELMO.– Puedes. Todo lo que encuentres es tuyo.
Anselmo entra. Viste de civil y luce espléndidos bigotes de
veguero sudamericano.
ANSELMO (Por su atuendo).– ¿Qué tal?
DAMIÁN (Sobrecogido).– Un verdadero dandy, Mon-
señor.

408
ANSELMO.– ¿Llegaron los cargadores?
DAMIÁN.– Aún es temprano. Encontré las vinajeras
de la madre Rosamunda.
Muestra las vinajeras.
ANSELMO.– Me pregunto si se podrán utilizar como
frascos de brandy.
DAMIÁN.– Son muy pequeñas.
ANSELMO.– Consérvalas entonces. ¿Revisaste las
llaves del Palacio?
DAMIÁN.– No falta ninguna.
ANSELMO.– Es lo primero que debes entregarle a
monseñor Ustáriz.
DAMIÁN.– Así lo haré.
ANSELMO.– ¿Qué hay de mis papeles en la sacristía?
DAMIÁN.– Iba a buscarlos.
ANSELMO.– Deja. Yo lo haré.
Sale Anselmo. Larga pausa durante la cual Damián
guarda algún emblema olvidado y relee un fragmento de
La polla de fray Esteban. Entra María Eugenia.
MARÍA EUGENIA.– ¿Monseñor Lander?
DAMIÁN.– Va camino de la sacristía. Pero si quiere,
puedo avisarle.
MARÍA EUGENIA.– Hazlo.
DAMIÁN.– Enseguida.
Damián se marcha. María Eugenia toma en sus manos
una raída sotana y doblándola cuidadosamente la depo-
sita en el viejo arcón. Entra Anselmo Lander.
ANSELMO.– No te esperaba.
MARÍA EUGENIA.– Rosamunda me dijo que se
marchaba usted hoy. (Avergonzada) Por lo que

409
veo, es cierto.
ANSELMO.– El barco zarpa mañana antes del me-
diodía. Pasaré la noche en La Guaira.
MARÍA EUGENIA.– ¿Hamburgo, Monseñor?
ANSELMO.– Buena memoria. Así es.
MARÍA EUGENIA.– Debe ser hermoso. Quiero de-
cir, nunca me lo pude imaginar.
ANSELMO (Sonríe).– Tiene fama de aburrido.
MARÍA EUGENIA.– Con usted, no lo será.
ANSELMO (Tras una breve pausa).– ¿Qué tal mi
atuendo?
MARÍA EUGENIA.– Impecable.
ANSELMO.– Algo he adelgazado... pero, ¿no se ve
mal, verdad?
MARÍA EUGENIA.– Al contrario. (Breve pausa) Es
una lástima que Arístides no esté. En este caso
habríamos ido al puerto.
ANSELMO.– ¿Cuándo regresa Arístides?
MARÍA EUGENIA.– En enero, tal vez. Las conversa-
ciones se prolongan. Hace una semana recibí una
carta donde me explicaba todo lo que había he-
cho, sitios que ha visitado, maravillas que ha vis-
to. Al final, preguntaba por usted. “Dime qué es
de mi hermano...”, etcétera... “y hazle saber que lo
recordé mucho en el castillo de Ivanhoe...”.
ANSELMO.– Cuando le respondas, envíale de mi parte
un caluroso saludo. Después de todo, aún es agosto.
MARÍA EUGENIA.– Ya le respondí. Hoy envié la
carta.
ANSELMO.– ¿Le escribiste acerca de mí?

410
MARÍA EUGENIA.– Lo poco que he sabido.
ANSELMO (Ríe).– ¿Noticias tranquilizadoras?
MARÍA EUGENIA.– ¿Cómo puedo escribir noticias
tranquilizadoras?
ANSELMO (Aumenta la risa).– Probablemente con
“z”; así... ¿Supo de Rosamunda? La expulsaron de
la congregación...
ANSELMO.– No es fácil manejar un aquelarre de
monjas. Tengo... o tal vez debo decir, tenía una
cierta experiencia en esa materia. De todas mane-
ras la falda de polizón le sienta estupendamente y
Santa Rosa de Lima no tendrá el menor prejuicio
de repasar con ella un código de morbosidades a
las seis de la tarde.
MARÍA EUGENIA (Perturbada).– Sabía que iba a de-
cir eso...
ANSELMO.– Todo se olvidará. Hay ciertos prece-
dentes. La historia del Obispado nacional no fue
siempre un libro piadoso. Lo que verdaderamente
importa es la continuidad administrativa, o como
solía decir San Pablo en esos antiguos concilios,
el pastor no es el propietario del rebaño.
Damián se asoma.
DAMIÁN.– Los cargadores, Eminencia.
ANSELMO.– Encárgate de ellos, Damián. Son once
maletas y cinco baúles. Que estén al amanecer en
el puerto.
DAMIÁN.– ¿Arreglo el precio?
ANSELMO.– Con la prudencia del caso.
Se marcha Damián.

411
MARÍA EUGENIA.– Monseñor.
ANSELMO.– Facilitemos las palabras. Me has hecho
citar a San Pablo. ¿Puedo saber a qué has venido?
MARÍA EUGENIA (Con dificultad y después de sen-
tarse al borde de la cama recogida).– Entendí... que
era horrible saber que se marchaba. Lo entendí,
simplemente. No sé muy bien a qué he venido.
Creo que siento vergüenza. Creo que la palabra
es bochorno.
ANSELMO.– No abundarán las ocasiones del mantel
de Madeira. Eso es todo. El resto es indecoroso.
María Eugenia desata su cabellera.
MARÍA EUGENIA.– Me voy contigo, Monseñor.
ANSELMO (Después de una pausa).– El coche lle-
gará en unos minutos y monseñor Garmendia,
el nuevo prelado, no tardará en aparecer. Como
verás, todo es recuerdo. Entraste en esta habita-
ción, después de las cinco, por única vez en quin-
ce años, y allí, cerca de la puerta, preguntaste:
¿Hamburgo, Monseñor?
MARÍA EUGENIA (Con gran dolor). Y la respuesta
fue: “pasaré la noche en La Guaira.”
ANSELMO.– Aproximadamente. Entonces me pedis-
te una opinión de viajero sobre el puerto de Ham-
burgo, en el supuesto caso de que sea un puerto.
MARÍA EUGENIA (Como una despedida).– Y tú con-
testaste que era un lugar fastidioso.
ANSELMO.– Aburrido.
MARÍA EUGENIA.– Y te dije que Arístides había
escrito una carta sobre Ivanhoe.

412
ANSELMO.– Desde Londres, diciendo que regresará
probablemente en enero.
MARÍA EUGENIA.– ¿Qué sucedió entonces?
ANSELMO.– Llegó Damián.
MARÍA EUGENIA.– Llego el sacristán.
ANSELMO.– Llego el sacristán, y dijo...
MARÍA EUGENIA.– Algo sobre los cargadores.
ANSELMO.– Luego se marchó.
ANSELMO.– Y después nos juntamos. ¿No fue así?
Como era costumbre cada vez que te desnuda-
bas, el lado izquierdo de tu cuello enrojecía...
MARÍA EUGENIA (Llora).– ¿No es tonto? Tú me
abrazaste y enrojecí más y más...
ANSELMO.– Pero era la primera vez y no había de-
masiado acomodo... probablemente faltaba cierta
costumbre.
MARÍA EUGENIA.– No la hubo.
ANSELMO.– Por lo tanto, no abundaron las caricias,
ni las viejas experiencias. Todo se redujo al ros-
tro. Y ninguno de los dos cerró los ojos.
MARÍA EUGENIA.– Porque no hizo falta.
ANSELMO.– Tampoco hubo tedio.
MARÍA EUGENIA.– Tampoco hizo falta.
ANSELMO.– Desde luego, se recuerdan detalles.
MARÍA EUGENIA.– Se recuerdan.
Larga pausa. Damián vuelve a asomarse.
DAMIÁN.– Llegó el coche.
ANSELMO.– Enseguida.
Sin despedirse, Anselmo se marcha, seguido de Damián.

413
II
Songe d’une nuit de Sabbat

El patio de la casa de Arístides Lander durante el verano


de 1881. Ambiente festivo propio de un gran recibimien-
to. Samotracia concluye algunos detalles en la espléndida
mesa del buffet. Una pausa y entra Rosamunda, vestida
de dama. Samotracia no parece creerlo.

SAMOTRACIA.– ¡Hermana Lander!


ROSAMUNDA (Por su traje).– Un exceso de lazos,
¿verdad? ¿No es demasiado mundano?
SAMOTRACIA (Simple).– ¡Es precioso!
ROSAMUNDA.– Pero no reconfortante. Temo pare-
cerme a Manon Lescaut. Y, sin embargo, ¿cómo
pasar del leprocomio de San Dimas y los pane-
cillos de la madre Elías a esta mondanité? A todo
habrá que acostumbrarse. ¿Qué se sabe de Arís-
tides?
SAMOTRACIA.– ¡La banda marcial acaba de cele-
brarlo en el Panteón Nacional! ¡Estamos esperan-
do a Eloy González!
ROSAMUNDA.– Samotracia, acompáñame al espejo
y si por casualidad me desmayo, deposítame en
el piso y busca el amoníaco en la primera gaveta
de la cómoda tutelar. No quiero que mi hermano
me encuentre en esas condiciones.
SAMOTRACIA (Usual).– Venga conmigo, hermana.
El arreglo del busto quedó perfecto y de estatua.
ROSAMUNDA.– No menciones la palabra busto en

414
las próximas semanas. Me siento absolutamente
expuesta.
SAMOTRACIA.– ¿No es cuestión de costumbre?
ROSAMUNDA.– Lentamente, Samotracia. A ritmo de
Santa Rita. No vaya a aparecer Diocleciano el mal-
vado con sus hierros candentes. (Se mira en el espe-
jo) ¡Dios mío! ¡Acabo de verme! ¿No espanto?
SAMOTRACIA (Risueña).– ¡Pura felicidad, hermana
Rosamunda!
ROSAMUNDA.– ¿Qué dirá Arístides? Nunca me
vio así, excepción sea hecha de los carnavales de
1859, cuando mamá, que en paz descanse, me
disfrazó de campesina letona. ¿No me parezco?
Se escucha lejana una banda marcial.
SAMOTRACIA.– ¡Terminó la ofrenda! (A Rosamun-
da como repitiendo una memoria). ¿Después de la
cena el servicio de brandy?
ROSAMUNDA (Obsesiva en el espejo).– ¿Decías?
SAMOTRACIA.– Le preguntaba si después de la
cena...
ROSAMUNDA (Interrumpe).– Puede ser. Espera. No
sólo es el traje. Es mi rostro. (Retoma) Después de
la cena, el servicio de brandy. Siempre fue así. No
es una recepción de borrachos.
SAMOTRACIA.– Oui, madame.
ROSAMUNDA.– Y esas fantásticas copas.
SAMOTRACIA.– Ad hoc.
ROSAMUNDA (Siempre en el espejo).– ¿No será mejor
un bordado delantero?
SAMOTRACIA.– Así está perfecto.

415
ROSAMUNDA.– ¡Es que dices busto y me aterras!
SAMOTRACIA.– Prometí no mencionarlo en las
próximas semanas.
Rosamunda se aproxima a Samotracia.
ROSAMUNDA.– Veamos. No hay tiempo que per-
der. En primer lugar, el Presidente. Y si viene
acompañado de su esposa...
SAMOTRACIA.– ...le ofrezco menta a la señora de
Guzmán.
ROSAMUNDA.– Un dedo horizontal según aprendí
de mi abuelo. De lo contrario, empalaga.
SAMOTRACIA.– Oui, madame.
ROSAMUNDA.– Repasemos ahora las reverencias.
(Didáctica) Entra el Presidente.
Samotracia avanza hacia el centro del patio.
SAMOTRACIA.– Buenas tardes, señor Presidente.
ROSAMUNDA.– Con la inclinación ensayada.
SAMOTRACIA (Ríe y ensaya una reverencia).– ¿Así?
ROSAMUNDA.– ¡Preciosa Samotracia repleta de au-
reolas! ¿Dónde quedó Río Chico?
El sonido de la banda marcial se aproxima.
SAMOTRACIA.– ¿No llegan?
Entra el exaltado Eloy González.
ELOY (A Samotracia).– ¡Un acontecimiento ejemplar!
¡Bustillos Herrera, en persona, presentó las ban-
deras en el Panteón Nacional! (A Rosamunda, sin
reconocerla). Buenas tardes, doncella. (A Samotra-
cia) ¿Todo está en orden?
SAMOTRACIA.– ¡Esperando!
ROSAMUNDA.– ¡Farsante González! ¡Estoy espe-

416
rando una palabra de asombro!
ELOY (Boquiabierto).– ¡Hermana Rosamunda! ¡Igno-
raba esa gala carmelita!
Samotracia corre en dirección a la puerta de entrada.
SAMOTRACIA.– ¡Vienen! ¿Te habló el doctor Lan-
der, Eloy González?
ELOY.– Ni una palabra. La majestad lo invade.
ROSAMUNDA.– ¿Los mismos cabellos?
ELOY.– Más helénico. No olvidemos que departió
con la princesa Victoria.
SAMOTRACIA.– ¿No habrás cerrado la puerta,
Eloy?
ELOY.– De par en par, como corresponde.
La Banda Marcial se hace oír a las puertas de la casa.
ROSAMUNDA.– ¡Dios mío! ¡Están allí!
ELOY.– ¡Todo un privilegio, hermana Rosamunda!
Entra Rajah-Haji.
RAJAH-HAJI.– ¡El Presidente de los Estados Unidos
de Venezuela!
La Banda acomete el Himno Federal. Entran María Eu-
genia, Arístides y el presidente Guzmán. Tras ellos, la
viuda de Lozada. Eloy González se integra al grupo.
Lejanos y posiblemente equivocados, se asoman Marx
y Engels, los representantes del ferrocarril alemán. Una
muchedumbre se ha detenido en las puertas de la casa.
Samotracia se acerca a Guzmán.
SAMOTRACIA (Con la reverencia ensayada).– Señor
Presidente... ¿Quizás una copa de menta?
GUZMÁN.– No a esta hora, doncella. Es bebida de
anciana. (Abraza a Arístides) Querido Lander,

417
después de los servicios prestados, me complace
devolverte a la quietud de tu hogar.
Arístides contempla el patio y el granado florecido, y en
su rostro hay apenas estupor, como si un viejo silencio lo
envolviera.
MARÍA EUGENIA (Conmovida).– ¡Hacías tanta falta,
Arístides... con el perdón del señor Presidente!
SAMOTRACIA.– Me permití un asado, doctor Lan-
der, con cebollas y rodajas de remolacha, para
que haya memoria.
Arístides asiente y sonríe a la lealtad de Samotracia.
MARÍA EUGENIA (A Arístides).– Mamá puso fin a
su encierro y vino especialmente a saludarte.
María Eugenia toma del brazo a la desmejorada viuda
de Lozada.
LA MUJER DE LOZADA.– ¡Que Lozada te bendiga,
Arístides Lander!
Arístides acepta el beso de la viuda de Lozada y devuelve
una frágil sonrisa.
ELOY.– ¡Doctor Lander! ¡Ayer lo despidió un subor-
dinado de sesenta pesos y hoy lo recibe un ad-
mirador, sin mayor incremento! ¡El León Británi-
co ha bajado la cabeza ante semejante elocuencia!
Espero que la historia recuerde esa tarde cuando
abordamos el coche presidencial en compañía de
Bustillos Herrera ¡Son los pequeños gestos que con
el tiempo dan a luz grandezas! ¿Quién iba a decir-
lo? ¿Quién podía imaginarlo? ¡Y sin embargo esta-
ba escrito y era fácil de leer! ¿Qué tal las cosas en
Inglaterra?

418
Arístides asiente y se limita a estrechar la mano de
Eloy.
ROSAMUNDA (Avanzando hacia Arístides y espar-
ciendo pétalos).– ¡Bienvenido macedonio! ¡Reno-
varemos nuestras tardes y todo será felicidad!
¡Ayer, a la hora de Santa Rosa, tuve un ensueño
y volví a recordarte, como hace tantos años, en
la vieja hacienda! ¡Justo Lander, consagrado para
las altas ambiciones de este mundo...! ¡Que el Se-
ñor te bendiga! Luego nos bañamos en la quietud
del pozo y por pura casualidad no apareció Juan
el Bautista. ¡Pero el Jordán se transformó en Tá-
mesis! ¿Qué mejor bautizo?
Rosamunda abraza a Arístides.
GUZMÁN.– ¡Proclamaremos una semana de júbilo,
doctor Lander, y soportará usted unos cuantos
discursos! Realmente el servicio ha sido excep-
cional, y, con el pudor del caso, me atrevo a decir
que La Patria agradece su gestión. Recibí la sema-
na pasada... ¿Fue la semana pasada Rajah-Haji?
RAJAH-HAJI.– Oui, monsieur le president.
GUZMÁN.– ...una carta del mismísimo embajador
plenipotenciario. Lamento que aquel súbdito de
Tobago no lo haya refrendado, pero, desde luego,
el panorama ha variado sustancialmente y creo
que El Orinoco continuará desembocando en su
delta para bien de la nacionalidad.
Arístides asiente cada vez más disminuido.
ARÍSTIDES (Apenas).– Perdón.
MARÍA EUGENIA (Sorprendida).– Arístides...

419
ARÍSTIDES (Repite).– Perdón.
MARÍA EUGENIA.– ¿Te sientes mal?
GUZMÁN.– Fue una agotadora recepción desde el
Puerto hacia el Sarcófago. Estimo que podríamos
regresar en la noche.
Marx y Engels avanzan hacia Arístides.
MARX.– ¿Weist du auch, mein Freund, wohin ich dich
führe?
Arístides asiente y estrecha la mano de Marx.
ENGELS.– Grüb deinen Herren! Arístides! Arístides!
Sieh.
ARÍSTIDES.– Perdón.
Arístides observa la pistola de Justo Lander. Se aproxima
a ella. La toma. Ingresa de nuevo la paloma de Monse-
ñor Lander. Y hay un instante de estupor. Arístides son-
ríe. Se lleva la pistola a la sien. Oprime el gatillo. Vuelve
a depositarla en el mismo lugar.
ARÍSTIDES (Sonríe).– No pasa nada. ¡Celebremos!

Fin

420
Autoretrato de artista
con barba y pumpá

1990
Dedicación del autor
al señor Diego
El hombre tiene en sí mismo el lago de la sangre,
en el que crece y decrece el pulmón cuando respira.
El cuerpo de la tierra tiene su mar, el océano,
que también sube y baja cada seis horas,
a causa de la respiración del mundo.
L eonardo da Vinci,
Codice Tribulciano.
Personajes

Títere I y II
Reverón
Psiquiatra
Teresa
Pimentel Recorte
Nicolás Ferdinandov
Enfermera
Dos parteras
Una tía consejera
Dos vecinas
Carmen Elena
Ofelia
Jacobo Espinoza
Juana
Músicos
Macías
Minerva
Mujer
Andrés López
Estrenada el 9 de abril de 1990 por el Grupo Theja
en el Teatro Nacional de Bogotá, durante el II Festi-
val Iberoamericano de Teatro de Bogotá.

Reparto
Armando Reverón: Fernando Gómez
Psiquiatra: Juan Carlos Gardié
Carmen Elena, la madre: Manola García Maldonado
Reverón joven: Germán Mendieta
Juanita Ríos: Elisa Escámez
Andrés López: Enrique Marcano
Ferdinandov, el ruso: Javier Vidal / Luis Fernández
Teresa, la primera novia: Aura Marina Larrazábal
Reverón adolescente: Guillermo Suárez
El profesor Macías: Rosalio Inojosa
Jacobo Espinoza: Óscar Escobar
Pimentel Recorte: Alberto Fuentes
Minerva / Solita de Ferdinandov / Bailarina:
Angélica Escalona
Señora Amanda, la enfermera: Nacarid Escalona
Bobo: Herman Mejías
Jóvenes pintores: Juan Carlos Alarcón / Germán Soto/
José Luis Hardisson / Hany Rivera
Músicos
Adalgisa ��������������
Cabrera: Corno
Leonardo Campo:
��������������
Trombón
Leida Alexander: Flauta
Maibel Troia: Piano
María Petit: Cuatro y percusión
William Blanco: Guitarra, cuatro y percusión
Ficha técnica
Escenográfica: Susana Amundaraín
Realización escenográfica: Talleres Teatro Teresa
Carreño /��������������������������������
Freddy Rangel (Talleres Theja)
Asistente de escenografía: Héctor Giménez
Vestuario: Susana Amundaraín, Roberto Spoladore,
Rosalio Inojosa
Realización de vestuario: Roberto Sopladores,
Talleres Teatro Teresa Carreño, Talleres Theja
Música original: William Blanco
Coros: María Petit
Coreografía: Angélica Escalona
Diseño de iluminación: José Simón Escalona
Montaje y operador de iluminación: Ivo Bravo
Colaboradores de iluminación: Valentín López /
Aramís Oliveros
Fotografías: Nelson Garrido
Tramoya y montaje: Freddy Rangel (Jefe técnico),
Alejandro Tovar (tramoyista), José Ángel
González (Ayudante), Luis Brito (telonero),
Víctor González (ayudante)
Asistente de escena: Mariela Cristina Bolívar
Productor ejecutivo: Alfredo Delgado (del Teatro
Teresa Carreño)
Equipo de producción: Germán Mendieta / Hany
Rivera / Óscar Escobar / María Petit (prod.
musical)
Asistente de dirección: Rodolfo Tellería
Producción y dirección general: José Simón Escalona
El patio donde cuelgan sábanas. Alguien olvidó años
atrás un caballito de palo, que ahora se ha hecho costum-
bre. Dos títeres sobresalen en lo alto de un tendedero y
quien los maneja se oculta tras un tupido cubrecama de
rosas viejas y galgos hambrientos. Nadie presencia lo que
hacen, nadie escucha lo que dicen. Son macho y hembra.
El primero es príncipe rubio. El segundo, vieja aldeana y
bruja. La voz de un niño supuesto los anima.

TÍTERE I.– ¡Qué calor hace, mi señora!


TÍTERE II.– ¡Es el mes, príncipe!
TÍTERE I.– ¡Qué hambre tengo, mi señora!
TÍTERE II.– ¡Es la hora, príncipe!
TÍTERE I.– ¡Qué cansado estoy, mi señora!
TÍTERE II.– ¡Es el viaje, príncipe!
TÍTERE I.– ¡Qué tristeza tengo, mi señora!
TÍTERE II.– ¡Es la edad, príncipe!
A un lado, la luz describe lentamente a un hombre de
barba y pumpá que pinta y gruñe impertinencias secre-
tas. Teresa se asoma en las inmediaciones del tendedero.
Distraída, avanza hacia el caballito, monta en él, como
le enseñaron, dama y de lado.
TERESA.– Te estoy viendo. ¡Sal de allí!
TÍTERE I (Al Títere II).– ¿Quién hablaría?
TÍTERE II.– La señora que escucharía.
TERESA.– ¡Sal de allí, tonto!
TÍTERE I������������������������
.–����������������������
¿Quién me escucharía?
TÍTERE II.– ¡Teresa te oiría!
Un viejo danzón y todo cambia. El patio es ahora un lu-
gar de hojas y luz transparente. El psiquiatra escucha con

430
atención al hombre de barba, que ha dejado de pintar.
REVERÓN.– Tetas.
PSIQUIATRA.– ¿Cuándo?
REVERÓN.– Siempre. Tetas. Se ponen. Se quitan.
No forman parte del cuerpo.
PSIQUIATRA.– ¿Teresa?
REVERÓN.– También. Sí y no.
Reverón decide una pincelada.
PSIQUIATRA (Por la pintura).– ¿Cómo se llama?
REVERÓN.– Patio. Si es un patio, se llama patio.
PSIQUIATRA.– ¿Nada más?
REVERÓN.– Sí y no. Patio, sí y no.
PSIQUIATRA.– ¿No quiere hablar?
REVERÓN.– Mañana. Mejor mañana. Me doy un
baño y hablamos.
PSIQUIATRA.– Mañana no puedo venir.
REVERÓN���������
.–�������
Yo sí.
Otra pincelada y una intensa luz parece desgarrar el
lugar. Sobre una sábana, Pimentel Recorte proyecta El
Emigrante de Charlie Chaplin.
PSIQUIATRA.– ¿Por qué no hoy? Es temprano. To-
davía puede darse un baño. Llamo a la enfermera
y lo espero. No tengo prisa.
REVERÓN.– No. (Mira el cuadro) Patio triste.
PSIQUIATRA.– ¿De verdad, no quiere hacerlo? Se
sentirá mejor.
REVERÓN.– No quiero hacerlo. No es día.
PSIQUIATRA.– ¿Cuándo es día?
REVERÓN.– No es miércoles. No estoy unido.
Teresa se aproxima a las sábanas. Las descorre. Bobo

431
aparece desnudo tras las sábanas. Teresa lo ignora.
TERESA.– ¿Dónde estás?
REVERÓN.– Me escapé un martes.
PSIQUIATRA.– Teresa quería hablar contigo.
REVERÓN.– Con usted, Premio Nacional de Artes
Plásticas 1953. Usted.
TERESA.– Voy a cerrar los ojos...
REVERÓN (Cierra los ojos).– Se apagó. Puf.
TERESA.– ...voy a contar hasta tres.
REVERÓN.– Uno. No recuerdo.
PSIQUIATRA.– ¿No te recuerdas, qué?
REVERÓN.– Dos.
Reverón se aproxima al telón donde Pimentel Recorte
proyecta, orgulloso de una invención, el film de Chaplin.
REVERÓN.– Sube y baja.
PSIQUIATRA.– ¿Quién?
REVERÓN.– Él. Siempre enredado.
PSIQUIATRA.– ¿El señor Reverón?
REVERÓN.– No. El señor Reverón, no. La noche, no.
Siempre enredado, siempre un plato en la mano,
siempre alguien con una cachiporra.
TERESA.– ¡Uno, señor Reverón!
REVERÓN.– Siempre en ese barco. Punta de Mula-
tos, 1930.
Se iluminan centenares de bombillos de colores, que re-
producen un barco. En lo alto, Ferdinandov, asomado y
puntual. Reverón lo presencia y decide, sin prisa, arras-
trando un tiempo.
REVERÓN.– Voilà. El señor Reverón se marcha. Mi
sombrero, mi bastón.

432
Toma el pumpá y el bastón. Lleva el pumpá a su cabeza
y saluda con ademán cómico.
REVERÓN (Con la acción y sin pausa).– S’il vous plait,
monsieur.
PSIQUIATRA.– ¿A dónde quieres irte?
REVERÓN.– No.
PSIQUIATRA.– ¿Lejos?
Gente con quinqués y velones se asoman al patio trans-
parente, y se detienen junto a la nave de bombillos.
TERESA (Como si despertara de pronto).– ¡Dos, señor
Reverón!
Pimentel Recorte se instala en un pianillo vertical de so-
nido acuoso e imposible y acompaña, patético, las peri-
cias de Chaplin enamorado. El diálogo ha proseguido con
estas acciones, más y más desarticulado.
REVERÓN.– Siempre. 1953.
PSIQUIATRA.– ¿Con Teresa?
Larga pausa.
REVERÓN.– Teresa murió, s’il vous plait.
El psiquiatra anota en una libreta marmolada.
REVERÓN.– Anótalo. Voy al Gallo de Oro y le digo
al judío del mostrador: Sábanas, s’il vou plait.
Doce sábanas portuguesas. Si el novio no lleva
a la boda sábanas, entonces usted me dirá qué
lleva.
PSIQUIATRA.– ¿A la boda?
REVERÓN.– A la boda, monsieur, a la boda. Se desar-
man, ¿sabe?
PSIQUIATRA.– ¿Las sábanas?
REVERÓN (Casi una risa mecánica, marcada).– Ja, ja.

433
Bueno eso. Ja, ja. Se desarman las sábanas. No.
Se desarman las mujeres. Se abren. Se guardan.
Se reponen.
PSIQUIATRA���������
.–�������
¿Y tú?
REVERÓN.– ¿Et vous? 1953. (Medita) Un hombre, no
señor. (Mira la pintura) Patio triste. Anote. Patio tris-
te. (Retoma) Un hombre es entero. Una mujer, no.
Eso es teoría. Una mujer tiene partes. Tetas. Se pe-
gan. Nunca son de carne. Parecen carne, pero so-
bran. Un hombre puede quemarse. Una mujer, no.
Porque se desarma. Viene el fuego, el peligro, y la
mujer se desarma y corre a pedacitos. Viene el fue-
go, desde abajo y el señor Reverón, Premio Nacio-
nal, se va de su casa, simplemente porque es entero.
Si un pelo de la barba del señor Reverón arde, 1953,
todo el señor Reverón arde sin contemplaciones. El
señor Reverón se encuentra en este momento, aquí,
conversando con usted, porque con mucha gentile-
za, s’il vous plait, etcétera, sus amigos, y los jóvenes
estudiantes de la Escuela Nacional de Artes Plás-
ticas, lo ven llegar echando humo, rojo y echando
humo. Todos con la boca abierta, porque el señor
Reverón nunca, nunca visitaba. Y le dicen, no pue-
des estar aquí sino en el patio de San Jorge, con el
componcabeza, el doctor componcabeza. Y Reve-
rón se salva agradecido, s’il vou plait.
PSIQUIATRA.– Ya nada quema.
REVERÓN.– No. Ya nada quema. (Llama con crecien-
te desesperación).– ¡Señora blanca...! ¡Señora del
mirto! ¡Señora del nardo! ¡Señora de la pastilla!

434
Una enfermera se asoma.
REVERÓN.– Mañana nos damos un baño, nos qui-
tamos el pegoste y, después, jabón... y una navaja
alemana. Voy a cortarme la barba.
PSIQUIATRA.– ¿Por qué?
REVERÓN.– Ya nada quema. Podemos salir.
TERESA (Despertando de nuevo).– ¡Tres, señor Reverón!
Como si obedeciera a una orden, Reverón toma su pin-
tura y entra en el semicírculo de velas y quinqués que
rodean a Teresa.
REVERÓN.– No fui lejos.
TERESA.– Vi el dibujo. ¿Quién te dijo que se parecía
a mí?
REVERÓN.– Fue muy comentado. Valencia. Escuela
Municipal de Artes Plásticas. 1906. Sumamente co-
mentado. Simétrico. El profesor Macías. Un logro.
TERESA.– El profesor Macías es cegato. ¿Cómo pue-
de saber si algo se parece?
REVERÓN.– El profesor Macías es algo cegato, pero
no tan cegato, porque le gustó mi dibujo.
TERESA.– ¿Con la boca torcida, señor Reverón?
REVERÓN.– El profesor Macías es cegato y boca tor-
cida, pero le gustó mi dibujo.
TERESA.– ¡Mi boca, digo! ¡La del dibujo, digo! ¡No
la del profesor Macías!
REVERÓN.– Le gustó. Se impuso.
Reverón adolescente sale de la procesión y se aproxima
al círculo. Reverón lo mira y, durante un breve tiempo,
cuchichea en sus oídos, los diálogos.
TERESA (Sin pausa y sobre la acción).– Porque es un

435
provinciano ignorante. En París lo habrían tirado
a la basura.
REVERÓN (Al oído de Reverón adolescente).– El pro-
fesor Macías...
REVERÓN DEL PATIO.– El profesor Macías...
REVERÓN.– Es cegato y boca torcida...
REVERÓN DEL PATIO.– Es cegato y boca torcida...
REVERÓN.– Y un provinciano ignorante...
REVERÓN DEL PATIO.– ...que viviría en París, tira-
do en la basura.
El barco de Ferdinandov deja oír una estruendosa sire-
na. Reverón se aleja del tendedero dejando a Teresa con
Reverón recordado. Todo es ahora un viejo teatro con-
vertido en cinematógrafo. Pimentel Recorte abandona el
piano y asume que usa bandolina para demostrar sus
habilidades.
PSIQUIATRA.– La última vez, hablamos de Pimentel...
REVERÓN.– Recorte. Así le decían.
PSIQUIATRA.– ¿Cómo lo recordó?
REVERÓN.– Siempre estuvo.
Coloca la pintura en el caballete. La enfermera murmura
algo al oído del psiquiatra.
REVERÓN.– Quiere hacer pupú.
PSIQUIATRA.– ¿Quién?
REVERÓN.– Ella.
PSIQUIATRA.– ¿Por qué?
Reverón imita el gesto de la enfermera y, aniñado, feme-
nino, repite unas palabras supuestas.
REVERÓN (Susurro).– Quiero hacer pupú.
PSIQUIATRA.– No. Ella...

436
REVERÓN (Al oído de la enfermera).– Quiero hacer
pupú.
PSIQUIATRA.– ¿Le molesta que la señora Amanda...?
REVERÓN.– Quiero hacer pupú...
El psiquiatra mira a la enfermera y asiente. La enfer-
mera sale.
PSIQUIATRA.– Lo espero.
REVERÓN.– La enfermera. Yo no. La señora Aman-
da vive en La Yerbera. Excusados de hoyo. Lo sé.
Él decía. Nicolás decía.
De nuevo la sirena del barco, como un largo llamado.
Todo cambia a una casa larga en Ciudad Bolívar.
REVERÓN.– La señora Amanda llega aquí... a las
seis por reloj y por reloj caga. No hay agua en
su casa. Agua corriente, digo. O sea, el chorro...,
no hay llaves y, claro, cagar en esas condicio-
nes no es fácil... Yo, por el mar..., el mar revuel-
ve... orina, mierda y siempre mar. Pero la señora
Amanda se contenta con un hueco... sin agua, y
cuando puede evitarlo... se desahoga en el sani-
tario, junto a los cuartos... y ahorra mierda... más
mierda aquí..., menos mierda en su casa. Es ley.
PSIQUIATRA.– ¿Y usted se da cuenta?
REVERÓN.– Siempre. (Repite femenino) Yo quiero
hacer pupú (Ríe).
PSIQUIATRA.– La última vez hablábamos de Pi-
mentel.
REVERÓN (No para de reír).– Yo quiero hacer pupú.
La risa parece ahogarlo. Por fin, se detiene y mira el cuadro.
REVERÓN.– Patio. Sin triste. Se queda patio. (Como

437
el espacio para obedecer a un recuerdo) Sin triste.
Pimentel sabía. Sabía de mí. Sabía de mamá.
Todo oscurece y se hace sombra. Al fondo hay una larga
casa en Valencia. El lugar sugiere dos habitaciones sepa-
radas, la primera da a un balcón en lo alto, la segunda
a un patio habitado por guacamayas y morrocoyes. En
ambas hay trances y sofocos de parturientas urgidas. Una
habitación reproduce a la otra: los mismos objetos, las mis-
mas personas, una partera, una vecina, una tía consejera
haciendo exactamente lo mismo. Sólo las dos mujeres que
van a dar a luz son diferentes. Carmen Elena se aferra al
copete de la cama en la habitación que da al patio. Ofelia
repite el mismo gesto en la habitación del piso superior.
Pimentel Recorte puntea una simpleza en la bandolina.
PIMENTEL RECORTE.– Damas y caballeros, Cine-
matográfica Doble Águila se enorgullece en pre-
sentar unas vistas ópticas, que estamos seguros
lograrán la aceptación del distinguido auditorio.
Se trata de un film húngaro titulado: El doble na-
cimiento, o destinos equívocos. Dice así:
Pimentel Recorte regresa al pianillo e improvisa la músi-
ca de un melodrama.
PIMENTEL RECORTE.– Una grata noticia.
En ambas habitaciones entran idénticas criadas trayen-
do cada una de ellas dos candelabros. Comentario musi-
cal de Pimentel Recorte.
PIMENTEL RECORTE.– El milagro de una nueva
vida.
Ambas parteras apartan con austeridad a las inquietas tías.
PIMENTEL RECORTE.– Todos están preocupados.

438
Las dos vecinas y las dos tías consejeras se miran cons-
ternadas, para después abrazarse solidarias.
PIMENTEL RECORTE.– El más feliz de los dolores.
Ambas parturientas reconocen el mismo dolor.
PIMENTEL RECORTE.– Calma.
Las parteras tranquilizan a las parturientas.
PIMENTEL RECORTE.– Una vida anhelada.
Las dos parturientas dan a luz al mismo tiempo.
PIMENTEL RECORTE.– Pero..., ¿qué sucede?
Ofelia, la ocupante de la habitación en el piso superior,
da a luz a un niño. Carmen Elena reproduce los mismos
gestos, pero nada sucede. Bajo las sábanas tan sólo hay
una vieja almohada que ha hecho las veces de barriga.
PIMENTEL RECORTE.– Un secreto de familia.
Carmen Elena mira maravillada al recién nacido.
PIMENTEL RECORTE.– Sola.
Ofelia parece contemplar un vacío. Pausa. El patio del
sanatorio.
REVERÓN.– Parió un trapo, ¿sabe?
PSIQUIATRA.– ¿Su mamá?
REVERÓN.– ¿Quién más? (Ensimismado) Parió un
trapo. Dios Padre nació trapo.
PSIQUIATRA.– ¿Dios Padre?
REVERÓN.– Reverón nació trapo. (Sonríe) Trapo
triste.
Reverón mira el pincel. Larga pausa.
PSIQUIATRA.– ¿No quiere hablar?
De nuevo la sirena del barco. Reverón se incorpora y
mira lejos.
PSIQUIATRA.– ¿Qué hay allí?

439
REVERÓN.– No hay. (Regresando a algo que olvidó)
Pimentel Recorte vivía diciendo mentiras. Con-
taba que había sido torero en Cuba y en España,
y todo el mundo sabía que era mentira, porque
nadie es torero en Cuba. Él sabía que era men-
tira, pero no podía contar otra cosa. Como una
manera, ¿sabe?
Se escucha lejano un danzón.
REVERÓN (Distraído).– Hace poco pensé en mamá.
PSIQUIATRA.– ¿Hace cuánto?
REVERÓN.– Hace veinte años, peinándose.
Mira el cuadro. Moja un dedo en saliva. Coloca la pintu-
ra en el dedo. Prueba.
REVERÓN.– Guayabas. ¿No quiere?
PSIQUIATRA.– No, gracias. Usted sabe perfecta-
mente que no es guayaba.
REVERÓN.– Seguramente es mentira y yo lo he ol-
vidado. A veces olvido. Casi nunca olvido. Y en-
tonces son dos mentiras, la que recuerdo y la que
olvido.
PSIQUIATRA.– ¿Qué es mentira?
Reverón moja de nuevo el dedo en saliva y vuelve a colo-
car pintura. Prueba.
REVERÓN (Ríe).– Mandarinas. ¿No le gustan?
El psiquiatra no contesta. Reverón utiliza el dedo como
un pincel y agrega un trazo a la tela.
REVERÓN.– Frutas.
PSIQUIATRA.– Usted habla de una mentira que
recuerda y de una mentira que olvida. ¿Qué es
mentira?

440
REVERÓN.– Mandarinas es mentira, pero si me ol-
vido, no es mentira.
PSIQUIATRA.– ¿Cómo es así?
REVERÓN.– Usted pregunta necedades y, preguntan-
do necedades, me obliga a responderle necedades.
Debería venir sin almorzar. Todo sería más fresco.
No lo tome a mal, pero huele a grasa y casi siempre
a mierda. ¿Nadie se lo ha dicho?
PSIQUIATRA.– No.
REVERÓN.– ¿Sabe por qué?
PSIQUIATRA.– Espero que usted me lo explique.
REVERÓN.– Porque hablar conmigo es distinto. Yo
no hablo. No sé si se habrá dado cuenta. Yo hago
que hablo. Uno se eleva y deja de hablar.
PSIQUIATRA.– ¿Eso no es misticismo?
REVERÓN.– No. Es mierda.
Reverón toma el cuadro y se lo lleva a la cabeza como si se
protegiera del sol. Allí lo mantiene con pericia en equilibrio.
REVERÓN.– Voy a pagarle por la comida y el cuar-
to. Cuando venga dama Juana, toco-toco-toco, le
pido que le pague y salimos de esto. Ella tiene mi
dinero nacional artes plásticas 53. (Se distrae y ríe)
Dama Juana abre su cartera, de lado, careta, para
que nadie la vea, como culo de jorobada en tres
cuartos. Y todo en paz. Es la energía, ¿entiende?
No entiende. Uno permite que los poros se abran
y eso es una irresponsabilidad.
PSIQUIATRA.– Juana vendrá más tarde.
REVERÓN (Imita a Juana con movimientos ampulo-
sos).- Toco-toco-toco-

441
REVERÓN (Arroja la pintura al suelo).– Retoñan. (Es-
cupe sucesivas veces la pintura y se desabotona la
bragueta con la intención de orinarla).
PSIQUIATRA.– ¿Por qué quiere destruirlo? Es bello.
REVERÓN (Las palabras parecen deshacerse a medida
que las pronuncia).– No voy a matarlo. A veces lo
he pensado. Pero usted mismo lo dice. Es bello.
Es el más... (No encuentra) ...algo... ¿Se entiende?
¿Se puede? Nunca lo supe bien. Es bastante in-
mortal. Puede durar siglos enteros. Hasta cin-
cuenta años, puede durar.
Reverón recoge protector la tela, colocándola de nuevo
sobre el caballete. Se escucha un danzón lejano. Asiente
y murmura algún secreto. Las luces cambian y el lugar
se transforma en una pintura inconclusa llamada Patio
Triste. Reverón parece habitarla. Una pausa larga y los
murmullos son ahora un resultado. Entonces, grita.
REVERÓN (Un grito. Mirada desafiante al psiquiatra.
Sonríe tras pausa).– ¿No se le ocurre nada más?
PSIQUIATRA (Sorprendido).– Quería...
REVERÓN.– Dijo que era bello.
PSIQUIATRA.– Es bello. Expresa. (Intenta tocar el
cuadro pero retira la mano sucesivas veces, temeroso
de algo).
REVERÓN.– Te va a morder, ¿sabes? Van a nacerle
dientes y te va a morder. Van a nacerle patas y te va
a perseguir. No sabes calmarlo. Son fieras y nadie
te enseñó a hablarle a las fieras. Acércate. (El psi-
quiatra avanza hacia el caballete) ¡Cuidado! Sin hacer
ruido. Lento. Callado. Azul. Acércate. Sin miedo.

