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Scott Hahn
 

UN PADRE FIEL A SUS


PROMESAS
El amor de alianza de Dios en las Escrituras
 
PRÓLOGO

En una ocasión le pregunté a mi amigo Peter Kreeft cuál de sus


veintitantos libros consideraba más importante. Él se quedó pensando unos
instantes y me contestó: «Yo diría que el que no escribí durante los años en
que mis hijos eran pequeños y me necesitaban». Buena respuesta. En mi
caso, este libro estuvo a punto de pertenecer a esa categoría.
Lo empecé hace siete años, cuando el P. David Testa me invitó a dar un
ciclo sobre la historia de la salvación a sus feligreses de St. Paul, en Hudson
(Nueva York). Las conferencias fueron grabadas por St. Joseph
Communications y transcritas a continuación. Más tarde, Ann Spangler (de
Servant Publications) me sugirió que revisara las transcripciones y las
publicase para quienes quisieran conocer mejor la Biblia.
Ni soñarlo.
Acababa de comenzar a escribir lo que terminó siendo una tesis doctoral
de 775 páginas. Simultáneamente, trabajaba junto con mi mujer, Kimberly,
en la redacción de otro libro: Roma, dulce hogar. Un tercer libro me parecía
impensable.
No obstante, a lo largo de mis conversaciones con Servant, Ann Spangler
y David Came me sugirieron buscar un editor que me ayudase con las
transcripciones destinadas a publicarse. Y lo encontraron –y muy bueno– en
Pam Moran, quien llevó a cabo un trabajo excelente limpiándolas de cierta
verborrea demasiado densa.
Entretanto se me habían ido acumulando las tareas: dos hijos más, las
clases a tiempo completo en la Franciscan University de Steubenville, el
remate y la defensa de mi tesis doctoral, etc. Y ahí se quedó aparcado el
manuscrito, cogiendo más y más polvo.
Entonces apareció la ayuda adicional de otros pacientes editores –Bert
Ghezzi, Heidi Hess y Paul Thigpen–, gracias a cuya colaboración vi llegado
el momento de culminar el proyecto. Por fin puedo ofrecerles mi más
sincero agradecimiento y un manuscrito acabado.
No obstante, la principal ayuda para la conclusión del proyecto fue el
regalo de un semestre de primavera sabático en 1997. Quiero agradecer al
presidente de la Franciscan University, el P. Michael Scanlan, y al decano
académico, el Dr. Michael Healy, así como a mis colegas del Departamento
de Teología, que hicieran posible esa temporada sabática.
El mayor estímulo lo recibí una tarde en que nos dirigíamos en coche a
Cleveland para ver cómo Michael Jordan y los Chicago Bulls machacaban a
los Cavaliers, mientras Kimberly les leía a nuestros dos hijos mayores una
versión preliminar del libro. Sentado al volante, iba oyendo los comentarios
de mis hijos hasta que, de repente, caí en la cuenta de que estaban
totalmente enganchados. Los dos me animaron a leer algunos fragmentos a
sus compañeros de instituto que se reunían en casa las tardes de los lunes
para dedicar hora y media al estudio de la Biblia. Y eso hice. Todo lo que
puedo decir es «gracias», y esta vez os las doy a vosotros.
Naturalmente, yo soy el único responsable de las cosas que aún quedan
por pulir. Una vez más, me reconfortan las palabras de G. K. Chesterton,
uno de mis escritores favoritos: «Si hay algo que verdaderamente vale la
pena hacer, vale la pena hacerlo mal».
Después de tantos años enseñando esta materia a alumnos de distintos
niveles (secundaria, grado y posgrado), estoy más convencido que nunca de
que realmente vale la pena. De hecho, no se me ocurre otra cosa que valga
más la pena que compartir la historia bíblica del amor de alianza de Dios en
la historia de la salvación. De eso trata este libro. No es un manual ni un
estudio monográfico: es, sencillamente, volver a relatar las historias que
componen la Historia.
En él me centro sobre todo en los personajes y acontecimientos más
importantes: en los relatos que constituyen el eje narrativo de la Biblia. Mi
principal objetivo consiste en ofrecer el «panorama general» que en
nuestros días pasa desapercibido a muchos lectores de las Escrituras. En el
transcurso de ese proceso tengo también la esperanza de mostrar cuánta
sabiduría práctica contiene la Biblia para los creyentes de a pie, y en
particular para los católicos «de tropa». Esa es una de las razones que me
llevan a hacer hincapié en el doble tema de la alianza y la familia, que
afectan de lleno a nuestras vidas. La otra razón de que me centre en estos
temas tan estrechamente relacionados es que la Biblia también lo hace.
El enfoque que he adoptado no tiene nada de nuevo: sigo las directrices
básicas de los Padres y Doctores de la Iglesia, de las últimas enseñanzas
papales, los documentos del Vaticano II, el Catecismo de la Iglesia Católica
y la reciente instrucción de la Pontificia Comisión Bíblica «La
interpretación de la Biblia en la Iglesia». Este enfoque narrativo del relato
bíblico dirige nuestra atención hacia el plan paternal de Dios de establecer
alianzas con su familia a lo largo de la historia de la salvación. Para ello he
hecho uso del método conocido como «crítica canónica», que implica leer
el Antiguo Testamento a la luz del Nuevo y viceversa, siguiendo la doctrina
de san Agustín que cita el Catecismo de la Iglesia Católica: «El Nuevo
Testamento está escondido en el Antiguo, mientras que el Antiguo se hace
manifiesto en el Nuevo» (CEC, n. 129). Y, al mismo tiempo, es un enfoque
ecuménico, ya que extrae algunas ideas de la erudición bíblica protestante y
de las fuentes judías rabínicas antiguas y modernas; lo cual se hace patente
sobre todo en las notas a pie de página, que animo encarecidamente a los
lectores a consultar.
Unas palabras finales antes de empezar: este libro no está pensado para
servir de texto base a la hora de impartir clases sobre las Escrituras a uno u
otro nivel. De hecho, no querría que nadie lo utilizase de ese modo. Para
estudiar las Escrituras solo existe un texto base: la Biblia. Aun así, puede
resultar útil como guía de estudio complementaria en diversos contextos.
Y ahora, sin más prolegómenos, os invito a leer la Historia con
mayúsculas: la de un Padre fiel a sus promesas.
Scott Hahn, Ph.D.
22 de agosto de 1997 [1]
Fiesta de María Reina
1. FAMILIA POR ALIANZA:
EL PLAN MAESTRO PARA LA FAMILIA DE
DIOS EN LAS ESCRITURAS

Todo el mundo lo notó: un momento de silencio escalofriante, un ruido


sordo y, a continuación, la tierra empezó a temblar. Los edificios oscilaron y
se inclinaron antes de venirse abajo como castillos de naipes. No hicieron
falta ni cuatro minutos para que cerca de 30.000 personas perdieran la vida
en el terremoto de magnitud 8.2 que sacudió Armenia en 1989, dejándola
prácticamente arrasada.
En medio del caos, un padre corría angustiado por las tortuosas calles
que llevaban a la escuela adonde se había dirigido su hijo a primera hora de
la mañana. El hombre no podía dejar de pensar en la promesa que le había
hecho tantas veces: «Pase lo que pase, Armand, yo siempre estaré ahí».
Al llegar al lugar que antes ocupaba la escuela, no encontró más que un
montón de escombros. De primeras se quedó allí parado, peleando con las
lágrimas; luego, tropezando entre los restos, salió corriendo hacia la esquina
este donde le constaba que se hallaba el aula de su hijo.
El hombre se puso a cavar sin otra ayuda que sus manos. Desesperado,
levantaba ladrillos y trozos de pared mientras otros lo observaban con
escepticismo. Entonces oyó a alguien mascullar:
–Déjelo ya, señor. Están todos muertos.
El hombre alzó la vista y replicó descompuesto:
–Puede quedarse ahí mascullando o puede ayudarme a levantar ladrillos.
Tan solo unos pocos le echaron una mano; y muchos se rindieron en
cuanto sus músculos empezaron a resentirse. Pero aquel hombre no podía
dejar de pensar en su hijo.
Siguió cavando y cavando durante horas: doce, dieciocho, veinticuatro,
treinta y seis horas... Ya habían pasado treinta y ocho cuando por fin oyó
salir un gemido ahogado de debajo de un trozo de pared.
Agarró la placa de yeso, tiró de ella y gritó:
–¡ARMAND!
De en medio de la oscuridad surgió una trémula vocecilla:
–¿Papá...?
Otras voces empezaron a llamar débilmente: bajo los escombros sin
retirar quedaban todavía varios pequeños con vida. De los pocos
observadores y padres que seguían allí brotaron palabras entrecortadas y
gritos de alivio y perplejidad. En total rescataron a catorce alumnos de
treinta y tres.
Cuando por fin apareció, Armand quiso ayudar a cavar hasta que los
compañeros de clase que habían salvado la vida estuvieron fuera. Todos los
presentes le oyeron dirigir estas palabras a sus amigos:
–¿Lo veis? Os dije que mi padre no se olvidaría de nosotros.
Así es la fe que necesitamos, porque así es el Padre que tenemos.

La gracia del Padre: un regalo nada barato

La Escritura da testimonio de los cuidados que Dios ha prodigado a su


familia a lo largo de los siglos, brindando a sus hijos la oportunidad de vivir
con Él para siempre. Lo que ha quedado recogido en la Biblia demuestra
que nuestro Padre celestial se ha mantenido fiel a todas y cada una de sus
promesas relativas a nuestra redención... al precio de su Único Hijo amado.
Por la gracia de Dios, el don de la salvación es un regalo, pero no barato.
La historia de ese amor inquebrantable es la historia de este libro. Juntos
examinaremos qué ha hecho Dios a lo largo de la historia para convertirnos
en su familia y para salvarnos de la triste miseria de nuestro pecado y
nuestro egoísmo. En el camino descubriremos de un modo nuevo el ardor
con que nos busca, lo firme que es su intención de sanarnos y lo merecedor
que es de nuestra gratitud, nuestra confianza y nuestra obediencia.

A los padres que no están en el cielo

No dejamos de oír hablar de padres tan absortos en hacer carrera o en


otros intereses que acaban desentendiéndose de sus hijos. Esa expresión tan
trillada de «tiempo de calidad» suele describir sus esfuerzos por hacer
rendir al máximo el poco tiempo que les dedican. Hasta los mejores padres
son seres humanos, criaturas imperfectas que a veces rompen sus promesas
o que no están cerca de sus hijos cuando estos más los necesitan. Prueba de
ello son mis propios esfuerzos por ser un buen padre. Pese a mis mejores
intenciones de cumplir con mis compromisos familiares, es inevitable que
surja algún asunto urgente que dé al traste con nuestros planes compartidos,
obligándome a salir de casa. Aunque pongo especial cuidado en no hacer
promesas explícitas que no vaya a poder cumplir, mis hijos sufren una
decepción cuando las expectativas que he creado en ellos se desvanecen por
alguna circunstancia inesperada –de la que a veces yo mismo soy el
culpable–.
Quiero ayudarte a hacerte una idea de una clase de padre muy diferente:
un Padre eterno que nunca deja de cumplir su palabra. Sea cual sea el
obstáculo, jamás pierde de vista su objetivo: formar y configurar una
familia humana que participe del amor infinito de la Trinidad. Considerar lo
que nos dice la Escritura acerca de cómo el Padre ha velado por su pueblo a
lo largo de los siglos nos hará más conscientes de la grandeza del amor
personal con que Dios nos quiere a todos y cada uno de nosotros, miembros
de su familia de alianza.
La Escritura, la mayor historia de amor

A los pocos años de abandonar el ministerio presbiteriano, recién


convertido al catolicismo, asistí a la misa del gallo en un barrio de
Pittsburgh, mi lugar de residencia. No había un solo asiento libre y la
audiencia se removía inquieta, como si estuviera a punto de aparecer el
Niño Jesús en persona. Las velas dotaban de un cálido resplandor al altar
adornado con flores de Pascua, mientras el dulce perfume del incienso se
dispersaba hasta alcanzar los últimos bancos, donde yo ocupaba mi sitio.
Me acababa de sentar cuando se oyó a un cantor entonar las solemnes
notas del antiguo himno que da inicio a la liturgia de la misa de vigilia. La
gente no parecía prestar demasiada atención; a mí, sin embargo, esa
melodía celestial me cautivó: aunque su mensaje me resultaba muy
conocido, hasta entonces nunca lo había oído cantar. Semanas después aún
seguía rememorando la honda impresión que dejó en mí, pero no la letra, de
modo que me puse a indagar hasta encontrar a alguien que me facilitara una
copia del canto. Ninguna hoja impresa puede hacerle justicia, pero basta la
letra para formarse una idea:
Habían pasado miles y miles de años desde que, al principio, Dios
creó el cielo y la tierra... y miles y miles de años desde que cesó el
diluvio... Cerca de dos mil años después de que Abrahán, nuestro
padre en la fe, dejó su patria; mil doscientos cincuenta años después
de que los israelitas, guiados por Moisés, salieran de Egipto; mil años
después de la unción de David como rey; en el año 752 de la
fundación de Roma; en el año 42 del imperio de Octavio Augusto,
mientras sobre toda la tierra reinaba la paz, hace 1.986 años, en Belén
de Judá, pueblo humilde de Israel, ocupado entonces por los romanos,
en un pesebre, porque no tenían sitio en la posada, de María virgen,
esposa de José, de la casa y familia de David, nació Jesús, Dios
eterno, Hijo del eterno Padre y hombre verdadero llamado Mesías y
Cristo, que es el Salvador que la humanidad esperaba.
Puede que te extrañe que el canto de aquel mensaje me cautivara hasta
tal punto. Al fin y al cabo, ¿a quién le importa que hayan pasado mil
doscientos cincuenta años desde que los israelitas salieron de Egipto? Y aún
menos el año 752 de la fundación de Roma... Quizá deba contarte algo
acerca de ese momento de mi vida para que puedas apreciar el entusiasmo
que despertó en mí el mensaje contenido en este antiguo cántico.
Después de una década estudiando en profundidad la Escritura, por fin
empezaba a vislumbrar el «panorama general» de la historia de la salvación
y cómo las innumerables piezas del puzle iban encajando para formar una
hermosa y gran historia de amor divino. Tantos nombres, lugares y
acontecimientos como aparecen en la Escritura suelen dejar abrumados y
apabullan a quienes la leen por primera vez. Para ser sincero, a mí me llevó
años formarme un «mapa mental» que me permitiera moverme dentro de
ella –sobre todo, dentro del Antiguo Testamento– sin sentirme perdido.
Pero, una vez localizados los picos de los acontecimientos que componen la
cordillera de la historia de la salvación, logré esbozar ese panorama.
Y ahí estaba yo esa noche en la misa de vigilia de Navidad, rodeado de
varios cientos de católicos corrientes y oyendo a un cantor entonar una
antigua versión del mapa mental de la historia de la salvación que yo
acababa de confeccionar. Poco a poco me fui dando cuenta de que llevaba
una década entera reinventando la rueda. Durante todo ese tiempo, Dios
nunca había dejado de ofrecer a sus hijos –a través de la Tradición y la
liturgia vivas de la Iglesia– los medios con que trazar el mapa de la crónica
escriturística del plan paternal diseñado para su familia de alianza y
desarrollado a lo largo de la historia, siempre que nosotros hiciéramos uso
de aquello de lo que nos proveía su misericordia.
Naturalmente, la exactitud de las fechas que el liturgista atribuye a los
acontecimientos es discutible, pero eso carecía de importancia. El mensaje
fundamental era irrefutable. Lo que contenía era una vista panorámica de la
historia de la salvación en la que aparecían resaltados los indicadores de las
Escrituras que ofrecen una prueba evidente del amor ininterrumpido de
Dios a la raza humana. Cuando retrocedo a esa noche, veo cómo entonces
me di cuenta de que se invitaba a los fieles a ser más conscientes de lo
mucho que se había invertido en preparar al mundo y a todas las naciones, a
toda la familia humana, para la venida de Cristo.
El misterio del amor de Dios en la historia de la salvación

Esta extraordinaria versión condensada de la historia bíblica lo dejaba


perfectamente claro: a lo largo de la historia, nuestro Padre celestial ha
cuidado siempre de nosotros, salvándonos una y otra vez de la destrucción.
Ansía convencernos del ardiente amor que nos tiene a cada uno; de esa
misericordia incansable que nos llama a participar de su vida divina y nos
hace capaces de ello; de esa fogosa efusión de amor en la que el Padre
engendra eternamente al Hijo en el Espíritu Santo. Solo un amor arrollador
e infinito como el que se da en la Santísima Trinidad puede explicar los
misterios del pecado y la salvación del hombre.
Admitámoslo: en realidad, los seres humanos no queremos que Dios nos
ame tanto. Es algo demasiado exigente. Por supuesto que estamos
dispuestos a obedecer; pero es evidente que un amor de esa envergadura
llama a algo más que a obedecer los mandamientos. Exige nada menos que
nuestra entrega plena. Puede que a las tres Personas infinitas de la Trinidad
no les cueste demasiado, pero para criaturas como nosotros un amor así es
una llamada al martirio. Se trata de una invitación que exige mucho más
sufrimiento y mucha más renuncia que la de limitarse a dejar de comer
chocolate en Cuaresma. Exige nada menos que morir constantemente a uno
mismo.
Quizá te preguntes: ¿por qué tenemos que amar como Dios? La Escritura
nos ofrece una respuesta por partes. En la primera, el Antiguo Testamento
nos muestra que hemos sido creados para vivir como Dios durante nuestro
paso por la tierra, compartiendo el amor dentro de la familia humana; en la
segunda, el Nuevo Testamento nos muestra que hemos sido creados de
nuevo para vivir en Dios compartiendo el amor de la Santísima Trinidad
eternamente en el cielo. Ambas cosas son esenciales para entender lo que
significa ser auténticamente hombre, pero solo la segunda es nuestro fin
último y verdadero: lo que los teólogos llaman la visión beatífica. Nos
quedaríamos cortos si nos contentáramos con menos.
Eso quiere decir que, desde un principio, nuestra estancia en la tierra
estaba destinada a ser exclusivamente temporal. Por eso el Nuevo
Testamento considera la Antigua Alianza un período de prueba –prolongado
artificialmente a causa del pecado– que el hombre no logró superar con
éxito y que acaba en Cristo (ver Hb 2, 6-9). También podemos comprobar
cómo el Nuevo Testamento integra esa orientación «terrenal» del Antiguo
Testamento dentro del plan paternal de Dios de enseñar a sus hijos –en
distintas etapas– a desear y alcanzar lo que es divino y eterno [1]. Como
dice Jesús, el único camino que conduce al cielo consiste en desprenderse
por amor de los bienes temporales de la tierra (ver Mt 5-7): no porque las
cosas de esta tierra sean malas, ya que en tal caso no valdrían para ser
ofrecidas en sacrificio, sino porque las cosas terrenales son tan buenas –
solamente inferiores a las del cielo– que somos capaces de sacrificar las
primeras para alcanzar las segundas. Por otra parte, si las pérdidas
temporales pueden aportar una ganancia eterna, las formas aparentemente
radicales del castigo temporal que Dios infligió a Israel a lo largo de su
historia adquieren sentido: «Dios os trata como a hijos... Él [nos educa] con
vistas a nuestro bien, para que participemos de su santidad» (Hb 12, 7-10).
Entonces el pecado se revela como lo que realmente es: nuestra negativa
a vivir en consonancia con el amor perfecto de la Trinidad. Ese amor divino
queda reflejado en las exigencias sacrificiales de las leyes de la alianza. Al
mismo tiempo, somos capaces de entender la lógica interna de la salvación
y de comprender cómo esta solo puede llevarse a cabo a través de la muerte
sacrificial de Jesús en la cruz. Ahí fue donde Cristo asumió nuestra
humanidad y, con el don sacrificial de sí mismo, la transformó en imagen e
instrumento perfectos del amor trinitario dador de vida.
La esencia del pecado consiste en el rechazo de la filiación divina a causa
de su exigencia de sacrificio; por eso la muerte de Cristo expió nuestro
pecado desde sus raíces: «También él participó de ellas [la sangre y la
carne], para destruir con la muerte al que tenía el poder de la muerte, es
decir, al diablo, y liberar así a todos los que con el miedo a la muerte
estaban toda su vida sujetos a esclavitud» (Hb 2, 14-15) [2].
La cruz se debe entender como un acontecimiento trinitario que no
estábamos preparados para asumir, ni siquiera para comprender, mientras
Dios no nos hubiera sometido a una larga preparación. De eso trata todo el
Antiguo Testamento y por eso necesitamos el Nuevo Testamento para
constatarlo.
Si todo esto te parece demasiado complicado o si he ido demasiado
deprisa, no te preocupes: para eso está lo que queda de este libro.
Examinaremos más detenidamente los personajes y los acontecimientos
principales de la Escritura y comprobaremos cómo encajan en las distintas
etapas preparatorias del plan familiar de Dios. Quizá después quieras volver
atrás y releer este epígrafe. Es probable que entonces tenga más sentido.

Una actitud ante la historia

La Escritura –una de las reliquias de familia más valiosas que poseemos–


recoge lo más destacado de un drama divino. Sus páginas no ofrecen una
lección de historia árida e impersonal, sino la historia de un amor
apasionado, el asombroso relato de un Dios que viene a buscar y a salvar lo
que estaba perdido pagando por ello un precio incalculable.
Muchas veces leemos los relatos de la Biblia como si se tratara de
simples moralejas. Después de vencer al villano del sombrero negro, el
héroe del sombrero blanco negro cabalga hacia el ocaso y vive feliz para
siempre... junto a una chica atractiva, por supuesto. No obstante, la
Escritura fue inspirada por Dios para enseñarnos algo más profundo que
una simple moral: se trata de una larga carta de amor que el Padre dirige a
los hijos a quienes ama y que aún peregrinan en este mundo.
Solemos caer en la tentación de ver el Antiguo Testamento como una
aburrida relación de «engendros». Sin embargo, sus páginas cobran vida
cuando nos fijamos más detenidamente en unos personajes muy reales,
gente como tú y como yo, que superaron obstáculos y saborearon la derrota,
rieron y lloraron, amaron y perdieron. Y mientras tanto ¿quién cuidó de
ellos? Dios Padre, que iluminó con su luz la oscuridad humana, abriéndonos
el camino que nos conduce a nuestra casa para vivir eternamente a su lado.
El problema que tenemos en Occidente es que tendemos a reducir la
historia a una cronología secular de política, economía, tecnología y
guerras, lo que nos lleva a ocuparnos de elecciones, crisis, inventos y
batallas militares. Ninguna de estas cosas carece de importancia, pero los
judíos de la antigüedad distinguían en la historia las corrientes más
profundas de los fines y la acción de Dios. Y delimitar esas corrientes
requiere la fe en el gobierno providente de Dios sobre la naturaleza y los
acontecimientos de la historia.
Desde la perspectiva hebrea, el principal objetivo de la historia bíblica
consiste en recoger la historia familiar de la humanidad a la luz del plan de
alianza de Dios con su pueblo. Para lograr ese objetivo fundamentalmente
religioso, Dios inspiró a los autores bíblicos el uso de figuras literarias,
poemas, parábolas, profecías y muchas otras cosas que hoy nunca
esperaríamos encontrar en los libros de historia modernos. Pero eso no hace
que la Biblia sea menos histórica: solo la hace distinta, muy distinta.
El enfoque bíblico de la historia ofrece un marcado contraste con el
enfoque mitológico tan extendido en el antiguo Oriente Próximo, que
entendía el tiempo como un ciclo interminable (el «mito del eterno
retorno»), al que iba unida una visión fatalista de los dioses, que
controlaban el destino de cada persona. En la práctica, en la mayoría de las
sociedades antiguas el resultado consistía en un profundo pesimismo
respecto al tiempo, tanto pasado como futuro.
El enfoque de la historia que se da en Occidente, por su parte, ofrece un
marcado contraste con la perspectiva tan extendida en el Oriente Próximo
de la antigüedad. Si la visión moderna es lineal, progresiva, optimista y
secular, la mirada antigua tendía a ser cíclica, regresiva, pesimista y mítica;
mientras que la mirada bíblica se encuentra entre un extremo y otro [3].
De ahí que, en ocasiones, el lector moderno olvide un aspecto importante
del mensaje bíblico: un aspecto que refleja la antigua visión hebrea del
tiempo como historia de la salvación. Hasta los lectores piadosos que suelen
acercarse a la Escritura con un corazón cristiano lo hacen también con una
mente secular. Esta combinación constituye –en el mejor de los casos– un
matrimonio mixto. El corazón cristiano, por el contrario, exige una mente
bíblica, lo cual requiere un esfuerzo minucioso.
Por un lado, es preciso entender la naturaleza profética del relato bíblico
de la historia de la salvación. Los antiguos israelitas creían que Dios creó el
mundo, pero también que rige su historia de acuerdo con su plan de
salvación. Y, por otro lado, creían que el Espíritu de Dios hace de los
autores bíblicos (Moisés y los profetas) mensajeros del propósito divino.
Por eso las obras salvíficas de Dios (la creación, el éxodo, la conquista, el
reino, el exilio y la restauración) se describen desde la perspectiva del
patrón de alianza de la justicia y la misericordia divinas.
En otras palabras, Dios «escribe» el mundo del mismo modo que los
hombres escriben palabras: para transmitir la verdad y el amor. De ahí que
la naturaleza y la historia sean algo más que meras cosas creadas: Dios las
configura como signos visibles de otras cosas, de realidades no creadas que
son eternas e invisibles. Pero, debido a la ceguera que es consecuencia del
pecado, el «libro» de la naturaleza tiene que ser traducido por la Palabra
inspirada de la Escritura; lo cual exige, a su vez, una imaginación
auténticamente sacramental que permita a las personas (una vez más)
interpretar la historia y la creación en virtud del simbolismo sagrado de la
Escritura.
Cuando los hombres escriben palabras para expresar el amor, suelen
recurrir a la poesía. Eso es exactamente lo que ocurre con Dios. «La historia
no se repite, pero rima», dijo Mark Twain en una ocasión. Y nuestros oídos
tienen que acostumbrarse a esa poesía divina.
Este es el propósito y el valor de la tipología que, al estudiar cómo Cristo
estaba prefigurado en el Antiguo Testamento (Adán, Abrahán, Isaac,
Melquisedec, el cordero pascual, el templo), revela la profunda unidad de la
Antigua y la Nueva Alianza. La tipología nos permite reconocer, «en las
obras de Dios en la Antigua Alianza, prefiguraciones de lo que Dios realizó
en la plenitud de los tiempos en la persona de su Hijo encarnado» (CEC, n.
128).
La historia de la salvación es, en resumen, un misterio sagrado
transmitido en la poesía divina de la Escritura. Así como la tipología revela
la rima, la alianza de Dios desvela el propósito y el significado globales. Por
eso este libro se centrará sobre todo en las dimensiones tipológicas y
aliancistas del relato bíblico.
Familia por
alianza

Cuando empiezas a investigar qué es lo que los autores bíblicos


consideran importante, descubres que el concepto de alianza forma el hilo
conductor que recorre toda la Escritura. Los relatos que vamos a examinar
describen cómo el Padre, a través de una serie de alianzas, pasa de ocuparse
de una sola pareja –Adán y Eva– a ocuparse del mundo entero. Cada uno de
esos pasos nos hace avanzar en el camino hacia el cielo, proporcionándonos
un componente más decisivo del plan de Dios de formar una familia de fe.
Contemplar la historia de la salvación con las gafas de la alianza nos ayuda
a descubrir la sabiduría y el poder paternales de Dios y nos ofrece una
visión más nítida de la familia humana [4].
Si examinamos la historia de la salvación sirviéndonos de esa lente,
caminaremos en buena compañía. San Ireneo, uno de los teólogos más
importantes de la Iglesia primitiva, dijo en cierta ocasión: «Comprender...
[consiste en] ver... por qué Dios estableció con la humanidad varios
Testamentos y enseñar las particularidades de cada uno» [5]. El estudio de
las alianzas divinas en la historia de la salvación nos lleva a crecer en el
conocimiento de la paternidad divina y a participar más plenamente de la
vida del Espíritu que Cristo nos entregó con su muerte. Por eso se ha
revelado Dios –y nos sigue hablando– en las Sagradas Escrituras: para que
podamos conocer, amar e imitar al Padre de la alianza que cumple todas sus
promesas.

Crecimiento bajo juramento

¿Qué es exactamente un «convenio» o alianza? La palabra «convenio»


procede del término latino convenire, que significa «juntar» o «acordar»; en
español implica un pacto formal, solemne y vinculante entre dos o más
partes, cada una de las cuales debe sujetarse a los fines del acuerdo.
Ateniéndonos a esta definición, un convenio es semejante a un contrato. De
hecho, las leyes seculares modernas tienden a considerar virtualmente
idénticos los convenios y los contratos; mientras que en términos bíblicos
los convenios (o alianzas) implican mucho más que los contratos. Aunque
son varias las diferencias, aquí solo abordaremos dos: por una parte, los
juramentos solemnes frente a las promesas privadas; y, por otra, el don
personal frente al intercambio de bienes.
Un contrato, en primer lugar, se establece mediante una promesa,
mientras que una alianza se establece mediante un juramento. En una
promesa nos comprometemos («te doy mi palabra») y firmamos con nuestro
nombre. Con el juramento la promesa se transforma al invocar el santo
nombre de Dios para que nos ayude y nos bendiga («con la ayuda de
Dios»). Quien jura se somete al juicio divino y a una maldición
condicionada («que Dios me maldiga si...»). De ahí que el juramento sea
una forma de compromiso mucho más consistente y sagrado.
Hasta una cultura tan secularizada como la nuestra sigue reconociendo
cierta diferencia entre las promesas y los juramentos. Ante los tribunales,
por ejemplo, juramos y posamos nuestra mano derecha sobre la Biblia antes
de subir al estrado, porque en nuestra sociedad la justicia continúa siendo
una cuestión de vital importancia. A ojos de la ley, mentir bajo juramento
no es solamente un pecado, sino un delito grave: el de perjurio (o violación
de un juramento), punible con la cárcel.
Por eso los médicos, los policías, el personal militar y los funcionarios
públicos hacen un juramento por el que se comprometen a cumplir sus
deberes con la comunidad. Entregan ante Dios sus propias vidas al servicio
de los demás. El juramento (sacramentum en latín) constituye el
fundamento esencial del convenio. Prestar juramento vincula a la persona
con una alianza de un modo que trasciende la mera legalidad. La alianza es
personal, absoluta y totalmente fiable, porque se trata de un compromiso
sagrado hecho y respetado ante un Dios santo. (Lo cual no significa,
naturalmente, que las alianzas basadas en un juramento no se violen nunca;
pero, cuando se violan, el juicio de Dios conlleva la maldición).
Otro ejemplo de una alianza por juramento es el sacramento del
matrimonio –un compromiso que no se establece solo con el otro cónyuge,
sino con Dios–, el cual vincula tan estrechamente a dos personas que se
convierten en «una sola carne». La intención de Dios es que el esposo y la
esposa no se separen. El sacramento del matrimonio bien entendido es una
carga que, paradójicamente, trae consigo la libertad. La esposa es libre de
envejecer y cubrirse de arrugas sin miedo al divorcio, mientras que el
esposo es igualmente libre de volverse calvo y barrigón sin miedo a que su
esposa lo abandone.
En virtud del juramento, las alianzas forjan vínculos de libertad en el
compromiso. De este modo trata Dios a su pueblo, a quien ofrece
personalmente sus promesas y sus juramentos. Así lo explica un pasaje de
la Carta a los Hebreos en el contexto de la alianza divina con Abrahán:
“Por eso Dios, cuando hizo su promesa a Abrahán, como no tenía a
nadie superior a Él por quien jurar, juró por sí mismo diciendo:
«Ciertamente te llenaré de bendiciones y te multiplicaré sin medida».
Y de este modo, esperando con paciencia, alcanzó la promesa. Pues
los hombres juran por algo superior, y el juramento es para ellos la
garantía que pone fin a todo litigio” (Hb 6, 13-16; la cursiva es mía).
El fin último de Dios descansa sobre el peso de un juramento, de manera
que, «al querer demostrar con mayor claridad a los herederos de la promesa
la inmutabilidad de su decisión, la reafirmó con un juramento; para que,
gracias a dos cosas inmutables... los que buscamos refugio en la posesión de
la esperanza que nos es ofrecida, tengamos un poderoso consuelo... ancla
segura y firme de nuestra vida» (Hb 6, 17-19).
Si no olvidas esto mientras lees los relatos acerca de los personajes clave
de la Escritura, descubrirás una de las diferencias más significativas entre la
Antigua y la Nueva Alianza: para establecer la Antigua Alianza, Dios se
sirvió de mediadores humanos que prestaron juramento y pecaron –como
Adán (ver Rm 5, 12-21) e Israel (ver Hb 3-4)–, y sobre ellos recayó la
maldición. La Nueva Alianza, por el contrario, la establece Jesús, Dios
hecho Hombre, pero solo después de haber cumplido los términos –y
asumido las maldiciones– de la Antigua Alianza. De ese modo se convierte
en el mediador de la Nueva Alianza (ver Hb 8-9), ratificada mediante
juramento.
En este sentido, no parece una coincidencia que el término latino
empleado para referirse a un «juramento» sea el de sacramentum. Desde los
primeros tiempos los cristianos entendieron los sacramentos como alianzas
por juramento: los medios instituidos por Dios para mantener –y renovar–
la Nueva Alianza [6].

