Documentos de Académico
Documentos de Profesional
Documentos de Cultura
Scott Hahn
Para obtener un panorama de la historia del amor divino que envuelve las
vidas de estos personajes, repasemos brevemente las promesas que Dios
hizo –y no dejó de cumplir– a cada uno de ellos:
• Dios llamó a Adán a participar de su bendición a través de la alianza de
matrimonio con Eva (ver Gn 1, 26; 2, 3) y prometió librarlos del
pecado sirviéndose del «linaje» prometido que heriría la cabeza de la
serpiente diabólica que les había tentado (ver Gn 3, 15).
• El Padre prometió a Noé y a su descendencia salvarlos del diluvio, y a
continuación prometió no volver a destruir por el mismo medio a la
familia humana (ver Gn 9, 8-17).
• Dios prometió a Abrahán la Tierra Prometida en la que sus
descendientes naturales serían bendecidos primero como pueblo y
luego como reino, y que a través de él y de su linaje esa bendición
alcanzaría a todas las familias de la tierra (ver Gn 12, 1-3; 22, 16-18).
• El Señor se valió de Moisés para liberar a las doce tribus de Israel de la
esclavitud de Egipto y para ratificar una alianza nacional que los
convertiría en una nación santa (ver Ex 19, 5-6), llamada a ocupar la
Tierra Prometida de Canaán recibida en herencia (ver Ex 3, 4-10).
• Dios pactó con David la construcción de un reino internacional con la
fundación de un trono imperecedero en el hijo de David, destinado a
regir –con sabiduría divina– a todas las naciones, unidas en una familia
real gracias al culto común al Padre celestial en el interior del templo
de Jerusalén, su casa (ver 2 S 7, 8-19).
• Por último, el Padre mantuvo todas sus anteriores promesas con el don
de su Hijo, Jesús, quien –para ratificar la Nueva Alianza– asumió las
maldiciones de las alianzas previamente rotas y entregó su cuerpo y su
sangre, manteniéndonos unidos a todos, judíos y gentiles, en la única
familia divina y universal que es la Iglesia, una, santa, católica y
apostólica (ver Mt 16, 17-19).
Si examinamos de cerca nuestras vidas, comprobaremos que todas esas
promesas paternales se nos aplican también a nosotros: librarnos del
desastre provocado por nuestros pecados; mantener a salvo nuestros
matrimonios y nuestras familias; satisfacer nuestras necesidades; hacernos
fuertes; y unirnos los unos a los otros, sin que Dios se separe nunca de
nosotros. Si pensamos en nuestra vida colectiva de pueblo de Dios, vemos
cómo el Padre –con una sabiduría amorosa y una inteligencia
misericordiosa– ha cumplido todas y cada una de las promesas conjuntas
que nos ha hecho, transformando a sus hijos débiles y caídos en la esposa
sin mancha de Cristo.
Ampliando el área de enfoque
Con cada sucesiva alianza Dios fue ampliando el área de enfoque de sus
pactos con la familia humana. En los albores de la creación estableció su
primera alianza con Adán mediante un vínculo matrimonial y bajo el signo
del sábado. «Y creó Dios al hombre a su imagen... varón y mujer los creó»
(Gn 1, 27). Y los bendijo y les mandó multiplicarse: así fue como estableció
una alianza de matrimonio con los primeros padres de la familia humana.
Adán, nuestro primer padre, representa a toda la familia humana. En su
primera encíclica, Redemptor hominis, el papa san Juan Pablo II señalaba
que, en el momento de la creación, Dios estableció una alianza con toda la
humanidad; una alianza que considera el fundamento de todas las demás
que van surgiendo en la Escritura y que culminan en la Nueva Alianza
sellada por Jesús, mediante la cual se cumple y se renueva el plan de alianza
original de Dios. Citando la Plegaria Eucarística IV, describe así la misión
de Cristo: «Precisamente Él, solamente Él ha dado satisfacción... a la
paternidad de Dios y al amor, en cierto modo rechazado por el hombre con
la ruptura de la primera Alianza y de las posteriores que Dios “ha ofrecido
en diversas ocasiones a los hombres”» [10].
Diez generaciones después, Dios estableció una segunda alianza con Noé
y su descendencia bajo el signo del arco iris. Así fue como la familia de
Dios adquirió forma doméstica. Como recordarás, Noé era un hombre
casado con tres hijos mayores, también casados. Todos juntos formaban una
extensa familia. ¿Te imaginas a esas cuatro parejas intentando convivir
pacíficamente dentro de las estrecheces de un arca durante un año entero?
¡Seguro que Noé se calzó más de una vez la gorra de capitán de barco!
Otras diez generaciones después, cuando Dios estableció una tercera
alianza con Abrahán bajo el signo de la circuncisión (ver Gn 17), la familia
divina adquirió dimensiones tribales. El patriarca Abrahán, que en el
momento de recibir la llamada a dejar su tierra natal era cabeza de un solo
clan, acabó convirtiéndose con el tiempo en jefe de toda una tribu: un único
hombre para dirigir no solo a los parientes que lo acompañaban (como Lot,
por ejemplo), sino a cientos –y posiblemente a miles– de siervos (ver Gn
14, 14). La alianza los incluía a todos. A partir de un solo matrimonio, el
pueblo de Dios fue creciendo hasta formar primero una familia y luego una
tribu compuesta por numerosas familias y muchos más matrimonios.
La cuarta alianza, establecida por Dios con Moisés en el monte Sinaí
bajo el signo de la Pascua, convirtió a las doce tribus de Israel en la familia
nacional de Dios, lo cual hizo absolutamente necesario confeccionar un
sistema legal mucho más elaborado. Dios entregó a Moisés los diez
mandamientos y demás decretos para que Israel pudiera contar con una
constitución nacional propia.
Dios estableció su quinta alianza con David bajo el signo del trono
imperecedero del hijo de David con el fin de elevar a Israel a la categoría de
reino (ver 2 S 7): eso significaba enaltecer a la nación de Israel por encima
de las demás naciones y ciudades estado que la rodeaban, incorporándolas a
la alianza y otorgándoles un papel subordinado de colonos y vasallos
sujetos a Dios y al hijo de David, su sacerdote y rey. Y, puesto que no hay
rey que no exija tributos a las naciones que le están sujetas, los extranjeros
tenían obligación de visitar Jerusalén año tras año para poder escuchar la
ley de Dios y la sabiduría paternal de Salomón. Así fue como los gentiles
aprendieron a adorar al único Dios verdadero, mientras el Padre los iba
preparando para acabar restaurando a su familia con la llegada de Jesús, el
verdadero Hijo de David.
Como habrás podido comprobar, cada una de las alianzas es en esencia
de naturaleza familiar. Dios siempre trata a su pueblo de un modo personal,
cuidando de su familia como un padre y supervisando a lo largo de cada una
de esas alianzas las relaciones y las obligaciones familiares. Naturalmente,
su fin último consiste en reunir a toda la raza humana, rota por el pecado, la
soberbia, la injusticia y la violencia: una raza humana que –igual que un
huevo cuando se estrella contra el suelo– es incapaz de recomponerse y de
volver a pegarse ella sola, por mucho que lo intente. Solo Dios puede volver
a unirnos a todos y reconciliarnos con Él.
¿Cómo llevar a cabo una tarea de proporciones tan ingentes? Por medio
de la venida de Cristo, el Hijo Unigénito de Dios. Es Dios mismo quien
vino a salvarnos. Como veremos, Cristo no abolió el Antiguo Testamento,
sino que lo consumó y lo perfeccionó.
La sexta alianza fue establecida a través de Jesucristo con la Eucaristía
como signo de esa Nueva Alianza, que hizo universal (katholikós en griego)
a la familia de Dios, conocida también como Iglesia católica; de modo que
el reino de Cristo no queda restringido a una sola región ni a una sola raza;
como tampoco está regido por la coerción política, ni por la fuerza militar,
ni por el temor humano, sino por medios espirituales, por las gracias
sacramentales y por la misericordia y el amor divinos.
Esa es la constitución de la Nueva Alianza, actualizada en la Iglesia
católica. Ahora todos los seres humanos están llamados a convertirse en
miembros de esta familia universal de Dios para servir como instrumentos
de la obra de reconciliación del Padre a través del Hijo y por medio del
Espíritu. Ningún poder humano es capaz de acometer por sí solo esa tarea.
Evitar la ventriloquia
¿Alguna vez te has puesto a hablar con alguien de quien se podría decir –
y con razón– que no le importa nada lo que puedas pensar tú? Quizá te
hayas dado cuenta por una mirada o por una respuesta instantánea, pero la
actitud es evidente: «Quiero tu apoyo, no tu parecer»; o peor aún: «Si
quisiera tu opinión, te la pediría». Sea como sea, hacen que te sientas
prácticamente como una marioneta.
Sospecho que, si el autor del Génesis aún siguiera con vida, así le harían
sentir los intérpretes modernos de su obra y, en particular, de su relato de la
creación. Hablemos sin rodeos: a muchos lectores les interesa más resolver
si el Génesis puede o no encajar con la teoría de la evolución que descubrir
qué quiso decir exactamente el autor. Muchas veces el interés moderno por
la ciencia impide una lectura objetiva del Génesis.
En realidad, la Escritura únicamente aborda el tema de cómo fue creado
el mundo en el libro de Job, donde lo que Dios viene a decir es, en
definitiva, que no nos molestemos en planteárnoslo (ver Jb 38-41):
sencillamente, es muy difícil que lleguemos siquiera a imaginarlo y aún
más que lo entendamos por nosotros mismos.
De hecho, el relato de la creación parece tratar otros temas –no menos
importantes–, como qué y por qué creó Dios. Para ver de qué manera se
abordan dichos temas, quizá haya llegado el momento de releer el Génesis
con nuevos ojos; o –mejor dicho– con ojos viejos. Eso significa retornar al
texto en busca de pistas que indiquen qué pretendía decir el autor de la
antigüedad a sus lectores originales.
Para facilitar las cosas, vamos a suponer que el autor es Moisés y sus
lectores originales, los antiguos israelitas que recibieron su texto como parte
de la ley de Dios (los cinco libros de Moisés). Por trasnochado que pueda
parecer, este enfoque tradicional ofrece algunas ventajas que lo hacen
recomendable: por una parte, toma las claves interpretativas del propio
texto bíblico; y, por otra, tiene un mayor poder explicativo. Hace, en suma,
más comprensible el Génesis, por no decir todo el Pentateuco. Además, es
fiel eco de la Tradición viva de la Iglesia, tal y como ha sido corroborada
por el Magisterio [1].
Si dejamos que sea el Génesis el que hable, Moisés se convierte en
nuestro maestro y no en nuestra marioneta; y nosotros nos convertimos en
sus alumnos y no en sus ventrílocuos. Al mismo tiempo, debemos tener en
cuenta qué medios se utilizan para hacer hablar con voz de hoy al texto
bíblico.
Por una parte, algunos autores insisten en la literalidad de los seis días de
veinticuatro horas y afirman que el Génesis se opone a cualquier clase de
evolución (teísta o de otro tipo), casi como si Moisés y el Espíritu Santo
hubieran conspirado para asestarle un golpe preventivo al darwinismo con
miles de años de antelación. Aunque la respuesta de muchos de sus críticos
consiste en tildarlos de «fundamentalistas», esta etiqueta (como suele
ocurrir) no es útil ni pertinente.
Por un lado, algunas versiones de la teoría de la evolución se oponen
claramente no solo al Génesis, sino a la sensatez. Por otro, algunos de los
primeros Padres y doctores de la Iglesia han interpretado de manera literal
los seis días del Génesis atribuyéndoles veinticuatro horas, razón por la cual
no cabe tildarlos de fundamentalistas, como tampoco cabe llamar «nazi» a
Nabucodonosor por perseguir a los judíos y saquear su templo allá por el
año 586 a.C. Hay etiquetas que, sencillamente, no proceden [2].
No obstante, esta clase de interpretación literal presenta algunos
problemas. Por ejemplo, ¿cómo pudieron medirse los tres primeros días de
veinticuatro horas si el sol no fue creado hasta el cuarto? Por otra parte, no
se hace mención del final del séptimo día, que en realidad se refiere al
descanso de Dios más que a un período literal de veinticuatro horas.
Naturalmente, Dios pudo crear el mundo en seis días si esa hubiese sido
su voluntad –o (¿por qué no?) en seis minutos o en seis segundos–. No
obstante, en hebreo el «día» (yom) no siempre se identifica con el sistema
de veinticuatro horas; de ahí que en este caso no aparezca necesariamente
empleado para referirse al tiempo que tardó Dios en realizar su trabajo.
Me consta que los defensores «literalistas» no ignoran estos problemas.
Solo me limito a señalar que en el caso de Moisés (ajeno a ellos) esos
problemas no existían, porque para él, sencillamente, carecían de
relevancia. Aun así, esta forma de interpretación «literal» no es el único
acto de ventriloquia que se da. En el extremo opuesto del espectro
interpretativo existe otro enfoque que hace hablar con voz moderna al texto
antiguo.
La imagen lo es todo
Con respecto al qué, Dios edificó un hogar para sus futuros hijos. La
creación es un gran proyecto de construcción. Los buenos constructores
trabajan pensando en una finalidad. «Lo último en la ejecución es lo
primero en la intención», escribió Aristóteles. Dios siempre obra con vistas
a un fin y su objetivo lo descubrimos en lo último que creó, que somos
nosotros.
«Dijo Dios: “Hagamos al hombre a nuestra imagen, según nuestra
semejanza”... Y creó Dios al hombre a su imagen, a imagen de Dios lo creó;
varón y mujer los creó» (Gn 1, 26-27). Aquí –por decirlo de algún modo– el
plan se complica un poco: ¿qué significa para nosotros que Dios nos creara
varón y mujer «a su imagen y semejanza»?
Significa, en primer lugar, que la vida humana está dotada de una
sacralidad inmensa. Muchas veces la sociedad comete el error de atribuir
valor a las personas en virtud de la grandeza de sus actos, de su buena
apariencia o de su productividad y sus resultados económicos. Este es el
error que cometieron los nazis en la segunda guerra mundial y es el error
que subyace en nuestro tiempo a la tragedia del aborto y la eutanasia. La
santidad de la vida humana incluye a los no nacidos y a los ancianos, a los
enfermos físicos y a los discapacitados mentales. No hay persona que no
posea esa extraordinaria e inconmensurable dignidad, porque cada uno de
los seres humanos ha sido creado a imagen de Dios. Incluso quienes pecan
o cometen algún crimen abyecto siguen revestidos de ella. Ningún ser
humano está excluido de la redención.
En segundo lugar, significa que nuestro trabajo tiene un valor especial.
La sociedad lo entiende al revés. No es mi trabajo lo que me confiere
dignidad; lo que hace digno mi trabajo es el hecho de que porto en mí la
imagen de Dios. El trabajo no es en sí ni por sí una maldición, aunque a
causa del pecado de Adán haya sido maldecido con la fatiga (ver Gn 3, 17-
19). El mismo Dios trabajó para dotar de existencia a la creación. Ya antes
de la caída recibimos la llamada a trabajar a imitación de Dios Padre.
En tercer lugar, significa que nos parecemos a Dios. Como personas,
poseemos una inteligencia razonada, una libertad y una capacidad única de
amar. Es más, Dios hizo nuestra naturaleza distinta de cualquier otra. El
puesto que ocupamos los seres humanos, con nuestros cuerpos físicos y
nuestras almas racionales, se encuentra entre el de los ángeles y el de las
bestias. Los ángeles pueden amar, pero no se reproducen; los animales se
reproducen, pero no aman. Los hombres, sin embargo, poseemos una
capacidad exclusiva de hacer ambas cosas en el acto reproductivo del amor
matrimonial, el origen aliancista de la comunión interpersonal y de la vida
familiar. Cuando amamos de verdad como esposos, padres o hermanos,
estamos participando, en definitiva, de la propia vida y del amor de Dios
(que en Él son una misma cosa). Como personas que forman parte de una
familia, estamos llamados a vivir y a amar como Dios Padre, Hijo y Espíritu
Santo. Todo comienza con la alianza de matrimonio, cuando el amor
interpersonal se comparte voluntariamente de un modo que engendra vida.
Hoy día mucha gente habla de la importancia de tener una autoimagen
positiva. Hay quien tilda este problema de absurdo e intrascendente. Yo no
estoy de acuerdo. Importa... y mucho. Pero no con el sentido que se le suele
atribuir. Lo absurdo no es el problema, sino lo que pensamos que son las
soluciones. Lo que nos hace falta a todos no es una autoimagen positiva,
sino creer que todos hemos sido creados a imagen de Dios.
La profunda verdad de la creación del hombre a «imagen y semejanza»
de Dios aparece por primera vez en el Génesis de un modo muy escueto. El
sentido original de la expresión contiene una verdad práctica que se hace
patente la segunda vez que dichas palabras aparecen recogidas en Gn 5, 3,
cuando Adán engendra a su hijo Set «a su imagen, según su semejanza». En
este caso se refiere con meridiana claridad a la relación padre-hijo. Y en el
relato de la creación posee ese mismo significado esencial.
La naturaleza humana:
creada en estado de gracia
En cuanto a por qué creó Dios, la respuesta está en el séptimo día: Dios
no solo «descansó en el día séptimo», sino que «[lo] bendijo... y lo
santificó» (ver Gn 2, 2-3). Quizá a muchos lectores modernos les extrañe
que Dios pudiera cansarse, pero a ningún israelita de la antigüedad se le
escaparía el auténtico significado de la acción divina: Dios hizo el sábado
para que fuera el signo de la alianza (ver Ex 31, 12-17) [7]. En este sentido,
el séptimo día no significa que las fuerzas de Dios se hubiesen agotado, sino
que se desbordaron en la llamada a sus hijos al fin para el que hemos sido
creados: descansar en la bendición y la santidad de nuestro Padre, ahora y
por toda la eternidad.