442
Yo estoy aquí y te defiendo. (El psiquiatra contempla
la pintura. Sin pausa) Allí está bien. (Comprueba algo
en la tela) Puedes hablarle. Salúdalo.
PSIQUIATRA.– Es...
REVERÓN (Cita).– Hermoso, bello, portentoso, único.
PSIQUIATRA.– Más que eso.
REVERÓN.– ¿Qué hay más que eso? ¿Cómo sería?
PSIQUIATRA.– Dice.
REVERÓN.– Te va a morder. Tranquilízalo. Saluda.
PSIQUIATRA.– ¿Cómo?
REVERÓN.– Habla.
PSIQUIATRA.– Tal vez, si usted me enseña.
REVERÓN.– No te muevas. Cerca de mí, nada va
a pasarte. Lejos es muy peligroso. Una palabra
mala, un error, y he visto sangre. ¿Qué hora es?
PSIQUIATRA.– Más de las dos.
REVERÓN.– Entonces, ¿qué esperas? ¿No te ense-
ñaron?
PSIQUIATRA (Se atreve).– Buenas tardes.
REVERÓN.– ¿Ves? Abrió los ojos, te está mirando.
Espera que digas alguna mierda.
PSIQUIATRA (Tenso, inseguro).– Buenas tardes.
REVERÓN (Se acerca a la tela y, tras una pausa, mur-
mura un extraño quejido)������������������
Eso es mejor. (El psi-
.–����������������
quiatra imita el quejido) Eso es mejor. (Señala algo
en la pintura) Aquí es... (Una honda aspiración que
traduce embeleso) Ah...
PSIQUIATRA.– Ah...
REVERÓN.– Y se amansa. ¿Te das cuenta? (Señala en
un extremo) Piedra. (Gruñe) Uhm...

443
PSIQUIATRA (Imita).– Uhm...
REVERÓN.– Nada (Ruge. El psiquiatra trata de imitar-
lo) Sí. (Un largo quejido. El psiquiatra imita. Reve-
rón satisfecho). Él aprecia, ¿sabes? Aprecia lo que
haces. No lo pinté yo. Él me pintó a mí. Tengo
treinta años muerto. Treinta y tres años muerto,
para que él coma. Ya no hay hígado aquí den-
tro, no hay pulmones, no hay estómago. Me he
ido vaciando. Eso es lo que tengo que decirte.
Me he ido vaciando. Hace unos días terminé de
reventarme. Puede durar siglos enteros..., hasta
cincuenta años puede durar. (Toma la pintura en
sus manos y la abraza con inmensa ternura) Ya. Ya
está, mi amor..., ya está..., ya está..., ya está, mi
amor..., ya está. No hay más. No hay nada más.
Ya está. Ya está. Ya viene. Ya está.
Reverón llora alguna muerte. Se encienden más y más
bombillos de colores en lo que antes fue un barco para aho-
ra transformarse en plaza de barrio. El danzón se hace
vivo y presente. La luz que abarca a Reverón junto al psi-
quiatra pierde intensidad. La figura se hace estática has-
ta convertirse en sombra inmóvil, abrazada a una tela y
hombre que presencia. Ferdinandov desciende de su proa,
vestido de Pierrot azul. Sus dedos chorrean tinta negra y
sobre algo que podría ser pared o defecto, escribe: ¿Recor-
darás mis cóleras injustas? Verlaine, firma. La plaza de
los bombillos se anima con un bailecito de carnaval. Ferdi-
nandov danza. Su pareja es Andrés López, disfrazado de
tonta lechuza. Juanita es una princesa caribe, con la cabe-
llera bañada de aceite, y Reverón un pajarraco de colores

444
vivos. Sobre un templete seis músicos tocan El Barbero de
Sevilla, según gusto habanero. Otras parejas bailan en las
cercanías. El danzón concluye y Espinoza, caracterizado
de negrito, se convierte en epílogo.
ESPINOZA.– Siendo, respetable público, las tres y
media de la madrugada y habiéndose puesto la
vida a.m. (Gesto y fanfarria a cargo de Los Felices)...
este servidor, Jacobo Espinoza, y Los Felices pro-
ceden a retirarse, no sin antes agradecer tanto el
rato como la buena conducta y prometer que ma-
ñana, Dios mediante, regresaremos a la misma
hora y con las mismas ganas.
Gesto de Espinoza y Los Felices ejecutan una resolución
que pone término al baile. Ferdinandov se acerca al tem-
plete e increpa a los músicos.
FERDINANDOV.– ¿Por qué no siguen tocando, Es-
pinoza? ¿Cómo vas a mandar a dormir a mi le-
chuza?
ESPINOZA (Se despoja de su sombrero).– ¡Hasta una
hora gratis regalamos...! ¡Y mañana a la misma
hora...!
FERDINANDOV (Declara).– ¡Ya es mañana! Y no va-
mos a discutir unas pocas horas.
JUANA.– Siendo las tres y media, señor Ferdinan-
dov, no es mañana.
ESPINOZA.– ¿Verdad, Princesa?
ANDRÉS.– Ni son las ocho.
ESPINOZA.– Así es, lechuzo.
FERDINANDOV.– Entonces, habrá otra plaza con
mejores músicos.

445
JUANA (Se despoja de sus zapatos, abre su cartera y
saca un espejo, un peine y un frasco de aceite fija-
dor).– Hágame el favor y vuélvase pared, Arman-
do. (A Ferdinandov) ¿No se ha ido a dormir todo el
mundo, señor Ferdinandov? Ni ánimas quedan.
Las otras parejas se han ido retirando. Reverón sostiene
inmóvil el espejo, como una pared frente a Juana, quien
cuelga la cartera en la cabeza de Reverón.
JUANA.– No se caiga, clavos. (E imita un martillo que
asegura un clavo) Tum-tum-tum, lengua.
Juanita saca la lengua. Reverón la imita como un exacto
espejo.
REVERÓN Y JUANA.– No me haga reír, señor Reve-
rones. No me tome en cuenta.
Los Felices comienzan a guardar sus instrumentos. Jua-
nita vierte aceite en sus cabellos.
JUANA (A Reverón).– No te caigas, calvo.
REVERÓN.– No me caigo, dama Juana.
JUANA.– Porque siendo las tres y media.
FERDINANDOV (Se despoja del blusón de Pierrot).–
¿Quién dice que son las tres y media? ¿Las tres y
media de quiénes?
ANDRÉS (Sube al templete).– La sabia Atenas va a
profetizar algo esta noche.
Como actores sin memoria, la escena parece descompo-
nerse y quebrarse lentamente. La plaza se oscurece. De
nuevo, el patio del sanatorio.
PSIQUIATRA.– ¿Por qué se calla?
REVERÓN.– Quería recordar algo.
PSIQUIATRA.– Lo estaba haciendo. Me decía que...

446
REVERÓN.– Andrés López...
PSIQUIATRA.– ...vestido de lechuza iba a profetizar
algo.
REVERÓN.– ¿Dije eso?
PSIQUIATRA.– ¿Quién es Andrés López? Nunca me
ha hablado de él.
REVERÓN.– Pintaba patos muertos. Todo un siste-
ma nervioso dedicado a pintar patos muertos. (Se
distrae, recordando) Están allí. Aún están allí. No
sé por qué le hablaba de ellos... Eran Ferdinan-
dov, toco-toco... ¿Le conté lo del clavo?
PSIQUIATRA.– Acaba de hacerlo.
REVERÓN.– Toco-toco... y Andrés López. (Avanza
hacia la memoria en sombras) Íntimos, ¿se da cuen­
ta? No se da cuenta. Usted viene dos tardes a la
semana: Reverón, cuénteme su vida. Usted me
pregunta qué pienso de esto y de lo otro. Cuándo
vomito en la noche. Cuándo hace calor. Cuándo los
sapos entran en las gavetas. Cuándo hice muñe-
cas. Tetas.
Acaricia la cabeza de Ferdinandov. Lo toma por las ore-
jas como quien se aferra a algo inerme. Lo lleva al pie
del templete donde los músicos han guardado sus ins-
trumentos en dos grandes cajas. Carga a Ferdinandov
como un muñeco y lo guarda en la caja. Toma a Andrés
López del pico de lechuza y lo conduce encerrándolo en
la otra caja. Juana se peina y arroja al suelo el exce-
dente de aceite. Reverón joven ha cubierto su rostro con
una toalla.
PSIQUIATRA.– ¿Se siente cansado?

447
REVERÓN.– No me haga hablar más.
PSIQUIATRA.– De acuerdo.
REVERÓN.– Eso es mejor. Mucho mejor.
Una larga pausa. Reverón se sienta en una desvencijada
mecedora. Se cubre el rostro y la cabeza con una toalla.
PSIQUIATRA.– Pensé en regresar el lunes.
REVERÓN.– Salí a comer.
PSIQUIATRA.– Entonces, ¿le parece que podríamos
vernos el lunes, después de almuerzo?
REVERÓN.– No se vaya. No me he curado.
PSIQUIATRA.– Mañana es su día. Irá al Museo a las
once. Vendrán a buscarlo.
REVERÓN.– Yo no tengo día..., ni remedio. Usted
lo sabe.
PSIQUIATRA.– Algo hemos avanzado.
REVERÓN.– Sí. Ya no quema. Puedo cortarme la
barba. (Se distrae) ¿Cómo le decía?
PSIQUIATRA.– Que eran las tres de la madrugada
de un lunes de carnaval..., que esa noche Nicolás
Ferdinandov hizo algo...
REVERÓN.– ¿Puedo... pensarlo?
PSIQUIATRA.– No entiendo.
REVERÓN.– Yo solo. Sin luz. Como ahora, hacién-
dome tarde.
PSIQUIATRA.– ¿Pensar en qué?
REVERÓN.– En mí. Sin hablar. Sólo pensar en mí.
Sin usted. Callado.
PSIQUIATRA.– Por supuesto.
REVERÓN.– Entonces no hable..., hasta que yo le
diga.

448
El psiquiatra asiente y guarda silencio. Reverón con el
rostro tapado por la toalla permanece inmóvil durante
una larga pausa.
REVERÓN.– Ahora es mejor. Mucho mejor. Le con-
taba de esa noche, pero hay algo que quiero pre-
guntarle.
PSIQUIATRA.– Usted dirá.
REVERÓN.– No hable.
PSIQUIATRA.– Como acaba de decirme... que iba a
preguntarme...
REVERÓN.– Pero no tiene que contestar. Piense
nada más. Yo lo adivino. Usted es fácil. Iba a pre-
guntarle... si... si me podría curar... Llevo mucho
tiempo aquí... y no es un mal lugar..., pero a veces
me gustaría volver a casa.
El psiquiatra guarda silencio.
REVERÓN.– Está pensando que no es posible, ¿ver-
dad?
PSIQUIATRA.– ¿Puedo...?
REVERÓN.– No. Está pensando que no es posible.
Que será siempre igual. Que no regreso. Y aho-
ra está pensando... que puedo molestarme y que
será necesario mentirme..., consolarme..., decirme
que en un tiempo..., y ahora está pensando que
no hay ese tiempo..., y ahora está pensando que no
puede ser sincero..., y ahora está pensando que se
me pasará..., que es cuestión de llevarme despacio.
Yo quisiera responderle..., algo así como que usted
me dice... ese árbol va a secarse... y yo le contesto
sí porque es octubre. Pero no sé si es octubre. No

449
sé si está seco. Yo quisiera... responder... porque si
respondo el suelo va a dejar de arder..., si respondo
no... a lo que usted quiera que sea, no... va a dejar
de arder. Y cuando el suelo de mi casa se enfríe,
cuando no sea un horno que me quema y me que-
ma... yo estaré bien... y podré salir de aquí. ¿Viene
porque estoy loco? Le pregunto: ¿viene porque es-
toy loco? ¿Usted cree eso?
PSIQUIATRA.– Loco es una palabra...
REVERÓN.– No hable. Es mejor así. (Retira la toalla de
su rostro). Ahora está pensando... ¿cómo voy a decir-
le que está loco? ¿Cómo voy a ofender a Plástica Na-
cional 53? Pero está pensando, claro que está loco,
y ahora está pensando que él sabe que está loco, y
ahora está pensando que si él sabe que está loco, es
porque está menos loco...
PSIQUIATRA.– ¿Quiere oírme?
REVERÓN.– ¿Me permite hacer algo? No lo voy a
molestar. Le juro que no lo voy a molestar.
PSIQUIATRA.– Escúcheme, por favor. Yo sé quién
es usted. Un artista en el más grande momento
de su vida. A veces me siento mal y quisiera que
usted me permitiera... ser su admirador... y nada
más... Yo lo respeto. Yo no me atrevo a llamarlo
loco...
REVERÓN.– Falta de confianza.
Reverón se incorpora, avanza hacia Juana y la guarda en
la caja de los instrumentos.
PSIQUIATRA.– Yo sabía de usted... por la prensa...
por gente, amigos, que en su casa tienen cuadros

450
suyos... Yo no sé qué es curarlo. ¿Que el suelo no
lo queme? ¿Estamos aquí por eso?
REVERÓN.– Estamos aquí porque no sé recordar.
(Busca estacas y ramas en el patio y comienza a
cercar al psiquiatra, clavándolas hasta encerrarlo y
ocultarlo. El psiquiatra ignora la acción) Hablába-
mos de Teresa.
PSIQUIATRA.– Tetas.
REVERÓN.– Se ponen. Se quitan.
PSIQUIATRA.– No forman parte del cuerpo.
REVERÓN.– Aprendes. (Agrega estacas en torno al
psiquiatra) Teresa murió. No estaba esa noche.
De nuevo el cinematógrafo de Pimentel Recorte. En la
pantalla se proyecta un melodrama protagonizado por
Francesca Bertini. Reverón adolescente parece insertarse
en el telón blanco. Pimentel Recorte comenta y traduce
los títulos en húngaro, a tiempo que subraya las intencio-
nes con la música.
PIMENTEL RECORTE.– Un joven talento marcha
en pos de su futuro.
Macías ingresa a las imágenes de la pantalla y entrega a
Reverón adolescente un diploma.
PIMENTEL RECORTE.– Todos aplauden. Mas, la
amada llora.
Teresa ingresa a las imágenes en la pantalla. Hay ahora
un banco.
PIMENTEL RECORTE.– El puerto.
Reverón adolescente se despide. Teresa lo saluda, llorosa.
PIMENTEL RECORTE.– ¡No me olvides!
Reverón extiende sus manos.

451
PIMENTEL RECORTE.– ¡Aguárdame!
Las figuras parecen encajar en la pantalla. Reverón
abraza a Teresa.
PIMENTEL RECORTE.– Un beso furtivo.
Reverón y Teresa se besan.
PIMENTEL RECORTE.– Te amo. Volveré.
La imagen en la pantalla se detiene y tras unos instantes
parece quemarse. Reverón agrega estacas y ramas hasta
ocultar al psiquiatra. Durante esta acción todo cambia
y vuelve a ser el patio donde cuelgan sábanas. Teresa
cuelga los títeres del tendedero y cubre con un lienzo el
caballito de palo. Carmen Elena se aproxima a ella. Trae
una balsámica ponchera rebosante de agua tibia.
CARMEN ELENA.– Va a llover y no es octubre. Me-
nos mal.
TERESA.– La esperaba mañana. (Se atreve) Con un
poquito de miedo...
CARMEN ELENA.– ¿O con ganas de miedo?
TERESA.– Eso es mejor.
CARMEN ELENA.– Entonces, por lo visto, sobraba
un día.
TERESA.– Él me escribió.
CARMEN ELENA.– Lo sé. (Hunde sus pies en el agua
tibia).
TERESA.– ¿No es noticia?
CARMEN ELENA.– No.
TERESA.– Y entonces dice al final que, al regresar,
quiere pintar el patio y el caballito. Que intentó
recordarlos y no pudo. Que la memoria no sirve.
CARMEN ELENA.– Y que va a casarse contigo.

452
TERESA (Repite).– Y que va a casarse... conmigo.
CARMEN ELENA.– Viajé once horas desde el lito-
ral hasta aquí. ¿Quieres saber por qué? Es una
historia que has oído, quién sabe si demasiado.
Le agradezco a tu padre esa deferencia. Mi hijo
era demasiado en mi vida. Mi hijo nació mal. Su
padre nació mal. Su abuelo nació mal. Hace años
vine a esta casa y hablé con los tuyos. Yo no po-
día. No era dinero. Me faltaba deseo. Tu padre
podía y así fue, y así se hizo.
TERESA.– Nadie reclama.
CARMEN ELENA.– Nadie reclama. Ahora vivo muy
cerca del mar. Me asomo al balcón y hay una pla-
ya donde nadie se baña. No hay piedra. No hay
olas que arrastren demasiados remolinos que se
conozcan. Pero nadie va. Quiero decir, la gente,
como tú o como yo. Los sábados desde las diez
hasta la una, llegan ellos. A veces pasan de vein-
te. A veces son menos y uno imagina por qué son
menos.
TERESA.– ¿Quiénes?
CARMEN ELENA.– Los locos. Vienen del sanato-
rio público. Locos de caridad. Entonces, los miro.
Me paso horas mirándolos. Los reconozco sema-
na tras semana... aquél y el otro... porque pienso
en mi hijo... porque creo que un día... estará en
esa playa.
TERESA.– No comprendo.
CARMEN ELENA.– Mi hijo es así, Teresa. Su padre
era así. Los hermanos de su padre... son así.

453
TERESA.– No es verdad.
CARMEN ELENA.– Esa ventana da a mi hijo. Mi vida
da a mi hijo. Tú no eres su mujer. Su mujer soy yo.
Todo cambia y es una calle con fachadas de casas en
sombra. Aún no ha amanecido. Reverón Pajarraco, An-
drés Lechuza, Ferdinandov Pierrot y Juana Princesa In-
dia avanzan extraviados. Ferdinandov se ha despojado
del blusón de Pierrot azul y ha bañado su pecho y sus
axilas con el aceite de Juana. Cruza ambas manos sobre
el pecho y abarca las axilas. Entonces, baila un ritual de
los suyos, y de su cuerpo brota un sonido hiriente.
FERDINANDOV.– Por eso pintas patos muertos,
Andrés López.
ANDRÉS.– También flores.
FERDINANDOV.– Flores que son patos muertos. Ni
siquiera patos asesinados, sino muertos de mal
de pato. Patos normales. Todo un sistema ner-
vioso dedicado a pintar patos que mueren de
flebitis. Muestras tus amables pinturas y dices:
“¡miren cómo Andrés López logra que las plu-
mas de sus patos muertos brillen a la luz del sol!”
¿Se atreve, pregunto, Reverones, el señor López
a pintar la carne o mínimamente el pescuezo de
un triste pato podrido? No señor. El señor López
pinta patos daneses reconciliados con Dios. Patos
arrepentidos, que es la peor desgracia que puede
sucederle a un pato.
Ferdinandov baila y hace sonar la grasa de sus axilas.
JUANA.– Hasta aquí me trajo el camino.
FERDINANDOV.– Obsérvense estas casas, caballe-

454
ros. Parecen habitadas por personas.
JUANA.– Huele a fritanga.
FERDINANDOV.– Imposible. No puede oler a fri-
tanga, puesto que nadie fríe en los alrededores. A
menos que se trate de la madre de esta lechuza,
friendo un pato muerto. Nadie vive aquí.
JUANA.– Yo veo luces.
FERDINANDOV.– Falso. No hay luces. No hay na-
die.
JUANA.– En vista de lo cual, nos vamos.
FERDINANDOV.– Nadie se va.
Baila y hace sonar sus axilas. Toma a Andrés Pérez de
pareja.
ANDRÉS.– Habrá que dormir, ruso.
Ferdinandov hace cabriolas y obliga a Andrés López a
seguir sus movimientos.
FERDINANDOV.– ¿Qué te enseñan en esa horrible
escuela de pintura, Andrés López?
ANDRÉS.– Quiero irme.
FERDINANDOV.– ¿Proporciones?
ANDRÉS.– Suéltame.
JUANA.– Demasiada bebidas, señor Ferdinandovs...
FERDINANDOV.– ¿Mierda áurea?
ANDRÉS.– Déjame.
FERDINANDOV (Haciendo sonar las axilas y marcan-
do así un ritmo en sus palabras).– Una flor, más
una flor, más una flor...
ANDRÉS.– Mañana.
FERDINANDOV (Derriba a Andrés con una vigorosa
zancadilla. Después lo alza hasta enfrentar su ros-

455
tro).– Una flor, más una flor, más una flor...
ANDRÉS (Patético).– Habrá que dormir...
FERDINANDOV (Lo derriba de nuevo y vuelve a al-
zarlo y encararlo).– Una flor, pato muerto, más
una flor, más una flor...
ANDRÉS (Con violencia).– ¡Está bien! ¡Suéltame!
FERDINANDOV.– ¿No puedes?
ANDRÉS.– ¡No quiero!
FERDINANDOV (Abofetea a Andrés hasta que la san-
gre sale de la nariz. Entonces empapa sus manos y
restriega el rostro de pato muerto).– Mírate. Prué-
bate. Es color. Y es una flor, más una flor, más
una flor.
Reverón saca del bolsillo una navaja. Andrés cae al sue-
lo. Hay una larga pausa. Reverón se corta la palma de
la mano y en su gesto hay un desafío. Ferdinandov lo
mira. Sonríe. Recomienza lentamente el baile de las axi-
las. Reverón se despoja de la camisa. Bailan. De nuevo el
patio del sanatorio.
REVERÓN.– Una flor, más una flor, más una flor.
Ese año había llegado.
Reverón patea estacas y ramas hasta liberar al psiquiatra.
PSIQUIATRA (Sin inmutarse).– ¿Quién?
REVERÓN.– Nicolás. ¿No estoy hablando de Nicolás?
PSIQUIATRA.– ¿Recuerda la fecha?
REVERÓN (Se mira la cicatriz en la mano).– Recuerdo
la cortada. Hasta pasado mañana. Pasado maña-
na se borrará.
PSIQUIATRA.– Hablaban de pintura.
REVERÓN.– Nunca. Hablábamos de morir. ¿Tengo

456
que repetirlo? Ruso..., o algo así... ruso. Azul. Fue
mi amigo. No sé nada de él. Esa noche, él hizo
música con su cuerpo.
PSIQUIATRA.– ¿Quién?
REVERÓN.– Nicolás. Se ponía las manos así... y de-
cía... él con él... Bailaba... él... con él... Vivía... él...
con él...
PSIQUIATRA.– Como usted.
REVERÓN.– Casi.
PSIQUIATRA.– ¿Usted necesita de alguien?
REVERÓN.– Juana arregla. Fríe. Hierve. Corta. (Ex-
tiende la mano) Esto pinta, ¿sabe? Es lo único que
pinta. Nada más. Vive. (La mano adquiere progresi-
vamente un movimiento epiléptico) Nunca quita. Y si
se mira bien, hay arena, sudor, todo lo que se tocó
sigue allí. (Lame su mano) Alimenta. Sal. Agua. No
es la mano la que sale del cuerpo. No es como di-
cen, una extremidad del cuerpo. El cuerpo es una
extremidad de la mano, y si lo sabes, cuando lo
sabes, sólo cuando lo sabes, puedes pintar.
El círculo de luces se amplía. Todo es ahora un amplio salón
de la Escuela de Artes Plásticas de Valencia. Diez jóvenes,
algunos de ellos adolescentes, dibujan. Hay una modelo re-
signada a una utilidad que no entiende. Alguna vez repre-
sentó a Minerva vestida y pudorosa. Ahora los años se le
han convertido en salario, pero aún continúa vestida de Mi-
nerva, sin reparar en la ilusión. Macías enseña.
MACÍAS.– Se coloca el tetraedro en el cubo, de la
siguiente manera. Se dibuja previamente el cubo,
tal como fue dicho, hasta conseguir seis superfi-

457
cies cuadradas.
Reverón adolescente entra acompañado de Carmen Elena.
MACÍAS (Continúa).– Después en cada una de las
superficies cuadradas trazamos (Lo hace) la dia-
gonal, también llamada diámetro.
REVERÓN.– Diámetro.
MACÍAS.– Y así conseguimos la resolución del pro-
blema, puesto que el tetraedro tiene seis lados
(Lo hace limpiamente, insertando un tetraedro en el
cubo) ¡Et, voilà!
Reverón aplaude. Los alumnos de Macías ríen.
CARMEN ELENA.– Disculpa. No quería interrumpir.
MACÍAS.– Por lo visto, nuestro amigo quería ir al
circo.
REVERÓN (Entiende el desaguisado).– No fue mi in-
tención (Se inclina ante Macías).
MACÍAS.– Adelante. Traigan los monos.
CARMEN ELENA.– Él es mi hijo Armando. No sé si
el doctor Andrade...
MACÍAS.– Me habló anoche en el foyer, después de
una infamia italiana. Como acostumbro a decir,
esto es una escuela pública y republicana.
CARMEN ELENA.– Entonces, usted me dirá qué
hacer. Porque hay un cierto interés en mi hijo.
MACÍAS.– Tal vez si nuestro querido espectador nos
enseñara algún dibujo, o alguna muestra plásti-
ca, podríamos entender, que el tiempo es precio-
so si la vida no se equivoca.
CARMEN ELENA.– Mañana mismo. En realidad,
no sabíamos.

458
Reverón adolescente mira su mano.
CARMEN ELENA.– Pero él dibuja y tiene un álbum.
MACÍAS.– ¿Qué dibuja?
CARMEN ELENA.– Flores.
REVERÓN.– Y almohadas.
CARMEN ELENA.– Y un gato.
REVERÓN.– Dos veces.
MACÍAS.– Probablemente, el pequeño Leonardo
podría dignarse a dibujar un icosaedro. Es senci-
llo y nos saltaríamos el procedimiento.
Risas. Reverón contempla su mano.
CARMEN ELENA.– Por supuesto, de cuatro a siete
es su horario oportuno. Para serle franca, nun-
ca pensé que mi hijo querría estudiar algo como
esto, profesor Macías.
MACÍAS.– No es frecuente.
CARMEN ELENA.– Pero es hábil.
MACÍAS.– De todas maneras, el personal de secre-
taría atiende en la mañana. Lo digo porque hay
que consignar algunos documentos, en el caso de
que persista el interés.
Reverón se acerca a la modelo. Sonríe. Minerva le de-
vuelve la sonrisa.
MINERVA.– ¿Cómo te llamas?
REVERÓN.– Armando.
MACÍAS.– Ella es Minerva.
Reverón extiende su mano y toca la mano de Minerva.
CARMEN ELENA.– ¿No se desnuda, verdad?
MACÍAS.– Minerva es en realidad a las ocho, cuan-
do se marchan los principiantes y comienzan los

459
avanzados. Minerva no se desnuda, desde luego.
MINERVA.– Nunca en veinte años, señora.
REVERÓN.– ¿Y qué se hace con ella?
CARMEN ELENA.– La pintan, Armando. Se acos-
tumbra en París, ¿no es cierto?
MACÍAS.– Absolutamente, señora.
REVERÓN.– ¿Puedo?
MACÍAS.– Aunque parezca mentira, joven Arman-
do, tardé cinco años en permitirme un esbozo de
Minerva.
REVERÓN.– ¿Qué es un esbozo?
MACÍAS.– Una aproximación. Un cierto sentido, un
intento.
REVERÓN (Toma una paleta).– ¿Puedo...? (No aguar-
da una respuesta. Empapa sus manos en la paleta
y subiéndose a la pequeña tarima restriega colores
sobre el rostro, la túnica y las piernas de Minerva)
¿Puedo...? ¿Sin... sin esbozo?
La luz regresa al patio del sanatorio.
REVERÓN.– Dios da fiebre. Dios existe de tanto
existir.
PSIQUIATRA.– ¿Por qué Dios?
REVERÓN.– ¿Le conté alguna vez cuando mi madre
me llevaba a la Escuela de Artes Plásticas 53 de
Valencia?
PSIQUIATRA.– Hace una semana.
REVERÓN.– ¿No ahora?
PSIQUIATRA.– No ahora. Hablábamos de Teresa.
REVERÓN.– ¿Qué le conté de Artes Plásticas 53 de
Valencia?

460
PSIQUIATRA.– Algo de la primera vez que asistió a La
Academia..., no sé si dijo... Academia o escuela. Una
modelo... y usted en vez de dibujar en el papel...
REVERÓN.– ¿Qué hice?
PSIQUIATRA.– Echó pintura en su cuerpo... o algo
así.
REVERÓN.– No es verdad. Nunca hice eso. Debo
haberlo deseado alguna vez. No debe creerme. La
gente espera que Nacional de Artes Plásticas 53
cuente algo que vale la pena. Y Nacional de Ar-
tes Plásticas no se hace rogar. (Se toca) ¿No tengo
fiebre?
PSIQUIATRA.– Llamaré a la enfermera.
REVERÓN.– No. Papá había muerto..., a lo mejor
es por eso... (Ríe) O por no hacerme rogar. A los
cuarenta grados la fiebre es violeta. Después tiene
un degradé... Plástica Nacional, como un borde
naranja que se va haciendo rojo. Y quema (Con
temor repentino) ¿No va a arder, verdad? Ayúde-
me. Me persigue, desde el mar hasta aquí. Viene
de abajo..., está abajo, comienzo a pintar y sé que
está allí... (Muy angustiado) No estoy mintiendo,
no me hago rogar... ¿Va a arder? Le pregunto.
PSIQUIATRA.– Todo está bien. No debe pensar en
eso.
La sirena del barco suena. Reverón la escucha sorpren-
dido. Larga pausa.
REVERÓN.– Fue un placer. Ahora vienen por mí.
S’il vous plait. (Encuentra una corbata en algún bol-
sillo y comienza a anudársela) Sin la barba. Se apre-

461
ciará el nudo. (Se sienta frente al patio triste. Se
acicala. Corbata. Chaleco. Paltó levita y, finalmente,
pumpá) Así. (Por el cuadro) Ahora... él me pinta...
Patio Triste me pinta. El cuadro... soy yo.
De nuevo la calle y las casas que Ferdinandov sintió
deshabitadas. Juana, Reverón y Andrés López parecen
aguardar.
ANDRÉS.– No debería beber...
JUANA.– Y ahora hay que esperarlo. Lleva tiempo
metido en esa casa.
REVERÓN.– No hay nadie allí. Ni siquiera él.
JUANA.– Siempre haciéndole caso, Reverones.
REVERÓN.– Voy a buscarlo.
Reverón entra en la casa. Todo cambia al patio de una
vieja casa de vecindad. Una mujer fríe empanadas. Re-
verón se aproxima.
REVERÓN.– Un hombre entró aquí.
MUJER.– Nadie.
REVERÓN.– Un hombre de pelo rojo.
MUJER.– Nadie.
REVERÓN.– Yo lo vi entrar.
MUJER.– Es el mes, príncipe.
REVERÓN.– Hizo una apuesta a que nadie vivía
aquí.
MUJER.– Es la hora, príncipe.
REVERÓN.– Tiene que haberse metido en alguna
parte. Bebió demasiado.
MUJER.– Es el viaje, príncipe.
REVERÓN (Retrocede asustado).– ¿Quién eres sin
diente?

462
MUJER.– Tú mismo, príncipe
REVERÓN (Asustado).– No.
MUJER.– Ya no mires, príncipe. Tetas. Se quitan. Se
ponen.
La mujer abre su blusa y, limpiamente, sin violencia,
como una función corporal que no conoce duda (Se qui-
tan, se ponen) desarma sus tetas y las muestra en las
manos.
REVERÓN (Demasiado).– No.
Reverón se aleja y descubre en el patio un cobertizo ilu-
minado con velas. Se aproxima. La cabeza de Ferdinan-
dov brota del piso. Hay sangre en su cuello.
FERDINANDOV.– Nada regresa, Armando. Sólo sa-
bes pintar. Dios se apiadó de ti una sola vez. Dios
no repite. Dios no se aburre.
Aterrado, Reverón retrocede y sale de la casa. Pausa.
Ferdinandov se alza y sale del hueco que ha practicado
en el cobertizo.
FERDINANDOV (Grita).– ¡Reverones! ¡Era una bro-
ma! ¡Sólo una broma! ¡Regresa, Reverones! ¡Un
juego y nada más, Reverones!
Oscuridad durante una pausa. De nuevo el patio del sa-
natorio. Reverón concluye una sopa sin mayor apetito.
Amanda, la enfermera, lo presencia con aire de testigo.
REVERÓN.– ¿No quiere?
ENFERMERA.– Gracias. Ya comí.
REVERÓN (Ofreciéndole el plato).– Pero puede guar-
darla y llevársela a la casa, Amanda, y calentarla
a la medianoche y comerla.
ENFERMERA.– A media noche estoy rendida. ¿Por

463
qué a medianoche?
REVERÓN.– Porque en la madrugada habrá hecho la
digestión, Amanda, y a las seis tendrá la mierda de
costumbre en las tripas grandes y a las siete podrá
hacer pupú en ese excusado. De verdad, ¿no quiere?
ENFERMERA.– De verdad, no tengo hambre, señor
Reverón (Toma el plato con los restos de sopa).
REVERÓN.– Debería darme un baño.
ENFERMERA.– Lo llevo.
REVERÓN.– Mejor en la tarde. Así dura. Mañana a
las once vienen a buscarme.
ENFERMERA.– ¿Quiénes?
REVERÓN.– Dama Juana. Los amigos. Medalla y
Diploma. Después no volveré más. No, señor. Ya
está. Debería venir conmigo, Amanda, y así co-
noce el museo. Va a ser en el museo y hay excu-
sados. Dos a la entrada y otros dos al fondo.
ENFERMERA.– ¿Cómo va a ir vestido?
REVERÓN (Se incorpora y se exhibe).– ¿No está bien
así? (Se mira los pies) Dama Juana me va a traer
zapatos y calcetines de seda. Un buen baño, agua
helada, y después me corto la barba y después...
(Se distrae. Contempla Patio Triste) Debería firmar,
¿no es así? (Señala) Aquí abajo. (Ríe) Degradé.
ENFERMERA (Contempla la pintura).– Es muy bo-
nito.
REVERÓN.– ¿Verdad?
ENFERMERA (Detalla).– Se ve el patio muy idénti-
co, y los árboles y el cielo. Y un pajarito.
REVERÓN.– ¿Un pajarito? ¡No me diga, Amanda!

464
¿Dónde?
ENFERMERA (Señala en la pintura).– Aquí. ¿No es
un pajarito?
REVERÓN.– Viéndolo bien, la intención, Amanda,
era guayaba. Pero también puede ser un culito
de pajarito.
ENFERMERA.– Tiene razón. Se parece más.
REVERÓN (Interesado).– ¿Se parece más a qué?
ENFERMERA.– Se parece más a una guayaba.
REVERÓN.– Entonces, es un culito de pajarito.
ENFERMERA.– Pero usted dijo...
REVERÓN.– Posiblemente un culito de pajarito pare-
cido a una guayaba. Claro, le hace falta el marco.
ENFERMERA.– Con su marco, va a lucir.
REVERÓN.– Enormemente. ¿Lo quiere?
ENFERMERA.– ¿Me lo regala?
REVERÓN.– ¡Está loca, Amanda! ¡Cómo se lo voy
a regalar, si vale una fortuna! Podemos hacer un
negocio. Yo pensaba venderlo a cambio de un bar­
co, o un automóvil, o un avión.
ENFERMERA.– ¿Tanto?
REVERÓN.– Poco. Claro, usted me puede hacer una
oferta. Créame que vale, Amanda. Si es suyo, lo
puede cambiar por una poceta. Entonces, usted
resuelve ese gran problema, Amanda. Usted es
libre. (Íntimo) Usted caga a su hora como la gen-
te. Usted decide a qué hora caga. Es lo mínimo
que puede decidir una persona. Menos que eso,
y no es persona. (Se distrae) Una poceta rosada,
¿verdad, Amanda? Degradé nacional. El tiempo

465
en una poceta rosada, incluido el culito del pa-
jarito que cagaba guayabas. (Toma el cuadro. Lo
lleva a su rostro. Exhala aliento sobre la tela) Diga-
mos, usted me lo paga en doce meses... (Alien-
to) al diez por ciento (Aliento)... más el marco y
usted es libre..., usted se vacía libre..., se vacía
risueña..., usted no calcula..., ni proyecta... Us-
ted par les soirs blés d’été, je irais dans les sentiers,
picoter par les blés, fouler l’herbe manue. Rêveur...
(Parece abismarse. Continúa un pasado) J’en sentîrais
le... (Busca)
AMANDA.– Fraîcheur.
REVERÓN.– Fraîcheur a mes pieds.
AMANDA.– Je lesserai le vent.
REVERÓN.– Incluido guayaba, baigner ma tete nue...
Amanda. Doce meses al diez por ciento. Liberté
sans egalité.
Juana entra acompañada del psiquiatra. La enfermera se
aleja con los restos de sopa. Juana camina obesa, apoya-
da en un bastón.
REVERÓN.– Toco-toco-toco.
JUANA.– ¿Cómo anda usted?
PSIQUIATRA.– Pensábamos que no vendría.
JUANA.– Pero, ¿cómo? Era una promesa. (Busca en su
cartera y entrega tamarindos a Reverón) Tamarin-
dos. (Al psiquiatra) No le harán daño, ¿verdad?
REVERÓN.– Y él, ¿qué sabe? Él es de boca. No pal-
pa. Oye. Págale. No nos soportamos. (Muestra al
psiquiatra los tamarindos) Regulan. (Toma a Juana
del brazo y la acerca al caballete) ¿Vio?

466
PSIQUIATRA.– Le decía a Juana, que mañana po-
dríamos ir a su casa.
REVERÓN.– No con usted. Dama Juana y yo, sola-
mente. Entonces, puede ser que un día acepte su
visita. Mañana habrá autoridad en el museo. Di-
ploma. Medalla. Y ellos preguntan: “¿Qué desea,
Reverón?” Hielo. El piso de hielo. (A Juana) Así
que saca el dinero y págale.
JUANA (Abre una bolsa. Muestra a Reverón zapatos
nuevos y calcetines).– Le traje.
Reverón se sienta. Juana se inclina. Comienza a ponerle
los calcetines y los zapatos.
PSQUIATRA.– Tal vez le aprieten un poco.
REVERÓN.– Se verán bien. Se verán bien. (Le acari-
cia la cabeza a Juanita. Como un bienestar) Sin pre-
guntas... Quién sabe si un día me animo, y pinto
una pregunta. Bobo pinta una pregunta.
PSIQUIATRA.– ¿Quién es Bobo?
REVERON.– ¿Quién es bobo, Dama Juana? A ti te
va a creer.
JUANA.– Bobo está en la casa. Guardado. Cada día
amarillo.
Todo cambia a una oscura habitación en una casa de
Maiquetía. Reverón parece prolongarse sentado en una
bañera. Carmen Elena entra. Trae dos ollas tiñosas re-
pletas de agua caliente. Se escucha una banda militar,
lejana.
CARMEN ELENA.– Nos iremos mañana. (Reverón
no responde) Puse a calentar más agua.
REVERÓN.– ¿Cuánto es hoy?

467
CARMEN ELENA.– Martes de carnaval. ¿No oyes
la música?
REVERÓN.– Lejos.
CARMEN ELENA.– Hay comparsas. (Vierte el agua
caliente en la bañera) ¿Dónde tienes la esponja?
REVERÓN.– Se fue. Resucitó y se fue.
CARMEN ELENA.– Mentira. (Busca en la bañera y
encuentra la esponja) Te ayudo.
REVERÓN (Se incorpora en la bañera. Carmen Elena
lo baña).– No deberías tocarme. Es malo cuando
el cuerpo cambia y hay pelos. Siempre se supo
que ése era el límite.
CARMEN ELENA.– Un día bañé a tu abuelo. ¿Qué
tiene de particular bañarte a ti?
REVERÓN.– Es distinto (Toma la esponja, la aprieta y
derrama agua sobre su cabeza).
CARMEN ELENA.– Nos iremos mañana.
REVERÓN.– ¿Cuánto es hoy?
CARMEN ELENA.– Martes de carnaval. ¿No te lo
dije?
REVERÓN.– Anoche hice algo. Está allí. (Señala un ca-
ballete) Míralo. Ponte de espaldas y míralo. (Carmen
Elena obedece) No me gusta así. Deberíamos tratarnos
de otra manera. Vestido. No me voy mañana, ni pa-
sado. No me voy. Podrías traerme un café. Y nos sen-
tamos, podríamos comentar cualquier tema. Hablar.
CARMEN ELENA.– Pero lo hago y entonces me pi-
des que me vaya.
REVERÓN.– Antes. ¿Qué quieres? Antes. Ahora no.
Hoy no.