Los vínculos salvadores de un parentesco sagrado

Entre los contratos y las alianzas se puede observar otra diferencia


importante derivada de la forma de intercambio. Mientras que en un
contrato se intercambia una propiedad de bienes y servicios («esto es mío y
esto es tuyo»), las alianzas implican el intercambio de personas («yo soy
tuyo y tú eres mío»), creando un vínculo compartido de comunión
interpersonal.
Para los antiguos israelitas una alianza era tan distinta de un contrato
como el matrimonio de la prostitución. Cuando un hombre y una mujer se
casan, manifiestan ante Dios el amor inquebrantable que los une hasta la
muerte; la prostituta, por su parte, vende su cuerpo al mejor postor antes de
pasar a otro cliente. Los contratos convierten a las personas en clientes o
empleados; las alianzas las convierten en esposos, padres, hijos e hijas. Las
alianzas, en resumen, forjan los vínculos de un parentesco sagrado [7].
La Escritura revela cómo Dios se ha servido de alianzas para constituir
lazos familiares con su pueblo a lo largo de todas las edades. La fórmula
utilizada habitualmente en la Escritura para describir el vínculo de la
alianza de Dios con nosotros se hace eco de ello: «Seré su Dios y ellos
serán mi pueblo... Yo seré para vosotros Padre, y vosotros seréis para mí
hijos e hijas» (2 Co 6, 16-18). El punto culminante del proceso es,
naturalmente, la Nueva Alianza, cuando Cristo nos abre a la vida familiar
en el seno de la Trinidad para hacernos a todos partícipes de ella.
Por eso, si quieres llegar hasta el fondo de las Escrituras, no identifiques
la alianza con un contrato, ni al Padre con un juez, ni la sala de estar con la
sala de un tribunal: las leyes y los juicios de Dios tienen que interpretarse
como signos de su amor, su sabiduría y su amor paternales; lo cual no
implica un estándar de justicia inferior o menos estricto, porque un buen
padre exige más de su hijo que lo que el juez espera del acusado o el jefe
del empleado.
Los términos de una alianza requieren determinadas acciones para
merecer recompensas o beneficios, mientras que de la violación del
compromiso se derivan determinadas penas y perjuicios. En este sentido se
repite el patrón de la vida familiar, en la que los hijos trabajan para recibir
una asignación y, una vez han crecido y dado pruebas de madurez, pueden
tener razones para esperar ser premiados con una herencia. Pero, si
persisten en el pecado grave, se enfrentan a la perspectiva de ser
desheredados. Ese es también el patrón bíblico de la alianza, porque el
Padre bendice a sus hijos cuando se atienen a la alianza y los castiga si la
quebrantan. Así queda especificado en la alianza en términos de bendición y
maldición (ver Dt 28). Las bendiciones significan vida, mientras que las
maldiciones significan muerte; y Dios invita a su pueblo a elegir la vida y a
obrar de tal modo que pueda gozar de la bendición paterna.

Con los ojos puestos en el Padre: un compromiso para siempre

El Padre quiso convencer a sus hijos, «herederos de la promesa», de su


plena fidelidad y de su carácter inmutable. Dios sabía que los antiguos
israelitas estaban rodeados de pueblos cuyos dioses eran veleidosos: un día
benévolos y al siguiente vengativos. ¿Por qué no iban a esperar los hebreos
más de lo mismo? No es de extrañar que Dios llegara a tales extremos para
convencer a su pueblo de que Él era diferente. Hizo un juramento para
«fortalecer» la confianza de su pueblo, adaptando la promesa inicial a la
fragilidad de su fe. Nosotros, como esos hebreos de la antigüedad, hemos de
agarrarnos a la esperanza como el «ancla segura y firme de nuestra vida»,
sobre todo porque contamos con una alianza mucho más valiosa (ver Hb 8,
6), fundada sobre promesas mejores porque fue instituida «por un
juramento» (Hb 7, 20).
El mensaje esencial que Dios quiere trasmitirnos a través de su alianza se
puede enunciar de un modo muy simple: «Te amo. Estoy comprometido
contigo. Te juro que nunca te abandonaré. Tú eres mío y yo soy tuyo. Yo
soy tu padre y tú eres mi familia». ¡Es asombroso que el Creador ame tanto
a sus criaturas!
Cuanto más me convencía del cuidado paternal que Dios ha prodigado a
sus hijos a lo largo de los siglos, más vida cobraba la realidad de la alianza.
Dejaba de ser una teoría abstracta y me abría las puertas a nuevas
dimensiones del amor de Dios. Lejos de limitarse a ser un término antiguo
de la cultura bíblica, acabó significando para mí toda la riqueza de un
compromiso familiar. Los personajes del Antiguo Testamento tomaron
cuerpo en una red imponente (e inteligible) de parientes: la familia de la fe.

La gravedad de la ley de la alianza

A medida que vayas estudiando las Escrituras, descubrirás cómo las


leyes de la alianza no son estipulaciones arbitrarias, sino sólidos principios
morales que gobiernan el orden moral. Es más: reflejan la vida interior de la
Santísima Trinidad. La «alianza» es, en otras palabras, lo que hace Dios
porque Dios es «alianza».
La ley de la alianza es al orden moral de las relaciones humanas lo que
las leyes de la naturaleza, al orden físico. Nosotros conocemos
determinadas leyes inamovibles –como la de la gravedad– que gobiernan
las cosas materiales: nuestros cuerpos, por ejemplo. Imagínate que un día
me harto de la ley de la gravedad y de las restricciones que impone a mi
libertad física; así que me subo a lo alto de una torre y me tiro con el único
fin de reivindicar que me he liberado de la ley de la gravedad. ¿Vulneraría
la ley de la gravedad? No: tan solo la demostraría. Lo más probable es que
los únicos «vulnerados» fueran mis huesos.
Lo mismo se puede aplicar a las alianzas en el terreno espiritual. En
medio de un doloroso conflicto podemos protestar y quejarnos, y dar la
espalda a una relación de compromiso. A veces incluso podemos dar la
espalda a Dios en señal de muda protesta. Pero eso no rompe ni invalida la
ley moral natural de la alianza que nos vincula a Dios y entre nosotros: solo
consigue rompernos a nosotros mismos y las vidas de los nuestros. Puede
que el orden moral de la vida humana sea invisible, pero se halla gobernado
por leyes de alianza fijadas de un modo no menos firme que las leyes
físicas.
Una vez entendida la solidez de la alianza, empezamos a apreciar su
grandeza. Podemos emplearla como una lente a través de la cual contemplar
la historia humana. Comenzamos a ver desde la perspectiva del cielo cómo
Dios ha procurado, generación tras generación, mantener unida a la familia
humana. Y, cuando dirigimos esa misma lente hacia el cielo, vemos los ojos
de nuestro Padre devolviéndonos la mirada y velando por su pueblo.
Este vínculo mutuo de confianza obediente y amor comprometido es el
corazón mismo de la alianza. Es lo que los antiguos hebreos llamaban
hesed: un término que se suele traducir como «lealtad» o «favor», aunque
su significado más hondo es esa clase de «amor de alianza» compartido por
los miembros de la familia [8].
Jesús contó la parábola del hijo pródigo para ofrecernos un ejemplo
conmovedor –y muy concreto– de la belleza y la hondura de la Nueva
Alianza que vino a establecer (ver Lc 15, 11-32). Si al leer el relato nos
centramos en la vida de pecado del hijo pequeño, caemos en el mismo error
que cometió su envidioso hermano mayor.
De hecho, lo que debemos recordar como núcleo de la parábola no es el
pecado del hijo, sino la constancia del amor del padre. Hiciese lo que
hiciese el joven para intentar romper o escapar del vínculo familiar de
alianza que lo unía a su padre, nunca lo consiguió. Ni siquiera mientras
estuvo lejos del hogar, en un país extraño y alimentando cerdos, dejó de
estar abrazado por la alianza. Y fue lo que acabó llevándolo de vuelta a
casa. Los padres a quienes hayan hecho sufrir sus propios «hijos pródigos»
sabrán la clase de amor inquebrantable al que nos referimos. Es como una
ley inexorable de la naturaleza: los hijos pueden poner a prueba nuestro
amor, pero no acabar con él. En una ocasión Jesús dijo a quienes lo
escuchaban (ver Mt 7, 11) que, si nosotros –pecadores– somos capaces de
mostrarnos tan hondamente comprometidos con el bienestar de nuestros
hijos, ¡cuánto más seguros deberíamos estar de que el amor que Dios nos
tiene no se agotará ni se dejará vencer jamás!

Nuestros antepasados espirituales

Los protagonistas de nuestra historia de amor de alianza –Adán, Noé,


Abrahán, Moisés y David–, a quienes acompañan miles de actores
secundarios, te resultarán familiares. ¿Qué tienen en común estos cinco
hombres? Cada uno de ellos compartió un estrecho vínculo de amistad con
Dios, una relación iniciada por Él y fundada sobre una alianza personal. De
hecho, esta serie de alianzas nos conduce a la venida de Jesucristo, el
Mesías, y culmina en ella: al instituir la Nueva Alianza, Jesucristo cambió
el curso de la historia.
Cuando lees el Antiguo Testamento, lo que en realidad estás
investigando es tu propia historia familiar, tus propias raíces, tus propios
antepasados espirituales. Todos ellos –Adán, Noé, Abrahán, Moisés y
David– son realmente nuestros hermanos mayores en la familia de Dios.
«Somos de la descendencia espiritual de Abrahán», dijo en una ocasión el
papa Pío XI; «todos somos espiritualmente semitas» porque el plan de Dios
ha incluido desde el principio a toda la familia humana [9].

Un vistazo al árbol genealógico de Dios

Para obtener un panorama de la historia del amor divino que envuelve las
vidas de estos personajes, repasemos brevemente las promesas que Dios
hizo –y no dejó de cumplir– a cada uno de ellos:
• Dios llamó a Adán a participar de su bendición a través de la alianza de
matrimonio con Eva (ver Gn 1, 26; 2, 3) y prometió librarlos del
pecado sirviéndose del «linaje» prometido que heriría la cabeza de la
serpiente diabólica que les había tentado (ver Gn 3, 15).
• El Padre prometió a Noé y a su descendencia salvarlos del diluvio, y a
continuación prometió no volver a destruir por el mismo medio a la
familia humana (ver Gn 9, 8-17).
•  Dios prometió a Abrahán la Tierra Prometida en la que sus
descendientes naturales serían bendecidos primero como pueblo y
luego como reino, y que a través de él y de su linaje esa bendición
alcanzaría a todas las familias de la tierra (ver Gn 12, 1-3; 22, 16-18).
• El Señor se valió de Moisés para liberar a las doce tribus de Israel de la
esclavitud de Egipto y para ratificar una alianza nacional que los
convertiría en una nación santa (ver Ex 19, 5-6), llamada a ocupar la
Tierra Prometida de Canaán recibida en herencia (ver Ex 3, 4-10).
• Dios pactó con David la construcción de un reino internacional con la
fundación de un trono imperecedero en el hijo de David, destinado a
regir –con sabiduría divina– a todas las naciones, unidas en una familia
real gracias al culto común al Padre celestial en el interior del templo
de Jerusalén, su casa (ver 2 S 7, 8-19).
• Por último, el Padre mantuvo todas sus anteriores promesas con el don
de su Hijo, Jesús, quien –para ratificar la Nueva Alianza– asumió las
maldiciones de las alianzas previamente rotas y entregó su cuerpo y su
sangre, manteniéndonos unidos a todos, judíos y gentiles, en la única
familia divina y universal que es la Iglesia, una, santa, católica y
apostólica (ver Mt 16, 17-19).
Si examinamos de cerca nuestras vidas, comprobaremos que todas esas
promesas paternales se nos aplican también a nosotros: librarnos del
desastre provocado por nuestros pecados; mantener a salvo nuestros
matrimonios y nuestras familias; satisfacer nuestras necesidades; hacernos
fuertes; y unirnos los unos a los otros, sin que Dios se separe nunca de
nosotros. Si pensamos en nuestra vida colectiva de pueblo de Dios, vemos
cómo el Padre –con una sabiduría amorosa y una inteligencia
misericordiosa– ha cumplido todas y cada una de las promesas conjuntas
que nos ha hecho, transformando a sus hijos débiles y caídos en la esposa
sin mancha de Cristo.
Ampliando el área de enfoque

Con cada sucesiva alianza Dios fue ampliando el área de enfoque de sus
pactos con la familia humana. En los albores de la creación estableció su
primera alianza con Adán mediante un vínculo matrimonial y bajo el signo
del sábado. «Y creó Dios al hombre a su imagen... varón y mujer los creó»
(Gn 1, 27). Y los bendijo y les mandó multiplicarse: así fue como estableció
una alianza de matrimonio con los primeros padres de la familia humana.
Adán, nuestro primer padre, representa a toda la familia humana. En su
primera encíclica, Redemptor hominis, el papa san Juan Pablo II señalaba
que, en el momento de la creación, Dios estableció una alianza con toda la
humanidad; una alianza que considera el fundamento de todas las demás
que van surgiendo en la Escritura y que culminan en la Nueva Alianza
sellada por Jesús, mediante la cual se cumple y se renueva el plan de alianza
original de Dios. Citando la Plegaria Eucarística IV, describe así la misión
de Cristo: «Precisamente Él, solamente Él ha dado satisfacción... a la
paternidad de Dios y al amor, en cierto modo rechazado por el hombre con
la ruptura de la primera Alianza y de las posteriores que Dios “ha ofrecido
en diversas ocasiones a los hombres”» [10].
Diez generaciones después, Dios estableció una segunda alianza con Noé
y su descendencia bajo el signo del arco iris. Así fue como la familia de
Dios adquirió forma doméstica. Como recordarás, Noé era un hombre
casado con tres hijos mayores, también casados. Todos juntos formaban una
extensa familia. ¿Te imaginas a esas cuatro parejas intentando convivir
pacíficamente dentro de las estrecheces de un arca durante un año entero?
¡Seguro que Noé se calzó más de una vez la gorra de capitán de barco!
Otras diez generaciones después, cuando Dios estableció una tercera
alianza con Abrahán bajo el signo de la circuncisión (ver Gn 17), la familia
divina adquirió dimensiones tribales. El patriarca Abrahán, que en el
momento de recibir la llamada a dejar su tierra natal era cabeza de un solo
clan, acabó convirtiéndose con el tiempo en jefe de toda una tribu: un único
hombre para dirigir no solo a los parientes que lo acompañaban (como Lot,
por ejemplo), sino a cientos –y posiblemente a miles– de siervos (ver Gn
14, 14). La alianza los incluía a todos. A partir de un solo matrimonio, el
pueblo de Dios fue creciendo hasta formar primero una familia y luego una
tribu compuesta por numerosas familias y muchos más matrimonios.
La cuarta alianza, establecida por Dios con Moisés en el monte Sinaí
bajo el signo de la Pascua, convirtió a las doce tribus de Israel en la familia
nacional de Dios, lo cual hizo absolutamente necesario confeccionar un
sistema legal mucho más elaborado. Dios entregó a Moisés los diez
mandamientos y demás decretos para que Israel pudiera contar con una
constitución nacional propia.
Dios estableció su quinta alianza con David bajo el signo del trono
imperecedero del hijo de David con el fin de elevar a Israel a la categoría de
reino (ver 2 S 7): eso significaba enaltecer a la nación de Israel por encima
de las demás naciones y ciudades estado que la rodeaban, incorporándolas a
la alianza y otorgándoles un papel subordinado de colonos y vasallos
sujetos a Dios y al hijo de David, su sacerdote y rey. Y, puesto que no hay
rey que no exija tributos a las naciones que le están sujetas, los extranjeros
tenían obligación de visitar Jerusalén año tras año para poder escuchar la
ley de Dios y la sabiduría paternal de Salomón. Así fue como los gentiles
aprendieron a adorar al único Dios verdadero, mientras el Padre los iba
preparando para acabar restaurando a su familia con la llegada de Jesús, el
verdadero Hijo de David.
Como habrás podido comprobar, cada una de las alianzas es en esencia
de naturaleza familiar. Dios siempre trata a su pueblo de un modo personal,
cuidando de su familia como un padre y supervisando a lo largo de cada una
de esas alianzas las relaciones y las obligaciones familiares. Naturalmente,
su fin último consiste en reunir a toda la raza humana, rota por el pecado, la
soberbia, la injusticia y la violencia: una raza humana que –igual que un
huevo cuando se estrella contra el suelo– es incapaz de recomponerse y de
volver a pegarse ella sola, por mucho que lo intente. Solo Dios puede volver
a unirnos a todos y reconciliarnos con Él.
¿Cómo llevar a cabo una tarea de proporciones tan ingentes? Por medio
de la venida de Cristo, el Hijo Unigénito de Dios. Es Dios mismo quien
vino a salvarnos. Como veremos, Cristo no abolió el Antiguo Testamento,
sino que lo consumó y lo perfeccionó.
La sexta alianza fue establecida a través de Jesucristo con la Eucaristía
como signo de esa Nueva Alianza, que hizo universal (katholikós en griego)
a la familia de Dios, conocida también como Iglesia católica; de modo que
el reino de Cristo no queda restringido a una sola región ni a una sola raza;
como tampoco está regido por la coerción política, ni por la fuerza militar,
ni por el temor humano, sino por medios espirituales, por las gracias
sacramentales y por la misericordia y el amor divinos.
Esa es la constitución de la Nueva Alianza, actualizada en la Iglesia
católica. Ahora todos los seres humanos están llamados a convertirse en
miembros de esta familia universal de Dios para servir como instrumentos
de la obra de reconciliación del Padre a través del Hijo y por medio del
Espíritu. Ningún poder humano es capaz de acometer por sí solo esa tarea.

Vemos, pues, cómo Dios se sirve de la alianza para velar paternalmente


por su familia a lo largo de los distintos períodos de la historia. En todas y
cada una de esas etapas la alianza es lo que emplea Dios para mantener la
solidaridad espiritual y la unidad estructural de su familia a medida que esta
va creciendo de edad en edad, hasta que sus hijos acaben formando una
familia de fe plenamente universal.
Eso es lo que, a día de hoy, más necesita nuestro mundo: una visión
nueva de la unidad –en Dios Padre– de una familia auténtica e
imperecedera. La sociedad occidental se ha convertido en una cultura
compuesta de personas que tienen en común poco más que la libertad
comercial necesaria para perseguir sus propios intereses particulares;
cuando lo que de verdad necesitamos –y anhelamos– es el amor de alianza
de una familia: la familia de Dios.

La Trinidad es la familia de alianza eterna

¿Qué convierte a las personas en miembros de una familia? La carne, la


sangre y un nombre compartido. De igual modo, los miembros de la familia
universal de Dios, la Iglesia, se unen en el banquete sacrificial familiar que
llamamos Eucaristía: en el cuerpo y la sangre de Cristo. Y, al igual que la
familia está unida por un nombre compartido, nosotros, la Iglesia, estamos
unidos en la familia de Dios –mediante el bautismo, el re-nacimiento y la
adopción– en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo.
El vínculo sacramental del bautismo es reflejo de un juramento de
alianza establecido por Cristo, el nuevo Adán y primer padre de esta nueva
familia. Y ese vínculo se perfecciona y fortalece cuando recibimos la carne
y la sangre del Hijo Primogénito del Padre, el Cordero Pascual de la Nueva
Alianza, en el poder del Espíritu.
Por eso la Trinidad es la familia de alianza eterna y original. Como ha
dejado escrito el papa san Juan Pablo II, «nuestro Dios, en su misterio más
íntimo, no es una soledad, sino una familia, puesto que lleva en sí mismo
paternidad, filiación y la esencia de la familia que es el amor» [11].
La Trinidad es la fuente eterna y el modelo perfecto de la alianza; cuando
Dios establece alianzas con su pueblo y se mantiene fiel a ellas, solo está
siendo fiel a sí mismo. Dios, en suma, establece una «alianza» porque es
«alianza». Ese paso milagroso de una pareja pecadora, deshonrada y
expulsada del paraíso, a la familia gloriosa, redimida y universal de los
santos de Dios, reunida para siempre en su casa del cielo, es la historia de la
alianza de la Escritura. El círculo cada vez más amplio que traza Dios no
tiene límites. La alianza de familia de Dios se ha hecho universal y eterna
en y a través de su Hijo, Jesús. En el proyecto inicial del Padre, Adán y Eva
serían los primeros miembros de un círculo familiar universal, absorbido
por el amor eterno de la Trinidad. Ahora pasemos a examinar más de cerca
esa alianza inicial entre Dios y nuestra raza con la que empezó la historia de
amor divina.
2. LA ALIANZA DE CREACIÓN Y EL
TEMPLO CÓSMICO:
EL HÁBITAT DIVINO PARA LA HUMANIDAD

Éramos pequeños y el anuncio nos cogió por sorpresa:


–¡Vamos a hacernos una casa nueva!
Hasta yo, que solo estaba en segundo de primaria y era el pequeño de la
familia, comprendí que se trataba de una excelente noticia.
Al día siguiente nos apiñamos dentro del coche y nos fuimos a ver el
terreno. Por mi mente desfilaban las imágenes de un paraíso. Nada más
detenernos, salté del coche sin saber lo que me esperaba; y me quedé
parado, con la mirada perdida y la boca abierta.
Allí solo había una maraña de árboles, matojos, hierbas y barro: nada que
ver con algo semejante a un hogar. Al menos eso me pareció a mí. Pero a
mi madre, no.
Desde el primer momento, mi madre visitó el terreno como mínimo una
vez al día para controlar los progresos y resolver problemas. Su presencia
vigilante era como la del espíritu que se cernía sobre la superficie de las
aguas al principio de la creación (ver Gn 1, 2), observando los
movimientos.
Los más pequeños lo pasamos en grande contemplando el proceso.
Primero vinieron las excavadoras a desbrozar el terreno y cavar los
cimientos. Luego empezaron a apilarse en nuestro futuro patio los bloques
de hormigón, los ladrillos y la madera. Solo tardaron dos días en poner los
cimientos y cubrirlos de hormigón. A continuación llegaron los carpinteros
y de entre las nubes de serrín surgió el esqueleto del primer piso, seguido
del segundo. Y, una vez levantadas las paredes, metieron cables y cañerías.
Por fin nos dejaron pasearnos por dentro. Al principio nos parecía
extraño. Algo faltaba. Era una casa, pero no un hogar.
Y llegó el día de la mudanza. Una mañana apareció un camión enorme y
unos hombres empezaron a trasladar los muebles y un montón de cajas.
Trabajaban rápido. La casa nueva solo estaba a dos millas, así que por la
tarde ya habían vaciado el camión.
Al final del día, cuando aún nos quedaba por delante mucho trabajo y
mucho que desempaquetar, lo celebramos en familia. Mi padre cogió las
llaves de la puerta principal y nos enseñó un sitio secreto, debajo de una
piedra, donde podríamos encontrarlas siempre que las necesitáramos. Ahora
ya no era solo una casa: se había convertido en nuestro hogar.
Si retrocedo en el tiempo y contemplo todo el proceso de construcción,
me pregunto si con esta experiencia familiar tan corriente Dios Padre no
nos estará proporcionando una llave para abrir la puerta de la creación.
Vamos a probar esa llave en la cerradura del capítulo 1 del Génesis para ver
cómo Dios construyó el mundo –por etapas– para que fuera la casa sagrada
en la que sus queridos hijos pudieran sentirse como en un hogar.
Pero, antes de probar a abrir con esa llave, asegurémonos de que es la
correcta, porque hay otras de uso común; y algunas se parecen tanto que,
aunque en principio podrían valer, solo consiguen atascar la cerradura.

Evitar la ventriloquia

¿Alguna vez te has puesto a hablar con alguien de quien se podría decir –
y con razón– que no le importa nada lo que puedas pensar tú? Quizá te
hayas dado cuenta por una mirada o por una respuesta instantánea, pero la
actitud es evidente: «Quiero tu apoyo, no tu parecer»; o peor aún: «Si
quisiera tu opinión, te la pediría». Sea como sea, hacen que te sientas
prácticamente como una marioneta.
Sospecho que, si el autor del Génesis aún siguiera con vida, así le harían
sentir los intérpretes modernos de su obra y, en particular, de su relato de la
creación. Hablemos sin rodeos: a muchos lectores les interesa más resolver
si el Génesis puede o no encajar con la teoría de la evolución que descubrir
qué quiso decir exactamente el autor. Muchas veces el interés moderno por
la ciencia impide una lectura objetiva del Génesis.
En realidad, la Escritura únicamente aborda el tema de cómo fue creado
el mundo en el libro de Job, donde lo que Dios viene a decir es, en
definitiva, que no nos molestemos en planteárnoslo (ver Jb 38-41):
sencillamente, es muy difícil que lleguemos siquiera a imaginarlo y aún
más que lo entendamos por nosotros mismos.
De hecho, el relato de la creación parece tratar otros temas –no menos
importantes–, como qué y por qué creó Dios. Para ver de qué manera se
abordan dichos temas, quizá haya llegado el momento de releer el Génesis
con nuevos ojos; o –mejor dicho– con ojos viejos. Eso significa retornar al
texto en busca de pistas que indiquen qué pretendía decir el autor de la
antigüedad a sus lectores originales.
Para facilitar las cosas, vamos a suponer que el autor es Moisés y sus
lectores originales, los antiguos israelitas que recibieron su texto como parte
de la ley de Dios (los cinco libros de Moisés). Por trasnochado que pueda
parecer, este enfoque tradicional ofrece algunas ventajas que lo hacen
recomendable: por una parte, toma las claves interpretativas del propio
texto bíblico; y, por otra, tiene un mayor poder explicativo. Hace, en suma,
más comprensible el Génesis, por no decir todo el Pentateuco. Además, es
fiel eco de la Tradición viva de la Iglesia, tal y como ha sido corroborada
por el Magisterio [1].
Si dejamos que sea el Génesis el que hable, Moisés se convierte en
nuestro maestro y no en nuestra marioneta; y nosotros nos convertimos en
sus alumnos y no en sus ventrílocuos. Al mismo tiempo, debemos tener en
cuenta qué medios se utilizan para hacer hablar con voz de hoy al texto
bíblico.
Por una parte, algunos autores insisten en la literalidad de los seis días de
veinticuatro horas y afirman que el Génesis se opone a cualquier clase de
evolución (teísta o de otro tipo), casi como si Moisés y el Espíritu Santo
hubieran conspirado para asestarle un golpe preventivo al darwinismo con
miles de años de antelación. Aunque la respuesta de muchos de sus críticos
consiste en tildarlos de «fundamentalistas», esta etiqueta (como suele
ocurrir) no es útil ni pertinente.
Por un lado, algunas versiones de la teoría de la evolución se oponen
claramente no solo al Génesis, sino a la sensatez. Por otro, algunos de los
primeros Padres y doctores de la Iglesia han interpretado de manera literal
los seis días del Génesis atribuyéndoles veinticuatro horas, razón por la cual
no cabe tildarlos de fundamentalistas, como tampoco cabe llamar «nazi» a
Nabucodonosor por perseguir a los judíos y saquear su templo allá por el
año 586 a.C. Hay etiquetas que, sencillamente, no proceden [2].
No obstante, esta clase de interpretación literal presenta algunos
problemas. Por ejemplo, ¿cómo pudieron medirse los tres primeros días de
veinticuatro horas si el sol no fue creado hasta el cuarto? Por otra parte, no
se hace mención del final del séptimo día, que en realidad se refiere al
descanso de Dios más que a un período literal de veinticuatro horas.
Naturalmente, Dios pudo crear el mundo en seis días si esa hubiese sido
su voluntad –o (¿por qué no?) en seis minutos o en seis segundos–. No
obstante, en hebreo el «día» (yom) no siempre se identifica con el sistema
de veinticuatro horas; de ahí que en este caso no aparezca necesariamente
empleado para referirse al tiempo que tardó Dios en realizar su trabajo.
Me consta que los defensores «literalistas» no ignoran estos problemas.
Solo me limito a señalar que en el caso de Moisés (ajeno a ellos) esos
problemas no existían, porque para él, sencillamente, carecían de
relevancia. Aun así, esta forma de interpretación «literal» no es el único
acto de ventriloquia que se da. En el extremo opuesto del espectro
interpretativo existe otro enfoque que hace hablar con voz moderna al texto
antiguo.

Las concepciones míticas


No es raro encontrar lectores deseosos de reducir el relato del Génesis a
poco más que un antiguo mito hebreo. Su línea de razonamiento sigue
muchas veces un camino parecido a este: puesto que el relato de la creación
es un relato religioso y no una descripción científica de la historia secular,
habría que interpretarlo como una antigua mitología basada en las
supersticiones hebreas primitivas y en su propaganda sagrada.
Identificar el Génesis con un mito presenta un problema: no encaja con
los hechos. La lectura comparada del Génesis con otros relatos antiguos de
la creación ampliamente reconocidos como mitológicos pone de manifiesto
muchas más diferencias y divergencias que paralelos o semejanzas. Todos
los mitos antiguos, por ejemplo, describen el proceso de la creación como
una guerra entre dioses en la que los vencedores se valen de los cadáveres
de los vencidos para formar el cosmos. Además, los mitos tratan al sol, la
luna y los cuerpos celestes como divinidades. Evidentemente, el Génesis no
está cortado con el mismo patrón [3].
Estas dos formas de interpretación mítica y literal conllevan una especie
de ventriloquia sutil. El resultado neto es prácticamente el mismo en ambos
casos: se fuerza al texto antiguo a tratar problemas actuales poniéndolos en
boca de Moisés. Aunque las conclusiones que se extraen son
contradictorias, los dos enfoques se fundamentan en el mismo bloque de
premisas, tomadas no del antiguo texto del Génesis, sino de las categorías
de la ciencia moderna. Desgraciadamente, los lectores piadosos que adoptan
estas categorías científicas suelen acabar librando una batalla interior entre
ciencia y religión. Estoy convencido de que se trata de un falso dilema
derivado de dos elecciones poco acertadas.
Sin entrar en un complejo debate en torno a la teoría interpretativa, me
gustaría añadir que no se puede descartar el significado literal del Génesis.
La Iglesia, por el contrario, enseña que es fundamental discernir el sentido
literal de la Escritura antes de profundizar en su sentido espiritual (CEC, nn.
116-118). Por eso lo que buscamos es –precisamente y en primer lugar– el
sentido literal: pero hay que buscarlo del modo correcto [4].
Por lo tanto, una lectura adecuada del Génesis exige prescindir del debate
actual entre evolución y religión para aplicar las herramientas del análisis
literario de un modo equilibrado y distante. Eso no significa que tengamos
que distanciarnos del texto bíblico, sino que debemos situarnos lo más cerca
posible del relato: leerlo con sumo cuidado y con una empatía crítica hacia
la cultura y el momento en que fue originariamente escrito y transmitido.
Si el relato de la creación se enfoca y se estudia de este modo –en sus
propios términos– desde el principio, del texto se desprenderá un sentido
literal que permanece abierto a los legítimos descubrimientos de la ciencia
moderna, así como a los hallazgos válidos de la religión comparada y la
mitología antigua. Es más: como católico, estoy convencido de que el
resultado de este enfoque acabará mostrando la honda complementariedad
que existe entre la religión y la ciencia, entre la fe y la razón.
Sin más dilación, calcémonos las sandalias, ciñámonos la cintura y
leamos el Génesis de la mano del antiguo Israel.