Por eso entregó Dios el sábado a su pueblo y por eso debía su pueblo
«recordarlo» y «observarlo» (ver Ex 20, 8): porque era el signo de la alianza
entre Dios y la creación de la que el pueblo de Dios estaba llamado a ser
mediador. Su papel como mediador de la alianza conllevaba dos misiones:
ejercer un dominio regio (ver Gn 1, 26-29) y alcanzar la santidad sacerdotal
(ver Ex 31, 16-17). Nuestro trabajo y nuestro culto estaban, pues, llamados
a ir de la mano.
Como hijo de Dios, Adán era rey y sacerdote. La doble acción de Dios el
séptimo día guarda relación con ambos papeles. La «bendición» de Dios es
lo que hizo posible que Adán fuese rey; mientras que la acción
«santificadora» de Dios lo capacitó para ser un sacerdote santo. Gracias al
sábado el trabajo del hombre pudo incorporarse al culto. Pero de estos dos
papeles sagrados el sacerdotal era claramente superior y más santo que el de
rey, al menos en el antiguo Israel.
Dios quiso también que el sábado fuese ya desde entonces gozo para
Israel. ¿No es extraño que tuviera que ordenarnos ser bendecidos? ¿Por qué
fue necesario si no es porque sabe que ignoramos las bendiciones finales
que nos tiene preparadas (ver 1 Co 2, 9)? Dios sabía desde el principio que
hemos de llegar a la plenitud y nos la proporcionó, por decirlo de algún
modo, «en el principio». Por eso el sábado sirve para recordarnos que
nuestra plenitud exige algo más que lo que somos capaces de obtener
mediante nuestro trabajo natural o nuestra vida terrenal. Por eso Israel tenía
que «recordar el sábado»: para que, renovando la alianza con su Padre,
redescubriera continuamente hasta qué punto se puede confiar en que Él
proveerá de lo necesario, incluido lo que se necesita para cumplir sus leyes.
Al mismo tiempo, al señalar el final del trabajo de Dios, el sábado apunta
también al fin último del trabajo del hombre en su condición de rey y del
culto sacerdotal: la vida eterna en el cielo. Nuestra meta es participar del
descanso sabático divino. Todo lo demás se queda corto, al menos para
Dios. Esto refleja el espíritu familiar de la ley de alianza de Dios: el Padre
ordena nuestra santificación y bendición. Nos manda ser santos para gozar
eternamente de la unión con Él. Por eso siempre debemos llevar a cabo
nuestro trabajo temporal sin perder de vista nuestro fin eterno.
Si el hombre fue creado el sexto día, su primer día de vida completo fue
el sábado. ¿No es curioso que Dios quisiera que el hombre descansase antes
incluso de empezar a trabajar? (También en la Nueva Alianza los cristianos
empiezan la semana con el descanso del domingo, el Día del Señor).
Personalmente, creo que Dios pretendía enseñarnos desde los orígenes una
lección importante relacionada con la fe.
El peligro del descreimiento es sutil: a menudo preferimos trabajar como
esclavos antes que trabajar como hijos confiados en la gracia de su Padre.
Nos sentimos tentados de reducir la ley del Padre a una normativa servil.
Así nos lo recuerda Jesús: «El sábado fue hecho para el hombre, y no el
hombre para el sábado» (Mc 2, 27).
Esto arroja luces completamente nuevas sobre la creación. La intención
de Dios es totalmente recta. Todo lo que hace es para nuestro bien, para
nuestra felicidad. Podría haber creado todo en un instante y sin esfuerzo. No
le hacían falta seis días para crear, ni tampoco uno para recuperarse. En
realidad, Dios no necesitaba hacer nada: nada de nada. Cuando decidió que
existiera la raza humana, no fue porque se aburriera o porque estuviese
solo. El Padre, el Hijo y el Espíritu Santo han compartido desde toda la
eternidad el amor y la vida familiar más estrechos. No les hacía falta más
compañía ni a Dios le hacía falta más gloria.
Cuando la historia llegue a su fin, la gloria de Dios no será mayor que la
que tenía en los orígenes. La conclusión lógica es que Dios no ha creado ni
redimido para obtener gloria, sino para darla. Por eso es fundamental que
nosotros, hijos suyos fieles y obedientes, la alcancemos.
Dios nos ha creado y redimido para que participemos de la gracia y la
gloria de la filiación divina. El Señor trabajó seis días y descansó al séptimo
por nuestro bien, no por el suyo, brindándonos un modelo saludable que
imitar, un modelo perfectamente adaptado a nuestra naturaleza. Al fin y al
cabo, ¡quién puede saberlo mejor que Él, que es Padre!
Otra razón por la que Moisés describió a Dios distinguiendo el séptimo
día al concluir su trabajo de creación puede estar relacionada con la antigua
práctica israelita del juramento de alianza. El término hebreo «prestar
juramento», shebà, está basado en la palabra «siete». En hebreo «prestar
juramento» significa literalmente «hacerse siete» (ver Gn 21, 27-32). Si la
alianza se formaliza mediante juramento –que significa «hacerse siete»–, no
es descabellado pensar en un Dios que se une en alianza al cosmos en el
mismo acto de crearlo, otorgándole deliberadamente un formato séptuplo.
En cualquier caso, es significativo que los judíos vieran el sábado como el
día en que Israel «recordaba» la alianza de Dios con ellos y con la creación.
Y lo hacía mediante la oración y el culto, renovando el juramento de alianza
que los convirtió en la familia sacramental de Dios [8].
Y vio Dios todo lo que había hecho; y he aquí Vio Moisés todo el trabajo... tal como había
que era muy bueno (1, 31). ordenado el Señor, así lo habían hecho (39, 43).
Y quedaron concluidos el cielo, la tierra y todo Terminaron las obras del Tabernáculo y de la
su ornato (2, 1). Tienda de la Reunión (39, 32).
Terminó Dios en el día séptimo la obra que Así terminó Moisés toda la obra (40, 33).
había hecho (2, 2).
[Lo] bendijo Dios... (2, 3). Y Moisés los bendijo... (39, 43).
Dios formó primero a Adán (del término hebreo adam, que significa
«hombre») a partir del polvo de la «tierra» (adamah, ver Gn 2, 7). El
nombre de Adán apunta a su papel de padre de la raza humana, igual que en
sus orígenes «Israel» se refiere al patriarca que engendró a los doce hijos
que fundaron las doce familias que, a su vez, pasaron a formar las doce
tribus de Israel.
A continuación Dios «insufló en sus narices aliento de vida» (v. 7). La
palabra que se emplea para referirse al «aliento», ruah, equivale también a
«espíritu». Dios aparece descrito infundiendo directamente en Adán su
propio espíritu. Según los Padres de la Iglesia, eso significa que, desde su
primer aliento de vida, Adán no solo estuvo dotado de un alma racional,
sino que recibió también el Espíritu Santo. Así pues, nada más abrir los
ojos, la primera imagen que obtuvo Adán de la creación estuvo iluminada
por el Espíritu Santo. Mirando con los ojos de la fe, dio su primer paso
como hijo de Dios para penetrar en la belleza del jardín del Edén con la
plenitud de vida del Espíritu de la filiación divina. No es mala manera de
empezar a vivir, ¿no te parece?
Mientras le mostraba a su hijo el jardín, el Padre le explicó las
condiciones de vida. «Hay árboles en abundancia y te aseguro que dan
algunos de los frutos más sabrosos de este mundo. Todos están al alcance de
tu mano... Bueno, no todos...».
Adán debió de advertir un cambio repentino en el tono de voz de su
Padre. Se habían detenido delante de los dos árboles que estaban en medio
del jardín. Probablemente Adán supo lo que venía a continuación. Yo, desde
luego, he constatado que mis hijos lo saben siempre, igual que me ocurría a
mí con mi padre. ¡Ha llegado el momento de las normas!
Llegados a este punto, uno podría pensar: a Dios todo le había salido
bien. Después de cada acto de creación, Dios los definió como «buenos»
(ver Gn 1, 10; 12, 18; 21; 25). Concluida la creación, Dios la definió como
«muy buena» (v. 31). Y, sin embargo, cuando vio a su hijo solo en el jardín,
se retractó y dijo: «No es bueno que el hombre esté solo» (Gn 2, 18).
Si a algún lector le desconciertan estas palabras, que no se altere: a Adán
no le desconcertaron. De hecho, cuando las escuchó, lo único que podía
hacer Adán era no alterarse y esperar a ver qué hacía su Padre.
“Entonces dijo el Señor Dios: «... voy a hacerle una ayuda
adecuada para él». El Señor Dios formó de la tierra todos los animales
del campo y todas las aves del cielo, y los llevó ante el hombre para
ver cómo los llamaba... pero para él [el hombre] no encontró una
ayuda adecuada” (Gn 2, 18-20).
Con todos los respetos: ¿en qué estaba pensando el Señor? ¿De verdad
supuso que Adán podía encontrar en los animales suficiente compañía para
aliviar su soledad? Difícilmente. Lo que parece razonable deducir no es que
Dios metiese la pata, sino que tenía proyectada otra cosa. Pero ¿qué?
Es probable que Dios quisiera demostrar a Adán que él no era un animal
más, aunque tuviera algunas cosas en común con ellos, incluidos ciertos
apetitos físicos. Lo que Dios esperaba era que Adán comprendiese aún
mejor qué es lo que lleva –y qué es lo que no lleva– a la auténtica plenitud,
adquiriendo así un mejor conocimiento de sí mismo y un autodominio
mayor. Probablemente no fue accidental que Yavé primero ayudara a su hijo
a encontrar trabajo y luego una esposa: los negocios antes que el placer.
Un costillar de primera
Al final de ese primer día tan largo, después de poner nombre a tantos
animales, Adán se sintió fatigado y solo, y más que dispuesto a descansar.
Afortunadamente, Dios conocía muy bien sus necesidades.
“Entonces el Señor Dios infundió un profundo sueño al hombre y
este se durmió; tomó luego una de sus costillas y cerró el hueco con
carne... de la costilla que había tomado..., formó una mujer y la
presentó al hombre” (Gn 2, 21-22).
¡A Dios le van a hablar de satisfacer necesidades! Por si un sueño
reparador no fuera suficiente, Yavé lo completó inaugurando su creación
aún más grandiosa, su propia hija y la esposa de Adán.
Los estudiosos comentan (y no se equivocan) el acierto con que Dios
formó a la socia de alianza de Adán: no se sirvió de sus pies para que nadie
la utilizara de felpudo; ni se sirvió de su cabeza para ponerla en un pedestal;
la formó a partir de la costilla de Adán para que estuviera a su lado, cerca
de su corazón.
Desde luego, Dios se guardó lo mejor para el final, y Adán lo sabía. Sin
poder contenerse, publicó a los cuatro vientos sus sentimientos ante tanto y
tan increíble esplendor: «Entonces dijo el hombre: “Esta sí es hueso de mis
huesos, y carne de mi carne. Se la llamará mujer, porque del varón fue
hecha”» (v. 23).
Me encanta la respuesta de Adán: tanta belleza lo dejó sencillamente
anonadado. Un viejo amigo mío de la universidad parafraseaba así este
versículo: «Se la llamará mujer (woman) porque, en cuanto posé los ojos en
ella, solo fui capaz de decir: Who a man!» [3]: una versión moderna que
capta bastante bien la esencia de la dicha y el deleite de Adán.
El versículo «carne de mi carne, hueso de mis huesos» evoca el lenguaje
de la alianza solidaria que la Escritura emplea en otras ocasiones (ver Gn
29, 14; 2 S 5, 1; 19, 12-14). Es más: es el lenguaje del amor marital y del
éxtasis romántico que se escucha en los albores de la historia por primera
vez.
¡Qué escena tan grandiosa! ¿Hay alguien capaz de imaginar un inicio
mejor para el drama familiar de la historia de la salvación? Este pequeño
fragmento de la poesía romántica se ha transmitido de edad en edad, como
una valiosa herencia familiar, para que todos nosotros, descendientes de
Adán, podamos saber lo querida que fue nuestra primera madre.
El pulso de la pasión pura y simple de Adán que queda reflejado aquí
prefigura la futura –y más pura aún– pasión de Jesús, el nuevo Adán. De un
modo semejante, Jesús se ofreció en sacrificio por su esposa, la Iglesia. Con
su último aliento de vida recibimos su Espíritu (ver Jn 19, 30). De su
costado traspasado brotaron el agua y la sangre de la vida (ver Jn 19, 34; 7,
38; 1 Jn 5, 6-8). Del sueño profundo de su muerte surgió la nueva Eva que
se mantuvo a su lado, cerca de su corazón (ver Jn 19, 26-27) [4]. Pero ¿de
verdad Adán quería tanto a Eva? Y en caso afirmativo: ¿cómo iba a
demostrarlo?
Dos en uno
Ni malos ni bobos
Eva al desnudo
Si a lo largo del relato la serpiente solo se dirige a Eva, no es porque
Adán no estuviese presente (de hecho, el uso que hace la serpiente de los
verbos hebreos en segunda persona del plural indica que Adán siempre
estuvo allí) [9]. Al dirigirse a Eva, Satanás ignoraba deliberadamente la
estructura familiar instituida por Dios.
Satanás inicia la conversación planteando una pregunta (aparentemente)
muy sencilla, aunque teñida de una ingeniosa ambigüedad y de una
insinuación perversa: «¿De modo que os ha mandado Dios que no comáis
de ningún árbol del jardín?» (Gn 3, 1). En primer lugar, la serpiente habla
de Elohim y no de Yavé (es probable que no le estuviera permitido
pronunciar ese nombre sagrado o que no fuese capaz de hacerlo). En
segundo lugar, cambia la fórmula del mandato divino con el fin de
distorsionar su significado. (También se puede traducir por: «De todos los
árboles del jardín podrás comer, pero del árbol del bien y del mal no
comerás»). En tercer lugar, al hacer hincapié en las restricciones negativas,
Satanás cuestiona la benevolencia de Dios.
La respuesta de Eva pone de manifiesto que no se sabía muy bien el
catecismo edénico. Corrigió a la serpiente, pero sin mucha exactitud. Por un
lado, prescindió del tono positivo del mandato original del Señor: «Podéis
comer de todos los árboles». Por otro, al igual que la serpiente, emplea la
palabra Elohim en lugar del nombre personal de Dios: Yavé. Y, por último,
altera la fórmula original de la prohibición divina añadiendo a «no comáis»
el «ni toquéis».
Está claro que muestra una actitud defensiva: una actitud que, en
realidad, le habría correspondido adoptar a Satanás. Al fin y al cabo, el
intruso era él; era él quien estaba fuera de lugar en el jardín, santuario de
Dios. Pero la serpiente no había hecho más que empezar.
Satanás replica sin ningún reparo: «No moriréis en modo alguno; es que
Dios sabe que el día que comáis de él se os abrirán los ojos y seréis como
dioses, conocedores del bien y del mal» (Gn 3, 4-5).
¡Ya está! Satanás ha cruzado la línea. Ahora miente sin rodeos.
Contradice lo que el propio Dios ha dicho. Ha llegado el momento de que
Adán pase a la acción y condene en nombre de Dios al demonio mentiroso,
¿verdad?
El miedo al sufrimiento
Tiene que haber, por lo tanto, otra razón para el silencio de Adán. ¿Cuál?
El miedo al sufrimiento y a la muerte. ¿Y cómo podemos saberlo?
Retrocediendo y leyendo entre líneas; volviendo a escuchar atentamente las
palabras explícitas de la serpiente y lo que llevaban implícito.
«No moriréis», dijo. Y esa atrevida contradicción se quedó en el aire
hasta que la intención de la serpiente se fue desvelando poco a poco: «No
moriréis... si coméis el fruto». En otras palabras, Satanás adoptó la forma de
una serpiente que representa una amenaza para la vida con el fin de dejar
caer con su malvada insinuación lo que Adán interpretó con razón como la
amenaza velada contra su vida que, de hecho, representaba desde el
principio [12].
No decidir es decidir
Esta explicación no constituye, en última instancia, más que un
argumento que se deduce de su silencio. O, más bien, un argumento para su
silencio: explica por qué Adán optó por el silencio, un silencio sonoro y
culpable. De hecho, cuesta imaginar otro modo de justificar que Adán
pasara a la acción sin pronunciar una sola palabra.
El pecado de Adán, en suma, debe atribuirse a la falta de coraje. Al no
decidir, decidió; porque, una vez que Eva comió el fruto prohibido, cayó el
propio Adán, antes incluso de comerlo él. No tendría que haber permitido
que las cosas llegaran tan lejos. De haber intervenido desde el principio,
habría evitado la conversación.
Por eso la caída de Adán se produjo desde el momento en que Eva dio el
primer bocado. Además, ¿qué podía hacer una vez que Eva hubo comido?:
¿condenarla y enviarla al destierro?
Si se piensa bien, Adán no solo cayó definitivamente al mismo tiempo
que Eva comía el fruto, sino que selló su destino. ¿Se podía esperar que
abandonara a su esposa en ese momento? ¿Sería capaz de arreglárselas sin
ella? Creo que no. De hecho, es probable que Adán no pudiera imaginar una
vida sin Eva. En cuanto ella dio el bocado, el hecho de que Adán comiera
era prácticamente un hecho consumado.
Epílogo
Si hace unos años Hollywood hubiera rodado con todo esto una epopeya
cinematográfica, está claro cómo sería la cosa. La banda sonora se tiñe de
un tono grave y amenazador que acompaña la aparición de la serpiente. La
cámara hace un barrido del jardín mientras empieza el interrogatorio. El
volumen va subiendo hasta detenerse en cuanto Satanás pronuncia su
mentira diabólica. De repente, Adán se lanza hacia delante y, envuelto en el
estruendo de la música y los platillos que vuelven a sonar, se quita de
encima al demonio de un solo golpe. Luego besa a Eva, la toma entre sus
brazos y, tras desaparecer juntos a la luz del ocaso, viven felices para
siempre. A continuación, los títulos de crédito.
¡Qué bonito!, ¿verdad?