468
Sale de la bañera. Toma una sábana y se cubre.
CARMEN ELENA.– Sin secarte.
REVERÓN.– Hace bien. Hace bien así. Lo supe en
España. Todos lo hacen, porque el agua se eva-
pora, se va del cuerpo, ella misma responsable-
mente. Todos lo hacen. Es ley. (Se sienta. Toma
el pumpá colgado en el sillón y se cubre la cabeza)
Bueno. Te cuento. Bien. Estoy pensando en una
exposición. Podría ser en el correo. Unos veinte
cuadros. Diecinueve y ése. (Con creciente angustia
trata de fingir una rutina) En mayo. No abras la
ventana.
CARMEN ELENA.– No pensaba hacerlo.
REVERÓN.– Entonces tendríamos un dinero y nos
iríamos a alguna parte. Trinidad. Madrid.
CARMEN ELENA (Enorme tensión).– Me gustaría.
REVERÓN.– Unos meses. Ni siquiera un año. En-
tonces olvidaría. Entonces olvidaría. (Un llanto
repentino se apodera de él) Entonces olvidaría.
CARMEN ELENA.– Tienes que salir de aquí. ¿Sa-
bes? Tienes que salir de aquí. No es justo lo que
haces. No podemos seguir así...
REVERÓN.– Está aquí. Está y no hace más nada que
estar. Ayúdame, porque no hace más nada que
estar... y estar... y hablarme... Ayúdame a oír mar-
tes de Carnaval... Ayúdame, café... y entras y me
dices... ¿Cuánta azúcar joven Reverón? Eso es lo
que quiero oírte decir, eso... y más nada... y eló-
giame el velo, la onda que cae sobre su rostro... y
más nada... ¿No lo entiendes? Más nada.

469
CARMEN ELENA.– Es... es bello...
REVERÓN.– ¿Sólo eso? ¿Sólo eso, bobo?
La puerta de algo que sugiere un armario se abre.
REVERÓN.– Cuando estaba afuera..., ¿hablaste con
ella...?
CARMEN ELENA.– ¿Teresa?
REVERÓN.– Tetas.
CARMEN ELENA.– Varias veces. Te lo he dicho.
REVERON.– ¿Qué hablaste? En Madrid... (Con difi-
cultad) ponen terrones... azúcar sólida..., icosae-
dros... (Pánico) ¿Qué hablaste?
CARMEN ELENA.– ¿Por qué tenemos que recordar-
lo? ¿Qué pude conversarle, Armando? Harinas,
jaleas, caprichos tuyos.
REVERÓN.– Pensaba, pues, que si techamos parte
de la terraza, podría pintar allí. Me hace falta luz.
(De nuevo pánico) Ella tenía miedo.
CARMEN ELENA.– No es cierto.
REVERÓN.– ¿No hay demasiado almidón en esas
camisas? En España..., ¿te lo conté? Le digo a la
señora del hotel... ¿Cómo, ese cuello tan perfecto?
Porque no usamos almidón, señor... (Pánico) Re-
gresé y tenía miedo..., no era la misma..., no me
miraba igual....
CARMEN ELENA (Desesperada).– Armando... Tere-
sa murió. ¿Cuándo nos vamos a tranquilizar? Fue
un jueves. ¿Cuándo es viernes?
REVERÓN.– Tenía miedo... Amarillo azafrán... No
era la misma... Algo de mí la asustaba y no se
atrevía a decirlo.

470
CARMEN ELENA.– ¿Qué podía ser? ¿Cómo puede
mi hijo asustar a alguien?
REVERÓN.– Tal vez si digo... que en Madrid... (Se pier-
de tras un intenso deseo de recordar) hay una plaza...,
hay esa... (Por la puerta que se ha abierto, comienza
a desfilar la misma procesión) esa calle... junto a un
arco... un monumento... en Semana Santa... y vie-
nen... ¿Crees que no me doy cuenta? Ahora no po-
dría pintar tus ojos. Porque me miras de lado. Sólo
uno me mira. El otro te esconde. Te has vuelto per-
fil. Mientes.
CARMEN ELENA.– No es verdad.
REVERÓN.– No tengo borde. No termino. No sé
dónde estoy. Anoche lo supe.
El lugar se oscurece de nuevo, como al principio. Gente
de quinqué y velones rodean a Reverón. La procesión que
viene del armario pasea a Bobo desnudo y martirizado.
CARMEN ELENA.– Podrías acompañarme esta no-
che al novenario del señor Losada.
REVERÓN.– Podría ser. (Contempla asustado a Bobo,
ahora en el piso) Tal vez pueda pintar. Gente. De
noche. No es buena idea el sol. El amigo sol. Gen-
te sin caras y alguien que mira. Tal vez pueda
hacerlo. Sin demasiado miedo. (Se acerca desnudo
a Bobo. Toma en sus manos el rostro idiota. Lo besa)
Estoy desnudo. No es bueno. No se acostumbra.
CARMEN ELENA.– Podríamos... cocinar algo... los
dos...
REVERÓN.– Amarillo azafrán. Busca otra toalla.
No ésa. Huele a pozo. Huele a verde. (Abraza a

471
Bobo) Nueve veces una cabeza. Así estoy hecho.
Nueve veces yo. Y si abro los brazos no hay pa-
red que me encierre. Oigo (Se cubre los oídos). Y
veo (Se cubre los ojos). Y ensarto (Se cubre el sexo).
Desciendo de una cruz. Subo al cielo. Sosten-
go un perro. Me abren. Pero no estoy solo. No
puedo estar solo. Tú le dijiste la verdad. Ella lo
sabía.
CARMEN ELENA (Evade).– Deben haberse secado
esas toallas. Con todo, hubo bastante sol después
del mediodía. Ya hay calor. Ya está pasando el
invierno. De verdad, no sé cómo puedes dormir
con esa ventana cerrada.
REVERÓN.– Tú le hablaste de Bobo. Teresa lo
supo.
CARMEN ELENA.– ¿Quién es Bobo? No conozco a
nadie que se llame Bobo.
REVERÓN.– Tienes años sabiendo de él. Ni un día
has dejado de pensar en él. Reverón nació trapo.
Nació gemelo. Reverón y Bobo. (Busca en el ar-
mario. Encuentra a Bobo. Un muñeco idéntico a la
presencia desnuda que lo sigue) Bobo, saluda. (Imita
como al principio la voz del Títere Príncipe).
REVERÓN-BOBO.– Buenas noches, señora Carmen
Elena. Buenas noches, señor Reverón.
REVERÓN.– Bobo no se ha ido. Bobo ha estado
siempre. Bobo se escondía.
REVERÓN-BOBO.– Bobo se escondía, señor Reverón.
REVERÓN.– Detrás de las puertas.
REVERÓN-BOBO.– Bobo siempre detrás de las puertas.

472
REVERÓN.– Armando, vaya a la cocina.
REVERÓN-BOBO.– Bobo siempre en la cocina. Pre-
parado. Saltando.
REVERÓN.– Ya está bien, Bobo. Ya ella lo sabe.
La sirena del barco suena hiriente.
REVERÓN.– Se guarda, se cierra, se encoge aden-
tro, se devuelve. (Abraza a Bobo muñeco y a Bobo
desnudo. Las tres figuras se confunden) Teresa supo
de ti, Bobo.
CARMEN ELENA (Desesperada).– ¡Teresa murió, Ar-
mando! ¡Teresa murió!
REVERÓN.– Teresa murió, Bobo. Ya había siete sá-
banas encargadas en El Gallo de Oro... y Teresa
murió...
De nuevo la sirena del barco. Ferdinandov en la proa
arroja papelillo sobre Reverón. Pimentel Recorte impro-
visa un melodrama en el pianillo. La pantalla se ilumina
y refleja un blanco deslumbrante.
PIMENTEL RECORTE.– Un año después...
Reverón en el patio del sanatorio mira la pantalla.
PIMENTEL RECORTE.– Un gran artista regresa.
Reverón inmóvil mira la pantalla.
PIMENTEL RECORTE.– Mas..., ¿qué ha sucedido?
La gente del quinqué y velones alzan el cuerpo de Teresa,
novia y difunta.
PIMENTEL RECORTE.– La amada ha muerto.
Reverón busca sábanas en la caja de los músicos. Son siete
sábanas con las que cubre el espacio, los muebles, Bobo, Car-
men Elena, Teresa muerta y procesión. Finalmente se cubre
él mismo. De nuevo el patio del sanatorio. Reverón exhibe

473
sus nuevos zapatos. Juana lo contempla maravillada.
JUANA.– Bobo está bien. Cada día más viejo. Cuan-
do salga de aquí, Dios mediante, le hacemos un
traje de indio.
REVERÓN.– Pregúntale a Dios mediante, cuándo
salgo. A lo mejor a usted se lo dice.
PSIQUIATRA.– ¿No lo hablamos? Acordamos unos
días. Nadie quiere que usted se quede aquí.
REVERÓN.– Nadie quiere nada. (A Juana) Cuéntale
de mamá. Ayer quise contarle, pero no me dio la
memoria. Dios mediante, no termina de entender
que no tengo memoria. Que nunca recuerdo.
PSIQUIATRA.– Hoy quiso contarme. No ayer.
REVERÓN.– Hoy quise contarle. Y no pude. (A Jua-
na) Pero usted sabe. (Toma una mano de Juana)
Mire esta mano. ¿Cree que la recuerdo? ¿Cree que
podría pintarla, si no la toco? Ni siquiera cuando
la conocí.
JUANA.– En el papel. Pintó entre los dedos.
Reverón recorre los dedos de la mano de Juana. Todo
cambia a la casa de Carmen Elena en Maiquetía, quien
se peina en la cama. Juana de pie junto a una maleta la
mira y parece aguardar. Carmen Elena aparta a un lado
el dibujo de la mano.
CARMEN ELENA.– ¿Cuándo fue?
JUANA.– Hace un mes.
CARMEN ELENA.– Sólo quería esperarlo, si usted
lo permite.
CARMEN ELENA.– ¿Te ofreció trabajo?
JUANA.– No.

474
CARMEN ELENA.– Entonces, ¿qué quieres?
JUANA.– Como él me habló de ser su mujer.
CARMEN ELENA.– ¿Cuándo?
JUANA.– Antenoche y tras antenoche.
CARMEN ELENA.– ¿Qué te dijo?
JUANA.– Que viniera aquí y hablara con usted. Que
el vendría mañana o pasado. Y que le enseñara
ese papel.
CARMEN ELENA (Mira de nuevo el dibujo).– ¿Es tu
mano?
JUANA.– Calcada.
CARMEN ELENA.– ¿Cómo te llamas?
JUANA.– Juana.
CARMEN ELENA (Contempla el dibujo).– No sabía
nada.
JUANA.– A lo mejor, él le explica.
CARMEN ELENA.– ¿Cenaste?
JUANA.– Algo.
CARMEN ELENA.– ¿Y qué vas a hacer?
JUANA.– Usted dice.
CARMEN ELENA.– ¿Qué sabes hacer?
JUANA.– Oficio.
CARMEN ELENA.– Siéntate. (Señala la cama) Aquí.
JUANA (Se sienta en una esquina de la cama).– Porque
él me dijo que usted iba a estar sola, y que yo lle-
gara y pidiera su mano.
CARMEN ELENA.– ¿Qué te habló de mí?
JUANA.– Nada. No habla de nada. Sólo eso. Que vinie-
ra aquí y pidiera su mano. Que usted iba a querer.
CARMEN ELENA (Entrega el peine a Juana).– Se me

475
cansan los brazos.
JUANA (Peina delicadamente los cabellos de Carmen
Elena).– Yo puedo.
CARMEN ELENA.– ¿Trajiste ropa?
JUANA.– Sí. Limpia. Me vine caminando. Yo vivía
cerca de la Iglesia. Familia Mijares. Ellos pueden
decirle. Treinta y siete raya A.
CARMEN ELENA.– Debes estar cansada.
JUANA.– Algo.
CARMEN ELENA.– Querrás dormir.
JUANA.– En cualquier parte, mientras viene. Enton-
ces él le dirá.
CARMEN ELENA.– Puedes dormir conmigo.
JUANA.– ¿Hay otra cama?
CARMEN ELENA.– No hace falta. Abre tu maleta.
Cámbiate.
JUANA (Obedece. Abre la maleta. Saca una raída dor-
milona).– Entonces, ¿usted cree?
CARMEN ELENA.– Si él lo decide. Si tú crees.
Juana se desviste.
CARMEN ELENA.– No es fácil, ¿sabes?
JUANA.– Yo cumplo. Usted me da su mano. Usted es
su mamá. (Se pone la dormilona) ¿Puedo?
CARMEN ELENA.– Apaga la luz.
JUANA (Apaga la luz).– Si me da un ladito.
CARMEN ELENA.– Cabemos.
JUANA.– Tengo mucho sueño.
CARMEN ELENA.– Te hará falta.
JUANA.– ¿Y entonces? ¿Qué le digo cuando regrese?
CARMEN ELENA.– Que todo está bien.

476
Larga pausa. Carmen Elena llora.
JUANA.– ¿Por qué llora?
CARMEN ELENA.– Es largo. Y él viene mañana. Él
no es igual nunca. No sabe ser igual. Era un niño y
una tarde lo llevé a la Escuela de Artes Plásticas o
Academia de Artes Plásticas, o qué se yo. Esa noche
no pudo dormir. Le dio fiebre y yo me asusté. Me
asusté mucho. Nunca he sabido qué quiero para él.
No lo conozco. No sé conocerlo. Tampoco esta no-
che. Pero como siempre ha sucedido, él te dirá. Él
sabrá qué hacer. Ojalá lo sepas tú. Yo rezo un Padre
Nuestro, ¿sabes? Yo digo... “y perdona nuestros pe-
cados” si te es posible. Sólo si te es posible.
De nuevo el patio del sanatorio. Reverón duerme. Juana
guarda los tamarindos en la bolsa.
JUANA.– ¿Cuándo volverá?
PSIQUIATRA.– Mañana hablaremos.
JUANA.– Se ve mejor. Más calmado. Mejor cara. Y
yo digo, sin meterme, ¿sabes?, que él y yo vivi-
mos solos. Vienen los amigos casi siempre los sá-
bados, los domingos, pero él no molesta a nadie.
No es peligroso.
PSIQUIATRA.– No está aquí por eso, Juana. Y usted
lo ha entendido. Sé quien es. Pero hace unos po-
cos meses no pudo soportar vivir allí.
JUANA.– Yo no estaba.
PSIQUIATRA.– Tenía alucinaciones.
JUANA.– ¿Qué son?
PSIQUIATRA.– Algo que no existe y le hace daño.
JUANA.– Él es así. Alucinaciones. Yo podría contarle.

477
PSIQUIATRA.– Él mismo pidió estar aquí. Mañana
lo veremos en el museo. Irán sus amigos. Yo quie-
ro que él regrese, Juana.
JUANA.– Primeramente Dios. (Desabotona con ternu-
ra alguna incomodidad de Reverón. Lo besa).
PSIQUIATRA.– Es el tratamiento. Dormirá unas horas.
JUANA (Busca en su cartera).– Él pidió. (Saca de la
cartera) Brocha. Jabón. Y la navaja. La alemana.
PSIQUIATRA.– Amanda lo ayudará. Dele a ella eso.
JUANA.– Porque... ¿puede herirse, verdad?
PSIQUIATRA.– Váyase tranquila.
JUANA.– Sí.
Sale. El psiquiatra mira largo a Reverón. Se sienta a su
lado. Observa sus apuntes en una libreta. La luz decrece.
Reverón parece soñar. Todo cambia a una plaza de toros.
Se escucha una música de paseíllo. Se abre un portón al
fondo y Reverón, Andrés López y dos pintores del Círculo
de Bellas Artes desfilan, vestidos con trajes de luces. Fer-
dinandov habla desde el templete del maestro Espinoza.
FERDINANDOV.– Siendo las cuatro de la tarde, el
Matad0or Armando Reverón ha resuelto lidiar un
becerro, por simples razones estéticas. No hay
bolsa. Como se verá, gracias a Dios, se trata de un
aficionado suicida. El matador torea a beneficio.
(Espinoza decide una fanfarria. Reverón saluda en
los tendidos) Lo acompaña su mozo de estoque y
banderillero, Andrés López, menos suicida pero,
al mismo tiempo, más ignorante del extremo pe-
ligro que corren. (Nueva fanfarria de Los Felices) Si
el matador Reverón logra conmover al respetable

478
público, suplicamos que arrojen monedas al rue-
do. Cada una de ellas está destinada al alquiler y
quién sabe si a la compra de un local suficiente
para albergar... (Grita) ¿Albergar?
ANDRÉS.– Propiciar.
REVERÓN.– Contener.
FERDINANDOV.– Servir de sede al honorable Cír-
culo de Bellas Artes de la ciudad de Caracas. Cada
moneda será un espacio. Cada billete un color.
Cada generosidad, una tela. (Fanfarria de Los Fe-
lices para convocar la salida de un becerro. Se abre
el portón y una luz rojiza de nerviosos movimientos
invade el ruedo) Nótese la estampa. Adviértase el
peligro en los afilados cuernos de ese becerro.
ANDRÉS.– ¡Cuidado, matador!
REVERÓN (Sale al ruedo provisto de una muleta. Redo-
ble y fanfarria de Los Felices. Grita).– ¡A la muerte!
La luz roja parece embestirlo. Reverón la torea y hay
cierta audacia en su cuerpo cuando mira a los tendidos.
Las monedas comienzan a caer a su alrededor. Andrés
López las recoge apresuradamente, evitando una nueva
embestida de la luz rojiza.
REVERÓN (Grita).– ¡Por el círculo!
La luz rojiza regresa y embiste. Reverón pierde la muleta.
REVERÓN.–¡Me llamo pintor! (Se acerca al burladero y
toma un cuadro. Vuelve al centro del ruedo e inicia un
paseo hacia los tendidos. Muestra el cuadro) Se llama
Desnudo, 1926. Nótese el fondo. Nótese la trama.
Nótese a naranja que renuncia, a rojo que mancha y
a marrón que fastidia. Nótese el blanco en el extre-

479
mo izquierdo. ¡Es arte! ¡Es círculo! ¡Por unas cuan-
tas monedas deja de ser cuadro, y se transforma en
muleta! (Toma el cuadro como una muleta y cita al be-
cerro. La exhalación rojiza pasa a un lado y Reverón
permanece airoso. Las monedas caen a su alrededor. La
luz regresa y hay un nuevo pase y monedas que se acu-
mulan. Andrés López las recoge. La luz rojiza parece
atravesar la tela que se desgarra. Centenares de mone-
das caen al piso. Grita) Está herido. El arte está heri-
do. ¡Un médico! ¡El arte agoniza! (Se detiene. Mira el
cuadro desgarrado, inútil. Se arrodilla. Andrés López lo
imita. La luz rojiza embiste furiosa. Grita) ¡Cuidado!
Reverón y Andrés corren y desaparecen en el burladero.
Todo cambia a la calle de las casas deshabitadas. Juana,
Reverón, Andrés López y Ferdinandov celebran la jorna-
da. De nuevo el patio del sanatorio. Reverón duerme.
PSIQUIATRA.– ¿Por qué el mar?
REVERÓN (Despierta, como si prolongara una larga
placidez).– ¿Qué hace allí? ¿Por qué no me lleva?
¿No es la hora del premio?
PSIQUIATRA.– Es mañana. Durmió apenas unos
minutos.
REVERÓN.– Mentira.
PSIQUIATRA.– ¿Por qué no cree en mí? Mañana es
el día del premio. Todo está organizado. Vendrán
a buscarlo a las nueve. Juana estará en el museo.
Yo lo acompañaré.
REVERÓN.– ¿Tiene miedo?
PSIQUIATRA.– De ninguna manera.
REVERÓN.– Y entonces, ¿por qué quiere acompa-

480
ñarme? El premio es mío. Nacional Artes Plás-
ticas 53 es mío y de nadie más. Nadie sabe que
estoy aquí. Nadie sabe que estuve loco.
PSIQUIATRA.– No he dicho eso.
REVERÓN.– No voy a orinar a la gente. No voy a
abrirme la bragueta delante de ellos. No sería ca-
paz. Usted me ha curado. Ya no escupo. Ya la saliva
no arde. He vuelto a tener modales, s’il vous plait.
(Se quita el pumpá, escupe dentro del pumpá, vuelve a
cubrirse la cabeza) ¿No es lo que cuenta? Vine a este
negocio, ¿no se llama así? Vine a este negocio, y
era escupir y escupir, aquí y aquí, escupir y arder,
escupir y arder. Entonces, todos diciendo­: ¡No!
¡Por favor, no! Escupir en la escupidera. Orinar en
el agujero. Cagar en la taza. ¿Tiene la mano cinco
dedos? Tiene la mano cinco dedos. ¿Se quitan, se
ponen? No. No se quitan. No se ponen. Muy bien,
s’il vous plait monsieur. ¡Ajá! Bobo va a arder. Ella lo
sabe. Ella obedece. ¿Entonces? ¿Qué más? ¡Sáque-
me de aquí! Me están esperando en Artes Plásticas
número 53. ¿Cree que un Ministro va a decirme
delante de todos... ¡Muy bien, Reverón! ¡Gracias,
matador! ¡Degradé como nunca se vio, como nun-
ca sucedió!
PSIQUIATRA.– Nadie ha dicho eso.
Pausa larga. Reverón se acerca a Patio Triste.
REVERÓN.– Quiero pagarle. Quiero saber cuánto le
debo.
PSIQUIATRA.– Eso no importa ahora.
REVERÓN.– Efectivo tendré mañana.

481
PSIQUIATRA.– Nadie le está cobrando. ¿Por qué se
empeña en pagar?
REVERÓN.– Y en todo caso, aquí está mi cuadro. Vale
más que todo esto. (Escupe de nuevo en el pumpá y
vuelve a cubrirse la cabeza) ¿No lo quiere?.
JUANA.– ¡Ay, qué miedo, Reverones!
ANDRÉS.– Mentira. Tenía estropajos en las puntas.
Tenía sabañones.
FERDINANDOV.– ¡Falso! ¡Era un animal sanguinario!
Era un crítico de arte, un verdadero crítico de arte,
porque destrozó el peor cuadro de Reverones!
ANDRÉS.– El crítico becerro.
Se sientan. Juana suelta los nudos de un pañuelo. Las
monedas caen al suelo.
REVERÓN.– Alí Baba.
FERDINANDOV.– Abracadabra.
ANDRÉS.– Macabra.
REVERÓN.– ¿Quién cuenta?
FERDINANDOV.– El extranjero.
JUANA.– Es mucho.
FERDINANDOV.– Se admite secretaria.
REVERÓN.– No hay casi billetes.
FERDINANDOV.– Muy bien. Es dinero. Trae la
suerte del dinero y la desgracia del dinero. No
es mucho.
JUANA.– Es un montón.
FERDINANDOV.– Cada uno de nosotros tiene dere-
cho a un deseo. Comenzando por el matador.
Ferdinandov toma la mano de Reverón y la coloca sobre
las monedas.

482
REVERÓN.– Era rojo. Ese becerro, era aire rojo.
Nunca imaginé que hacían ruido. Pero es lo úni-
co que hacen.
ANDRÉS.– Firmado, Belmonte.
FERINANDOV.– Oímos el deseo del matador.
REVERÓN (Cierra su mano sobre las monedas).– No
puedo.
JUANA.– Se acabó.
ANDRÉS.– Eso no es deseo, matador.
REVERÓN.– Eso es deseo. No puedo. Eso es deseo.
FERDINANDOV.– ¿Ni siquiera un instante nacional?
REVERÓN.– No puedo.
FERDINANDOV.– Vivía el famoso doctor Fausto en
su gabinete, curando callos de personas ilustres.
Noventa años curando callos. Y un día brotó un
perro, que resultó diablo según Goethe. ¿Qué
quieres? No puedo. Sólo que el Diablo no sabía
qué diablos era no puedo. Nicolás sí. Nicolás sabe.
Nicolás es generoso. Nicolás odia que un lugar de
toros rojos se llame museo. Nicolás era un niño, y
su padre lo llevó a San Petersburgo, a un palacio
llamado museo. Nicolás vio el original de la za-
rina. Diez pelos de la barba de Iván IV. Un fósil
siberiano. Una (Pronuncia) totuma abrillantada de
la emperatriz Catalina. Una cagada fosilizada del
perro de Pedro El Grande. Esto es Rusia, Nicolás,
dice su padre. A la mierda, padre. Y Nicolás apren-
de que no puedo es un deseo. (A Reverón) Nicolás
aprende el secreto. La palabra que sigue a no pue-
do. ¿Lechuga? ¿Amor? ¿Talento? ¿Yo?

483
REVERÓN (Se atreve).– Mar.
FERDINANDOV.– ¿Por qué no? ¿Por qué no, mar?
PSIQUIATRA.– Sería un privilegio.
REVERÓN.– Puedo hacerlo mejor, ¿sabe? Puedo
pintarlo de nuevo a su gusto. Puede dictármelo.
Yo copio. ¿Azul? ¿Verde?
PSIQUIATRA.– No me atrevería.
REVERÓN.– Tonterías. ¿Cómo es su pintura? ¿De
qué se trata? ¿Un cuarto? ¿Un techo? ¿Un gato?
¿Mamá? ¡A petición, s’il vous plait! ¡A domicilio,
s’il vous plait!
PSIQUIATRA.– Le preguntaba, ¿por qué el mar?
Acaba de decir esa palabra...
REVERÓN.– No.
PSIQUIATRA.– Lo escuché. Créame.
REVERÓN.– No a mí. Escuchó a otro.
PSIQUIATRA.– ¿Por qué el mar?
REVERÓN.– Usted sabe. Como una casa vieja. Len-
to. Quieto. No cambia. Siempre lo mismo. Un po-
quito más. Un poquito menos. Mar.
Reverón se quita los zapatos y los calcetines.
PSIQUIATRA.– ¿Paz?
REVERÓN, ¿Por qué paz? ¿Quién habla de paz?
(Mira largamente al psiquiatra) ¿Ésa es la pintura
que quiere? ¿Paz? ¿Mierda y paz? ¿Sabe? Usted de-
bería caminar con un techo encima, un techo de
cemento. Eso es paz. Ni mirar es paz. Usted no
mira. No sabe. No puede.
PSIQUIATRA (Un impulso).– Yo.
REVERÓN.– ¿Qué es yo?

484
PSIQUIATRA (Se atreve).– El... el cuadro que desea-
ría que pintara...
REVERÓN.– ¿Ah, entonces hay una petición...?
PSIQUIATRA.– Me honraría tener un retrato pinta-
do por usted.
REVERÓN.– Acepto, s’il vous plait. (Toma una tela y la
coloca sobre el caballete) ¿Cómo debo pintarlo?
PSIQUIATRA (Temeroso).– No puedo...
REVERÓN.– Sí puede. ¿Cómo es usted?
PSIQUIATRA.– Sería una pretensión.
REVERÓN.– ¿Cómo es usted? ¿Cómo quiere verse?
PSIQUIATRA.– Bastaría mi cabeza...
REVERÓN.– O sobraría una cabeza. Es usted quien
sabe. Es usted quien guía. El dueño es usted. El
que debe soy yo. Debo que el suelo haya dejado
de arder. ¿A cambio de qué? ¡Dígamelo!
PSIQUIATRA.– Algo azul.
REVERÓN.– Algo azul. ¿Y qué más?
PSIQUIATRA.– Tal vez un escritorio.
REVERÓN.– ¿Un escritorio y qué más?
PSIQUIATRA.– Que... que se parezca...
REVERÓN.– ¿A qué?
PSIQUIATRA.– A... a mí...
Reverón escupe la tela. Luego esparce azul sobre la saliva
y escupe sucesivas veces. Extiende el azul sobre la tela, y
firma al pie. Después muestra el cuadro.
REVERÓN.– Nada más (El psiquiatra lo mira avergon-
zado) No lo haces bien. Te atreves a curarme... y
no lo haces bien. Te atreves a curarme y no sabes
pintar.

485
PSIQUIATRA (Avergonzado).– Perdóneme. (Toma el
cuadro. Parece tenerse cuando lo examina).
REVERÓN.– Ya pagué. Y no tengo nada que perdo-
nar. Ahora soy libre. ¿Por qué no mar?
La sirena suena y aturde. Todo cambia al Salón de Artes
Plásticas 1953. Pimentel Recorte preside la ceremonia.
Todos escuchan atentos y todos son Carmen Elena, Tere-
sa, Macías, La Enfermera Amanda, Ferdinandov, Andrés­
López, Bobo, Espinoza y Los Felices y unas diez muñe-
cas. Pimentel Recorte, instalado en el pianillo, repasa el
protocolo de la ceremonia. Los Felices tocan una destem-
plada fanfarria que interrumpe la sirena del barco.
PIMENTEL RECORTE.– Cinematográfica Doble Águi-
la, presenta... (Comentario musical acompañado por
Los Felices) ¡Una vocación temprana!
Música. Reverón niño pinta en el patio donde cuelgan
las sábanas. Teresa y Carmen Elena lo contemplan em-
belesadas.
PIMENTEL RECORTE.– ¡Sus primeros estudios en
la humilde provincia!
Reverón niño avanza lentamente hacia el salón de clases.
Los estudiantes aplauden. Minerva y Macías lo condu-
cen a un estrado. Minerva corona con laureles de oro a
Reverón.
PIMENTEL RECORTE.– ¡Una vida dedicada al es-
píritu!
Reverón joven brota de la bañera, abrazado a Bobo,
chorreando agua. La procesión murmura un lento rezo.
Seis resignados del sanatorio de Maiquetía parecen bro-
tar del mar. Carmen Elena los contempla horrorizada.

486
Los seis hombres atan a Reverón joven y a Bobo. El gru-
po desaparece en el agua.
PIMENTEL RECORTE.– ¡Un espíritu indomable fra-
guado en el culto a la belleza!
Los resignados del sanatorio conducen a Reverón junto a
Ofelia que da a luz en la vieja casa. El parto es Bobo, y
desde la cama Bobo sonríe a Reverón.
PIMENTEL RECORTE.– ¡Supo aprender de los gran-
des maestros!
El barco de Ferdinandov se ilumina. Dos mujeres amor-
tajan a Teresa cubriéndola con gigantescas sábanas. De
inmediato inician una procesión que cruza frente a los
resignados.
PIMENTEL RECORTE.– Largos años de encierro,
junto al mar en la divina obsesión de la pintura.
Todo cambia hasta reproducir el castillete. La música se
detiene y da paso al mar. Reverón del sanatorio pinta a
Juanita.
REVERÓN.– Ayer fue día de pensar en ti, Nicolás Fer-
dinandov... Ayer te celebramos, Juana y yo. Pasa-
ron más de veinte años y todavía vale la pena es-
perar el barco prometido, esa inmensa nave donde
iba a caber toda la pintura del mundo. ¿Lechuza?
¿Amor? ¿Talento? ¿Yo? Aquel día, con tantas mo-
nedas, me dijiste que valía la pena vivir por ese
barco, y que sólo en el agua podía construirse el
único museo del mundo. Ese día me sentí libre, al-
guien. Pero se me olvidó decirte que nací de men-
tira, que mamá lo sabía, loco, hijo de loco, nieto de
loco, rama de loco. Ahora, esto ha empezado a ar-

487
der y se hace insoportable. Mañana no podré estar
aquí. Mañana no habrá barba ni pumpá. Mañana
cerraré la ciudad y nadie más podrá vivir en ella,
a menos que venga el barco y me convierta en pa-
sajero. Entonces, esta casa será un puerto. Ahora,
quiero ser, por última vez, su dueño.
Reverón deja de pintar.
JUANA.– ¿Nada más que hoy, señor Reverones?
REVERÓN.– Nada más que hoy, dama Juana.
JUANA.– Recuerde que aún está abierta la barbería.
REVERÓN.– Lo había olvidado.
Juana se echa encima una bata y avanza hacia un des-
vencijado sillón de barbería. Allí se sienta, como un ha-
bitual cliente. Reverón toma una brocha y una navaja
de afeitar.
REVERÓN.– ¿Deseaba mi amigo?
JUANA.– Quitarme esta barba, señor.
REVERÓN.– Servicio.
Agita la brocha en jabón. Extiende la espuma sobre el
rostro de Juana.
REVERÓN.– ¡Qué calor hace, mi señora!
JUANA.– Es el mes, señor Reverones.
REVERÓN.– ¡Qué hambre tengo, señor Reverón!
JUANA.– Es la hora, señor Reverones.
REVERÓN.– ¡Qué cansado estoy, señor Reverón!
JUANA.– Es el viaje, señor Reverones.
REVERÓN.– ¡Qué tristeza tengo, señor Reverón!
JUANA.– Es la edad, señor Reverones.
Reverón niño, Reverón joven y Bobo se aproximan al si-
llón. Toman a Reverón del sanatorio y lo conducen fuera

488
del castillete. Todo cambia al Salón Nacional de Artes
Plásticas. Fanfarria de Los Felices.
PIMENTEL RECORTE.– ¡Y, al final, el triunfo! ¡Un
galardón merecido!
Entran Reverón niño, Reverón joven y Reverón del sana-
torio. Reverón del sanatorio recibe de manos de Pimentel
Recorte un diploma y un sobre. Música. Fanfarria final
de Los Felices. Por última vez la sirena. Reverón del sa-
natorio mira hacia el barco y asciende por una pasarela.
Junto a él, Carmen Elena, Reverón joven, Ofelia, Andrés
López, el maestro Macías, el maestro Espinoza, Aman-
da, Teresa y Reverón niño.
La luz en el patio del sanatorio, sobre la pintura que Re-
verón ha dejado en el caballete. El psiquiatra se acerca a
la pintura. La toma. Sale con ella. En el centro del casti-
llete, Juana acerca fuego a Bobo. Bobo arde.

Caracas, 10 de marzo de 1990.

489
Sonny

Diferencias sobre Otelo, el moro de Venecia

1995
What cannot be preserv’d when fortune takes,
patience her injury a mockery makes
Shakespeare, Othello, acto I
Personajes

Sonny Vegas (Boxeador sudamericano


y del Caribe, categoría semipesada)
Inmaculada Chávez (Su enamorada, luego, su esposa)
Santiago Escobar (Entrenador de Sonny)
Miguel Casio (Socio de Sonny,
joven promesa del boxeo)
Pedro Chávez (Padre de Inmaculada)
Emilia Padilla (Esposa de Santiago)
Blanca Hinojosa (Novia de Miguel Casio)
Rodrigo (Integrante del equipo de boxeo)
Dionisia Vegas (Madre de Sonny)
Moraima Vegas (Hermana de Sonny)
Ludovico Bolívar (Prefecto de La Guaira)
Efraín Montano (Consejero de Sonny)
Bachiller Mosquera (Jefe Civil)
Esperanza Flores (Juez)
Sarmiento (Hombre Orquesta)
Mujer I, II y III
Puppy Pérez (Actual Campeón sudamericano
y del Caribe)
Walcott (Referee)
Fernández (Médico)
Andrés Rivero (El Anunciador)
Integrantes de la Comisión Boxística
Voz del narrador
Vecinos de La Guaira
Unas chancleteras (cuatro niñas)
Santeros
Párroco Macuá
Monaguillo Pedroza
Estrenada el 29 de octubre de 1995 por el Teatro
Profesional de Venezuela en el Teatro de El Paraíso,
Caracas.

Sonny Vegas: Franklin Virgües


Inmaculada Chávez: Lupe Gehrenbeck
Santiago Escobar: Yanis Chimaras
Pedro Chávez: Fermín Reyna
Dionisia Vegas: Antonieta Colón
Emilia Padilla: Elisa Escámez
Rodrigo: Vladimir Torres
Blanca Hinojosa: Francis Romero
Efraín Montano: José León
Miguel Casio: Julio Pereira
Moraima Vegas: Genny Pérez
Ludovico Bolívar: Lotario
Hombre Orquesta: René Álvarez
Puppy Pérez: Juan José Mejías
Santero / Bachiller Mosquera: Carlos Briceño
Santero / Monaguillo Pedroza: Omar Pachano
Santero / Vecinos de La Guaira: Argenis Aguilera
Esq. Puppy / Vecinos de La Guaira: Juan Carlos Moreno
Esq. Puppy / Vecinos de La Guaira: Argenis Aguilera
Referee Walcott: Juan Martínez
Médico Fernández / Párroco Macuá: Arquímedes Orasma
Anunciador Rivero / Vecinos de La Guaira:
Manuel Quereguán
Esperanza Flores: Mercedes Medina
Vecinos de La Guaira: Gabriela Fuentes, Patricia
Lubyherts, Judith González, Mariela Salazar, Ga-
briela Cárdenas, Nathaly Navarro, Adriana Romero,
Osnethy Trabacilo
Diseños
Iluminación, vestuario y escenografía:
Fernando Calzadilla
Asistentes
Escenografía: Eva Busato
Vestuario: Valeria Calzadilla
Iluminación: Elaiza Irizarry
Realización
Escenografía: Freddy Belisario
Vestuario de Lupe Gehrenbeck: Roberto Spoladore
Vestuario: Rosa Muñoz y Teatro Profesional de Venezuela
Promoción
Campaña promocional: Filomena Milite
Fotógrafo: Manuel Sardá
Imagen gráfica y diseño: Grostz Comunicación Creativa
Coordinación protocolo: Ana Sofía Afanador
Dirección y producción
Dirección técnica: Rebeca Ríos
Operador de iluminación: Franklin Rojas
Operador de sonido: Iván José Romero
Música original y banda sonora: Francisco Cabrujas
Coreografía: Anita Vivas
Asistente de dirección: Otilia Docados
Asistente de producción: Noraima Mejías
Producción ejecutiva: Margarita Lamas
Producción General: Moisés Guevara
Dirección General: José Ignacio Cabrujas
Primer acto

TERCERA LLAMADA
La Habana, 22 de mayo de 1957. 9:00 p.m.

Entrada de Sonny Vegas al Polideportivo José Martí. Em-


peñosa comparsa de congas y tumbadoras. Sonny, trusa
roja y bata blanca provista de capucha, avanza hacia
el resplandeciente cuadrilátero seguido de Santiago, Mi-
guel, Montano y Rodrigo. Aguardan allí el referee Walcott,
menudo y de anteojillos; Fernández, el médico oficial con
aspecto de veguero acaudalado; el anunciador Rivero,
guayabera y gomina, y los integrantes de la Comisión
Boxística, Presidente, Vicepresidente y Secretario, todos
prósperos y notables.
Sonny y su comitiva suben al ring y, tras un breve saludo
que el público ignora, ocupan posiciones en la esquina
correspondiente.
No tarda en dejarse ver el ídolo local, Puppy Pérez, pre-
cedido de la fanfarria “Hijos de los mambises”. Viste tru-
sa negra y batín esmeralda con el símbolo del alacrán
en la espalda. Lo envuelve a partir de su aparición una
abigarrada algarabía de santeros que entonan conjuros y
hacen sonar caracoles y maracas. Puppy camina consa-
grado al ritmo de la música, como si cada sonido le per-
teneciera. Trae consigo una clamorosa gallina negra y en
ocasiones la agita, a manera de íntimo trofeo.
Aclamado por la entusiasta fanaticada, ingresa al ring
y se arrodilla agradeciendo el fervor de los admiradores.

498
Arroja después el ave a los pies de Sonny y el gesto des-
pierta un entusiasmo cómplice.
A continuación da la espalda al rival, se despoja de la bata
y exhibe altivo la ancha faja plateada que lo acredita como
Campeón Peso Welter del Caribe y Sudamérica.
Desciende un micrófono RCA y Andrés Rivero anuncia
el combate.

RIVERO.– ¡Damas y caballeros! (Delirio) ¡Desde el


Polideportivo José Martí a cada rincón de Amé-
rica y el mundo! ¡Noche de gloria! ¡Gran pelea
estelar­ a quince rounds por el campeonato sud-
americano y del Caribe, categoría semi pesada!
¡En la esquina a mi derecha, 92 kilos, 380 gra-
mos..., el retador invicto...! ¡Sonny Vegas, de La
Guaira, Venezuela!
Sonny recibe una espontánea silbatina, que ignora mien-
tras entrega airoso su bata a Miguel Casio. Santiago, a
manera de respuesta, toma la inquieta gallina negra y,
tras pesarla en una mano, la arroja fuera del ring.
RIVERO (Después de una efectiva pausa).– ¡En la es-
quina a mi izquierda, defendiendo por sexta vez
su título y pesando 92 kilos exactos, el campeón
sudamericano y del Caribe...! ¡Puppy Camilo Ló-
pez, de Cienfuegos, Cuba!
Algarabía y compases iniciales de la quinta sinfonía de
Beethoven, interpretados a lo estridente. Cae de lo alto
abundante escarcha plateada y se ilumina un retrato
protocolar de José Martí. Asciende el micrófono. Silencio.
Walcott va al centro del ring y llama a los boxeadores.

499
Acude Sonny y, segundos después, Puppy. Las reglas ex-
puestas por el referee son un breve murmullo que finali-
za con una palmada. Durante las instrucciones, Puppy
se santigua tres veces. Sonny y el campeón regresan a sus
esquinas. Silbato. Desaparecen los banquillos. Se retiran
los integrantes de las respectivas esquinas.
Campana. Primer round. Se inicia con treinta segundos
de fintas y amagos. Puppy conecta un gancho de izquierda
y, a continuación, dos directos a la mandíbula del retador.
Sonny amarra prudente y el referee interviene separándo-
los. Puppy mantiene la pelea a distancia. Nuevas fintas.
Sonny lleva a Puppy a una esquina e inicia una andanada
de jabs sobre la línea de la cintura. Murmullos. Luego se
inclina, deshaciendo el cuerpo a cuerpo, y consigue un
upper de claro impacto sobre el rostro del campeón. Pu-
ppy amarra y Walcott interviene separándolos. Clara re-
acción de Puppy en el centro del ring. Sucesión de derechas
e izquierdas a media distancia. Júbilo. Sonny se despla-
za hacia su esquina. Los dos contendientes intercambian
golpes de escasa efectividad. Dos directos de Puppy sobre
el pómulo izquierdo de Sonny. Veinte segundos de fintas.
Acelerada sucesión de jabs a cargo de Sonny y contunden-
te izquierda sobre el pómulo derecho del campeón. Puppy
retrocede hasta apoyarse en las cuerdas. Sonny busca el
inside. Incidente confuso. Un codazo de Puppy sobre la
ceja derecha de Sonny. Sangre. Campana.
Los dos boxeadores se dirigen a sus respectivas esquinas.
Descanso. Sonny escupe el protector y contempla la san-
gre en sus guantes. Miguel unta, urgente, vaselina sobre
la herida.