Del caos al cosmos

La historia de amor eterno que recoge la Escritura comienza de un modo


muy simple: «En el principio creó Dios el cielo y la tierra» (Gn 1, 1). ¿No
es llamativo lo fácil que parece? Sin ningún esfuerzo excesivo, sin ningún
combate entre dioses: Dios se limita a hablar y... ¡bum! (o, si prefieres,
¡bang!): el universo entero –espacio, tiempo, galaxias, sistemas solares,
planetas, moléculas, partículas subatómicas– pasa de la nada a existir. A eso
lo llamo yo poder.
El primer versículo de la Biblia deja claro nada más empezar que Dios es
absolutamente supremo, plenamente soberano, todopoderoso y, por lo tanto,
no puede ser confundido de ningún modo con el mundo creado. Solo Él es
Dios y nosotros no lo somos; igual que el inmenso cosmos no es (en contra
de lo que predica el New Age) ni su cuerpo ni su casa. Por grandiosa e
inmensa que pueda parecernos la creación, no es suficiente para equipararse
al Creador infinito.
Aunque el primer versículo nos dice quién es Dios (el Creador) y qué no
es (la creación), hay una pregunta que sigue vigente: ¿qué es, según el
Génesis, la creación? Eso es lo que nos va a explicar lo que queda del
primer capítulo.
«La tierra era caos y vacío» (Gn 1, 2), afirma el siguiente versículo. En el
original hebreo esta última frase equivale a tohu wabohu, dos palabras que
describen el doble estado primigenio de la tierra: la ausencia de forma y el
vacío.
Estas palabras encajan estratégicamente con lo que viene antes y
después. En el versículo anterior, «el cielo y la tierra» indican los dos reinos
principales de la creación: el espiritual y el material. El primero es el reino
inmaterial habitado por los espíritus puros, las «huestes celestiales» que
llamamos ángeles; mientras que el segundo indica el hábitat terrenal creado
por Dios para la humanidad. Al revés que los cielos, la tierra se hallaba aún
en un estado incompleto de ausencia de forma y de vacío. Tras estas
palabras, el resto del capítulo narra la respuesta creadora de Dios y su
resolución de estas dos características problemáticas de la condición caótica
primigenia de la tierra. Dios transforma la tierra –del caos al cosmos– en
virtud de su poder y de su proyecto.
El poder de Dios aparece revelado en el versículo siguiente, que describe
«el espíritu de Dios» que «se cernía sobre la superficie de las aguas» (ver
2b). De un modo parecido a la presencia vigilante de mi madre en el terreno
de nuestro futuro hogar, a lo largo del proceso de la creación el Espíritu
Santo lo mantiene todo en movimiento, desde el desbroce del terreno y la
cimentación hasta su transformación y santificación (ver Sal 104, 5-30; Pr
8, 1-31). Junto con el poder se revela también el proyecto.

Cómo construir una casa en seis días

El relato de la creación presenta un formato sumamente ordenado. Una


lectura minuciosa de la narración muestra de qué modo respondió el
Creador al problema de la ausencia de forma de la tierra durante los tres
primeros días y cómo dedicó los tres últimos a dar solución al vacío. Quizá
el cuadro siguiente ayude a verlo más claro:
El día primero Dios creó la luz y la separó de la tiniebla para que hubiera
día y noche (ver 3-5): así se formó el tiempo de la tierra. El día segundo
Dios creó el cielo y los mares separando las aguas de arriba de las de abajo
(ver 6-8): así se formó el espacio de la tierra. El día tercero Dios creó la
tierra y la vegetación (ver 9-13): así comenzó la vida en la tierra. Las tres
condiciones básicas para la existencia terrenal –el tiempo, el espacio y la
vida– quedaban completadas; y, al mismo tiempo, estaban disponibles los
tres elementos esenciales para la subsistencia humana: la luz, el agua y los
alimentos. Y los tres reinos necesitaban ser gobernados.
El día cuarto Dios creó el sol, la luna y las estrellas «para regir el día y la
noche» (14-19), es decir, el reino temporal que se formó el día primero. El
día quinto Dios creó los peces y las aves para que llenaran los cielos y los
mares (ver 20-23) y gobernasen el reino espacial creado el día segundo. El
sexto día Dios creó los animales y al hombre para que reinaran sobre la
tierra y la vegetación: el reino biótico creado por Él el día tercero.
Hay una combinación perfecta entre lo que hizo Dios los tres primeros
días y los tres últimos. El Señor creó la estructura en tres días y a lo largo de
los tres días siguientes llenó esa estructura de seres vivos. Primero los
reinos y luego quienes los rigieran. ¿Pura coincidencia? No lo creo.
Estos paralelismos ponen de manifiesto el marco literario integrado en el
relato de la creación que empleó Moisés para describir la transformación
divina del mundo en una morada habitable por la humanidad. Este marco
tan sencillo y –a la vez– tan profundamente coherente obtenido gracias a
una lectura atenta y rigurosa contiene algunas pistas valiosas que nos
indican cómo es probable que entendieran los primeros lectores israelitas el
relato de la creación del Génesis. Es más: nos ayuda a nosotros a entender
la finalidad y el significado de la creación. Nos muestra, en suma, qué y por
qué creó Dios.

La imagen lo es todo

Con respecto al qué, Dios edificó un hogar para sus futuros hijos. La
creación es un gran proyecto de construcción. Los buenos constructores
trabajan pensando en una finalidad. «Lo último en la ejecución es lo
primero en la intención», escribió Aristóteles. Dios siempre obra con vistas
a un fin y su objetivo lo descubrimos en lo último que creó, que somos
nosotros.
«Dijo Dios: “Hagamos al hombre a nuestra imagen, según nuestra
semejanza”... Y creó Dios al hombre a su imagen, a imagen de Dios lo creó;
varón y mujer los creó» (Gn 1, 26-27). Aquí –por decirlo de algún modo– el
plan se complica un poco: ¿qué significa para nosotros que Dios nos creara
varón y mujer «a su imagen y semejanza»?
Significa, en primer lugar, que la vida humana está dotada de una
sacralidad inmensa. Muchas veces la sociedad comete el error de atribuir
valor a las personas en virtud de la grandeza de sus actos, de su buena
apariencia o de su productividad y sus resultados económicos. Este es el
error que cometieron los nazis en la segunda guerra mundial y es el error
que subyace en nuestro tiempo a la tragedia del aborto y la eutanasia. La
santidad de la vida humana incluye a los no nacidos y a los ancianos, a los
enfermos físicos y a los discapacitados mentales. No hay persona que no
posea esa extraordinaria e inconmensurable dignidad, porque cada uno de
los seres humanos ha sido creado a imagen de Dios. Incluso quienes pecan
o cometen algún crimen abyecto siguen revestidos de ella. Ningún ser
humano está excluido de la redención.
En segundo lugar, significa que nuestro trabajo tiene un valor especial.
La sociedad lo entiende al revés. No es mi trabajo lo que me confiere
dignidad; lo que hace digno mi trabajo es el hecho de que porto en mí la
imagen de Dios. El trabajo no es en sí ni por sí una maldición, aunque a
causa del pecado de Adán haya sido maldecido con la fatiga (ver Gn 3, 17-
19). El mismo Dios trabajó para dotar de existencia a la creación. Ya antes
de la caída recibimos la llamada a trabajar a imitación de Dios Padre.
En tercer lugar, significa que nos parecemos a Dios. Como personas,
poseemos una inteligencia razonada, una libertad y una capacidad única de
amar. Es más, Dios hizo nuestra naturaleza distinta de cualquier otra. El
puesto que ocupamos los seres humanos, con nuestros cuerpos físicos y
nuestras almas racionales, se encuentra entre el de los ángeles y el de las
bestias. Los ángeles pueden amar, pero no se reproducen; los animales se
reproducen, pero no aman. Los hombres, sin embargo, poseemos una
capacidad exclusiva de hacer ambas cosas en el acto reproductivo del amor
matrimonial, el origen aliancista de la comunión interpersonal y de la vida
familiar. Cuando amamos de verdad como esposos, padres o hermanos,
estamos participando, en definitiva, de la propia vida y del amor de Dios
(que en Él son una misma cosa). Como personas que forman parte de una
familia, estamos llamados a vivir y a amar como Dios Padre, Hijo y Espíritu
Santo. Todo comienza con la alianza de matrimonio, cuando el amor
interpersonal se comparte voluntariamente de un modo que engendra vida.
Hoy día mucha gente habla de la importancia de tener una autoimagen
positiva. Hay quien tilda este problema de absurdo e intrascendente. Yo no
estoy de acuerdo. Importa... y mucho. Pero no con el sentido que se le suele
atribuir. Lo absurdo no es el problema, sino lo que pensamos que son las
soluciones. Lo que nos hace falta a todos no es una autoimagen positiva,
sino creer que todos hemos sido creados a imagen de Dios.
La profunda verdad de la creación del hombre a «imagen y semejanza»
de Dios aparece por primera vez en el Génesis de un modo muy escueto. El
sentido original de la expresión contiene una verdad práctica que se hace
patente la segunda vez que dichas palabras aparecen recogidas en Gn 5, 3,
cuando Adán engendra a su hijo Set «a su imagen, según su semejanza». En
este caso se refiere con meridiana claridad a la relación padre-hijo. Y en el
relato de la creación posee ese mismo significado esencial.

La naturaleza humana:
creada en estado de gracia

A Adán, lejos de ser una mera criatura, se le otorgó la gracia de la


filiación divina. Desde el primer momento de su existencia Adán se
mantuvo en la presencia de Dios, igual que un hijo ante el Padre que le
ama: algo que muchos de nosotros ya hemos oído antes. De hecho, a
algunos quizá hasta les aburra. Y eso no es bueno: en realidad, puede ser
peligroso. Porque, aunque la diferencia entre el Creador y la criatura es
inconmensurable, se suele pasar por alto y, a veces, hasta llega a negarse.
En este caso puede venirnos bien un poco de coherencia filosófica:
comparados con la naturaleza infinita e inagotable de Dios, los hombres
solo somos motitas de polvo. Hasta los ángeles superiores son una gotita de
espíritu finito al lado del Todopoderoso. Como decía uno de mis profesores
jesuitas, «en y por nosotros mismos nos parecemos más a las piedras que a
Dios». Aunque no nos guste pensarlo, es así. Y deberíamos pensarlo a
menudo y con detenimiento; si no, seremos incapaces de entender y
apreciar como se merece lo que la gracia divina hace en nosotros y cuánta
necesidad tenemos de ella. Somos, por naturaleza, criaturas y siervos de
Dios; pero, por la gracia, hemos sido elevados para convertirnos en sus
hijos amados.
Nunca se hará suficiente hincapié sobre este punto: la imagen de Dios
tiene que ver tanto con la naturaleza como con la gracia. Vamos a resumir
dos de los aspectos más significativos. En primer lugar, la naturaleza de los
hombres, creados a imagen de Dios, posee tres cualidades esenciales: la
santidad de la vida humana, la dignidad del trabajo del hombre y la
sacralidad del amor de familia. Dios creó al hombre con una naturaleza
adaptada a la vida temporal sobre la tierra que nos hace capaces de vivir,
trabajar y amar como Dios, como miembros de una familia. Esta es la idea
tradicional (y católica) de la ley natural [5], que equivale a la ley moral de
la alianza. En segundo lugar, existe un misterio aún mayor derivado de esa
imagen de Dios: la gracia divina, que significa que hemos sido elevados
para participar de la gloria y el amor que fluye eternamente entre las tres
Personas divinas de la Familia Una y Trina. Al hombre se le infundió la
gracia que lo capacita para vivir eternamente en Dios y que le permite vivir
como su hijo adoptivo, ahora y por siempre. Esto se corresponde con lo que
santo Tomás de Aquino llama la ley divina [6].
Tal vez te estés preguntando qué tiene que ver esto con el relato de la
creación del Génesis. Y la respuesta es: tiene todo que ver. Los órdenes de
la naturaleza y de la gracia que estaban destinados a unirse en matrimonio
desde el principio de la existencia del hombre, hoy están divorciados. Sus
esponsales se celebraron en los albores de la historia con la creación, tal y
como revela el Génesis. Como veremos, el séptimo día, el sábado
proclamado santo, era el signo de esa alianza nupcial e indicaba la unión
entre el cielo y la tierra, entre Dios y el hombre, entre el varón y la mujer.
La separación se produjo tras la rebelión de Satanás y el divorcio llegó tras
el pecado de Adán. Cristo, el nuevo Adán, vino a renovar esa alianza
nupcial sellando la Nueva Alianza con la Iglesia, su esposa.
Si permitimos que esta visión bíblica cale en nosotros, cambiará nuestro
modo de pensar y de vivir. Veremos la creación como lo que realmente es:
la casa construida por Dios para ser nuestro hogar temporal y transitorio, un
espacio de peregrinación en el que, a través de su espléndida creación,
conocemos al Señor no solo como Creador inteligente, sino como Padre
amante. Esta visión aliancista de la creación se nos revela para que
podamos vivir como hijos de Dios, y no como meras criaturas, en el
espléndido lugar que el Rey de reyes ha construido para su familia real.

El sábado: la mejor bendición para el final

En cuanto a por qué creó Dios, la respuesta está en el séptimo día: Dios
no solo «descansó en el día séptimo», sino que «[lo] bendijo... y lo
santificó» (ver Gn 2, 2-3). Quizá a muchos lectores modernos les extrañe
que Dios pudiera cansarse, pero a ningún israelita de la antigüedad se le
escaparía el auténtico significado de la acción divina: Dios hizo el sábado
para que fuera el signo de la alianza (ver Ex 31, 12-17) [7]. En este sentido,
el séptimo día no significa que las fuerzas de Dios se hubiesen agotado, sino
que se desbordaron en la llamada a sus hijos al fin para el que hemos sido
creados: descansar en la bendición y la santidad de nuestro Padre, ahora y
por toda la eternidad.
Por eso entregó Dios el sábado a su pueblo y por eso debía su pueblo
«recordarlo» y «observarlo» (ver Ex 20, 8): porque era el signo de la alianza
entre Dios y la creación de la que el pueblo de Dios estaba llamado a ser
mediador. Su papel como mediador de la alianza conllevaba dos misiones:
ejercer un dominio regio (ver Gn 1, 26-29) y alcanzar la santidad sacerdotal
(ver Ex 31, 16-17). Nuestro trabajo y nuestro culto estaban, pues, llamados
a ir de la mano.
Como hijo de Dios, Adán era rey y sacerdote. La doble acción de Dios el
séptimo día guarda relación con ambos papeles. La «bendición» de Dios es
lo que hizo posible que Adán fuese rey; mientras que la acción
«santificadora» de Dios lo capacitó para ser un sacerdote santo. Gracias al
sábado el trabajo del hombre pudo incorporarse al culto. Pero de estos dos
papeles sagrados el sacerdotal era claramente superior y más santo que el de
rey, al menos en el antiguo Israel.
Dios quiso también que el sábado fuese ya desde entonces gozo para
Israel. ¿No es extraño que tuviera que ordenarnos ser bendecidos? ¿Por qué
fue necesario si no es porque sabe que ignoramos las bendiciones finales
que nos tiene preparadas (ver 1 Co 2, 9)? Dios sabía desde el principio que
hemos de llegar a la plenitud y nos la proporcionó, por decirlo de algún
modo, «en el principio». Por eso el sábado sirve para recordarnos que
nuestra plenitud exige algo más que lo que somos capaces de obtener
mediante nuestro trabajo natural o nuestra vida terrenal. Por eso Israel tenía
que «recordar el sábado»: para que, renovando la alianza con su Padre,
redescubriera continuamente hasta qué punto se puede confiar en que Él
proveerá de lo necesario, incluido lo que se necesita para cumplir sus leyes.
Al mismo tiempo, al señalar el final del trabajo de Dios, el sábado apunta
también al fin último del trabajo del hombre en su condición de rey y del
culto sacerdotal: la vida eterna en el cielo. Nuestra meta es participar del
descanso sabático divino. Todo lo demás se queda corto, al menos para
Dios. Esto refleja el espíritu familiar de la ley de alianza de Dios: el Padre
ordena nuestra santificación y bendición. Nos manda ser santos para gozar
eternamente de la unión con Él. Por eso siempre debemos llevar a cabo
nuestro trabajo temporal sin perder de vista nuestro fin eterno.

El sábado: el primer día de «descanso» de la vida del hombre

Si el hombre fue creado el sexto día, su primer día de vida completo fue
el sábado. ¿No es curioso que Dios quisiera que el hombre descansase antes
incluso de empezar a trabajar? (También en la Nueva Alianza los cristianos
empiezan la semana con el descanso del domingo, el Día del Señor).
Personalmente, creo que Dios pretendía enseñarnos desde los orígenes una
lección importante relacionada con la fe.
El peligro del descreimiento es sutil: a menudo preferimos trabajar como
esclavos antes que trabajar como hijos confiados en la gracia de su Padre.
Nos sentimos tentados de reducir la ley del Padre a una normativa servil.
Así nos lo recuerda Jesús: «El sábado fue hecho para el hombre, y no el
hombre para el sábado» (Mc 2, 27).
Esto arroja luces completamente nuevas sobre la creación. La intención
de Dios es totalmente recta. Todo lo que hace es para nuestro bien, para
nuestra felicidad. Podría haber creado todo en un instante y sin esfuerzo. No
le hacían falta seis días para crear, ni tampoco uno para recuperarse. En
realidad, Dios no necesitaba hacer nada: nada de nada. Cuando decidió que
existiera la raza humana, no fue porque se aburriera o porque estuviese
solo. El Padre, el Hijo y el Espíritu Santo han compartido desde toda la
eternidad el amor y la vida familiar más estrechos. No les hacía falta más
compañía ni a Dios le hacía falta más gloria.
Cuando la historia llegue a su fin, la gloria de Dios no será mayor que la
que tenía en los orígenes. La conclusión lógica es que Dios no ha creado ni
redimido para obtener gloria, sino para darla. Por eso es fundamental que
nosotros, hijos suyos fieles y obedientes, la alcancemos.
Dios nos ha creado y redimido para que participemos de la gracia y la
gloria de la filiación divina. El Señor trabajó seis días y descansó al séptimo
por nuestro bien, no por el suyo, brindándonos un modelo saludable que
imitar, un modelo perfectamente adaptado a nuestra naturaleza. Al fin y al
cabo, ¡quién puede saberlo mejor que Él, que es Padre!
Otra razón por la que Moisés describió a Dios distinguiendo el séptimo
día al concluir su trabajo de creación puede estar relacionada con la antigua
práctica israelita del juramento de alianza. El término hebreo «prestar
juramento», shebà, está basado en la palabra «siete». En hebreo «prestar
juramento» significa literalmente «hacerse siete» (ver Gn 21, 27-32). Si la
alianza se formaliza mediante juramento –que significa «hacerse siete»–, no
es descabellado pensar en un Dios que se une en alianza al cosmos en el
mismo acto de crearlo, otorgándole deliberadamente un formato séptuplo.
En cualquier caso, es significativo que los judíos vieran el sábado como el
día en que Israel «recordaba» la alianza de Dios con ellos y con la creación.
Y lo hacía mediante la oración y el culto, renovando el juramento de alianza
que los convirtió en la familia sacramental de Dios [8].

El sábado: un santuario en medio del tiempo

El Génesis presenta la creación como el grandioso proyecto divino de


construcción de un hogar para sus hijos. Así aparece reflejado a lo largo de
toda la Escritura y, en particular, en los pasajes poéticos que describen la
creación con sus cimientos, pilares, tejado, puertas, ventanas y demás
elementos arquitectónicos (ver Jb 38-40; Sal 104). Hay, en concreto, tres
figuras arquitectónicas que se repiten con frecuencia: la casa, el palacio y el
templo. De estas tres, el templo es el más importante y el más santo.
El relato de la creación enseña la verdad más esencial acerca del mundo:
que fue creado para ser el lugar santo en el que morara la presencia de Dios
y el lugar del culto sacrificial y sacerdotal del hombre. En otras palabras,
Dios quiere que veamos el mundo como un macrotemplo.
Esta visión del antiguo judaísmo aparece reflejada en algunos textos
bíblicos concretos, como cuando Moisés erigió el Tabernáculo en el Sinaí
(ver Ex 25-31) o cuando Salomón construyó el templo de Jerusalén (ver 1 R
5-9). Hay una serie de paralelismos que demuestran que cada uno de ellos
estaba destinado y se construyó –como un microcosmos– para conmemorar
y actualizar la creación.
Cuando Dios dio instrucciones a Moisés para el tabernáculo (ver Ex 25-
31), habló de modo directo en diez ocasiones («Dijo el Señor a Moisés...»).
Y en Gn 1, Dios pronunció diez veces el acto de creación: «Haya...». Por
otra parte, los seis primeros días de la creación ofrecen un parecido
llamativo con la construcción y la bendición del tabernáculo:
GÉNESIS 1-2 ÉXODO 39-40

Y vio Dios todo lo que había hecho; y he aquí Vio Moisés todo el trabajo... tal como había
que era muy bueno (1, 31). ordenado el Señor, así lo habían hecho (39, 43).

Y quedaron concluidos el cielo, la tierra y todo Terminaron las obras del Tabernáculo y de la
su ornato (2, 1). Tienda de la Reunión (39, 32).

Terminó Dios en el día séptimo la obra que Así terminó Moisés toda la obra (40, 33).
había hecho (2, 2).

[Lo] bendijo Dios... (2, 3). Y Moisés los bendijo... (39, 43).

... y lo santificó (2, 3). Será cosa sagrada (40, 9).

Y, además de estos paralelismos, una vez concluidos ambos proyectos se


declara la santidad del sábado (ver Gn 2, 2-4; Ex 31, 12-17) [9].
Un patrón parecido a este se hace evidente en el relato bíblico de la
construcción del templo de Salomón, quien tardó en terminarlo siete años y
para dedicarlo eligió la fiesta de los Tabernáculos, que duraba exactamente
siete días y se celebraba el séptimo mes (ver 1 R 6, 38; 8, 2). Y, por si esto
fuera poco, la oración de dedicación que pronunció Salomón está
compuesta de siete peticiones (ver 1 R 8, 12-53).
Estos paralelismos sugieren que los antiguos israelitas debían de estar
acostumbrados a leer el relato de la creación sin perder de vista la
construcción y la dedicación del tabernáculo y del templo [10]. Y al mismo
tiempo revelan lo que los antiguos lectores israelitas interpretaban
espontáneamente como el sentido fundamental o el significado literal del
relato de la creación: la construcción y la dedicación que lleva a cabo Dios
de un templo cósmico para su pueblo real y sacerdotal. Como veremos, esta
interpretación de la creación como macrotemplo del capítulo 1 prepara el
camino para el significado simbólico del jardín del Edén del capítulo 2: es
el santuario que Adán, sumo sacerdote de la humanidad, está llamado a
trabajar y guardar (ver Gn 2, 15) [11].

Qué hay en un nombre: de Elohim a Yavé

A algunos lectores quizá les desconcierten las aparentes discrepancias


que ofrecen los relatos de la creación en los capítulos 1 y 2 del Génesis. No
obstante, una lectura más atenta de la narración revela su honda
complementariedad. El capítulo 1 describe a Elohim dando vida al cosmos,
mientras que el capítulo 2 presenta a Yavé actuando de un modo concreto y
personal al formar a Adán del polvo de la «tierra» (adamah) y colocándolo
en el jardín del Edén. La diferencia entre estos dos nombres divinos es el
reflejo de dos clases distintas de actividad divina. Elohim evoca el poder
infinito del Creador, mientras que Yavé refleja el amor de alianza de Dios.
Nosotros llevamos a cabo una distinción parecida cuando pasamos –como
hizo Jesús– del término genérico «Dios» al de «Abbá Padre».
¿Cómo pueden conciliarse estas dos descripciones diferentes? Una vez
más, la clave interpretativa se encuentra en el sábado, signo de la alianza de
Dios con la creación. Así se desvela el significado de la creación: el cosmos
es un templo; nosotros somos hijos de Dios; el Creador es nuestro Padre.
Esto último explica por qué el nombre de Dios en Génesis, 1, «Elohim»,
cede el paso al de «Yavé» en Génesis, 2: porque «Yavé» solo se revela a los
hijos de la familia de alianza de Dios, y solo ellos lo emplean. El cambio de
nombre, por lo tanto, refleja lo que el sábado simboliza: la alianza de Dios
con la creación. ¡Y qué grande es la diferencia que establece la alianza!: la
creación se convierte en un templo santo, el Creador en nuestro Padre y
nosotros en sus hijos amados.
Sumo sacerdote de la humanidad

Por otro lado, el descanso sabático de Dios constituye un puente


narrativo que conduce a los lectores desde el templo terrenal del capítulo 1
del Génesis al santuario del jardín del Edén del capítulo 2. Es el santuario lo
que hace santo al templo: no tendría sentido que el templo cósmico
careciera de él. Una vez más, hay que entender los paralelismos clave que
Moisés daba por hecho que percibirían sus hermanos israelitas.
En primer lugar, en el mandato de trabajar y guardar el jardín del Edén
que Adán recibió de Dios (Gn 2, 15) se incluyen dos términos hebreos
(abodah y shamar) que solo se repiten el uno junto al otro en el Pentateuco
cuando se asignan a los levitas sus deberes sacerdotales en el tabernáculo
(ver Nm 3, 7-8; 8, 26; 18, 5-6). Por eso los sacerdotes levitas debían
considerar que realizaban un trabajo semejante al de Adán en el jardín y
santuario del Edén.
En segundo lugar, algunos de los términos con que se describen varios
aspectos del jardín del Edén remiten al tabernáculo y al templo. Dios se
revela en el jardín (ver Gn 3, 8) por el que «pasea» (hithallek), igual que el
Señor moraba en el santuario (ver Lv 26, 11-12; Dt 23, 14; 2 S 7, 6-7).
Tanto al jardín del Edén como a los santuarios de Israel se entraba por el
este. Y, en este mismo sentido, los «querubines» provistos de espadas y
apostados por Dios como guardianes angélicos a la entrada del jardín
ofrecen un estrecho parecido con los dos «querubines» que vigilaban el
santuario del templo de Salomón (ver Gn 3, 24; Ex 25, 18-22; 26, 31; 1 R 6,
23-29). Muchos estudiosos creen que la menorá (el candelabro de siete
brazos) se consideraba un árbol de la vida artificial semejante al del jardín
(ver Gn 3, 22).
En tercer lugar, existen paralelismos entre Adán y Aarón, sumo sacerdote
de Israel. A Adán, por ejemplo, «lo vistió» el Señor (Gn 3, 21), igual que
Moisés vistió a Aarón (labas, ketonet) por mandato de Dios (ver Ex 28, 42;
Dt 23, 13-14). El oro y el ónice del jardín del Edén (ver Gn 2, 11-12) se
empleaban abundantemente para decorar las vestiduras del sumo sacerdote
(ver Ex 25, 7). Ni Adán ni Aarón podían acercarse a Dios exhibiendo su
«desnudez» (ver Gn 3, 10; Ex 20, 26; 28, 42).
Adán fue llamado a representar a la raza humana; Aarón fue llamado a
representar a Israel como su sumo sacerdote. La misión de Adán en el
jardín santuario era la del sumo sacerdote en el ejercicio de su ministerio en
el tabernáculo y en el templo. En virtud de su papel aliancista como hijo
primogénito y padre de la familia humana de Dios, Adán debía obrar como
guardián de la santidad de Dios. Ese fue el papel en el que sería probado y
todo dependía de ello.
3. ADÁN, UN ROTO EN EL HOMBRE:
DE LA CREACIÓN A LA EXECRACIÓN

Una de las características más llamativas del relato de la tentación es su


brevedad. En tan solo siete versículos (ver Gn 3, 1-7), la serpiente habla dos
veces y la humanidad se malogra. Algunos lectores se preguntarán: ¿cómo
es posible que un diálogo tan corto provocase tanto daño? Ahí debe de
ocultarse algo más profundo, algo más que un simple cuento de niños.
«Una caída de cualquier tipo... –escribió Coleridge– es el postulado
fundamental de la historia moral del hombre. Sin esta hipótesis el hombre
es ininteligible; con ella, todo fenómeno es explicable» [1]. Sí: cualquier
caída... ¡menos la Caída!
¿Cuál fue la causa de que nuestros primeros padres, dos seres humanos
justos y perfectos, infringieran un mandato tan sencillo de Dios? ¿Cómo
prendió la chispa del orgullo y cómo se encendieron después las llamas de
la desobediencia?
En este capítulo vamos a analizar cómo formó y cómo probó Dios a
Adán y Eva, y qué factores pueden explicar esa caída aparentemente
inexplicable. (Aviso: no es tan sencillo como parece).

Dios saca un hijo de una mota de polvo

Dios formó primero a Adán (del término hebreo adam, que significa
«hombre») a partir del polvo de la «tierra» (adamah, ver Gn 2, 7). El
nombre de Adán apunta a su papel de padre de la raza humana, igual que en
sus orígenes «Israel» se refiere al patriarca que engendró a los doce hijos
que fundaron las doce familias que, a su vez, pasaron a formar las doce
tribus de Israel.
A continuación Dios «insufló en sus narices aliento de vida» (v. 7). La
palabra que se emplea para referirse al «aliento», ruah, equivale también a
«espíritu». Dios aparece descrito infundiendo directamente en Adán su
propio espíritu. Según los Padres de la Iglesia, eso significa que, desde su
primer aliento de vida, Adán no solo estuvo dotado de un alma racional,
sino que recibió también el Espíritu Santo. Así pues, nada más abrir los
ojos, la primera imagen que obtuvo Adán de la creación estuvo iluminada
por el Espíritu Santo. Mirando con los ojos de la fe, dio su primer paso
como hijo de Dios para penetrar en la belleza del jardín del Edén con la
plenitud de vida del Espíritu de la filiación divina. No es mala manera de
empezar a vivir, ¿no te parece?
Mientras le mostraba a su hijo el jardín, el Padre le explicó las
condiciones de vida. «Hay árboles en abundancia y te aseguro que dan
algunos de los frutos más sabrosos de este mundo. Todos están al alcance de
tu mano... Bueno, no todos...».
Adán debió de advertir un cambio repentino en el tono de voz de su
Padre. Se habían detenido delante de los dos árboles que estaban en medio
del jardín. Probablemente Adán supo lo que venía a continuación. Yo, desde
luego, he constatado que mis hijos lo saben siempre, igual que me ocurría a
mí con mi padre. ¡Ha llegado el momento de las normas!

Las normas para el que guarda el jardín

Todavía recuerdo cómo mi padre me cogía en un aparte y, mirándome a


los ojos, me decía: «Scottie, no hay libertad sin leyes, ni derechos sin
obligaciones, y no tener normas es de necios». Como es natural, a mí no me
gustaba oír aquello. Pero, pasados los años, resulta que yo les digo a mis
hijos lo mismo que mi padre me decía a mí.
Yavé empezó explicándole a Adán su deber primordial de trabajar y
guardar el jardín (Gn 2, 15). Lo de trabajar era bastante evidente: es lo que,
lógicamente, Adán podía esperar hacer en un jardín. No obstante, la otra
palabra, «guardar» (shamar), implica la necesidad de mantenerlo a salvo de
posibles intrusos: con ese sentido se empleaba el término para describir la
misión de los dos levitas armados con espadas a quienes Moisés ordenó
mantener el santuario de Israel libre de invasores (ver Nm 17, 12; 18, 6).
Puede que a Adán le extrañara ese orden, porque parecía dar a entender –
además de la necesidad de conservar la santidad del jardín– la existencia de
un potencial intruso capaz de profanarlo. Fuese cual fuese el significado,
Adán acababa de recibir las órdenes sacerdotales y la orden de permanecer
vigilante.
Sabemos por experiencia que, por lo general, una serie de restricciones
viene acompañada de unas normas; es decir, una serie de hay que suele ir
seguida de una serie de prohibidos. En el caso de Adán no fue diferente,
aunque solo se le impuso una restricción; eso sí: era un prohibido crucial.