Francamente: prefiero la Biblia.
4. HASTA AQUÍ HEMOS LLEGADO:
UNA ALIANZA ROTA Y RENOVADA CON
NOÉ
En nombre de Caín
El capítulo 4 del Génesis describe de un modo peculiar el siguiente
acontecimiento decisivo en la historia bíblica de amor entre Dios y la
humanidad: Adán conoció a Eva y ella concibió un hijo. «He adquirido
[qanah] un varón gracias al Señor», dijo Eva al dar a luz a Caín. Luego
nació otro varón a quien puso el nombre de Abel, que se convirtió en pastor
de ganado (ver Gn 4, 1-2).
Caín, que trabajaba la tierra, ofrecía al Señor sus frutos, mientras que
Abel le ofrecía el sacrificio de los primogénitos de su rebaño. Dios aceptó la
ofrenda de Abel y rechazó la de Caín, que se enfadó y andaba cabizbajo.
Entonces recibió de Dios un sabio consejo paterno: «¿No llevarías el rostro
alto si obraras bien? Pero si no obras bien, el pecado acecha a la puerta; no
obstante, tú podrás dominarlo» (Gn 4, 7) [1].
¿Aprendió Caín la lección, regresó al punto de partida e hizo un segundo
intento? No. Al parecer, Caín optó por un sacrificio totalmente distinto: al
llevarse a su hermano al campo y darle muerte, alimentó la semilla de un
fruto perverso que Satanás ha plantado en nuestra naturaleza humana.
Conviene fijarse en que el primogénito de Eva no sucumbió a un ataque
de celos, sino al pecado mortal de la envidia [2]. Desde un punto de vista
técnico, los celos buscan el bien que se advierte en otra persona, mientras
que a la envidia ese bien le desagrada y, además, quiere destruirlo. Los
celos pueden ser buenos o malos, mientras que la envidia es siempre y
exclusivamente mala. La Escritura habla de los «celos» de Dios (ver Ex 20,
4), pero nunca de su envidia: nos quiere para Él –puesto que nos ha
creado–, pero solo por nuestro bien.
Recuerdo que hace años vi una película con Sissy Spacek en el papel de
reina de un baile de bienvenida. A sus «amigas» les molestaba tanto su
atractivo que en el transcurso del baile la bañaban en sangre de cerdo. No
querían su belleza: solo querían quitársela. Esa es la esencia de la envidia.
No es de extrañar que sea la envidia y no los celos la que se incluye entre
los siete pecados capitales: fue, junto con la soberbia, la raíz de la rebelión
de Satanás (ver Sb 2, 24). Y es también la raíz de algunos de los pecados
más graves, como en el caso de Caín, que mató a su hermano pequeño por
envidia (ver 1 Jn 3, 4-12).
Quizá Caín creyó que podría esquivar el castigo. A la pregunta del Señor
acerca del paradero de Abel respondió a la defensiva: «No lo sé. ¿Acaso
soy yo el guardián de mi hermano?» (Gn 4, 9). La perversa conducta de
Caín no menoscabó ni supuso obstáculo alguno para la paternidad de Dios,
quien actuó de inmediato para disciplinar a aquel hijo suyo contumaz: lo
desterró del Edén y lo convirtió en un hombre errante y vagabundo,
marcándolo con una señal (ver Gn 4, 10-16) [3].
Cabía esperar que el horrible fruto del pecado creciera lentamente y de
forma insidiosa; no obstante, fue como si se multiplicara igual que un tumor
maligno que, al crecer, destruye a toda velocidad un montón de células
sanas. ¿Cómo de un pedazo tan pequeño del árbol prohibido nació tan
rápidamente el fruto del homicidio? Nosotros meneamos la cabeza y nos
preguntamos cómo fue posible tanta violencia, pero esa misma fuerza
destructora de la envidia sigue obrando en las familias, en las comunidades
y en nuestros lugares de trabajo. No existe otro remedio que abandonarnos
en la providencia divina y confiar en que nuestro Padre del cielo cubrirá
nuestras necesidades y cumplirá lo que nos ha prometido.
Cuando descubrimos el significado del amor de alianza de Dios,
entendemos hasta qué punto estamos llamados a ser guardianes de nuestros
hermanos y hermanas. El cuerpo de Cristo es la familia de Dios y la vida de
cada iglesia, un pequeño reflejo de ese amor divino. ¿Procuramos vivir a
imagen y semejanza de Dios? ¿O les echamos la culpa a otros y nos
excusamos a nosotros mismos, aunque tengamos para ello el mejor de los
motivos? Al tiempo que vamos constatando cómo el Padre busca de
continuo a su pueblo, debemos permitir que su amor penetre más
hondamente en nuestros corazones.
Como hemos visto en el capítulo anterior, Adán y Eva eran una muestra
de la unidad familiar más pequeña posible: la pareja. El matrimonio es la
relación de alianza básica de la que se sirve Dios para multiplicar a la raza
humana. La siguiente generación sufrió las consecuencias del pecado que
cometió Caín al dar muerte a su hermano por envidia. Y la cosa no acabó
ahí.
Desterrado de la presencia de Dios, Caín viajó al oriente de Edén y se
instaló en el país de Nod, donde construyó una ciudad a la que puso el
nombre de su hijo (ver Gn 4, 17-24). Pasaron seis generaciones y el carácter
diabólico que adquirió el linaje de Caín alcanzó su máximo exponente en
un descendiente suyo llamado Lamec, quien tomó dos esposas (ver Gn 4,
17-24). Es la primera vez que aparece la poligamia en la Escritura. Si se
tiene en cuenta la alianza de matrimonio original, es evidente que el
descendiente de Caín se saltó el modelo de Dios. La lujuria desenfrenada va
acompañada de violencia; por eso Lamec alardeaba así ante sus dos
esposas: «Maté a un hombre porque me hizo una herida, y a un muchacho
porque me dio un golpe. Caín será vengado siete veces, pero Lamec lo será
setenta y siete» (vv. 23-24). Como hemos visto, el número siete es un
símbolo de alianza. En este caso representa la maduración del mal en el
seno del linaje de Caín.
Entretanto, la primera familia de Dios siguió creciendo. Adán conoció de
nuevo a su mujer y ella dio a luz a un hijo llamado Set (ver Gn 4, 25). El
nacimiento de Enós, el hijo de Set, marca un punto de inflexión decisivo en
la historia humana: «Entonces comenzó a invocarse el nombre del Señor»
(Gn 4, 26), es decir, el culto de la alianza (ver Gn 12, 8).
Cabe destacar la diferencia esencial entre el linaje de Caín y el de Set.
Mientras que Caín intentó perpetuar su nombre poniendo a una ciudad el de
su hijo, las obras del hijo de Set no redundaron en su propio nombre, sino
en el de Dios: «Comenzó a invocarse el nombre del Señor». (El término
hebreo que significa «nombre» es shem, que adquiere un significado
especial con el nacimiento de Sem, primogénito de Noé; hablaremos de ello
más adelante). Con la generación de Set empezó la ciudad de Dios. Aunque
con cierto retraso, la familia de alianza de Dios por fin se ponía en marcha.
Cuando el capítulo 5 del Génesis recoge las generaciones de Adán,
empieza con esta frase: «El día que Dios creó al hombre, lo hizo a imagen
de Dios» (v. 1). Y Adán tuvo un hijo a su imagen y semejanza. Dios
engendró un hijo y Adán hizo lo mismo al engendrar a Set.
Estas dos culturas diferentes, setitas y cainitas, crearon un escenario
proclive al conflicto. El linaje de Set se fundamentaba en el culto de alianza
a Dios e invocaba el nombre del Señor; y, en el otro extremo, el linaje de
Caín alcanzaba el summum de la tiranía. Ambos grupos tenían que convivir
en la misma tierra, preferiblemente en paz. Pero, a medida que fueron
consolidándose el mal, la soberbia y la injusticia, la armonía quedó
descartada. ¿Qué otra cosa podía derivarse de aquello sino el conflicto y la
persecución?
Hijos descarriados
Cam(arones) a la diabla
Los hijos de Noé que salieron del arca fueron tres: Sem, Cam y Jafet.
Gracias a ellos se repobló toda la tierra. Una vez destruido el linaje de Caín,
era de suponer que sobre la tierra reinaría la justicia, ¿verdad? Pues no. El
pecado no tardó mucho en volver a alzar su horripilante cabeza.
Lo que leemos es que Noé plantó una viña y disfrutó a placer de los
frutos de su trabajo: bebió tanto vino que se embriagó y se quedó desnudo
dentro de su tienda. Y leemos además que Cam, su hijo menor, «vio la
desnudez de su padre» (Gn 9, 22).
Las traducciones modernas no consiguen trasladar con exactitud los
acontecimientos de este episodio. Al fin y al cabo, el hecho de que Cam
viera «la desnudez de su padre» no parece un pecado tan grave como para
atraer una maldición, más aún cuando quien la recibió fue Canaán, el hijo
de Cam. Para algunos estudiosos la clave está en el significado idiomático
que contiene en hebreo la expresión «ver la desnudez» de otro, que en otros
pasajes se aplica al incesto (ver Lv 20, 17; 18, 6-18) [6].
Todas las culturas emplean modismos para referirse a determinados actos
sexuales. En español, por ejemplo, la expresión «hacer el amor» no la
interpretamos en sentido literal ni suscita en nosotros la imagen de una
cadena de montaje que fabrica amores. Con esas palabras nos referimos al
acto matrimonial en el que marido y mujer renuevan su alianza mutua. Pero
alguien ajeno a nuestra cultura ignoraría por completo su significado.
En el caso del capítulo 9 del Génesis ocurre algo similar con el modismo
hebreo «ver la desnudez» de otro, que se aplica a un acto muy sórdido.
Resumamos el asunto sin entrar en detalles: del incesto de Cam con su
madre nació el fruto maldito de Canaán. Cabe destacar que Moisés emplea
una expresión parecida («descubrir su desnudez») cuando advierte a Israel
de las perversas prácticas del pueblo de «Canaán» (ver Lv 18, 6-18; Ex 23,
23-24). No puede, pues, sorprendernos que lo que encabeza la lista de
vicios cananeos sea el incesto materno, al que siguieron otras formas de
incesto cuya práctica formaba parte del culto ritual en Canaán.
También es significativo que el otro caso de embriaguez que recoge el
Génesis sea el de las hijas de Lot, que emborrachan deliberadamente a su
padre con el propósito expreso de cometer incesto con él (ver Gn 19, 30-
35). Igual que el relato de la embriaguez de Noé, este episodio de incesto
paterno hace su aparición en el Génesis con el fin de revelar los orígenes de
Moab y Amón (ver Gn 19, 36-39), dos de los enemigos más perversos de
Israel junto con los malvados cananeos.
Después de descubrir la maldad de Cam y en premio a la actitud opuesta
de sus hermanos Sem y Jafet, Noé anunció:
¡Maldito sea Canaán!
¡El más vil esclavo para sus hermanos!...
¡Bendito sea el Señor, Dios de Sem!
¡Que sea Canaán su esclavo!
¡Dios engrandezca a Jafet!
¡Habite en las tiendas de Sem
y sea Canaán su esclavo!
(Gn 9, 25-27).
Este anuncio tan críptico contiene y resume en clave cifrada el resto de la
historia bíblica.
Según algunas antiguas tradiciones interpretativas rabínicas y patrísticas,
dicho oráculo apunta a la futura conquista de Canaán y a su sometimiento al
yugo de Israel, ya que los israelitas son el linaje elegido de Sem, receptor de
la bendición. En este mismo sentido, la otra parte de la bendición de Noé
(«habite en las tiendas de Sem») se cumple en el momento en que la nube
de la gloria de Dios (Shekinah) habita en la tienda sagrada que Moisés y los
israelitas levantaron en el desierto (ver Ex 35-40) [7].
El karma de la alianza
De tal palo, tal astilla; o, por decirlo en clave de alianza: lo que se
siembra se cosecha. A lo largo de muchos siglos, los cananeos practicaron
la misma perversión sexual inaugurada por Canaán, su primer padre. Como
en el caso de Adán y Eva, los efectos del pecado no mueren con el pecador,
sino que se transmiten de generación en generación... a menos que ese
pecado se combata con actos de contrición y reparación.
¿Cómo interpretar la relación incestuosa de Cam con su madre? Todo
son especulaciones. No obstante, algunos estudiosos la identifican con un
intento de Cam de usurpar la autoridad de su padre. Quizá por eso Cam les
contó a sus hermanos lo que había hecho en lugar de mantenerlo en secreto.
Es el mismo patrón que encontramos otras veces en el Antiguo
Testamento, sobre todo cuando los hijos se muestran resentidos por las
preferencias del padre hacia alguno de los hermanos. Rubén, por ejemplo,
el hijo de Jacob, intentó debilitar a su hermanastro José, favorito de su
padre, tomando a la concubina de este, motivo por el cual recibió la
maldición paterna (ver Gn 29, 32; 35, 22; 49, 3-4). A Absalón, por su parte,
le contrariaron los planes de su padre, el rey David, quien quiso entregar el
trono a Salomón, uno de sus hermanastros más jóvenes. Absalón respondió
obligando al rey David a salir de Jerusalén para poder yacer –en público–
con las concubinas de su padre, manifestando así su toma del poder real.
Fue un gesto desafiante que revelaba a la vez su lujuria y su ambición. Era
como si dijera: «El harén real es mío y aquí mando yo» (ver 2 S 16, 21-22).
Hoy como ayer, el sexo y la política suelen caminar de la mano.
Así aparece explicado con todo lujo de detalles en uno de los libros más
conocidos en tiempos de Jesús: un comentario del Génesis ampliamente
difundido bajo el título de Jubileos [8]. (Entre los manuscritos del Mar
Muerto se encontraron al menos cinco ejemplares). El libro de los Jubileos
recoge explícitamente los motivos políticos que había detrás del
antagonismo entre Cam y Noé, y entre Canaán y Sem (ver Jub 7, 10). En
pocas palabras: Cam intentó usurpar el poder antes de que Noé se lo
entregara a Sem; y, más adelante, Canaán se quedó con la tierra heredada
por Sem en «el centro de la tierra» (Jub 8, 12).
Lógicamente, los lectores israelitas de la antigüedad interpretarían el
relato sin perder de vista tres realidades fundamentales: en primer lugar, la
llamada que Dios hizo a Abrahán, descendiente de Sem, para que se
trasladara a Canaán (ver Gn 12, 1-3); en segundo lugar, la promesa divina
de entregar esa tierra en herencia al linaje de Abrahán (ver Gn 17); y, en
tercer lugar, el mandato que Israel –«semilla» de Abrahán dentro del linaje
bendito de Sem– recibió de Dios de conquistar la tierra. (Es importante
recordar que los judíos son semitas: de ahí el adjetivo «antisemita» que se
aplica a los sentimientos contrarios a los judíos).
Por lo tanto, el término «Canaán» contiene una fuerte carga negativa y es
señal de una disputa familiar que llevaba cociéndose mucho tiempo. Quizá
se pueda comparar con el episodio del clásico navideño ¡Qué bello es
vivir!: cuando George Bailey vuelve a Bedford Falls, se encuentra con que
a la ciudad le han dado el nombre del villano de la historia, rebautizándola
como «Pottersville». Bastaba con el nombre (que representaba
simbólicamente todas las desgracias que habrían ocurrido en la ciudad «si
George Bailey no hubiera existido») para generar alma.
El relato de la embriaguez de Noé que recoge el Génesis servía para
hacer comprender a los antiguos israelitas por qué Dios los liberó de Egipto
y los envió a conquistar y reclamar Canaán como su herencia ancestral. Por
otra parte, el relato sirve para reforzar las leyes explícitas que Dios
transmitió a Israel en el Sinaí relativas a mantener las distancias con los
cananeos (ver Ex 23, 24).
Cuando conocemos mejor la historia familiar de estos pueblos
enfrentados, empezamos a entender el trato que les dio Dios. Supón que
alguien te echa de tu casa y te quita lo que te pertenece. ¿Tendrías derecho a
usar la fuerza para recuperarlo? Por supuesto... siempre que fuera necesario.
Al parecer, eso es lo que entendieron los semitas, los israelitas, los hijos de
Abrahán, cuando siglos después Dios les ordenó y envió a conquistar
Canaán, una tierra destinada a la familia de Dios desde Noé y Sem, pasando
por Abrahán, Isaac y Jacob, hasta Moisés, Josué y en adelante.
El salón de la fama
Después del diluvio, la raza humana volvió a convertirse en una gran
familia infeliz y rota por el pecado. Como hemos visto, el pecado engendra
pecado. El capítulo 10 del Génesis recoge los nombres de los hijos que
Sem, Cam y Jafet tuvieron tras el diluvio. Los de Cam fueron cuatro: Cus,
Misraim, Put y Canaán. Como verás, del linaje de Cam proceden tanto los
filisteos como la nación de Egipto, de la que los israelitas fueron esclavos
durante siglos (ver Gn 10, 14). Basta con leer la prensa más reciente para
comprobar cómo esa disputa familiar se ha prolongado hasta el día de hoy
con buena parte de culpa por ambos lados.
Cus engendró a Nimrod, «un aguerrido cazador delante del Señor» (v. 9)
que erigió un reino en Babel (la posterior Babilonia y el Irak actual). El
tirano extendió su dominio sobre Asiria y construyó la importante ciudad de
Nínive, de modo que la familia de Cam acabó dominando Egipto, Canaán,
Filistea, Asiria y Babilonia.
A ojos de los israelitas, esa lista componía una auténtica galería de
canallas, un antiguo salón de la fama formado por los personajes más viles
de la historia que convirtieron a sus familias en enemigas acérrimas de
Israel. El Antiguo Testamento ofrece un relato detallado de los abusos que
sufrió Israel a manos de los perversos descendientes de Cam: Egipto
esclavizó a los israelitas, Canaán los sometió, los filisteos los dominaron,
Asiria los aniquiló y Babilonia los envió al exilio.