500
SANTIAGO.– ¡Afuera, Sonny!
SONNY (Bufidos).– ¿Cómo luce?
SANTIAGO.– Tablas.
SONNY.– ¿La cortada?
SANTIAGO.– Cuídala.
Sonny asiente. Puppy se incorpora en su esquina, hace
gárgaras, arroja el agua a un balde e imita la jactancia
de los gallos. Un haz de luz sobre el reloj. Música. Silba-
to. Campana.
Segundo round. Fintas iniciales. Puppy, instruido, al-
canza la herida de Sonny con un poderoso derechazo. El
retador retrocede. Brota abundante sangre de la herida.
Mambo del segundo round. Impactos rítmicos como si
una esponja perdiera aire. Puppy, encogido, busca a Son-
ny. Amagos. Intercambio de golpes en el centro del ring.
Neta ventaja del campeón. De nuevo un derechazo sobre
la ceja abierta. Sonny vacila. Walcott detiene el combate
y lleva a Sonny a la esquina de auxilios.
SONNY (Protesta).– ¡Nada! ¡Nada!
Se interrumpe el mambo del segundo round. Santiago,
Miguel, Rodrigo y Montano, corren a presenciar la tarea
del médico. Fernández revisa la herida.
SONNY (Sin aliento).– ¡No pares la pelea, partero!
¡No te luzcas! ¡No pares!
Breve pausa. Fernández, satisfecho, agrega vaselina sobre
la herida. Walcott convoca a los dos boxeadores al centro
del ring. Continúa el mambo. El combate se reanuda. Son-
ny abruma a Puppy con cuatro jabs consecutivos y dos
feroces ganchos al diafragma. Puppy insiste en la herida.
Fugaz desconcierto de Sonny. Contundente derecha de

501
Puppy sobre la mandíbula del retador. Sonny cae. Walcott
cuenta.
WALCOTT.– Uno. Dos. Tres. Cuatro. Cinco. Seis.
Siete...
Sonny se incorpora. Puppy busca el remate.
SANTIAGO, MIGUEL Y MONTANO.– ¡Fuera, Son-
ny! ¡Fuera, Sonny!
Sonny se aparta y elude la furiosa acometida. Fintas.
Derechazo de Puppy sobre la herida. Campana. Cesa el
mambo. Vacilante, Sonny regresa a su esquina dejando
un rastro de sangre. Miguel y Santiago lo auxilian.
SONNY (A Santiago, por la herida).– ¡Escóndela!
¡Rápido!
SANTIAGO (Rabioso).– ¡Te estoy diciendo que afuera!
SONNY (Mirando a Puppy).– Díselo a él.
Miguel limpia la herida.
MIGUEL.– No cierra, campeón.
SONNY (Resoplando y como si comentara una vergüen-
za).– ¡Escóndela, digo! ¿No sabes?
SANTIAGO (Precavido).– Un codo sucio no deshon-
ra a nadie y siempre queda la revancha.
SONNY.– Cómete la toalla, quémala, píntala de ne-
gro, pero que no te la vea en las manos. Ahora
es mío. Él y su madre y la entrecosura. ¡Hijo de
puta! ¡Hijo de López!
Sonny se incorpora y destella. Silbato. Campana.
Tercer round. Música: adagietto del tercer round. Son-
ny agazapa el cuerpo. Segundos de amagos. Luz de luna
llena sobre el cuarto de Inmaculada Chávez. Reluce en
la penumbra el anaranjado celuloide de un Philco y ella,

502
de perfil, escucha. La misma luna y parecida luz sobre el
fogón de Dionisia Vegas, aferrada a un rezo y pendiente
de la radio. A su lado, Moraima.
VOZ DEL NARRADOR.– La campana del aborigen
Hatuey y un tercer round de valerosa sangre, da-
mas y caballeros.
DIONISIA.– Que trague y queme San Miguel.
VOZ DEL NARRADOR.– La esquina de Puppy no
tiene otra melodía ni otra prosodia que el inevi-
table cuerpo a cuerpo de las grandes proezas:
Aquiles y Héctor, Bonaparte y Wellington.
DIONISIA.– Santo. Santo. Santo. Ingleses y franceses.
VOZ DEL NARRADOR.– La asamblea del petróleo
continental, por el contrario, medita afligida so-
bre el decoro de una bandera blanca que a ningu-
na reputación haría daño.
INMACULADA (Aliento y furia).– Sonny.
DIONISIA.– Sonny.
Llanto de Moraima.
VOZ DEL NARRADOR.– Un solo destino, un cami-
no sin regreso, cuando ambos boxeadores des-
cifran jeroglíficos en el centro del cuadrilátero.
Isis y Osiris. El búho y el gato. Puppy es una aca-
demia perpetua. Puppy es Píndaro, rimando los
once nombres del mar Egeo. Y allí van dos jabs
cortos, esplendorosos, ecuménicos, verdaderos
desenlaces sobre el rostro martirizado del reta-
dor guaireño.
INMACULADA (Mientras deshace una cinta de seda en
su cuello).– Sonny.

503
DIONISIA (Conjuro).– Ave, Dios, Ave, Dios, Ave, Dios.
Concebido y parido.
La cinta desciende en círculos sobre el ring. Se amplifican
los bufidos de Sonny y los puñetazos de Puppy suenan como
pisadas sobre charco. Decae la luz del cuadrilátero y au-
menta la que concierne a los boxeadores, ahora minuciosos
de espacio. Continúa el adagietto del tercer round.
VOZ DE SONNY.– Ayer repasé todo lo dicho, In-
maculada Chávez, y supe que nunca más visi-
taré un monumento o una gloria del mundo sin
pronunciar tu nombre, a fin de conocer lo que
miro y entenderlo. No me hallo en tela alguna y
así te consta. No me contiene el cuerpo. Dejó de
ser vaso y no se convierte en piel. (Dos directos de
Puppy sobre el rostro de Sonny). Todo lo sucedido y
por suceder sería entonces vano como la doliente
señal que ahora llega a mis oídos. Sin ti, es sorda.
Sin ti, es ruido, Inmaculada.
Contundente gancho de Puppy y la herida de Sonny pa-
rece estallar.
MIGUEL (Indicando la toalla).– ¡Tírala, Santiago!
¿Qué esperas?
SANTIAGO (Ira).– ¡El maldito negro sabe y pega!
¡No necesita consejos!
Lentos amagos.
VOZ DE SONNY.– ¿Qué más sino regresar herido?
Once veces me has contado herido y aun así espe-
rabas la docena. Guarda comida, ahora. No vacíes
la botella. No encierres el pan. No destiendas la
cama porque te hará falta mi mano. Yo vuelvo.

504
Heroico directo de Sonny sobre la cabeza de Puppy. El
campeón cae.
VOZ DEL NARRADOR.– ¡Y se despide Puppy, se-
ñoras y señores! ¡Se ausenta el alacrán! ¡Se va sin
los santos óleos, por cortesía de Hatuey en sus
variedades rubia y morena! Uno, dos...
WALCOTT (Para quedar inmóvil).– ¡Tres!
DIONISIA.– ¡Cuatro!
INMACULADA.– ¡Cinco!
Profusión de bombillos que se encienden sobre una esca-
linata de La Guaira. Júbilo de la barriada.
VECINOS, NARRADOR, INMACULADA Y DIONI-
SIA.– Seis... siete... ocho... nueve... ¡Fuera!
Sonny abrazado por los integrantes de su esquina. Puppy,
oscuro y derrotado. Sonny levanta una copa conmemora-
tiva. Puppy declara a un periodista radial. Sonny rodeado
de micrófonos. Barahúnda. Inmaculada abre una ventana
que deja ver luna y estrellas. Dionisia Vegas provoca un
humo consagratorio. Estrepitosa guaracha de la victoria
sudamericana y del Caribe. En el ring, Santiago, Mon-
tano, Rodrigo y Miguel abrazan al ensangrentado Sonny.
Puppy se incorpora a duras penas y camina aturdido ha-
cia el banquillo. Walcott levanta la mano del nuevo cam-
peón. Santiago recibe del Comisionado principal la faja
de los emblemas y la ajusta a la cintura de Sonny. Oscuro
total en el ring, interrumpido por continuos flashes, cada
uno de ellos mostrando poses diversas.
Continúa en la escalinata la guaracha de la victoria sud-
americana y del Caribe. Moraima aparece en lo alto. Trae
sobre su cabeza una radio y arrastra un larguísimo cable.

505
MORAIMA.– ¡Es Sonny! ¡Es Sonny!
Progresivo silencio hasta escuchar en la radio la voz de
Sonny.
VOZ DE SONNY.– Un saludo expresivo a todos,
porque sé que hay fiesta en La Guaira y en toda
Venezuela. A mamá, mi señora Dionisia Vegas,
que le compré un estampado y un velo. A Alberto
que le llevo el dominó de marfil. A Sixto, media
docena de guayaberas. A Cándido, el ron. A Ele-
na, la Caridad del Cobre. A Ocando, un par de
dos tonos. A García, las congas. A Virgilio, taba-
co. A todos, mi afecto y al ex campeón un saludo
deportivo. Gracias por la gallina.
DIONISIA (Un grito).– ¡Sonny!
Miguel viste a Sonny con la bata. Santiago se aproxima.
MIGUEL.– Como el santo Niño.
SONNY (A Santiago).– ¿Quién hace la sopa?
Santiago abraza a Sonny.
SANTIAGO.– La que pone los huevos.
Ríen Sonny y Santiago en La Habana, y en La Guaira
se reanuda la charanga, convertida en eufórica compar-
sa que asciende la escalinata hasta perderse llevándose
a Dionisia en hombros. Sonny desciende iluminado y el
ring desaparece lentamente. Oscuro.

***
Preludio de la segunda escena: lento y sugestivo. Silbidos
de Moraima tan pronto concluye la música. Una sua-
ve luz acuchillada define progresivamente los muros y el
patio de bolas de la casa de Pedro Chávez. Cuelga de las

506
ramas de un guayabo una sábana que hace las veces de
pantalla y sobre ella se proyectan mediante un artefac-
to alemán imágenes espasmódicas de “Allá en el rancho
grande”. Moraima aparece en lo alto de un nudo. Desde
allí insiste en los silbidos tan pronto se acostumbra al
sitio. Inmaculada Chávez se asoma atraída, desciende y
reconoce la sombra en lo alto del nudo.
INMACULADA.– ¿Moraima?
MORAIMA (Un murmullo agitado).– ¡Inmaculada!
¡Llegó Sonny!
INMACULADA (Como un filo).– ¿No era mañana?
MORAIMA.– Te espera en la redoma (Recado) Que
traigas ropa. Que lleves tus papeles, cédula, par-
tida y lo que haga falta salvo peine y jabón de
olor. Que te dispongas.
INMACULADA.– ¿Ahora?
MORAIMA.– Ahora. Habilitó la jefatura. Sacó de la
cama al bachiller Mosquera. ¡Toma, toma y toma!
INMACULADA (Mucho).– ¿Cuándo, Moraima?
MORAIMA.– ¡Corre! ¡Él te explica! ¡Él sabe!
Moraima desaparece e instantes después oímos el resonar
de sus pasos calle abajo. Estallan cohetes y se escucha
lejano, proveniente del puerto, la entusiasta guaracha de
la victoria sudamericana acompañada de gritos y exal-
taciones. Inmaculada regresa muy de prisa a la habita-
ción en lo alto y enciende la luz de un áspero bombillo.
INMACULADA (Como un rezo).– Él sabe.
Abre el armario que deja ver destellos y elige entre diez
un vestido negro y plata, vanidad de dos fiestas. Se per-
signa antes de vestirse. Pedro Chávez viene de la casa y

507
recorre el patio. Tito Guízar le mancha el cuerpo cuando
mira hacia la habitación de su hija.
CHÄVEZ (Llama).– ¡Inmaculada!
Sobresalto. Inmaculada deja a un lado el vestido. Discre-
ta se asoma al balcón y desde allí contesta.
INMACULADA.– ¿No dormías?
CHÁVEZ.– Dios te bendiga.
INMACULADA.– Amén.
Estallan artificios en el cielo. Chávez apaga el proyector.
CHÁVEZ.– Se está muriendo la mayor de las Con-
treras.
INMACULADA.– ¿Anastasia?
CHÁVEZ.– Tu madre fue a ayudar. Dejó comida en
la cocina.
INMACULADA.– Ya vi.
CHÁVEZ.– ¿Te acuestas?
INMACULADA.– Iba. ¿Quieres algo?
CHÁVEZ.– Espero a Eduvigis. No debe tardar.
INMACULADA.– ¿De qué se muere Anastasia Con-
treras?
CHÁVEZ.– De tupida, será. De tanto no usarse en
vida. Comenzó a agonizar a las cinco de la tar-
de mientras cantaba “En mi corazón hay fiesta” y
hasta las once no rendía cuentas.
INMACULADA.– Dios la ampare.
CHÁVEZ.– Con todo, debe céntimos. Se va ligero
quien lo vivió leve.
INMACULADA.– Habrá que ir al entierro.
CHÁVEZ.– Si pierde la costumbre de seguir amane-
ciendo, ¿será mucho?

508
INMACULADA (Inquieta).– Bendición, entonces.
CHÁVEZ.– ¿Qué hacías?
INMACULADA.– Orden.
Ladridos, cohetes y recapitulación aún más lejana de la
guaracha “Victoria sudamericana”. Larga pausa.
CHÁVEZ (Con el último fulgor).– Pólvora.
INMACULADA.– ¿Decías?
CHÁVEZ (Insiste y filosofa).– Pólvora. Hoy en día cual-
quier cosa vale pólvora. Andrés Bello, gramático
inmenso, descubrió en su época otra manera de
mencionar el pasado. Quien no llegue a treinta
años la ignora, pero tan jodida era que la llamó
pluscuamperfecta. Nadie quemó un cohete en su
honor, nadie encendió una mecha, nadie dijo esto
o lo otro. Menos de doscientos años después, un
negro errático azota la mandíbula de cualquier
imbécil y todos lo celebran.
INMACULADA.– Prometió traer el título. Y lo hizo.
CHÁVEZ.– ¿Cuál título? ¿Arregla caballos? ¿Cura la
migraña? ¿Mejora el mal de culebrilla?
INMACULADA.– Hace lo que hace. ¿Por qué te en-
venenas cada vez que Sonny salta?
CHÁVEZ.– ¿Quién dice? ¿Qué me importa?
INMACULADA.– Yo digo. ¿Por qué ese rencor?
¿Quién le abrió la puerta de esta casa?
CHÁVEZ.– No se las ha cerrado nadie. Igual una
vieja necesitada. Igual una monja pedigüeña.
Igual un mono maromero.
INMACULADA.– ¿No nos visitó antes de irse a La
Habana? ¿No le encargó mamá polvo Coty?

509
CHÁVEZ (Airado).– Lleva leontina y mancuernas de
rubíes, pero ni la leontina ni las mancuernas lo
llevan a él, tenlo por seguro. Una franela y un
pantalón limpio serían suficientes, tratándose de
quien es. Y agrégale el apellido cuando te refieras
a su persona. No es Sonny. Es Vegas. No es mon-
te. No es yerbabuena ni crece silvestre. Habla de
ti en los bares y no me gusta cuando te menciona
delante de los suyos porque abusa de la boca.
INMACULADA.– Yo también lo menciono.
CHÁVEZ.– Por generosidad humana. Por democra-
cia constitucional. ¿O puede haber otra razón?
Mírate y míralo. ¡Polvo Coty!
INMACULADA.– No la hay.
CHÁVEZ.– ¡El hijo de una sobadora y un trinitario!
¿Responsable? Dios te guarde. Mañana lo conde-
cora el Gobernador tan pronto frise la plaza Bo-
lívar. ¿Se ha visto medalla más inútil en la histo-
ria del litoral venezolano? ¡La orden del Mariscal
de Ayacucho a quien durará, si acaso, tres peleas
antes de mudar el cuero como todo negro incon-
forme que viva para usarse el pelo! ¡Así agradece-
mos la Independencia!
Luces tenues en la redoma. Suenan dos remolcadores en
el puerto y se aproxima a la empinada escalinata una
ruidosa charanga de estimadores:
Ya lo picó el alacrán
Ya la cuenta se cerró.
Y de La Habana vuelve el campeón.
A La Guaira y a la nación.

510
Sonny, de smoking tropical y clavel rojo, aguarda a In-
maculada y oculta su presencia en la oscuridad de un
callejón. La charanga se aleja.
INMACULADA.– Habrá que dormir, entonces.
CHÁVEZ.– Yo espero a Eduvigis.
INMACULADA.– Despiértame temprano. Mañana
hay mercado.
CHÁVEZ.– Si Dios quiere y la viuda Contreras no
dispone.
Inmaculada regresa al cuarto. Pedro Chávez enciende de
nuevo el proyector, eleva el volumen y entretiene el ocio
contemplando a Tito Guízar. Inmaculada, urgida, escoge
lo indispensable, llena un bolso, se acomoda el traje negro,
envuelve sus cabellos en un pañuelo y desaparece temblo-
rosa, caminando de puntillas. Una pausa y se asoma a la
calle desierta. Persignándose emprende el camino. Le sa-
len al paso tres mujeres que portan velas y avanzan rumbo
a la casa parroquial. Una de ellas repiquetea la campana
del monaguillo Pedroza.
MUJER I (Anuncia a quienes duermen).– Ya se murió
Anastasia Contreras.
MUJER II.– La reciba Dios.
MUJER III.– La envuelva en su manto.
MUJERES I, II y III.– Sanctus. Sanctus. Sanctus. La
envuelva en su manto.
MUJER II.– Murió Anastasia Contreras.
MUJERES I, II y III.– Sanctus. Sanctus. Sanctus.
Hasta alejarse. Inmaculada sale de la sombra donde se ha
escondido y con el corazón en la boca se pierde en lo alto.
Un haz de luz sobre Sonny, que aguarda en la redoma.

511
Pasan cercanas las tres mujeres. Temblor de Inmaculada.
MUJER III.– Ya se murió Anastasia Contreras.
MUJER II.– La reciba Dios.
MUJER I.– La envuelva en su manto.
MUJERES I, II y II.– Sanctus. Sanctus. Sanctus. La en-
vuelva en su manto.
En la oscuridad de la noche el alma fosforescente de
Anastasia Contreras se eleva al cielo. Una radio vecina
deja oír “Madreselva”. Sonny se impacienta. Inmacula-
da alcanza la redoma. Se contemplan. Un gesto de Sonny
detiene el caminar de Inmaculada.
SONNY.– Esto será lo que diré cuando envejezca y
quiera morder el agua. (Con los pasos) Que eran
las once de la noche, en La Guaira, Departamen-
to Vargas. Que venías de negro y plata. Que traías
pañuelo y bolso. Que hacía brisa. Que cantaba
una argentina. Que sentía ardor en la cara.
Estrecho abrazo.
INMACULADA.– ¡Sonny!
Sonny besa a Inmaculada tres veces.
SONNY (Con cada beso).– Y que era y será por siem-
pre, esto, y esto, la mayor querella entre nosotros.
INMACULADA.– Con casi nada vine.
SONNY.– Contigo viniste y el equipaje eres tú. Nos
esperan el bachiller Mosquera y la Administración
Civil de la República. ¿Qué más hace falta sino el
laminado corriente, nombre, edad y fecha?
INMACULADA (Tocando la herida).– ¿Quién te curó?
SONNY.– Ahora acaba de cerrarse ella misma. Ahora
me perdona y se espanta de haberme dejado cie-

512
go. Pero, desangrándome, después de verte con la
mitad de un ojo, podría haber muerto, guerrera,
sólo para ser recordado como el hombre más feliz
de las Antillas.
INMACULADA (Como una invocación).– No sé lo que
traje, ni cómo salí.
SONNY.– ¿Y en tu casa?
INMACULADA.– Nada. Murió la mayor de las Con-
treras y ahora creen que duermo. Tengo miedo,
Sonny. No de ti. No de nosotros ni de saber que
estoy aquí.
SONNY.– ¿Qué dejaste? ¿Leche, calentándose? ¿Cal-
do, haciéndose?
INMACULADA.– Un perro de yeso. Creo.
SONNY.– ¿Somos ladrones, entonces?
INMACULADA.– No.
SONNY.– Dios sabe que te habría pedido, pero sabe
también que firmo en cualquier libro, que apren-
dí a escribir en la Municipal Artigas, Sonny Ale-
jandro Vegas, sin hache en Alejandro, sabiendo
que esta noche haría falta.
INMACULADA (Abre su bolso).– Conseguí cédula,
partida de nacimiento, prueba de bautismo, certi-
ficado de vacuna, constancia de comunión, diplo-
ma de bachillerato. ¿Pedirán más en la Jefatura?
Sonny saca de su bolsillo un estuche. Abriéndolo deja ver
los correspondientes anillos de boda.
SONNY.– Vienen de La Habana. Uno cabe en tu
dedo y el otro te sabe. Los dos son mi calma. Se
llamaba Espinoza el joyero que me hizo pensar

513
en la medida. Ramón Espinoza y hermanos, su-
cursal Maceo, Avenida Legalidad. Dios lo favo-
rezca. Una sexta parte de la que ves en el mío, le
dije, y ahora veo que era cierto.
INMACULADA.– Un día antes, Sonny.
SONNY.– Un día a favor. Vamos. No hay tiempo.
Destaca una estrella en lo alto.
SONNY (Señalándola).– Es Venus. Y resplandece.
Sonny envuelve a Inmaculada en un abrazo y así se ale-
jan callejón abajo. Dos hombres despliegan en lo alto de
un poste una pancarta donde consta que Cerveza Cara-
cas da la bienvenida al novedoso campeón. De muy arri-
ba caen pendones municipales y comerciales alusivos a
la victoria. Santiago viene de un resplandor que hace las
veces de portón. Gana apresuradamente la calle. Emilia
lo acosa.
EMILIA.– ¡Ni una cadena de alpaca! ¡Ni un maldito
caracol nacarado que diga Habana! ¡Nada! ¡Cal-
zoncillos sucios!
SANTIAGO.– Pregunta cuánto gané. ¡Seis meses ha-
ciendo guantes, gárgaras antes de salir el sol, tro-
te, cuerda, diligencias! ¡Pregunta cuánto gané y si
alcanzaba para traerte un regalo o para beberme
un daiquiri de mandarina en el bar de los astu-
rianos! ¡Que el negro lo diga!
EMILIA.– ¡Ni un par de zapatos!
SANTIAGO.– No me acuerdo del número. Sé que es
ancho e inmenso, sé que es fatal y agresivo, pero
no me acuerdo del número.
Santiago evita a Emilia y se aproxima a la escalinata.

514
EMILIA.– ¿Adónde vas?
SANTIAGO (Hosco).– Pon el arroz.
EMILIA.– ¡Pero si acabas de llegar!
SANTIAGO (Grita).– ¡Acabo de llegar y acabo de
salir! ¡Es lo que he estado haciendo desde hace
veinte años mientras el arroz se hacía! ¡Así que
ponlo, hiérvelo, ablándalo! Vendré más tarde.
EMILIA.– ¡Santiago!
SANTIAGO.– ¿Qué más? ¿Una fiesta? ¿Quieres de-
cirme el motivo?
EMILIA.– ¡Quédate en casa alguna vez! ¡Tira el saco
en un mueble! ¡Pregunta!
SANTIAGO.– Punto y medio de porcentaje. ¡Eso es
lo que traigo! ¡Mi paga! ¡Sobre un montón de bi-
lletes, punto y medio de porcentaje efectivo! ¡A
eso llama el negro una sociedad! ¡Punto y medio
porque no invertí en el negocio por falta de ca-
pital! ¡Sudé como un cerdo, pero no invertí! ¡Me
quería en la esquina! ¡Cuidado aquí, haz esto y
haz lo otro! ¡Dejé la garganta en el Polideportivo
José Martí, a todos les consta! ¡Ganó el título a
gritos y ahora le conviene creer que fue una dere-
cha neta a la mandíbula! ¿De cuándo acá?
EMILIA.– Podrías decírselo, en lugar de...
SANTIAGO.– ¡La esquina sobra! ¡Según él, sobra!
¡La esquina adorna! ¡Él sabe! ¡Él dispone! ¡Él
arregla! ¡Y tu pides zapatos, caracoles de la Haba-
na, zarcillos de lágrimas! ¡Enfría la cerveza! ¡Haz
lo que sabes!
EMILIA.– ¿Quién te espera?

515
SANTIAGO.– Nadie me espera.
EMILIA.– ¡No me vas a encontrar! ¡Tanto va a ser
que no me vas a encontrar!
SANTIAGO.– ¡Deja dicho adónde vas!
EMILIA.– ¡Lejos! ¡Maldito sea! ¡Bien lejos!
SANTIAGO.– ¡Entonces desocupa! ¡Haz espacio!
¡Puede ser que en una semana no siga oliendo a
aceite de maní ni a rancio de entretela!
Santiago se aleja escalinata arriba.
EMILIA (Grita).– ¡Lejos, Santiago! ¡Ya lo verás!
SANTIAGO.– ¡Duérmete! Piensa cómo eras y qué as-
pecto tenías. Échate de menos. Eso es un tema.
Santiago desaparece. Emilia va a seguirlo, pero el párro-
co Macuá se asoma en la calle seguido del monaguillo
Pedroza y media docena de atribuladas vecinas. Dos de
ellas traen una pieza de lienzo. Emilia se persigna repe-
tidas veces.
EMILIA.– ¿Quién murió?
MUJER I.– Anastasia Contreras.
EMILIA.– Que el Señor la reclame.
MUJER II.– ¿No vienes, Emilia?
EMILIA (A modo de disculpa).– Santiago llegó de La
Habana.
MUJER I.– ¿Cuándo?
EMILIA.– Esta tarde. Me trajo zapatos. Dos pares.
Piel de culebra y pura belleza.
MUJER II.– Mañana los enseñas.
EMILIA.– No son de velorio.
Macuá, Pedroza y las mujeres se alejan. Oscuro. Se en-
ciende el bombillo de un poste. Santiago y Rodrigo, silue-

516
tas en la penumbra de la calle, beben anisado junto a la
casa de Pedro Chávez.
RODRIGO (Indispuesto y regresando de un merodeo).–
Será que duermen. Será que no sucede.
SANTIAGO.– Despiértalo.
RODRIGO.– ¿Cómo?
SANTIAGO (Retándolo).– ¿La vieron salir, sí o no?
RODRIGO.– Vestida de largo. Oscuro y plata.
SANTIAGO.– ¿A qué? ¿Iba a misa de gallo? ¿La acom-
pañaba su madre? ¿Llevaba velo?
RODRIGO.– Fue a la redoma.
SANTIAGO.– Y él esperaba. ¿Será una tertulia?
RODRIGO (Ahogado).– Abrieron la Jefatura.
SANTIAGO.– ¡Pasmado! ¿Qué se hace en una Jefa-
tura a las once y media de la noche? ¿Negociar un
certificado de vacuna? ¿Registrar una hipoteca?
RODRIGO.– Ella...
SANTIAGO.– Ella. Blanca, alta, larga de piernas. No le
alcanzarán las narices al negro para oler su aroma.
No distinguirá jazmín de sudor, ni rosa de aliento.
RODRIGO.– ¿Qué puedo hacer?
SANTIAGO.– ¡Abre los ojos! ¡Que lo sepa el maestro
Chávez! ¡Dos borracheras en La Habana y una
visita a la perfumería! ¿No te acompañé? ¡Un es-
tuche francés de trescientos pesos! ¡Oro en las
puntas! ¡Ella, esto y lo otro! ¡Que era tu vida y
Olga Guillot! ¡Que la imaginabas y no cabías en
los pantalones! Y ahora, ¿quién va a usar tu vida?
¿Quién va a cantar con Olga Guillot? ¿Quién se
instala? ¿Quién administra?

517
RODRIGO (Llama a gritos).– ¡Pedro Chávez!
Santiago bebe un resto de anisado. Arroja la botella y se
escucha un estrépito de vidrios.
SANTIAGO.– ¡Llámalo! ¡Medio kilo de paja sobre el
negro! ¿O puede hacer lo que le dé la gana? ¡Llá-
malo! (Grita) ¡Pedro Chávez!
RODRIGO.– ¿Y si es mentira?
SANTIAGO.– ¡Llámalo!
RODRIGO (Llama).– ¡Pedro Chávez!
Santiago toma otra botella de manos de Rodrigo y la
arroja hacia la casa.
SANTIAGO.– ¡Pedro Chávez! ¿Qué es de tu familia?
Breve pausa y Pedro Chávez se asoma.
CHÁVEZ (Indignado).– ¿Cuál es la mierda?
SANTIAGO.– La mierda, maestro Chávez, es que hay
una cama tendida y otra que va a destenderse.
CHÁVEZ (Bochorno).– ¿Quién eres?
SANTIAGO.– ¡El amigo del pueblo! ¡Registra los
cuartos, pasa la lista, pide el presente, porque
falta alguien!
CHÁVEZ.– ¡Sal afuera, hijo de puta!
SANTIAGO.– ¿Qué es de tu hija? ¿Quién le echó
mano?
CHÁVEZ.– ¡Inmaculada!
SANTIAGO.– ¡Ay, Pedro Chávez! ¡Inmaculada del
Carmen!
CHÁVEZ (Desesperado).– ¿Quién eres?
SANTIAGO.– ¡Búscala! ¡A ella y después a Sonny,
no vayan a hacer sin tu permiso el animal de dos
espaldas!

518
CHÁVEZ (Presagio).– ¡Sonny!
SANTIAGO (Alejándose).– ¡Ay, Pedro Chávez! ¡Sonny!
¡Sudamericano y del Caribe!
Rodrigo sigue a Santiago.
SANTIAGO.– ¡Ay, Pedro Chávez! ¡Busca en la Jefa-
tura!
Risotadas de Santiago y Rodrigo. Breve oscuro. Descien-
de un contundente escudo de la República de Venezue-
la y preside el pulcro espacio de la Jefatura Parroquial.
Aguardan la llegada de los contrayentes, el Prefecto Lu-
dovico; el bachiller Mosquera, Jefe Civil; la juez Esperan-
za Flores, el secretario Picón, Dionisia, Moraima, Miguel
y diez vecinos. Sarmiento, Hombre Orquesta provisto de
armónica, redoblante, campana y bombo, entretiene
la espera interpretando “Danubio Azul”. Asomada a la
ventana, Moraima distingue a Sonny e Inmaculada.
MORAIMA (Anuncia).– ¡Vienen!
LUDOVICO.– ¡Silencio!
Sonny e Inmaculada entran del brazo a la Jefatura y de
lo alto caen cintas de colores. Algarabía y aplausos de los
vecinos presentes. Repertorio de abrazos.
VECINOS (Confuso).– ¡Sonny! ¡Campeón! ¡Herma-
no! ¡Sonny!
Moraima llora. Miguel se aproxima a la pareja.
MIGUEL.– ¡Campeón!
SONNY.– Gracias a Dios. Gracias a todos.
MIGUEL.– Inmaculada.
DIONISIA (Exaltada).– ¡Mi moro y mi cristiana! ¡Lo
más alto! ¡Lo más grande!
INMACULADA (Abrazándola).– Señora Vegas.

519
Moraima entrega a Inmaculada un ramillete de floreci-
llas y bordados.
MORAIMA.– De mis manos.
INMACULADA.– Benditas sean.
Progresivo silencio cuando Ludovico se aproxima a Sonny,
ofreciéndole un hermoso collar de caracoles y huesos.
LUDOVICO.– De La Guaira al mejor hijo de La Guai-
ra. Del pueblo agradecido a quien nos representó
en La Habana y se ha hecho ejemplo.
Sonny recibe el collar, lo besa y procede a asumirlo en su
cuello. Un estrecho abrazo. Cesa la música.
LUDOVICO (Tras una pausa).– Sírvase, el señor Jefe Ci-
vil, bachiller Pedro Mosquera, leer el orden del día.
MOSQUERA (Lee).– «República de Venezuela. Jefa-
tura parroquial de la ciudad de La Guaira a 24 de
mayo de 1957, siendo las once y cuarenta y cinco
de la noche, sesión extraordinaria. Orden del Día.
Punto número uno: acuerdo unánime mediante­
el cual este organismo se suma a la aflicción ge-
neral por el fallecimiento de doña Anastasia Con-
treras, mujer de ejemplo. Se propone un minuto
de silencio. (Breve pausa) Se acepta».
Sombreros en la mano y un minuto de silencio. De la
boca cerrada de Dionisia Vegas escala un cántico sante-
ro. Durante la pausa, Emilia en la Jefatura.
MOSQUERA.– Punto número dos. Requisitoria civil
de los ciudadanos Sonny Alejandro Vegas e Inma-
culada Chávez, vecinos de esta circunscripción.
SONNY (Cuando se sabe oído).– Noble gente de La
Guaira, vecinos, amigos y eximias autoridades.

520
Honorable Prefecto Departamental; doctora Es-
peranza Flores, juez de la República; bachiller
Pedro Mosquera, Jefe Civil de esta parroquia.
Soy rudo en mis palabras porque ni siquiera de
niño me fue dado comprender el lenguaje de la
calma. Nada puede ser bello si hablo de mí mis-
mo y de lo que ahora siento, pero basta el rostro
de la mujer que amo para adornarme y mejorar
mi boca. Basta verla, porque ella sola se explica
ante el más ciego de los hombres, aquel que por
nacer sin ojos ni siquiera contempló la sangre de
su madre. Solicito de quienes hoy me reciben,
la constancia civil de mi unión con Inmaculada
Chávez a fin de no humillarla con la rudeza del
concubinato. Su voluntad y su paciencia son los
únicos brazos que ahora la sostienen. Ningún en-
gaño he cometido. Ninguna intención he escon-
dido y todo lo dicho ante ella se sostiene por sí
mismo. Pido que se nos exima de lapsos o carte-
les y que dos semanas de espera reglamentaria se
abrevien en un minuto. Ninguna otra recompen-
sa solicito.
Suspira Moraima y el Hombre Orquesta deja oír un acor-
de a manera de remate.
LUDOVICO.– No veo gran problema ni impedimen-
to alguno tratándose de solteros netos, guaireños,
crecidos y domiciliados. Y si fue breve la pelea,
ganada por nocaut fulminante, ¿por qué debe es-
perar quien tanta gloria ha dado al Municipio y
tanto amor confiesa? ¡Procédase!

521
Pedro Chávez, enardecido, ingresa al recinto.
CHÁVEZ.– ¡Inmaculada!
Palidece Inmaculada.
CHAVEZ (Imponiéndose).– ¿Qué sucede aquí? ¿Quién
está con quién?
LUDOVICO.– Sucede un matrimonio de mayores,
amigo Chávez.
CHÁVEZ.– ¿A esta hora?
SONNY (Sereno).– Estamos tu hija Inmaculada y un
servidor que aspira a ser tu yerno, Pedro Chávez.
Pero no escapados, no en el Hotel de las Palomas
ni en San Juan de Puerto Rico, disfrutando de
una promoción oportuna, sino en presencia de los
míos y de las autoridades.
CHÁVEZ.– ¡Inmaculada, quiero oírte!
INMACULADA.– No tengo nada que decir, porque
nada te va a convencer. Así pasó y así lo quisimos.
CHÁVEZ.– ¡Mentira!
DIONISIA.– ¿Por qué mentira? ¡Tampoco es Sonny
Alejandro un perro de playa ni hijo de leche que
no se pueda explicar! ¡Es mi crianza y mi crianza
no vino a pedir un favor! ¡Está el libro y está, que
yo sepa, la Juez debajo del caballo que mira hacia
atrás! ¿Quién más hace falta?
MORAIMA.– ¡Nadie!
CHÁVEZ (A Ludovico).– ¡Quiero a mi hija!
INMACULADA.– ¡Con él! ¡Desde ahora, con él! ¡Me
quieres con él, los domingos al mediodía cuando
te visitemos y yo lleve cartera!
LUDOVICO.– Nada puede hacerse, Pedro Chávez, sino

522
mirar el lado bueno y entender la vida. Treinta años
atrás te casé con Eduvigis Lofiego contra la volun-
tad del mayorista Lofiego, importador de quesos.
DIONISIA.– ¡Verdad auténtica!
LUDOVICO.– Entonces la ley entendió tu voluntad.
¿Por qué no entender ahora la de tu hija?
CHÁVEZ (A Inmaculada).– Tu última palabra hace
nada fue para decirme que mañana iríamos al
mercado y era mentira. Despiérteme temprano,
y era mentira. (A Sonny) Así pues, te casas con-
tra mi voluntad, te casas escondido, te casas con
una mentirosa a media noche y no a las cuatro de
la tarde cuando todo sería reglamentario. Nunca
desconfié de ella, lo sabe Dios.
SONNY.– Ella es el día, señor Chávez. Ella es de
mañana y desde hoy. Ella es veinticinco de mayo
hasta el fin de mi vida.
CHÁVEZ.– Dejé de ver, campeón, y con los ojos
equivoqué los oídos. Mal asunto. Unos cerdos bo-
rrachos me despertaron diciéndome que mi hija
había huido de donde nadie la perseguía. Pensé
que hablaban con el hocico y ahora sé que estaba
equivocado. Me engañó y lo hará contigo, porque
es su oficio. No lo olvides. ¡Hay testigos de lo que
he dicho! Vine a buscar a Inmaculada Chávez y
no la encontré. Debe ser que está en su cama,
dormida, esperando la hora del mercado.
Se marcha Pedro Chávez. El Hombre Orquesta acomete
una marcha nupcial.
LUDOVICO.– ¡Procédase!

523
MOSQUERA (Lee).– «En la ciudad de La Guaira, De-
partamento Vargas, Jefatura Municipal a veinti-
cinco de mayo de 1957, estaban presentes Inma-
culada Chávez, soltera, mayor de edad y de este
domicilio, y Sonny Alejandro Vegas en parecidas
condiciones civiles. Manifestaron ambos volun-
tario deseo de unirse en matrimonio y el Juzgado
Parroquial concedió esta petición en nombre de
las leyes. Así firmaron».
Inmaculada y Sonny firman el acta. El sudor cubre la
frente y la herida del campeón. Inmaculada exhibe un de-
licado pañuelo generosamente bordado con el que limpia
la mortificación. Sonny aprecia el gesto y besa el pañuelo.
SONNY.– Cuídalo. Que nada tenga que ver con
el catarro, porque es lo primero que mi vida te
debe. Cuídalo. Que lo herede el mayor de mis
hijos y sepa cómo llegó a tus manos.
INMACULADA.– Así será.
Inmaculada guarda el pañuelo. El Escudo Nacional se
hace radiante. Guaguancó clásico de la boda de Sonny
e Inmaculada. La música proviene de la plaza donde se
han congregado los vecinos y Dionisia entona la primera
letra hasta hacerse de todos en la Jefatura y convertir-
se en acompañamiento de cortejo. Sonny y Dionisia im-
provisan un baile. Moraima participa. Júbilo. Gritos. La
inmensa luna preside la noche cuando salen a la calle.
Planeta y Escudo brillan y el resto es sombra. Miguel
abraza a Sonny.
MIGUEL (Ceremonioso).– Felicidad, campeón. Mis
más sinceros respetos, señora Vegas.

524
INMACULADA (La dicha).– Gracias, Miguel.
Efraín Montano acude.
MONTANO.– ¡Primer round!
Sonny abraza y palmea vecinos. Emilia se aproxima.
EMILIA (A Inmaculada y Sonny).– Que todo sea lo
bello.
SONNY.– ¿Dónde está Santiago?
EMILIA.– No tardará en venir.
SONNY.– Lo esperaba en la Jefatura.
EMILIA.– Será la luna que lo vuelve loco.
La algazara envuelve a Inmaculada y Sonny, que ascien-
den la escalinata y desaparecen en lo alto. Emilia recorre
la calle vacía, rumbo a su casa. Algo llama su atención.
Es el pañuelo de Inmaculada que ha caído al pavimento.
Emilia lo recoge. Quiere devolverlo pero aplaza su deci-
sión. Lo guarda en el seno. Se aleja y desaparece en el
callejón de su casa. Regresan Santiago y Rodrigo.
SANTIAGO.– ¿Qué dices, corazón de mi alma?
RODRIGO.– Que mi vida la vomitó un gato enfermo.
SANTIAGO.– ¿Cómo así, padre? ¿No es demasiado?
RODRIGO (Bebe).– ¿O será que no valgo?
SANTIAGO.– Busca un espejo, mamarracho, porque
estoy viendo presencia y estampa. Estoy viendo
mundo, categoría y cosas que no abundan. Fue-
se yo mujer y no te cuento si me rozaras con la
barba. ¡Ángel del cielo! Sobrepasas el metro se-
tenta y cinco, miras limpio, no eres tuerto ni ca-
riado, no has criado caspa, no te abulta la grasa
ni caminas errando la cadera! ¡Discurres y hablas
quedo como si rezongaras saliva! Recitas poemas

525
peruanos. ¿Qué otra preciosura puede exhibir un
macho?
RODRIGO.– No jodas.
SANTIAGO.– ¿Quién jode, encanto mío? Un día no
son todos los días. Una patada no concluye el pro-
yecto. Ahora están en la cama. Sanctus. Sanctus.
Sanctus. Horizontal no se piensa. Vertical, es otra
cosa, vertical mejora el cerebro y mañana será
vertical cuando pida el primer café del día. Ella
dirá, ¡éste es el negro que escogí en mi vida! ¡Cra-
so error! ¡Éste es el negro que resopla! ¡El negro
húmedo! ¡Craso, craso error! La mente limpia los
ojos y los devuelve a lo que eran. La mente es un
colirio. Eso es norma, hermano de mi alma. ¡Pa-
labra de Dios! En el nombre del Padre, del Hijo y
del Espíritu Santo.
RODRIGO.– ¡Pan mordido!
SANTIAGO.– Pero no comido. Se dará cuenta de ti
cuando al negro le revienten la boca en Nueva
York. Sabrá quién eres cuando el negro pelee por
el título. ¡Hombre, le ganó a Puppy! ¿Pero quién
era Puppy? ¡A ti te consta! ¡A mí, me consta! ¡Tra-
po! ¡Faramalla! ¡Gallina negra! Ve a dormir. No
estás en tus cabales. La tienes. Está en tu vida si
sabes esperar el momento. ¡Hoy lo celebran! ¡Ma-
ñana será nadie! ¡No cantó en balde Olga Guillot,
te lo aseguro! Así que ve a dormir ... y olvida el
virgo. Virgo es tela. Trabajo de otro.
RODRIGO.– Debería...
SANTIAGO.– Yo me encargo. Yo sé lo que te digo.