La suerte está echada

Por lo que respecta a Adán, había dos árboles de importancia decisiva: el


primero era el árbol de la vida, del que sí podía comer; y el otro era el árbol
del conocimiento, del que no podía comer (ver Gn 2, 16-17). A
continuación Dios añadió una advertencia premonitoria: «Porque el día que
comas de él, morirás» (v. 17; literalmente, «morirás de muerte»).
En esta última frase la palabra «morir» aparece dos veces. Esta repetición
enfática parece sugerir dos formas concretas de muerte –la muerte espiritual
frente a la muerte física–, sobre todo teniendo en cuenta que el día que
comieron el fruto prohibido Adán y Eva no murieron físicamente. Pero sí
murieron espiritualmente, igual que el hijo pródigo de la parábola, de quien
dijo su padre: «Estaba muerto y ha vuelto a la vida» (ver Lc 15, 32).
Si la amenaza de «muerte» aplicada al árbol del conocimiento resulta un
tanto confusa, lo mismo se puede decir de la «vida» prometida por el otro
árbol. Al fin y al cabo, ¿no le había concedido Dios a Adán el don de la
inmortalidad? [2]. ¿Qué sentido tiene un árbol cuyo fruto hará que vivas
para siempre si, en cualquier caso, vas a vivir siempre? Nadie que tenga una
casa de amianto contrata un seguro de incendios. ¿Por qué se tomó Dios la
molestia de plantar un árbol que garantizaba la inmortalidad de alguien
inmortal, si no es porque el Padre conocía de antemano la amenaza
potencial que pesaba sobre la existencia inmortal de su hijo? El fruto estaba
destinado a asegurar la vida humana de Adán frente a un peligro mortal (o
quizá incluso a transformarla en una vida divina y eterna en el cielo; ver Ap
22, 2).
Pero ¿podía saber Adán antes de la caída qué significaba la muerte?
Después de todo, todavía no había muerto nadie. La pregunta no es sencilla,
pero la respuesta es clara y necesariamente sí: no se entiende amenazar a un
hombre con un castigo que carece de sentido. Aunque no está claro cómo
podía saberlo Adán, es razonablemente seguro que lo sabía, al menos de
alguna manera. De hecho, tenía que saber que la muerte era algo
tremendamente desagradable y que, por lo tanto, había que evitarla a toda
costa. Es decir, sabía todo lo que tenía que saber para que la prueba de Dios
fuese justa: podía comer del árbol que prometía la vida, pero no del que
amenazaba con la muerte. ¿Algún actor puede pedir un guión más sencillo?
Ya estaba preparado el escenario para el emocionante drama que estaba a
punto de iniciarse... cuando el director se dio cuenta de que faltaba algo:
una actriz atractiva para el papel de protagonista femenina. Yavé sabía muy
bien qué hacer.

La soledad no es buena compañía

Llegados a este punto, uno podría pensar: a Dios todo le había salido
bien. Después de cada acto de creación, Dios los definió como «buenos»
(ver Gn 1, 10; 12, 18; 21; 25). Concluida la creación, Dios la definió como
«muy buena» (v. 31). Y, sin embargo, cuando vio a su hijo solo en el jardín,
se retractó y dijo: «No es bueno que el hombre esté solo» (Gn 2, 18).
Si a algún lector le desconciertan estas palabras, que no se altere: a Adán
no le desconcertaron. De hecho, cuando las escuchó, lo único que podía
hacer Adán era no alterarse y esperar a ver qué hacía su Padre.
“Entonces dijo el Señor Dios: «... voy a hacerle una ayuda
adecuada para él». El Señor Dios formó de la tierra todos los animales
del campo y todas las aves del cielo, y los llevó ante el hombre para
ver cómo los llamaba... pero para él [el hombre] no encontró una
ayuda adecuada” (Gn 2, 18-20).
Con todos los respetos: ¿en qué estaba pensando el Señor? ¿De verdad
supuso que Adán podía encontrar en los animales suficiente compañía para
aliviar su soledad? Difícilmente. Lo que parece razonable deducir no es que
Dios metiese la pata, sino que tenía proyectada otra cosa. Pero ¿qué?
Es probable que Dios quisiera demostrar a Adán que él no era un animal
más, aunque tuviera algunas cosas en común con ellos, incluidos ciertos
apetitos físicos. Lo que Dios esperaba era que Adán comprendiese aún
mejor qué es lo que lleva –y qué es lo que no lleva– a la auténtica plenitud,
adquiriendo así un mejor conocimiento de sí mismo y un autodominio
mayor. Probablemente no fue accidental que Yavé primero ayudara a su hijo
a encontrar trabajo y luego una esposa: los negocios antes que el placer.

Un costillar de primera

Al final de ese primer día tan largo, después de poner nombre a tantos
animales, Adán se sintió fatigado y solo, y más que dispuesto a descansar.
Afortunadamente, Dios conocía muy bien sus necesidades.
“Entonces el Señor Dios infundió un profundo sueño al hombre y
este se durmió; tomó luego una de sus costillas y cerró el hueco con
carne... de la costilla que había tomado..., formó una mujer y la
presentó al hombre” (Gn 2, 21-22).
¡A Dios le van a hablar de satisfacer necesidades! Por si un sueño
reparador no fuera suficiente, Yavé lo completó inaugurando su creación
aún más grandiosa, su propia hija y la esposa de Adán.
Los estudiosos comentan (y no se equivocan) el acierto con que Dios
formó a la socia de alianza de Adán: no se sirvió de sus pies para que nadie
la utilizara de felpudo; ni se sirvió de su cabeza para ponerla en un pedestal;
la formó a partir de la costilla de Adán para que estuviera a su lado, cerca
de su corazón.
Desde luego, Dios se guardó lo mejor para el final, y Adán lo sabía. Sin
poder contenerse, publicó a los cuatro vientos sus sentimientos ante tanto y
tan increíble esplendor: «Entonces dijo el hombre: “Esta sí es hueso de mis
huesos, y carne de mi carne. Se la llamará mujer, porque del varón fue
hecha”» (v. 23).
Me encanta la respuesta de Adán: tanta belleza lo dejó sencillamente
anonadado. Un viejo amigo mío de la universidad parafraseaba así este
versículo: «Se la llamará mujer (woman) porque, en cuanto posé los ojos en
ella, solo fui capaz de decir: Who a man!» [3]: una versión moderna que
capta bastante bien la esencia de la dicha y el deleite de Adán.
El versículo «carne de mi carne, hueso de mis huesos» evoca el lenguaje
de la alianza solidaria que la Escritura emplea en otras ocasiones (ver Gn
29, 14; 2 S 5, 1; 19, 12-14). Es más: es el lenguaje del amor marital y del
éxtasis romántico que se escucha en los albores de la historia por primera
vez.
¡Qué escena tan grandiosa! ¿Hay alguien capaz de imaginar un inicio
mejor para el drama familiar de la historia de la salvación? Este pequeño
fragmento de la poesía romántica se ha transmitido de edad en edad, como
una valiosa herencia familiar, para que todos nosotros, descendientes de
Adán, podamos saber lo querida que fue nuestra primera madre.
El pulso de la pasión pura y simple de Adán que queda reflejado aquí
prefigura la futura –y más pura aún– pasión de Jesús, el nuevo Adán. De un
modo semejante, Jesús se ofreció en sacrificio por su esposa, la Iglesia. Con
su último aliento de vida recibimos su Espíritu (ver Jn 19, 30). De su
costado traspasado brotaron el agua y la sangre de la vida (ver Jn 19, 34; 7,
38; 1 Jn 5, 6-8). Del sueño profundo de su muerte surgió la nueva Eva que
se mantuvo a su lado, cerca de su corazón (ver Jn 19, 26-27) [4]. Pero ¿de
verdad Adán quería tanto a Eva? Y en caso afirmativo: ¿cómo iba a
demostrarlo?

Dos en uno

Naturalmente, no sabemos con exactitud cuándo se dieron el sí, porque el


Génesis no siempre narra los acontecimientos siguiendo esa cronología
estricta a la que se atienen los historiadores modernos. Puede que los
acontecimientos se describieran acompañados de elementos simbólicos (lo
que no quiere decir que no sean históricos). Los antiguos hebreos trataban
la realidad histórica en términos figurados para no quedarse solo en los
hechos y dotarlos de una relevancia y un significado religiosos más hondos.
No hay razón para suponer que Adán siguiera solo mucho tiempo. Si nos
atenemos al tiempo de la narración, su segundo día empezó cuando
despertó de su profundo sueño, que resultó ser también el sábado
santificado por Dios. De modo que el primer día completo de Adán debió
de ser a la vez el día del descanso sabático y el día de sus esponsales con
Eva, las dos partes de la alianza de matrimonio. Desde una perspectiva
narrativa, el sábado puede verse como el signo de dos alianzas
estrechamente relacionadas: la de Dios con la creación y la de Adán con
Eva [5].

La ordalía o el juicio de Dios

De hecho, el Padre probó a su hijo –sumo sacerdote y esposo– en el


santuario en sábado, permitiendo que se enfrentase a la amenaza diabólica
urdida contra su esposa, llena de santidad: una amenaza que requería nada
menos que una obediencia santa y un amor fiel, y que exigía un sacrificio
heroico por parte de Adán. No obstante, al obrar como un sacerdote y un
esposo infieles, Adán no solo violó la alianza de creación de su Padre:
rompió también su alianza de matrimonio con Eva.
¿Por qué lo hizo? Ahí está el enigma. La respuesta que me gustaría
proponer se basa en la explicación tradicional del pecado de Adán en
términos de orgullo y desobediencia, pero va aún más lejos. La razón, en
suma, que llevó a Adán a sucumbir al orgullo y a la desobediencia fue su
temor al sufrimiento y su resistencia a la muerte, mayores aún que el amor a
su Padre y a su esposa.
Antes de continuar, repasemos brevemente los hechos narrativos más
relevantes que hemos ido reuniendo hasta ahora. En primer lugar, el deber
de Adán de guardar el jardín implica un intruso potencial. En segundo
lugar, el peligro mortal al que se enfrenta Adán tiene más que ver con la
muerte espiritual que con la física; por eso la amenaza de muerte vinculada
al fruto prohibido era mayor de lo que parecía a simple vista –sobre todo a
ojos de Eva, que solo vio en el fruto algo «bueno para comer», «atractivo a
la vista» y «apetecible para alcanzar sabiduría» (Gn 3, 6)–. En tercer lugar,
el árbol de la vida era la garantía de Adán frente a la pérdida potencial de la
vida física, aunque parece significar (¿y conceder?) algo más que la
inmortalidad, puesto que Adán ya contaba con ella. En cuarto lugar, cuando
Eva salió del costado de Adán, Dios lo llamó a un deber aún mayor que el
de trabajar: el de amar a su esposa («Nadie tiene amor más grande que el de
dar uno la vida por sus amigos», Jn 15, 13; ver Ef 5, 31-32).

Ni malos ni bobos

Cuando reflexionamos sobre el motivo que llevó a Adán y Eva a pecar,


conviene evitar dos extremos interpretativos: la demonización y la
trivialización.
Por un lado, no se debe sacar de quicio el primer pecado de Adán y
considerarlo un acto de desacato calculado o de rebelión arbitraria, como si
desde el principio Adán fuese un aliado del demonio. Dios lo creó justo y
perfecto, de modo que es difícil que el motivo de su primer acto de
desobediencia fuese simplemente la malicia. Un odio demoniaco de este
tipo suele exigir años de práctica.
Y, por otro lado, no se debe sacar de quicio la falta de sensatez de Eva y
considerarla una bobalicona carente de discernimiento. Por desgracia, esa es
la actitud que adoptan algunos ante ella, casi como si fuese algo de esperar:
una idea que san Ireneo refutó hace muchos siglos:
¿Por qué la serpiente atacó a la mujer y no al hombre? Se dice que
fue tras ella porque era la más débil de los dos. No es así. A la hora de
infringir la orden, ella se mostró más fuerte... Solo ella le hizo frente a
la serpiente. Aunque comió del árbol, lo hizo con renuencia y
disconformidad, y después de ser pérfidamente manipulada. Adán, sin
embargo, compartió el fruto que le dio la mujer sin combatir, sin una
sola palabra de oposición: una clara demostración de debilidad
consumada y de un alma pusilánime. Es más, a la mujer se la puede
excusar: combatió al demonio y fue derrotada. A Adán, sin embargo,
no se le puede excusar... era él quien había recibido directamente el
mandato de Dios [6].
Es un lenguaje muy duro, ¿verdad? Aun así, las palabras de san Ireneo
no están fuera de lugar ni van desencaminadas, sino que nos conducen al
justo medio entre ambos extremos.
El escenario edénico ya está montado. El protagonista y la protagonista
han ocupado sus puestos. El drama está a punto de empezar...

... y entra en escena la astuta serpiente

La esposa y el esposo no tardan mucho en descubrir que ya no están


solos en el jardín, esa suite de su luna de miel. Tienen visita. Una serpiente.
¿Será ella el potencial intruso?
¿Quién o qué es la serpiente? La mayoría guardamos desde la infancia la
imagen de un reptil venenoso que cuelga de un árbol (o que quizá aún
conservara las patas. A estas alturas puede que contemplemos con cierto
escepticismo las distintas versiones del relato de la caída recogidas en las
Biblias infantiles que solíamos examinar detenidamente en la sala de espera
del médico).
El término hebreo que se emplea para la serpiente (nahash) es algo
ambiguo y posee un amplio rango de significados. Aunque por lo general se
aplica a las serpientes venenosas (ver Nm 21, 6-9), también sirve para
designar a dragones como Leviatán (ver Is 27, 1) y a monstruos marinos
legendarios (ver Jb 26, 13). Dentro de este espectro de usos, la palabra
suele referirse a algo que muerde (ver Pr 23, 32) y es venenoso (ver Sal 58,
4). Sea como sea y como mínimo, aquí la serpiente es un símbolo que
amenaza la vida. Y representa un peligro mortal [7].
En este caso el peligro no era solo (o principalmente) físico, sino
espiritual, más aún si se tiene en cuenta que el Nuevo Testamento identifica
a esta «serpiente antigua» con el propio Satanás (ver Ap 12, 9; 20, 2). De
hecho, esta era la idea ampliamente difundida entre los antiguos judíos [8].
A algunos lectores les desconcierta el calificativo de «astuta» que se
otorga a la serpiente, «el más astuto de todos los animales del campo que
había hecho el Señor Dios» (Gn 3, 1). El término que aparece aquí (arum)
se suele aplicar o bien al hombre sabio y «cauto» (ver Pr 12, 16; 13, 16), o
bien al malvado y «astuto» (ver Jb 5, 12; 15, 5). En este caso se refiere
claramente a lo segundo, al tiempo que se juega con la palabra arom
(«desnudo», Gn 2, 25). En definitiva, la desnudez de Adán y Eva es un
doble signo que hace alusión en sentido positivo a la intimidad que
comparten en su soledad y en sentido negativo a su vulnerabilidad frente a
la serpiente. El objetivo deliberado de la «astuta» estrategia de Satanás es lo
que su «desnudez» simboliza: su unión marital.

Eva al desnudo
Si a lo largo del relato la serpiente solo se dirige a Eva, no es porque
Adán no estuviese presente (de hecho, el uso que hace la serpiente de los
verbos hebreos en segunda persona del plural indica que Adán siempre
estuvo allí) [9]. Al dirigirse a Eva, Satanás ignoraba deliberadamente la
estructura familiar instituida por Dios.
Satanás inicia la conversación planteando una pregunta (aparentemente)
muy sencilla, aunque teñida de una ingeniosa ambigüedad y de una
insinuación perversa: «¿De modo que os ha mandado Dios que no comáis
de ningún árbol del jardín?» (Gn 3, 1). En primer lugar, la serpiente habla
de Elohim y no de Yavé (es probable que no le estuviera permitido
pronunciar ese nombre sagrado o que no fuese capaz de hacerlo). En
segundo lugar, cambia la fórmula del mandato divino con el fin de
distorsionar su significado. (También se puede traducir por: «De todos los
árboles del jardín podrás comer, pero del árbol del bien y del mal no
comerás»). En tercer lugar, al hacer hincapié en las restricciones negativas,
Satanás cuestiona la benevolencia de Dios.
La respuesta de Eva pone de manifiesto que no se sabía muy bien el
catecismo edénico. Corrigió a la serpiente, pero sin mucha exactitud. Por un
lado, prescindió del tono positivo del mandato original del Señor: «Podéis
comer de todos los árboles». Por otro, al igual que la serpiente, emplea la
palabra Elohim en lugar del nombre personal de Dios: Yavé. Y, por último,
altera la fórmula original de la prohibición divina añadiendo a «no comáis»
el «ni toquéis».
Está claro que muestra una actitud defensiva: una actitud que, en
realidad, le habría correspondido adoptar a Satanás. Al fin y al cabo, el
intruso era él; era él quien estaba fuera de lugar en el jardín, santuario de
Dios. Pero la serpiente no había hecho más que empezar.
Satanás replica sin ningún reparo: «No moriréis en modo alguno; es que
Dios sabe que el día que comáis de él se os abrirán los ojos y seréis como
dioses, conocedores del bien y del mal» (Gn 3, 4-5).
¡Ya está! Satanás ha cruzado la línea. Ahora miente sin rodeos.
Contradice lo que el propio Dios ha dicho. Ha llegado el momento de que
Adán pase a la acción y condene en nombre de Dios al demonio mentiroso,
¿verdad?

El silencio culpable de Adán

Me imagino qué estaría pensando Adán: quizá debería hacer algo... o


quizá no. No hay que sacar conclusiones apresuradas ni actuar con
precipitación: seamos prudentes. Puede que haya que tomar en
consideración algún dato más.
Pero ¿había de verdad algo más que tomar en consideración? Después de
todo, quien estaba en el punto de mira era su esposa. ¿Qué otro dato podía
resultar relevante?
Por un lado, lo que parecía una flagrante mentira tal vez no fuera tan
flagrante. Al fin y al cabo, la serpiente dijo que no morirían; y, de hecho, no
murieron. Por otro lado, Satanás dijo que se les abrirían los ojos, y eso fue
exactamente lo que ocurrió: «Entonces se les abrieron los ojos» (Gn 3, 7). Y
lo que parecía la mentira más grande de todas («seréis como dioses»)
también se hizo realidad, como Dios mismo admitió: «He aquí que el
hombre ha llegado a ser como uno de nosotros en el conocimiento del bien
y del mal» (v. 22).

¿Tenía razón la serpiente?

¿Cómo interpretar esto? ¿Tenía razón la serpiente y Dios estaba


equivocado? No lo creo [10].
Por una parte, antes de la caída no había forma de que Adán supiera que
lo que decía la serpiente era mentira. Si no había comido, ¿cómo podía
saber que no morirían, que sus ojos se abrirían o que serían como Dios,
conocedores del bien y del mal? Nada de esto habría podido descubrirlo
mientras no desobedeciera. Adán no podía excusarse aduciendo una
evidencia contradictoria.
Por otra parte, Adán y Eva sí murieron: espiritualmente. En sus almas se
apagó la vida del Espíritu; perdieron la gracia santificante. Fue una muerte
no menor que la muerte física. Además, se les abrieron los ojos, pero solo
para descubrir su desnudez y su pecado, y no la gloria de Dios que
perdieron. Al ejercer su libertad fueron como Dios, pero la elección que
hicieron trajo consigo su esclavitud moral y espiritual.
Sobre el Padre no pesaba la amenaza de que Adán y Eva fueran como él,
porque para eso los había creado. «El hombre... estaba destinado a ser
plenamente “divinizado” por Dios en la gloria. Por la seducción del diablo
quiso “ser como Dios”, pero “sin Dios”» [11].

El miedo al sufrimiento

Tiene que haber, por lo tanto, otra razón para el silencio de Adán. ¿Cuál?
El miedo al sufrimiento y a la muerte. ¿Y cómo podemos saberlo?
Retrocediendo y leyendo entre líneas; volviendo a escuchar atentamente las
palabras explícitas de la serpiente y lo que llevaban implícito.
«No moriréis», dijo. Y esa atrevida contradicción se quedó en el aire
hasta que la intención de la serpiente se fue desvelando poco a poco: «No
moriréis... si coméis el fruto». En otras palabras, Satanás adoptó la forma de
una serpiente que representa una amenaza para la vida con el fin de dejar
caer con su malvada insinuación lo que Adán interpretó con razón como la
amenaza velada contra su vida que, de hecho, representaba desde el
principio [12].

Obrando con (preter)naturalidad


Solo así se explica el silencio de Adán. Cuando la estrategia de la
serpiente se hizo patente, Adán tuvo que hacer una terrible elección: o
defender a su esposa entablando un combate mortal con la serpiente
diabólica; o aferrarse a las espléndidas condiciones del Edén y a delicias
tales como el dominio de la tierra, la inmortalidad, la impasibilidad y la
integridad.
Como Adán no podía ejercer sus dones preternaturales prescindiendo de
la fe sin perderlos, tuvo que elegir. Y sus opciones eran muy reducidas: la
gracia sobrenatural o los bienes naturales; la vida espiritual o la muerte
espiritual; el sufrimiento físico o la satisfacción física; el sacrificio o la
autocomplacencia.
En otras palabras: ¿evitaría Adán el pecado a toda costa? ¿Cooperaría
con la gracia de Dios y pondría por encima de todo el amor y la confianza
en su Padre? ¿O su temor a la muerte vencería sobre el de la ofensa a Dios y
Adán optaría por los dones creados antes que por el Creador y Dador de
esos dones? En resumen: ¿se sacrificaría Adán por Dios por el bien de Eva,
o echaría mano de sus propios recursos y sucumbiría al orgullo y la
desobediencia?

Las opciones de Adán: ¿protomártir o apóstata?

Evidentemente, sabemos qué hizo Adán: lo que nos proponemos aquí es


intentar entender mejor por qué lo hizo. (Ten en cuenta que explicar el
pecado de Adán no equivale a excusarlo). No solo sabemos qué hizo Adán:
conocemos también otros detalles relevantes. Existen otros diez factores
subyacentes que habría que añadir aquí:
Primero: sabemos que Satanás los quería muertos y que prefería
claramente su muerte espiritual con sus eternas consecuencias antes que una
muerte meramente física.
Segundo: sabemos que la serpiente no podía causar la muerte espiritual
de Adán y Eva en contra de su voluntad; solo morirían espiritualmente si
consentían en el pecado mortal.
Tercero: sabemos que Adán y Eva temían a la muerte; de otro modo, la
amenaza que pesaba sobre ellos en el caso de que comieran carecería de
sentido.
Cuarto: sabemos que Dios no tenía intención de que el jardín del Edén
fuese el estado definitivo de Adán y Eva, a quienes creó para la gloria
celestial. El paraíso terrenal estaba destinado solamente a servir de anticipo
y prefigura del paraíso celestial (ver Ap 21-22).
Quinto: sabemos que Dios sometió a Adán a un período de prueba y le
exigió al menos cierto grado de renuncia y de mortificación como condición
para entrar en la gloria celestial [13].
Sexto: sabemos que la mortificación de Adán exigía algo más que
privarse del fruto. Le exigía entablar un combate espiritual con Satanás;
porque, si Adán hubiera decidido no comer, Satanás no habría renunciado a
sus planes.
Séptimo: sabemos que, abandonado a sus propios recursos, Adán no
tenía nada que hacer frente a la malicia letal de Satanás y a su poder
seráfico.
Octavo: sabemos que el relato no menciona que Adán, en medio de su
zozobra, clamara a Dios.
Noveno: sabemos que Adán sucumbió al orgullo y confió en sus propios
recursos, precipitándose así hacia el pecado.
Décimo: sabemos que el Padre no habría abandonado a su hijo en su
momento de necesidad si este hubiera cooperado con la gracia y pedido
auxilio a Dios. O bien Dios habría concedido a su siervo fiel gracia
suficiente para vencer al enemigo, o bien habría aceptado la ofrenda
sacrificial de Adán en santa oblación, salvándolo de la muerte y de la
corrupción y premiándolo con la gloria eterna del cielo [14].

No decidir es decidir
Esta explicación no constituye, en última instancia, más que un
argumento que se deduce de su silencio. O, más bien, un argumento para su
silencio: explica por qué Adán optó por el silencio, un silencio sonoro y
culpable. De hecho, cuesta imaginar otro modo de justificar que Adán
pasara a la acción sin pronunciar una sola palabra.
El pecado de Adán, en suma, debe atribuirse a la falta de coraje. Al no
decidir, decidió; porque, una vez que Eva comió el fruto prohibido, cayó el
propio Adán, antes incluso de comerlo él. No tendría que haber permitido
que las cosas llegaran tan lejos. De haber intervenido desde el principio,
habría evitado la conversación.
Por eso la caída de Adán se produjo desde el momento en que Eva dio el
primer bocado. Además, ¿qué podía hacer una vez que Eva hubo comido?:
¿condenarla y enviarla al destierro?
Si se piensa bien, Adán no solo cayó definitivamente al mismo tiempo
que Eva comía el fruto, sino que selló su destino. ¿Se podía esperar que
abandonara a su esposa en ese momento? ¿Sería capaz de arreglárselas sin
ella? Creo que no. De hecho, es probable que Adán no pudiera imaginar una
vida sin Eva. En cuanto ella dio el bocado, el hecho de que Adán comiera
era prácticamente un hecho consumado.

Salvación a las puertas

Sus ojos se abrieron a una realidad totalmente distinta, a un hogar hostil


y a la amenaza del otro. El temor a esa amenaza invisible llevó al hombre y
a la mujer a darse cuenta por primera vez de que estaban desnudos y a
confeccionarse sus propias ropas. Y, cuando Adán y Eva oyeron la voz del
Señor Dios que se paseaba por el jardín, se ocultaron de su presencia (ver
Gn 3, 1-10).
Nuestro Padre celestial no es tonto. No podemos hacer como los niños
pequeños, que se esconden debajo de la cama después de cometer una
travesura. Adán y Eva empezaron a ofrecer excusas y a echarse la culpa el
uno al otro: es que estábamos desnudos... y la mujer –sí, esa mujer que me
diste por compañera– me dio el fruto prohibido... es que la serpiente me
engañó...
¡Cuánto tiempo y cuántas energías gastadas en justificarse a costa del
otro! ¿Te suena de algo? El arrepentimiento exige mucho menos esfuerzo,
pero mucha más humildad.
¿Cuál fue la respuesta de Dios a la tentación y a la caída? Las
consecuencias de su sentencia fueron graves: el dolor del parto, la fatiga del
trabajo de la tierra y la muerte. Aun así, el Padre respondió a la
desobediencia de nuestros primeros padres con todo el amor posible. Pese a
que esas dos criaturas humanas habían roto la alianza con Él –el sagrado
vínculo familiar de la confianza–, les prometió un Salvador (y una Mujer)
que aplastaría la cabeza de Satanás.
“Por haber hecho eso, maldita seas entre todos los animales y todas
las bestias del campo. Te arrastrarás sobre el vientre, y polvo comerás
todos los días de tu vida. Pondré enemistad entre ti y la mujer, entre tu
linaje y el suyo; él te herirá en la cabeza, mientras tú le herirás en el
talón” (Gn 3, 14-15).
Este oráculo se conoce como «primer evangelio» (protoevangelio). Es el
eje en torno al cual gira el resto de la salvación. Y continúa girando, una
etapa de alianza tras otra, mientras el pueblo de Dios aguarda el
cumplimiento de su promesa gloriosa [15].

El sufrimiento: un castigo a la altura –y reparador– del delito

Cuando la naturaleza del pecado de Adán se entiende como una negativa


a sufrir por amor a su Padre y a su esposa, se extraen tres consecuencias
lógicas. La primera es que la maldición divina del dolor que recayó sobre
Adán y Eva fue totalmente razonable. En segundo lugar, su humilde
aceptación de ese sufrimiento punitivo sería reparadora. Y, por último, la
redención vendría de Cristo quien, con el sufrimiento de su inmolación en
la cruz, cargó con esa maldición.
Dios entró en el jardín del Edén inmediatamente después de que Adán y
Eva pecaran. Anunció el castigo de su maldición: el dolor unido al fruto.
Para Eva eso implicaría parir con dolor; para Adán, trabajar la tierra con
dolor (ver Gn 3, 16-19). La disposición a entregarnos por amor, pese al
sufrimiento que traiga consigo, es lo que nos hace dar fruto. Cuando nos
negamos a amar hasta ese extremo, nos volvemos estériles. Nuestro Padre
sigue queriendo que demos fruto; por eso cargamos con la maldición del
dolor: para mantener vivo nuestro potencial de dar frutos sobrenaturales.
Nos equivocamos si concebimos esa maldición ante todo como un acto
de venganza. La ira de Dios no es lo opuesto a su amor ni su reverso. Dios
no se debate entre el amor y la ira. Dios es amor (ver 1 Jn 4, 8); pero ese
amor es un fuego devorador que nunca se apaga (ver Hb 12, 29). Ese amor
es también la vida íntima de la Trinidad, pura y simple. Por eso, el amor de
donación es la ley esencial de la alianza de Dios con nosotros, sus hijos,
concebida para hacer de nosotros fogosos amantes semejantes a Él.
Cuando desobedecemos la ley de Dios, rechazamos el ardor de su amor.
Un amor del que no podemos escapar y ante el cual nos limitamos a
acordonarnos. Estamos en él, pero él no está en nosotros. Por eso no
podemos gozar de él: solo nos sentimos abrasados por ese amor cuando nos
volvimos a abrir a él. Eso es lo que hace el arrepentimiento y ese es el
sentido de la ira de Dios [16].
El arrepentimiento implica, por lo tanto, un cambio de pensamiento y un
cambio de vida. El sufrimiento deja de interpretarse como algo
intrínsecamente malo; cuando lo vemos como una parte del plan que tiene
Dios para enseñarnos a amar, somos capaces de asumirlo como el remedio
necesario para el pecado.
En resumen: el Padre, que llamó a Adán a la vida, lo enfrentó primero a
la muerte para probar su obediencia en el sacrificio: el juicio de Dios. Si
Adán hubiera aceptado la muerte cooperando con la gracia de Dios que
moraba en él, habría materializado y perfeccionado la fe, la esperanza y el
amor. El don terrenal de la gracia se habría transformado en la gloria
celestial.

La maldición de la muerte para deshacer la obra de Adán

Si la suprema manifestación del sufrimiento es la muerte, el momento


supremo del amor llega en el instante de la muerte si la aceptamos y
hacemos de ella un don sacrificial de nosotros mismos. Por eso la
manifestación suprema de la maldición es la muerte. Te encontrarás con el
sudor, con las espinas y la desnudez «hasta que vuelvas a la tierra» (Gn 3,
19).
Esto nos proporciona la clave para desvelar el poder redentor del
sufrimiento y de la muerte de Cristo en la cruz. Jesús, el nuevo Adán, fue
tentado en el jardín (de Getsemaní; ver Mt 26, 36-46), donde «le sobrevino
un sudor como de gotas de sangre que caían hasta el suelo» (Lc 22, 44).
Luego le colocaron en la cabeza una «corona de espinas» (ver Mt 27, 29),
antes de llevarlo al «árbol» (ver Ga 3, 13), donde lo desnudaron (ver Mt 27,
31). Después cayó en el sueño profundo de la muerte para que de su costado
surgiera la nueva Eva (ver Jn 19, 26-35; 1 Jn 5, 6-8). Así actuó Cristo con
el pecado: atacándolo de raíz.
En la Carta a los Hebreos leemos: «Porque así como los hijos comparten
la carne y la sangre, también él participó de ellas, para destruir con la
muerte al que tenía el poder de la muerte, es decir, al diablo, y liberar así a
todos los que con el miedo a la muerte estaban toda su vida sujetos a
esclavitud» (Hb 2, 14-15) [17].
Cristo deshizo lo que hizo Adán haciendo lo que este debería haber
hecho: «Él ofreció con gran clamor y lágrimas oraciones y súplicas al que
podía salvarlo de la muerte, y fue escuchado por su piedad filial, y, aun
siendo Hijo, aprendió por los padecimientos la obediencia. Y, llegado a la
perfección, se ha hecho causa de salvación eterna para todos los que le
obedecen» (Hb 5, 7-9).
Así llevó a cabo el último Adán nuestra salvación eterna: «El primer
hombre, Adán, fue hecho ser vivo; el último Adán, espíritu que da vida... El
primer hombre, sacado de la tierra, es terreno; el segundo hombre es del
cielo... Y como hemos llevado la imagen del hombre terreno, llevaremos
también la imagen del hombre celestial» (1 Co 15, 45-49).