Frente a tanta oposición, el pueblo elegido de Dios tuvo que mantenerse
firme en la fe si no quería perecer. Gracias a Sem, la familia elegida fue
creciendo. (Sem es uno de los dos primogénitos del Génesis que no se
dejaron llevar por la soberbia y se libraron de ser sustituidos por un
hermano más pequeño y más valioso; el otro es Abrán). Sem no solo no
abusó de su poder, sino que se valió de su posición de primogénito favorito
para ponerse al servicio de su padre y de su familia. Su rectitud le valió ser
ensalzado y bendecido de un modo singular. Se dice que vivió quinientos
años después del diluvio (ver Gn 11, 11). No es de extrañar que se ganara
enemigos, especialmente entre el linaje de Cam.
Entretanto, Nimrod, el rey camita, se estableció en el país de Sinar junto
con su descendencia y, al parecer, quiso superar las proezas arquitectónicas
de los cananeos: «Dijeron: “¡Vamos a edificar una ciudad y una torre cuya
cúspide llegue al cielo! Así nos haremos famosos, para no dispersarnos por
la faz de la tierra”» (Gn 11, 4).
Dios intervino rápidamente y detuvo un proyecto tan malintencionado
desbaratando su lengua y dividiendo a los pueblos, incapaces de
comunicarse entre ellos. ¿Por qué se opuso Dios al proyecto de
construcción de la torre? La clave la encontramos si analizamos la sutileza
con que el relato presenta su pecado [9].
Al parecer, no se trataba de una empresa arquitectónica inofensiva. Al
anunciar su intención de «hacerse un nombre [sem]», los constructores
estaban poniendo por obra el plan de Nimrod de edificar un reino contrario
al linaje santo de Sem. Aquello empezaba a parecerse mucho a la situación
previa al diluvio. Una vez más, los impíos rechazaban la estructura de
autoridad de la alianza constituida en el seno de la familia del Padre; solo
que esta vez el blanco era Sem, el hijo primogénito bendecido por Noé. Lo
más probable es que Noé estuviera preparando a Sem para que, tras su
muerte, este asumiera el liderazgo como nuevo patriarca [10].
Pero los camitas y Nimrod no se salieron con la suya: merecieron el
juicio de Dios quien, no obstante, había prestado el juramento de alianza de
no volver a eliminar a los impíos con un nuevo diluvio. Y, en lugar de hacer
una limpieza a fondo y lanzar una misión de rescate que pasara por la
construcción de un arca, emprendió un plan de reconquista de la raza
humana basado en el amor y en un hombre llamado Abrán.
Para restaurar la herencia de su familia, se puso manos a la obra y llamó
a Abrán, el tataratataranieto de Sem. «Engrandeceré tu nombre [sem], que
servirá de bendición... en ti serán bendecidos todos los pueblos de la tierra»
(Gn 12, 2-3).
En otras palabras, Dios le estaba diciendo a Abrán: en lugar de aniquilar
una vez más a mi familia (ni siquiera a los impíos), haré lo imposible. Te
tomaré a ti –a tus setenta y cinco años– y de ti me serviré para bendecir a
todas las familias de la tierra. Así toda la infeliz familia humana (incluidos
los impíos) dividida por el pecado volverá a mí, su Padre: es decir, Babel
pero al revés. ¿Cómo alcanzaría el Padre un objetivo tan imposible? Contra
toda lógica, como veremos en el siguiente episodio de esta historia de amor
bíblica.
5. ¿CÓMO SE DELETREA «CREER»?:
LA FE DEL PATRIARCA ABRAHÁN
¿Qué pasaría si Dios te pidiera que embalaras todas tus cosas, dejaras tu
casa y a tu gente y viajaras mil kilómetros hacia un destino desconocido?
Estoy convencido de que se te ocurrirían un montón de preguntas. ¿Cómo
puedo tener la seguridad de que una idea tan disparatada proviene de Dios y
no es fruto de mi imaginación? Suponiendo que sobrevivamos al viaje,
¿cómo vamos a encontrar un sitio donde vivir y un nuevo trabajo con el que
cubrir nuestras necesidades? ¿Cómo puedo saber si la gente que habita allí
es amiga o enemiga de nuestra raza?
¿Y qué pasaría si escucharas ese mensaje divino con setenta y cinco
años? Ese fue el momento que eligió Dios Padre para dirigir estas palabras
a un hombre llamado Abrán: «Vete de tu tierra y de tu patria y de casa de tu
padre, a la tierra que yo te mostraré» (Gn 12, 1).
En realidad, para los tiempos de Abrán los setenta años pueden incluirse
dentro de la mediana edad. Su padre, Téraj, ya había cumplido los setenta
antes de ser padre; en total llegó a vivir más de doscientos años (ver Gn 11,
26).
Nosotros solemos encoger nuestros hombros colectivos y pensar: ¿Y
dónde está el problema? Es probable que el anciano viviera en una tienda
en medio de la nada. Pero la realidad es muy distinta. Abrán vivía en Ur,
que en el mundo de la antigüedad era algo así como Las Vegas: una ciudad
famosa por su prosperidad. Y Abrán era un hombre pudiente. En ese caso –
podemos pensar–, es lógico que Dios acudiera a una ciudad floreciente
para dar con un hombre rico y poderoso que conquistara el mundo por la
fuerza: una conclusión que malinterpreta claramente las intenciones de
Dios.
Lo que el Padre le dijo a Abrán fue: «Deja esta ciudad rica y poderosa y
vete a una tierra que no has visto jamás. Deja a tu gente. Deja todas tus
posesiones». Y Abrán obedeció. ¡Qué fe tan increíble! Gracias a la fidelidad
de un solo hombre, Dios pudo ser el padre de la creciente familia de Dios.
Cuando Abrán salió de Harán, tenía setenta y cinco años. Se llevó con él
a su mujer Saray, a Lot –hijo de su hermano– y a todos sus criados y sus
bienes: es posible que unas doscientas personas en total, un número no
pequeño. Puedes imaginar lo que significó aquello si piensas, por ejemplo,
lo que costaría organizar que tu parroquia entera o los habitantes de la
localidad en que resides cruzaran todo el país.
Una vez llegados a Canaán, puede que Abrán se dijera a sí mismo:
«Bueno, Dios, ya estamos aquí. ¡Que empiecen las bendiciones!». ¿Y qué
hizo Dios entonces? ¿Emprendió un proyecto «razonable»? ¿Le dijo a
Abrán que reuniera toda su riqueza, sus armas y su sabiduría para
conquistar la Tierra Prometida? En absoluto. Al contrario: Dios recibió a
Abrán enviando el hambre a ese territorio, lo cual constituye una bendición
un tanto peculiar.
La escasez de alimentos obligó a Abrán y a todo su séquito a abandonar
Canaán para dirigirse a Egipto, otra cultura extranjera y perversa. ¿Te
imaginas ponerte a embalarlo todo y emprender un largo viaje nada más
llegar a lo que, en principio, era tu destino final? ¿No te habrías preguntado
qué le pasaba a Dios para lanzarte a semejante caza de gamusinos?
Quizá Abrán se enfurruñó y mostró cierto resentimiento y cierta
renuencia a buscarse más problemas. O quizá simplemente tuvo miedo. El
caso es que el padre en la fe escapó de la muerte diciéndole al faraón que
Saray era su hermana (de hecho, era medio hermana suya. Pero, por encima
de todo, Saray era su mujer. Abrán recurrió a una estrategia de engaño por
conveniencia). El rey egipcio tomó a la hermosa Saray para su harén.
Abrán, por su parte, se las arregló no solo para sobrevivir, sino para
acumular ovejas y vacas, esclavos y esclavas, asnos y camellos.
Pero en palacio las cosas no iban tan bien. Dios hirió al faraón y a su
casa con varias plagas debido al claro abuso que había sufrido Saray.
Cuando se enteró de la astucia de Abrán, el monarca tuvo miedo y se
apresuró a echarlos de allí para evitar más ira de Dios. Abrán salió de
Egipto cargado de ganado, oro y plata (ver Gn 13). Y cuando regresó al
lugar donde estaban su tienda y su altar, entre Betel y Ay, invocó el nombre
del Señor.
Bien está lo que bien acaba, ¿verdad? Pues en este caso, no. En cuanto
llegaron a la Tierra Prometida, estalló una disputa familiar. Lot, el sobrino
de Abrán, también había regresado de Egipto cargado de ovejas, vacas y
tiendas, y partió en dos la familia alegando que no había tierra suficiente
para él y para Abrán.
Abrán quiso evitar resentimientos entre su pariente y él y ofreció a Lot
que eligiera su parte. Y este, viendo que la vega del Jordán tenía agua en
abundancia, escogió la tierra más fértil. Por desgracia para él, en esa vega
estaban también Sodoma y Gomorra. Lot ocupó el territorio que se extendía
hasta Sodoma, cuyos habitantes eran pecadores empedernidos contra el
Señor. Después de que Lot se instalara por su cuenta, Dios renovó su
promesa de dar a Abrán toda la tierra desplegada ante sus ojos y una
descendencia tan numerosa como el polvo de la tierra.
¿Te imaginas la escena? Lot, uno de los pocos parientes de Abrán que lo
acompañaron en su peregrinaje de fe, sale disparado y se queda con la tierra
mejor. ¡Menudo ingrato! El mismo jovencito que caminaba agarrado a los
faldones de su tío y recibía las bendiciones divinas a través de Abrán
comete semejante locura. ¿Qué pensaría Abrán? Quizá Lot no formaba
parte del proyecto original. Aun así, es el único pariente que tengo por
«linaje». Vale, Dios, ¿y ahora qué?
De repente, la Tierra Prometida se convierte en zona de combate. Cinco
reyes unen sus fuerzas contra otros cuatro. Los vencedores reclaman todos
los bienes y las provisiones de Sodoma y Gomorra, incluidos Lot y sus
posesiones. Alguien logra escapar y avisa a Abrán, que en ese momento
está acampado junto a la encina de Mambré.
Si yo fuera Abrán, habría dicho: «¡Se lo tiene merecido, por canalla! ¡Por
quedarse con las mejores tierras y dejarme tirado!». Pero Abrán sabía en
qué consiste ser familia. Su respuesta inmediata fue tomar a 318 miembros
de su casa entrenados para la guerra y salir en persecución de quienes
habían apresado a Lot. Por la noche los hombres de Abrán, tras dividir sus
fuerzas, persiguieron a los ejércitos del rey y rescataron a Lot, así como a su
familia y sus bienes.
Una vez conquistados los conquistadores y en posesión de tan importante
botín, la supremacía de Abrán tuvo que ser incuestionable. Podía haber
regresado a Mambré y ordenado al resto de los reyes que se inclinaran ante
él. Pero Abrán no era así. Mientras volvía de la batalla, se encontró con un
personaje enigmático, un sacerdote llamado Melquisedec, cuyo nombre
significa «rey de justicia» (ver Hb 7, 1-3) y era rey de Salem, la ciudad que
más tarde sería conocida como Jeru-salem (ver Sal 76, 2).
Abrán rindió homenaje a Melquisedec entregándole el diezmo –la
décima parte– de todo; y Melquisedec, a su vez, ofreció a Abrán y a sus
hombres «pan y vino» y los bendijo (ver Gn 14, 18-20). Lo que ocurrió en
ese momento fue algo claramente simbólico [1].
De la fe a los hechos
Isaac ya era anciano y había perdido mucha vista cuando llamó a su hijo
Esaú: «Ve al campo y cázame alguna pieza; luego me preparas un buen
guiso, como a mí me gusta, y me lo traes para comer con el fin de
bendecirte antes de que muera» (ver Gn 27, 3-4).
Entonces entra en escena su astuta esposa, Rebeca, que lo oye todo desde
detrás de la puerta e idea un plan para burlar a su marido anciano: ordena a
Jacob que se ponga los mejores vestidos de Esaú y se cubra con pieles de
animales para parecerse a su velludo hermano mayor y oler igual que él.
Entretanto, toma dos cabritos de su rebaño y prepara con ellos el guiso
preferido de Isaac.
El anciano cae en la trampa y bendice a Jacob:
“Que Dios te conceda el rocío del cielo y la riqueza de la tierra,
abundancia de trigo y de vino.
Que los pueblos te sirvan y las naciones se postren ante ti, que seas
señor de tus hermanos y se postren los hijos de tu madre.
Maldito el que te maldiga y bendito el que te bendiga” (Gn 27, 28-29).
Apenas había desaparecido el hijo menor de la presencia de su padre
cuando Esaú volvió de cazar. Totalmente convencido de ser el destinatario
de la ansiada bendición, preparó una comida sabrosa y se la llevó a su
padre. Un violento temblor se apoderó de Isaac al darse cuenta del engaño,
mientras Esaú, el heredero legítimo de la bendición, imploraba con
amargura: «Bendíceme a mí también, padre mío» (v. 34).
Isaac podría haber dicho: «Por supuesto. A ti también te bendigo»; pero
sabía que la bendición ya estaba en curso y no había marcha atrás, por
mucho que Jacob la hubiera obtenido haciendo trampa. En tiempos del
Antiguo Testamento, la bendición paterna desempeñaba un papel decisivo
en la vida de los hijos. Quien la recibía se alzaba con la victoria definitiva.
De ahí que a Jacob, en calidad de heredero, le correspondiera la doble
porción del poder del padre, lo que incluía convertirse en figura paterna de
su hermano Esaú.
Esaú, que lo sabía, montó en cólera y aludió al significado literal del
nombre de «Jacob»: «el que suplanta o arrebata». Y, una vez «jacobeado»
por su hermano, juró vengarse de él dándole muerte.
La víctima del agravio volvió a presentarse ante su padre. ¿No le
quedaría una bendición para él? E Isaac le dio lo que pudo:
“Mira, lejos de las tierras ricas tendrás tu morada,
lejos del rocío que baja del cielo; gracias a la espada vivirás y a tu
hermano servirás.
Pero cuando te rebeles, echarás su yugo de tu cuello” (Gn 27, 39-40).
¡Qué diferencia tan radical entre una bendición y otra! ¿Cómo se puede
entender una traición así por parte de Jacob?
Hay un incidente anterior que nos proporciona un contexto decisivo (ver
Gn 25, 29-34). En cierta ocasión, Jacob estaba preparando un guiso cuando
Esaú regresó del campo. Venía muerto de hambre y quería comer algo. Y,
con lo hambriento que estaba, el aroma de la comida debió de parecerle
delicioso.
Jacob vio en ello la oportunidad de sacar algún provecho. «Antes –dijo–
véndeme tu primogenitura», es decir, los privilegios familiares que le
correspondían a Esaú como primogénito.
El cazador hambriento no se hizo de rogar. Quizá se creyó al borde de la
muerte, cosa que privaba de valor a sus derechos de nacimiento; así que
Esaú vendió legalmente a su hermano menor el derecho familiar que solía
pertenecer al mayor. Su disposición a prescindir de algo tan precioso a
cambio de unas lentejas hace pensar que, en realidad, ese derecho de
nacimiento no se contó nunca entre las prioridades de Esaú. La propia
Escritura dice que «malvendió... la primogenitura» (Gn 25, 34).
No obstante, a ningún hermano mayor –ni hoy ni entonces– le gusta
recibir órdenes de un hermano pequeño advenedizo, y mucho menos ser
engañado por él. Y Esaú planeó vengarse después de la muerte de su padre.
Sobra decir que Jacob quería más a Raquel que a Lía. No obstante, Dios
Padre suele sentir debilidad por quienes llevan las de perder. «Vio el Señor
que Lía era menospreciada y la hizo fecunda, mientras que Raquel era
estéril» (Gn 29, 31). La esposa ninguneada tuvo cuatro hijos seguidos:
Rubén, Simeón, Leví y Judá: los cuatro patriarcas de las principales tribus
de Israel. Ya estaban sentados los cimientos de los planes divinos de formar
una familia.
Raquel, devorada por los celos, le reprochó a su marido: «Dame hijos o,
si no, moriré» (Gn 30, 1). Exasperado, Jacob, quien sin duda había hecho
todo cuanto podía, se enfadó con ella.
Sé por experiencia que la confrontación y el conflicto no suelen fomentar
la unión. Raquel estaba tan desesperada que, emulando a Sara, acudió a
Jacob con una propuesta: «¿Por qué no duermes con Bilhá, mi esclava, para
que yo pueda tener hijos por medio de ella?».
Da la impresión de que el pueblo de Dios no aprende nunca, ¿verdad?
(aunque tampoco es que nosotros seamos muy buenos alumnos...). Jacob
tomó a Bilhá por concubina y ella, naturalmente, no tardó en concebir y dar
a luz a un hijo, Dan, y luego a otro: Neftalí.
Entretanto, en la otra tienda, Lía se dio cuenta de que había dejado de
concebir y, dado que esa era su principal fuente de estima e influencia,
cedió a Jacob a su esclava Zilpá como segunda concubina, y esta dio a luz a
Gad y Aser. Cuando Rubén, el hijo de Lía, encontró unas cuantas
mandrágoras (un estimulador natural de la fertilidad), Raquel llegó a un
acuerdo con su hermana: una noche en compañía de Jacob a cambio de un
poco de esa «raíz milagrosa».
Y se produjo el milagro: Lía concibió primero a Isacar y luego a
Zabulón.
¡Imagínate la amarga decepción de Raquel! Y Dios intervino por fin:
«Dios se acordó de Raquel. Dios la escuchó y la hizo fecunda» (Gn 30, 22).
Raquel concibió y dio a luz a un hijo llamado José mientras pedía al Señor
que la ayudara a concebir otro. Unos años después murió dando a luz a
Benjamín. Estos doce hijos serían los jefes de las doce tribus de la nación
de Israel.
Tras veinte largos años, Jacob acabó encontrando el medio de dejar a su
querido tío Labán, que resultó ser más pegajoso que el alquitrán. El engaño
del que se sirvieron uno y otro no está exento de humor, porque los dos
intentaron quedarse con una parte mayor de la que les correspondía. Jacob
demostró más astucia y fue acumulando cada vez más rebaños, siervos y
siervas, camellos y asnos... por no hablar de esposas e hijos.