526
Rodrigo asienta y sale.
SANTIAGO (Solo).– Éste busca, aquel tiene y así va
siendo. Todos de espalda, sin volver el rabo. To-
dos a lo suyo por cortesía de cerveza Hatuey en
sus variedades rubia y morena.
Luz sobre el rostro de Santiago. Sonny estrecha a Inma-
culada. Oscuro. Sombras.
SANTIAGO (Señala).– Carne que es, carne recta,
carne a punto y mal envuelta. ¿No habrá día? ¿No
habrá campana ni tumo? (Busca) ¿No habrá pie-
dra? (Silva) ¡Silbato, damas y caballeros y el negro
charanga se extiende, se usa, se duplica, hace,
toca, entra! ¡Afuera, Sonny! ¡Afuera y abajo! ¡A la
esquina! ¡A la cabeza! ¡Encima, Sonny! ¡Encima!
¡Cuidado allí! ¡Cuidado allí! ¡No te amarres! ¡El
codo, Sonny! ¡El codo! ¡Afuera y abajo! ¡Mantén
la distancia! ¿Qué pasa? ¡No fue nada! ¡Sigue! ¡Si-
gue! ¡No bajes los brazos! ¡No bajes los brazos!
¡Arriba! ¡Encima! ¡Mide! ¡Espera! ¡Espera! ¡Espe-
ra! ¡Bien, Sonny! ¡Grande, Sonny! ¡Ése fue! ¡Ése
dolió! ¡Se viene! ¡Le cuentan! ¡A la esquina, cam-
peón! ¡A la esquina! ¡Cinco! ¡Seis! ¡Siete! ¡Ocho!
¡Nueve! ¡Fuera! (Breve pausa) Ya está el arroz.
Santiago desaparece en el callejón. Música.

527
Segundo acto

Pleno júbilo en la escalinata y en los escondrijos del ce-


rro. Ásperos altoparlantes reproducen un danzón y el
prefecto Ludovico Bolívar, pareja de la doctora Flores,
ejecuta pasos de verdadera academia habanera. Sonny e
Inmaculada, ambos de bata esponsalicia, la de ella blan-
ca, la de él, semipesado añil, presencian desde la alcoba,
asomados a un ventanal, el espontáneo homenaje que los
celebra. Junto a festejantes y curiosos, han acudido San-
tiago, Emilia, Rodrigo y Montano. Grupo aparte forman
Dionisia, Moraima y las apacibles enlutadas de la di-
funta Anastasia Contreras. Destaca en lugar de honor el
bachiller­ Mosquera, ahora solo, mientras aguarda el des-
enlace del baile protocolar que a todos embelesa. Con-
cluye el danzón y la ciudadanía aplaude. Inmaculada y
Sonny beben granadina. Miguel Casio, trago en mano,
busca a Blanca que se amohína en un extremo.

INMACULADA.– ¿No nos esperan?


SONNY.– Sobra tiempo en esa fiesta y falta en la mía.
INMACULADA.– ¿Cuánto?
SONNY.– Tu medida.
Los avecina una caricia.
SANTIAGO.– ¿Y ese traje?
Emilia busca otro sitio junto a Moraima. Santiago avan-
za tras ella.
SANTIAGO.– Emilia.
EMILIA (Áspera).– Lo cosí yo misma.
SANTIAGO (Galano).– ¿Pensando en quién?

528
EMILIA.– En nadie y en nada.
Emilia se aleja. Santiago la sigue.
SANTIAGO.– ¿Qué pasa? Fue un mal humor.
EMILIA.– ¡Cruz de la vida contigo, Santiago Esco-
bar! ¡No voy a recoger palabras ni a gastar boca!
SANTIAGO.– Escúchame.
EMILIA.– ¡No! ¡Harta me llamo, hijo de mala cama!
¡Harta arriba y harta abajo, porque con dos bo-
cas te he hablado! ¡Carne fría, se llama! ¡Así es
y así termina! ¿Quieres oírme? ¡Dejé de saber!
¡Dejé de esperar! ¡Ponle un valor a la casa y la
picamos en dos, maldita sea! ¡Dime una cifra!
¡Dime qué hago con el retrato de tu primera co-
munión! ¡Dime qué hago con la piedra de moler,
y con el crédito del Almacén Americano! ¡Dé-
jame el gallinero, Santiago Escobar, déjame dos
metros de acera, un caldero económico y media
botella de aceite porque estoy dispuesta a ven-
der empanadas, a limpiar el piso de tu patrón, a
recoger los fastidios de Inmaculada Chávez, con
tal de no verte!
SANTIAGO (Como ultrajado).– ¿Por un miserable par
de zapatos que no cumplí?
EMILIA.– ¡Quítate!
SANTIAGO (Tomándola de un brazo).– ¡Quería llevar-
te! ¡Una semana en La Habana, te lo juro! ¡Darte
tu puesto! ¡Verte de pluma! Y era el malecón va-
cío, porque no estando tú, no estando mi espo-
sa, ¿quién lo llena?, ¿qué se celebra? Cantaba Leo
Marini en el Bijoux, ¿me estás oyendo? (Pondera)

529
¡Cantaba Leo Marini en el Bijoux, como si la vida
fuera un detalle! ¡Una bagatela! ¡La tontería de la
noche! Terciopelo rojo, paredes de agua, mesas
de palo de rosa y el piso transparente, ¡eso es el
Bijoux! ¿Quién fríe pescado en el Bijoux? Nadie.
¿Quién sirve arroz? Nadie. ¿Quién ablanda gra-
nos? Nadie. Cantaba Leo Marini, Maringá, dedica-
do a las damas presentes, y a mí me supo a himno,
al tuyo, al ochenta por ciento de la patria que llevo
adentro. ¿No nos enamoró el oído en una chicha-
rra Westinghouse? ¿No te soñaba india y Maringá
en mil novecientos cuarenta y nueve? ¿Qué zapa-
tos, Emilia? ¿Qué cadena de alpaca? ¿Qué caracol
nacarado? ¡Tres dólares diarios de viáticos! ¿Cuán-
tos tragos en el Bijoux? ¿Con quién en el Bijoux?
EMILIA.– Ya no importa. ¡No quiero saber! ¡Cosas
muy graves me dijiste!
SANTIAGO.– ¡A mí me importa! ¡Diez años atrás
los habría noqueado! ¡A los dos! ¡Sábado, domin-
go y lunes, Bijoux! ¡Par de rounds por elegancia
deportiva! ¡Ahora soy el recadero! ¡El inspector
de la vaselina! ¡Afuera Sonny! ¿Zapatos, mi vida?
¿Zapatos?
EMILIA.– ¡Ya fue, Santiago! ¡Ya fue! ¡No recojas!
SANTIAGO.– ¡No es contigo! ¡Es conmigo! ¡Soy yo!
¿Cuál es la casa que vamos a picar? ¿Esto que soy?
¿La teja del perro?
EMILIA (Un grito).– ¡Ya fue! (Se pierde entre los vecinos).
SANTIAGO (Mira hacia la casa de Sonny. Huraño).–
Canta, pajarita.

530
Tenue luz sobre Inmaculada y Sonny, aún en la ventana.
INMACULADA.– ¿Y si amanece?
SONNY.– Igual y más, y más y más. Cocinaría sar-
dinas en el protector de la cabeza antes de imagi-
nar que esta noche termina simplemente porque
sale el sol.
Santiago disfruta una carcajada.
INMACULADA (Sonríe).– Nada nos separará maña-
na, como no sea una pared, una tarea, o media
hora de silencio.
SONNY.– Ni hoy, ni después, ni nunca. Así lo quiero
y así te contesto. Así lo hago, por la décima sexta
ovulación de Dionisia Vegas, aquélla que sirvió
para hacer mi vida. Así lo decido de aquí hasta
el fin y más y más y más antes de que la mano
de Dios cuente el diez eterno y el cocodrilo sil-
be. Entonces, que venga la muerte y me hable en
francés. Le preguntaré por la santa medalla y al-
guna palabra inculta me atreveré a decir antes de
quemar el hierro. Le diré, ¿Cómo? ¿Y ella?
Un beso prolongado.
INMACULADA.– Ella será mínima y poco más que
nada. Ella habrá aprendido tres detalles. Ella que-
rrá llorar, ¿sabes? Ella quiere llorar como si algo o
alguien la explicara muy adentro, donde nada supo
ni quiso saber hasta esta noche. Ella no se imagina
tan lejos ni merece tanto, Sonny. Ella quiere ser lo
que no se menciona, lo que no vale palabra.
SANTIAGO (Murmura).– Amor de mi querer, tu vida
se volvió mujer.

531
SONNY (Todo).– ¡Inmaculada!
INMACULADA.– A cambio de ti.
Renovación conyugal.
SANTIAGO.– Unidad. Unidad. Unidad.
Oscuro y orden sobre Sonny e Inmaculada. Alegría de
luces. Miguel bebe y se empalaga con Blanca a un costa-
do de la calle ignorando el júbilo parroquial. Lugareños
y obreros del puerto se aprestan al jolgorio y concluido
el danzón, después de aplausos y constataciones, son
representados por cuatro niñas chancleteras que esbo-
zan un cha-cha-cha. Todos ríen y se exponen. Desarro-
llo coreográfico de las cuatro chancleteras. Renovados
aplausos. Bolero de los pasos idénticos, incluyendo dos
estrofas cantadas por Dionisia Vegas. Santiago mira a
Emilia, ahora junto a las enlutadas. Se organizan pare-
jas. Rodrigo invita a Moraima. Blanca y Miguel bailan
estrechos y ella entrelaza sus manos en torno al cuello
del prospecto.
MIGUEL (Poco animado).– ¿Qué hacemos aquí?
BLANCA (Con ella).– ¿Ah?
MIGUEL (Insiste).– ¿Qué hacemos aquí?
BLANCA.– ¿Y dónde más sería?
MIGUEL (Consulta el reloj).– Son las nueve.
BLANCA.– Temprano.
MIGUEL.– Podríamos regresar al Hotel de las Pa-
lomas.
BLANCA (Incrédula).– ¿Otra vez?
MIGUEL.– No me divierte la música. En realidad no
me divierte nada. Prefiero...
BLANCA.– ¿Hablar?

532
MIGUEL.– Pero echado. Y ligero.
BLANCA.– Miguel, hay una fiesta. Invitan los Vegas
y me gusta ver.
MIGUEL.–¿Ver qué?
BLANCA.– Cómo sucede. Qué se dice.
MIGUEL.– La misma gente haciendo lo mismo y
diciendo lo mismo. Tampoco es un homenaje al
célebre intelectual, Mariano Picón Salas. ¿Qué
cuentan? ¿Qué van a contar? Lo único que saben
contar.
BLANCA.– Entonces, cuéntame de mí. Hay personas
que comentan cuellos, ojos, labios, manos, palo-
mas. Tus manos como palomas, eso se ha escrito
y yo lo he leído. Eso se lo escuché a doña Bertha
Singerman, cuando me llevó mi papá. Pero conti-
go, paloma es el hotel de la paloma. Tú no le das
oportunidad a una amatista.
MIGUEL.– Mañana hay guanteo, Blanca, y uno se
concentra, uno ocupa la mente...
BLANCA.– Mañana hay guanteo, pero esta noche, no.
¡Esta noche soy yo! ¿O me tengo que ir a la casa de
Mariano Picón Salas, a ver si consigo una rima?
Blanca se separa bruscamente. Tras una breve pausa,
Miguel la sigue.
MIGUEL.– Blanca.
BLANCA.– Así no es.
MIGUEL.– ¿Y entonces, cómo?
BLANCA.– No sé. Me siento cáscara. Me siento de la
cintura para abajo, con excepción de las tetas. Es-
toy pasando, esa es la verdad. Me quedan horas.

533
MIGUEL.– ¿Quién dice?
BLANCA.– ¿Quién más va a decir, si la única que
dice soy yo?
Miguel retoma el baile. Blanca acepta a regañadientes.
Santiago los presencia.
BLANCA.– Necesito proceso, necesito historia y se-
cuencia como en la Experimental Artigas, donde
de tercero se pasa a cuarto y de cuarto a quinto
para redondear la vida en sexto. Te fuiste a La
Habana y al día siguiente pensé en ti por una
cuestión de distancia y sentimiento. Hasta ese
momento no te había recordado, porque ¿cómo
iba a recordarte si te veo todos los días en la mis-
ma posición tenaz de ocho a doce? Miguel, tú
eres una cara, esa es la conclusión a la que llegué
en mi vida el 19 de mayo. Una cara encima de mí,
una cara que no me toma en cuenta, una cara de
cuatro horas consecutivas sin detalles, una cara
que oculta el ventilador del techo del Hotel de las
Palomas. Esa es la única memoria y yo debo ser
lo mismo, pero abajo.
MIGUEL.– Hemos cenado.
BLANCA.– Durante.
MIGUEL.– No es justo, Blanca.
BLANCA.– Es estrecho, Miguel. Es Ciencias Natu-
rales. Falta lado y me siento un depósito. No me
conquistas. Me encuentras.
MIGUEL.– ¿Y cómo sería?
BLANCA.– Preténdeme. Se casó Inmaculada Chávez.
Mira el bouquet. Me lo dio en la escalinata, como

534
diciéndome, ¡niña por Dios! ¿No sucede?
Miguel estrecha a Blanca y ambos mejoran los pasos.
Santiago se aproxima a Rodrigo, que baila con Moraima.
SANTIAGO (A Moraima).– ¿Y qué, hermana?
MORAIMA (A Santiago).– Escobar, mamá quiere verte.
SANTIAGO.– Ahora me acerco.
Cesa el bolero de los pasos idénticos. Blanca se aleja, re-
cobrada de amor.
MORAIMA.– Te va a pedir que hables con Pedro
Chávez. Que saques labia y lo convenzas. Hazlo,
Escobar. ¿Hasta cuándo enemistad?
SANTIAGO.– No es justo que haya tratado así a su
hija. Pero tal vez Rodrigo y yo podamos ablan-
darlo. ¿No es cierto, muñeco?
RODRIGO (Contrariado).– Si amarra los perros.
SANTIAGO.– Lo hará. Amarrará los perros y termi-
nará por abrimos la puerta. Es cuestión de una
quincena. No todos los días se casa un campeón
de ese calibre. Tuviese yo una hija y me la pre-
tendiera, no digo Sonny que es histórico, (Por
Rodrigo) no digo esta estampa trajeada de azul,
sino el prospecto de Arrecife que anda por verse
y se enreda después de la quinta palabra. ¡Cuán-
ta ufanía! ¡Cuánto orgullo! ¿Qué pretende, Pedro
Chávez? ¿Un cadete?
MORAIMA.– Nadie entiende esa ojeriza.
SANTIAGO.– Nadie. A menos que se trate de una
cuestión racial.
MORAIMA.– Papá era libanés.
SANTIAGO.– Cómo se divisa en tus ojos, Moraima,

535
papá era libanés. ¿Quién no lo recuerda? Pero el
maestro Vicente Sutherland, que hizo esas veces
tratándose de tu hermano, provenía de Tobago,
y era un hombre de piel funeraria si mi memoria
no miente. De allí el tono oscuro, el color acadé-
mico. Claro es el día y negra es la noche. Pero sin
ambas, no se explica el mundo ¿O sí?
MORAIMA.– ¿Hablarás con ella?
SANTIAGO.– Primeramente Dios. Dejemos ahora
que pasen los días y la verdad se asiente como la
borra del café turco. Y mientras tanto, (Refirién-
dose a Rodrigo) entrégame esta joya envuelta en
papel de seda. Un negocio nos obliga. (Elogia) ¿Se
ha visto corbata?
RODRIGO (A Moraima).– Servidor.
MORAIMA.– Siempre. Y gracias.
Interpreta un interludio el Hombre Orquesta, y vuelve
Moraima a las cercanías de Dionisia Vegas, donde todo
es resumen. Se agolpa el vecindario en torno al músi-
co. Miguel bebe largo aprovechando una ausencia de
Blanca. Santiago y Rodrigo, después de conseguir un
trago, se alejan hacia el callejón. Los destaca la luz de
un poste.
SANTIAGO.– Panorama.
RODRIGO.– ¿Qué?
SANTIAGO.– ¿Quieres oírme?
RODRIGO.– Todo.
Santiago indica el balcón de Sonny.
SANTIAGO.– Me siento cabrón. Sucio. Inmoral. No
fueron estos los consejos del padre Pellín hacia mis

536
dieciocho años cuando el hierro templaba. ¿Qué me
dijo? Ablanda, modera, persiste. ¿Quién inunda a la
mujer que amas? Un negro de instrumento ancho.
RODRIGO.– ¡Hijo de...!
SANTIAGO.– ¡Ablanda! ¡Modera! ¡Persiste! ¡Esa sá-
bana no se alisa desde hace veinticuatro horas!
RODRIGO.– ¡Coño de tu madre!
SANTIAGO.– ¡Que en paz descanse doña Berta Es-
cobar! ¿A qué viene evocarla? ¿Vamos a resignar-
nos hablando de los muertos?
Se acerca Montano, acompañado de un fotógrafo.
MONTANO.– ¡Rodrigo! ¡Santiago! ¡Un retrato!
SANTIAGO.– ¡Pero claro que sí, ángel de mi guarda!
¿Quién se pone en el medio?
MONTANO.– ¡Siendo yo quien lo paga!
SANTIAGO.– Es un derecho.
Montano, Santiago y Miguel organizan la pose.
SANTIAGO.– ¿Serio? ¿Moderado? ¿Chistoso?
MONTANO.– Que diga debajo: “La esquina de Son-
ny el día de su boda. Recuerdo de La Guaira”.
SANTIAGO.– Santa palabra y muy bien escogida,
pero falta el hombre del pegoste, la magia de la
enfermería habanera. Si no, ¿de qué esquina ha-
blamos? (Llama) ¡Miguel! ¡Camarada!
MONTANO.– ¡Miguel!
Miguel se aproxima desde un extremo.
SANTIAGO.– ¡Aquí, Miguel! ¡La esquina reclama!
Miguel se coloca junto a Rodrigo. Santiago levanta el índice.
SANTIAGO.– El dedo así, matador. De cara al futu-
ro. Buenos amigos, de cara al futuro. (Observa a

537
Miguel) ¿Andas pedo, Miguel Casio?
MIGUEL.– ¿Por qué?
SANTIAGO.– Porque no tranquilizas el dedo. Since-
rémonos. Andas pedo.
MIGUEL.– Deja la vaina.
SANTIAGO.– Te he dicho así (Demuestra), dedo
parado, homenaje a la vaselina, reconocimiento
prostático, Seguro Social. Y no como si estuvieras
siguiendo el vuelo de un zumbón tropical o de-
mostrando que el mundo es redondo.
Miguel acepta el gesto.
MIGUEL.– Ando bien.
SANTIAGO (A Rodrigo y mirando a la cámara).– Cara de
gloria, mi gloria. El cuerno de la abundancia, el del
Escudo Nacional. Mereyes, zanahorias y nabos.
MONTANO (A Miguel).– Mañana a las diez hay entre-
namiento en el gimnasio y el campeón te quiere ver.
MIGUEL.– Allí estaré.
SANTIAGO (A Miguel).– Mírame. Cuenta tres y repi-
te, sin falta, sin falta, sin falta.
MONTANO.– ¡Sonrían!
Santiago muge imitando un desgano y el fotógrafo accio-
na la cámara.
SANTIAGO (A Montano).– ¿Va a entrenar?
MONTANO.– Más que nunca.
FOTÓGRAFO.– ¿Otra?
SANTIAGO.– Otra, digo yo. Otra, y otra es lo que
sucede arriba mientras el pueblo pone la música.
No digamos que el hombre carece de voluntad
deportiva si se considera que mañana entrena.

538
MIGUEL (Exacto).– ¿Es todo?
SANTIAGO.– Ve a dormir, Miguel. Vida sana.
MIGUEL (Malhumorado).– No he bebido y deja la
mierda.
SANTIAGO (Como susurros).– ¿Cuál es la mano iz-
quierda? ¿Cuál es la derecha? ¿Cómo te llamas?
¿Quién peleó en Carabobo?
BLANCA (Abriéndose paso busca a Miguel).– ¡Miguel!
Miguel avanza hacia Blanca, la toma del talle y se acerca
a un mesón de bebidas.
SANTIAGO.– ¿No anda pedo, Miguel Casio?
MONTANO.– ¿Parecía?
SANTIAGO.– Lástima de vicio. Sobre todo si el
campeón lo quiere de sparring. ¿No anda pedo,
Rodrigo, o son mis ojos?
RODRIGO.– Beber, ha bebido.
SANTIAGO.– Que no lo vea Sonny, Montano. Yo en
tu lugar me lo llevaría. Es lo mínimo que puede
hacerse por un joven talentoso antes de que se le
desgracie la carrera. Con estas cosas no se juega y
mañana Sonny querrá cadera, querrá pierna, tino,
peso ágil. ¿No vamos a Nueva York? ¿Podemos ju-
gar con la titularidad?
RODRIGO.– Sería una cagada.
SANTIAGO.– ¿Y qué está sucediendo en esa tabla de
perdición? Ni más ni menos que el extravío de un
welter prometedor.
Bebe Miguel en el mesón que Santiago señala.
MONTANO (Decidido).– Me lo llevo.
SANTIAGO.– Una madre lo haría en nombre del

539
Instituto Nacional de Deportes.
Montano se ��������������������������������������������
aproxima���������������������������������
a Miguel mientras se escucha un
mambo. Pero no hay constancia de sus consejos.
RODRIGO.– ¿Qué haces?
SANTIAGO.– Campana.
Y estalla una gresca en el mesón de los tragos.
MIGUEL.– ¡Lárgate, coño!
BLANCA.– ¡Miguel!
Gritos. Intervenciones.
MONTANO.– ¡Es tu bien, güevón!
MORAIMA.– ¿Qué pasa?
BLANCA.– ¡Miguel! ¡Sepárenlos!
Se enredan Miguel y Montano y el primero, ciego de ira,
golpea al consejero. A patadas y puñetazos, hasta que-
brar Casio una botella con la que hiere el pecho de Mon-
tano. Ludovico interviene.
LUDOVICO.– ¡Ya! ¡Ya! ¡Ya!
Escándalo hasta un clímax. Y Sonny aparece en lo alto
de la escalinata.
SONNY (Fiero).– ¿Qué pasa aquí?
Repentino silencio.
MONTANO (Apenas).– ¡Sonny!
SANTIAGO (Avecinándose).– ¡Señores! ¡Señores! ¡Se-
ñores! ¡Por Dios, señores! ¡Por la vida, señores!
SONNY.– ¿Se enredó el mar? ¿La resaca antes de la
ola? ¿Nos hemos vuelto forajidos en contra de no-
sotros mismos? ¡No lamenté nada en La Haba-
na! ¡Ni siquiera mi sangre! ¿Por qué la encuentro
ahora entre los míos? ¡Santiago! ¿Quién explica?
(Toma la botella rota) Veo filo y carne abierta, pero,

540
¿dónde está la mano?
SANTIAGO.– Será el cometa, porque todo era cara-
melo hace nada. Todo era excúsame y perdóname.
Nos reíamos, bailábamos, como la gran familia
guaireña de siempre y de repente esta desgracia.
SONNY.– ¡Miguel!
MIGUEL.– Campeón. Perdóname. No puedo hablar.
SONNY (Se acerca a Montano).– ¿Y el pollo Montano,
por qué no se levanta? ¿Qué le sucede al Huracán
de Sarria?
MONTANO.– Estoy herido.
Montano muestra la fea tajadura.
SONNY.– ¿Herido? ¡Dios misericordioso! ¿Quién lo
hizo? ¡Porque así sea mi hermano gemelo, nacido
a la misma hora y ayudado por la misma coma-
drona, juro por el alma del perro que hasta aquí
conté sus días! ¡Santiago! ¡Explícame!
MONTANO (A Santiago).– ¡Di la verdad!
Autoridades y vecinos auxilian a Montano y lo llevan
calle abajo hacia lo que suponemos un hospital.
MONTANO (Alejándose).– ¡Tú eres testigo, Santiago!
¡Di la verdad!
Tensa pausa.
SANTIAGO.– Saben muy bien los míos que me
arrancaría la lengua antes de perjudicar a una jo-
ven promesa del cuadrilátero venezolano y a un
amigo entrañable como Miguel Casio. Nos acabá-
bamos de tomar una instantánea y todo era ale-
gría, como podrá verse mañana cuando Mijares
y hermanos, acreditados en la calle Bermúdez,

541
revelen ese retrato, íbamos a ser tres, Montano,
Rodrigo y yo. Íbamos a regalártelo y a pelar una
gallina negra para festejar la ocasión. Pero como
había terminado el bolero que ocupaba al querido
welter, vengo y le digo, Miguel acompáñanos, Mi-
guel fraterniza. Miguel sonríe. (Señala) Aquí po-
samos abrazados. Aquí se nos vio felices. Aquí
nos recogió el lente no hará dos minutos. Y allá,
¡quién sabe qué ocurrencia hubo! ¡Algo se dije-
ron! Algo salió a relucir y la respuesta, con el per-
dón de las damas, fue un coñazo de vidrio verda-
deramente lamentable. Para mí, que Montano le
tocó la hombría a Junior, porque si no, ¿cuál sería
la explicación?
MIGUEL.– ¡No fue la hombría! Bebí demasiado,
campeón.
SONNY (Indignado).– ¡Menos que menos enton-
ces! ¡No me importa ni quiero oír explicaciones!
¿Desde cuándo un macho cierto se resuelve a
botellazos, como si se tratara de putas enfermas
en un burdel de Maiquetía? (A Miguel) Éramos
socios y ahora has dejado de serlo. Rodrigo li-
quidará la cuenta. ¡No te quiero de sparring ni
de second ni a dos cuadras del gimnasio! ¡Lejos
contigo! ¡Apártate de mi vista, antes de que se
me vaya lo sereno!
Inmaculada desciende la escalinata y se apersona.
INMACULADA.– ¿Qué pasó?
SONNY (Abrumado).– ¡Allí está el peor delito! ¡La
han despertado! ¡Maldito sea! ¿Tiene que ver esta

542
bondad con la bronca de un cobarde? ¿Debe pre-
senciarla? (Protector) Nada ha pasado, mi prenda.
Nada que merezca tu sueño. (A todos) Quiero si-
lencio, señores, la fiesta ha terminado. Gracias,
en nombre de los Vegas, y hasta nuevo aviso.
Regresan Sonny e Inmaculada al alto que los alberga.
Prolongada pausa. Blanca toma de un brazo al abatido
Miguel.
BLANCA (Llorosa).– Vamos, Miguel
Miguel se detiene junto a Dionisia y Moraima.
MIGUEL.– Señora Vegas..., Moraima... Mi oficio y
mi fama..., mi oficio y mi fama... ¿Qué más, sino
mi oficio y mi fama?
Salen Miguel y Blanca. Los festejantes han ido retirándose
desde la petición de Sonny. Permanece el Hombre Orques-
ta. Emilia, al dirigirse a su casa, se topa con Santiago.
SANTIAGO.– ¿Duermo en el quicio?
Emilia pretende seguir. Santiago le cierra el paso.
SANTIAGO.– ¿O me encontrará el amanecer, sin sá-
bana, en Punta de Mulatos y con el Hombre Or-
questa diciéndome que en Guayaquil los huevos
son más grandes?
EMILIA.– Si quieres me voy ahora mismo. ¡Total, un
par de trapos y se acabó!
SANTIAGO.– ¡Emilia!
EMILIA.– ¡Nada me da memoria, tratándose de ti,
como no sea que aborreces el ajo hervido y que te
gusta la avena gruesa con demasiada azúcar! Pero
ni siquiera, ¡conste!, tengo un hijo a quien contarle
esas mañas porque hasta en eso fuiste económico.

543
SANTIAGO.– ¿Fuiste? ¿Por tres o cuatro expresiones
baratas que se me fueron de madre, Emilia?
EMILIA.– ¡Por la cuenta que llevo desde agosto de
mil novecientos cincuenta y seis, desconsidera-
do! ¡Por la mujer que estás mirando! ¡Por todo! ¡Y
no se hable más!
SANTIAGO (Mínimo).– ¿Cuándo no hemos sido un
dedo encima del otro? ¿Vamos a vaciar la vida
como si fuera agalla vieja, Maringá? ¿Veinte años
terminan esta noche por culpa de una amargura?
EMILIA.– ¿Y si así fuera?
SANTIAGO.– Si así fuera, ¿qué sería?
EMILIA.– ¿Te importó alguna vez, Santiago?
SANTIAGO.– Me importó siempre, Emilia Padilla,
un día más y un día menos como toda confianza
que dure veinte años.
EMILIA.– ¡Mentira!
SANTIAGO (Lágrima).– ¡Piénsame desde mañana! Per-
míteme darle cuerda al suizo. Emilia, como todas
las noches, permíteme rociar Bandera Negra y ama-
necer del lado izquierdo ¿Quién martilló el clavo de
esta cuenta? ¿Cómo nos va a enredar un detalle?
Discreto, el Hombre Orquesta hace sonar el contrabajo.
Brilla la luna y Santiago atrapa la cintura de Emilia.
SANTIAGO (Después de una pausa).– Mañana hablaré
con Sonny.
Emilia trata de soltarse.
EMILIA.– Santiago.
SANTIAGO (Impidiéndoselo).– Mañana le llevará la
contraria a hoy, ya lo verás. Pediré la diferencia

544
que valgo, lo justo, lo que me he ganado en la
esquina, el dinero que le pagaban a Miguel Ca-
sio por presumir de esperanza juvenil. Entonces
compraremos un juego de comedor. (Animado) El
juego de comedor laqueado, el Luis xv correspon-
diente, la cocina de cuatro hornillas y el caballo
de bronce. No me he olvidado. ¿Cómo me voy
a olvidar, Emilia? Si me viste desbocado de pa-
labras, diciendo de ti lo que no siento, habién-
dole aguado a la luna, es por eso, porque quiero
cumplir y no he podido, porque quiero darte la
vida que mereces y no este calvario de azotes,
este Caifás permanente. El lunes vamos a la su-
cursal Lucas de Maiquetía, te lo prometo. Nada
tiene que envidiarle calzados Lucas a la mejor za-
patería de La Habana. No es gran cosa el zapato
cubano, créeme. Lo que pasa es que le llevamos
la contraria a lo nacional.
EMILIA.– Voy a ayudar de siete a cinco en casa de
Inmaculada, te lo advierto, por si se te ocurre
otra comparación. Voy a hacerlo, Santiago, así me
digas que te humilla. Pase lo que pase, arréglese
lo que se arregle, hay cosas que no se olvidan.
SANTIAGO.– ¿Quién ha abierto la boca? ¿Quién ha
dicho que no? Calculemos dos meses de esfuerzo
matrimonial mientras cogemos aire y se apacigua
el rabioso treinta, porque después te quiero con-
migo de sol a sol, Emilia. Merecida, instalada y
Maringá.
EMILIA.– ¿Quién te cree?

545
SANTIAGO.– Pregúntamelo el lunes a la salida de
calzados Lucas.
Santiago mece a la domeñada Emilia durante una pausa
a cargo del Hombre Orquesta.
SANTIAGO (Percatándose del pañuelo y tomándolo
del seno de Emilia).– ¿Y esta maravilla, de cuándo
acá?
EMILIA.– Lo perdió Inmaculada en la redoma, des-
pués de la boda.
SANTIAGO.– Huele a esencia alemana, a alcohola-
do de Guadalupe, que es decir mucho. ¡Hombre!
¡Conozco a un melancólico enamorado que se
arrancaría las uñas por tenerlo!
EMILIA.– Dámelo.
SANTIAGO ( Jugueteando con el pañuelo).– Pesa como
el aire.
EMILIA.– ¡Vas a ensuciarlo!
SANTIAGO.– ¿Y qué, pasión? Tendrá docenas.
EMILIA.– Pero ninguno como éste.
SANTIAGO.– ¿Suena este pañuelo? ¿Se extiende?
¿Será que a media noche brilla y le aparecen cam-
panas en las costuras?
EMILIA.– Cuando Sonny firmó el libro en la Jefatu-
ra, hace nada y precioso todo, se quejó de un re-
pentino sudor y de una molestia en los ojos. Ella
sacó el pañuelo del bolso como queriendo aliviar
tanta molestia y él le dijo que no lo perdiera nun-
ca porque era lo primero que su vida le debía. A
todos los que estábamos allí, nos parecieron unas
palabras muy sentidas.

546
SANTIAGO.– Siempre he dicho que el semipesado
se aplica a la poesía. Falta saber si la poesía se
aplica al semipesado. Ojalá lo valoren literaria-
mente en el Madison Square Garden, cuando as-
pire al título mundial.
EMILIA.– Si Inmaculada lo echa de menos, no po-
drá dormir de tanto remordimiento...
SANTIAGO.– ¿Que no podrá dormir? Emilia inge-
nua, Emilia de mi vida, a estas alturas y después
de tanta disciplina, ¿qué será lo que a Inmaculada
Chávez le quite el sueño? ¿Un pañuelo de raso?
EMILIA.– Dámelo, Santiago.
Santiago devuelve el pañuelo a Emilia. Salen. El Hombre
Orquesta ha guardado su instrumento y emprende tenaz
camino hacia el playón de Punta de Mulatos. Larga pausa
y otras luces. Pedro Chávez se asoma a la redoma. Cami-
na vencido. Mira a todas partes y reconoce la casa de Son-
ny. Busca una piedra y la arroja sin demasiada fuerza.
CHÁVEZ.– Dios te bendiga.
Lo contemplan en lo alto las enlutadas de Anastasia
Contreras. Densos murmullos. Temor de Pedro Chávez.
Otra piedra.
CHÁVEZ (Grita).– ¡Sonny!
No hay respuesta en la alcoba, pero sí en las enlutadas que,
amenazantes, se aproximan a Chávez hasta rodearlo.
CORO DE ENLUTADAS.– ¡Fuera! ¡Fuera! Por el
alma de Anastasia Contreras! ¡Fuera! ¡Fuera!
VOZ DEL NARRADOR (Precedida de una campana).–
La campana del aborigen Hatuey, señoras y seño-
res, y un tercer round de valerosa sangre ...

547
VOZ DEL NARRADOR.– ¡En la esquina a mi dere-
cha, pesando noventa y dos kilos exactos...!
VOZ DEL NARRADOR (Precedida de una campana
que ahora dobla una ceremonia de muertos).– La
campana del aborigen Hatuey, señoras y señores
y un tercer round de valerosa sangre...
Himno Nacional.
CORO DE ENLUTADAS (Repiten como un acoso).–
¡Fuera! ¡Fuera!
Campanas. Risas. Viento. Murmullos. Las enlutadas ex-
hiben una muñeca de gran tamaño, efigie repentina de
Inmaculada Chávez, boca excesiva, rostro ensangrenta-
do, cabellos húmedos. Se rompe un vidrio. Repentina luz
en la alcoba. Sonny despierta.
SONNY.– ¡Inmaculada!
Inmaculada duerme. Pausa. Sonny descansa el tormento
de un mal amanecer. Tiempo. Breve filo de luz sobre la
redoma. Montano regresa del socorro municipal acom-
pañado de Ludovico y Rodrigo. Santiago los alcanza.
SANTIAGO.– ¿Nada que lamentar, Huracán, por lo
que veo?
MONTANO.– Once costuras.
RODRIGO.– Y más apariencia que daño...
MONTANO.– De la tetilla al promontorio, según
dijo el internista.
SANTIAGO.– Mala noche.
MONTANO.– Peores he visto y nada ha sucedido
que no pueda conversarse antes de ir a Nueva
York. ¿Quién no vive un mal paso y mucho más
siendo joven cuando todo arde?

548
SANTIAGO.– Eso he dicho en nombre de la esqui-
na. Miguel Casio es una esperanza.
RODRIGO.– Fue más la sangre que el tajo. Más la
impresión que el daño.
SANTIAGO.– Entonces, no hay demasiada ofensa.
RODRIGO.– Tanto que íbamos a comer tostadas y a
celebrar la recuperación del Pollo.
MONTANO.– Dile a Casio que no hay rencor ni
abogacía.
SANTIAGO.– ¡Bien pensado! ¡En el Nombre del
Padre!
Santiago estornuda y despliega el pañuelo de Inmaculada.
RODRIGO.– ¿Nos acompañas?
SANTIAGO.– Un catarro me abruma. Pero mañana
habrá planes.
Se alejan Montano, Ludovico y Rodrigo. Santiago contem-
pla el pañuelo. Oscuro. Música: Interludio doméstico de
modo costeño. Tiempo. Un filo de amanecer en la redoma.
Luz sobre la casa y gimnasio de Sonny, un amplio espacio
de largas persianas y utilería boxística. Funciona un ven-
tilador en lo alto. Blanca, envoltorio en mano, aguarda el
tiempo de un recado. Inmaculada no tarda en aparecer.
BLANCA (Transita).– Gracias por recibirme.
Inmaculada abraza a Blanca.
INMACULADA (Curiosa).– ¿Cómo así, Blanca Hino-
josa? ¿Qué ha cambiado de viernes a lunes?
BLANCA.– Mucho en mi vida, Inmaculada.
Blanca llora repentina. Inmaculada la abraza.
INMACULADA (Mutua).– ¡No, por Dios! ¡No, por
Dios! ¿O va a ser de lágrima tu primera visita?

549
BLANCA (Imitando una sonrisa).– ¡Gloria a Dios! ¡Paz
y toda la alegría que mereces! ¡Pero es muy gran-
de lo que viene conmigo! ¡Demasiado grande!
¡Muy en contra y muy grande!
Inmaculada renueva su abrazo.
INMACULADA.– ¡Blanca!
BLANCA (Gime).– ¡Ay, existencia!
INMACULADA.– ¿Miguel?
BLANCA.– ¿Quién más?
INMACULADA (Diligente).– Cuéntame.
BLANCA.– Lleva dos días encerrado en el Hotel de
las Palomas, como si nada le importara. Dos días
de barra, dos días de tina, dos días cocinándose en
sudor, mirando el ventilador del techo, contando
vueltas y vueltas, rezongando palabras que ni sig-
nifican ni se entienden. Nunca le conocí esa amar-
gura. Es otro. Habla de engordar. Habla de pescar
lamparosas el resto de su vida y de unos italianos
en Catia La Mar. Me ha contado diez veces su di-
chosa infancia desde el primer velocípedo hasta el
golpe militar del cuarenta y ocho. No para de be-
ber Green Spot carbonatado, gaveras y gaveras de
Green Spot carbonatado mientras repite y repite el
cuento de su prima Luz del Carmen, acusada de
adúltera en San Juan de los Morros. A duras penas
logré convencerlo de que me acompañara hasta la
puerta de tu casa y fue como arrastrar un saco. In-
maculada ¿qué puedo hacer?
INMACULADA.– Hablar con Sonny, Blanca. ¿Qué
otra cosa?

550
BLANCA.– Sonny no va a oírme.
INMACULADA.– Sonny lo estima.
BLANCA.– Hasta la desgracia de Efraín Montano.
Hasta allí era cierto. Hasta allí era el prospecto de
oro. Ahora es cruz y raya. Tú lo sabes.
INMACULADA.– Deja que pase el tiempo. Él no es
de rencores.
BLANCA.– Íbamos a casarnos, Inmaculada, ¿puedes
creerlo? Esa noche, la de tu boda y la de mi desgra-
cia, le hablé como nunca le había hablado. Puse la
vida en el filo. Seguí tu consejo. ¿No me acababas de
regalar el bouquet frente a la concurrencia? ¿Es o no
es, Miguel Casio? Así le pregunté. ¿Es o no es apelli-
do por delante? ¡Cartel por delante! ¡Procédase, por
delante! Y en la redoma, bailando dos almas que en
el mundo, me dijo, Blanca, vamos a casarnos. Busca
la fecha. ¿Puedes imaginar cómo me sentí y a qué
me supo?
INMACULADA.– ¿Quién más?
BLANCA.– Mira tu casa. Mira dónde decides. Yo no
digo que aquí termine el mundo, aunque a veces
me provoca creerlo. ¡Hombres me han sobrado
hasta criar mala fama! Pero toda mi vida he que-
rido saber de sal, vigilar un asado a las once de la
mañana y con él parecía, con él lo presentía (La
interrumpe con un sollozo).
INMACULADA.– ¡Blanca!
BLANCA (Mostrando sus manos).– Mírame las ganas,
Inmaculada. Mírame las ganas. ¿Por qué debo
perderlo? Habla con Sonny. Tú eres el gobierno.