Epílogo

Si hace unos años Hollywood hubiera rodado con todo esto una epopeya
cinematográfica, está claro cómo sería la cosa. La banda sonora se tiñe de
un tono grave y amenazador que acompaña la aparición de la serpiente. La
cámara hace un barrido del jardín mientras empieza el interrogatorio. El
volumen va subiendo hasta detenerse en cuanto Satanás pronuncia su
mentira diabólica. De repente, Adán se lanza hacia delante y, envuelto en el
estruendo de la música y los platillos que vuelven a sonar, se quita de
encima al demonio de un solo golpe. Luego besa a Eva, la toma entre sus
brazos y, tras desaparecer juntos a la luz del ocaso, viven felices para
siempre. A continuación, los títulos de crédito.
¡Qué bonito!, ¿verdad?
Francamente: prefiero la Biblia.
4. HASTA AQUÍ HEMOS LLEGADO:
UNA ALIANZA ROTA Y RENOVADA CON
NOÉ

¿Qué te viene a la imaginación cuando oyes la palabra «familia»? Mucha


gente piensa en su madre, en tartas de manzana, en los cuentos que les leían
o en la cama o en las vacaciones de verano; y otros puede que piensen en
suegros, riñas y pagos de hipoteca. En realidad, la familia incluye ambas
clases de imágenes y muchas más. Lo mismo ocurre con la familia de Dios.
En la historia de la salvación el pecado se presenta literalmente como un
hogar roto. Solo cuando nos descubrimos miembros de la familia de Dios
empezamos a entender que pecar no significa solamente infringir unas
leyes, sino sobre todo romper una relación. A lo largo de nuestra vida todos
nos hemos apartado muchas veces de Dios, comportándonos como niños
rebeldes que quieren salirse con la suya. Aun así, Él no deja de amarnos,
nos llama para que volvamos a su lado, nos castiga amorosamente como
solo un Padre perfecto es capaz de hacer, y mantiene, pese a todo, sus
promesas.
La ruptura del vínculo empezó con la primera unión del hombre y la
mujer. Al comer del fruto prohibido, Adán y Eva renunciaron a la fe en
Aquel que los había creado. ¿Cuáles fueron las consecuencias para la
familia humana? Mira a tu alrededor. Vivimos en un mundo impregnado de
temor, desgracias, ira, crímenes, dolor, depresión, soledad, alienación y
muerte. Menudo panorama...

En nombre de Caín
El capítulo 4 del Génesis describe de un modo peculiar el siguiente
acontecimiento decisivo en la historia bíblica de amor entre Dios y la
humanidad: Adán conoció a Eva y ella concibió un hijo. «He adquirido
[qanah] un varón gracias al Señor», dijo Eva al dar a luz a Caín. Luego
nació otro varón a quien puso el nombre de Abel, que se convirtió en pastor
de ganado (ver Gn 4, 1-2).
Caín, que trabajaba la tierra, ofrecía al Señor sus frutos, mientras que
Abel le ofrecía el sacrificio de los primogénitos de su rebaño. Dios aceptó la
ofrenda de Abel y rechazó la de Caín, que se enfadó y andaba cabizbajo.
Entonces recibió de Dios un sabio consejo paterno: «¿No llevarías el rostro
alto si obraras bien? Pero si no obras bien, el pecado acecha a la puerta; no
obstante, tú podrás dominarlo» (Gn 4, 7) [1].
¿Aprendió Caín la lección, regresó al punto de partida e hizo un segundo
intento? No. Al parecer, Caín optó por un sacrificio totalmente distinto: al
llevarse a su hermano al campo y darle muerte, alimentó la semilla de un
fruto perverso que Satanás ha plantado en nuestra naturaleza humana.
Conviene fijarse en que el primogénito de Eva no sucumbió a un ataque
de celos, sino al pecado mortal de la envidia [2]. Desde un punto de vista
técnico, los celos buscan el bien que se advierte en otra persona, mientras
que a la envidia ese bien le desagrada y, además, quiere destruirlo. Los
celos pueden ser buenos o malos, mientras que la envidia es siempre y
exclusivamente mala. La Escritura habla de los «celos» de Dios (ver Ex 20,
4), pero nunca de su envidia: nos quiere para Él –puesto que nos ha
creado–, pero solo por nuestro bien.
Recuerdo que hace años vi una película con Sissy Spacek en el papel de
reina de un baile de bienvenida. A sus «amigas» les molestaba tanto su
atractivo que en el transcurso del baile la bañaban en sangre de cerdo. No
querían su belleza: solo querían quitársela. Esa es la esencia de la envidia.
No es de extrañar que sea la envidia y no los celos la que se incluye entre
los siete pecados capitales: fue, junto con la soberbia, la raíz de la rebelión
de Satanás (ver Sb 2, 24). Y es también la raíz de algunos de los pecados
más graves, como en el caso de Caín, que mató a su hermano pequeño por
envidia (ver 1 Jn 3, 4-12).
Quizá Caín creyó que podría esquivar el castigo. A la pregunta del Señor
acerca del paradero de Abel respondió a la defensiva: «No lo sé. ¿Acaso
soy yo el guardián de mi hermano?» (Gn 4, 9). La perversa conducta de
Caín no menoscabó ni supuso obstáculo alguno para la paternidad de Dios,
quien actuó de inmediato para disciplinar a aquel hijo suyo contumaz: lo
desterró del Edén y lo convirtió en un hombre errante y vagabundo,
marcándolo con una señal (ver Gn 4, 10-16) [3].
Cabía esperar que el horrible fruto del pecado creciera lentamente y de
forma insidiosa; no obstante, fue como si se multiplicara igual que un tumor
maligno que, al crecer, destruye a toda velocidad un montón de células
sanas. ¿Cómo de un pedazo tan pequeño del árbol prohibido nació tan
rápidamente el fruto del homicidio? Nosotros meneamos la cabeza y nos
preguntamos cómo fue posible tanta violencia, pero esa misma fuerza
destructora de la envidia sigue obrando en las familias, en las comunidades
y en nuestros lugares de trabajo. No existe otro remedio que abandonarnos
en la providencia divina y confiar en que nuestro Padre del cielo cubrirá
nuestras necesidades y cumplirá lo que nos ha prometido.
Cuando descubrimos el significado del amor de alianza de Dios,
entendemos hasta qué punto estamos llamados a ser guardianes de nuestros
hermanos y hermanas. El cuerpo de Cristo es la familia de Dios y la vida de
cada iglesia, un pequeño reflejo de ese amor divino. ¿Procuramos vivir a
imagen y semejanza de Dios? ¿O les echamos la culpa a otros y nos
excusamos a nosotros mismos, aunque tengamos para ello el mejor de los
motivos? Al tiempo que vamos constatando cómo el Padre busca de
continuo a su pueblo, debemos permitir que su amor penetre más
hondamente en nuestros corazones.

Crecen los problemas en el país de Nod

Como hemos visto en el capítulo anterior, Adán y Eva eran una muestra
de la unidad familiar más pequeña posible: la pareja. El matrimonio es la
relación de alianza básica de la que se sirve Dios para multiplicar a la raza
humana. La siguiente generación sufrió las consecuencias del pecado que
cometió Caín al dar muerte a su hermano por envidia. Y la cosa no acabó
ahí.
Desterrado de la presencia de Dios, Caín viajó al oriente de Edén y se
instaló en el país de Nod, donde construyó una ciudad a la que puso el
nombre de su hijo (ver Gn 4, 17-24). Pasaron seis generaciones y el carácter
diabólico que adquirió el linaje de Caín alcanzó su máximo exponente en
un descendiente suyo llamado Lamec, quien tomó dos esposas (ver Gn 4,
17-24). Es la primera vez que aparece la poligamia en la Escritura. Si se
tiene en cuenta la alianza de matrimonio original, es evidente que el
descendiente de Caín se saltó el modelo de Dios. La lujuria desenfrenada va
acompañada de violencia; por eso Lamec alardeaba así ante sus dos
esposas: «Maté a un hombre porque me hizo una herida, y a un muchacho
porque me dio un golpe. Caín será vengado siete veces, pero Lamec lo será
setenta y siete» (vv. 23-24). Como hemos visto, el número siete es un
símbolo de alianza. En este caso representa la maduración del mal en el
seno del linaje de Caín.
Entretanto, la primera familia de Dios siguió creciendo. Adán conoció de
nuevo a su mujer y ella dio a luz a un hijo llamado Set (ver Gn 4, 25). El
nacimiento de Enós, el hijo de Set, marca un punto de inflexión decisivo en
la historia humana: «Entonces comenzó a invocarse el nombre del Señor»
(Gn 4, 26), es decir, el culto de la alianza (ver Gn 12, 8).
Cabe destacar la diferencia esencial entre el linaje de Caín y el de Set.
Mientras que Caín intentó perpetuar su nombre poniendo a una ciudad el de
su hijo, las obras del hijo de Set no redundaron en su propio nombre, sino
en el de Dios: «Comenzó a invocarse el nombre del Señor». (El término
hebreo que significa «nombre» es shem, que adquiere un significado
especial con el nacimiento de Sem, primogénito de Noé; hablaremos de ello
más adelante). Con la generación de Set empezó la ciudad de Dios. Aunque
con cierto retraso, la familia de alianza de Dios por fin se ponía en marcha.
Cuando el capítulo 5 del Génesis recoge las generaciones de Adán,
empieza con esta frase: «El día que Dios creó al hombre, lo hizo a imagen
de Dios» (v. 1). Y Adán tuvo un hijo a su imagen y semejanza. Dios
engendró un hijo y Adán hizo lo mismo al engendrar a Set.
Estas dos culturas diferentes, setitas y cainitas, crearon un escenario
proclive al conflicto. El linaje de Set se fundamentaba en el culto de alianza
a Dios e invocaba el nombre del Señor; y, en el otro extremo, el linaje de
Caín alcanzaba el summum de la tiranía. Ambos grupos tenían que convivir
en la misma tierra, preferiblemente en paz. Pero, a medida que fueron
consolidándose el mal, la soberbia y la injusticia, la armonía quedó
descartada. ¿Qué otra cosa podía derivarse de aquello sino el conflicto y la
persecución?

Hijos descarriados

El capítulo 6 del Génesis describe un desarrollo de los acontecimientos


enigmático y, al mismo tiempo, funesto:
“Cuando los hombres comenzaron a multiplicarse sobre la faz de la
tierra y les nacieron hijas, los hijos de Dios vieron que las hijas de los
hombres eran hermosas, y tomaron por mujeres a las que más les
gustaban de entre todas ellas. Entonces dijo el Señor: «No
permanecerá siempre mi espíritu en el hombre, porque no es más que
un ser mortal: sus días serán ciento veinte años». En aquellos días –y
también después–... los hijos de Dios se unieron a las hijas de los
hombres y ellas les dieron hijos; estos fueron los héroes famosos de
antaño” (Gn 6, 1-4).
En hebreo «los héroes famosos» equivale literalmente a los shem, los
hombres que se labraron un nombre, los perversos tiranos famosos,
hombres injustos que construyeron una cultura de pura maldad.
Dios no pudo soportar más tanta violencia. Dejó pasar más de un siglo
después de dictar sentencia contra la raza humana y dirigirle una seria
advertencia. Entonces los castigó enviando el diluvio. Luego analizaremos
brevemente cuáles fueron las consecuencias para la raza humana.
Pero ¿qué dicen los dos primeros versículos del capítulo? «Los hijos de
Dios vieron que las hijas de los hombres eran hermosas» (v. 2). Para
algunos traductores se trata de un lenguaje mitológico que sugiere que los
ángeles (u otros seres celestiales) se unieron a mujeres terrenales. No
obstante, en el Génesis no existe ningún otro caso en el que los ángeles
reciban el nombre de «hijos de Dios». Por otra parte, como ya señalaron
hace mucho tiempo Agustín y Tomás de Aquino, los ángeles no se
reproducen como los seres humanos. Además, si los principales
instigadores fueron los ángeles, ¿por qué castigó Dios al mundo entero?
¿Por qué no se centró en los ángeles descarriados y en su perversa
descendencia? El castigo del diluvio recayó sobre todo el mundo menos
sobre los ángeles [4].
¿Quiénes eran entonces los «hijos de Dios» mencionados en el capítulo
anterior? En los primeros versículos del capítulo 5 volvemos a escuchar
cómo Dios creó a Adán a su imagen y semejanza. A continuación leemos
que Adán tuvo un hijo llamado Set, «a su imagen, según su semejanza» (ver
Gn 5, 1-2). De este modo Set y su linaje quedan directamente unidos al don
de la filiación divina que Adán recibió de Dios en el origen.
¿Quiénes eran, pues, los hijos de Dios? Los setitas, la familia de Dios
que se formó invocando el nombre del Señor. En el libro XV de su obra ya
clásica, La ciudad de Dios, Agustín comenta que, después de la muerte de
Abel, la familia de Dios, la Iglesia, quedó restaurada en los setitas. Lo que
descubrimos aquí es a la Iglesia frente al mundo, a la familia de Dios frente
al linaje de la serpiente, ansioso de poder, comodidades y lujo.
El capítulo 6 del Génesis recoge una crisis sumamente grave. ¿Se
mantuvieron firmes en la justicia todos los hombres devotos descendientes
de Set, al revés que los malvados cainitas como Lamec, el polígamo
asesino?
No.
Cuando los hombres empezaron a multiplicarse sobre la faz de la tierra,
la belleza de «las hijas de los hombres» –las mujeres cainitas– sedujo a «los
hijos de Dios» –los setitas–. La constancia de los justos cayó derrotada ante
la belleza de los malvados. Los setitas no pudieron resistirse frente a un
nuevo fruto prohibido: las hermosas (pero malvadas) cainitas. Y no solo las
tomaron por mujeres: tomaron «a las que más les gustaban de todas ellas»,
lo que puede implicar que, junto con los matrimonios mixtos, en el linaje de
Set –la familia de alianza de Dios– entró también la poligamia. Y nacieron
hombres violentos.
Cuando no se le pone freno, el pecado se institucionaliza. En todas las
épocas de la historia de la salvación, la falta de moral y la violencia van de
la mano y desencadenan el duro castigo del juicio de Dios manifestado en
las maldiciones de alianza. Y nada institucionaliza tanto el pecado como la
infidelidad matrimonial. La cultura entera –y especialmente los niños–
queda arrasada. Y solo unos pocos sobreviven.
Este modelo se repite a lo largo de la historia de Israel, hasta el exilio de
Babilonia del siglo VI a.C. e incluso después. Por eso a los judíos que
regresan del exilio Esdras les exige que abandonen a sus mujeres
extranjeras. Lo deja muy claro: vuestros matrimonios mixtos alientan un
espíritu de indiferencia, transigencia y desobediencia. El compromiso de
Dios Padre con la alianza de matrimonio es inquebrantable.
En este ejemplo del juicio divino, Dios anuncia su negativa a permitir
que la semilla de la mujer, la familia justa de Dios, se mezcle y se funda con
la familia de Satanás. Por eso envía un diluvio catastrófico que aniquile a la
familia humana, a excepción de una sola familia de la alianza: la de Noé.
Dios se vale de ese resto para salvar a la humanidad. Aunque el Padre tenga
que empezar otra vez desde el principio, sus promesas perdurarán.

Agua, sudor y lágrimas

La familia de alianza de Dios fue creciendo y la vida devino más


compleja. Poco a poco el pueblo creó más leyes, normas y principios con
que evitar y resolver las disputas. El sagrado vínculo familiar de Dios con
su pueblo tuvo que ampliarse para responder a ese crecimiento.
La segunda alianza importante empleada por Dios para velar
paternalmente por su familia contó con Noé. Igual que a Adán, Dios llamó a
Noé a ser mediador de esa alianza desde su condición de esposo. Noé era
padre de tres hijos, cada uno de los cuales tenía a su vez mujer e hijos. En
este momento de la historia de la salvación la alianza de Dios con la raza
humana se extendió a un linaje compuesto por varias familias.
La Escritura dice que Dios decidió eliminar a todas las criaturas vivas,
dada la maldad que se había extendido por toda la tierra: «Todos los
pensamientos de su corazón tendían siempre al mal» (Gn 6, 5). No obstante,
«Noé halló gracia a los ojos del Señor... fue un hombre justo e íntegro entre
sus contemporáneos» (vv. 8-9).
Elegido por el Padre para encarnar –y liberar– al resto de la raza humana,
Noé fue llamado a refundar, como un nuevo Adán, la familia de Dios. Cabe
destacar que la descripción del juicio divino del diluvio sigue un patrón
muy similar al de la creación divina de los primeros capítulos del Génesis.
En uno y otro caso, de las caóticas aguas del «abismo» (ver Gn 1, 2; 7, 11)
surge un nuevo mundo. En ambos relatos adquiere suma importancia el
número «siete». En cuanto al signo del «descanso» de Dios presente en la
creación, también está estrechamente relacionado con Noé (cuyo nombre
significa «descanso» o «consuelo», ver Gn 5, 29). Por otra parte, Noé recibe
la orden de no cerrar la puerta del arca antes de meter en ella siete parejas
de animales puros (ver Gn 7, 2), y él obedece: «Al cabo de una semana, las
aguas del diluvio cayeron sobre la tierra» (Gn 7, 10). El séptimo mes el arca
«se posa» o «descansa» sobre los montes de Ararat (ver Gn 8, 4). Tras una
larga espera y antes de que su familia pueda desembarcar, Noé suelta una
paloma cada siete días (ver Gn 8, 10-12).
Después del desembarco, a Noé se le asigna la misma misión divina que
a Adán: «Creced, multiplicaos y llenad la tierra» (Gn 9, 1). Además, Dios
restablece la antigua posición de dominio de Adán sobre los animales (ver
Gn 9, 2). Y, finalmente, el Padre renueva la alianza de la creación con Noé
(ver Gn 9, 9) y muestra el signo de esa nueva alianza: «Pongo mi arco en
las nubes, que servirá de señal de la alianza entre yo y la tierra» (Gn 9, 13)
[5].
Es evidente que el relato del diluvio se presenta como un acontecimiento
re-creador. Y no solo el diluvio, sino quizá también la caída, si se tienen en
cuenta otros paralelos entre Adán y Noé: los dos aparecen en un jardín o en
una viña (ver Gn 2, 15; 9, 20) donde, tras comer del fruto, salen a la luz su
pecado y su desnudez (ver Gn 3, 6-7; 9, 21); y los dos provocan una
maldición (ver Gn 3, 14-19) que recae sobre su futura descendencia (Caín y
Canaán).

Cam(arones) a la diabla

Los hijos de Noé que salieron del arca fueron tres: Sem, Cam y Jafet.
Gracias a ellos se repobló toda la tierra. Una vez destruido el linaje de Caín,
era de suponer que sobre la tierra reinaría la justicia, ¿verdad? Pues no. El
pecado no tardó mucho en volver a alzar su horripilante cabeza.
Lo que leemos es que Noé plantó una viña y disfrutó a placer de los
frutos de su trabajo: bebió tanto vino que se embriagó y se quedó desnudo
dentro de su tienda. Y leemos además que Cam, su hijo menor, «vio la
desnudez de su padre» (Gn 9, 22).
Las traducciones modernas no consiguen trasladar con exactitud los
acontecimientos de este episodio. Al fin y al cabo, el hecho de que Cam
viera «la desnudez de su padre» no parece un pecado tan grave como para
atraer una maldición, más aún cuando quien la recibió fue Canaán, el hijo
de Cam. Para algunos estudiosos la clave está en el significado idiomático
que contiene en hebreo la expresión «ver la desnudez» de otro, que en otros
pasajes se aplica al incesto (ver Lv 20, 17; 18, 6-18) [6].
Todas las culturas emplean modismos para referirse a determinados actos
sexuales. En español, por ejemplo, la expresión «hacer el amor» no la
interpretamos en sentido literal ni suscita en nosotros la imagen de una
cadena de montaje que fabrica amores. Con esas palabras nos referimos al
acto matrimonial en el que marido y mujer renuevan su alianza mutua. Pero
alguien ajeno a nuestra cultura ignoraría por completo su significado.
En el caso del capítulo 9 del Génesis ocurre algo similar con el modismo
hebreo «ver la desnudez» de otro, que se aplica a un acto muy sórdido.
Resumamos el asunto sin entrar en detalles: del incesto de Cam con su
madre nació el fruto maldito de Canaán. Cabe destacar que Moisés emplea
una expresión parecida («descubrir su desnudez») cuando advierte a Israel
de las perversas prácticas del pueblo de «Canaán» (ver Lv 18, 6-18; Ex 23,
23-24). No puede, pues, sorprendernos que lo que encabeza la lista de
vicios cananeos sea el incesto materno, al que siguieron otras formas de
incesto cuya práctica formaba parte del culto ritual en Canaán.
También es significativo que el otro caso de embriaguez que recoge el
Génesis sea el de las hijas de Lot, que emborrachan deliberadamente a su
padre con el propósito expreso de cometer incesto con él (ver Gn 19, 30-
35). Igual que el relato de la embriaguez de Noé, este episodio de incesto
paterno hace su aparición en el Génesis con el fin de revelar los orígenes de
Moab y Amón (ver Gn 19, 36-39), dos de los enemigos más perversos de
Israel junto con los malvados cananeos.
Después de descubrir la maldad de Cam y en premio a la actitud opuesta
de sus hermanos Sem y Jafet, Noé anunció:
¡Maldito sea Canaán!
¡El más vil esclavo para sus hermanos!...
¡Bendito sea el Señor, Dios de Sem!
¡Que sea Canaán su esclavo!
¡Dios engrandezca a Jafet!
¡Habite en las tiendas de Sem
y sea Canaán su esclavo!
(Gn 9, 25-27).
Este anuncio tan críptico contiene y resume en clave cifrada el resto de la
historia bíblica.
Según algunas antiguas tradiciones interpretativas rabínicas y patrísticas,
dicho oráculo apunta a la futura conquista de Canaán y a su sometimiento al
yugo de Israel, ya que los israelitas son el linaje elegido de Sem, receptor de
la bendición. En este mismo sentido, la otra parte de la bendición de Noé
(«habite en las tiendas de Sem») se cumple en el momento en que la nube
de la gloria de Dios (Shekinah) habita en la tienda sagrada que Moisés y los
israelitas levantaron en el desierto (ver Ex 35-40) [7].

El karma de la alianza
De tal palo, tal astilla; o, por decirlo en clave de alianza: lo que se
siembra se cosecha. A lo largo de muchos siglos, los cananeos practicaron
la misma perversión sexual inaugurada por Canaán, su primer padre. Como
en el caso de Adán y Eva, los efectos del pecado no mueren con el pecador,
sino que se transmiten de generación en generación... a menos que ese
pecado se combata con actos de contrición y reparación.
¿Cómo interpretar la relación incestuosa de Cam con su madre? Todo
son especulaciones. No obstante, algunos estudiosos la identifican con un
intento de Cam de usurpar la autoridad de su padre. Quizá por eso Cam les
contó a sus hermanos lo que había hecho en lugar de mantenerlo en secreto.
Es el mismo patrón que encontramos otras veces en el Antiguo
Testamento, sobre todo cuando los hijos se muestran resentidos por las
preferencias del padre hacia alguno de los hermanos. Rubén, por ejemplo,
el hijo de Jacob, intentó debilitar a su hermanastro José, favorito de su
padre, tomando a la concubina de este, motivo por el cual recibió la
maldición paterna (ver Gn 29, 32; 35, 22; 49, 3-4). A Absalón, por su parte,
le contrariaron los planes de su padre, el rey David, quien quiso entregar el
trono a Salomón, uno de sus hermanastros más jóvenes. Absalón respondió
obligando al rey David a salir de Jerusalén para poder yacer –en público–
con las concubinas de su padre, manifestando así su toma del poder real.
Fue un gesto desafiante que revelaba a la vez su lujuria y su ambición. Era
como si dijera: «El harén real es mío y aquí mando yo» (ver 2 S 16, 21-22).
Hoy como ayer, el sexo y la política suelen caminar de la mano.
Así aparece explicado con todo lujo de detalles en uno de los libros más
conocidos en tiempos de Jesús: un comentario del Génesis ampliamente
difundido bajo el título de Jubileos [8]. (Entre los manuscritos del Mar
Muerto se encontraron al menos cinco ejemplares). El libro de los Jubileos
recoge explícitamente los motivos políticos que había detrás del
antagonismo entre Cam y Noé, y entre Canaán y Sem (ver Jub 7, 10). En
pocas palabras: Cam intentó usurpar el poder antes de que Noé se lo
entregara a Sem; y, más adelante, Canaán se quedó con la tierra heredada
por Sem en «el centro de la tierra» (Jub 8, 12).
Lógicamente, los lectores israelitas de la antigüedad interpretarían el
relato sin perder de vista tres realidades fundamentales: en primer lugar, la
llamada que Dios hizo a Abrahán, descendiente de Sem, para que se
trasladara a Canaán (ver Gn 12, 1-3); en segundo lugar, la promesa divina
de entregar esa tierra en herencia al linaje de Abrahán (ver Gn 17); y, en
tercer lugar, el mandato que Israel –«semilla» de Abrahán dentro del linaje
bendito de Sem– recibió de Dios de conquistar la tierra. (Es importante
recordar que los judíos son semitas: de ahí el adjetivo «antisemita» que se
aplica a los sentimientos contrarios a los judíos).
Por lo tanto, el término «Canaán» contiene una fuerte carga negativa y es
señal de una disputa familiar que llevaba cociéndose mucho tiempo. Quizá
se pueda comparar con el episodio del clásico navideño ¡Qué bello es
vivir!: cuando George Bailey vuelve a Bedford Falls, se encuentra con que
a la ciudad le han dado el nombre del villano de la historia, rebautizándola
como «Pottersville». Bastaba con el nombre (que representaba
simbólicamente todas las desgracias que habrían ocurrido en la ciudad «si
George Bailey no hubiera existido») para generar alma.
El relato de la embriaguez de Noé que recoge el Génesis servía para
hacer comprender a los antiguos israelitas por qué Dios los liberó de Egipto
y los envió a conquistar y reclamar Canaán como su herencia ancestral. Por
otra parte, el relato sirve para reforzar las leyes explícitas que Dios
transmitió a Israel en el Sinaí relativas a mantener las distancias con los
cananeos (ver Ex 23, 24).
Cuando conocemos mejor la historia familiar de estos pueblos
enfrentados, empezamos a entender el trato que les dio Dios. Supón que
alguien te echa de tu casa y te quita lo que te pertenece. ¿Tendrías derecho a
usar la fuerza para recuperarlo? Por supuesto... siempre que fuera necesario.
Al parecer, eso es lo que entendieron los semitas, los israelitas, los hijos de
Abrahán, cuando siglos después Dios les ordenó y envió a conquistar
Canaán, una tierra destinada a la familia de Dios desde Noé y Sem, pasando
por Abrahán, Isaac y Jacob, hasta Moisés, Josué y en adelante.

El salón de la fama
Después del diluvio, la raza humana volvió a convertirse en una gran
familia infeliz y rota por el pecado. Como hemos visto, el pecado engendra
pecado. El capítulo 10 del Génesis recoge los nombres de los hijos que
Sem, Cam y Jafet tuvieron tras el diluvio. Los de Cam fueron cuatro: Cus,
Misraim, Put y Canaán. Como verás, del linaje de Cam proceden tanto los
filisteos como la nación de Egipto, de la que los israelitas fueron esclavos
durante siglos (ver Gn 10, 14). Basta con leer la prensa más reciente para
comprobar cómo esa disputa familiar se ha prolongado hasta el día de hoy
con buena parte de culpa por ambos lados.
Cus engendró a Nimrod, «un aguerrido cazador delante del Señor» (v. 9)
que erigió un reino en Babel (la posterior Babilonia y el Irak actual). El
tirano extendió su dominio sobre Asiria y construyó la importante ciudad de
Nínive, de modo que la familia de Cam acabó dominando Egipto, Canaán,
Filistea, Asiria y Babilonia.
A ojos de los israelitas, esa lista componía una auténtica galería de
canallas, un antiguo salón de la fama formado por los personajes más viles
de la historia que convirtieron a sus familias en enemigas acérrimas de
Israel. El Antiguo Testamento ofrece un relato detallado de los abusos que
sufrió Israel a manos de los perversos descendientes de Cam: Egipto
esclavizó a los israelitas, Canaán los sometió, los filisteos los dominaron,
Asiria los aniquiló y Babilonia los envió al exilio.
Frente a tanta oposición, el pueblo elegido de Dios tuvo que mantenerse
firme en la fe si no quería perecer. Gracias a Sem, la familia elegida fue
creciendo. (Sem es uno de los dos primogénitos del Génesis que no se
dejaron llevar por la soberbia y se libraron de ser sustituidos por un
hermano más pequeño y más valioso; el otro es Abrán). Sem no solo no
abusó de su poder, sino que se valió de su posición de primogénito favorito
para ponerse al servicio de su padre y de su familia. Su rectitud le valió ser
ensalzado y bendecido de un modo singular. Se dice que vivió quinientos
años después del diluvio (ver Gn 11, 11). No es de extrañar que se ganara
enemigos, especialmente entre el linaje de Cam.
Entretanto, Nimrod, el rey camita, se estableció en el país de Sinar junto
con su descendencia y, al parecer, quiso superar las proezas arquitectónicas
de los cananeos: «Dijeron: “¡Vamos a edificar una ciudad y una torre cuya
cúspide llegue al cielo! Así nos haremos famosos, para no dispersarnos por
la faz de la tierra”» (Gn 11, 4).
Dios intervino rápidamente y detuvo un proyecto tan malintencionado
desbaratando su lengua y dividiendo a los pueblos, incapaces de
comunicarse entre ellos. ¿Por qué se opuso Dios al proyecto de
construcción de la torre? La clave la encontramos si analizamos la sutileza
con que el relato presenta su pecado [9].
Al parecer, no se trataba de una empresa arquitectónica inofensiva. Al
anunciar su intención de «hacerse un nombre [sem]», los constructores
estaban poniendo por obra el plan de Nimrod de edificar un reino contrario
al linaje santo de Sem. Aquello empezaba a parecerse mucho a la situación
previa al diluvio. Una vez más, los impíos rechazaban la estructura de
autoridad de la alianza constituida en el seno de la familia del Padre; solo
que esta vez el blanco era Sem, el hijo primogénito bendecido por Noé. Lo
más probable es que Noé estuviera preparando a Sem para que, tras su
muerte, este asumiera el liderazgo como nuevo patriarca [10].
Pero los camitas y Nimrod no se salieron con la suya: merecieron el
juicio de Dios quien, no obstante, había prestado el juramento de alianza de
no volver a eliminar a los impíos con un nuevo diluvio. Y, en lugar de hacer
una limpieza a fondo y lanzar una misión de rescate que pasara por la
construcción de un arca, emprendió un plan de reconquista de la raza
humana basado en el amor y en un hombre llamado Abrán.
Para restaurar la herencia de su familia, se puso manos a la obra y llamó
a Abrán, el tataratataranieto de Sem. «Engrandeceré tu nombre [sem], que
servirá de bendición... en ti serán bendecidos todos los pueblos de la tierra»
(Gn 12, 2-3).
En otras palabras, Dios le estaba diciendo a Abrán: en lugar de aniquilar
una vez más a mi familia (ni siquiera a los impíos), haré lo imposible. Te
tomaré a ti –a tus setenta y cinco años– y de ti me serviré para bendecir a
todas las familias de la tierra. Así toda la infeliz familia humana (incluidos
los impíos) dividida por el pecado volverá a mí, su Padre: es decir, Babel
pero al revés. ¿Cómo alcanzaría el Padre un objetivo tan imposible? Contra
toda lógica, como veremos en el siguiente episodio de esta historia de amor
bíblica.
5. ¿CÓMO SE DELETREA «CREER»?:
LA FE DEL PATRIARCA ABRAHÁN

¿Qué pasaría si Dios te pidiera que embalaras todas tus cosas, dejaras tu
casa y a tu gente y viajaras mil kilómetros hacia un destino desconocido?
Estoy convencido de que se te ocurrirían un montón de preguntas. ¿Cómo
puedo tener la seguridad de que una idea tan disparatada proviene de Dios y
no es fruto de mi imaginación? Suponiendo que sobrevivamos al viaje,
¿cómo vamos a encontrar un sitio donde vivir y un nuevo trabajo con el que
cubrir nuestras necesidades? ¿Cómo puedo saber si la gente que habita allí
es amiga o enemiga de nuestra raza?
¿Y qué pasaría si escucharas ese mensaje divino con setenta y cinco
años? Ese fue el momento que eligió Dios Padre para dirigir estas palabras
a un hombre llamado Abrán: «Vete de tu tierra y de tu patria y de casa de tu
padre, a la tierra que yo te mostraré» (Gn 12, 1).
En realidad, para los tiempos de Abrán los setenta años pueden incluirse
dentro de la mediana edad. Su padre, Téraj, ya había cumplido los setenta
antes de ser padre; en total llegó a vivir más de doscientos años (ver Gn 11,
26).
Nosotros solemos encoger nuestros hombros colectivos y pensar: ¿Y
dónde está el problema? Es probable que el anciano viviera en una tienda
en medio de la nada. Pero la realidad es muy distinta. Abrán vivía en Ur,
que en el mundo de la antigüedad era algo así como Las Vegas: una ciudad
famosa por su prosperidad. Y Abrán era un hombre pudiente. En ese caso –
podemos pensar–, es lógico que Dios acudiera a una ciudad floreciente
para dar con un hombre rico y poderoso que conquistara el mundo por la
fuerza: una conclusión que malinterpreta claramente las intenciones de
Dios.
Lo que el Padre le dijo a Abrán fue: «Deja esta ciudad rica y poderosa y
vete a una tierra que no has visto jamás. Deja a tu gente. Deja todas tus
posesiones». Y Abrán obedeció. ¡Qué fe tan increíble! Gracias a la fidelidad
de un solo hombre, Dios pudo ser el padre de la creciente familia de Dios.