Cuando la duplicidad de Labán empezó a acercarse a la zona de peligro,
el Señor se apareció a Jacob en un sueño y le aconsejó que volviera a su
patria, llegando incluso a exhibir una carta de presentación: «Yo soy el Dios
de Betel, donde ungiste una estela, y donde me hiciste un voto» (Gn 31,
13). Raquel y Lía no dudaron ni un momento en irse, ya que Labán les
estaba arrebatando sus bienes y los de sus hijos. Cuando Labán se ausentó
para esquilar a su rebaño, Jacob huyó junto con todas sus esposas,
concubinas, hijos y ganado, y se dirigió a Galaad. Una vez más, la familia
de Dios regresaba a casa.
De vuelta a casa
Esposo de sangre
Tal y como había prometido, Dios Padre envió a Aarón al desierto para
reunirse con su hermano menor en el monte de Dios. Moisés informó a
Aarón de los detalles y juntos regresaron a Egipto, donde hablaron con
todos los ancianos de Israel. Al oír las palabras del Señor y ver las señales
de su poder, el pueblo creyó que Dios había escuchado sus lamentos: se
postró y le adoró. Aparentemente, Moisés había superado el primer
obstáculo (ver Ex 4, 27-31).
Luego Moisés y Aarón fueron a ver al faraón y le transmitieron el
siguiente mensaje: «Así dice el Señor, Dios de Israel: “Deja salir a mi
pueblo para que me celebre una fiesta en el desierto”» (Ex 5, 1).
El faraón no estaba de humor para tratar con dioses desconocidos:
«¿Quién es el Señor para que tenga que escuchar su voz y dejar salir a
Israel? No conozco al Señor, y no pienso dejar salir a Israel» (v. 2).
¿No adviertes cierta arrogancia en la respuesta del faraón?
Moisés y Aarón intentaron reformular la petición: «El Dios de los
hebreos se nos ha manifestado y tenemos que hacer tres jornadas de camino
por el desierto; de lo contrario nos castigará con peste o con espada» (v. 3).
El faraón no tenía intención alguna de dar un descanso al pueblo. El
deseo de aquellos hebreos indolentes de ofrecer sacrificios a su Dios daba a
entender que les faltaba trabajo. Así que el gobernante egipcio decidió
aumentar sus cargas y ordenó a los capataces que no les suministraran paja
para confeccionar los ladrillos. A partir de ese momento los israelitas
tendrían que recoger la paja ellos mismos, sin reducir su cupo de ladrillos.
El pueblo estaba exhausto y culpó a Moisés y a Aarón de crearle problemas.
Para evitar que su hijo admitiera la derrota, el Padre reiteró sus promesas
de liberar a Israel con mano poderosa e hizo esta declaración ante el pueblo
de Israel:
“Os sacaré de las opresiones de los egipcios, os libraré de su
servidumbre y os redimiré con brazo extendido y grandes castigos. Os
constituiré en pueblo mío y seré vuestro Dios, y sabréis que yo soy el
Señor, vuestro Dios, que os saca de las opresiones de los egipcios. Os
introduciré en la tierra que con mano alzada juré dar a Abrahán, a
Isaac y a Jacob. Y os la daré en propiedad. Yo, el Señor” (Ex 6, 6-8).
«Por el desánimo y por su pesada esclavitud», los israelitas no
escucharon a Moisés (v. 9). Aun así, el Padre mantuvo sus promesas.
Entonces Dios dio orden a Moisés de utilizar varias señales y lanzar una
plaga tras otra con el fin de obligar al faraón a cambiar de opinión (ver Ex 7,
14; 8, 24).
De las diez plagas, la primera convirtió en sangre las aguas del Nilo. No
es que Dios estuviera exhibiendo músculo y diciendo: «Ahí tenéis: el río
convertido en sangre». En el culto egipcio el Nilo era una entidad divina y
se identificaba con el dios Hapi. La conversión del río en sangre significaba,
a todos los efectos, la muerte del dios.
Luego vino la plaga de ranas, con cuya muerte y con el hedor que
despedían Dios se estaba pronunciando en contra de la diosa egipcia Heket,
a quien se solía adorar bajo la figura de ese animal. Entretanto, en Gosen,
Dios protegía a su pueblo de cualquier daño o pérdida mientras duraba la
plaga.
El faraón se suavizó un poco. Al fin y al cabo, a ese ritmo la economía de
la nación no tardaría en arruinarse. De modo que el gobernante egipcio
mandó llamar a los dos hermanos levitas y les dijo: «Id y ofreced sacrificios
a vuestro Dios dentro de mi país» (Ex 8, 24). Pese a dar su consentimiento
para la fiesta religiosa que le habían solicitado, puso una condición
inadmisible: Israel no podía alejarse demasiado. Si no volvían –y ese era el
miedo que probablemente sentía el faraón–, ¿quién iba a acabar todos los
proyectos de construcción?
Moisés se negó a aceptar el trato aduciendo que a los egipcios los
sacrificios de Israel les resultarían aborrecibles. «El sacrificio que
ofrecemos al Señor, nuestro Dios –dijo–, sería abominable a ojos de los
egipcios. Si los ofrecemos delante de ellos, nos lapidarán. Hemos de
caminar tres días por el desierto para dar culto al Señor según sus deseos»
(ver vv. 22-23). ¿Por qué no aceptó Moisés un trato aparentemente tan
razonable por parte del faraón?
¿Por qué quería Dios que Israel saliera de Egipto para adorarle y
ofrecerle sacrificios en el monte Horeb? El deseo del Padre era que su
pueblo sacrificase reses, cabras y carneros.
No es algo que parezca demasiado ofensivo. Nosotros tendemos a
considerar estas ofrendas cruentas como ritos legalistas, como si a Dios le
aplacara el mero olor de la carne quemada. No obstante, los egipcios daban
culto a esta clase de animales como divinidades. Sacrificar uno solo de ellos
en medio de Egipto habría equivalido a matar una vaca sagrada en la India:
eran actos capaces de poner en grave peligro la vida de una persona [1].
¿Quería decir Dios con esto que esos animales eran intrínsecamente
demoniacos? Por supuesto que no. Pero, como afirma Ezequiel 20, Israel
llevaba tanto tiempo en Egipto que había empezado a asimilar los modos
idólatras de los egipcios y su religión de la naturaleza, la fertilidad, el poder
y la riqueza. A través de estos dioses, los poderes de las tinieblas prometían
tesoros e influencia terrenales a cambio del destino eterno de las personas.
El Padre ordenó a su pueblo sacrificar estos animales porque los
israelitas habían comenzado a depender de esos dioses falsos. Lo que estaba
diciendo era básicamente esto: «No podéis oír mi voz porque adoráis a
animales». Dios actuó en bien de su propio Nombre, porque había jurado a
Abrahán entregar a sus descendientes la tierra de Canaán. ¿Y cómo iba a
liberar a su pueblo de la esclavitud y conducirlo a la Tierra Prometida si
antes no se había apartado de los dioses falsos? Los ídolos debían
desaparecer (ver Ez 20, 7-8).
Dios quería que los israelitas salieran de Egipto y sacrificaran a esos
falsos ídolos como un acto de culto. Luego podrían regresar a Egipto y
volver a trabajar como esclavos. Una vez obtenida la colaboración del
faraón, el objetivo de Dios era más espiritual que político: liberar a su
pueblo de su vinculación a los falsos ídolos y su dependencia de los dioses
terrenales. Después sería libre, fuesen cuales fuesen sus circunstancias
terrenales. Al fin y al cabo –como quedó demostrado más tarde–, los
israelitas no iban de picnic a la Tierra Prometida.
Ahora Dios Padre llevaba a sus hijos a remolque, con Moisés a la cabeza.
Habían sido testigos de sucesivas demostraciones de poder cada vez que
una plaga se abatía sobre Egipto. Milagrosamente, salieron sanos y salvos
de cada una de esas desgracias. El Señor, que marchaba al frente de ellos en
forma de columna de nube por el día y de fuego por la noche, hizo cruzar el
Mar Rojo a aquella asamblea heterogénea por terreno seco, mientras que los
egipcios que la perseguían perecieron en el agua. Seguro que los israelitas
ya se habían convencido de que el Dios de Abrahán, de Isaac y de Jacob
cubriría todas sus necesidades y cumpliría cada una de sus promesas.
La Escritura dice que «el pueblo temió al Señor y creyó en el Señor y en
Moisés, su siervo» (Ex 14, 31) y lo celebró entonando un emotivo cántico
de victoria y rindiendo homenaje al Dios de sus padres, que les había
concedido la salvación (ver Ex 15, 1-18). María, la profetisa hermana de
Aarón, dirigió los cantos femeninos y las danzas con panderos: «Quiero
cantar al Señor, vencedor excelso: caballos y caballeros al mar ha
precipitado» (v. 1).
Por desgracia, su júbilo fue efímero. Después de tres jornadas caminando
por el desierto, los israelitas no encontraron agua y comenzaron a murmurar
contra Moisés. Pero el Padre oyó sus quejas y les proveyó de agua.
Pasaron seis semanas y les empezaron a sonar las tripas de hambre: toda
la nación se puso a murmurar en contra de Moisés y de Aarón. Esta vez se
sintieron tentados de volver a Egipto, la tierra de la esclavitud del pasado.
«¿Quién nos hubiera dado morir a manos del Señor en el país de Egipto –se
lamentaban–, cuando nos sentábamos junto a la olla de carne y comíamos
pan hasta saciarnos? Porque vosotros nos habéis sacado a este desierto para
matar de hambre a toda esta asamblea» (Ex 16, 3).
Unas palabras que no eran precisamente de confianza ni de gratitud. Aun
así, el Padre sació el hambre de Israel cubriendo el campo todas las
mañanas con el maná (una especie de oblea con fecha de caducidad de un
solo día) y enviando codornices por las tardes: suficiente para alimentar a
cientos de miles de hombres, mujeres y niños (ver Ex 16).
Pobre Moisés. Todavía me acuerdo de esas vacaciones en las que mi
padre cruzaba en coche todo el país –intentando mantener la calma– con
tres niños lloriqueando en el asiento trasero. Me cuesta imaginar cómo fue
capaz Moisés de hacer avanzar a la nación entera de Israel.
El pueblo volvió a quejarse al jefe que se le había asignado de que no
encontraba agua. Moisés, exasperado, clamó al Señor: «¿Qué puedo hacer
con este pueblo? Casi llegan a apedrearme». Y el Padre misericordioso les
proveyó de agua haciéndola brotar de la roca en el Horeb. Cuando las
quejas presentadas ante Moisés se fueron acumulando, nombraron –y
ungieron– a setenta ancianos para que juzgaran las disputas menores. De
otro modo, Moisés no habría aguantado más.
Durante todas estas crisis de fe, vemos cómo Dios Padre levanta
pacientemente a su pueblo y le hace dar un paso más. Le vemos lleno de
compasión y siempre dispuesto a satisfacer sus necesidades. Le vemos fiel a
sus promesas, incluso cuando su familia humana se inclina por regresar a la
esclavitud. Como la mayoría de nosotros, Israel tuvo que aprender a golpes
el amor de Dios.
De ahí que la compasión divina se presentara más de una vez bajo la
forma de esa clemencia exigente que algunos padres dan en llamar «amor
duro». Dios no se conformó con liberar a Israel de una mera esclavitud
física. No practicó una cirugía cosmética que solo trata lo externo, sino que
vio la necesidad de una cirugía radical sin la cual Israel siempre habría
seguido siendo –interiormente– esclavo de los ídolos de Egipto. Su objetivo
no consistía únicamente en llevarlos a la Tierra Prometida, sino en hacerles
confiar solo en Él. Esa es la lección que recibimos nosotros constantemente:
que Dios nos quiere tal y como somos, pero nos quiere demasiado como
para dejar que sigamos siendo así.
8. LA RESPUESTA DE UN PUEBLO DE DURA
CERVIZ:
LA ALIANZA MOSAICA DEL MONTE SINAÍ
La Declaración de Dependencia
Los cuatro capítulos siguientes (ver Ex 20-23) dejan ver cuáles son las
normas domésticas básicas que deben regir la vida de la familia de Dios.
Unas leyes que se definieron primero para gobernar las relaciones internas
de una nación en desarrollo: la resolución de las disputas, el trato
dispensado a los esclavos, cómo abordar los actos de violencia, la
restitución de los bienes robados o los daños a posesiones, la quiebra de la
confianza, la relación con Dios y con la autoridad humana.
Después de dejar claras sus expectativas, el Padre estableció un solemne
vínculo sagrado con Israel conocido como la alianza del Sinaí (ver Ex 24, 1-
11). En primer lugar, el Señor pidió al pueblo holocaustos y ofrendas de
paz. A continuación Moisés tomó la sangre de los sacrificios y la empleó
como signo ritual del juramento de alianza que unía a Israel con Dios:
“Moisés tomó la mitad de la sangre y la echó en unos recipientes; la
otra mitad la vertió sobre el altar. Tomó después el libro de la alianza
y lo leyó a oídos del pueblo, que respondió: «Haremos y
obedeceremos todo lo que ha dicho el Señor». A continuación tomó
Moisés la sangre y roció con ella al pueblo, diciendo: «Esta es la
sangre de la alianza que ha hecho el Señor con vosotros de acuerdo
con todas estas palabras»” (Ex 24, 6-8).
Para los antiguos hebreos el significado simbólico que entrañaba rociar
con sangre el altar y al pueblo era doble: en sentido positivo, simbolizaba la
alianza de sangre entre Dios e Israel; y, en sentido negativo, la sangre
derramada significaba la solemne maldición a la que se exponía Israel al
prestar el juramento de alianza. Lo que Israel le estaba diciendo a Dios con
ese rito era lo siguiente: «Sí, viviremos en familia contigo. Tú serás nuestro
Padre y nosotros seremos tus hijos; si no, ¡caiga sobre nosotros la
maldición!» [2].
A instancias del Padre, Moisés subió al monte acompañado de Aarón,
Nadab, Abihú y setenta ancianos de Israel. Pese al pecado del pueblo, dice
la Escritura que el Señor no alzó la mano contra sus jefes mientras
contemplaban a Dios y comían y bebían con Él (ver Ex 24, 10).
Para los hebreos antiguos las comidas de alianza como esta poseían un
doble significado simbólico: el de los estrechos lazos familiares entre las
partes de una alianza y el de las importantes responsabilidades que asumían
[3]. La comida era signo de la bendición de comunión de la alianza,
mientras que las víctimas inmoladas significaban la maldición de alianza
que recaería sobre Israel si se retractaba del juramento prestado. Un doble
significado semejante a este se halla presente también en la Sagrada
Eucaristía instituida por Jesús como signo de la Nueva Alianza –sacrificio y
comida al mismo tiempo– prefigurada en la Pascua y en el ritual de la
alianza del Sinaí (ver 1 Co 10, 1-22; 11, 26-32).
El mensaje del Sinaí era muy claro: Dios quería que cada tienda de Israel
fuera un tabernáculo, cada hogar un altar, cada padre un sacerdote, cada
primogénito un diácono, cada familia una iglesia doméstica. Y la nación
sería un reino de sacerdotes... siempre y cuando abandonara a los ídolos de
Egipto y pusiera toda su confianza en Dios [4].
El ayuno de Moisés
Tras compartir la comida ritual con los ancianos, Moisés vuelve a subir
al monte, esta vez para ayunar durante cuarenta días y cuarenta noches. Allí
el Padre y él abordan importantes asuntos de familia.
La construcción del arca, el tabernáculo y el altar debe cumplir unas
características muy concretas. Aarón será consagrado al sacerdocio y
recibirá las vestiduras sacerdotales, cargadas de significado simbólico. Cada
vez que se haga el censo del pueblo, habrá que pagar al Señor el rescate
correspondiente. La importancia de observar el sábado queda subrayada por
constituir el signo de la especial relación entre Dios e Israel. Una vez
finalizado su prolongado ayuno, Moisés recibe las dos tablas del testimonio,
las tablas de piedra, escritas por el dedo de Dios.
Por desgracia, al pie de la montaña las cosas no iban demasiado bien.
Ante el retraso de Moisés, los israelitas se impacientan, toman cartas en el
asunto y acosan a Aarón con una petición urgente: «Anda, haznos un dios
que vaya delante de nosotros, pues de ese Moisés que nos sacó del país de
Egipto no sabemos qué ha sido de él» (ver Ex 32, 1).
Fíjate bien: ¡ya no es Dios quien los ha sacado de Egipto, sino Moisés!
¡Y qué dispuestos están todos a abandonar en la cuneta a su antiguo líder!
Pero no hay por qué preocuparse...
¿No ha dejado Moisés a su hermano a cargo de todo? Seguro que los
ingratos rebeldes se ganan la reprimenda de Aarón, ¿verdad?
Te equivocas.
¿Te imaginas delante de cientos de miles de personas decididas a adorar
a los ídolos? Quizá Aarón pensó que podía salir de aquel embrollo
alineándose con la multitud. A veces es más cómodo unirse a las masas que
dirigirlas.
Pensase lo que pensase, el caso es que Aarón ordenó a la gente que le
llevara todas sus joyas. Luego fundió el oro y confeccionó con él un ídolo
con forma de becerro, exacto al ídolo bajo cuya imagen los egipcios daban
culto a Apis. Y exacto a los becerros que hacía poco Moisés había ordenado
a Israel ofrecer en sacrificio. En eso había acabado la renuncia a los ídolos
de Egipto...
En cierto sentido, cuesta entender cómo Israel se echó atrás tan pronto.
Pero, por otro lado, no debió de ser tan difícil. Piénsalo. ¿Cómo explicas la
poderosa fascinación que ha ejercido el oro sobre el hombre desde la
antigüedad hasta nuestros días? El oro es un símbolo intemporal de riqueza
y belleza. ¿Y qué me dices del valor simbólico del becerro? Incluso hoy
seguimos viéndolo como un signo que apunta al vigor juvenil y a la
virilidad sexual. Si lo sumas todo, ¿qué obtienes? Sí: Israel volvió a los
ídolos del dinero, el sexo y el poder... en forma egipcia.