551
Tú puedes ablandarlo, convencerlo, cuadrar la
tierra y enfriar el sol.
INMACULADA (Decidida).– Hoy mismo. Ahora mismo.
Entra Santiago derrochando mañana y dispuesto a su oficio.
SANTIAGO (A manera de saludo).– Señora Vegas. Se-
ñorita Hinojosa.
INMACULADA.– Bienvenido, Santiago. Sonny te es-
pera en el mirador.
SANTIAGO.– Buena noticia. (Alarmado) ¿Lloras, Blan-
ca, o es idea de mis ojos?
Silencio de Blanca.
INMACULADA.– Blanca vino a hablarme de Miguel.
Breve pausa.
SANTIAGO (Asiente).– ¿Cómo pudo haber ocurrido?
Esa es la pregunta que todos nos hacemos. ¿Cómo
pudo haber ocurrido? ¡Lo comentábamos anoche,
Emilia y yo antes de dormirnos! ¡Miguel Casio! ¡El
Aguilucho de Maiquetía! ¡El ejemplo deportivo de
la Cruz de Candelaria! Propone Montano aquella
noche histórica en la república de Cuba, una juer-
ga moderada a la salida del Polideportivo Martí y
¿quién se opone?, ¿quién abandona?, ¿quién disien-
te? Miguel Casio. ¿Quién se duerme a las diez y
media­ en el Hotel Riviera? Miguel Casio ¿Cómo se
llama el único compatriota que ha bebido tilo en La
Habana? Miguel Casio.
BLANCA (Pendiente).– Algo muy grande tuvo que
sucederle.
SANTIAGO.– Urano, el maluco. ¿Qué otra explicación?
INMACULADA.– ¿Por qué no lo conversas con Sonny,

552
Santiago? ¿No pesa lo bueno cuando se recuerda lo
malo?
SANTIAGO.– Así me enseñaron y así debe ser. (A
Blanca) Blanca, dile a Miguel que me busque. Él
conoce mis paraderos. Dile que no hay tormenta
sin calma, ni oscuridad que no aclare. ¡Hombre!
¡Una botella rota enjuiciando un destino! ¿Se ha
visto? Un altercado de sparrings ¡Hombre, damas!
¡Hombre! ¡Hombre! ¡Hombre!
Santiago se aleja hacia el mirador y Blanca lo mira fi-
jamente.
INMACULADA.– Paz, Blanca. Todo tiene remedio.
BLANCA (Repentina).– Fue él quien habló.
INMACULADA (Desconcertada).– ¿Quién?
BLANCA.– Santiago Escobar. Sonny quería una ex-
plicación.
INMACULADA (Rechaza).– ¡Por Dios, mujer! ¡Aca-
bas de oírlo!
BLANCA.– Témele, no me gustan sus palabras. De-
masiada mitad .
INMACULADA.– ¿Qué dices?
BLANCA.– Pregúntale a Dionisia. Ella estaba. Todos
estaban.
INMACULADA.– ¿No hubo una pelea? ¿No hirió
Miguel al Huracán?
BLANCA.– Sí.
INMACULADA.– ¿Mintió, Santiago, entonces?
BLANCA.– Témele. No he dicho más nada. La con-
ciencia sería calumnia. Pero témele. Llámalo pál-
pito. Di que me nace.

553
INMACULADA.– Busca a Miguel, Blanca. (Sonríe es-
peranzada) Que venga a verme antes de que enve-
jezca el bouquet.
Blanca asienta y sale. Inquietud de Inmaculada.
INMACULADA (Llama).– ¡Sonny! ¡Sonny!
Y se aleja al mirador. Acento de luz sobre la estricta co-
cina de Dionisia Vegas. Humea una fritura y Dionisia
canturrea una saloma. El entristecido Miguel Casio se
asoma en compañía de Moraima.
MIGUEL.– Buenos días, señora Vegas.
DIONISIA.– ¿Dónde paras, Miguel Casio? Te despi-
des de mí en la redoma, me revuelves el corazón,
¿y dónde paras?
MORAIMA.– ¡En el Hotel de las Palomas, escondido
y negado!
DIONISIA.– Cuéntame, insulso.
MORAIMA (A Miguel).– Cuéntale Miguel...
MIGUEL.– ¿Qué puedo decir, misia? No tengo cara, ni
arreglo, ni ojos que levantar ni espejo que mirar.
MORAIMA.– Mal botellazo. ¿Quién lo regresa?
DIONISIA.– ¿Hablaste con Montano?
MIGUEL.– Quería hacerlo en presencia de Sonny.
Pedir perdón ante la Jefatura plena, ante el Cristo
de Maiquetía, pagarle el tajo, ofrecerle seis bol-
sas, devolverle la sangre! ¡Qué sé yo! ¡Todo fue
ceguera! ¡Luna mala! ¡Noche de izquierda!
DIONISIA.– Hazte ver, Miguel. No se acaba el mun-
do en mayo.
MORAIMA.– Aquí estuvo Blanca y partía el alma.
MIGUEL.– Lo sé. ¡Lo siento! ¡Lo lamento!

554
DIONISIA.– ¡Por Dios! ¿Tiene ella que anunciarte?
¿Tiene día que tocar la puerta? ¿O con la borra-
chera se te fue el macho?
MIGUEL.– Usted lo escuchó, señora Vegas. Él no me
quiere en la esquina y razón le sobra hasta el can-
sancio. Quien paga, compra.
DIONISIA.– Yo lo escuché. Todos lo escuchamos.
Pero si algo sé de Sonny, es que no mantiene un
hervor más allá de tres días como todo parido en
Pascua. Déjate ver, Miguel. Búscalo. Más de un
arreglo te debe.
MIGUEL.– Ando sin hora, misia. No me salen las
palabras. Hablo y me veo la lengua.
MORAIMA.– ¡Ay, Miguel! ¡Pon cara! ¡Deja el tu-
rrón!
DIONISIA.– ¿O apago el caldero y vamos los dos? A de-
cir por otro, me acostumbré con el finado Vicente
Sutherland, que en paz descanse, supongo que en al-
guna arena de Tobago. Ni aprendí inglés de su perso-
na ni le enseñé lengua de la mía. Pero un semipesado
hicimos y más de un tomate compramos.
Pausa.
MIGUEL (Reconfortado).– Guárdeme pescado, seño-
ra Vegas. Puede ser que vuelva ahora.
Miguel sale. Luz en el gimnasio. Sonny entrena cuerda y
saco. A su lado, Santiago.
SANTIAGO.– Un. Dos. Un. Dos. Un. Dos.
SONNY.– ¿Más?
SANTIAGO.– Más. Un. Dos. Un. Dos. Un. Dos.
Santiago señala el saco.

555
SANTIAGO.– ¿Quién es?
SONNY.– No sé.
SANTIAGO.– Pero molesta.
Sonny golpea el saco sucesivas veces.
SANTIAGO.– ¿Quién es?
SONNY.– Cuero.
SANTIAGO.– ¿Cómo se llama?
SONNY.– No sé.
SANTIAGO.– ¡Sigue!
Sonny golpea el saco.
SANTIAGO.– ¿Culebra?
SONNY.– No.
SANTIAGO.– ¿Hambre?
SONNY.– No.
SANTIAGO.– ¿Un desprecio?
SONNY.– No.
SANTIAGO.– ¿Quién, entonces?
SONNY.– No sé.
SANTIAGO.– Malo. Adentro. Adentro.
SONNY.– Adentro.
SANTIAGO.– ¡Sigue! ¿Quién pica?
SANTIAGO.– ¿Pedro Chávez?
SONNY.– ¡No sé!
SANTIAGO.– ¡Sigue! ¡Más! ¡Más! ¡Más! ¡Tiene nom-
bre! ¡Más! ¡Más! ¡Más!
Sonny golpea el saco y un resplandor parece borrarlo. Si-
rena de un carguero. Luz en la escalinata. Actividad de
vecinos. Inmaculada y Emilia salen del gimnasio.
EMILIA.– ¡Juraba que lo tenía en la cartera!
INMACULADA.– Búscalo, Emilia.

556
EMILIA.– Como la niña de mis ojos. Patas no tiene o
al menos no se le ven. ¿Dónde pude dejarlo?
INMACULADA.– ¿Y si volvió a extraviarse?
EMILIA.– En casa tiene que estar y cuando regrese
lo encuentro, así tenga que voltear el cuarto o re-
visar en la tintorería.
INMACULADA.– Que no lo sepa Sonny.
EMILIA.– ¡Ni lo quiera Dios! ¡Mañana estará en su
sitio!
INMACULADA.– Un marco. ¡Eso quiero! ¡Un mar-
co de caoba! ¡Y que se vea! ¡Que dé motivo a una
pregunta!
Miguel recorre la calle, se atreve y las aborda.
MIGUEL.– ¡Inmaculada! (A Emilia) Señora Escobar.
INMACULADA.– ¡A buena hora, Miguel Casio!
¡Blanca vino a verme!
MIGUEL.– Lo sé. Y nada tengo que decir, nada que
no hayas oído.
INMACULADA.– ¿Cuándo espantamos tanto encie-
rro? ¿Cuándo se te vuelve a ver camisa nueva?
MIGUEL.– Ese es mi motivo. Y discutir la madre de
quien me ofrezca un trago.
INMACULADA.– Prometí hablar con Sonny y servir
de amiga. ¿Me dirá que no?
EMILIA.– ¿Cómo?
MIGUEL.– Sólo quiero que me reciba, que me es-
cuche en el gimnasio, y desde ese momento me
declaro perro apaleado, ñinga de lo que era, pro-
mesa del mes que viene. No es posible vivir con
tanta mordedura.

557
INMACULADA.– Mal hecho no haber entrado por-
que todo iría en camino.
MIGUEL.– Dejé pasar unos días en el Hotel de las
Palomas. Pero, ¿para qué explicarlo, si me abres
la puerta?
INMACULADA.– ¿Quién no tiene un mal momento?
MIGUEL.– Eso me he dicho y en eso creo.
INMACULADA.– Alza la cara, Miguel, y mira lim-
pio. Emilia te dejará recado.
MIGUEL.– Que me vea en tus ojos. Que Dios te ben-
diga. Gracias. Gracias. Gracias.
Miguel se aleja. Énfasis de luz sobre el mirador. Sonny
alivia el sudor con una toalla y mira hacia la calle. A su
lado, Santiago bebe limonada.
SONNY.– ¿No era ese Miguel Casio?
SANTIAGO.– ¿Dónde campeón?
SONNY.–En la calle. Junto a ella.
SANTIAGO.– ¿Una sombra espantada que acaba de
irse como si huyera? No lo creo.
SONNY.– Lucía.
SANTIAGO.– El ojo engaña. Que yo sepa y si hay
chisme cierto, Miguel Casio se ha encerrado en
el Hotel de las Palomas después de la citación en
la Prefectura.
SONNY.– Vi mal entonces.
SANTIAGO.– Sucede.
Inmaculada y Emilia entran en el salón del gimnasio.
INMACULADA (Llama).– ¡Sonny!
SONNY (Radiante).– ¡Vengo!
EMILIA.– ¿No es hora de poner la mesa?

558
Emilia sale.
SANTIAGO.– ¿Seguimos?
SONNY.– Después del almuerzo.
SANTIAGO.– Que sea leve, entonces.
Descienden Sonny y Santiago la distancia hacia la casa.
Inmaculada aguarda.
INMACULADA.– ¿Cómo fue la mañana?
SONNY (Abrazándola).– ¿No acaba de amanecer?
INMACULADA.– ¿Te quedas, Santiago?
SANTIAGO.– Debo espantar una cobranza. Si no,
con todo gusto.
INMACULADA (A Sonny).– Vi a Miguel Casio.
Pausa. Santiago detiene sus pasos hacia la salida y com-
prueba un amago en el saco.
SONNY.– ¿Dónde?
INMACULADA.– En la calle, como si faltara sombra
en esta casa, como si me dejara una parte de su
pena en todo lo que no pudo decirme. Yo sé que
te sobran razones y que fue un mal proceder y
una vergüenza. Pero, ¿no podrías recibirlo?
SONNY.– Quizás otro día.
INMACULADA.– ¿Por qué no esta noche?
SONNY.– ¿Por qué debo hacerlo?
INMACULADA (Perpleja).– ¡Sonny!
SONNY (Reacio).– Esta noche, no.
INMACULADA.– ¿Y mañana?
SONNY.– Mañana hay patria en la Prefectura.
INMACULADA.– Entonces el miércoles por la ma-
ñana o el miércoles al mediodía o el jueves a
cualquier hora.

559
SONNY (Levanta en vilo a Inmaculada).– ¡Basta! ¡Que
venga cuando quiera, si eso es piñata!
Santiago golpea el saco.
INMACULADA (Plena).– ¿Vendrá Moraima?
SONNY.– No avisó.
INMACULADA.– ¡Dios mío, el mantel de Holanda!
(Alza la voz) ¡Emilia! ¡Quita el mantel de Holanda!
Inmaculada sale. Sonny la mira alejarse y todo en él se
conforma. Santiago golpea el saco.
SONNY (A Santiago).– Habrá que ajustar la cadena.
SANTIAGO.– Moho y salitre.
Sonny golpea el saco.
SANTIAGO.– Bien. Bien.
Pausa.
SANTIAGO.– ¿Vuelve a la esquina Miguel Casio?
SONNY.– Como has visto, encontró ley que lo defienda.
SANTIAGO.– No sabía que Inmaculada y él se co-
nocían.
SONNY.– ¿A quién de los míos no conoce Inmaculada?
SANTIAGO.– Puede ser que lo haya olvidado.
Santiago golpea el saco.
SONNY (Intrigado).– ¿Y eso?
SANTIAGO.– Nada.
SONNY.– ¿No hago bien al recibirlo?
SANTIAGO.– ¿Quién supone?
SONNY.– Tal vez le hice caso a una rabia.
SANTIAGO.– Tal vez.
Sonny golpea el saco.
SONNY.– O no. ¿Hay algo más?
SANTIAGO.– ¿Algo más?

560
SONNY.– No hablas como hablabas antes.
SANTIAGO.– ¿Cómo hablaba antes?
SONNY.– ¿Qué pasa? ¿Converso con el eco?
SANTIAGO (Incómodo).– No. No. Son...
SONNY.– ¿Qué?
SANTIAGO.– Necedades.
SONNY.– ¡Santiago!
SANTIAGO.– ¿He dicho algo?
SONNY.– ¿Por qué? ¿Hay algo que decir? ¿Algo de ella?
¿Algo de él? ¿Algo dentro de ti que se calla y arruga la
frente como si fuera una bolsa y encerrara piedras?
SANTIAGO.– Mi cariño de siempre. Mi palabra de
siempre ¿Qué más?
SONNY.– ¿Entonces?
SANTIAGO.– Sonny...
SONNY.– ¿Por qué me mencionas? ¿Qué es este pé-
same?
SANTIAGO.– Nada he dicho. La meta es Nueva York
y un hombre debe vigilar sus metas. No hay cua-
renta años en el boxeador. No se vive en diez lo
que sucede en cien. Nada he dicho. Nada que pue-
da recogerse.
Se miran.
SANTIAGO.– Almuerza liviano, campeón... Mantén
soltero el peso.
Santiago sale. Inmaculada regresa al comedor.
INMACULADA.– Almorzaremos a la una. No presu-
mo del asado porque es sinceridad de Emilia, pero
sí del comino en la ensalada y de haber comprado
un buen pan.

561
SONNY.– Voy a cambiarme. (Se detiene) Inmaculada.
Pausa.
INMACULADA.– ¿Decías?
SONNY.– ¿Cuándo conociste a Miguel Casio?
INMACULADA.– ¿Cuándo?
SONNY.– Eso pregunto.
INMACULADA.– Siempre. ¿Por qué?
SONNY.– Ganas de enterarme.
INMACULADA.– No me acuerdo de mí misma sin
saber de él y verlo en mi vida.
SONNY.– ¿Tanto así?
INMACULADA.– Crecimos juntos. Su padre era
compañero del mío en los torneos interdistritales
de dominó.
SONNY.– No sabía.
INMACULADA.– ¿Puedes creer que nunca lo imagi-
né boxeador? Fuimos a aquella preliminar en el
Nuevo Circo, ¿recuerdas? Y cuando lo vi entrar
de bata negra me preguntaba si era el mismo.
SONNY.– ¿Por qué?
INMACULADA (Ríe).– Miguel leía novelas y admira-
ba a Ciro Alegría.
SONNY.– ¿Y eso se opone?
INMACULADA (Ruborizada).– Perdón. No ha salido
de mi boca.
SONNY.– ¿Debe ser un inferior quien boxea? ¿Un
hombre ajeno a lo alto? ¿La burla del enterado?
INMACULADA (Repentino temor).– ¿Dije mal, Son-
ny? ¿Olvidé algo?
SONNY.– Espero que nunca.

562
Inicia salida.
INMACULADA.– ¡Sonny!
SONNY.– Espero que nunca. Nada más escuché.
Nada más he respondido.
Sonny sale. Inmaculada lo mira alejarse. Lenta penum-
bra. Interludio del cuadrilátero. Santiago en trusa y ca-
miseta se asoma en el gimnasio, sube al ring y hace fin-
tas. Montano se acerca.
SANTIAGO.– ¿Y el campeón?
MONTANO.– No tarda (Breve pausa) ¿Pasa algo,
Santiago?
SANTIAGO.– ¿Cómo sería?
MONTANO.– Te hablo de Sonny.
SANTIAGO.– ¿Qué se le siente?
MONTANO.– Ni la campana quiere oír. Nada sirve.
Ni el limón partido. Ni lo que se vio en La Ha-
bana. Toda la mañana haciendo sombra y yo de
testigo. ¡Cúbrete! ¡Mantén la distancia! ¡No bajes
los brazos! Pero de siete a once gané tres despre-
cios porque según él todo está mal dicho y peor
visto.
SANTIAGO.– ¡Abrase visto!
MONTANO.– ¿Y de qué mierda sé yo, Sonny?, le
dije. ¿Cuándo llevé en las manos otro peso dis-
tinto a ocho onzas y a doscientos veinticuatro
gramos? ¿Estas canas, güevón, no adornan una
experiencia?
SANTIAGO.– ¿Cómo una experiencia, Huracán de
mi alma? ¡El pozo de fistiana! ¡La bolsa del co-
nocimiento!

563
MONTANO.– ¿Dónde mudé los dientes sino en el
Metropolitano cargándole la toalla a Simón Chá­
vez? ¿Quién peleó en Santo Domingo donde la
gente exige? ¿O mi vida es mentira, Santiago?
Porque si no sé de one two y de setenta y nueve
kilos moviéndose, si no tengo derecho a criticar
un weaving ¿puedes hacer el favor de decirme qué
hice con ella?
SANTIAGO.– Firmo al lado. ¿Pero no será mareo,
me pregunto? Hay quien sube y se complica.
MONTANO.– Algo le incomoda o la nariz se le fue
al techo.
SANTIAGO.– Tal vez el compromiso.
MONTANO.– ¡Un cagón con la leche en los labios!
Dile que me fui sentido y con la amistad en el
suelo.
SANTIAGO.– Todo pasa, Huracán. Vuelve mañana.
MONTANO.– Si me llama. Si todavía recuerda don-
de queda mi casa.
Montano sale. Santiago hace fintas. Sonny aparece en
lo alto.
SANTIAGO.– ¿Llegué temprano?
SONNY.– Te esperaba.
Sonny desciende y se aproxima.
SANTIAGO.– ¿Bien de familia?
Sonny sube al ring.
SONNY (Hosco).– Vamos.
Marcan golpes.
SANTIAGO.– Adentro. Adentro. Y arriba. Así.
Sonny obedece. Marcan golpes. Sonny persigue a Santiago,

564
acorralándolo en las cuerdas. Derecha de Santiago sobre
el rostro de Sonny.
SANTIAGO.– ¡Arriba, dije!
Furiosa acometida de Sonny. Intercambian golpes.
SONNY (Como un estallido).– ¡Maldito sea!
SANTIAGO (Asombrado).– ¡Campeón!
SONNY.– ¡Háblame, hijo de puta! ¡Sabes algo y no
terminas de decirlo! ¡Siembras y no hay brote!
¡Pero lo veo en tu cara! ¡Allí crece!
SANTIAGO (Ofendido).– Vine a mi trabajo.
SONNY.– ¡Y yo soy quien paga! ¡Por esto y por tu
boca!
SANTIAGO.– Se queda así, entonces.
Sonny golpea a Santiago.
SONNY.– ¿Se queda dónde, Santiago? ¿Se queda,
está en mí y no se marcha? ¿Ella y Miguel? ¿Era
eso? ¿Ella y Miguel?
Intercambian golpes.
SANTIAGO.– ¡Sonny!
SONNY.– ¡Siete metros de ancho y siete de largo
mide esta sucia lona, hermano! ¡Nada más soy!
¡El reino de mi vida! ¡Mi oficio! ¡El tuyo! ¡Busca-
mos y hay sangre! ¡Aquí no se miente! ¡Te juro
que hay sangre en cualquier madera, en cual-
quier hueco! Del camerino a la esquina, ¿no era
así? ¿No era la frontera? ¿No me acompañabas?
¿No fuimos siempre? ¡La bata blanca, las vendas
que aprietan, las trenzas de los guantes, el borda-
do de Dionisia Vegas! ¡Sonny! ¡Orden del Maris-
cal de Ayacucho! ¡Campana es música! ¡La única

565
que me celebra! Y ahí va mi vida. La que tengo.
No la que invento, no la que me resuelve. ¿Crees
que escucho tus gritos? ¡Afuera, Sonny! ¡Encima,
Sonny! ¿Crees que los oigo? ¡Mentira! ¡Jamás te
he escuchado, hermano Santiago! ¡Demasiada
gente, demasiado ruido, demasiado miedo! Pero
ahora se espantó el espíritu que me hacía, ahora
te escucho y no hago otra cosa. ¿Qué dice la es-
quina? ¡Ella y Miguel, hermano! (Como una súpli-
ca) ¿Ella y Miguel, Santiago, por tu vida?
SANTIAGO.– ¿Será posible, Sonny?
Intercambio de golpes.
SONNY.– ¡Santiago!
Santiago cae.
SONNY (Fuera de sí).– ¡Levántate! ¡Levántate, her-
mano!
Santiago se incorpora.
SONNY (Humillado).– ¡Ella y Miguel! ¡Allí queda-
mos! ¡Ella y Miguel Casio! ¡Allí se detuvo! ¿Hay
más? ¿O es una ofensa? ¿Una calumnia? ¿Algo
que no entendí como el seno y el coseno, como
tanto que no entiendo?
SANTIAGO.– Me habló de Montano, de su renun-
cia. Considera la mía, si éste es el pago de lo que
en mala hora dije.
Santiago salta del ring y se dirige a la salida. Sonny lo
sigue.
SONNY.– ¡Santiago!
SANTIAGO (Iracundo).– ¡Así se queda, campeón!
¡Busca a otro y olvidemos el contrato!

566
SONNY (A manera de súplica).– Paz. Tu vida y la mía.
Hermanos de Dios. Nada se ha hablado. Nada se
ha dicho. Perdón. Perdón. Perdón.
Tensa pausa. Sonny regresa al cuadrilátero y se sienta
en las cuerdas.
SONNY (Ausente).– ¿Qué hago? ¿Cuál es tu juicio?
¿Cuál es mi defecto?
SANTIAGO (Se aproxima. Junto a Sonny).– Fue en el
Hotel Riviera. Sonny. La noche de la pelea. 22 de
mayo, gloria a Dios. Entré a la habitación 512,
cama adicional, arreglo de la empresa, Sánchez
Pujol Promotores y Miguel Vaselina dormía rendi-
do. Hay gente indiscreta de alma, campeón, gente
que murmura y se va de lengua cuando sueña.
SONNY.– Se ha visto, hermano.
SANTIAGO.– Lo escuché sin querer camino de la
ducha, cuando me preguntaba si había jabón
nuevo, y así te lo cuento porque retuve sus pala-
bras como la tabla del nueve. Dijo en principio...
Inmaculada.... Inmaculada...
SONNY.– Inmaculada, ¿cómo? Es su amiga de in-
fancia..., la heredera del dominó interdistrital.
SANTIAGO.– ¿Cómo? Como en el 512 era el tem-
plón de la sabana, la tienda del veraneante, el
perezoso que bosteza, el animal de pie, vivo y
diligente... Inmaculada, Inmaculada, decía y re-
petía... Inmaculada... Inmaculada... que Sonny
no lo sepa...
SONNY.– ¿Dijo?
SANTIAGO.– Y una mala expresión que por sobrado

567
amor a la señora Vegas, me abstengo de comentar.
SONNY (Abatido).– Hermano.
SANTIAGO.– Y luego, cuando regresaba del baño,
¿qué le escuché rezongar? Maldita mi vida ... mal-
dita y maldita si el negro te goza...
SONNY.– ¿Dijo?
SANTIAGO.– Dice un sueño, campeón.
SONNY.– ¿No es la misma lengua?
SANTIAGO.– Quién sabe. Puede ser una ilusión, la
fantasía de un tema, el extremo de un cándido.
SONNY.– Puede ser.
SANTIAGO.– Y de nada estaríamos hablando.
SONNY.– Dios misericordioso.
SANTIAGO.– Pero antier mis ojos vieron. No en
La Habana sino en La Guaira, no un delirio sino
algo cierto.
SONNY (Pánico).– ¿Qué?
SANTIAGO.– El pañuelo.
SONNY.– Miseria mía.
SANTIAGO.– Leve. Blanco como no se ha visto blan-
co. Tramado portugués y en las esquinas motea-
do de fresas, hilvanado de ocio.
SONNY (Víscera).– Mi empeño de amor. El ardor de
la Jefatura.
SANTIAGO.– ¿Quién secaba el sudor de su cogote
con esa obra maestra, con esa fineza de la arte-
sanía textil?
SONNY.– Dilo.
SANTIAGO.– ¡Miguel Casio!
SONNY (Salta al centro del ring. Viva ira).– ¿No tiene

568
un cerdo, hijo de miga, cuarenta mil vidas? ¡Por
qué una sola no me basta! Una sola es pobre y no
da venganza! ¿Es verdad, entonces? ¿Y qué hago?
¿Quién me comparte? ¿A qué me parezco? ¡Aquí,
Santiago! ¡A mi lado, la esquina! ¿Lo ves? ¡Se aca-
ba! Era aire y se fue al cielo.
SANTIAGO.– ¡No perdamos la cabeza!
SONNY (Enajenado).– ¡Sangre! ¡Sangre! ¡Sangre! (De
rodillas) ¡Por la estrella que nos mira! ¡Por los Ve-
gas que me hicieron! ¡Por el enterrado de Toba-
go! ¡Vergüenza me vuelva! ¡Andina de burdel, me
convierta, si esta fiesta se celebra!
SANTIAGO.– ¡Amén y que sea par!
SONNY.– Nadie va a saberlo. Aquí se queda, hasta
nuevo aviso. Hasta que mis ojos aprendan. (Pau-
sa) Otra vez. ¡Campana! ¿Qué me decías?
Sonny describe golpes. Santiago reinicia el entrenamiento
SANTIAGO.– ¡Fuerte, campeón! ¡Sin miedo!
Sonny aumenta la fuerza de su pegada.
SANTIAGO.– ¡Fuerte, digo! ¡Fuerte!
Sonny obedece.
SANTIAGO.– ¡Más! ¡Más! ¡Más!
Sonny obedece.
SANTIAGO.– ¡Vigila los codos! ¡No abras! ¡Más! ¡Más!
¡Más! ¡Eso es campeón! ¡Eso es!
La luz se estrecha hasta abarcar a Sonny, de pie, en el
ring. Santiago es una sombra gigantesca. Un rojizo ta-
rantín de pinchos. Bombillo. DDT Vecinos congregados.
Entre ellos Rodrigo y Montano. Rodrigo trae consigo un
portafolio de cuentas.

569
MONTANO.– ¿Vienes, Rodrigo?
RODRIGO.– ¿Dónde se corre?
MONTANO.– La idea es desayunar en Cardón y
amenizar en Maracaibo. ¿No pelea Eutimio con
un panameño?
RODRIGO.– Paso. Otro día.
Rodrigo se aleja. Alguien toca a lo lejos la manera dolien-
te de un cuatro. Rodrigo encuentra a Santiago.
SANTIAGO.– ¿Y qué, fantasía? ¿Cuál es la prisa?
RODRIGO (Enojado).– ¡Vete a la mierda!
SANTIAGO.– ¿Cómo, padre?
RODRIGO (Ofuscado).– ¡Quítate de en medio, güe-
vón! ¡Basta! ¡No te quiero ver!
SANTIAGO.– ¿El día del júbilo, melado? ¿No quie-
res verme cuando todo se ve? ¿Cuando la noche
amanece? (Acosándolo) ¡Rodrigo! (Rodrigo quiere
seguir camino. Santiago lo detiene.) ¿Adónde vas?
¡El caldo hierve! ¡Te lo dice este leal testigo de tan-
ta decencia! ¡De tanto empeño en La Habana! ¡Te
lo dice quien ha visto mal de amor y lo ha llorado
contigo! ¡Esta cargadora que ha sufrido tus días!
(Señala) ¡Una rata pálida, Rodrigo! ¡Júralo! ¡Allí se
quedó! ¡Una rata pálida! ¡Una hormiga sin patas!
¡La paciencia hizo! ¡Consiguió el día! ¿Se vio hem-
bra más próxima, figura más cercana, mujer más
devuelta a quien legítimamente debe disfrutarla?
¡Inmaculada, Rodrigo! ¡La corona del loco, prín-
cipe! ¡Pule los zapatos, ve sacando el azul marino,
porque salvo alguna abolladura, algún latón mal
trabajado, te acompañará Inmaculada el resto de

570
tus días!
RODRIGO (Concluye).– Mentira. Yo no he escuchado
sino mentira (Continúa y se aleja).
SANTIAGO (Llama).– ¡Rodrigo! ¡Rodrigo! ¡Hoy era!
¡No lo dudes! ¡Rodrigo! ¿Quieres oírme? ¡Hoy era!
Desaparece Rodrigo en la sombra. Insiste el tocador de
cuatro. Santiago mira a todas partes, se recompone y sale
hacia su casa. Acento de luz sobre el gimnasio. Rodrigo
entra. Inmaculada viene a su encuentro.
INMACULADA.– Sonny no se siente bien, Rodrigo.
Pero si la razón es urgente puedo despertarlo.
RODRIGO (Embelezado).– ¿Despertarlo? No. Era...
(Se interrumpe).
INMACULADA (Por el cartapacio).– ¿Algo que firmar?
RODRIGO.– Algunas facturas. Pocas y canceladas.
Detalles. Sólo quería que él las viera.
INMACULADA.– ¿Puedes venir mañana a primera
hora?
RODRIGO.– Por supuesto. Sin falta.
Pausa.
INMACULADA.– ¿Bien tu vida, Rodrigo?
RODRIGO.– ¿Bien la tuya?
INMACULADA.– ¿Se puede más?
RODRIGO.– No.
INMACULADA (Incómoda).– ¿Algo que pueda hacer
por ti?
RODRIGO.– No, no. Nada. Era... (Divaga) ...siempre...
Ayer y mañana... lo mismo. (Breve pausa) Y así...
se queda. Bella noche, ¿verdad? Estupenda noche.
Raro ver estrellas..., digo..., tantas. Las trae agosto

571
(Entrega el cartapacio a Inmaculada) Sólo... esto.
Rodrigo sale. Pausa. Entra Sonny.
INMACULADA (Sorprendida).– ¿No dormías?
SONNY.– Me despertó una música y no estabas.
INMACULADA.– Vino Rodrigo.
SONNY.– ¿Rodrigo? ¿Solo?
INMACULADA.– Acaba de irse. Dejó...
Inmaculada entrega a Sonny el cartapacio. Sonny atrapa
la mano de Inmaculada.
SONNY (Pausa por la mano).– Húmeda.
INMACULADA.– Será que no ha sentido la edad ni
conocido tristeza.
SONNY.– Ardiente y húmeda. ¿Necesita dolor esta
mano? ¿Vive en ella un diablo joven? ¿O es una
mano franca?
INMACULADA.– ¿No vives tú, en ella?
SONNY.– Entonces, es una mano generosa.
Sonny besa la mano de Inmaculada. Se abrazan.
INMACULADA.– ¿Vas a cenar?
SONNY.– No siento hambre y me arden las sienes.
INMACULADA.– ¿Fiebre?
SONNY.– Quizás el calor.
Sonny se aproxima al cuadrilátero. Dos o tres veces gol-
pea la campana. Inmaculada lo mira.
INMACULADA.– ¿Hay algo que no me dices?
SONNY.– ¿Qué sería?
INMACULADA.– Nada.
SONNY.– Todo fue dicho.
INMACULADA.– Mentira. Algo falta.
SONNY.– ¿Qué?

572
INMACULADA.– Prometiste recibir a Miguel.
SONNY (Un estremecimiento).– ¿Tienes un pañuelo?
Siento resfrío.
Inmaculada avanza hacia Sonny y le ofrece un pañuelo.
SONNY.– ¿Y el otro?
INMACULADA (Culpa).– ¿Cuál?
SONNY.– ¿No había otro?
INMACULADA.– Lo guardé.
SONNY.– ¿Seguro? ¿Siete llaves?
INMACULADA.– Nadie lo usa.
SONNY.– Consérvalo entonces. Fue el primer rega-
lo. ¡Cuídalo! ¡Como a las niñas de tus ojos! ¡Al-
guien lo hizo de tela consagrada y durante años
guardó el collar sagrado de María Vegas! Extra-
viarlo, perderlo, sería una desgracia.
INMACULADA.– ¿Es posible?
SONNY.– Hay espíritu en su tejido.
INMACULADA.– ¡Sonny! ¡Tengo miedo!
SONNY (Brusco).– ¿Por qué? ¿No está donde debía?
¿Quién lo tiene?
INMACULADA.– ¡No se ha perdido!
SONNY.– ¡Búscalo entonces!
INMACULADA.– ¡Mañana! ¿Por qué ahora? ¡Hay
tanta mudanza arriba!
SONNY.– ¿Mañana?
INMACULADA.– Cuando recibas a Miguel. Porque
todo esto lo dices para distraerme, para no cum-
plir la palabra que me diste. Sigues sin perdonar-
lo..., sin...
SONNY.– Quiero el pañuelo, Inmaculada.

573
INMACULADA.– ¡Sonny! ¡Le prometí a Blanca...!
SONNY.– ¡Quiero el pañuelo, Inmaculada!
INMACULADA (Miedo).– ¡Sonny!
SONNY (Fuera de sí).– ¡Quiero el pañuelo!
INMACULADA (Desesperada).– ¿Qué más hay en ti?
¿Qué está pasando?
Larga pausa.
SONNY.– Mañana entonces. (Se acerca a Inmacula-
da) Tu mano.
INMACULADA.– ¿Siempre, verdad? ¡Siempre!
SONNY��������������������������������������������
.–������������������������������������������
La sexta parte de la mía. El doble de mi
creencia. (Besa la mano de Inmaculada y con ella se
persigna). ¿A quién rezo, Inmaculada? ¿A quién
rezo?
INMACULADA.– Nada ha cambiado, Sonny.
SONNY.– ¿Nada?
Lento declinar de la luz. Sonny sale. Inmaculada perma-
nece aturdida.
INMACULADA (Un grito).– ¡Sonny! ¡Sonny! (Corre
hacia lo alto)
Oscuro. Luz en un corredor que hace las veces de calle.
Santiago se aproxima a Miguel, que parece aguardarlo.
MIGUEL.– ¿Noticias, Santiago?
SANTIAGO.– Todo se va dando, Miguel... Hoy en la
tarde estuvimos haciendo guantes y Sonny me dijo,
lástima que Miguel haya cometido esa estupidez...
MIGUEL.– ¿Estupidez?
SANTIAGO.– Estupidez, escuché.
MIGUEL.– ¿Y todo se va dando?
SANTIAGO.– ¡Hombre, esperanza de Maiquetía! Es-

574
túpido es ganancia si se mira bien, estúpido es
corriente, porque si te pones a ver, hasta hace
unos días se te mencionaba en esa casa inven-
tándole una naturaleza a tu madre. Ahora no me
negarás que hay mejoría. Según la conocida es-
cala patria, de hijo de puta se pasa a maricón, de
maricón a güevón, de güevón a imbécil que es
de diccionario, de imbécil a estúpido, de estúpi-
do a necio y de necio a impertinente, si alguna
vez se ha usado esa palabra. ¡No me negarás que
hay mejoría!
MIGUEL.– ¿Qué me aconsejas, Santiago?
SANTIAGO.– Déjate ver mañana. En esa casa se res-
pira alegría y quien se agrega al contento, pros-
pera y se ilumina. A media mañana, según me
han dicho, vendrá el Prefecto con ganas de ce-
remonia. Puede ser que lo acompañe el mismí-
simo Director de Cultura y afines regionales con
la burriquita de siempre ¿Por qué no te asomas,
haciéndote el distraído? ¿Quién sabe si te dan un
subsidio?
MIGUEL.– ¿Lo crees?
SANTIAGO.– Déjate ver, Miguel. Hazme caso.
Santiago saca el pañuelo y se seca el sudor.
MIGUEL.– Ojalá se resuelva. Inmaculada prometió
hablarle.
Santiago deja caer el pañuelo.
SANTIAGO.– Y lo ha hecho. ¿No te digo que el asun-
to se ha reducido a estupidez?
Miguel contempla el pañuelo.

575
MIGUEL.– ¿Y esta belleza?
SANTIAGO.– Compré una docena en La Habana.
MIGUEL.– ¿Es de hombre?
SANTIAGO.– ¿Qué es hombre?
MIGUEL (Por el pañuelo).– Brilla.
SANTIAGO.– Quédate con él.
MIGUEL.– ¿De verdad?
SANTIAGO.– Es tuyo. Mira la hechura, interpreta
el tejido ¿Se ha visto pañuelo? ¿Se ha visto de-
talle? Úsalo mañana cuando te apersones (Indica
el bolsillo superior en la chaqueta de Casio, toma el
pañuelo y allí lo coloca con buen esmero) Combina
de sueño...
MIGUEL (Mira el pañuelo en su bolsillo).– Gracias,
Santiago.
SANTIAGO.– Duerme tranquilo, Miguel. Doce vic-
torias consecutivas, nueve contendores besando
el suelo y gastando rodilla en la lona, no van a
quedarse en el Hotel de las Palomas. ¡Quien me-
jore esa cifra, que lo diga y se presente! ¿O es error
mío? (Se abrazan) ¡Que haya vida, campeón!
MIGUEL (Fe).– ¡La habrá, Santiago! ¡La habrá!

576
Tercer acto

Día de gran festejo. Acontecimiento de tambores y danzas


solemnes. Presentes y destacados, Sonny, Inmaculada, Dio-
nisia y Moraima. Atentos en la redoma, Santiago, Emilia,
Blanca, Miguel Casio y el Pollo Montano. Trompetas cere-
moniales a cargo del la Marina de Guerra. Cortejo. El Pre-
fecto Ludovico, la Juez Esperanza Flores y el institucional
bachiller Mosquera asumen la presencia del Estado. Ludovi-
co se ubica detrás del micrófono. Su voz resuena espléndida.

LUDOVICO.– Vecinos y compatriotas.


Silencio y expectativa. Esperanza acota la emoción del
Prefecto.
ESPERANZA (Acota).– Es con júbilo inmenso y des-
bordado amor patrio...
LUDOVICO.– Es con júbilo inmenso y desbordado
amor patrio...
ESPERANZA (Acota).– ...como nos permitimos...
LUDOVICO (Repite).– como nos permitimos...
ESPERANZA (Acota).– ...celebrar un día de gloria.
LUDOVICO (Repite).– celebrar un día de gloria.
ESPERANZA (Acota).– ¿Y por qué un día de gloria?
LUDOVICO (Repite).– ¿Y por qué un día de gloria?
ESPERANZA (Acota).– Porque acaba de acordarse en
Nueva York, la gran metrópolis del Norte...
LUDOVICO (Repite).– Porque acaba de acordarse en
Nueva York, la gran metrópolis del Norte...
ESPERANZA (Acota).– ...el combate histórico entre
Sonny Alejandro Vegas, de La Guaira...

577
LUDOVICO (Repite).– ...el combate histórico entre
Sonny Alejandro Vegas, de La Guaira...
ESPERANZA (Acota)������������������������������
.–����������������������������
...y el campeón mundial de
los semipesados... William Red Stevenson....
LUDOVICO (Repite).– ...y el campeón mundial de
los semipesados... William Red Stevenson...
ESPERANZA (Acota).– ...evento a celebrarse en el
mes de octubre del año en curso...
LUDOVICO (Repite).– ...evento a celebrarse en el
mes de octubre del año en curso...
ESPERANZA (Acota).– ...para honra del deporte...
LUDOVICO (Repite).– ...para honra del deporte...
ESPERANZA (Acota).– ...y exaltación de la naciona-
lidad.
LUDOVICO (Repite).– ...y exaltación de la naciona-
lidad.
Vítores. Largo aplauso.
ESPERANZA (Acota).– ¡No dude Venezuela...
LUDOVICO (Repite).– ¡No dude Venezuela...
ESPERANZA (Acota).– ...del hijo que la representa...!
LUDOVICO (Repite).– ...del hijo que la representa...!
ESPERANZA (Acota).– ¡No dude de su orgullo!
LUDOVICO (Repite).– ¡No dude de su orgullo!
ESPERANZA (Acota).– ¡Aquí cabemos, aquí vivimos,
aquí estamos!
Ludovico toma la mano de Sonny y la alza.
LUDOVICO (Repite).– ¡Aquí cabemos, aquí vivimos,
aquí estamos!
ESPERANZA (Acota).– ¡Viva Sonny!
LUDOVICO (Repite emocionado).– ¡Viva Sonny!