Promesas, promesas y más promesas

Al parecer, esas pérdidas tangibles quedarían compensadas con creces


por unas promesas extraordinarias. Aunque para cumplirlas Dios esperó
más tiempo del que Abrán hubiera querido, mantuvo cada una de ellas. Su
ardiente deseo de ser padre de su propio pueblo lo llevó a obrar
pacientemente en la vida de este hombre de fe, como si se dedicara a cuidar
de un jardín que produciría frutos abundantes para toda la humanidad.
En el momento de la llamada divina, antes incluso de que Abrán
obedeciera, el Padre le hizo tres promesas incondicionales: en primer lugar,
hacer de él un gran pueblo; en segundo lugar, engrandecer su «nombre»; y,
en tercer lugar, bendecir en él a «todos los pueblos de la tierra» (ver Gn 12,
1-3). Vamos a examinar cada una de las garantías divinas.
La primera promesa concernía a un territorio y a una nación. Ningún
pueblo que carezca de territorio puede ser una nación, ni grande ni de
ningún otro tipo. Sin él los pueblos no pasan de la categoría de inmigrantes.
Dios prometió a Abrán hacer de sus descendientes habitantes con
nacionalidad de un amplio territorio en el que vivir y servir al único Dios.
La segunda promesa concernía al nombre de Abrán. La palabra hebrea
que se utiliza para referirse al nombre sirve también para designar una
dinastía o un reino, lo que implica la noción de poder político. Lo que Dios
estaba diciendo era: «Una vez depuestos los tiranos que han usurpado la
Tierra Prometida, entregaré a mi humilde y fiel siervo Abrán un legado
imperecedero, otorgando un poder real a la nación de sus descendientes.
Haré de ellos un reino que gobierne a otras naciones».
La tercera promesa concernía a la bendición paterna de Dios sobre todas
las naciones surgidas del linaje de Abrán. Aunque no explicó con claridad
qué forma adoptaría esa bendición, veremos cómo esta constituye el punto
culminante del proyecto familiar de Dios y del propósito de su llamada a
Abrán.

Dios planta un árbol genealógico

En los siguientes capítulos del Génesis descubrimos qué hizo Dios al


prometer a Abrán esas tres cosas tan importantes: plantó una semilla que –
con el paso del tiempo– creció hasta convertirse en un gran árbol, el árbol
genealógico de una familia. La fe nos lleva a identificar el árbol
genealógico de Abrán con la familia de Dios, y el tiempo que tardó en
crecer con la historia de la salvación; de modo que la llamada divina a
Abrán es la bellota de la que nace la encina de la historia de la salvación.
Dios plantó y luego cultivó esas tres promesas de bendición en vida de
Abrán y las elevó a una categoría superior: a la categoría de alianza, que
instituyó en tres ocasiones (ver Gn 15, 17 y 22; Hb 6, 13-19).
La primera promesa de Dios –la de que los descendientes de Abrán se
convertirían en una nación con un territorio delimitado– alcanza el nivel de
alianza en el capítulo 15 del Génesis, cuando Dios aparece en forma de
llama de fuego y pasa entre las mitades de varios animales partidos en dos
(ver vv. 7-21): un rito para establecer alianzas bastante corriente en la
antigüedad.
La segunda promesa divina –la de hacer grande su nombre (o su reino)–
queda elevada a alianza divina, la alianza de la circuncisión, cuando Dios se
aparece a Abrán en Gn 17, le asigna el nuevo nombre de Abrahán y le
promete un hijo con Sara y una futura dinastía en la tierra de Canaán (ver
vv. 1-16).
La tercera promesa de Dios a Abrán, la de una bendición universal, se
eleva a alianza en Gn 22, donde constituye el objetivo claro del solemne
juramento de Dios con el que premia a Abrán después de que este ofrezca a
Isaac en Moria (ver vv. 16-18).
Por otra parte, una lectura atenta del resto de la Escritura a la luz de estas
tres alianzas demostrará que estas tres alianzas abrahámicas fueron
cumpliéndose gradualmente en los tres períodos posteriores y más
importantes de la historia de la salvación. En primer lugar, el linaje de
Abrán recibió su territorio y sus fronteras nacionales después del Éxodo a
través de la alianza mosaica. En segundo lugar, el linaje de Abrán se
convirtió en un reino tras la conquista de la Tierra Prometida a través de la
alianza davídica. Y, por último, el linaje de Abrán pasó a ser fuente de
bendiciones para el mundo entero con la Encarnación de Cristo a través de
la Nueva Alianza. El primer versículo del Nuevo Testamento dice así:
«Genealogía de Jesucristo, hijo de David, hijo de Abrahán» (Mt 1, 1; Ga 3,
6-19).

La triple bendición de Dios sobre Abrán

Vemos cómo Dios actúa personalmente como padre de su familia de fe a


través de sus pactos con Abrán, padre en la fe. Expuso su grandioso
proyecto ante un único hombre, aunque de un modo bastante críptico. Solo
a medida que el drama se va desarrollando a lo largo de las edades de la
historia de la salvación vemos surgir ante nuestros ojos su gloria.

El pedregoso camino hacia la gloria

Cuando Abrán salió de Harán, tenía setenta y cinco años. Se llevó con él
a su mujer Saray, a Lot –hijo de su hermano– y a todos sus criados y sus
bienes: es posible que unas doscientas personas en total, un número no
pequeño. Puedes imaginar lo que significó aquello si piensas, por ejemplo,
lo que costaría organizar que tu parroquia entera o los habitantes de la
localidad en que resides cruzaran todo el país.
Una vez llegados a Canaán, puede que Abrán se dijera a sí mismo:
«Bueno, Dios, ya estamos aquí. ¡Que empiecen las bendiciones!». ¿Y qué
hizo Dios entonces? ¿Emprendió un proyecto «razonable»? ¿Le dijo a
Abrán que reuniera toda su riqueza, sus armas y su sabiduría para
conquistar la Tierra Prometida? En absoluto. Al contrario: Dios recibió a
Abrán enviando el hambre a ese territorio, lo cual constituye una bendición
un tanto peculiar.
La escasez de alimentos obligó a Abrán y a todo su séquito a abandonar
Canaán para dirigirse a Egipto, otra cultura extranjera y perversa. ¿Te
imaginas ponerte a embalarlo todo y emprender un largo viaje nada más
llegar a lo que, en principio, era tu destino final? ¿No te habrías preguntado
qué le pasaba a Dios para lanzarte a semejante caza de gamusinos?
Quizá Abrán se enfurruñó y mostró cierto resentimiento y cierta
renuencia a buscarse más problemas. O quizá simplemente tuvo miedo. El
caso es que el padre en la fe escapó de la muerte diciéndole al faraón que
Saray era su hermana (de hecho, era medio hermana suya. Pero, por encima
de todo, Saray era su mujer. Abrán recurrió a una estrategia de engaño por
conveniencia). El rey egipcio tomó a la hermosa Saray para su harén.
Abrán, por su parte, se las arregló no solo para sobrevivir, sino para
acumular ovejas y vacas, esclavos y esclavas, asnos y camellos.
Pero en palacio las cosas no iban tan bien. Dios hirió al faraón y a su
casa con varias plagas debido al claro abuso que había sufrido Saray.
Cuando se enteró de la astucia de Abrán, el monarca tuvo miedo y se
apresuró a echarlos de allí para evitar más ira de Dios. Abrán salió de
Egipto cargado de ganado, oro y plata (ver Gn 13). Y cuando regresó al
lugar donde estaban su tienda y su altar, entre Betel y Ay, invocó el nombre
del Señor.
Bien está lo que bien acaba, ¿verdad? Pues en este caso, no. En cuanto
llegaron a la Tierra Prometida, estalló una disputa familiar. Lot, el sobrino
de Abrán, también había regresado de Egipto cargado de ovejas, vacas y
tiendas, y partió en dos la familia alegando que no había tierra suficiente
para él y para Abrán.
Abrán quiso evitar resentimientos entre su pariente y él y ofreció a Lot
que eligiera su parte. Y este, viendo que la vega del Jordán tenía agua en
abundancia, escogió la tierra más fértil. Por desgracia para él, en esa vega
estaban también Sodoma y Gomorra. Lot ocupó el territorio que se extendía
hasta Sodoma, cuyos habitantes eran pecadores empedernidos contra el
Señor. Después de que Lot se instalara por su cuenta, Dios renovó su
promesa de dar a Abrán toda la tierra desplegada ante sus ojos y una
descendencia tan numerosa como el polvo de la tierra.
¿Te imaginas la escena? Lot, uno de los pocos parientes de Abrán que lo
acompañaron en su peregrinaje de fe, sale disparado y se queda con la tierra
mejor. ¡Menudo ingrato! El mismo jovencito que caminaba agarrado a los
faldones de su tío y recibía las bendiciones divinas a través de Abrán
comete semejante locura. ¿Qué pensaría Abrán? Quizá Lot no formaba
parte del proyecto original. Aun así, es el único pariente que tengo por
«linaje». Vale, Dios, ¿y ahora qué?
De repente, la Tierra Prometida se convierte en zona de combate. Cinco
reyes unen sus fuerzas contra otros cuatro. Los vencedores reclaman todos
los bienes y las provisiones de Sodoma y Gomorra, incluidos Lot y sus
posesiones. Alguien logra escapar y avisa a Abrán, que en ese momento
está acampado junto a la encina de Mambré.
Si yo fuera Abrán, habría dicho: «¡Se lo tiene merecido, por canalla! ¡Por
quedarse con las mejores tierras y dejarme tirado!». Pero Abrán sabía en
qué consiste ser familia. Su respuesta inmediata fue tomar a 318 miembros
de su casa entrenados para la guerra y salir en persecución de quienes
habían apresado a Lot. Por la noche los hombres de Abrán, tras dividir sus
fuerzas, persiguieron a los ejércitos del rey y rescataron a Lot, así como a su
familia y sus bienes.
Una vez conquistados los conquistadores y en posesión de tan importante
botín, la supremacía de Abrán tuvo que ser incuestionable. Podía haber
regresado a Mambré y ordenado al resto de los reyes que se inclinaran ante
él. Pero Abrán no era así. Mientras volvía de la batalla, se encontró con un
personaje enigmático, un sacerdote llamado Melquisedec, cuyo nombre
significa «rey de justicia» (ver Hb 7, 1-3) y era rey de Salem, la ciudad que
más tarde sería conocida como Jeru-salem (ver Sal 76, 2).
Abrán rindió homenaje a Melquisedec entregándole el diezmo –la
décima parte– de todo; y Melquisedec, a su vez, ofreció a Abrán y a sus
hombres «pan y vino» y los bendijo (ver Gn 14, 18-20). Lo que ocurrió en
ese momento fue algo claramente simbólico [1].

De la fe a los hechos

Aparentemente, Abrán ya lo tenía todo: una mujer hermosa, unos siervos


fieles y unos bienes, un poder y una riqueza considerables. ¿Qué más se
puede pedir?
Un heredero. Abrán no tenía hijos. Recibir una promesa tras otra –aun
siendo promesas divinas– puede acabar desgastando. La fe empieza a
resquebrajarse cuando pasan los años y no obtenemos de ella lo que más
deseamos.
El Señor habló a Abrán en una visión: «No temas, Abrán, yo soy un
escudo para ti; tu recompensa será muy grande» (Gn 15, 1).
Abrán dudó –con el debido respeto– de la promesa de Dios. ¿Cómo se
iba a hacer realidad ese plan si a Dios se le había pasado por alto el detalle
decisivo de darle un hijo? ¿Se convertiría en heredero alguno de los criados
de su casa?
Después de asegurarle que su heredero sería hijo suyo, Dios llevó afuera
a Abrán para subrayar este punto. Cuenta las estrellas, le dijo el Padre: «Así
será tu descendencia» (Gn 15, 5).
¿Se puede estirar más la fe? No obstante, Abrán creyó en el Señor,
«quien se lo contó como justicia» (Gn 15, 6). Y el Padre renovó otra
promesa con su sello particular: «Yo soy el Señor que te saqué de Ur de los
Caldeos para darte esta tierra en posesión» (Gn 15, 7).
Pero Abrán pensaba que su cupo de promesas ya estaba completo: «¡Mi
Señor Dios! ¿Cómo conoceré que voy a poseerla?» (v. 8; la cursiva es mía).
Ahora este gigante de la fe se parecía más a aquel hombre que dijo a Jesús:
«¡Creo, Señor: ayuda mi incredulidad!».
Dios no se desanimó: el Padre amaba a su hijo Abrán. De modo que
afianzó su promesa con un juramento representado de forma espectacular en
un sacrificio ritual. Siguiendo las instrucciones del Señor, Abrán se hizo con
una ternera, una cabra y un carnero de tres años, una tórtola y un pichón;
partió en dos los animales más grandes y puso cada mitad enfrente de la
otra.
Se estaba poniendo el sol cuando Abrán quedó sumido en un sueño
profundo, en el transcurso del cual el Señor le proporcionó algunos detalles
más de su plan. Los descendientes de Abrán serían extranjeros y esclavos
en tierra ajena. Tras cuatrocientos años de opresión, anunció Dios, Él
mismo juzgaría a la nación (Egipto) y entregaría a su pueblo esa tierra junto
con grandes riquezas. Abrán, por su parte, moriría en paz a edad muy
avanzada.
En la oscuridad de la noche Abrán contempló la visión de una hoguera
humeante y una llama de fuego que pasaba entre las mitades de los
animales. La hoguera y la llama representaban al propio Dios. Ese ritual era
un antiguo juramento que significaba: «Quede yo partido en dos como estos
animales si no cumplo la alianza que he prometido». Lo que Dios le estaba
diciendo a Abrán era que, aun siendo Dios, accedía a quedar partido en dos
si no mantenía su promesa.
«Aquel día –continúa el relato– el Señor estableció una alianza con
Abrán diciéndole: “A tu descendencia daré esta tierra, desde el río de
Egipto, hasta el gran río, el río Éufrates: la tierra de los quenitas, quenizitas,
cadmonitas, hititas, perezeos, refaítas, amorreos, cananeos, guirgaseos y
jebuseos”» (Gn 15, 18-21). Era, de hecho, un territorio con cabida para
todas las naciones que descendían de Abrán, y no solo para Israel [2].

Una noticia buena y una mala

Me imagino a Abrán despertando de su sueño y corriendo a contarle a


Saray: «Cariño, tengo buenas y malas noticias. Dios acaba de jurarme que
entregará esta tierra a nuestros descendientes, pero que durante
cuatrocientos años serán esclavos en tierra extranjera». (Con bendiciones
como esta, sobran las maldiciones).
Con intención de poner la pelota en juego, Saray lanzó una propuesta.
Trasladó la culpa al Señor, quien –según ella– la había «hecho estéril» (Gn
16, 2), y animó a su esposo a acercarse a su esclava Agar con la esperanza
de tener un hijo.
«Abrán asintió al ruego de Saray» (16, 2). Este versículo no auguraba
nada bueno. ¿Intentó discernir Abrán la voz de Dios en ese ruego? Quizá se
limitó a pensar: «Dios ayuda a los que se ayudan». Desde un punto de vista
humano, Saray ya había pasado la etapa de la fertilidad, debió de razonar,
así que ¿por qué no seguir su sugerencia? Al fin y al cabo, la promesa
divina de un «linaje» no especificaba ninguna mujer en concreto. De modo
que Abrán tomó una concubina, y nada menos que una concubina egipcia.
Una vez agarradas las riendas, no tenía más que asomarse a la vuelta de la
esquina para ver los problemas mayúsculos que le aguardaban.
Cuando Saray entregó a Agar a su marido, llevaban viviendo diez años
en la tierra de Canaán. La esclava egipcia no tardó mucho en concebir y
empezó a mirar con desprecio a Saray, su señora estéril. Molesta –y con
razón– por la actitud de su criada, Saray se quejó a Abrán (primer problema
a la vista): «Recaiga sobre ti mi agravio; yo puse en tus brazos a mi esclava,
y ella cuando ha visto que está encinta, me mira con desprecio. Que el
Señor juzgue entre tú y yo» (Gn 16, 5).
¿Qué podía hacer este hombre de fe? ¿Intentar devolver la paz a su casa?
¿Recordar a Saray que había sido idea suya? ¿Reñir a Agar y aconsejarle
que adoptara otra actitud ante su señora? ¿Separar a las dos mujeres y
cuidar de Agar, la madre de su hijo, en un lugar apartado? Al fin y al cabo, a
una esclava se la puede sustituir por otra, pero no a la mujer que lleva en su
seno la semilla de uno [3].
Abrán optó por la salida más fácil. «Ahí tienes a tu esclava a tu
disposición, haz con ella lo que te parezca mejor» (Gn 16, 6).
Ante el maltrato sufrido por parte de Saray, Agar huyó al desierto. Dios
le envió un ángel para darle consuelo e instrucciones de volver junto a
Saray, su señora, y someterse a ella. Después de prometerle una
descendencia numerosa, el ángel le dijo que daría a luz a un hijo de nombre
Ismael, «porque el Señor escuchó tu aflicción» (v. 11). También profetizó
que ese hijo sería «como onagro humano» en conflicto permanente con
todos, incluidos sus parientes.
Agar llamó al Señor que le había hablado «Tú eres El-Roy». La
impresión fue tremenda: su modo de expresarse nos revela su asombro por
haber visto a Dios y seguir con vida.
Abrán tenía ochenta y seis años cuando Agar dio a luz a un hijo al que
llamaron Ismael, que se convirtió en el primer padre del pueblo árabe.
¿Verdad que los árabes y los israelitas se tratan como hermanos? Siempre a
la gresca... Su historia no es más que una prolongación de esa rivalidad
fraterna, que puede decirse que ha acabado siendo la disputa familiar más
larga y turbulenta de la historia. Aun así, Dios sigue siendo fiel a las dos
partes de la familia de Abrán, y a algunas más.

Abrahán se pone al tajo


Transcurridos catorce años, cuando Abrán ya tenía noventa y nueve, el
Señor se le manifestó y renovó su promesa de alianza: «Yo soy El-Saday,
camina en mi presencia y sé perfecto. Estableceré mi alianza contigo, y te
multiplicaré sobremanera» (Gn 17, 1-2). Abrán cayó rostro en tierra y adoró
a Dios.
¿Cuánto se tarda en tantear el alma de un hombre, en poner a prueba su
fidelidad, en enseñarle a caminar en presencia de Dios y a ser perfecto? Y,
aunque ese hombre se haya mostrado dispuesto, solo Dios conoce las
circunstancias del entorno que determinan el momento oportuno para
ciertos actos. Era evidente que Abrán había superado la prueba y que ese
momento había llegado. Dios se dispuso a poner en marcha su plan...
veinticinco años después de llamar a Abrán a una tierra desconocida.
Para simbolizar el paso siguiente, Dios hizo dos cambios de nombre:
Abrán se convirtió en Abrahán, que significa «padre de multitud de
pueblos», y Saray en Sara –algo así como «reina madre»–, porque haría «de
ella pueblos y de ella saldrán reyes de naciones» (Gn 17, 16). Y Dios
prometió a Abrahán que tendría un hijo de Sara.
Tras escuchar la promesa divina de que al cabo de un año Sara le daría
un hijo, sospecho que Abrahán debió de pensar: «Vamos a ver: doce meses
menos nueve meses de embarazo...: me quedan tres meses para recuperarme
de la cirugía y reanudar las relaciones matrimoniales; y todo eso antes de
cumplir cien años. Para que luego digan que Dios no tiene sentido del
humor...».
¿Y cómo reaccionó el ilustre padre en la fe? Abrán cayó de bruces y se
echó a reír, diciéndose para sus adentros (pero sin dirigirse a Dios):
«¿Acaso un hombre centenario puede tener un hijo, y Sara, con noventa
años, puede dar a luz?» (Gn 17, 17). El autor del relato es aún más directo:
«Abrahán y Sara eran ancianos, de edad avanzada, y a Sara le había cesado
la regla de las mujeres» (Gn 18, 11).
¿Acaso no era consciente Dios de los obstáculos prácticos de engendrar
un hijo en el vientre estéril de Sara? Abrahán tuvo la gentileza de ofrecer al
Padre de la raza humana una salida airosa de su extravagante promesa, un
curso de acción alternativo que estaba dispuesto a aceptar: «Me bastaría con
que Ismael viviera en tu presencia» (Gn 17, 18); o lo que es lo mismo:
«Vamos a darnos todos un respiro y conformémonos con Ismael. Al fin y al
cabo, es descendencia mía».
Esta vez el Señor dejó muy claras sus intenciones. Al año siguiente,
durante esa misma estación, Sara daría a luz a un hijo llamado Isaac. El
Señor prometió también bendecir a Ismael y hacer de él un gran pueblo,
pero insistió en que su alianza perpetua sería con Isaac, que significa «el
que ríe»; con lo que el Padre venía a decir: «Sí, te haré reír. Estableceré mi
alianza y mi propia familia con Isaac y después con sus descendientes».
¿Te imaginas tener que contarle a Sara ese encuentro? No obstante,
Abrahán tenía otra preocupación más urgente. Como signo de la alianza,
Dios le había ordenado circuncidar a todos los varones de su casa: «Será
señal de mi alianza entre Yo y vosotros» (Gn 17, 13). ¡Y una señal
esculpida en carne, por más señas!
Abrahán tenía tarea por delante. Figúrate: un respetado jefe de tribu que
entra en las tiendas de sus criados y les dice: «Señores, vuelvo a traeros una
noticia buena y otra mala. Primero, la buena: hoy el Señor ha renovado su
promesa y prestado juramento de hacer de nosotros no solo una nación, sino
un reino».
Imagínate la alegría y, al mismo tiempo, los titubeos de la respuesta de
sus criados: «Fantástico, señor. ¿Y la mala noticia? ¿Y a qué viene ese
cuchillo de sílex?».
Abrahán tuvo que explicarles que la señal de la nueva alianza era la
circuncisión. Y no solo la suya, sino la de todos los varones de su casa. Ese
giro inesperado de los acontecimientos fue sin duda la máxima prueba de
lealtad exigida a los siervos de Abrahán. Una cosa es que te circunciden de
niño y otra muy distinta, que lo hagan siendo ya un adulto. Los hombres de
la casa de Abrahán tampoco podían salir corriendo al hospital más cercano
para que les practicaran una cirugía ambulante con la debida esterilización y
la anestesia pertinente. Es evidente que con los años Abrahán debía de
haberse ganado una lealtad considerable por parte de los varones de su casa.
En cualquier caso, obedecieron el precepto divino de la alianza.
Al menos pasaron por ello todos a la vez...

Atendiendo la visita inesperada de los ángeles

Abrahán estaba sentado a la puerta de su tienda cuando aparecieron tres


hombres. Él corrió a su encuentro, los saludó postrándose en tierra y les
rogó que se quedaran. Mientras descansaban bajo las encinas y se lavaban
los pies con el agua suministrada por Abrahán, su diligente anfitrión pidió a
Sara que amasara unas tortas. Luego cogió un ternero recental de su ganado
y se lo dio a un criado para que lo preparara. Ultimados los preparativos,
sirvió la comida a sus huéspedes celestiales y se quedó junto a ellos
mientras comían. Aparentemente, Abrahán sabía que no se trataba de
extranjeros corrientes, sino de enviados del Altísimo (ver Gn 18, 1).
Después de saciarse, sus invitados le preguntaron: «¿Dónde está Sara, tu
mujer?». En la tienda, contestó Abrahán. «Y uno le dijo: “Sin falta volveré
a ti la próxima primavera, y Sara tu mujer habrá tenido un hijo”» (Gn 18,
10).
Sara, que no quería perderse lo que tuvieran que decir tres huéspedes tan
ilustres, había pegado la oreja a la puerta de la tienda. Y, al igual que
Abrahán, se echó a reír y se dijo: «¿Después de estar consumida, y con mi
marido anciano, voy a sentir placer?» (v. 12).
Los oídos del Padre son siempre muy sensibles a nuestras risitas
ahogadas y nuestros susurros más tenues. Y el visitante del cielo preguntó a
Abrahán por qué se reía Sara y ponía en duda su promesa, ya que no hay
nada «difícil para el Señor» (v. 14).

¿Qué te apetece por tu cien cumpleaños?


Dios llevaba tanto tiempo prometiendo colmar a Abrahán de bendiciones
que este debió de sentir la tentación de preguntarse: «Si así tratas a tus
amigos, pobres de tus enemigos. ¿Cuándo va a empezar lo bueno?».
Y por fin Dios abrió un ventanuco del cielo para derramar sus
bendiciones en forma de un varoncito. Tal y como el Señor había
prometido, la primavera siguiente Sarah dio a luz a Isaac, ese hijo de la
promesa tanto tiempo esperado y concebido de un modo tan milagroso.
Imagínate la emoción de unos padres que llevaban un siglo aguardando ese
momento. ¡Qué dicha, cuánta armonía! ¿verdad?
Pues no. El nacimiento de Isaac partió la familia en dos. Cuando a los
tres años Sara vio al hijo de Agar jugando con Isaac, se desató una disputa
familiar en toda regla. Sara pidió a Abrahán: «Expulsa a esa esclava y a su
hijo, pues no va a heredar el hijo de esa esclava con mi hijo Isaac» (ver Gn
21, 10).
Disgustado por la petición concerniente a su hijo Ismael, Abrahán recibió
instrucciones de Dios para satisfacer los deseos de Sara, porque esa segunda
alianza era solo con Isaac. De modo que Agar e Ismael no solo fueron
expulsados de nuevo (ver Gn 16, 1-6), sino que quedaron privados de la
herencia (ver Gn 21, 9-10). No obstante, Dios había prometido una tierra y
una nación a la descendencia de Abrahán, y eso incluía también a Ismael,
quien seguía formando parte de la familia cuando se estableció la primera
alianza divina. Y Dios renovó la promesa de bendiciones sobre Ismael (ver
Gn 17, 13 y 18).

El Señor me lo dio, el Señor me lo quitó

«Después de estos sucesos –cuenta la Escritura–, Dios puso a prueba a


Abrahán. Y le llamó: “¡Abrahán!... Toma a tu hijo, a tu único hijo, al que tú
amas, a Isaac, y vete a la región de Moria. Allí lo ofrecerás en sacrificio”»
(Gn 22, 1-2).
Es sorprendente que esta vez la Escritura no recoja preguntas ni regateos
por parte de Abrahán. Quizá percibió algo diferente en la voz del Padre.
Quizá se quedó tan atónito que no fue capaz de pronunciar palabra. Fuese
cual fuese el estado de su mente, Abrahán se levantó a primera hora de la
mañana y cortó la leña para el sacrificio. Luego aparejó el asno y,
llevándose consigo a dos criados y a su hijo Isaac, se dirigió a Moria,
adonde el Señor le había ordenado ir: eran tres jornadas de viaje. Cuando ya
estaban cerca, Abrahán les dijo a los criados que esperasen allí. «El
muchacho y yo vamos hasta allí para adorar a Dios; luego volveremos con
vosotros» (v. 5): unas palabras que revelan su fe antes que su ingenuidad.
Cuando Abrahán cargó sobre los hombros de su hijo la leña para el
sacrificio, Isaac le hizo una pregunta obvia: «Aquí está el fuego y la leña,
pero ¿dónde está el cordero para el sacrificio?» (v. 7).
Abrahán contestó: «Dios proveerá el cordero para el sacrificio, hijo mío»
(v. 8).
«Caminando juntos llegaron al lugar que Dios le había dicho; construyó
allí Abrahán el altar y colocó la leña; luego ató a su hijo Isaac y lo puso
sobre el altar encima de la leña. Abrahán alargó la mano y empuñó el
cuchillo para inmolar a su hijo» (Gn 22, 9-10).
¡Qué relato tan dramático! ¿Te lo imaginas? Si yo hubiera estado en los
zapatos de Abrahán, me habría sentido más que tentado de dejar el cuchillo
en el altar y decirle a Dios: «Hazlo tú». ¿Y qué le pasaría por la cabeza a
Isaac? El chico debía de ser un adolescente de trece o catorce años, o quizá
algo mayor; y, desde luego, capaz de oponer resistencia. ¡Cuánto tenía que
confiar en su padre para dejarse atar y colocar sobre el altar!
«Pero entonces el ángel del Señor le llamó desde el cielo: “¡Abrahán,
Abrahán!”» (v. 11).
Me atrevo a decir que no ha habido nadie que se haya dado más prisa que
Abrahán en contestar: «Dime».
El ángel del Señor dijo: «No extiendas tu mano hacia el muchacho ni le
hagas nada, pues ahora he comprobado que temes a Dios y no me has
negado a tu hijo, a tu único hijo» (v. 12). Abrahán levantó la vista y vio un
carnero enredado en un matorral cercano, y lo ofreció en sacrificio en lugar
de su hijo: «Abrahán llamó a aquel lugar “El Señor provee”, tal como se
dice hoy: “en la montaña del Señor provee”» (v. 14).