El pueblo estaba encantado y decía: «Este es tu dios, Israel, el que te ha
sacado del país de Egipto» (Ex 32, 4). Entonces Aarón edificó un altar ante
el becerro y anunció que al día siguiente se celebraría una fiesta en honor de
Yavé (ver v. 6). (Fíjate en el discreto giro de las palabras de Aarón al
referirse al dios al que van a rendir culto).
Al día siguiente los israelitas se levantaron temprano para ofrecer
holocaustos y presentar ofrendas de paz ante su ídolo. Luego se sentaron a
comer y beber, y «se levantaron para divertirse». Estas palabras son un
eufemismo hebreo para referirse a la conducta impura relacionada con los
antiguos cultos a la fertilidad, es decir, una orgía sexual como las que
celebraban los egipcios durante el culto al ídolo Apis, el dios becerro.
A veces subestimamos la insidia del mal que entrañaba el becerro, como
si se tratara de un inocente juguete momentáneo o de un desafortunado
lapsus al que ese antiguo pueblo era bastante dado. Ese ídolo, no obstante,
representa nada menos que la absoluta traición de Israel a Dios y su vuelta a
los ídolos de Egipto. El fruto prohibido fue para Adán lo mismo que el
becerro de oro para Israel: la pérdida de la gracia, un acto de apostasía de la
alianza [5].
Nos resulta asombroso que fueran capaces de actuar así, sobre todo
después de que Dios acabara de hacer tanto por ellos. Pero conviene
recordar que era la primera vez que Israel trataba directamente con una
deidad invisible después de llevar siglos viviendo en Egipto, donde era más
fácil venerar a los dioses bajo formas visibles destinadas a despertar un
intenso sentimiento de fuerza y fertilidad. Y, además, hacía cuarenta días
que no se veía a Moisés, desaparecido en el Sinaí en medio de una nube de
violencia. ¿Quién podía asegurar que seguía con vida?
¿Acabó disfrutando Moisés de una intimidad con Dios menor que la que
tenía al principio? A juzgar por la aparente pérdida del acceso a Yavé cara a
cara, eso es lo que cabría pensar. No obstante, si se analiza detenidamente,
del relato se deduce la conclusión contraria.
Previamente al inicio de la negociación colectiva, Moisés disfrutaba de
forma regular de encuentros muy íntimos con Dios: veía a Yavé con sus
propios ojos. Pero, fuese cual fuese la capacidad natural que le permitía ver
físicamente manifiesta la gloria de Dios, no pasaba de ser eso: una
capacidad natural. Y eso fue lo que perdió.
A cambio, Moisés recibió la orden de esconder el rostro «en la hendidura
de la roca» para que el Señor pudiera pasar a su lado y proclamar su nombre
(ver Ex 33, 17-23): «Tengo misericordia de quien quiero y tengo compasión
de quien quiero» (v. 19). La misericordia y la compasión son el nombre del
Señor, su propia identidad. Según santo Tomás de Aquino, la misericordia y
la compasión divinas se combinan para formar el principal atributo de Dios.
Así pues, el Señor compensó con creces la pérdida de la visión natural de
la gloria divina, porque en su lugar Moisés recibió una revelación mucho
mayor de la gloria sobrenatural de Dios, manifestada en su misericordia y
su compasión de alianza. Este es el misterio más hondo y más excelso de
todos, incognoscible para la mente humana e invisible para los ojos físicos.
Es la esencia de la vida interior de Dios y el corazón de la alianza. Podemos
estar seguros, pues, de que aquel día Moisés salió ganando: ganó mucho
más, infinitamente más, de lo que perdió.
Al filo de espada
A raíz del episodio del becerro de oro, Israel tuvo que quedarse en el
desierto un año entero más, que pasó sometido al complejo proceso de
renovación de la alianza rota. En primer lugar, Moisés recibió de Dios un
nuevo corpus de leyes rituales, estatutos y ordenanzas adaptadas a las
circunstancias (ver Ex 34). Luego tuvo que enseñárselas a Aarón para
instituir el sumo sacerdocio y ejercerlo en el tabernáculo recién construido
(ver Ex 35-40). A continuación, se formó a los levitas en sus nuevos
deberes sacerdotales oficiales (ver Lv 1-16); ellos, a su vez, debían mostrar
a las doce tribus laicas –las diez que descendían de los hijos de Jacob más
las de Efraím y Manasés– su nuevo camino hacia la santidad (ver Lv 17-
26). Por último, después de hacer el censo de la nación, las doce tribus de
Israel ocuparon su lugar alrededor del tabernáculo, rodeado –y acordonado–
a partir de entonces por cuatro clanes levitas (ver Nm 1-10). No es de
extrañar que hiciera falta un año entero, «porque, si se cambia el
sacerdocio, es necesario que tenga también lugar un cambio de la Ley» (Hb
7, 12).
Esta pirámide multicapa constituía para Israel una nueva estructura
burocrática, un orden de mediación bialiancista entre Dios, el clero y los
laicos: Moisés era el mediador entre Dios y Aarón y los levitas, mientras
que Aarón y los levitas servían de mediadores entre Moisés y las doce
tribus. Y seguía viva la confianza en que Israel mediara entre Dios y las
naciones.
¡Qué complicado! Quizá en eso estaba pensando Pablo cuando se
preguntaba: «¿Por qué entonces la Ley? Fue añadida pensando en las
transgresiones, hasta que viniese la descendencia [Cristo]» (Ga 3, 19). En
cualquier caso, tanto Dios como Moisés tenían mucho que hacer.
Aarón: el alter ego de Israel
Esto nos ayuda a entender con qué clase de divinidad trataba Moisés.
Después de todo, ¿qué Dios mandaría matar a un cordero inocente, esparcir
su sangre y ordenar al pueblo que lo coma; o bien entregar al hijo
primogénito al Exterminador? ¿Qué clase de Dios es ese?
El mismo Dios que tenemos en Jesucristo.
De hecho, Jesús vino como un nuevo Moisés. Igual que el pequeño
Moisés, a punto de ser asesinado nada más nacer a causa de un edicto
imperial, el niño Jesús se vio obligado a huir del decreto real de Herodes
que ordenaba la muerte de todos los varones menores de dos años. ¿Y
dónde buscaron refugio José y María? En Egipto. Mateo cita las palabras de
Oseas sobre el Éxodo: «De Egipto llamé a mi hijo» (ver Os 11, 1; Mt 2, 15).
Si Israel era el primogénito de Dios, ¡cuánto más Jesucristo! Si Israel fue
sacado de Egipto, también lo fue Cristo. Si Israel fue liberado pasando a
través de las aguas, Jesús cruzó el Jordán para ser bautizado. Si Israel fue
tentado en el desierto durante cuarenta años y si Moisés ayunó cuarenta días
en el monte Sinaí, Jesús ayunó en el desierto cuarenta días.
Moisés subió a la montaña para recibir de Dios la ley de la Antigua
Alianza, mientras que Jesús nos dejó la ley de la Nueva Alianza en el
sermón de la montaña. Moisés entregó al pueblo los diez mandamientos
junto con amenazas de maldición, mientras que Cristo nos entregó una ley
llena de las promesas de bendición de Dios (las bienaventuranzas). Moisés
se ofreció a sustituir a Israel y a cargar con su castigo temporal, mientras
que Jesús murió en la cruz para redimirnos del castigo eterno,
reconciliándonos con el Padre y llenándonos del Espíritu Santo.
Moisés formó un gobierno nacional con los doce jefes de las doce tribus
y setenta ancianos. Jesús eligió a doce discípulos y les dijo que se sentarían
en doce tronos y gobernarían a las doce tribus de Israel. Y designó a setenta
discípulos más para que compartieran su autoridad (ver Lc 10, 1-20).
¿Pura coincidencia? En absoluto. Jesús se consideraba a sí mismo el
nuevo Moisés, portador de una Nueva Alianza que reestructurara a Israel.
Después de dar de comer a cinco mil personas, la gente proclamó: «Este es
verdaderamente el profeta que viene al mundo» (Jn 6, 14).
Solo a través de Cristo quedaría liberada la familia de Dios de la
esclavitud del pecado y de la idolatría. Jesús liberó a su pueblo de la
esclavitud del pecado igual que Moisés liberó a los israelitas de la
esclavitud del faraón egipcio. Jesús enseñó a sus discípulos que, al igual
que Moisés dio a sus antepasados el maná del cielo, así el Padre les daba a
ellos el maná celestial, el auténtico pan de vida: «Yo soy el pan de vida; el
que viene a mí no tendrá hambre, y el que cree en mí no tendrá nunca sed»
(Jn 6, 35).
Por lo que se refiere a la Pascua, Cristo es el Hijo primogénito inmolado.
Es también el Cordero sin mancha y con los huesos intactos, el Cordero
sacrificado cuya sangre es derramada y cuyo cuerpo debemos comer (ver 1
Co 5, 7). El sentido de nuestra participación en el santo sacrificio de la
Eucaristía es la unión en la familia de Dios. Nuestra comunión se actualiza
cuando comemos el Cordero pascual de la Nueva Alianza, que recibimos
todos los domingos o –a ser posible– todos los días.
La transición
Escalera real
La concesión de un santuario
En el capítulo anterior hemos mencionado de pasada la ley
deuteronómica del santuario único, de modo que lo que comente aquí será
breve y concreto. Este es el mandato que transmitió Moisés:
“Pero pasaréis el Jordán y habitaréis la tierra que el Señor, vuestro
Dios, os da en herencia. Él os dará descanso de todos los enemigos
que os rodean y viviréis con tranquilidad. Entonces llevaréis al lugar
que escoja el Señor, vuestro Dios, para morada de su Nombre...
vuestros holocaustos y sacrificios, vuestros diezmos, las ofrendas de
vuestras manos... Esmérate para no ofrecer tus holocaustos en
cualquier lugar que veas, porque solo el lugar que elija el Señor, en
una de tus tribus, allí ofrecerás tus holocaustos” (Dt 12, 10-14).
En primer lugar, la condición para la construcción del santuario es un
«descanso» total, que Dios concederá más adelante a David (ver 2 S 7, 1)
[3]. En segundo lugar, la localización exacta no aparece estipulada en
ningún sitio, aunque se estuviera pensando en Jerusalén. En tercer lugar, en
Israel (y en todo el Oriente Medio) la consecución del «descanso» y la
construcción de un templo se consideraban un logro de la realeza. Por eso
Israel necesitaba encontrar un rey justo y a la altura de los criterios
deuteronómicos respecto a la «ley del rey»: un rey que recibiría de Dios el
«descanso» y la autorización para construir un templo.
Así es como Dios, que es Espíritu, responde al deseo humano de obtener
signos visibles de su presencia. En este caso vemos cómo el Padre
desciende al nivel de sus hijos para elevarlos hasta el Suyo. Pero, llegados a
este punto de la historia de Israel, Dios aún hubo de descender más.
Por indicación de Dios, Samuel ungió a Saúl –un joven alto y apuesto
dotado del espíritu de profecía y de un nuevo corazón– para que ejerciera
como figura paterna de aquella díscola familia (ver 1 S 10, 6). El pueblo
entero aceptó a Saúl y lo coronó rey de Israel. Además de su autoridad,
Samuel le cedió sus funciones de juez.
Al principio las cosas fueron bien: se ganaron batallas y la nación
prosperó. Hasta que, durante una campaña militar contra los filisteos, Saúl
cometió una falta aparentemente insignificante que resultó ser un error
garrafal: el error que le costó la dinastía (ver 1 S 13). Samuel, que seguía
ejerciendo el ministerio sacerdotal, ordenó al rey que aguardara hasta su
llegada para ofrecer el holocausto. Después de mucho esperar, Saúl perdió
la paciencia, se adelantó y ofreció él mismo el sacrificio, lo que equivalía a
una intrusión en la misión sacerdotal al asumir las funciones de un rey-
sacerdote que no le correspondían.
Cuando Samuel llegó al campamento y descubrió la desobediencia de
Saúl, amonestó al rey y le lanzó una funesta advertencia:
“Has obrado como un necio. No has guardado los preceptos que el
Señor, tu Dios, te ordenó. El Señor habría consolidado tu reinado
sobre Israel para siempre, pero ahora tu reinado no se mantendrá. El
Señor se ha buscado un hombre según su corazón y le ha constituido
guía de su pueblo porque tú no has guardado lo que el Señor te había
ordenado” (1 S 13, 13-14).
En lugar de castigar a Saúl destituyéndolo sobre la marcha, lo que hizo
Dios Padre fue no permitir que le sucediera su hijo. Saúl seguiría reinando,
pero sin sucesión dinástica.
Los hechos recogidos en 1 Samuel 15 ponen de relieve lo importante que
era para el Padre que sus líderes cumplieran sus mandatos. Los amalecitas
estaban decididos a exterminar a los hebreos, por lo que Dios ordenó a Saúl
borrar a ese pueblo pagano de la faz de la tierra, de modo que el rey le
declaró la guerra y se alzó con la victoria. No obstante, ni Saúl ni su ejército
siguieron las órdenes de Dios: acabaron con todo lo que era inútil y carecía
de valor, pero le perdonaron la vida a Agag, rey de Amalec, y se quedaron
con lo mejor de sus ovejas, sus reses cebadas y sus corderos.
Samuel oyó la voz del Señor: «Me arrepiento de haber constituido a Saúl
rey porque se ha apartado de mí y no ha cumplido mis palabras» (1 S 15,
10).
El sacerdote, enfadado, se levantó muy de mañana y salió al encuentro de
Saúl. Entonces descubrió que el rey descarriado se había detenido en
Carmel para erigirse un monumento antes de continuar hacia Guilgal. El
hecho de tener que salir corriendo detrás de Saúl no mejoró en absoluto el
humor de Samuel. Cuando por fin se encontraron, el rey lo saludó
calurosamente: «Bendito seas ante el Señor. Ya he cumplido la palabra del
Señor» (v. 13).
Atención a la mordaz ironía de la respuesta de Samuel: «¿Qué son
[entonces] esos balidos de oveja y esos mugidos de vacas que llegan a mis
oídos?» (v. 14).
El rey contestó orgulloso: «¡Ah! ¿Eso? El pueblo se quedó con lo mejor
de las ovejas y los bueyes para sacrificarlo al Señor tu Dios y el resto lo
destruimos todo» (ver v. 15).
Al parecer Saúl no había captado la idea. Tenía una habilidad especial
para poner condiciones a los mandatos de Dios, del tipo «si me apetece»,
«si las circunstancias lo hacen razonable», «en la medida de mis
posibilidades» o «sin necesidad de tomarlo al pie de la letra ni llegar hasta
límites inhumanos». (¿Cuántas veces escuchamos nosotros un mandato de
Dios y echamos sutilmente el freno con una letanía parecida de excusas?).
Samuel ahondó un poco más en el tema:
“¿No es cierto que, aun considerándote el más pequeño, tú eres el
jefe de las tribus de Israel porque el Señor te ha ungido como rey de
Israel? El Señor te ha enviado a esta misión diciendo: «Vete y entrega
al anatema a los pecadores»... ¿Por qué no has escuchado la voz del
Señor y te has lanzado sobre el botín haciendo así el mal a los ojos del
Señor?” (1 S 15, 17-19).
Pero Saúl seguía sin pillarlo e insistió en su inocencia.
«¡Yo he escuchado la voz del Señor y he cumplido la misión a la que me
envió el Señor! He traído a Agag, rey de Amalec, y he entregado al anatema
a los amalecitas. El pueblo ha tomado del botín ganado mayor y menor, lo
mejor del anatema, solo para ofrecerlo en sacrificio al Señor, tu Dios, en
Guilgal» (vv. 20-21).
En otras palabras: «Creo que he salido bastante bien parado de una tarea
tan difícil... aparte de esos pocos animales que el pueblo ha reservado para
el sacrificio. ¿Qué más quieres y por qué protestas tanto? Además, la culpa
es suya». Otra vez echándole la culpa a otro...
Entonces Samuel pronunció una de las declaraciones más contundentes
del Antiguo Testamento: «¿Se complace el Señor en holocaustos y
sacrificios o más bien en quien escucha la voz del Señor?» (v. 22).
Como hemos visto en los capítulos anteriores, Dios solo exigió a Israel la
ofrenda de sacrificios de animales después del episodio del becerro de oro.
No hay duda de que la obediencia es mejor que el sacrificio.
Por fin Saúl cayó en la cuenta: «He pecado al desobedecer la orden del
Señor y tus palabras –dijo–. Tuve miedo al pueblo y le hice caso; pero
ahora, tú perdona mi pecado, vuelve conmigo y me postraré ante el Señor»
(vv. 24-25).
Obligado a reconocer su desatino, este penitente a la fuerza solo quería
barrerlo debajo de la alfombra cósmica y pasar a otro asunto... al menos
hasta que las circunstancias de un futuro seísmo reabrieran la falla de su
terreno moral.
La eventual contrición de Saúl se estrelló contra un muro. «No volveré
contigo –contestó Samuel–. Has rechazado la palabra del Señor y Él te
rechaza como rey de Israel» (v. 26).
Cuando el sacerdote profeta daba media vuelta para marcharse, Saúl lo
agarró del borde del manto y este se rasgó. Entonces le dijo Samuel: «El
Señor te ha arrancado hoy el reino de Israel para entregarlo a otro más
digno que tú» (v. 28).
El pueblo había pedido un rey para ser «como el resto de las naciones» y
lo había obtenido; y el resultado le enseñó a Israel una valiosa lección: ten
cuidado con lo que pides, no vaya a ser que te lo den.