578
GRITOS.– ¡Viva Sonny!
Júbilo y exaltada apoteosis. Dionisia y Moraima estre-
chan a Sonny. Inmaculada recibe de Mosquera un ramo
de flores. Ludovico abraza al retador.
SONNY (A la muchedumbre).– Gracias a todos. Gra-
cias en nombre de los míos. Mamá..., familia... y
esposa...
Sonny toma de la mano a Inmaculada.
SONNY.– Aquí está la mejor palabra que me habita,
la santa guerra de mis días. Ella hablará ahora y su
decir será el aliento de mi suerte ¿Pueden esperar
otra cosa quienes me conocen? Ella dirá que es
feliz y que el momento la sorprende. Pero agrega-
rá a su alegría, la dolorosa tristeza de separarnos
en septiembre. Llorará y será prueba. Dirá que su
oficio es contar el tiempo que va a alejarnos. Que
guardará la casa y todo lo hecho ¿Alguien lo duda?
Confesará que nada la llena distinto a lo empeña-
do. Que vivimos el mismo día. Que nos llena el
mismo recuerdo. Que nada ha sucedido distinto a
lo pactado. Escúchenla, porque en su voz vive la
mía. ¿O nos mira alguien oscuro que pueda decir
lo contrario? Alguien que nos haya presenciado.
Sonny acerca a Inmaculada a quienes presencian.
INMACULADA (Apenas).– Que todo sea.
SONNY.– ¿Qué todo sea? ¿Basta con eso?
INMACULADA.– ¡Sonny!
SONNY (Ira).– ¿Basta con eso? ¿Ni una palabra que
me despida?
INMACULADA.– Que soy feliz.

579
SONNY.– ¡Entonces, dilo! ¡Que todos lo sepan! ¡Que
se vea en la boca!
Inmaculada solloza.
LUDOVICO (Alarmado).– ¡Sonny!
SONNY.– No se expresa, Prefecto ¿Por qué no lo
hace? ¿Por qué no habla de septiembre?
DIONISIA.– ¡Sonny, basta!
SONNY.– ¿No hay más dicha? ¿O ha faltado pan en
mi casa? ¿Dejé de cumplir? ¿Hubo una noche sin
trabajo?
Inmaculada abandona la tarima de honor.
SONNY.– Sólo quería que se supiera..., que hubiese
testigo.
Una señal del bachiller Contreras y estallan cohetes en el
cielo. Se asoma en la calle Pedro Chávez.
SONNY.– Y ahora sí hay festejo. Debo dar las gra-
cias en nombre de ella. Diré que no desmerece,
que donde vivo hay brillo, hermosos muebles, fi-
nos espejos... Todo limpio..., todo intacto..., como
quien se sienta y no usa. Diré que ha sido orgu-
llo..., una mujer de familia..., de roce..., de trato...
Nada parecido a mi esquina..., al rudo Huracán
y sus zapatos... La mujer que me ordena..., eso
diré..., la mujer que me ordena... Le he pedido
que hable..., que muestre mi vida, que refiera su
amor. ¿Hice mal?
Oscuro repentino. Tan solo tres rostros permanecen ilu-
minados. El de Sonny, el de Pedro Chávez, sombra de
sí mismo, y el de Miguel Casio. Miguel saca el pañue-
lo y se limpia la frente. Sonny lo mira. Murmullos. La

580
luz cambia y define el gimnasio. Sonny entra seguido de
Santiago.
SONNY (Huraño).– ¡Lo vieron mis ojos, Santiago!
¡Lo vieron mis ojos!
Se escucha ruidosa la guaracha del alacrán y en todos los
escondrijos hay gritos de júbilo.
SONNY (Grita).– ¡Que confiese! ¡Sólo eso y nada más
que eso! ¡Que confiese! ¡Sólo eso! ¡Que confiese!
¡Ojos, narices, boca! ¡Y un diablo!
Cae en las cercanías del cuadrilátero.
SANTIAGO (Lo mira).– Faramalla.
Oscuro. Luz sobre el patio de Pedro Chávez, quien bebe cer-
veza y escucha la sirena de los remolcadores. Sonny abati-
do, prolongación de una sombra, se aproxima. Chávez lo
contempla.
SONNY.– Deberías cerrar la puerta.
CHÁVEZ.– Cierra quien tiene.
Pausa.
SONNY.– ¿Nada pendiente? ¿Nada qué decir? ¿El
mismo mayo?
CHÁVEZ.– Preguntas y sabes.
SONNY.– ¿Sé? (Asiente) Bien. Bien. (Se Aproxima a
Chávez y amaga un inventario de combate) Dere-
cha corta. Bien. Bien. Bien. (Pausa) ¿No vale? (Ríe)
¡Gancho a la mandíbula! Bueno. Bueno. Bueno.
(Ríe) ¿Quién habla de Kid Gavilán? ¡Adentro!
¡Adentro! ¡Upper neto! (Amaga) ¿Qué dices? (Pau-
sa) ¿Nada otra vez? ¡Derecha e izquierda! ¡Un!
¡Dos! ¡Un! ¡Dos! ¡Un! ¡Dos!
Los golpes rozan el rostro de Pedro Chávez.

581
SONNY.– ¿O era mejor un cadete? (Pausa. Fintas)
¿Un oficial de marina? ¿Un médico de perros?
¿El mismísimo general Pérez Jiménez? (Muestra
los puños) Toca. Toca. Piedra. Sexto round. Aquí
entre nosotros, sexto round y se cae. ¡Se cae, se-
ñores! ¡Se cae el campeón! (Fintas) ¡Notable yer-
no! ¡Notable! ¡Inmenso! (Muestra los puños) ¡Todo
está aquí! ¡Todo! Aquí aprendí, pero adentro es
distinto. Adentro, no se supo. (Acerca sus manos
a los hombros de Pedro) A veces te sueño, hijo de
puta. Entro en un cuarto, hay gatos, mierda seca
y un armario grande. Abro el armario y no hay
nada. Gavetas. Un almanaque con los días de
la luna. Busco y tú me miras. Has estado allí,
siempre. Te asomas y me miras. Entonces olvido
lo que debía preguntarte. Quiero hablar y no se
qué decir.SONNY (Arroja al suelo una piedra).–
¿Por qué no te di orgullo, Pedro Chávez? ¿Piel?
¿Oficio?
Largo silencio de Chávez.
SONNY.– ¿Tanto era tu hija? ¿Tanto valía? ¿Ningún
defecto? ¿Ningún secreto? ¿Pura? ¿Perfecta? ¿Pol-
vo de fregadero?
CHÁVEZ.– Salvo tu compañía.
SONNY.– Así lo entendí y así lo reconozco. Pero
come, tres veces al día y duerme en cama ancha.
Nada le falta, tiempo le sobra y de nada se queja.
Grave silencio de Chávez.
CHÁVEZ.– Circo vacío, mono. Busca a quien te oiga.
SONNY.– ¿No me crees?

582
CHÁVEZ.– Lárgate.
Se alza el viento.
SONNY.– Fue un buen consejo, ¿sabes? Allí, en la Je-
fatura. Bueno. Bueno. Pasaba, vi la puerta, la con-
fianza de los Chávez y pensé que algo así debe
agradecerse. Ahora está dicho. Dios te bendiga.
Se aleja. Campanas. Oscuro. Acento de luz sobre la es-
calera. Santiago asciende y en el último rellano descubre
la sombra de Rodrigo, ahorcado.
SANTIAGO.– ¡Cruz, mamarracho! ¡Olga Guillot,
perdónalo!
Música. Lento oscuro sobre el cuerpo de Rodrigo. Santia-
go desaparece. Luz sobre el gimnasio. Dormitorio. Inma-
culada despide a Emilia.
EMILIA.– Puse las sábanas. Satén azul y agua de
colonia.
INMACULADA.– ¿No da igual?
EMILIA (Afligida).– ¿Cómo va a dar igual?
INMACULADA.– Así está bien, entonces.
EMILIA.– ¿Qué es lo que no se compone, Inmacu-
lada? ¿Dónde vive la arruga que no alisa? Un mal
momento, ¿quién no lo tiene?
INMACULADA.– Dejó de ser, Emilia. Aquí se siente.
EMILIA.– Donde ha habido siempre queda. ¡No sa-
bré yo de peleas! ¿O me tocó el Santo Niño? ¡Pero
mañana, compone!
INMACULADA.– ¿Es pelea? ¿Hay motivo? ¿Un en-
cargo que no se cumplió? ¿Una palabra olvidada?
¿Una carne desabrida? Eso es pelea. Más y menos.
Cielo y tierra. Pero, ¿ha ocurrido en esta casa?

583
EMILIA.– No todo es dos, Inmaculada. Hay par e im-
par. Y cuando así se entiende, el amor alcanza.
INMACULADA.– ¿Hubo tiempo en el mío? Ahora
debía sobrar si todo fuese como ha sido siempre.
Quedaban años antes de convertirnos en con-
fianza, antes de aprendernos y rezongar el uno
del otro. ¿Qué sabe él de mí, Emilia? ¿Qué me
reclama?
EMILIA.– Nada, mujer, no averigües. Ni él ni tú se
deben. (Como un buen deseo) Que llegue Sonny y
todo se olvide.
Pausa.
INMACULADA.– Vivió en mi casa una mujer de
servicio. Bárbara se llamaba. De ella aprendí una
canción que no quiere dejarme esta noche. La oía
de niña y ahora no sólo recuerdo las palabras o
el tormento de esa música, sino una cabeza que
hacía almohada del hombro. Se escuchaba así y
daba tristeza (Canta).
Nadie escribió nuestro amor...,
nadie nos cuenta...
Bello se dijo, de éste y de aquél...
de la gente que estaba...
y de un abrazo y de una boca y de un momento...
Pero tú y yo, fuimos besos sin recuerdos...,
palabras sin testigos...
Tú y yo fuimos tiempo sin cuaderno,
promesa sin literatura,
cuento mal dicho, ave sin vuelo.
INMACULADA (Llora).– Déjame Emilia.

584
EMILIA (Pausa).– Seco los platos y me marcho. Ven-
dré temprano (Sale).
INMACULADA (Canta).–
Nada dejamos, que fuera música famosa.
Nada parecido a nosotros...
Nada grande y de otro que celebre...
sino mi mano, recordando tu amor,
contando fechas
que nada celebran
¿Quién más, amor?
¿Quién más lo sabe?
Prosigue la música sin las palabras de Inmaculada, quien
desciende hacia el cuadrilátero. Crujido.
INMACULADA.– ¿Sonny?
Luz sobre el cuadrilátero.
SONNY.– ¿No duermes?
INMACULADA.– Emilia acaba de irse.
SONNY.– ¿Nadie más?
INMACULADA.– A nadie invitamos.
SONNY.– Cierto.
INMACULADA.– Sonny.
SONNY.– Sí, Señor.
Se escucha la sirena de un barco. Luces del puerto.
INMACULADA.– ¿Puedo? (Sube al cuadrilátero. Sonny
la ayuda).
SONNY.– Espera. Rosa de Francia. Así se llama ese
barco.
INMACULADA.– ¿Cómo lo sabes?
SONNY.– Llevo media vida viéndolo atracar y es-
tarse tres o cuatro días. No es mucho lo que trae

585
y menos lo que se lleva. Hace nada soltaban sus
amarras en el puerto, barro y hojas, cadena grue-
sa, pero cuando amanezca no habrá tierra sino
rumbo. Así debería ser. Mente. Cuenta. Números
en una hoja, pero nada que pueda tocarse. Nada
que se pudra. Ni pétalo ni tallo. Rosa de Francia
¿No es un buen nombre? Me gustaría estar allí,
cumplir un oficio, el peor, el que menos importe,
y que otro, capitán o como se llame, decidiera lo
que debo hacer en las próximas horas, el ocio y la
faena. Sería una disciplina, esto se pide y esto se
tiene. ¿Mañana? ¿Qué? ¿La calma del loco? Maña-
na es igual y después es igual.
Viento. Murmullo.
INMACULADA.– Sonny. ¿Cuándo fue distinto?
¿Cuándo hice?
SONNY.– ¿Cuándo?
INMACULADA.– Quiero saberlo. Llegas antier y
ayer y pienso que será otro día, que habrá un de-
talle, algo que se parezca y haga que todo vuelva
a ser como siempre. ¿Qué echo de menos, Sonny?
¿Es la pelea, verdad? ¿No hay otra razón?
SONNY.– Como siempre. Antier, ayer y mañana.
Pero antes un rezo, Inmaculada. Breve. En el
Nombre del Padre y del Hijo. De niño lo sabía.
Lo juro. Eso y más. Bastaba la tarde de un vier-
nes, la bendición del padre Macuá, y todo volvía
a su sitio en la Iglesia del Cristo. Por ejemplo,
perdón Señor por mis pecados. Perdón San Mar-
cos de León, perdón San Juan Niño, perdón Vir-

586
gen de Coromoto, Anima Bendita. Amén. Amén.
Amén. Perdón. Había otras y no quiero olvidar-
las, había... Perdón por mis mentiras, perdón
por mis faltas, perdón por mi soberbia, per-
dón por mi lujuria. Eran diez culpas. (Se vuelve)
¿Quién entró?
INMACULADA (Pánico).– Emilia, Sonny. Olvidó un
quehacer en la cocina y ahora se marcha.
SONNY.– Hay alguien. ¡Maldito sea! ¡Hay alguien!
INMACULADA.– ¡Nadie!
SONNY.– ¡Miguel Casio!
Tenue acento de luz sobre Miguel Casio, que en un ex-
tremo del gimnasio sostiene la muñeca de las enlutadas.
Sonny lo mira demudado.
SONNY.– ¡Allí! ¡Te busca!
INMACULADA (Ira).– ¿Quién Sonny?
Sonny arrastra a Inmaculada a una esquina del cua-
drilátero.
SONNY.– ¡Allí!
INMACULADA.– ¿Miguel? (Sonny la abraza).
SONNY.– ¡Nadie vendrá! ¡Nada más había! ¡Nada
haría falta! (Pánico).– ¿Por qué él, Inmaculada?
¿Peso? ¿Tamaño? ¿Falta?
INMACULADA (Un grito).– ¡Emilia!
SONNY.– Allí está escrito. ¡Miguel Casio! ¡El sueño
de una puta! ¿No eres eso?
INMACULADA.– ¡Sonny!
SONNY.– ¡El sueño de una puta! ¡Tú y esa mierda!
¡Miguel Casio! ¡Por última vez, Inmaculada! (La
besa) ¡Mentira y mentira! ¡Mentira y mentira! ¡Por

587
última vez, mentira y mentira! ¡Ni la noche ni la
redoma! ¡Ni el perro olvidado! ¡Paz, ahora! ¡Nada
más! ¡Nadie más! ¡La casa!
Sonny estrecha a Inmaculada. Pausa. Oscuro sobre la in-
vocación de Miguel Casio. El cuerpo de Inmaculada cae
sobre el piso del cuadrilátero.
SONNY.– Quieto. Nada. Orden.
Emilia entra.
EMILIA (Grita).– ¡Sonny! ¡Te buscan! ¡Es Rodrigo!
¡Lo encontraron en la redoma!
SONNY (Como si despertara).– ¿Rodrigo?
EMILIA.– ¡Afuera! ¡Ven! ¡Allí lo traen!
Tenue luz sobre la calle. Vecinos y autoridades traen el cuer-
po de Rodrigo. Sonny se aparta. Emilia mira a Inmaculada.
EMILIA.– ¡Inmaculada!
SONNY.– Una puta embustera, Emilia... Nada más.
Yo la maté. ¡Llama a los míos!
EMILIA (Estupor).– ¡Sonny!
SONNY.– ¡Miguel y ella! ¡Llama a los míos! ¡Miguel y
ella! Pregúntale a Santiago... Él sabe... ¡Él es testigo!
EMILIA.– ¿Santiago? ¿Quién...? (Se aproxima a Inma-
culada. Grita). ¡Inmaculada!
Pausa. Música. Murmullos de las enlutadas.
SONNY.– Nada que no pague, Emilia. Nada que no
agradezca mi vida. Ahora no sucede..., ahora es
paz... Se hace y se paga...
Sirena lejana.
SONNY.– Rosa de Francia. Que alguien resuelva...
EMILIA.– ¿Por qué, Sonny?
SONNY.– ¡Pregunta! ¡Tu marido sabe! ¡La Guaira

588
entera sabe!
Emilia corre a la calle. Luz en la calle. Vecinos y autori-
dades traen el cuerpo de Rodrigo. Ludovico, Esperanza, el
bachiller Mosquera, Dionisia, Moraima, Santiago, Blanca
y Montano acompañan el cadáver.
EMILIA (Llama).– ¡Prefecto! ¡Juez! ¡Bachiller Mos-
quera! ¡Vengan! ¡Adentro hay desgracia! ¡Inma-
culada! ¡Dios de mi vida! ¡Inmaculada!
LUDOVICO.– ¡Emilia!
Murmullos. Música. Entran en la casa Ludovico, Mosquera,
Dionisia, Moraima, Santiago, Blanca y Montano. Pausa.
DIONISIA (Al entrar).– ¡Sonny!
MORAIMA (Un grito).– ¡Sonny! ¡Inmaculada! (Llora).
Silencio.
SONNY.– Habrá cárcel, lo sé, hermana. Cárcel y
daño. Pero aquí estoy y no me niega lo hecho.
Éste es el que fue. Sonny..., el de La Habana.
Buen campeón, después de todo. Algo hice por la
reputación del barrio, por la gloria del puerto y el
deporte. Algo prometí y ahora lo cumplo.
BLANCA.– ¡Inmaculada!
Ludovico ha subido al ring y levanta en brazos a Inma-
culada.
SONNY (A Blanca).– ¡Ella y el que te engaña! ¡Ella
y Miguel!
BLANCA.– ¿Miguel? ¿Cuándo vino?
SONNY (Fuera de sí).– ¿Cuándo no?
BLANCA.– ¡Miguel llegó conmigo a las puertas de
esta casa! ¡Y no quiso entrar de tanta vergüenza!
¡Sonny! ¿Qué has hecho? ¡Fui yo quien le habló a

589
Inmaculada! ¡Fui yo quien pidió por él!
DIONISIA.– ¡Sonny!
SONNY.– ¡Santiago! ¡Dilo! ¡Pague éste lo que debe pa-
gar! ¡No me importa! ¡Entre el mar en esta casa!
¡No me importa! ¡Pero que se sepa! ¡Ella y Miguel!
¡Santiago! ¡Ella y Miguel! ¡Que todos lo sepan!
SANTIAGO.– ¿Decir qué, campeón?
SONNY.– ¡El pañuelo..., la noche de La Habana..., lo
que oíste, Santiago...! ¡Ella y Miguel!
SANTIAGO.– Fue...un mal momento... y algo que
deberá discutirse cuando...
SONNY.– ¡Santiago! ¡Igual! ¡Lo de ayer! ¡Ya no hay se-
creto! ¡Vengo a mi casa y la encuentro! ¡Aquí están
todos! ¡Santiago! ¡Tú lo sabías! ¡Tú lo sabías!
Obedeciendo a un gesto de Ludovico, los vecinos someten
a Sonny.
SONNY.– ¡Santiago! ¡Dilo!
BLANCA (Se aproxima a Sonny).– Perro, más cruel que
la angustia, el hambre y el mar. Maldito seas.
DIONISIA.– ¡Blanca!
BLANCA.– ¡Que vuelva a la sombra lo que pises!
¡Que la espalda te salude!
Ludovico y las autoridades se llevan el cadáver de In-
maculada.
SONNY.– Santiago... ¡Santiago! ¡Dilo!
SANTIAGO.– Se hablará del asunto, campeón,
cuando haya calma... Pero ahora..., esta desgra-
cia... ¡Señores! ¡Esta desgracia!
Todos rodean a Sonny, quien esgrime una navaja.
SONNY.– ¡Dilo! (Hiere a Santiago. Confusión. Los ve-

590
cinos logran someter a Sonny).
SONNY.– ¡Que nadie tema! (Deja caer la navaja)
Aquí termina ¡Último asalto! Y ahora no hay más
Circo vacío (Se aproxima a Inmaculada) Pálida...,
distante... No te amó la razón... y así lo pago (Se
arroja al piso, degollándose) Circo vacío... y allí vie-
nen... la corona..., la faja..., la sangre... Circo
vacío. En esta esquina... Circo vacío... ¡Que él lo
diga! ¡Que él lo diga!
Lento oscuro. Música. Tiempo. Luz sobre el gimnasio.
Sesión de saco. Miguel entrena. Santiago anima.
SANTIAGO.– Un, dos, un, dos, un, dos, ¡adentro!
¡Un! ¡Dos! ¡Un! ¡Dos! ¡Cambia! ¡Un! ¡Dos! ¡Un,
dos! ¡Un, dos! ¡Cambia! Más, más... Un, dos, un,
dos, ¡cambia...!
Oscuro. Campanas.
Música. Tiempo. Luz sobre el gimnasio. Sesión de saco.
Miguel entrena.
SANTIAGO.– Un, dos, un, dos, un, dos. ¡Adentro!
¡Un! ¡Dos! ¡Un! ¡Dos! Cambia. ¡Un! ¡Dos! ¡Un!
¡Dos! ¡Un! ¡Dos! ¡Cambia! Más, más... Un, dos,
un, dos ¡Cambia!
Oscuro. Campanas.

Fin

591
Bibliografía y Cronología
Obras de José Ignacio Cabrujas

Teatro
Obras editadas
Juan Francisco de León (1959).
1995. Ediciones Pancho El Pájaro. Prólogo de Nicolás Curiel.
Sociedad Dramática de Maracaibo. Maracaibo.
Tradicional hospitalidad. Segundo acto de Triángulo (1962).
1962. Triángulo. Ediciones Tierra Firme. Caracas.
1993. Triángulo. Ediciones Pancho El Pájaro. Prólogo de Leo-
nardo Azparren Giménez. Sociedad Dramática de Ma-
racaibo. Maracaibo.
Fiésole (1967).
1971. En 13 autores del nuevo teatro venezolano. Selección y
presentación de Carlos Miguel Suárez Radillo. Monte
Ávila Editores. Caracas.
1977. En Teatro. Ediciones El Nuevo Grupo. Caracas.
El tambor mágico.
1970. En Teatro escolar. Selección de Efraín Subero. Ediciones
Tricolor. Ministerio de Educación. Caracas.
La sopa de piedras.
2005. Antología de la Dramaturgia infantil venezolana 1941-
2002. Tomo I. Recopilador y editor Armando Carías.
Fides. Caracas.
Profundo (1971).
1972. Editorial Tiempo Nuevo, S. A. Caracas.
1982. En Teatro venezolano (Tomo III). Monte Ávila Editores.
Caracas.

595
1991. En El teatro de Cabrujas. Pomaire / Fuentes. Prólogo de
Orlando Rodríguez. Caracas.
La soberbia milagrosa del General Pío Fernández (1974).
1974. En Los siete pecados capitales. Monte Ávila Editores,
Caracas.
1979. Editorial Vox, con la colaboración del Centro de Docu-
mentación Teatral. Con estudios de Gleider Hernández
y José Monleón. Madrid.
1992. En Los siete pecados capitales. Monte Ávila Editores,
Caracas.
Acto Cultural (1976).
1979. Editorial Vox, con la Colaboración del Centro de Do-
cumentación Teatral. Con estudios de Gleider Hernán-
dez y José Monleón. Madrid.
1991. En El teatro de Cabrujas. Pomaire / Fuentes. Prólogo de
Orlando Rodríguez. Caracas.
El día que me quieras (1979).
1979. Fundarte. Caracas.
1979. Editorial Vox, con la colaboración del Centro de Docu-
mentación Teatral. Con estudios de Gleider Hernández
y José Monleón. Madrid.
1991. En Teatro venezolano contemporáneo. Antología. Centro
de Documentación Teatral. Fondo de Cultura Econó-
mica, sucursal España, y Sociedad Estatal Quinto Cen-
tenario. Madrid.
1991. En El teatro de Cabrujas. Pomaire / Fuentes. Prólogo de
Orlando Rodríguez. Caracas.
El americano ilustrado (1986).
1991. En El teatro de Cabrujas. Pomaire / Fuentes. Prólogo de
Orlando Rodríguez. Caracas.

596
Obras inéditas
Los insurgentes (1961).
El extraño viaje de Simón El Malo (1962).
En nombre del Rey (1963)
Días de poder (1966). Escrita con Román Chalbaud.
Venezuela barata (1965–1966).
Una noche oriental (1983).
Autorretrato de artista con barba y pumpá (1990).
Sonny, diferencias sobre Otelo, el moro de Venecia (1995).

Prosa
1972. Prólogo a La memoria de los inconfesables. Tiempo Nue-
vo. Caracas.
1983. El náufrago. Con Jorge Blanco. Seleven. Caracas.
1987. El estado del disimulo (Entrevista). En Estado & Refor-
ma, publicación trimestral de la Comisión Presidencial
para la Reforma del Estado (COPRE). Número espacial
“Heterodoxia y Estado”.
1988. La ciudad escondida. En Caracas. Fundación Polar.
1992. El país según Cabrujas. Monte Ávila Editores y El Diario
de Caracas. Caracas.
1994. Catia. En Milagros Socorro: Catia. Tres voces. Fundarte.
Caracas.
2002. Y Latinoamérica inventó la telenovela. Alfadil Ediciones.
Caracas.
2009. El mundo según Cabrujas. Editorial Alfa. Caracas.

597
Guiones cinematográficos
Editados
1991. El pez que fuma, sobre la obra homónima de Román
Chalbaud. Escrito con Chalbaud. Letras y Comu-
nicación. Dirección General Sectorial de Literatura.
Consejo Nacional de la Cultura (Conac). Mérida.
1992. El escándalo. Escrito con Carlos Oteyza. Letras y Co-
municación. Dirección General Sectorial de Literatu-
ra. Consejo Nacional de la Cultura ( Conac). Mérida.
1997. Sagrado y Obsceno, sobre la obra homónima de Román
Chalbaud. Escrito con Chalbaud. Dirección de Cultu-
ra de la Universidad Central de Venezuela. Fundación
del Nuevo Cine Latinoamericano. Caracas-Mérida.
No editados
1965. Días de poder. Escrito con Román Chalbaud sobre
una idea de este último.
1974. La quema de Judas. Escrito con Román Chalbaud y
basado en una obra homónima de Chalbaud.
1975. Crónica de un subversivo latinoamericano. Escrito con
Mauricio Walerstein y Luis Correa.
1977. La invasión. Escrito con Julio César Mármol.
1978. El rebaño de los ángeles. Escrito con Román Chalbaud.
1979. Bodas de papel.
1984. Homicidio culposo. Escrito con César Bolívar.
1986. Profundo. Basado en una obra suya homónima.
S/f. Doña Bárbara. Basado en la novela de Rómulo Gallegos.
Espectáculo audiovisual
1980. Tres torres, tres silencios, tres erguidas soledades. Música
de Aldemaro Romero. Concejo Municipal del Distrito
Capital. Caracas.

598
Obras sobre José Ignacio Cabrujas

AHUMADA LICEA, Yoyiana (2000): Venezuela: La obra in-


conclusa de José Ignacio Cabrujas. Trabajo de grado para
optar al título de Magister en literatura Latinoamerica-
na. Universidad Simón Bolívar. Caracas.
AHUMADA LICEA, Yoyiana (Coord.), (2007). Cabrujas: Ese
ángel terrible. Caracas: Fundación para la Cultura Ur-
bana
AZPARREN GIMÉNEZ, Leonardo (1983). Cabrujas en tres
actos. Caracas: Ediciones El Nuevo Grupo.
DE SOUSA V., Claudy O. y Hugo Rafael Pagés (1999). Descu-
briendo a José Ignacio Cabrujas. Un hombre... un artista...
una conciencia. Trabajo de grado para optar al título de
licenciados en teatro (mención actuación). Caracas:
Instituto Universitario de Teatro.
HERNÁNDEZ, Gleider (1979). Tres dramaturgos venezolanos
de hoy: R. Chalbaud – J. I. Cabrujas – I. Chocrón. Caracas:
Ediciones El Nuevo Grupo.
MONASTERIOS, Rubén (1994). Un estudio crítico y longi-
tudinal del teatro venezolano (p. 101–106). Caracas:
Dirección de Cultura. Universidad Central de Ve-
nezuela.
(1975). Un enfoque crítico del teatro venezolano
(96–99). Caracas: Monte Ávila Editores. Segunda Edi-
ción 1990.
ROJAS POZO, Francisco (1995). Cabrujerías. Un estudio sobre
la dramática de José Ignacio Cabrujas. Universidad Peda-
gógica Experimental Libertador. Maracay.

599
Luis Alberto (1999): Sonny, diferencias so-
ROSAS APARICIO, ���������������������
bre Otelo, el moro de Venecia, de José Ignacio Cabrujas, y
Otelo, el moro de Venecia, de William Shakespeare. Ana-
logías y diferencias sobre un mismo tema: Análisis estructu-
ral. Trabajo de grado para optar al título de licenciado
en artes (mención artes escénicas) en la Universidad
Central de Venezuela. Caracas.
Octubre, 1998

600
Cronología de
José Ignacio Cabrujas Lofiego
C.I. Nº 1.859.051

Cronología preparada por Gloria Soares De Ponte.


Selección de textos de José Ignacio Cabrujas:
Leonardo Azparren Giménez
Año Vida Teatro
1937 El 17 de diciembre nace José
Ignacio Cabrujas. Hijo de José
Ramón Cabrujas y Matilde
Lofiego.

1940 La familia Cabrujas se muda a


Catia: calle Argentina, entre
5ª y 6ª avenidas, a tres cuadras
de la plaza Pérez Bonalde.

1942 Inicia la preparatoria y


aprende a leer y escribir con
las hermanas franciscanas, de
Cuartel Viejo a San Francisco
de Asís.

1943 Inicia sus estudios en el colegio


San Ignacio de Loyola, de los
jesuitas, situado en la esquina
de Mijares, en el centro de
Caracas.

602
Televisión y radio Cine Según Cabrujas
Yo nací en una calle, cerca del
Palacio de Miraflores, entre
las esquinas de Poleo y Buena
Vista, 11-B. Hoy en día es un
terraplén inmenso que ocupa la
parte de atrás de Miraflores.

Yo nací en una familia de


trabajadores. Mi padre era
sastre, mi mamá, que no tenía
oficio definido, contribuía al
presupuesto familiar haciendo
flores de papel.

Yo tengo el privilegio de haber


tenido dos seres difíciles de
encontrar: mi padre que ya
murió y mi madre que todavía
vive. Mi niñez fue feliz porque
estuve entre dos seres que
me amaron. Fue una niñez
cómoda, confortable, en el
más bello sentido que tiene esa
palabra (7/4/1989).

Yo era un muchacho
atormentado. Estudiaba en el
colegio de los jesuitas. Era el
único muchacho de Catia que
estudiaba en un colegio de

603
Año Vida Teatro

1946 Hace la primera comunión.


Nace Martha, su hermana.

1949 Termina la primaria. Estudia


primer año en el colegio
San Ignacio.

1950 Pide ser cambiado al liceo


Fermín Toro.

604
Televisión y radio Cine Según Cabrujas
ricos. Mis compañeros de clase
eran de apellido Boulton. Y yo
era hijo de un sastre. Entonces
andaba traumatizado porque
Catia no se correspondía con
el mundo del colegio donde yo
estudiaba.

En el quinto grado de primaria


hicimos una versión del cuento
de Navidad de Dickens y no
solamente escribí, como tarea,
un trozo de la versión, sino que
además me repartieron el papel
del espíritu del avaro, el primer
espíritu que acusa al personaje
central del cuento de Dickens.
Eso me marcó para toda la
vida. Me sentí mirado. El teatro
me ganó (1/12/86).

Cuando tenía 13 años era


muy feo, barroso y flaco; y las
muchachas de la Plaza España
y Pérez Bonalde, en Catia, no
estaban enamoradas de mí, a
pesar de mis deseos. Entonces

605
Año Vida Teatro

1952 Comienza a trabajar como


maestro en la Escuela
Municipal Teresa Carreño,
por la noche, para señores de
cuarenta años. Después fue
profesor de historia universal
y de Venezuela.

606
Televisión y radio Cine Según Cabrujas
me decía ¿qué pasa?, porque
mira, yo era tan brillante
como mis amigos que tenían
aventuras sentimentales y hasta
eróticas con las muchachas de
la parroquia Sucre. Traté de
ser amado por las muchachas
de la parroquia Sucre. Esa es
la historia de mi vida: querer
ser amado por todo el mundo
(19/7/87).

Empecé a ser comunista porque


yo vivía en Catia, porque mi
padre era un sastre, un obrero,
porque había necesidades en
mi casa y porque yo entendí
que el comunismo prometía
una solución, una redención
humana, es decir, porque
entendía que en aquel horrible
mundo del perezjimenismo,
eran los comunistas las únicas
personas que representaban
lo contrario de lo que estaba
ocurriendo (...) Sí, el comunista
es un hombre rabiosamente
bondadoso, terriblemen-
te bondadoso, puede ser
brutalmente bondadoso en
muchas ocasiones (1979).

607
Año Vida Teatro
1954 Participa en protestas por las
nuevas formas de evaluación
del Ministerio de Educación.
Lo apresan, acusado de
pertenecer a grupos comunistas
clandestinos. Hacia 1955-56
ingresa a la Universidad
Central de Venezuela para
estudiar derecho. Poco
después, pasa a formar
parte del teatro universitario
(TUCV).

1958 Nace Francisco, su hermano.

1959 El 14 de marzo debuta como


actor en Leyenda de amor, de
Nazim Hikmet, en el Teatro
Universitario de la Universidad
Central de Venezuela (TUCV),
dirigido por Nicolás Curiel.
El 11 de julio estrena Juan
Francisco de León, su primera
obra, en el TUCV, dirigida por
Nicolás Curiel. La obra fue
presentada en el VII Festival
Internacional de la Juventud
en Viena y en el I Festival de
Teatro Venezolano.

608
Televisión y radio Cine Según Cabrujas
En 1954 me expulsaron del
Liceo Fermín Toro, porque
hicimos una huelga contra la
dictadura. Me metieron preso
y eso fue un punto decisivo
en el cambio total. Yo tenía
17 años y me encerraron en
un lugar tormentoso, áspero.
Y de pronto me vi desnudo
en una habitación y que
llegaba alguien y me pegaba.
Y entonces me empecé a
preguntar: ¿Y esto qué es?
(27/5/84).

Cuando empecé a actuar,


cosa que hice después de
empezar a escribir, fue porque
me decía: ¿qué hago yo con
ponerme a escribir una obra
de teatro en mi casa, si no sé
lo que es el teatro, no conozco
los mecanismos, no sé cómo
se mueve eso? (...) Entonces
yo empecé a actuar y lo hice
porque alguien me había dicho
que servía para eso y también,
sobre todo, para descubrir el
mecanismo y rápidamente

609
Año Vida Teatro
En su primer viaje a Europa ve
actuar a Jean Vilar, Paul
Robeson, Laurence Olivier
y Charles Laughton. Visita
Moscú.

1960 Se casa con Democracia López, En el TUCV actúa en Pozo


actriz del TUCV, con quien negro, de Albert Maltz, y en
tiene su primer hijo, Juan Sombrero de paja de Italia, de
Francisco Cabrujas. Eugene Labiche.
Abandona los estudios de
Derecho.

610
Televisión y radio Cine Según Cabrujas
comprendí que si yo actuaba,
me sensibilizaba más para
escribir teatro (1979).

Yo no tengo cultura de barrio,


quiero decir: yo no amo el
barrio como institución. Catia
es mis afectos y es mi propia
visión, pero jamás pensaría
“en el barrio era mejor” o “allí
la gente era más pura”. Eso no
es cierto, para mí no lo es. Me
fui de Catia y nunca la eché
de menos. Vuelvo, hoy, paro
por ahí y ¿qué veo?, ¿veo a la
gente? No. Me veo a mí. Veo
a un niño, aterido de fiebre
(...) Yo estaba en el Teatro
Universitario, lo que me hacía
permanecer muchas horas en
la universidad. Llegaba muy
tarde a mi casa y ya no iba
más a la plaza. Además, me
casé con una venezolana que
era guerrillera. Me casé y fui a
vivir fuera de Catia (1994).

611
Año Vida Teatro
1961 Viaja a Italia y trabaja en el Estrena Los insurgentes, dirigida
Piccolo Teatro di Milano. por Manuel Poblete en el Teatro
La Comedia, durante el II
Festival de Teatro Venezolano,
auspiciado por Pro Venezuela
y la Federación Venezolana de
Teatro. Escribe Cantos y poemas
de la libertad, espectáculo
dirigido por Eloy Borges en
el Teatro Experimental del
Instituto Ezequiel Zamora.

1962 Estrena El extraño viaje de


Simón, El Malo, dirigida por
Eduardo Mancera, en el Teatro
Arte de Caracas (TAC) de cuya
directiva forma parte. Escribe y
estrena Tradicional hospitalidad,
segunda parte de Triángulo,
escrita junto con Román
Chalbaud e Isaac Chocrón,
estrenada en el TAC. De esta

612
Televisión y radio Cine Según Cabrujas
Cuando yo empecé a escribir
teatro, en Venezuela el teatro era
“problema”, es decir, era tesis.
Se planteaba: qué es lo que esta
obra plantea o sostiene. Eso no
me gusta, porque creo que el
teatro no es lo que tú afirmas, o
lo que sostienes desde un punto
de vista ideológico o meramente
conceptual. Yo creo que el
teatro es gente, personajes
justamente, gente que tiene
como obligación vivir, antes que
demostrar. En primer lugar,
gente que está viva, que son; y
que son, no a martillazos como
en muchas obras ocurre, que
para demostrar “esto” se golpea
al personaje, se le hace entrar
por una línea donde tal vez
ese personaje no quiera estar
(1980).
(...) esa obra está escrita casi
por otra persona que es muy
distinta a mí; es decir, El extraño
viaje de Simón El Malo quería
ser una obra demostrativa
del concepto de la honradez,
imagínate tú qué pedantería tan
grande hablar de la honradez en
el mundo contemporáneo o algo
así (1980).

613
Año Vida Teatro
época data la expresión
“Santísima Trinidad del teatro
venezolano”, aplicada a los
tres autores.
El Grupo Teatral Lara, dirigido
por Carlos Denis, monta Los
insurgentes.

614
Televisión y radio Cine Según Cabrujas
Uno de los aspectos importantes
de mi relación con Isaac, ha
sido ese raro privilegio: haber
encontrado mi vida. Un tipo
al cual yo admiro, pero que a
la vez es mi amigo. Lo admiro,
pero no siento envidia. Lo
admiro, pero al mismo tiempo
haría lo que fuera porque su
obra progresara, se hiciera. Y sé
que él haría exactamente igual
conmigo. Fue un caso que con
el tiempo, creo, Isaac, Román y
yo apenas lo hemos meditado.
Un rarísimo caso dentro de
nuestra sociedad. Tres tipos
que sin parecerse demasiado,
con experiencias muy distintas,
desembocaron en primer lugar
en una amistad, antes que en
cualquier otra reflexión. El
teatro no nos importó tanto. Lo
que nos proponíamos hacer con
él, tampoco (1980).

615
Año Vida Teatro
1963 Estreno de Yo, Bertolt Brecht
por el TUCV, bajo la dirección
de Nicolás Curiel. Cabrujas
participa en la escritura
del texto.
Estreno de En nombre del Rey,
dirigida por Eduardo Mancera
con el Teatro Nacional Popular.

1964 Interpreta Príamo en Rómulo


el grande, de Friedrich
Dürrenmatt, bajo la dirección
de Román Chalbaud en el
teatro del Ateneo de Caracas.
Interpreta El Periodista en
La quema de Judas, escrita y
dirigida por Román Chalbaud.
1965 Trabaja, por poco tiempo, LLeva a cabo su último trabajo
en la Dirección de Cultura en el TUCV, al colaborar en
de la UCV. la escritura de Yo, William
Shakespeare.
Escribe Venezuela barata, texto
inédito hasta su inclusión en esta
edición de sus obras completas.
Presenta La terrible situación
(Testimonio, danza y teatro),
dirigido por Eduardo Mancera
en el Teatro experimental de
Arquitectura (UCV).

616
Televisión y radio Cine Según Cabrujas
A mí los 60 para lo único que
me sirvieron fue para entender
que como había fracasado la
insurgencia política yo quedaba
en libertad, el fracaso de la
guerrilla fue un indulto, fue
el pasaporte para decir José
Ignacio, llegó el momento de
decir lo que te dé la gana (agosto,
1986).

En el 65 dábamos lástima
ya, estábamos liquidados, en
el 65 la historia nos había
caído a patadas, a patadas
por todos lados, ya estábamos
reflexionando “caramba, qué
pasó”. Cuando en el 68 el
partido comunista dice: “paz
democrática” la estampida
fue muy grande, se acabó,
la estampida fue al mundo
individual (agosto, 1986).

617
Año Vida Teatro
1966 Estreno de Días de poder, en la
Sala de Conciertos de la UCV,
escrita a cuatro manos con
Román Chalbaud.
Actúa junto con Rafael Briceño
bajo la dirección de Chalbaud.
1967 Junto con Herman Lejter funda Interpreta a Zacarías en Los
la revista Etcétera. Allanan las ángeles terribles, escrita y
oficinas y es apresado junto dirigida por Román Chalbaud
con Herman Lejter, Carlos en el III Festival de Teatro
González Vegas y Eduardo Venezolano. Estrena Fiésole en
Mancera. Nunca supo cuáles el Teatro de Cámara de Caracas
fueron las razones de su en la temporada inaugural de El
prisión. Nuevo Grupo, de cuya directiva
Junto con Román Chalbaud, forma parte. En septiembre el
Isaac Chocrón, Miriam Dembo, teatro pasó a llamarse Alberto
John Lange y Elías Pérez Borjas de Paz y Mateos en memoria
crea El Nuevo Grupo. de este gran hombre de teatro
muerto ese mes. Estrena la
compilación El sainete en
Venezuela.