«El Señor provee»

Cuando Dios provee de un modo especial, nuestra fe se fortalece. Crece


nuestra confianza en que seguirá cuidando de nosotros. Abrahán sabía que
Dios ya había provisto un sacrificio en Moria, pero el nombre que eligió se
refería también al futuro: Abrahán profetizó la provisión mucho más
grandiosa que aún estaba por llegar en ese mismo lugar.
Es típico imaginarse a Abrahán abriéndose paso por un árido desierto
para sacrificar a Isaac. No obstante, el segundo libro de las Crónicas
describe la localización exacta del monte Moria: «Salomón comenzó a
edificar el Templo del Señor en Jerusalén, en el monte Moria, donde Él se
había aparecido a David, su padre; era el lugar que había preparado David
en la era de Ornán el jebuseo» (2 Cro 3, 1).
El monte Moria es el lugar donde Salomón comenzó a construir la casa
del Señor, el templo que contenía el Santo de los Santos. No se hallaba en
un desierto lejano: en tiempos de Abrahán estaba situado en el mismo sitio
que la ciudad de Salem, conocida más adelante como Jerusalén (ver Sal 76,
1-3).
¿A qué se debe el cambio de nombre? Una antigua tradición rabínica se
basa en las palabras pronunciadas por Abrahán después de sacrificar el
cordero para atribuírselo a él: «Abrahán llamó a aquel lugar “El Señor
provee”, tal como se dice hoy: “en la montaña del Señor provee”» (Gn 22,
14). El término hebreo que significa «proveer» es jira: si se antepone a
Salem, forma la palabra Jeru-salén [4].
Abrahán sabía que Dios proveería de alguna manera allí, en el monte
Moria. ¿Se referían sus palabras al templo construido por Salomón? En
parte, sí; pero su anuncio apuntaba a algo mucho más grande: el sacrificio
de Jesús en la cruz.
Piensa con qué clase de Dios trataba Abrahán. Un Dios que prometía
bendiciones y luego enviaba, una tras otra, las penalidades más duras que
puedas imaginar, haciendo a su siervo cada vez más débil, más pobre y más
desvalido. Es el mismo Dios con el que tratamos nosotros cada día. ¿Cómo
puede actuar así con aquellos a los que se supone que ama?
Así es como actúa Dios: dos mil años después, ese mismo Dios llamó a
su Único Hijo amado a ese lugar para morir por nosotros en la cruz. El
Calvario es una de las colinas de Moria. Y el Hijo de Dios subió a esa
colina igual que Isaac, porque el Señor «proveyó» el Cordero de Dios que
quita el pecado del mundo.
Esta vez no era Isaac el que cargaba con la leña: fue Jesús quien atravesó
Jerusalén de camino al Calvario cargado con el madero de la cruz. Y esta
vez no hubo ningún ángel enviado desde el cielo para decir: «¡Detente! ¡No
lo hagas!»: mientras los soldados golpeaban los clavos, alzaban la cruz y la
encajaban en su sitio, el único sonido procedente del cielo fue el silencio
más absoluto. El Único Hijo amado de Dios fue sacrificado como un
cordero por nuestros pecados.
Dios nos bendice de un modo que mucha gente no es capaz de descubrir.
Prestó un juramento y cargó voluntariamente con una maldición. Así
manifestó su intención de hacer cualquier cosa para bendecirnos, aunque
aquello significara soportar por nuestros pecados la maldición de la muerte.
Esto puede ayudarnos a entender el propósito del Padre cuando ordenó a
Abrahán sacrificar a Isaac. Lo que hizo fue pedirle que mostrara al mundo
qué hacía falta para quitar nuestro pecado: un padre fiel que ofrece en
holocausto a su hijo amado en la cima del monte Moria. Y al mismo tiempo
explica por qué Dios evitó que Abrahán llevara a cabo el sacrificio: la
salvación del mundo exigía nada menos que la ofrenda de Dios hecho
Hombre, de Jesucristo, «descendencia de Abrahán» (ver Ga 3, 14-19).
Cuando Dios vio que Abrahán no se reservaba a su único hijo, juró
bendecir a todas las naciones a través de su linaje (ver Gn 22, 15-22).
Puesto que la bendición de un padre se transmite dentro de la familia, ese
juramento no es otra cosa que la promesa divina de restaurar la raza humana
haciendo de ella su familia universal. Por eso la institución de la Iglesia
católica debe atribuirse a la fidelidad y al poder de Dios. Representa nada
menos que el cumplimiento histórico del juramento de alianza que Dios
hizo a Abrahán.
Una rápida mirada al resto del Génesis revela las primeras etapas del
largo proceso en el cual la alianza de Dios va cumpliéndose gradualmente,
empezando por las vidas de los descendientes de Abrahán. Cuando nos
fijamos en Isaac y en Rebeca, en Jacob, Raquel y Lía, y luego en José,
queda perfectamente claro que, en el desarrollo de su proyecto de ser el
padre de su familia de alianza, Dios se vale de personas reales con vidas
reales como las nuestras.
6. «EL MAYOR SERVIRÁ AL MENOR»:
PRIMOGÉNITOS FRUSTRADOS Y DISPUTAS
FAMILIARES

Justo cuando la familia de Dios parecía camino de la gloria, el relato del


Génesis empieza a adquirir tintes de culebrón. Aun así, no hubo vicisitud,
contrariedad ni turbulencia que impidiera a Dios Padre cumplir todas sus
promesas y convertir una y otra vez los infortunios y las tragedias de su
pueblo elegido en dádivas y bendiciones.
Abrahán era de edad avanzada cuando, temiendo que su hijo se uniera a
una cananea, envió al siervo más fiel de su casa a Ur, su ciudad natal, con la
misión de encontrar una esposa para Isaac de entre su propio pueblo. Dios
Padre condujo a su siervo hasta Rebeca, hija del hermano de Abrahán: una
mujer de una fe y un coraje extraordinarios que accedió a dejar a su familia
y partir sin demora hacia una tierra lejana.
Por fortuna, fue un amor a primera vista; pero, por desgracia, Rebeca era
estéril. No obstante, a su debido tiempo Dios escuchó la oración de Isaac y
su mujer concibió mellizos. Cuando ya desde el seno de su madre
comenzaron las discordias entre ambos, el Señor dijo a Rebeca: «Dos
naciones hay en tu seno, y dos pueblos se dividirán desde tus entrañas: un
pueblo será más fuerte que el otro, y el mayor servirá al menor» (Gn 25,
23).
Aunque Dios ya había destinado a Jacob, el menor, a ser el heredero de
su padre, Isaac prefería a su hijo mayor. Esaú era un experto cazador capaz
al mismo tiempo de cocinar un excelente guiso de lentejas. El favorito de
Rebeca era Jacob, un hombre tranquilo más aficionado a estar en casa que
en el campo. Si el deseo de Isaac era bendecir a su primogénito, el de Dios
era dar la bendición al menor.
Una vez más, Dios se saltó a un primogénito orgulloso para continuar
derramando sus bendiciones a través de un hermano más pequeño y valioso.
De hecho, este es un patrón que recorre como argumento secundario todo el
Génesis, desde los primeros capítulos (Caín y Abel, Ismael e Isaac) hasta
los últimos (Jacob y Esaú, Rubén y José, Manasés y Efraím): un argumento
que pasa a primer plano en el Éxodo, donde Israel es llamado a servir como
«primogénito» (ver Ex 4, 22) de la familia de las naciones, del mismo modo
que los primogénitos de Israel fueron redimidos por la sangre del cordero
pascual para servir como sacerdotes de las doce tribus.

El lobo con piel de cabrito

Isaac ya era anciano y había perdido mucha vista cuando llamó a su hijo
Esaú: «Ve al campo y cázame alguna pieza; luego me preparas un buen
guiso, como a mí me gusta, y me lo traes para comer con el fin de
bendecirte antes de que muera» (ver Gn 27, 3-4).
Entonces entra en escena su astuta esposa, Rebeca, que lo oye todo desde
detrás de la puerta e idea un plan para burlar a su marido anciano: ordena a
Jacob que se ponga los mejores vestidos de Esaú y se cubra con pieles de
animales para parecerse a su velludo hermano mayor y oler igual que él.
Entretanto, toma dos cabritos de su rebaño y prepara con ellos el guiso
preferido de Isaac.
El anciano cae en la trampa y bendice a Jacob:
“Que Dios te conceda el rocío del cielo y la riqueza de la tierra,
abundancia de trigo y de vino.
Que los pueblos te sirvan y las naciones se postren ante ti, que seas
señor de tus hermanos y se postren los hijos de tu madre.
Maldito el que te maldiga y bendito el que te bendiga” (Gn 27, 28-29).
Apenas había desaparecido el hijo menor de la presencia de su padre
cuando Esaú volvió de cazar. Totalmente convencido de ser el destinatario
de la ansiada bendición, preparó una comida sabrosa y se la llevó a su
padre. Un violento temblor se apoderó de Isaac al darse cuenta del engaño,
mientras Esaú, el heredero legítimo de la bendición, imploraba con
amargura: «Bendíceme a mí también, padre mío» (v. 34).
Isaac podría haber dicho: «Por supuesto. A ti también te bendigo»; pero
sabía que la bendición ya estaba en curso y no había marcha atrás, por
mucho que Jacob la hubiera obtenido haciendo trampa. En tiempos del
Antiguo Testamento, la bendición paterna desempeñaba un papel decisivo
en la vida de los hijos. Quien la recibía se alzaba con la victoria definitiva.
De ahí que a Jacob, en calidad de heredero, le correspondiera la doble
porción del poder del padre, lo que incluía convertirse en figura paterna de
su hermano Esaú.
Esaú, que lo sabía, montó en cólera y aludió al significado literal del
nombre de «Jacob»: «el que suplanta o arrebata». Y, una vez «jacobeado»
por su hermano, juró vengarse de él dándole muerte.
La víctima del agravio volvió a presentarse ante su padre. ¿No le
quedaría una bendición para él? E Isaac le dio lo que pudo:
“Mira, lejos de las tierras ricas tendrás tu morada,
lejos del rocío que baja del cielo; gracias a la espada vivirás y a tu
hermano servirás.
Pero cuando te rebeles, echarás su yugo de tu cuello” (Gn 27, 39-40).
¡Qué diferencia tan radical entre una bendición y otra! ¿Cómo se puede
entender una traición así por parte de Jacob?
Hay un incidente anterior que nos proporciona un contexto decisivo (ver
Gn 25, 29-34). En cierta ocasión, Jacob estaba preparando un guiso cuando
Esaú regresó del campo. Venía muerto de hambre y quería comer algo. Y,
con lo hambriento que estaba, el aroma de la comida debió de parecerle
delicioso.
Jacob vio en ello la oportunidad de sacar algún provecho. «Antes –dijo–
véndeme tu primogenitura», es decir, los privilegios familiares que le
correspondían a Esaú como primogénito.
El cazador hambriento no se hizo de rogar. Quizá se creyó al borde de la
muerte, cosa que privaba de valor a sus derechos de nacimiento; así que
Esaú vendió legalmente a su hermano menor el derecho familiar que solía
pertenecer al mayor. Su disposición a prescindir de algo tan precioso a
cambio de unas lentejas hace pensar que, en realidad, ese derecho de
nacimiento no se contó nunca entre las prioridades de Esaú. La propia
Escritura dice que «malvendió... la primogenitura» (Gn 25, 34).
No obstante, a ningún hermano mayor –ni hoy ni entonces– le gusta
recibir órdenes de un hermano pequeño advenedizo, y mucho menos ser
engañado por él. Y Esaú planeó vengarse después de la muerte de su padre.

Una dosis de su propia medicina

Consciente de la ira que Jacob despertaba en Esaú, Rebeca se apresuró a


organizar la huida del país de su hijo menor para que se instalara en Jarán
con su tío Labán –hermano de Rebeca– hasta que las aguas volvieran a su
cauce, no sin lamentarse de que su vida se echaría a perder si Jacob se
casaba con una hitita (cosa que Esaú no tardó en hacer).
Isaac, que coincidía con Rebeca, prohibió expresamente a su hijo menor
casarse con una cananea y le ordenó tomar por mujer a una de las hijas de
Labán. Luego se despidió de él con una bendición final que remitía a la
herencia familiar: «Que El-Saday te bendiga, te haga crecer y multiplicarte,
y te conviertas en una multitud de pueblos; que te conceda la bendición de
Abrahán, a ti y a tu descendencia, para que poseas la tierra en que resides
que Dios otorgó a Abrahán» (Gn 28, 3-4).
Jacob obedeció a su padre y partió hacia Jarán. Una noche, mientras
dormía al raso, vio al Señor en un sueño. Los ángeles de Dios subían y
bajaban por una escala apoyada en la tierra y cuyo extremo superior tocaba
el cielo. El Señor dijo a Jacob:
“Yo soy el Señor, el Dios de tu padre Abrahán, el Dios de Isaac;
voy a darte a ti y a tu descendencia la tierra sobre la que estás
acostado. Tu descendencia será como el polvo de la tierra, te
extenderás al este y al oeste, al norte y al sur, y en ti y en tu
descendencia serán bendecidos todos los pueblos de la tierra. Yo
estaré contigo y te guardaré donde quiera que vayas, haciéndote
volver a esta tierra, pues no te abandonaré hasta que haya cumplido lo
que te he dicho” (Gn 28, 13-15).
¿Te resultan familiares estas palabras? Es obvio que Dios quería
comunicar directamente sus promesas a la generación siguiente.
La respuesta de Jacob es un clásico: «El Señor está realmente en este
lugar y yo no lo sabía» (v. 16). Llamó a ese lugar Betel, que significa la casa
de Dios, e hizo el voto de que, si el Señor cumplía sus promesas, sería su
Dios.
¿Te has fijado en la cláusula de excepción? Yo creo que Jacob no estaba
totalmente convencido de que unas promesas tan improbables como
aquellas acabaran cumpliéndose. Movido quizá por la mala conciencia de
haber tratado así a su padre y a su hermano, la fe del estafador se mostró
algo vacilante.
En cualquier caso, parece ser que la fe acabó derrotando al escepticismo.
Después de experimentar un encuentro con el Señor del universo capaz de
trastocar tanto la vida, tomó varias medidas prácticas. Erigió una piedra
como estela y anunció que, si volvía con bien a casa de su padre, esa piedra
se convertiría en la casa de Dios. También prometió entregar a Dios un
diezmo de todo lo que recibiera. Teniendo en cuenta que la décima parte de
nada es nada, era probable que no tuviese mucho que perder.
Jacob siguió viajando hacia oriente en busca de fortuna y esposa. Te
recuerdo que en aquella época los viajeros no disponían de mapas de
carreteras. Quizá Jacob se sirvió de las estrellas y de otros puntos de
referencia para encontrar Jarán. En las casas no estaba indicada la dirección
ni había guías telefónicas. ¿Cómo iba a encontrar a sus parientes?
Cuando llegó al «país de los orientales», Jacob divisó un pozo donde
estaban abrevando tres rebaños de ovejas y les preguntó a los pastores de
dónde eran. Al contestarle que venían de Jarán, el visitante quiso saber si
conocían a Labán. Sí, lo conocían: es más, ahí llegaba Raquel con el rebaño
de su padre.
Después de retirar la piedra que tapaba el pozo y abrevar el rebaño de
Labán, el polvoriento viajero saludó a Raquel con un beso fraternal y se
echó a llorar. Jacob le dijo quién era y ella salió corriendo para contarle la
noticia a su padre, quien recibió calurosamente al hijo de su hermana.
Transcurrido un mes, Labán le preguntó a su sobrino qué sueldo le
gustaría recibir por su trabajo. «Te serviré siete años a cambio de Raquel, tu
hija menor», se apresuró a contestar el joven soltero. Labán aceptó
inmediatamente su propuesta. Y dice la Escritura que Jacob estaba tan
enamorado que esos años no le parecieron más que unos pocos días (ver Gn
29, 20).
Pasaron siete años y Jacob pidió que le entregaran a su esposa. Labán
preparó una fiesta para celebrarlo, pero la noche de bodas metió a
hurtadillas a Lía, su hija mayor, en la tienda débilmente iluminada de los
recién casados. Sin darse cuenta de la suplantación, Jacob durmió con quien
no debía. Según la costumbre antigua, en las relaciones maritales la
consumación del acto sexual marcaba un punto de no retorno. Fue así
como, «jacobeado» por Labán, el joven recibió una dosis de su propia
medicina.
Cuando la luz del día le reveló la traición de su tío, Jacob montó en
cólera. «¡Yo quería a Raquel! ¿Qué has hecho?».
Labán se mantuvo imperturbable. «Entre nosotros la costumbre es que la
hija mayor sea la primera en casarse. Si trabajas para mí otros siete años, te
podrás casar también con Raquel». Según lo acordado, Jacob pasó los siete
días de su semana de matrimonio con Lía. Luego siguió trabajando para
Labán –otros siete años– antes de recibir a Raquel.
No cabe duda de que a Dios Padre le debió de disgustar semejante
sucesión de envidias, engaños e irregularidades matrimoniales. Tanto Jacob
como los demás estaban convirtiendo las relaciones familiares en un
tremendo caos, en un lío propio de cualquier culebrón. Aun así, los planes
de Dios eran firmes. Una vez más, aprovechó esa sarta de pecados para
urdir una estrategia con que cumplir sus promesas.
La poligamia es un problema

Sobra decir que Jacob quería más a Raquel que a Lía. No obstante, Dios
Padre suele sentir debilidad por quienes llevan las de perder. «Vio el Señor
que Lía era menospreciada y la hizo fecunda, mientras que Raquel era
estéril» (Gn 29, 31). La esposa ninguneada tuvo cuatro hijos seguidos:
Rubén, Simeón, Leví y Judá: los cuatro patriarcas de las principales tribus
de Israel. Ya estaban sentados los cimientos de los planes divinos de formar
una familia.
Raquel, devorada por los celos, le reprochó a su marido: «Dame hijos o,
si no, moriré» (Gn 30, 1). Exasperado, Jacob, quien sin duda había hecho
todo cuanto podía, se enfadó con ella.
Sé por experiencia que la confrontación y el conflicto no suelen fomentar
la unión. Raquel estaba tan desesperada que, emulando a Sara, acudió a
Jacob con una propuesta: «¿Por qué no duermes con Bilhá, mi esclava, para
que yo pueda tener hijos por medio de ella?».
Da la impresión de que el pueblo de Dios no aprende nunca, ¿verdad?
(aunque tampoco es que nosotros seamos muy buenos alumnos...). Jacob
tomó a Bilhá por concubina y ella, naturalmente, no tardó en concebir y dar
a luz a un hijo, Dan, y luego a otro: Neftalí.
Entretanto, en la otra tienda, Lía se dio cuenta de que había dejado de
concebir y, dado que esa era su principal fuente de estima e influencia,
cedió a Jacob a su esclava Zilpá como segunda concubina, y esta dio a luz a
Gad y Aser. Cuando Rubén, el hijo de Lía, encontró unas cuantas
mandrágoras (un estimulador natural de la fertilidad), Raquel llegó a un
acuerdo con su hermana: una noche en compañía de Jacob a cambio de un
poco de esa «raíz milagrosa».
Y se produjo el milagro: Lía concibió primero a Isacar y luego a
Zabulón.
¡Imagínate la amarga decepción de Raquel! Y Dios intervino por fin:
«Dios se acordó de Raquel. Dios la escuchó y la hizo fecunda» (Gn 30, 22).
Raquel concibió y dio a luz a un hijo llamado José mientras pedía al Señor
que la ayudara a concebir otro. Unos años después murió dando a luz a
Benjamín. Estos doce hijos serían los jefes de las doce tribus de la nación
de Israel.
Tras veinte largos años, Jacob acabó encontrando el medio de dejar a su
querido tío Labán, que resultó ser más pegajoso que el alquitrán. El engaño
del que se sirvieron uno y otro no está exento de humor, porque los dos
intentaron quedarse con una parte mayor de la que les correspondía. Jacob
demostró más astucia y fue acumulando cada vez más rebaños, siervos y
siervas, camellos y asnos... por no hablar de esposas e hijos.
Cuando la duplicidad de Labán empezó a acercarse a la zona de peligro,
el Señor se apareció a Jacob en un sueño y le aconsejó que volviera a su
patria, llegando incluso a exhibir una carta de presentación: «Yo soy el Dios
de Betel, donde ungiste una estela, y donde me hiciste un voto» (Gn 31,
13). Raquel y Lía no dudaron ni un momento en irse, ya que Labán les
estaba arrebatando sus bienes y los de sus hijos. Cuando Labán se ausentó
para esquilar a su rebaño, Jacob huyó junto con todas sus esposas,
concubinas, hijos y ganado, y se dirigió a Galaad. Una vez más, la familia
de Dios regresaba a casa.

De vuelta a casa

El viaje de Jacob significaba, por un lado, acabar con muchos problemas,


pero, por otro, lo encaminaba hacia un potencial avispero. Su vengativo
hermano Esaú seguía aguardando el regreso de quien le había birlado la
bendición. Jacob solo podía confiar en que veinte años hubieran sido
suficientes para calmar la ira de Esaú.
Con su proverbial astucia, Jacob envió por delante de él a algunos
mensajeros que trasladaron a su hermano mayor un humilde y solícito
saludo. Y Esaú le respondió con otro mensajero suyo: «Voy a tu encuentro
acompañado de cuatrocientos hombres» (ver Gn 32, 6).
¡Cuatrocientos hombres! Estremecido y angustiado, Jacob organizó una
curiosa zona neutral entre él y Esaú dividiendo en dos partes a sus
acompañantes y su ganado. Luego envió por delante un primer grupo con la
esperanza de aplacar el enojo de Esaú. Si su hermano acababa con ellos,
tanto a él como a sus seres queridos les daría tiempo a escapar.
Jacob oró además por su salvación y le recordó a Dios sus promesas. De
nada le valdrían los abundantes recursos con que regresaba si Esaú los
mataba a él, a sus esposas y a sus hijos. «Tú mismo dijiste: “Seré muy
generoso contigo y multiplicaré tu descendencia como la arena del mar”».
Jacob seguía esperando recibir las bendiciones divinas prometidas, aun a
sabiendas de que no era merecedor de ellas.
Para amarrar, Jacob envió a sus criados por delante con centenares de
reses. Cuando Esaú preguntó quién era su propietario, los criados siguieron
las órdenes recibidas y contestaron: «El hato es de tu siervo Jacob, un
regalo que envía a mi señor Esaú; él viene detrás de nosotros» (Gn 32, 18).
Por si Jacob no tuviera suficiente, Dios complicó aún más las cosas con
un encuentro personal (ver Gn 32, 22-32). Jacob se levantó por la noche
para poner a salvo todas sus posesiones cruzando al otro lado del río.
Cuando se quedó solo, un extranjero entabló combate con él hasta el
amanecer. Al ver que no podía vencer a Jacob, dijo el hombre: «Suéltame,
pues va a rayar el alba». Pero Jacob se negó a dejarle marchar sin una
bendición.
–¿Cómo te llamas? –preguntó el hombre.
–Jacob.
–Ya no te llamarás más Jacob, sino Israel, porque has luchado con Dios y
con hombres, y has podido.
Jacob –o Israel a partir de ese momento– le dijo: «Por favor, dime tu
nombre». A lo que el hombre contestó: «¿Por qué preguntas mi nombre?».
Y lo bendijo allí mismo.
Israel llamó a aquel lugar Peniel, porque, pese a haber visto a Dios cara a
cara, seguía con vida.
Resultó que Israel no tenía motivos para temer la ira de Esaú quien,
fundido en lágrimas, abrazó al hermano perdido hacía tanto tiempo y aceptó
sus regalos, no sin antes protestar. Una vez obtenido el favor de Esaú, el
hijo de la promesa se construyó una casa en la tierra de Canaán y se instaló
allí para sacar adelante a su familia.

La respuesta del amor fraternal

Tras muchos años repletos de sexo ilícito, violencia e intrigas,


retomamos la historia de la salvación en el capítulo 37 del Génesis. A los
diecisiete años, José, hijo del anciano Israel y primogénito de Raquel, era
claramente el preferido de su padre. El favoritismo de Israel suscitó el
rencor y una intensa envidia en los hijos de Lía, mucho mayores que José.
Estos se enfadaron aún más cuando aquel jovencito engreído intentó
reclamar los derechos familiares de nacimiento.
El regalo de la túnica sin mangas que José recibió de su padre encendió
aún más el odio de sus hermanastros. ¿Por qué? Porque la interpretaron
como un escudo de armas: la túnica simbolizaba la autoridad paterna. José
no hizo nada por ganarse su cariño, toda vez que les contó a sus
hermanastros que los había visto postrarse ante él en dos sueños distintos.
Hasta Israel reprendió a su preferido cuando tuvo noticia del sueño en el
que el sol, la luna y once estrellas se rendían en presencia de José.
Un día Israel envió a José desde el valle de Hebrón a Siquem, donde sus
hermanos pastoreaban el ganado. «Anda, pues, a ver cómo siguen tus
hermanos y cómo está el ganado, y tráeme noticias» (Gn 37, 14). Cuando
José llegó a Siquem, descubrió que sus hermanos se habían llevado los
rebaños a Dotán. Al verle llegar, todos los hermanos se confabularon para
matar al «soñador» y arrojarlo a un pozo. «Así veremos en qué paran sus
sueños» (v. 20).
Rubén, que tenía intención de rescatar más tarde a su hermano menor,
convenció a los demás de no derramar sangre y limitarse a dejarle morir.
Así que despojaron a José de la túnica de color y lo echaron al pozo. A
continuación, los muy canallas se sentaron a comer.
Al ver pasar una caravana de mercaderes, los hermanos de José
comprendieron que podían deshacerse de él obteniendo a la vez algún otro
beneficio. Judá dijo a sus hermanos: «¿Qué sacamos con matar a nuestro
hermano y ocultar su sangre? Vamos a venderlo a los ismaelitas y no
pongamos las manos sobre él, pues es nuestro hermano y nuestra carne»
(vv. 26-27). A cambio de veinte monedas de plata vendieron a José como
esclavo a los ismaelitas, los descendientes semiegipcios de Agar y parientes
suyos por parte de Ismael. Para cubrir el rastro empaparon en la sangre de
un cabrito la túnica de José y se la mostraron a su padre. Entonces Israel se
rasgó las vestiduras e hizo duelo por su hijo.
La familia de Dios se había vuelto a descarriar. ¿Podría el Padre sacar
algún bien de la traición?
Los comerciantes vendieron a José a Putifar, capitán de los guardias y
uno de los hombres más poderosos de Egipto. «El Señor estaba con José,
que llegó a ser un hombre afortunado» (Gn 39, 2); tan afortunado que
Putifar le encomendó todas sus posesiones. Y el Señor bendijo la casa y la
tierra del egipcio gracias a José.

De prisionero a primer ministro en un solo día

Entonces, por desgracia, empezó a gestarse un nuevo episodio de nuestro


culebrón bíblico. Putifar no fue el único en fijarse en José: también su mujer
puso los ojos en el apuesto jovencito, y no precisamente con fines legítimos,
pues insistió repetidamente en que José durmiera con ella. Pero él se
mantuvo firme y se negó a pecar contra Dios y contra su amo. La esposa de
Putifar se mostró tan terca que acabó agarrando de la ropa al hebreo y
suplicándole que yaciera con ella. José huyó de la casa despojado de sus
prendas y la mujer desairada lo acusó de abusar de ella. Enfurecido por la
presunta traición, Putifar encarceló a José.
Las situaciones difíciles nunca logran que el Padre desista de sus planes
ni deje de cumplir sus promesas. Y es particularmente creativo siempre que
crecen las adversidades, hasta el punto de mostrar cierta tendencia al
espectáculo. Los relatos como este me llevan a preguntarme si Dios no
dispone a veces graves obstáculos para exhibir más claramente su poder
divino.
Según dice la Escritura, en la cárcel el Señor estuvo con José y demostró
su inquebrantable amor hacia él. Además le hizo obtener gracia ante el jefe
de la prisión, quien le confió sus responsabilidades diarias. Pese a haber
descendido algunos peldaños en la escala social, José acabó desempeñando
en la cárcel la misma función administrativa que en la casa de Putifar.
Pasó algún tiempo antes de que el faraón, enojado con su copero y su
panadero, los enviara a compartir encierro con José. Una noche los dos
tuvieron sueños muy vívidos que permitieron a José exhibir el don recibido
de Dios para interpretar los sueños. Dos años después, cuando el faraón no
lograba dar con nadie capaz de desentrañar el significado de un sueño
inquietante que había tenido, el jefe de los coperos (que hacía tiempo que
había recuperado el cargo) le habló del prisionero hebreo intérprete de
sueños.
Llamado rápidamente a la presencia del rey, José confirmó al faraón que
Dios le había enviado ese sueño para hacerle saber lo que inexorablemente
estaba por venir. Siete años de abundantes cosechas irían seguidos de siete
años de hambre. José fue aún más lejos e hizo gala de su sabiduría
sugiriéndole un modo de abordar la situación. Tanto impresionó su
propuesta al faraón y a sus siervos que el primero lo puso al frente de todo
el país de Egipto: solo él estaba por encima de José.
José tenía treinta años cuando entró al servicio del rey, quien le dio en
matrimonio a Asenat, hija de Potifera, el sacerdote de On, con la que tuvo
dos hijos. Al primero lo llamó Manasés, porque «Dios me ha hecho olvidar
toda mi fatiga y toda la casa de mi padre». Al segundo le puso el nombre de
Efraím, porque «Dios me ha hecho crecer en la tierra de mi aflicción» (ver
Gn 41, 51-52).
Donde las dan, las toman

Todas las predicciones de José se hicieron realidad. Durante los siete


años de espléndidas cosechas mandó almacenar el grano para afrontar el
hambre profetizada. Cuando se desató la hambruna y aumentó la necesidad
de alimentos, José abrió los graneros y vendió el grano a los egipcios. De
hecho, lo que leemos es que el hambre se extendió por toda la tierra. La
comida solo podía encontrarse en un sitio: en Egipto.
Entretanto los alimentos empezaron a escasear también en Canaán y la
familia de Israel pasaba hambre, así que este envió a sus diez hijos mayores
a Egipto a comprar grano (quedándose con Benjamín por miedo a que le
ocurriera alguna desgracia).
Fue así como los diez hermanastros de José, tal y como el sueño había
profetizado, acabaron inclinándose ante él. Cuando se postraron rostro en
tierra ante el gobernador de Egipto suplicándole que les diera pan, ninguno
reconoció a un José con más años y espléndidamente engalanado. (La ironía
del relato es deliciosa).
José, que los reconoció de inmediato, no dio muestras de ello, pero los
sometió a todo tipo de pruebas y los puso a correr de aquí para allá. Tantos
aprietos llevaron a sus hermanos a mostrar un sincero arrepentimiento por
el pecado cometido tiempo atrás contra José.
Ahora viene una de las escenas más emotivas de la literatura: José rompe
a llorar y se da a conocer a sus hermanos. Su sabiduría y su compasión se
vieron corroboradas por estas palabras: «No temáis. ¿Acaso estoy yo en
lugar de Dios? Vosotros planeasteis el mal contra mí, pero Dios lo planeó
para el bien, para hacer, tal como hoy ocurre, que viviera un pueblo
numeroso. Ahora, pues, no temáis: yo os alimentaré a vosotros y a vuestros
hijos» (Gn 50, 19-21).
Cuando Israel se enteró de que su hijo no solo estaba vivo, sino que vivía
espléndidamente, trasladó a Egipto a toda su familia. El faraón mandó a
José que les diera las mejores tierras del país. Los israelitas se establecieron
en Gosen, la joya de la corona de Egipto.
Una vez más, el pueblo de Dios daba la impresión de caminar en
círculos: de Ur a Canaán, de Canaán a Ur, de Ur a Canaán de nuevo y,
ahora, de Canaán a Egipto. Uno casi llega a preguntarse si Dios es capaz de
trazar líneas rectas. El caso es que Dios, como siempre, trataba con seres
humanos, criaturas hechas a su imagen, pero con sus defectos.
El Génesis acaba con la escena en la que Israel, en su lecho de muerte,
bendice a sus doce hijos y a los dos nietos hijos de José, Manasés y Efraím,
a quienes recibe y bendice como si fueran suyos. Como su padre Isaac, el
anciano Jacob, casi ciego, da la bendición del primogénito al menor; solo
que, en este caso, se trata del nieto más joven, Efraím.
Ante las protestas de José, que pensaba que ese favor especial le
correspondía al mayor, Manasés, su padre le contestó: «Lo sé, hijo mío, lo
sé; también este se convertirá en un pueblo, y él también será grande; pero,
con todo, su hermano menor será más grande que él, y su descendencia se
convertirá en multitud de naciones» (Gn 48, 19). A continuación Israel
bendijo al resto de sus hijos y les dio los consejos adecuados a sus
fortalezas y sus debilidades, así como instrucciones respecto a su sepultura.
Por último, el venerable patriarca exhaló su último aliento y fue a reunirse
con los suyos.
José vivió en Egipto hasta la avanzada edad de ciento diez años y sentó
sobre sus rodillas a los hijos de Efraím hasta la tercera generación. En su
lecho de muerte aseguró a sus hermanos que Dios los visitaría y los sacaría
de Egipto para guiarlos a la tierra prometida a Abrahán, Isaac y Jacob. Su
última petición fue que se llevaran con ellos sus huesos.
El Padre cumplió sus promesas de proveer a su pueblo y hacerle
prosperar tanto en medio de la abundancia como de la pobreza. ¿Cumpliría
también su promesa de sacarlo de Egipto y darle una tierra en propiedad?
Una vez más, veremos cómo los tiempos de Dios rara vez coinciden con los
nuestros.
7. «DEJA SALIR A MI PUEBLO»:
EL ÉXODO ISRAELITA DE EGIPTO

Después de que la generación de José siguiera el mismo camino que toda


carne humana, los descendientes de Israel continuaron siendo prolíficos y
multiplicándose abundantemente, «hasta ir llenando el país entero» (Ex 1,
7). En cuestión de siglos, los doce hijos de Jacob se convirtieron en las doce
tribus de Israel. No obstante, aún no eran una nación unida; y las cosas no
hicieron sino empeorar.
Sucedió que subió al trono un nuevo faraón «que no había conocido a
José» (v. 8), lo que no significa que nunca hubiera oído hablar de él. El
término hebreo que se traduce como «conocer» (yada’) suele emplearse a
menudo para referirse a los vínculos de alianza entre los miembros de una
familia (como en el caso de Adán, que «conoció a Eva» y ella concibió) o a
las partes de un contrato (como José e Israel, «conocidos» por la
administración egipcia anterior).
En esta ocasión el término alude al giro repentino que sufrieron en
Egipto tanto los vientos políticos como la suerte de Israel. Así podría
traducirse el mensaje que el nuevo faraón transmitió a Israel: «Reniego de
cualquier pacto de alianza que mi predecesor destronado haya establecido
con los israelitas, que están forrados y viven tan ricamente en Gosen, el
mejor territorio de Egipto».
En otras palabras: un candidato al trono orquestó un golpe en palacio
para derrocar a la dinastía del anterior faraón e instaurar una nueva. Como
era de esperar, todos los tratados anteriores quedaron invalidados. Para el
nuevo faraón los antiguos aliados representaban, lógicamente, una potencial
amenaza a su poder político.
«Mirad», dijo el faraón, «los israelitas son mucho más numerosos que
nosotros»; y les impuso duros capataces. Pero, cuanto más los oprimían
unos, más se multiplicaban y proliferaban los otros. Los egipcios,
atemorizados, les amargaban la vida con toda clase de duros trabajos.
Entonces el rey puso en práctica un plan aún más agresivo –prácticamente
un anticipo de la «solución final» de Hitler en la Alemania nazi– al ordenar
a las comadronas acabar con todos los varones hebreos nada más nacer (ver
Ex 1, 9-16).
Aunque seguramente el rey prometió recompensar la obediencia de las
comadronas hebreas, ellas, temerosas de Dios, se negaron a matar a los
niños varones. Cuando el faraón descubrió que no cumplían sus órdenes y
las hizo llamar, las mujeres le ofrecieron una astuta respuesta: las hebreas
son mucho más fuertes que las egipcias y paren sin que a la comadrona le
dé tiempo a llegar. Y Dios bendijo a las comadronas y les concedió
numerosa descendencia (vv. 17-20).
La razón de que el faraón no ordenase la muerte de las niñas solo puede
ser motivo de especulaciones. Quizá pensaba que una futura generación
privada de varones obligaría a las mujeres hebreas a casarse con egipcios.
En ese caso, ¿quién acabaría quedándose con Gosen?: los egipcios. Con
unos cuantos movimientos entre bastidores, el faraón confiaba en poder
manipular las leyes hereditarias para recuperar Gosen, la joya de la corona,
y poner a los hebreos en su sitio convirtiéndolos en siervos.
Recuerda que el Señor había avisado a Abrahán en un sueño de que sus
descendientes serían esclavos durante cuatrocientos años (ver Gn 15, 13-
16), cosa que el Padre no consideraba un serio obstáculo para sus planes
familiares. De hecho, el drama bíblico enseña que Dios siempre se vale de
la adversidad para hacer patente su amor y su poder; para demostrar que
cumple sus promesas sea lo que sea (o sea quien sea) lo que se interpone en
su camino.