Muchas veces Dios se vale de los medios más humildes para alcanzar sus
victorias más espectaculares: un anciano sin hijos que deja su patria sin
saber siquiera cuál es su destino; un niño que se salva del peligro dentro de
un cesto lanzado a un río; un joven pastor que se enfrenta a un gigante
armado con una honda y cinco cantos rodados. ¡Cuánta imaginación habría
hecho falta para predecir que ese joven pastor se ceñiría la corona de Israel,
preparándole el camino al futuro carpintero Rey de reyes!
La humildad de David
Pese a que David deseaba ardientemente construir un templo y gobernar
como rey y sacerdote, Dios le negó ese privilegio, pero prometió
concedérselo al hijo del rey. ¿No te parece que David debió de sentirse
decepcionado?
Pero ¿cómo reaccionan los padres que no logran cumplir un sueño
cuando ven que sus hijos sí lo consiguen? Lo normal es que se sientan aún
más satisfechos, tal y como demuestra la respuesta que Dios recibió de
David, que empieza así:
“¿Quién soy yo, Señor Dios, y qué es mi casa para que me hayas
traído hasta aquí? Y aun esto fue insignificante ante tus ojos, oh Señor
Dios, pues también has hablado de la casa de tu siervo concerniente a
un futuro lejano. Y esta es la ley de los hombres, oh Señor Dios” (2 S
7, 18-19; la cursiva es mía).
Es el júbilo incontenible del padre ante la generosidad de Dios con su
hijo.
Aunque en algunas versiones de la Biblia (la Versión Estándar Revisada,
por ejemplo) las palabras hebreas wasoth torath ha’adam aparecen
traducidas como «futuras generaciones», la traducción más común es: «esta
es la ley de los hombres» [3]. Las dos palabras clave son Torath, otra forma
para «torah» (o ley de la alianza), y ha’adam, que en hebreo significa
«humanidad» («adam»).
El rey David anunciaba así la mayor bendición de alianza que Dios había
concedido nunca, una torah dirigida a todas las naciones y no solo a Israel.
En otras palabras: lo que la torah de la alianza mosaica era para Israel –el
fuero de la guía y la bendición divinas–, lo sería para los gentiles la torah
de la alianza de Dios con David –y con su hijo–. A través de Salomón, los
gentiles recibieron por primera vez la «torah» encarnada en la «sabiduría»
de Dios (ver 1 R 3-5), para a continuación ser recogida y asociada a lo que
llamamos los libros sapienciales (Proverbios, Sirácida, Cantar de los
Cantares y Sabiduría).
Yo expresaría con estas palabras la respuesta de David: «Oh Dios, Tú has
realizado todos estos prodigios y has hecho esta promesa a mi casa. Has
prometido hacer cosas grandes con mi dinastía. Pero todo eso es
insignificante a tus ojos, porque lo más grande que he recibido de ti es la ley
de la alianza para todas las naciones, para toda tu familia humana. No
puedo creer lo que estoy oyendo. ¿Quién soy yo, el menor de tus siervos,
para que hagas eso por mí y por mi hijo?».
El Padre había realizado todos esos prodigios porque David no se
consideraba más que un siervo. Si te sientes insignificante y muy poca cosa,
ten por seguro que jugarás un papel en el plan de Dios. Dios siempre ha
buscado y sigue buscando a quienes se sienten pequeños, a quienes son
humildes ante el Señor y temen al Creador más que a las criaturas. De esos
se sirve el Padre para robustecer a su familia humana y edificar el reino de
los cielos para gloria de su nombre.
Esos son los rasgos que mostró David en su enfrentamiento con Goliat,
un gigante que hacía estremecer a todo el mundo. Fue un simple pastor, un
muchacho, quien dio un paso adelante para aceptar el desafío. No afirmó no
tener miedo. De hecho, lo que dijo fue: «Yo también tengo miedo. Pero
escuchad a ese tipo: ¡está blasfemando contra el Dios de Israel! Nadie, por
grande que sea, puede actuar así sin sufrir las consecuencias. Dios hará
cualquier cosa por quien esté dispuesto a bajarle los humos. Al fin y al
cabo, cuanto más alto está uno, de más arriba cae».
La fe de David le permitió reconocer el más hondo alcance de la promesa
de Dios: que su dinastía sería un reino universal. De hecho, ese decreto
universal sería el medio del que se serviría Dios para establecer el destino
colectivo de la familia humana. A través de la alianza davídica otorgaría
una constitución a toda la humanidad, un fuero familiar internacional
ofrecido sin reservas a las naciones.
El rey David, mediador de la alianza, se puso manos a la obra y fue
transformando la familia nacional de Israel en una familia imperial, en un
reino dinástico. La diferencia es sutil, pero esencial. Una nación implica un
solo Estado soberano, mientras que un reino ejerce la soberanía sobre
otros estados y naciones.
El fin último del gobierno imperial consistía en compartir con todas las
naciones la sabiduría, la verdad y la justicia que Dios había derramado
sobre Israel con tanta generosidad. Desde el principio deseó ser padre de
una familia universal. No eligió a Abrahán, Isaac, Jacob y Moisés por
favoritismo, sino porque es un padre sabio que sabe valerse de su
primogénito para influir en los hermanos menores atrapados por los poderes
demoniacos.
Dios permitió a los reyes davídicos convertir en siervas a las naciones de
su entorno por el bien de estas. Al fin y al cabo, era preferible servir como
esclavo en la familia de Dios que ser libre fuera de ella. De este modo el
Padre preparaba a todas las naciones gentiles para recibir el don pleno de la
filiación divina a través de Jesucristo.
Durante un tiempo las naciones del entorno aceptaron ese fuero, igual
que Israel pronunció un sí inicial a la llamada de Dios a ser un reino de
sacerdotes. Pero luego tanto Israel como las naciones rechazaron esa
llamada. Que nadie se dé prisa en condenarlos: sacrificar los bienes
menores de este mundo, poner nuestro corazón en los tesoros del cielo y
llevar nuestra cruz nunca ha sido fácil y nunca lo será.
La perdición de David
Pese a todo su coraje, a su fe y a su talento poético, el rey David sentía
una debilidad por las mujeres que acabó siendo su ruina. Es probable que
conozcas la historia (ver 2 S 11). En lugar de cumplir con su deber y
participar en la batalla al frente del ejército de Israel, el rey David se quedó
en palacio tomándose un respiro. Un día, avanzada la tarde, paseaba por su
terraza cuando divisó a una mujer que se estaba bañando en una azotea
cercana. Era una mujer muy hermosa.
David, tan resolutivo como de costumbre, preguntó: «¿No es esa
Betsabé, hija de Eliam, mujer de Urías, el hitita?» (ver v. 3). El rey la
conocía porque el marido de Betsabé era uno de sus principales asesores
militares. Así que la mandó llamar y, cuando llegó, ambos durmieron
juntos. Betsabé volvió a su casa y no tardó en descubrir que esperaba un
hijo.
Ahí empezaron las maniobras de David. «Id a buscar a Urías. Lleva
demasiado tiempo combatiendo. Quiero que se tome un descanso». Cuando
Urías regresó del campo de batalla, el rey lo mandó a su casa para que se
relajara y disfrutase de su hermosa mujer.
Urías se negó. «¿Cómo voy a hacer tal cosa? El pueblo de Dios está
combatiendo junto al arca de la alianza. No puedo descansar. No puedo
irme a dormir con Betsabé».
Con la esperanza de debilitar el sentido de la responsabilidad del
soldado, David intentó emborracharlo. Pero, en lugar de irse a su casa a
disfrutar de Betsabé, Urías se quedó en palacio. Desesperado por borrar sus
huellas, el rey pasó al plan B. Entregó a Urías una carta sellada y dirigida a
su comandante Joab en la que le decía: «Joab, cuando sitiéis la ciudad,
poned a Urías en primera línea. Y, en lo más recio del combate, retiraos y
dejadlo solo» (ver v. 15).
Con cada paso que daba, David se iba hundiendo un poco más: primero
un adulterio y luego un asesinato. Como era de prever, Urías cayó en la
batalla. Transcurrido el pertinente período de duelo por su marido, Betsabé
se convirtió en la esposa de David y le dio un hijo.
Dios estaba tan disgustado que envió a Natán para que transmitiera a
David la curiosa parábola de un hombre rico que tenía ovejas y bueyes en
abundancia, y un hombre pobre que no poseía más que una corderilla de la
que cuidaba como de su propia hija (ver 2 S 12). Resultó que el rico tuvo
que agasajar a un invitado con una cena; pero, como no quería desperdiciar
un solo cordero de su rebaño, le robó al pobre su única posesión.
Semejante canallada indignó de tal modo a David que pronunció este
juramento: «Vive el Señor, que el que haya hecho tal cosa es reo de muerte;
y por haber actuado de esa manera, sin tener compasión, habrá de pagar
cuatro veces por la corderilla» (vv. 5-6).
Entonces dijo Natán: «Tú, David, eres ese hombre»; a lo que siguió una
solemne maldición sobre su casa:
“Por haberme despreciado y haber tomado como esposa la mujer de
Urías, el hitita, la espada no se apartará nunca de tu casa... Suscitaré el
mal en tu casa; ante tus ojos te quitaré tus mujeres y se las daré a otro
que dormirá con ellas a la luz del sol que vemos” (2 S 12, 10-11).
David se arrepintió y el Señor le perdonó la vida, pero el hijo del
adulterio con Betsabé murió. A resultas de esta tragedia, el rey escribió el
Salmo 51, el poema de contrición más sentido de la Escritura. Betsabé
concibió otro hijo destinado a heredar el trono de Israel. Se llamó Salomón.
En línea con la maldición pronunciada por Natán, en la vida de David
fueron acumulándose las desgracias. Su hijo Amnón se enamoró de una de
sus hermanastras, Tamar, y puso en práctica un plan para abusar de ella.
Absalón, el hermano de Tamar, se enteró enseguida de lo que había hecho
su hermanastro, pero se dio un tiempo para ver cómo resolvía el rey el
asunto. Al comprobar que David no hacía nada al respecto, Absalón mató a
Amnón y huyó por miedo a su padre.
A partir de ahí las relaciones internas de la familia de Dios siguieron
cayendo en picado. Aunque más adelante Absalón volvió a Jerusalén, pasó
dos años más sin ver a su padre. Como primogénito de David, se
consideraba con derecho a la corona; así que reunió hombres y apoyos y,
con el tiempo, lideró una rebelión contra su padre. Consiguió expulsar a
David y conquistó Jerusalén.
Absalón remató la proclamación de su soberanía con un curioso punto de
exclamación: se quedó con las concubinas de su padre y se acostó en
público con el harén real. (Según las normas culturales, quien poseía el
harén poseía el reino). Aun así, la muerte de Absalón durante la lucha por el
poder que se desató acto seguido llenó de tristeza el corazón paternal de
David.
El dolor de David no era sino un pálido reflejo del corazón roto de Dios
Padre. A causa del pecado de David, la casa del rey había quedado dividida
por la envidia, el odio y el ansia de poder. ¿Cómo iba a ser capaz el Padre
de cumplir su promesa de instaurar un reino perpetuo a través del hijo de
David? Puede que el grandioso proyecto de Dios de formar una familia
humana gobernada por Él corriera peligro, pero no estaba arruinado.
En contra de las violentas protestas de sus hermanastros mayores,
Salomón se ciñó la corona de heredero por designación de David (ver 1 R
1-2). Entre sus primeras órdenes reales se contó la de instalar un trono a la
derecha del suyo para Betsabé, la reina madre. Desde este momento hasta el
final de la monarquía davídica, no se vuelve a ver al rey de Israel
gobernando sin la reina madre a su derecha.
El Padre celestial ofreció al nuevo rey un regalo especial por su
coronación: «Te daré lo que me pidas. ¿Qué quieres?: ¿riquezas?, ¿muchos
años de vida?, ¿poder?».
–No –contestó Salomón–. Quiero sabiduría.
–Eso me ha gustado –dijo Dios–?. Por haberme pedido sabiduría, tendrás
toda la sabiduría que deseas y todo lo demás.
La asombrosa sabiduría de Salomón llegó a oídos del mundo entero. Los
reyes y las reinas viajaban desde África, Europa y cualquier continente
habitado para ser testigos de aquel don admirable. Llevado de esa sabiduría,
Salomón empezó a construir el templo: una empresa titánica en cuanto a
diseño, trabajo y materiales. La espléndida plegaria con que el rey lo dedicó
estuvo acompañada de un fuego caído del cielo que consumió el sacrificio
ofrecido sobre el altar (ver 2 Cro 7, 1). Ni que decir tiene que todos los
presentes se postraron rostro en tierra adorando a Dios.
Salomón pasó de restaurar la gloria del reino paterno a arrastrar la
alianza davídica por el suelo violando sistemáticamente las tres reglas de la
«ley del rey» enunciada en el capítulo 17 del Deuteronomio. Fue tan tirano
como el resto de los reyes y exprimió los tesoros de las colonias que le
estaban sometidas (ver 1 R 10, 14). No se limitó a ordenar que acudieran a
él en cuerpo y alma para escuchar la ley de Dios, sino acompañados de
toneladas de oro.
Vale la pena destacar que Salomón recibía anualmente de las naciones
seiscientos sesenta y seis talentos a cambio del privilegio de explotar sus
tierras y sus mares. Es curioso que este mismo número aparezca en otro
pasaje de la Biblia –el «número de la Bestia» (ver Ap 13, 17), asignado a
quienes compran y venden– junto con una llamada a la sabiduría para
entender su significado. Al abusar de su sabiduría y de su poder en
beneficio propio y en perjuicio de las necesidades de las naciones que eran
sus hermanas menores, Salomón se convirtió en una protobestia.
Exigir tanto dinero requería reunir un arsenal armamentístico disuasorio,
de modo que el rey de Israel empezó a acumular carros, caballería, armas y
ejércitos permanentes, contraviniendo así el mandato de Dios.
Y, por si tantas riquezas y tantas armas fuesen pocas, Salomón se dedicó
a la caza amorosa de mujeres: setecientas esposas y trescientas concubinas.
«El rey Salomón amó a muchas mujeres extranjeras: además de la hija de
Faraón, a mujeres moabitas, amonitas, idumeas, sidonias e hititas» (1 R 11,
1). El Padre había prohibido terminantemente a su pueblo establecer lazos
matrimoniales con estas naciones por temor a que sus corazones se
volvieran a otros dioses. Pero Salomón quería ser un rey como los demás,
deseosos de establecer alianzas políticas a través del matrimonio.
Su caída en desgracia no acabó ahí. Salomón comenzó a construir altares
idólatras para adorar a las divinidades cananeas Astarté y Baal al mismo
tiempo que a Yavé. El Padre, que no podía tolerar tal cosa, hizo que se
alzaran contra él adversarios de dentro y de fuera, mientras Salomón
envejecía contemplando cómo se deshacía su reino.
Uno de esos adversarios era el efraimita Jeroboam, un siervo del rey muy
competente. Ante él proclamó el profeta Ajías la palabra del Señor:
«Quitaré el reinado de manos de su hijo y te lo daré a ti sobre diez tribus. A
su hijo le dejaré una tribu, para que mi siervo David tenga siempre ante mí
una lámpara en Jerusalén, la ciudad que escogí para poner allí mi nombre»
(1 R 11, 35-36). Pese a los errores de Salomón, Dios Padre seguía
manteniendo la promesa hecha a su hijo David.
Profetas y calamidades
Pista número 2:
la Pascua judía del siglo I y las cuatro copas
La segunda serie de pistas las obtuve de mi estudio de la antigua liturgia
pascual judía. Al parecer, la estructura del seder, conocida también como la
hagadá de la Pascua, quedó formalizada antes del siglo I. Los relatos
evangélicos asumen esa estructura al narrar los distintos detalles de la
Última Cena [1]. En concreto, el banquete pascual estaba dividido en cuatro
partes jalonadas por las cuatro copas que se consumían.
La fase preliminar consistía en una bendición solemne (kidush)
pronunciada sobre la primera copa de vino y seguida de un plato de hierbas
amargas (que servía para recordar a los judíos la amargura de la esclavitud
de Egipto).
En segundo lugar, se recitaba el relato de la Pascua (ver Ex 12) y se
cantaba el «pequeño Hallel» (Sal 113), inmediatamente seguido de la
segunda copa de vino.
En tercer lugar se servía el plato principal consistente en cordero y pan
ácimo, que precedía a la tercera copa de vino, conocida como «cáliz de
bendición».
Y llegaba por último la culminación de la Pascua con el canto del «gran
Hallel» (Sal 114-118) y la cuarta copa de vino o «copa de la consumación».
Muchos especialistas en el Nuevo Testamento ven reflejado este patrón
en los relatos evangélicos de la Última Cena. En concreto, la copa que Jesús
bendijo y dio a beber se identifica con la tercera copa de la hagadá de la
Pascua, como pone de manifiesto el canto del «gran Hallel» del que va
seguida: «Después de recitar el himno...» (Mc 14, 26). Pablo identifica ese
«cáliz de bendición» con el cáliz de la Eucaristía (ver 1 Co 10, 16).
El problema
Pista número 3:
la copa de Getsemaní
La tercera fase de mi proceso de descubrimiento se inició cuando me
centré en el lugar adonde se dirigió –y en lo que hizo– Jesús después de
abandonar el cenáculo, fijándome más atentamente en la oración de Jesús
en Getsemaní. «Adelantándose un poco, se postró rostro en tierra mientras
oraba diciendo: “Padre mío, si es posible, aleja de mí este cáliz; pero que no
sea tal como yo quiero, sino como quieres tú» (Mt 26, 39). Tres veces pidió
Jesús en su oración que el Padre alejara de Él «este cáliz».
Entonces me planteé una pregunta bastante obvia: ¿a qué cáliz se refería
Jesús?
Algunos eruditos identifican «el cáliz» mencionado por Jesús con «la
copa de la ira de Dios» a la que suelen referirse los profetas en el Antiguo
Testamento (ver Is 51, 17; Jr 25, 15). Y no cabe duda de que puede existir
cierta relación. Pero se trata de una relación indirecta, ya que no hay nada
en el contexto inmediato que así lo sugiera.