1968 Dirige Sabor a miel, de Shellagh


Delaney, en el Teatro Alberto
de Paz y Mateos.
Actúa en La lección, de
Ionesco, bajo la dirección de
Eduardo Mancera en el Teatro
Alberto de Paz y Mateos.

618
Televisión y radio Cine Según Cabrujas

Yo había estado preso en la


época de Leoni. El segundo de
dos presidios estúpidos que he
tenido por lo poco heroicos. El
primero fue en el 56, cuando
estudiaba en el Fermín Toro,
por participar en una protesta.
Del segundo, nunca he sabido
siquiera la causa. Un día llegué
a mi casa, y me encañonaron
unos tipos. Creí que eran
empleados de la Electricidad.
Después pensé que eran
ladrones. Hasta que me di
cuenta que eran funcionarios
del SIFA. Veinte días estuve
detenido. Al salir, llegué a mi
casa y me puse a escribir la
obra [Fiésole] (29/6/89).
Cuando yo estuve preso 22 días
en el SIFA, por un motivo que
desconocía, el día 19 me llamó
un capitán y me dijo: “Yo me voy
a almorzar y tú te quedas aquí.
Nadie va a venir y esta carpeta te
interesa, pero no puedes

619
Año Vida Teatro

1969 El 23 de julio muere su padre a


la edad de 66 años, víctima del
cáncer.

620
Televisión y radio Cine Según Cabrujas
leerla, pero como yo no estaré
y no sé lo que va a pasar
durante dos horas bueno, tú
verás”. La carpeta contenía
en transcripciones textuales a
todos los guerrilleros que me
habían delatado como persona
peligrosa, gente a la que yo
había ayudado. Esa gente me
atribuía cosas heroicas que yo
no había hecho y me dolió, me
dolió mucho y lloré, me sentí
libre (agosto, 1986).

Ingresa a RCTV Cuando comencé a trabajar


junto con Román en TV me criticaron: “El
Chalbaud, para intelectual de izquierda que
culminar la escri­ traiciona la causa, vendiéndose
tura de La tirana, a una emisora para darle
original de Manuel rating y meterse un billete”.
Muñoz Rico. Eso fue tormentoso, me afectó
muchísimo. Porque ni yo
mismo estaba seguro de poder
calificar mi decisión de hacer
televisión. Ahora sí la tengo
clara. Ahora sí creo que no me
equivoqué. Le tengo pánico a
vivir del Estado (25/5/84).

621
Año Vida Teatro
1970 Actúa en Tío Vania, de Anton
Chejov, bajo la dirección de
José Antonio Gutiérrez, en el
Teatro Alberto de Paz y Mateos,
y en La ópera de tres centavos,
de Bertolt Brecht, dirigida por
Herman Lejter en el TUCV.
Dirige Madre Coraje y sus hijos,
de Bertolt Brecht, con el Teatro
Nacional Popular.
En esta década asumió la
dirección general del Teatro
Nacional Popular.
Efraín Subero le publica
El tambor mágico, obra infantil.

1971 Forma parte de los fundadores Estreno de Profundo, bajo su


del Movimiento al Socialismo dirección, en el Teatro Alberto
(MAS), partido creado de Paz y Mateos.
por disidentes del Partido Interpreta a Eloy en La
Comunista de Venezuela y revolución, de Isaac Chocrón,
dirigido por Pompeyo Márquez bajo la dirección de Román
y Teodoro Petkoff. Chalbaud.
Escribe La sopa de piedras, obra
infantil publicada en 2005 por
Armando Carías en la antología
40 autores en busca de un niño.

622
Televisión y radio Cine Según Cabrujas
Desde 1965, con lo que
podríamos llamar el desencanto
de la lucha armada (cuestión de
adjetivos) el teatro venezolano,
al igual que la actividad
política, sufrió un proceso de
internización, característico
de cualquier derrotado. La
renuncia a metodologías
ilusorias, a sudaderas polacas,
nos acercó a un teatro más real,
más pragmático y menos bocón.
Y encontramos que el público
no se había ido. Estaba allí
esperándonos. Tal vez por eso,
el mejor balance de estos años
es haber establecido en nuestro
oficio una relación de causa y
efecto, donde el teatro dejó de
ser una cofradía de iluminados
(23/1/1988).
Libretista de
programas de
corta duración:
“Diciembre en
Santa Marta”, “El
cuartico” y “El día
que se terminó el
petróleo”.

623
Año Vida Teatro
1972 Versión de Ricardo III junto con
Rita Aloiso.
Interpreta el personaje
principal bajo la dirección de
José Antonio Gutiérrez en el
Teatro Alberto de Paz y Mateos.
Gana el premio Juana Sujo
como mejor actor.
Dirige la Escuela de Teatro del
Instituto Nacional de Cultura y
Bellas Artes (Inciba).

624
Televisión y radio Cine Según Cabrujas
Ya no soy jefe del Departa­men­
to de Teatro del Inciba. Ya no
soy profesor de historia del
teatro de la Escuela Nacional
de Idem, cargo que desempeñé
abrumadoramente mal, porque
después de hablar cuatro años
de Esquilo, Sófocles, Eurípides,
Aristófanes, la monja Roswita,
Adam de la Halle, Maquiavelo,
Lope de Rueda, Lope de
Vega, Calderón de la Barca,
Tirso de Molina, Cervantes,
Shakespeare, Ford, Turner,
Marlowe, Jonson, Molière,
Corneille, Racine, Richelieu,
después de solazarme en
animadas definiciones del
romanticismo alemán, Schiller,
Goethe, después de oírme a mí
mismo hablando de la
Revolución Industrial y de los
premarxistas, para desembocar
en el “teatro de tesis”, Ibsen y
todo eso, preferí reunirme en el
café, preferí invitar alumnos a
mi casa, todo con tal de no
respetar ese estúpido horario y
no ver más esa idiota lista con
sus cuatro rengloncitos:
materia, asistencia,
observaciones, firma del
profesor (7/12/1978).

625
Año Vida Teatro
1973 Dirige El efecto de los rayos
gamma sobre las flores de la luna,
de Paul Zindel, en el Teatro
Alberto de Paz y Mateos.
Actúa en Alfabeto para anal­
fabetos, escrita y dirigida por
Isaac Chocrón, en el Teatro
Alberto de Paz y Mateos.
1974 Se casa con Eva Ivanyi. Hace la versión de El testamento
Colabora en Punto en del perro, de Ariano Suassuna,
domingo, periódico vocero del montada por Alvaro de Rossón
Movimiento al Socialismo. (El Nuevo Grupo) y Armando
Usa el seudónimo “Sebastián Gota (Teatro Universitario de
Montes”. Maracay).
Dirige y actúa en La máxima
felicidad, de Isaac Chocrón, en
la sala Juana Sujo de El Nuevo
Grupo.
Escribe La soberbia milagrosa del
general Pío Fernández, parte de
la obra de siete autores Los siete
pecados capitales, dirigida por
Antonio Costante en el Teatro
Alberto de Paz y Mateos.
1975

626
Televisión y radio Cine Según Cabrujas
Con Román
Chalbaud escribe el
guión cinema­tográ-
fico de La quema
de Judas, sobre
la obra teatral de
Chalbaud.

Escribe una versión


de Doña Bárbara,
novela de Rómulo
Gallegos, para
Radio Caracas
Televisión.
Escribe Boves el
Urogallo, basada en
la obra homónima
de Francisco
Herrera Luque.

Escribe una versión Con Mauricio Yo conocí un escritor


de Canaima, Walerstein y Luis venezolano que decía que
novela de Rómulo Correa escribe el durante cuatro años había
Gallegos, para guión de Crónica intentado hacer una novela,
Radio Caracas de un subversivo pero que el primer párrafo
Televisión. latinoamericano. decía “Pedro González

627
Año Vida Teatro

1976 Estrena Acto cultural en la sala


Juana Sujo de El Nuevo Grupo.
Recibe dos premios Juana Sujo,
tres premios de la crítica, el
Cervantino de Oro en México
y el premio nacional a la mejor
obra.
Por su interpretación de Eloy
en La revolución, de Isaac
Chocrón, es nominado al
premio como mejor actor por
la Asociación de Críticos de
New York.

628
Televisión y radio Cine Según Cabrujas
Actúa en las caminó por la avenida
películas de Urdaneta” y que la palabra
Chalbaud y avenida Urdaneta le causaba
Walerstein. tal repugnancia que no podía
continuar más allá, porque
medimos la avenida Urdaneta
con el patrón de los Champs
Elisées. O tú te reconcilias con
la avenida Urdaneta o tú te
perdiste, porque entonces nada
tiene olor y cuando un escritor
no huele a nada es cero (1975).

Junto con Ligia Escribe con Román Acto cultural es una pieza que
Lezama escribe Chalbaud el guión trata de la vida provinciana,
Campeones para de Sagrado y un tema que afecta mucho
Radio Caracas obsceno, basado en a nuestro país, pues, en el
Televisión. una obra homónima fondo, sentimos que entre la
de Chalbaud. “cultura”, así entre comillas, y
nosotros, no hay una relación
clara porque la cultura poco
tiene que ver con la vida del ser
humano, con el hombre que
vive aquí (...) La intención es
hablar de lo que yo siento, lo
que a mí me pasa. Yo asumo el
riesgo de que lo que a mí me
pasa le pase a los demás. La
cultura nunca me ha explicado
a mí mi vida (2/6/1977).

629
Año Vida Teatro
1977

1978 Inicia su actividad docente


en la Escuela de Artes de
la Universidad Central de
Venezuela.

630
Televisión y radio Cine Según Cabrujas
Escribe, junto Con Julio César La telenovela, a diferencia de
con Julio César Mármol escribe otro mecanismo creativo,
Mármol La señora el guión de La no puede ser arbitraria. La
de Cárdenas. invasión. creación es arbitraria y debe
Escribe Silva Rivas, Con Román ser arbitraria. El creador
divorciada. Chalbaud escribe el de una pieza de teatro o que
Con Ibsen Martínez guión de El pez que escribe una novela o que
escribe La hija de fuma, basado en la pinta un cuadro, debe sentir
Juana Crespo. obra de Chalbaud. una absoluta irresponsabilidad
Produce y conduce frente a lo que está haciendo y
en Radio Nacional una absoluta arbitrariedad so
de Venezuela los pena de que si no la siente, sus
programas “Ópera recursos creativos están men­
dominical”, “Eso guando. Pero el escritor de
era cuando”, junto telenovela es una persona que
con Rafael Briceño rinde un servicio público (...)
y Julio Mota, y “Los Su creatividad, su mecanismo
años cincuenta”. de creación están sometidos a
ese interés general donde
él debe cuidar lo que dice y
entender humildemente –sobre
todo es un arte humilde– que
su opinión o su capricho no es
lo que cuenta sino lo que él va
a dialogar modes­tamente con
una comunidad (marzo, 1987).

Escribe Soltera y sin Co-guionista de En este país no existe nada


compromiso. Carmen, la que más importante que la transmi­
contaba 16 años, de sión de una telenovela. Una
Román Chalbaud. telenovela es mucho más
importante que el poder, más

631
Año Vida Teatro
Colabora en el semanario
humorístico El sádico ilustrado.

1979 Estrena El día que me quieras en el


Teatro Alberto de Paz y Mateos.
Recibe el Premio Municipal de
Teatro como mejor obra.
Interpreta Torvaldo Helmer
en Casa de muñecas, de Henry
Ibsen, bajo la dirección de
Carlos Gorostiza en el Teatro
Alberto de Paz y Mateos.
Dirige Los ángeles terribles, de
Román Chalbaud, en el Teatro
Alberto de Paz y Mateos.

632
Televisión y radio Cine Según Cabrujas
importante que cualquier otra
actividad que se realice en el
país como vehículo de diálogo
con una sociedad (08/04/1978).
Escribe Bodas de Los modelos de revolución
papel, basada en su que conocemos no son nada
telenovela La señora satisfactorios. No se pensó
de Cárdenas. que además de hambre, el
Escribe el guión hombre tiene otras necesidades
de El rebaño de los igualmente primordiales.
ángeles, de Román Un pan es importante hasta
Chalbaud. que el hombre se lo come;
después de comido empiezan
otros problemas: que quiero
ser libre, que quiero viajar a
otro país, que quiero tener tal
perolito en mi casa. Todas esas
cosas mediocres y sublimes
constituyen elementos huma­
nos. El peor error de una
revolución es considerarse a sí
misma absoluta, que las cosas
se detienen luego de logrados
determinados objetivos de
carácter económico (...) Yo
no puedo creer más en una
revolución que simplemente
se limite a hablar de justicia
social; eso no me basta. Yo
quiero una revolución que me
diga cuáles son los valores que
se me prometen (21/12/1980).

633
Año Vida Teatro
1980 Dirige Drácula, de Bran Stoker,
en el Teatro La Campiña,
producida por Merca-teatro.
Actúa en Mesopotamia, de Isaac
Chocrón, bajo la dirección de
Ugo Ulive, en el Teatro Alberto
de Paz y Mateos.
En diciembre realiza en el
Panteón Nacional Tres torres,
tres silencios, tres erguidas soleda­
des, con poemas y textos suyos
y música de Aldemaro Romero.

1981 A comienzos de esta década


preside el Taller de Ópera de
Caracas. Dirige la primera
ópera: El triunfo del honor de
A. Scarlatti.
También dirige Don Pasquale
de Gaetano Donizetti, Don
Giovanni de W. A. Mozart,
Tosca de Giacomo Pucini y La
sonámbula de Vincenzo Bellini.
Actúa en Prueba de fuego,
escrita y dirigida por Ugo Ulive
en la Sala Juana Sujo.

634
Televisión y radio Cine Según Cabrujas
Escribe Natalia de 8 Siendo la telenovela una
a 9 y Gómez I y II. historia de amor, pienso que
es lógico que se piense que
la parte más afectada en el
amor es la mujer, la parte
que mayores conflictos puede
generar en una relación de
pareja es, posiblemente, la
mujer; es probablemente la más
afectada, la que tiene menos
instrumentos para defenderse,
la más débil (20/7/1986).

La ópera es el único
espectáculo mítico que
subsiste. Esa es la razón de su
absurda existencia. La ópera,
hoy es un hecho antihistórico,
pero es una ceremonia mágica
que convoca a los espectadores
ante un rito intrincado y
difícil. Esta ceremonia se halla
incluso por encima del valor
musical de su partitura y de
la decrepitud social del texto
representado (junio, 1976).
Yo estaba viendo televisión en
la cama. De repente un extra
noticioso anunció que acababa
de fallecer Rómulo Betancourt,
quien me había botado de mi
trabajo, me había perseguido,

635
Año Vida Teatro

1982 Nueva producción de Profundo,


dirigida por César Bolívar,
en el Teatro Alberto de Paz y
Mateos.

636
Televisión y radio Cine Según Cabrujas
me había hecho la vida
imposible. Un hombre que
odiaba. Y empecé a llorar
(...) Ya en la noche me di una
explicación: tú lloras, me dije,
porque se te fue pal carajo un
tipo que asumió la vida, que te
tomó en serio, un tipo que se te
enfrentó y nunca te mintió, que
te quiso hacer daño y te lo dijo
de frente, y que tenía pasión
para vivir (1994).

Escribe el unitario El mecanismo que se produce


El asesinato de en mí para escribir teatro es un
Delgado Chalbaud. estado muy especial que yo sé
Escribe Chao, reconocer, (...) es un estado de
Cristina. captura de una forma. Cuando
escribo una obra de teatro,
lo que tengo dentro de mí es
meramente un sonido, no más
que eso, no tengo un concepto
muy claro, no sé lo que voy
a decir, tampoco me importa
mucho, lo que me importa
es el sonido de lo que voy a
decir, creo que ese sonido es
único, que no hay dos sonidos
para la misma obra, o para la
misma escena, o para el mismo
personaje (1982).

637
Año Vida Teatro
1983 Estrena Una noche oriental,
en el Teatro Alberto de Paz y
Mateos, dirigida por Enrique
Porte.
Dirige Simón, de Isaac Chocrón,
en la Sala Juana Sujo.
Nueva producción de Profundo
por la Sociedad Dramática
de Maracaibo, dirigida por
Enrique León, en la Sala Juana
Sujo.

1984 A finales de este año comienza


a colaborar en El Nacional, por
invitación de Miguel Otero
Silva.

638
Televisión y radio Cine Según Cabrujas
Lo nocivo, lo fascista, lo ridículo
de cierto culto a Bolívar en
Venezuela consiste en que,
en dos platos, este es un país
que tuvo un gran hombre y
desde que se muere Bolívar
en Santa Marta, el resto de los
venezolanos desde ese día hasta
hoy, somos unos miserables
e indignos... Yo me niego a
eso; me niego a eso porque
soy racional; porque eso es
estúpido; porque eso es lo que
no deja a este país prosperar
en el sentido intelectual, en el
sentido de la creación,
en el sentido de aspiraciones
de la sociedad venezolana. Ese
freno puesto en la historia;
ese hombre del que no somos
dignos hijos sino malos hijos...
ese hombre no nos deja vivir
(1/12/1986).

Con César Bolívar El teatro a mí no me gusta,


escribe el guión de el teatro lo hago, pero no
Homicidio culposo. me gusta. Me angustia y las
cosas que a uno lo angustian
no le gustan. Simplemente lo
angustian. Lo hago porque es
mi vida, es mi actividad, pero
lo único que me depara placer

639
Año Vida Teatro

1985 Se casa con Isabel Palacios.

640
Televisión y radio Cine Según Cabrujas
es la música. Yo me jacto de
tener la principal discoteca
de ópera de Venezuela. Es
un orgullo mío esas seis mil
grabaciones (1984).

Con Ramón Creo firmemente en que


Mangles y Julio una sociedad necesita un
César Mármol crea espejo donde mirarse, donde
Stelaris, compañía entenderse. Nadie tiene
de autores indepen­­ derecho a proponer soluciones
dientes, y firma dentro del esquema de una
un contrato con telenovela o de una pieza
Venezolana de teatral o de cualquier acto más
Televisión (VTV) o menos literal, no creo que esa
para las telenovelas sea la tarea de quien escribe,
La mujer sin rostro pero sí me gustaría lograr y
y La dueña, basada sentir, después de todo, este
en El conde de trabajo de la televi­sión; saber
Montecristo de que esta sociedad tuvo un
Alejandro Dumas. estímulo para entender­se a
Después la empresa sí misma, para entender sus
pasa a llamarse humillaciones, sus picardías,
Talentos de América. sus sinvergüenzuras, sus
pobre­zas, su dignidad y su
indignidad. Eso a mí me
apasiona cada vez más. Yo
escribo La dueña como un
acto de identificación, de
circunstancias que han caracte­
rizado la historia de este país
(3/2/1985).

641
Año Vida Teatro
1986 En enero anuncia Misa.
Estrena El americano ilustrado
en el Teatro Alberto de Paz y
Mateos de El Nuevo Grupo,
dirigida por Armando Gota.
Acto cultural es dirigida por
Ugo Ulive en dos montajes
simultáneos, uno según
algunos recursos de la
comedia de arte y el otro
en una atmósfera mística y
taciturna que evocaba la vida
solitaria y aislada de los Andes
venezolanos.

1987 El 30 de octubre nace Diego, Gana el Premio Municipal


su hijo menor. de Teatro y varios premios
El 3 de agosto recibe de El de la crítica por El americano
Nacional el premio Henrique ilustrado.
Otero Vizcarrondo al mejor
artículo de prensa del año
por “Una estatua para Eleazar
Pinto”, aparecido el 11/11/86.

642
Televisión y radio Cine Según Cabrujas
Escribe el guión de La televisión me ha enseñado
Profundo, estrenada a escribir teatro, me ha hecho
este año bajo mejor escritor de teatro porque
la dirección de me ha enseñado a conocer a la
Antonio Llerandi. gente, la imagen de la gente, me
ha enseñado a no pensar tanto
en mí, a volverme sobre las
personas, me ha enseñado, por
ejemplo, a escoger la temá­tica
de mi columna en El Nacional, a
saber que yo no puedo escribir
allí como capricho lo que me
da la gana sino hacerla con
estrategia, sin arbitrariedad. Yo
no quiero ser arbitrario cuando
escribo, me parece tonto.
Me parece que alguien como
Breton en Venezuela es un bobo
(agosto, 1986).
Con Boris Izaguirre Escribe el guión de Pertenezco a una generación
y Perla Farías escribe El escándalo, dirigida muy concreta, muy definida.
La dama de rosa. por Carlos Oteiza. La generación del 58, que le
apostó la vida al batacazo en
todos los partidos y ahora no
le queda otro camino que el
de ser sincero. A lo único que
yo quisiera apostar en mi vida
es a no engañarnos más. Es
esa la desesperada necesidad
que siento en este punto de mi
vida. No quiero engañar[me] ni
engañar a los demás (19/7/87).

643
Año Vida Teatro
1988 Le es implantada una cabeza Nuevo montaje de El día que
de fémur artificial en la me quieras, por el que recibe el
pierna izquierda por sufrir de Premio Municipal de Teatro.
osteoporosis. En adelante lo Recibe el Premio Nacional
acompañará un bastón. de Teatro.
Renuncia a su cátedra de arte En esta década tuvo activa
en la Escuela de Artes de la participación en la Cátedra
UCV. Libre de Humorismo Aquiles
Nazoa, en la Universidad
Central de Venezuela.

1989 Muere su primo y gran amigo Versión y dirección de El


desde la infancia, José Antonio burgués gentilhombre, de
Lofiego. Molière, en la Compañía
Nacional de Teatro.

1990 Nueva operación para colocarle Estreno de Autorretrato de


una cabeza artificial de fémur artista con barba y pumpá,
en su pierna derecha. sobre Armando Reverón,
protagonizada por Fernando

644
Televisión y radio Cine Según Cabrujas
Con Ibsen De no corregirse la situación
Martínez y Cristina entre los habitantes de este
Policastro escribe país y el Estado, la verdad
Señora. es que podríamos llegar a
un colapso (febrero, 1988).
Hoy un hombre de 25 años
no ha perdido el tiempo que
yo perdí autoproclamándome
marxista y haciendo una
literatura que planteaba una
concepción de ese tipo. Por
otro lado, ahora se supone que
soy libre pero no encuentro qué
hacer con mi libertad (7/4/89).

Mi primo José Antonio fue mi


primera amistad intelectual.
Más aún, él lo fue todo, todo
para mí, yo soy el producto
de mi relación con mi primo,
juntos leíamos sin orden
ni concierto ni por qué. La
historia de la literatura,
la única que yo acepto, es ésa
que hicimos mi primo y yo
en su casa de Propatria (1994).

Firma contrato A mí siempre me interesó el


con Marte TV, tema de la frustración, del
empresa televisiva derrotado, del que balbucea y
independiente de fracasa y no sabe por qué.

645
Año Vida Teatro
Gómez y dirigida por José
Simón Escalona para el grupo
Theja en el Teatro Alberto de
Paz y Mateos.
Nueva producción de El día
que me quieras a cargo de Iradia
Tapias y Moisés Guevara en el
Teatro Las Palmas.
Creación del Teatro Profesional
de Venezuela, cuya sede fue el
teatro de la Casa Sindical de El
Paraíso, Caracas.

1991 El director de El Diario de Dirige Los hombros de América,


Caracas, Diego Bautista de Fausto Verdial; Simón, de
Urbaneja, lo invita a tener Isaac Chocrón, y El americano
una columna semanal. Nace ilustrado, que participan en el
“El país según Cabrujas”. Festival de Teatro
Iberoamericano de Cádiz.

1992 Dicta cursos como profesor Con motivo del V Centenario,


invitado en el Instituto de dirige Más vale trocar placer
Creatividad y Comunicación. por música. Música en tiempos
del descubrimiento. La dirección
musical es de Isabel Palacios.

646
Televisión y radio Cine Según Cabrujas
Hernán Pérez Pensé entonces que era tiempo
Belisario, para de plantearme otra cosa,
quien escribe otro lenguaje. Algo digno de
Emperatriz, Reverón, y en este sentido no
transmitida por podía hacer una historia lineal,
Televen. o una biografía informativa
con los tópicos usuales que se
le atribuyen a este personaje,
por más fascinantes que me
parecieran. Mi reto fue plasmar
la visión del mundo de un
artista plástico (28/1/1990).

Es nombrado Con motivo del Lo importante, lo desgarrador


gerente de dramá­ V Centenario, en las palabras de Rafael
ticos de Marte TV. escribe el guión del Caldera era su indignación
Escribe Las dos documental Barco ante el “bosque de manos” con
Dianas, transmitida para el Consejo el que se pretendía celebrar
por Venevisión. Nacional de la un decreto que no es otra
Cultura (Conac). cosa sino la consecuencia
automática de una emergencia.
Se entiende que el Presidente
suspenda las garantías después
de un episodio destinado a

647
Año Vida Teatro

1993 Junto con su esposa Dirige la ópera Orfeo y Eurídice,


Isabel Palacios compra un de C. W. Gluck, producida por
apartamento en la isla de la Camerata de Caracas en el
Margarita. Teatro Teresa Carreño.
Crea el Teatro Profesional de
Venezuela en el Teatro del
Paraíso.

648
Televisión y radio Cine Según Cabrujas
liquidar su gobierno. Lo que
no se entiende, ni se entenderá
jamás, es ese ridículo y
medio­­cre papel de nuestros
congresistas, dispuestos
a repetir como autómatas
programados hace 34 años
que la aventura del batallón
Chirinos no tiene asidero
en la realidad, o a reafirmar
“con prisa de notarios”, para
utilizar la redonda expresión
de Domingo Alberto Rangel,
la urgente necesidad de no
discutir, de no hablar ni
decir una palabra, de salir de
carrerita frente a veinte millones
de venezolanos perplejos que
en ese momento queríamos
sentirnos representados,
después de los tremendos
sucesos que acabábamos de
vivir (9/2/92).
Para Marte TV Las telenovelas son casi
escribe El paseo siempre un ensueño populista
de la gracia de donde el individuo no cuenta
Dios, con Cristina ni aparece ni es bienvenido.
Policastro, José Ellas han inventado un
Antonio Guevara, espectador inerte y sin
Rosana Negrín y criterios. Ellas se refieren
Abigail Trucher. a lo que sus productores y
Es transmitida por escritores entendemos por el
Venevisión. “gusto” del televidente,

649
Año Vida Teatro

1994 “El país según Cabrujas”


reaparece en El Nacional, hasta
su muerte.

1995 Renuncia a la directiva del El 14 de septiembre estrena


Teatro Teresa Carreño en Sonny, diferencias sobre Otelo, el
solidaridad con Isaac Chocrón, moro de Venecia, con el Teatro
quien renunció a la Dirección Profesional de Venezuela en el
General. Teatro de la Casa Sindical.

650
Televisión y radio Cine Según Cabrujas
expresado en términos
estadísticos y en sensaciones
prácticas (...) Pero sobre
todo ellas se movilizan
mediante fórmulas de estricta
rentabilidad supuestamente
probadas, de hecho falsas y tan
firmes en su medianía general
como los principios de El Corán
(4/9/1994).
He escrito telenovelas con la
intención de ganarme la vida y
la de los míos sin trabajar en el
Gobierno, con la intención de
ver ópera en La Scala de Milán
y beber whisky (...) Exhibirme
ahora como “arrepentido”
resultaría una estupidez
inconcebible. Las telenovelas
me han hartado y al decirlo
me refiero a las mías, sólo a las
mías y no a las de los demás
(4/9/1994).
Firma tres contratos No me importa la trascen­den­
para proyectos cia. Yo me muero y acepto que
televisivos con mi obra muera conmigo. Me
Televisión Azteca, importa la eficacia. Me niego
con Cadena Caracol a participar de la imagen del
y con RCTV. hombre culto, no quiero ser
un adornador social ni quiero
un cargo diplomático (...).

651
Año Vida Teatro
Publica en El Nacional,
“Estimado Padrón Panza”, el
mismo día de su muerte, el
sábado 21 de octubre en su
apartamento en Margarita,
víctima de un infarto.

652
Televisión y radio Cine Según Cabrujas
Escribe el primer Uno debe amar este maldito
capítulo de Nosotros país, uno debe amar esta
que nos queremos mierda de país. Hay que
tanto. amarlo para poder tener coraje
de hablar mal y no hablar mal
por un estado enfermizo de la
persona. Quiero un país con
humor, donde se pueda hablar
mal del gobernante y de quien
lo eligió, que tengamos el
derecho a detestar y a querer al
presidente (21/12/1980).

653
Fuentes consultadas
Diarios y revistas: El Nacional, El Universal, El Diario de
Caracas, Últimas Noticias, El Mundo, Escena, Ronda,
Venezuela Gráfica, Imagen.
De Sousa V., Claudy O. y Hugo Pagés G., Des-
���� Rafael, ��������
cubriendo a José Ignacio Cabrujas, un hombre... un ar-
tista... una conciencia. Trabajo de grado para optar al
título de Licenciado en Teatro, Mención Actuación.
Instituto Universitario de teatro, Caracas, 1999.
Galindo, Dunia: Cartelera teatral caraqueña 1958–1983.
Trabajo de grado para optar al título de Licenciada
en Artes. Escuela de Artes. Universidad Central de
Venezuela. Caracas, 1989.
El Nuevo Grupo: Nombres, fichas, cifras. Ediciones El
Nuevo Grupo. Caracas, 1983.
Socorro, Milagros: Catia, tres voces. Fundarte, Cara-
cas, 1994.
Torres, Ildemaro: “La diaria evocación de José Ignacio”
en El Nacional, 21/10/2005, Caracas.
Vestrini, Miyó: Isaac Chocrón frente al espejo. Editorial
Ateneo de Caracas, Caracas, 1980.

654
DE: Nicolás Curiel

PARA: José Ignacio Cabrujas


DE: Nicolás Curiel
PARA: José Ignacio Cabrujas

Cuando naciste en la escena venezolana, prendido de


mi mano con tu Juan Francisco de León, no pensas-
te que tu escritura dramática no seguiría después los
criterios de Jean Vilar y Gordon Craig que, evidente-
mente, estaban detrás de esa puesta en escena mía.
Como en Chaplin o ahora en Woody Allen, que
para realizar sus encuadraturas en la pantalla no se
ocupan de Viva México, tu teatro no toma en cuenta
la estética eisensteiniana que me preocupaba a mí.
Tu reino es el de la palabra justa para pintar a tu
gente y el marco de tus personajes es el de un sainete
prodigioso de creatividad y sabiduría con el corazón
por delante.
Siempre fue ésa tu tendencia, a pesar de que en
el Teatro Universitario lo primero era el espectáculo,
y el Director-Regista lo primordial. Era el reino del
Director. Era mi reino.
No fuiste nunca ortodoxo ni en política ni en
arte, ni siquiera cuando pretendiste ser brechtia-
no en la época de Simón El Malo, cuando te pones
pantalones largos y te vas con Román Chalbaud y
el “Teatro-Arte”, y formas tienda aparte después con
El Nuevo Grupo e Isaac Chocrón, instaurando con
ellos el teatro de texto.
Quiero decir, en ti la visión del dramaturgo fue
más decisiva que la del regista, pero en cambio fuis-
te regista a tiempo completo en tus creaciones ope-

657
rísticas y te vi hacer TU en tu puesta en escena del
Don Juan de Mozart.
Nunca fuiste brechtiano, ¡felizmente! Yo quería
para ti más Chejov que Brecht, y creo que resultó,
sólo que en una forma muy original y con el hecho de
por medio de que eras venezolano hijo de canario.
Necesitamos un biógrafo acucioso y amoroso
para que cuente quién eras. Nadie sabe todavía toda
tu importancia. Tú eras, evidentemente, más im-
portante que tu teatro, que yo considero, y conmigo
muchos, el más alto legado del teatro venezolano de
esta época.
Alguien comentó, incluso, a pesar de la varie-
dad de obras tuyas llevadas a escena, que tu produc-
ción dramática no era prolífica, y eso me hace pensar
en Juan Rulfo, quien con un solo librito universalizó
la literatura latinoamericana contemporánea.
Pero tú, repito, eras más importante que tu
teatro e ibas a madurar, aún más, esos tejidos in-
creíbles de tu inteligencia. Algunos textos tuyos lo
anunciaban ya, y podrían ser bíblicos en su sabidu-
ría decantada y en ir mucho más allá de la mentali-
dad del venezolano y su comportamiento de este fin
de siglo.
No hay nada más entrañable para mí que tu Pío
Miranda. Era yo, todos nosotros, más nosotros que
tú, que no pretendiste jamás ser bolchevique. Era
como yo, que en mis 20 años guanteaba los rostros
de mis compañeros venezolanos asombrados, por-
que yo –decía– era miembro del Partido Comunista

658
francés y sí conocía personalmente a Romain Rolland
y me tuteaba en mi célula de partido con Joliot-Cu-
rie, el inventor de la pila atómica.
Cuando la plenitud de la utopía de nuestra
generación comenzaba ya a resquebrajarse, contri-
buiste a poner las cosas en su sitio y hacer más en-
trañables los recuerdos y la memoria con ese clásico
del teatro venezolano que es El día que me quieras.
Asombraste también con tu maravillosa voz oscu-
ra, “colocada”, como decimos en la profesión, y tuviste
tus arrestos de primer actor en un Ricardo III inolvida-
ble, y luego actuaste en tus propias obras como en el
personaje de Pío y en otros, y en el cine y conmigo des-
de el personaje del hijo de Juan Francisco de León o el
José o el maldito número mil de Los fusiles de la madre
Carrar, o el villano gerente de las compañías que ma-
niobraba al sindicato obrero en Pozo Negro, o el joven
gemelo de Noche de reyes y tantos otros.
Detrás y delante del escenario hasta como apun-
tador, en oportunidad del Arlequín servidor de dos pa-
trones, donde yo interpretaba el Arlequín y perdía
continuamente la letra.
Con una destreza natural pasabas de uno a otro
desempeño en los oficios principales del teatro. Lue-
go, te descubriste director en teatro dramático y en
el teatro lírico, en lo que descollabas porque eras un
erudito en el arte de la ópera y el bellcanto.
Si había que presentar o defender alguna causa
del teatro en una tribuna –escrita o hablada– eras tú
el escogido porque eras tú quien decía mejor.

659
Siempre afirmabas que tus mejores momentos
fueron los que compartiste con nosotros en el TU. Y
andabas por allí diciéndolo hasta hacernos pensar que
éramos una especie de escuela, porque reaccionába-
mos en forma parecida ante ciertos estímulos en el arte
de vivir y en el de hacer teatro. Siempre traías a cuento
con orgullo que yo tenía que ver contigo y la expansión
de tu vocación, y que yo era tu único y gran maestro.
Hoy sería necesario recurrir al biógrafo tuyo,
ése que deseamos, para que analizara hasta dónde
yo lo fui contigo. Pero la verdad de todo es que cuan-
do llegaste a mi TU ya traías ese talento especial que,
conmigo o sin mí, iba a rebotar contra el cielo tarde
o temprano.
Cuando te di la tarea de escribir Yo, William
Shakespeare, ya yo estaba convencido. Tu primer a coté
del texto, al abrir, era: “Tres toques de clarín. Entran
los actores a ocupar un asiento que los denuncia como
gente provisoria. El servidor de escena iza una bande-
ra. El resucitado Gower elige sus palabras”.
Tenías 20 años. Dejemos al tiempo lo que sigue,
me dije, pero ya se reconocía la elegancia del decir
para ejecutar en escena.
Y después vino aquello de que te convertiste,
con el pasar del tiempo, en la conciencia de todos
nosotros, los venezolanos, y a través de tus columnas
de prensa, siempre en clave de humor y con mucho
amor, tronabas sobre las injusticias y las torpezas de
nuestra manera de vivir y convivir en esta sociedad,
inmensa en un ridículo equívoco histórico.

660
Y bien, termino aquí. Quiero que recuerdes hoy
a tus compañeros para quien escribiste tus textos de
los primeros tiempos, pensando en la voz ronca del
uno o el timbre sonoro del otro... y que pienses tam-
bién en los otros que no subían a la escena pero que
eran esenciales:
El Rector de la Universidad Central de Venezue-
la, Francisco de Venanzi –ausente. Israel Peña –au-
sente. La Federación de Centros Universitarios, los
médicos, ingenieros, arquitectos y otras profesiones
universitarias, que fueron del TU –presentes. Alber-
to de Paz y Mateos –ausente. Carlos Augusto León
–ausente. Santiago Magariños –ausente. Guillermo
Feo Calcaño –presente. Antonio Aparicio –presen-
te. Arturo Úslar Pietri –presente. Adriano González
León –presente. Rubén Monasterios –presente. José
Ratto-Ciarlo –ausente.
Todos los otros. Políticos. Académicos. Poetas.
Pintores. Hombres de Estado. Ministros. Diplomáti-
cos. Hombres y mujeres del teatro venezolano. Hom-
bres y mujeres del común. Amigos tuyos –presentes.
Los pintores: Luis Guevara –presente. Lorenzo
Batallán –presente. �������������������������������
Jacobo Borges –presente. Pedro
León Zapata –presente. Perán Erminy –presente.
Los del dispositivo escénico y decoradores: Isabel
López –presente. José Salas Omar Granados, Víctor­
Valera, Hernández Guerra –presentes. Los músicos
de escena: Lucía Guitlitz –presente. Miguel Ángel
Fúster –presente. Adriana Moraga –presente. Vinicio
Adames –ausente. Raimundo Pereira –ausente.

661
Los técnicos y tramoyistas: Antonio Sabater, el
maestro Luis Lara, Charlita el inefable, Efraín Marca-
no, Segundo Sánchez, Tito Greffe, Julio Balán, Pedro
Oli­ver, Elías López –presentes. Los amigos: Belén Lobo
y Rodolfo Izaguirre –presentes. Antonio Costante (por
afecto a Álvaro de Rossón y a Rita Aloisio del TU) –pre-
sente. Hernán Vallenilla –presente. Ovidio Rodríguez,
es decir, Napoleón Bravo –presente. Las mujeres sobre
la escena y detrás de ella: Eva Ivanyi (Por afecto a ti,
José Ignacio) –presente. Anayansi Jiménez, Adela In-
serpi, Yolanda Avendaño, Mercedes Garbizu, Zoraida
Bello, Isaura Corrales, Evelyn Maneiro, Isabel Torres,
Sonia Hecker, Rebeca Torres, Teresa Contreras, Clara
Brevis, Corina Pérez, Gerardi Trocones, Ligia Pas-
tori, Lesbia Delgado, Mireya Delgado, Areane Hecker,
Romeli Agüero, Elisa Reymi, Ksenia Tregubov, Nirma
Prieto, Arausi Rodríguez, Justa Eva Smith, Irma Salas,
Sonia Gómez –presentes. Conchita Rossón –ausente.
Los protagonistas sobre la escena: Herman
Lejter –presente. Elizabeth Albahaca –presente. Ál-
varo de Rossón –ausente. Alberto Sánchez –presente.
Juan Catalá –presente. Eduardo Mancera –ausente.
Enrique León –presente. Asdrúbal Meléndez –pre-
sente. Gustavo Rodríguez –presente. Álvaro Velazco
–ausente. María Cristina Losada –presente. Democra­
cia López –presente. Alicia Ortega –presente. Nelly
Barbieri –presente. Lucio Bueno –presente. Eduardo
Gil –presente. Yolanda Quintero –presente. Haydé
Balza –presente. Antonio Llerandi –presente. Eva
Mondolfi –presente. Carlos González Vegas –presen­

662
te. Freddy Galavís –presente. Erubí Cabrera –pre-
sente. Eduardo Serrano –presente. Ricardo Salazar
–ausente. Gianfrando Inserpi –presente. Augusto Du-
garte –presente. Ildemaro Torres –presente. Pío Ro-
dríguez –presente.
José Ignacio Cabrujas... ¿Ausente?... Presente
hoy, José Ignacio... Presente siempre.

Nicolás Curiel

663
Universidad Simón B olívar

Autoridades
Enrique Planchart Rector
Rafael Escalona Vicerrector académico
William Colmenares Vicerrector administrativo
Cristian Puig Secretario
C onsejo E ditorial de la
Universidad Simón B olívar
Carlos Graciano
Presidente/Decano de Extensión
Lilian Reyna Iribarren
Directora de Cultura

M iembros por la D ivisión de


C iencias Físicas y M atemáticas
Claudio Olivera Principal
Oscar González Primer suplente
Luis Loreto Segundo suplente
M iembros por la D ivisión de
C iencias S ociales y Humanidades
Carole Leal Curiel Principal
Carlos Leáñez Aristimuño Primer suplente
Gustavo Sarmiento Segundo suplente
M iembros por la D ivisión de
C iencias Biológicas
Alicia Villamizar Principal
Patricio Hevia Primer suplente Carlos Pacheco
Director
Eduardo Klein Segundo suplente
Evelyn Castro
M iembros por la D ivisión de C iencias y Coordinadora de producción
Tecnologías A dministr ativas e I ndustriales
José Manuel Guilarte
Lilian Pérez Monroy Principal Corrector
Junys Quijada Primera suplente Luis Müller
Luis Buttó Segundo suplente Cristin Medina
Diseñadores gráficos
M iembros externos Nelson González
Antonio López Ortega Principal Administrador
Claudio Bifano Primer suplente Isabel Borges
Jesús Alberto León Segundo suplente Secretaria
Este libro fue impreso
en enero de 2010
en los talleres de Switt Print,
Caracas, Venezuela

También podría gustarte