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¿Existe Dios? Esa es una pregunta que toda comunidad y toda persona responden partiendo de
argumentos muy variados.
Existe un argumento moralista para creer en Dios que fue popularizado por William James. Según
este argumento, debemos creer en Dios pues, si no, no nos comportaremos correctamente. La
primera y mayor objeción a este argumento es que, como mucho, no puede demostrar que exista
Dios sino quizá sólo que los políticos y pedagogos deben tratar de convencer a la gente de que
existe. Que esto deba hacerse o no, no es una cuestión teológica sino política. Los argumentos son
de la misma naturaleza que los que insisten en que a los niños se les debe inculcar el respeto a la
bandera. Un hombre que albergue cualquier sentimiento religioso genuino no se va a conformar
con la idea de que la creencia en Dios es útil porque lo que a él ciertamente le preocupará saber es
si de verdad Dios existe. Es absurdo sostener que ambas preguntas son la misma. En el jardín de
infancia la creencia en Papá Noel es útil pero la gente adulta no cree que eso demuestre que Papá
Noel sea algo verídico.
Como no nos interesa la política, podemos entender esto como una refutación suficiente al
argumento moralista pero quizá convenga continuar un poco más. En primer lugar es bastante
dudoso que la creencia en Dios produzca los beneficios morales que se le atribuyen. Muchos de
los mejores hombres que la historia ha conocido no fueron creyentes. John Stuart Mill puede
servir como un ejemplo de lo dicho. Asimismo, mucha de la peor gente ha estado compuesta por
creyentes. De estos hay muchos ejemplos aunque quizá Enrique VIII pueda servir como prototipo.
Sea como fuere, siempre resulta desafortunado que los gobiernos se pongan a defender ideas
porque resultan útiles antes que porque son verdaderas. Cuando se actúa bajo esta lógica se hace
necesario establecer una censura que suprima los argumentos contrarios y se juzga acertado
desalentar el pensamiento entre los jóvenes por miedo a promover “pensamientos peligrosos”. Por
todo esto no se puede sostener que las creencias teológicas hayan de defenderse debido a su
utilidad, sin considerar si son o no verdaderas.
Este argumento tiene una versión más simple y más ingenua que apela al corazón de muchos. La
gente nos dirá que, sin el consuelo de la religión, sería intolerablemente desdichada. Si ello es
cierto, se trata de un argumento pleno de cobardía. Nadie más que un cobarde decidiría
conscientemente vivir en un paraíso de ficción. Cuando un hombre sospecha la infidelidad de su
esposa nadie lo considera mejor por cerrar los ojos a lo evidente. No se me ocurre ningún motivo
por el que ignorar lo evidente sea algo vergonzoso en un caso y admirable en otro.