No obstante, sí existe una relación más clara derivada del contexto
inmediato de la Pascua que Jesús celebró con sus discípulos antes de
interrumpirla inesperadamente.
Además, la decisión de Jesús de no beber del «fruto de la vid» reaparece
cuando va camino del Gólgota: «Y le daban a beber vino, pero él no lo
aceptó» (Mc 15, 23). Aunque el relato no explica su negativa, es probable
que guardara relación con su solemne promesa de no beber del «fruto de la
vid» hasta que se manifestara la gloria de su reino.
Última pista:
la paradoja de Juan
No tardé mucho en compartir estos hallazgos con mis alumnos y con los
fieles de mi congregación. Una tarde me vi asediado a preguntas por un
seminarista que cursaba mi asignatura sobre el evangelio de Juan. Bob, que
era excatólico, se sintió particularmente interpelado cuando expliqué la
estrecha relación entre la Eucaristía y la Pascua, por una parte, y la
crucifixión de Cristo, por otra.
Mi alumno me planteó una pregunta muy clara y cargada de intención:
–Entonces, profesor Hahn, ¿qué diría usted: la Eucaristía es un sacrificio
o no?
–Para serte sincero, Bob, todavía no me ha dado tiempo a pensar en todo
lo que esto implica. Pero, desde luego, esa parece la conclusión, ¿no?
Sin saberlo, Bob suscitó en mi mente una avalancha de ideas que no
pude (o no quise) detener. Al rato todos mis alumnos se enzarzaron en un
debate que, de hecho, prolongó la clase durante una hora y media más.
Aún recuerdo las conclusiones a las que llegamos esa noche. En primer
lugar, los evangelios sinópticos recogen claramente la institución de la
Eucaristía dentro del contexto de la Pascua judía. En segundo lugar, la
Pascua judía es el sacrificio de alianza que Jesús quiso ofrecer entregándose
Él mismo. En tercer lugar, ese sacrificio pascual no puede separarse de la
muerte sacrificial de Jesús en la cruz: Jesús solo puso fin a la Pascua en el
Calvario, donde la llevó a su plenitud. En cuarto lugar, también la Eucaristía
está inseparablemente unida a la muerte de Jesús, porque el Calvario
empezó con la Eucaristía y la Eucaristía terminó con el Calvario. De hecho,
son un único y mismo sacrificio.
Esa noche Bob me detuvo a la salida del aula.
–¿Se da cuenta, profesor Hahn, de que lo que ha dicho usted esta noche
es exactamente lo mismo que aprendí en el Catecismo de Baltimore?
–Te pareceré estúpido, Bob –repuse sin alterarme–; pero ¿qué es eso del
Catecismo de Baltimore?
Nunca había oído hablar de él.
Bob me explicó que se trataba del manual básico empleado en
Norteamérica desde hacía un siglo para catequizar a los católicos. Hacía
muchos años que había abandonado la Iglesia católica, pero nunca se le
había ocurrido que su doctrina sobre la Eucaristía tuviese su explicación en
la Escritura.
Tampoco a mí se me había ocurrido nunca. Al fin y al cabo, siempre me
había sentido orgulloso de mis firmes convicciones anticatólicas y de mis
esfuerzos por ayudar a los católicos a encontrar la verdad de Jesús y a
abandonar su Iglesia para seguir lo que, en mi opinión, era el verdadero
Evangelio. Además, no había asistido jamás a una misa.
Mis últimas palabras me brotaron del corazón:
–Lo único que puedo decirte, Bob, es que me limito a seguir la Escritura.
Luego le prometí que consultaría el Catecismo de Baltimore. Lo hice. Y,
efectivamente, Bob tenía razón.
La perspectiva paulina
Pablo tenía una visión parecida de este tema, que ha quedado recogida en
su carta a los corintios: «Cristo, nuestro Cordero pascual, fue inmolado» (1
Co 5, 7). Y fíjate: Pablo no concluye diciendo: «Y no queda nada por
hacer», sino que en el siguiente versículo añade: «Por tanto, celebremos la
fiesta, no con levadura vieja... sino con ácimos de sinceridad y de verdad»
(1 Co 5, 8). Pablo, en otras palabras, entiende que a nosotros nos queda algo
por hacer: hemos de festejarlo con Jesús, el Pan de Vida y nuestro Cordero
Pascual.
Más adelante, en esa misma carta, Pablo confirma esa visión realista de
la Eucaristía: «El cáliz de bendición que bendecimos ¿no es la comunión
(koinonia) de la sangre de Cristo? El pan que partimos ¿no es la comunión
(koinonia) del Cuerpo de Cristo?» (1 Co 10, 16). Este lenguaje refleja una
fe consolidada en la presencia real de Cristo en la Eucaristía. Por eso Pablo
lanza esta advertencia a sus hermanos en la fe: «Porque el que come sin
discernir el Cuerpo, come y bebe su propia condenación» (1 Co 11, 29).
La idea que encontré recogida en la Carta a los Hebreos sigue esa misma
línea: algo que me sorprendió bastante, porque a lo largo de mi formación
siempre me habían enseñado que no había otro libro del Nuevo Testamento
que contradijera tan claramente la doctrina católica sobre la Eucaristía
como sacrificio. El tema central de la Carta a los Hebreos es el sacerdocio
de Jesús y, en particular, su sacrificio ofrecido «de una vez para siempre»
(ver Hb 7, 27; 9, 12 y 26; 10, 10). Así se afirma sucintamente:
“Lo más importante de todo lo dicho es esto: tenemos un Sumo
Sacerdote tan grande, que se sentó a la diestra del trono de la Majestad
en los cielos, ministro del Santuario y del Tabernáculo verdadero que
erigió el Señor, y no un hombre” (Hb 8, 1-2).
A diferencia de los sacerdotes judíos de la Antigua Alianza, Jesús no
inmola a diario varias víctimas distintas (ver Hb 7, 27).
Por otro lado, Jesús, nuestro Sumo Sacerdote, debe tener algo que ofrecer
en sacrificio en nuestro nombre: «Porque todo sumo sacerdote está
constituido para ofrecer dones y sacrificios, y, por tanto, es necesario que
también él tenga algo que ofrecer» (Hb 8, 3). ¿Significa esto que el
sacrificio «de una vez para siempre» de Jesús pertenece exclusivamente al
pasado? Al contrario: lo que implica claramente es que el sacrificio de
Jesús, precisamente por ser «de una vez para siempre», se ha convertido en
la única ofrenda perfecta presentada de continuo en el cielo; es decir: no
acaba nunca. Por eso la Iglesia lo llama sacrificio «perpetuo». Como decía
uno de mis profesores: «¿Cómo se puede repetir lo que no termina nunca?».
Jesús ya no sangra, ni sufre, ni muere (ver Hb 9, 25-26), sino que ocupa
un trono en el cielo con su cuerpo resucitado y con nuestra humanidad
glorificada, que ofrece al Padre porque es nuestro hermano mayor, nuestro
Sumo Sacerdote y nuestro Rey (ver Hb 7, 1-3). Es precisamente así como
contempla el Padre esta ofrenda perfecta y perpetua en el cuerpo vivo de su
Hijo.
Si la ofrenda de Jesús hubiera acabado, no habría razón para la
continuidad de su sacerdocio; no obstante, el sacerdocio de Jesús es
perpetuo y «vive para siempre» (ver Hb 7, 24). Tampoco habría razón para
un altar terrenal si la ofrenda de Jesús hubiese llegado a su fin. No obstante,
el autor de la Carta a los Hebreos dice que sí existe esa razón: «Nosotros
tenemos un altar del que no tienen derecho a comer los que ofician el culto
del Tabernáculo» (Hb 13, 10).
En resumen, ese «de una vez para siempre» del sacrificio de Jesús indica
la perfección y la perpetuidad de la ofrenda que hace de sí mismo. Y, por el
poder del Espíritu Santo, se puede volver a presentar en nuestros altares en
la Eucaristía para que «ofrezcamos continuamente a Dios por medio de él
un sacrificio de alabanza» (Hb 13, 15).
La perspectiva apocalíptica
Para poner fin a debates de tanto calado como este, suelo pedir a mis
alumnos que hagan un resumen de lo que hemos tratado en los términos
más sencillos posibles; y puede que haya llegado el momento de imitarlos.
Permíteme que intente resumir el Evangelio de la Nueva Alianza –
empezando desde el principio y acabando por el final– en diez puntos
fundamentales.
Primero: comencemos por la buena nueva de la creación. Dios es algo
más que un Creador lleno de sabiduría: es nuestro Padre y nos ama. Por eso
nos ha hecho «a su imagen», para que, por su gracia, vivamos como hijos
suyos. «No está lejos de cada uno de nosotros, ya que en él vivimos, nos
movemos y existimos... Somos... de su linaje» [6].
Segundo: Dios ha establecido una alianza con nosotros desde el
principio. Una alianza es un vínculo familiar sagrado en virtud del cual las
personas se entregan mutuamente en una comunión de amor. Dios nos
llama a una relación de alianza para que compartamos nuestra amistad con
Él y entre nosotros, los miembros de su familia. Para ser fieles a esa alianza
hemos de creer en nuestro Padre y obedecerle en todo, y amarnos los unos a
los otros como hijas e hijos suyos. «¿No tenemos todos nosotros un solo
padre? ¿No nos ha creado un único Dios? ¿Por qué, entonces, nos
traicionamos unos a otros, profanando la alianza de nuestros padres?» (Ml
2, 10).
Tercero: todos hemos roto la alianza con Dios. En eso consiste el pecado.
Lo que el pecado implica por encima de todo no es romper unas leyes, sino
romper nuestras vidas, nuestros hogares y nuestros corazones. No hay más
que mirar a nuestro alrededor: nuestra sociedad, nuestros trabajos y nuestras
casas. Somos egoístas, deshonestos, mezquinos y miserables. «Colmados de
toda iniquidad... inventores de maldades... Ellos, aunque conocieron el
juicio de Dios –que quienes hacen estas cosas merecen la muerte–, no solo
las hacen, sino que defienden a quienes las hacen» (Rm 1, 29-32). Por eso el
Padre castiga el pecado con la muerte: porque el pecado acaba con la vida
de Dios en nosotros y en los demás.
Cuarto: necesitamos desesperadamente la misericordia y la gracia de
Dios. Nos gusta pensar que existe una solución más sencilla: más
educación, más leyes, más tecnología o más dinero; lo cual equivaldría a
tratar el SIDA con aspirinas. La infección del pecado es mortal y demasiado
profunda. Aun así, hemos de huir de la desesperación y del pesimismo.
Nuestro Padre sabe mejor que nosotros lo que nos hace falta. «También
todos nosotros vivimos en otro tiempo en la concupiscencia de nuestra
carne, siguiendo los deseos de la carne y de los malos pensamientos, puesto
que éramos por naturaleza hijos de la ira como los demás. Pero Dios, que es
rico en misericordia, por el gran amor con que nos amó, aunque estábamos
muertos por nuestros pecados, nos dio vida en Cristo» (Ef 2, 3-4).
Quinto: la solución al pecado ha venido de Dios, que se ha hecho hombre
en Jesucristo. Jesús cargó con nuestra frágil naturaleza, herida de muerte, no
solo para sanarnos y perfeccionarnos, sino para elevarnos y hacernos
compartir su propia vida de hijo de Dios, para hacernos uno con su Padre.
«Porque quien santifica y quienes son santificados vienen todos de uno solo;
por eso no se avergüenza de llamarlos hermanos» (Hb 2, 11). Jesús hizo lo
que nadie más podía hacer: arrancar el pecado de raíz. «Porque así como los
hijos comparten la sangre y la carne, también él participó de ellas, para
destruir con la muerte al que tenía el poder de la muerte, es decir, al diablo,
y liberar así a todos los que con el miedo a la muerte estaban toda su vida
sujetos a esclavitud» (Hb 2, 14-15). Su sufrimiento y su muerte nos sanan y
nos conducen hacia nuestra casa: ahí residen nuestra mayor confianza y
nuestra esperanza. «Mirad qué amor tan grande nos ha mostrado el Padre:
que nos llamemos hijos de Dios, ¡y lo somos!» (1 Jn 3, 1).
Sexto: Jesús sella con nosotros la Nueva Alianza entregándose a sí
mismo. Su sacrificio se inicia en el banquete pascual del cenáculo, cuando
dice a sus discípulos: «“Tomad y comed, esto es mi cuerpo”... Y tomando el
cáliz... se lo dio diciendo: “Bebed todos de él, porque esta es mi sangre de
la nueva alianza, que es derramada por muchos para remisión de los
pecados”» (Mt 26, 26-28). Dios se sacrificó a sí mismo por nosotros:
primero instituyendo la Eucaristía y luego muriendo por nosotros en el
Calvario. Ambas cosas forman un todo.
Séptimo: Jesús resucitó de entre los muertos por el poder del Espíritu
Santo. Y el Espíritu Santo es el don que recibimos de Él. «Y, puesto que
sois hijos, Dios envió a vuestros corazones el Espíritu de su Hijo, que
clama: “¡Abbá, Padre!”» (Ga 4, 6). Dios promete entregar su Espíritu a todo
el que lo pida: «Pues si vosotros, siendo malos, sabéis dar a vuestros hijos
cosas buenas, ¿cuánto más el Padre del cielo dará el Espíritu Santo a los que
se lo pidan?» (Lc 11, 13).
Octavo: recibimos el Espíritu Santo y todo su poder a través de los
sacramentos, instituidos por Jesús y administrados por Él, empezando por el
bautismo: «Habéis sido lavados, habéis sido santificados, habéis sido
justificados en el nombre de Jesucristo el Señor y en el Espíritu de nuestro
Dios» (1 Co 6, 11). De esos siete sacramentos el principal es la Eucaristía,
sacrificio de la Nueva Alianza y banquete familiar en el que Jesús –de
acuerdo con su promesa– nos alimenta con su cuerpo y con su sangre: «Yo
soy el pan de vida... Mi carne es verdadera comida y mi sangre es verdadera
bebida. El que come mi carne y bebe mi sangre permanece en mí y yo en
él» (Jn 6, 48.55-56). Y nos llama a participar ahora de ese Pan de vida en la
mesa de su Padre. «Mira, estoy a la puerta y llamo: si alguno escucha mi
voz y abre la puerta, entraré en su casa y cenaré con él, y él conmigo» (Ap
3, 20).
Noveno: el Padre envió al Hijo a instituir por medio del Espíritu la
Iglesia católica, que es la familia universal de Dios. «Que todos sean uno;
como Tú, Padre, en mí y yo en Ti, que así ellos estén en nosotros» (Jn 17,
21). Por eso amamos a la Iglesia como a nuestra Madre, la veneramos como
esposa de Cristo y obedecemos sus enseñanzas; y lo hacemos porque
confiamos en que Jesús cumplirá su palabra: «Sobre esta piedra edificaré mi
Iglesia, y las puertas del infierno no prevalecerán contra ella» (Mt 16, 18).
Y eso no es todo, porque Jesús nos entrega también a su madre, María,
como madre espiritual: «Jesús, viendo a su madre y al discípulo a quien
amaba, que estaba allí, le dijo a su madre: “Mujer, aquí tienes a tu hijo”.
Después le dice al discípulo: “Aquí tienes a tu madre”» (Jn 19, 26-27; ver
Ap 12, 1-2, 5, 17). La gracia de María procede de Jesús: por eso tiene tanto
poder en la familia de Dios. Nadie ha honrado nunca a su madre como
Jesús, y quiere que nosotros le imitemos.
Diez: en esta tierra los hijos de Dios somos peregrinos que caminan hacia
su casa celestial; por eso nuestro verdadero hogar es el cielo, y nuestra
muerte, la vuelta a casa. «Nosotros somos ciudadanos del cielo, de donde
también esperamos al Salvador... el cual transformará nuestro cuerpo vil en
un cuerpo glorioso como el suyo» (Flp 3, 20-21). Y los ángeles y los santos
que nos han precedido son nuestros hermanos y hermanas mayores.
«[Vosotros] os habéis acercado al monte de Sión, a la ciudad del Dios vivo,
Jerusalén la celestial, a la compañía de muchos millares de ángeles, a la
congregación de los primogénitos que están inscritos en los cielos, a Dios el
Juez de todos» (Hb 12, 22-23).
13. YA ESTÁ AQUÍ LA ESPOSA:
NACE EL SOL DE JUSTICIA SOBRE LA
NUEVA JERUSALÉN
«El que estaba sentado en el trono dijo: “Mira, hago nuevas todas las
cosas”» (Ap 21, 5). Si estos versículos se refirieran solo al final de los
tiempos, Cristo habría dicho: «He hecho nuevas todas las cosas». Pero
Cristo conjuga el verbo en presente: «Por tanto, si alguno está en Cristo, es
una nueva criatura: lo viejo pasó, ya ha llegado lo nuevo» (2 Co 5, 17). Es
ahora cuando Cristo hace nuevas todas las cosas.
La plena renovación del universo aguarda el final de los tiempos; pero la
renovación tiene lugar también ahora: la eternidad irrumpe en el tiempo.
La Esposa del Cordero, la Ciudad Santa, es temporal. Existe aquí y
ahora. Pero solo con los ojos de la fe distinguimos las realidades eternas de
la Nueva Alianza. Cuando contemplamos las realidades temporales en el
Espíritu, contemplamos la eternidad. El Apocalipsis describe las cosas en
términos temporales y eternos para enseñarnos a vivir por la fe, aguardando
lo que veremos en el futuro. No tenemos que elegir entre lo eterno y lo
temporal. Lo temporal está impregnado de lo eterno, del mismo modo que
lo eterno está representado y prefigurado en lo temporal. El capítulo 21 del
Apocalipsis refleja una espléndida dualidad temporal y espacial. La nueva
Jerusalén existe ya, pero tiene que llegar. La nueva Jerusalén existe aquí, en
la tierra, pero también arriba, en el cielo.