Una barca sobre aguas turbulentas

En medio de tiempos tan duros, la mujer de un levita concibió y dio a luz


a un hijo. Tres meses después, incapaz de seguir ocultándolo, lo metió en
una cesta de papiro y lo puso entre los juncos, a la orilla del Nilo. La
hermana mayor del niño se quedó a cierta distancia observando lo que
ocurría (ver Ex 2, 1-4).
Y ocurrió que la hija del faraón fue a bañarse al río, encontró la cesta y
se apiadó del pequeño hebreo. Su avispada hermana mayor se ofreció a
buscarle una nodriza, que resultó ser su propia madre. Una vez destetado, la
hija del faraón lo adoptó y lo llamó Moisés, porque «de las aguas lo he
sacado» (ver Ex 2, 5-10).
Moisés creció como un miembro más de la corte real y recibió los
mejores vestidos, la mejor educación, los mejores alimentos y lo mejor de
todo. Cierto día en que el afortunado joven visitaba Gosen, vio a un egipcio
golpeando a un hebreo, un miembro de su propio pueblo. En un acceso de
ira, Moisés mató al capataz y luego ocultó su cadáver en la arena.
Al día siguiente Moisés se encontró con dos hebreos que estaban
discutiendo y reprendió al que aparentemente no tenía razón, quien le
espetó estas hirientes palabras: «¿Quién te ha constituido príncipe y juez
entre nosotros? ¿Piensas acaso matarme como mataste al egipcio?» (v. 14).
Quizá Moisés esperaba recibir una cálida bienvenida a su regreso al
hogar de Gosen como favorito del faraón, pero no tardó en descubrir que
sus credenciales no impresionaban a los israelitas. Es probable que lo
consideraran un mocoso consentido, recién llegado para darles órdenes. No
querían saber nada de él. Y, cuando el faraón se enteró de que Moisés había
asesinado a un egipcio, decidió matar a aquel hebreo advenedizo (ver v. 15).
Rechazado por los israelitas y perseguido por los egipcios huyó Moisés
el apátrida. No obstante, el fugitivo descansaba seguro en los brazos del
Padre que guiaba sus pasos, aguardando pacientemente el momento en que
su hijo estuviese preparado para la misión que le esperaba: rescatar de la
esclavitud a la familia de Dios.

La alianza de Dios con Moisés


Huyendo del faraón, Moisés se instaló en el desierto, en el país de
Madián. Cierto día echó una mano a las siete hijas del sacerdote de Madián
que habían llevado a abrevar el rebaño de su padre. Cuando Jetró se enteró
de la gentileza del egipcio con sus hijas, lo invitó a cenar. Los dos debieron
de hacer buenas migas, porque Moisés se quedó a vivir con tan distinguida
familia madianita (emparentada, por cierto, con Abrahán). Jetró le entregó
por esposa a su hija Séfora, quien dio a Moisés un hijo llamado Guersom
(ver Ex 2, 16-22).
Entretanto, en Egipto, Dios escuchó los gemidos de los esclavos
israelitas y recordó su alianza con Abrahán (ver vv. 23-25). Parece como si
Dios estuviese muy ocupado con otros planes y hubiera dejado de
escucharlos, o como si tuviera demasiadas cosas en la cabeza y se hubiese
olvidado de su pueblo. Todo lo contrario: el Señor no había dejado de actuar
entre bastidores para que se cumpliera su propósito. En realidad, lo que las
Escrituras vienen a decir es que había llegado el momento de la actuación
definitiva de Dios, una vez que cada pieza había ocupado su sitio. Y Moisés
el apátrida iba a desempeñar un papel crucial en los planes de Dios para
liberar a Israel de la esclavitud.
Un día, apacentando el rebaño de Jetró, Moisés llegó al monte Horeb, en
el otro extremo del desierto. Entonces Dios se le apareció en medio de una
zarza ardiendo y lo llamó: «¡Moisés, Moisés!».
Él contestó: «Heme aquí».
«No te acerques aquí; quítate las sandalias de los pies, porque el lugar
que pisas es tierra sagrada» (ver Ex 3, 1-6).
Si la voz que salía de la zarza en llamas se hubiera detenido ahí, Moisés
no habría sabido ante qué dios se hallaba. Como descendientes directos de
Abrahán, los madianitas y los ismaelitas daban culto al mismo Dios. Y los
edomitas, descendientes de Esaú, podrían haber dicho: «Es nuestro Dios».
Hasta los egipcios tenían motivos para reclamar a ese Dios como suyo,
porque la primera que dio un hijo a Abrahán fue Agar, la egipcia.
Pero la voz prosiguió: «Yo soy... el Dios de Abrahán, el Dios de Isaac y
el Dios de Jacob» (v. 6). Se estrechaba así el linaje de Abrahán, de modo
que Moisés pudiera remontarse a Sem y, a partir de él, a Abrahán, Isaac,
Jacob y a las doce tribus de Israel esclavizadas en Egipto. Dios había
actuado en la vida de Moisés preparándolo para ese momento, el momento
en que se cumpliría en la vida de su pueblo la promesa de libertad.
«He visto la opresión de mi pueblo en Egipto y voy a hacer algo al
respecto. Quiero sacarlo de allí» (ver vv. 7-9).
Después de revelar sus intenciones, el Señor pasó a explicar a Moisés
qué papel jugaba él en todo aquello. «Ve: yo te envío al Faraón para que
saques a mi pueblo, a los hijos de Israel, de Egipto» (Ex 3, 10).
¿Te acuerdas de aquel programa de televisión titulado Misión imposible?
«Tu misión, si decides aceptarla...». Estoy convencido de que a Moisés
aquello le pareció una misión tan suicida como algunas de las penosas
tareas asignadas en la serie. Al fin y al cabo, sus últimas noticias eran que
los egipcios lo buscaban para ejecutarlo y que los israelitas no querían saber
nada de él. ¿Y ahora se suponía que tenía que entrar como si nada y con las
manos vacías en palacio, y pedirle al faraón que les dejara salir tan
campantes a él y a cientos de esclavos hebreos? ¡Exacto!
No sé qué avalancha de pensamientos se agolparía en su cabeza, pero el
hecho es que Moisés respondió respetuosamente: «¿Quién soy yo para ir al
Faraón y para sacar a los hijos de Israel de Egipto?» (v. 11).
Dios Padre tranquilizó a Moisés (quien había demostrado una clara
inclinación a obrar por su cuenta y riesgo): «Yo estaré contigo, y esta será la
señal de que yo te envío: cuando saques al pueblo de Egipto, daréis culto a
Dios en este mismo monte» (v. 12).
Solemos olvidar que la petición inicial dirigida por Dios al faraón no
incluía la liberación total y permanente de los hebreos. Dios no envió a
Moisés con una orden celestial: «Deja salir a mi pueblo», sino que se limitó
a pedir al faraón que permitiera a los israelitas una estancia en el desierto de
tres días para ofrecer sacrificios al Señor en el monte Horeb.
Si el gobernante egipcio hubiera cooperado, es probable que los israelitas
hubiesen continuado siendo esclavos. Pero Dios dijo: «Como sé que el rey
de Egipto no os dejará marchar si no es con mano poderosa, le enviaré
varias plagas catastróficas».
«¡¿Quién?! ¿Yo?»

Nuestro incierto héroe no se sintió precisamente entusiasmado. Moisés


aventuró un «pero» con intención de escapar de esa misión imposible: «Ni
me van a escuchar ni van a creer que te has manifestado ante mí».
El Padre comprendió los recelos de Moisés y proporcionó a aquel hijo
suyo tan miedoso algunas señales que pudieran ayudar a convencer a los
egipcios (ver Ex 4, 1-9): «Arroja tu cayado al suelo», dijo el Señor. Moisés
obedeció y el cayado se convirtió en una serpiente.
«Ahora –dijo Dios– extiende tu mano y agárrala por la cola». Moisés
obedeció y esta vez la serpiente pasó a ser un cayado.
«Ahora mete la mano bajo el manto». Moisés obedeció y, cuando volvió
a sacarla, la vio blanca y comida por la lepra.
«Ahora métela otra vez», dijo Dios. Moisés obedeció y, al sacar de nuevo
la mano, la piel parecía la de un recién nacido.
¿Estaba Dios fanfarroneando? No: esas señales eran símbolos. El cayado
era la señal de la autoridad de Moisés. Cuando lo arrojó al suelo, se
convirtió en una serpiente, símbolo del diablo. En otras palabras: Dios
estaba entregando a aquel hombre el dominio sobre el orden natural,
incluido el demonio. Cuando Moisés agarró de nuevo a la serpiente por la
cola, esta volvió a ser un bastón de mando.
También la lepra de la mano de Moisés era un símbolo importante. En la
Escritura la lepra suele asociarse al pecado y a sus dañinas consecuencias
(ver Nm 12, 10). De ahí que en esta ocasión tal vez sirviera como signo de
la esclavitud de Israel, a la que Dios quería poner fin por medio de Moisés.
En cualquier caso, el objetivo de la curación de su mano consistía en
aumentar la fe de Israel en Dios y alimentar la esperanza de sanación.
Después de ser testigo de estos signos y prodigios, Moisés aún seguía
resistiéndose a su misión. De hecho, estaba aterrado. «Señor, nunca he sido
elocuente», dijo, «y hasta tartamudeo. ¿Por qué me envías a mí?» (ver Ex 4,
10).
Para el Padre las limitaciones de su hijo no representaban un obstáculo.
Al fin y al cabo, el poder de Dios triunfaría gracias a ese instrumento
humano de salvación. «¿Quién ha dado boca al hombre?», preguntó Dios a
Moisés; «¿o quién hace al mudo o al sordo, al que ve o al que no ve?
¿Acaso no soy yo, el Señor? Ve, pues, que yo estaré en tu boca y te
enseñaré lo que has de decir» (ver vv. 11-12).
¿Te imaginas este diálogo entre un padre paciente y un hijo recalcitrante?
Moisés tentó aún más la suerte al presentar una última objeción: «Señor,
¿no podrías encontrar a otro que lleve a cabo esta tarea?» (ver v. 13).
Es evidente que la paciencia del Padre empezaba a agotarse. La Escritura
dice que se inflamó la ira del Señor contra Moisés: «¿Y qué me dices de tu
hermano Aarón? Ya está de camino hacia aquí. Háblale y pon tus palabras
en su boca, y yo os ayudaré a los dos a hablar y a saber qué hacer. Aarón
hablará al pueblo en tu nombre; será como si él fuera tu boca y como si tú
fueras para él su dios» (ver vv. 14-16). Así fue como Aarón el levita asumió
el papel de intermediario entre Moisés y el faraón, paralelamente al papel
de Moisés de mediador entre Dios y Aarón (y todo Israel).

Otra vez de vuelta a casa

Finalizada la audiencia con Dios, Moisés regresó junto a su familia.


Como puedes imaginar, soltarle esas noticias a su suegro –por no hablar de
su esposa– no habría sido tarea fácil. «¡Adivina a quién me he encontrado
en el monte Horeb!».
De hecho, Moisés fue algo más discreto y dijo a Jetró: «Permíteme
volver junto a mis parientes de Egipto para ver si siguen con vida».
Después de recibir la bendición de su suegro, Moisés partió hacia Egipto
acompañado de su esposa e hijos y firmemente agarrado al cayado de Dios
Padre.
Aún estaba Moisés en el país de Madián cuando el Señor le hizo saber
que quienes buscaban su muerte habían perdido la vida. Además, el Padre
le dio instrucciones sobre cómo proceder una vez llegado a la corte real.
Pero también le advirtió que el faraón se negaría a dejar marchar a los
israelitas.
Entonces Dios le transmitió un mensaje dirigido al faraón que evoca el
lenguaje familiar y el compromiso de la alianza: «Así dice el Señor: Israel
es mi hijo, mi primogénito. Yo te ordeno: Deja salir a mi hijo para que me
dé culto; pero si te opones a dejarlo salir, yo mismo daré muerte a tu hijo
primogénito» (Ex 4, 22-23).
¿Qué quería decir el Padre a través de Moisés? ¿Eso del «hijo
primogénito» significaba que Israel era el hijo único de Dios? No
necesariamente. Significaba que el resto de las naciones eran los hijos
menores de Dios, los hermanos pequeños de Israel. Como primogénito,
Israel sería el mediador de la alianza en medio de la familia universal de
Dios: el modelo y el precursor que conduciría a las demás naciones de
vuelta a su divino Padre.
Lo que Dios estaba diciendo era: «Israel es mi primogénito. Tú, Egipto,
eres potencialmente hijo mío; pero solo si dejas que tu hermano mayor
salga a darme culto y tú, viéndolo a él, aprendes a servirme». El plan de
Dios consistía en elevar a Israel al sacerdocio real para servir a las demás
naciones, siempre que las demás naciones quisieran cooperar.

Esposo de sangre

Inmersos en la grandeza del plan de Dios, es fácil que se nos escape un


breve versículo: «En el camino, en un lugar de descanso, salió el Señor al
encuentro de Moisés con intención de matarlo» (Ex 4, 24). No obstante, su
esposa Séfora tomó un cuchillo de pedernal, cortó el prepucio a su hijo y lo
puso a los pies de Moisés diciendo: «Eres esposo de sangre para mí». Y el
Señor le soltó (v. 25).
¡¿Dios, un asesino?! ¿Cómo puede ser? Creíamos que querías servirte de
Moisés para liberar a tu pueblo ¿y ahora resulta que intentas acabar con él
antes de que cruce siquiera la frontera? ¿Qué pasa aquí? También esta vez
hemos de entender la Escritura desde la perspectiva de los signos y
símbolos de los hebreos, su herencia familiar. De hecho, Moisés había
quebrantado la alianza, ya que su hijo primogénito, Guersom, no estaba
circuncidado. Cuando varias generaciones antes Dios instituyó la
circuncisión en la alianza con Abrahán, le dijo: «El varón incircunciso, que
no haya circuncidado la carne de su prepucio, será extirpado de su pueblo
por haber quebrantado mi alianza» (Gn 17, 10-14).
¿Por qué no fue Moisés fiel a la alianza? Aunque los madianitas sí
practicaban la circuncisión, tenían –al igual que los ismaelitas– la
costumbre que tantos árabes han conservado hasta la fecha. Los árabes
practican la circuncisión en torno a los trece años (como en el caso de
Ismael) en un ritual que marca el paso de la infancia a la edad adulta. Los
israelitas, por su parte, obedecían el mandato que Dios dio a Abrahán con
respecto a Isaac y circuncidaban a los varones al octavo día de su
nacimiento: una declaración de que quedaban aceptados dentro de la familia
de alianza de Dios, independientemente de su futura «virilidad».
Puede que Moisés se excusara diciendo: a donde fueres, haz lo que
vieres. Al fin y al cabo, yo no quería ofender a Jetró, mi suegro, quien –
dicho sea de paso– es sacerdote de Madián.
Lo que resulta evidente es que Moisés había ofendido tanto a su Padre
que Dios intentó darle muerte, demostrándole con ello que hablaba muy en
serio al referirse a la violación de la alianza: «Cuando rompes mi alianza,
rompes mi familia».
Si Moisés se salvó, fue únicamente porque su esposa madianita
circuncidó a Guersom y tocó con el prepucio ensangrentado los pies de su
marido. Dado que Séfora sabía muy bien lo que tenía que hacer, podemos
suponer que estaba al tanto del deber concreto que su esposo había
descuidado. La severa respuesta de Dios, en suma, quizá indique que existía
un conocimiento suficiente por ambas partes. Sea como sea, la reacción de
Séfora evitó el desastre; nunca deberíamos subestimar su papel decisivo en
el plan de Dios para redimir a su familia.
«Deja salir a mi pueblo»

Tal y como había prometido, Dios Padre envió a Aarón al desierto para
reunirse con su hermano menor en el monte de Dios. Moisés informó a
Aarón de los detalles y juntos regresaron a Egipto, donde hablaron con
todos los ancianos de Israel. Al oír las palabras del Señor y ver las señales
de su poder, el pueblo creyó que Dios había escuchado sus lamentos: se
postró y le adoró. Aparentemente, Moisés había superado el primer
obstáculo (ver Ex 4, 27-31).
Luego Moisés y Aarón fueron a ver al faraón y le transmitieron el
siguiente mensaje: «Así dice el Señor, Dios de Israel: “Deja salir a mi
pueblo para que me celebre una fiesta en el desierto”» (Ex 5, 1).
El faraón no estaba de humor para tratar con dioses desconocidos:
«¿Quién es el Señor para que tenga que escuchar su voz y dejar salir a
Israel? No conozco al Señor, y no pienso dejar salir a Israel» (v. 2).
¿No adviertes cierta arrogancia en la respuesta del faraón?
Moisés y Aarón intentaron reformular la petición: «El Dios de los
hebreos se nos ha manifestado y tenemos que hacer tres jornadas de camino
por el desierto; de lo contrario nos castigará con peste o con espada» (v. 3).
El faraón no tenía intención alguna de dar un descanso al pueblo. El
deseo de aquellos hebreos indolentes de ofrecer sacrificios a su Dios daba a
entender que les faltaba trabajo. Así que el gobernante egipcio decidió
aumentar sus cargas y ordenó a los capataces que no les suministraran paja
para confeccionar los ladrillos. A partir de ese momento los israelitas
tendrían que recoger la paja ellos mismos, sin reducir su cupo de ladrillos.
El pueblo estaba exhausto y culpó a Moisés y a Aarón de crearle problemas.
Para evitar que su hijo admitiera la derrota, el Padre reiteró sus promesas
de liberar a Israel con mano poderosa e hizo esta declaración ante el pueblo
de Israel:
“Os sacaré de las opresiones de los egipcios, os libraré de su
servidumbre y os redimiré con brazo extendido y grandes castigos. Os
constituiré en pueblo mío y seré vuestro Dios, y sabréis que yo soy el
Señor, vuestro Dios, que os saca de las opresiones de los egipcios. Os
introduciré en la tierra que con mano alzada juré dar a Abrahán, a
Isaac y a Jacob. Y os la daré en propiedad. Yo, el Señor” (Ex 6, 6-8).
«Por el desánimo y por su pesada esclavitud», los israelitas no
escucharon a Moisés (v. 9). Aun así, el Padre mantuvo sus promesas.
Entonces Dios dio orden a Moisés de utilizar varias señales y lanzar una
plaga tras otra con el fin de obligar al faraón a cambiar de opinión (ver Ex 7,
14; 8, 24).
De las diez plagas, la primera convirtió en sangre las aguas del Nilo. No
es que Dios estuviera exhibiendo músculo y diciendo: «Ahí tenéis: el río
convertido en sangre». En el culto egipcio el Nilo era una entidad divina y
se identificaba con el dios Hapi. La conversión del río en sangre significaba,
a todos los efectos, la muerte del dios.
Luego vino la plaga de ranas, con cuya muerte y con el hedor que
despedían Dios se estaba pronunciando en contra de la diosa egipcia Heket,
a quien se solía adorar bajo la figura de ese animal. Entretanto, en Gosen,
Dios protegía a su pueblo de cualquier daño o pérdida mientras duraba la
plaga.
El faraón se suavizó un poco. Al fin y al cabo, a ese ritmo la economía de
la nación no tardaría en arruinarse. De modo que el gobernante egipcio
mandó llamar a los dos hermanos levitas y les dijo: «Id y ofreced sacrificios
a vuestro Dios dentro de mi país» (Ex 8, 24). Pese a dar su consentimiento
para la fiesta religiosa que le habían solicitado, puso una condición
inadmisible: Israel no podía alejarse demasiado. Si no volvían –y ese era el
miedo que probablemente sentía el faraón–, ¿quién iba a acabar todos los
proyectos de construcción?
Moisés se negó a aceptar el trato aduciendo que a los egipcios los
sacrificios de Israel les resultarían aborrecibles. «El sacrificio que
ofrecemos al Señor, nuestro Dios –dijo–, sería abominable a ojos de los
egipcios. Si los ofrecemos delante de ellos, nos lapidarán. Hemos de
caminar tres días por el desierto para dar culto al Señor según sus deseos»
(ver vv. 22-23). ¿Por qué no aceptó Moisés un trato aparentemente tan
razonable por parte del faraón?

Los falsos ídolos del país

¿Por qué quería Dios que Israel saliera de Egipto para adorarle y
ofrecerle sacrificios en el monte Horeb? El deseo del Padre era que su
pueblo sacrificase reses, cabras y carneros.
No es algo que parezca demasiado ofensivo. Nosotros tendemos a
considerar estas ofrendas cruentas como ritos legalistas, como si a Dios le
aplacara el mero olor de la carne quemada. No obstante, los egipcios daban
culto a esta clase de animales como divinidades. Sacrificar uno solo de ellos
en medio de Egipto habría equivalido a matar una vaca sagrada en la India:
eran actos capaces de poner en grave peligro la vida de una persona [1].
¿Quería decir Dios con esto que esos animales eran intrínsecamente
demoniacos? Por supuesto que no. Pero, como afirma Ezequiel 20, Israel
llevaba tanto tiempo en Egipto que había empezado a asimilar los modos
idólatras de los egipcios y su religión de la naturaleza, la fertilidad, el poder
y la riqueza. A través de estos dioses, los poderes de las tinieblas prometían
tesoros e influencia terrenales a cambio del destino eterno de las personas.
El Padre ordenó a su pueblo sacrificar estos animales porque los
israelitas habían comenzado a depender de esos dioses falsos. Lo que estaba
diciendo era básicamente esto: «No podéis oír mi voz porque adoráis a
animales». Dios actuó en bien de su propio Nombre, porque había jurado a
Abrahán entregar a sus descendientes la tierra de Canaán. ¿Y cómo iba a
liberar a su pueblo de la esclavitud y conducirlo a la Tierra Prometida si
antes no se había apartado de los dioses falsos? Los ídolos debían
desaparecer (ver Ez 20, 7-8).
Dios quería que los israelitas salieran de Egipto y sacrificaran a esos
falsos ídolos como un acto de culto. Luego podrían regresar a Egipto y
volver a trabajar como esclavos. Una vez obtenida la colaboración del
faraón, el objetivo de Dios era más espiritual que político: liberar a su
pueblo de su vinculación a los falsos ídolos y su dependencia de los dioses
terrenales. Después sería libre, fuesen cuales fuesen sus circunstancias
terrenales. Al fin y al cabo –como quedó demostrado más tarde–, los
israelitas no iban de picnic a la Tierra Prometida.

Se crea un vacío de poder

Dios envió un mensaje estremecedor al faraón a través de Moisés: «Las


plagas acabarán con los dioses de Egipto para demostrar a Israel que Yo soy
el Dios del universo y apartarlos de su adicción al poder, las riquezas y los
placeres». Las diez plagas, por lo tanto, venían a juzgar, condenar y ejecutar
simbólicamente a todas las falsas deidades, incluidos Apis, el dios toro;
Hator, la diosa vaca; y Jnum, el dios carnero. La plaga de las tinieblas fue el
juicio de Ra, el dios egipcio del sol.
La décima plaga, que se cobró la vida de los primogénitos, fue la peor de
todas: no solo porque los que murieron fueron seres humanos, sino porque
al faraón se le tenía por divino y, de hecho, su primogénito quedaba
divinizado en una ceremonia especial. Todos los padres y los hijos
primogénitos compartían ese poder y esa riqueza casi divina. En cierto
modo, los primogénitos representaban a los dioses políticos de Egipto (ver
Nm 33, 4).
En una cultura basada en las relaciones familiares y en las estructuras
tribales, Dios creó un inmenso vacío de poder al acabar con todos ellos. Al
fin podían los israelitas escapar de la esclavitud. Y lo que era aún más
importante: dejarían de estar seducidos –y ni siquiera atraídos– por una
cultura rota y una forma de vida vacía.
Dios Padre adoptó medidas especiales para proteger a su pueblo durante
la Pascua. Las instrucciones que dio a Moisés fueron muy concretas:
«Tomad un cordero sin quebrarle ningún hueso. Matadlo y untad con su
sangre los dinteles de las puertas. Comedlo esa misma noche. Si lo hacéis
así, vuestros primogénitos seguirán con vida cuando os despertéis por la
mañana. Si no, vuestros primogénitos habrán muerto, junto con todos los
primogénitos de vuestros ganados» (ver Ex 12, 1-23). Los ancianos se
aseguraron de que todos hiciesen los preparativos según dictaban las
órdenes.
La Pascua judía conmemora la noche terrible en que el exterminador, el
ángel de la muerte, pasó sobre Egipto y aniquiló a todos los primogénitos
del país. Un gran clamor transido de dolor recorrió todo Egipto, porque no
hubo familia egipcia que no sintiera la mano poderosa de Dios. El faraón,
que había perdido a su propio hijo, llamó a Moisés y le dio una orden
expedita: «¡Salid!». Tal y como Dios había predicho, los israelitas
despojaron a los egipcios de sus objetos de oro y plata a cambio de los años
que habían pasado trabajando como esclavos.
Después de 430 años viviendo en Egipto, la población de Israel sumaba
unos seiscientos mil hombres, sin contar mujeres y niños: una
muchedumbre de gente que salió de allí a pie acompañada de numerosos
rebaños de animales. Los egipcios víctimas del castigo les obligaron a
marcharse precipitadamente, por lo que los israelitas contaban con escasas
provisiones para el viaje. No obstante, iban bien equipados para el combate;
y Moisés se acordó de cumplir la promesa de llevarse los huesos de José.
Sorprendentemente, el faraón sufrió un súbito cambio de opinión, reunió
a su ejército y centenares de carros y caballos, y salió a toda prisa en pos de
los hebreos. ¿Te imaginas lo maniaco que debía de ser aquel hombre? El
ganado, los rebaños y las cosechas de Egipto estaban completamente
destruidos y su país en ruinas y, aun así, seguía negándose a permitir la
salida del pueblo de Dios. La humillación había sido demasiado grande: el
orgullo del faraón no estaba dispuesto a admitir la derrota.
El espectacular paso del Mar Rojo descrito en los capítulos 13 y 14 del
Éxodo es la viva imagen del amor y el poder de Dios en favor de aquellos a
quienes había venido a salvar. Una vez emprendida su misión de rescate,
nada detendría al Padre, quien liberó a los hebreos de la esclavitud contra
todo pronóstico. Lo que está por ver es si los israelitas quedaron o no
liberados de la esclavitud aún mayor del pecado representado por los falsos
ídolos egipcios.
Un júbilo efímero

Ahora Dios Padre llevaba a sus hijos a remolque, con Moisés a la cabeza.
Habían sido testigos de sucesivas demostraciones de poder cada vez que
una plaga se abatía sobre Egipto. Milagrosamente, salieron sanos y salvos
de cada una de esas desgracias. El Señor, que marchaba al frente de ellos en
forma de columna de nube por el día y de fuego por la noche, hizo cruzar el
Mar Rojo a aquella asamblea heterogénea por terreno seco, mientras que los
egipcios que la perseguían perecieron en el agua. Seguro que los israelitas
ya se habían convencido de que el Dios de Abrahán, de Isaac y de Jacob
cubriría todas sus necesidades y cumpliría cada una de sus promesas.
La Escritura dice que «el pueblo temió al Señor y creyó en el Señor y en
Moisés, su siervo» (Ex 14, 31) y lo celebró entonando un emotivo cántico
de victoria y rindiendo homenaje al Dios de sus padres, que les había
concedido la salvación (ver Ex 15, 1-18). María, la profetisa hermana de
Aarón, dirigió los cantos femeninos y las danzas con panderos: «Quiero
cantar al Señor, vencedor excelso: caballos y caballeros al mar ha
precipitado» (v. 1).
Por desgracia, su júbilo fue efímero. Después de tres jornadas caminando
por el desierto, los israelitas no encontraron agua y comenzaron a murmurar
contra Moisés. Pero el Padre oyó sus quejas y les proveyó de agua.
Pasaron seis semanas y les empezaron a sonar las tripas de hambre: toda
la nación se puso a murmurar en contra de Moisés y de Aarón. Esta vez se
sintieron tentados de volver a Egipto, la tierra de la esclavitud del pasado.
«¿Quién nos hubiera dado morir a manos del Señor en el país de Egipto –se
lamentaban–, cuando nos sentábamos junto a la olla de carne y comíamos
pan hasta saciarnos? Porque vosotros nos habéis sacado a este desierto para
matar de hambre a toda esta asamblea» (Ex 16, 3).
Unas palabras que no eran precisamente de confianza ni de gratitud. Aun
así, el Padre sació el hambre de Israel cubriendo el campo todas las
mañanas con el maná (una especie de oblea con fecha de caducidad de un
solo día) y enviando codornices por las tardes: suficiente para alimentar a
cientos de miles de hombres, mujeres y niños (ver Ex 16).
Pobre Moisés. Todavía me acuerdo de esas vacaciones en las que mi
padre cruzaba en coche todo el país –intentando mantener la calma– con
tres niños lloriqueando en el asiento trasero. Me cuesta imaginar cómo fue
capaz Moisés de hacer avanzar a la nación entera de Israel.
El pueblo volvió a quejarse al jefe que se le había asignado de que no
encontraba agua. Moisés, exasperado, clamó al Señor: «¿Qué puedo hacer
con este pueblo? Casi llegan a apedrearme». Y el Padre misericordioso les
proveyó de agua haciéndola brotar de la roca en el Horeb. Cuando las
quejas presentadas ante Moisés se fueron acumulando, nombraron –y
ungieron– a setenta ancianos para que juzgaran las disputas menores. De
otro modo, Moisés no habría aguantado más.
Durante todas estas crisis de fe, vemos cómo Dios Padre levanta
pacientemente a su pueblo y le hace dar un paso más. Le vemos lleno de
compasión y siempre dispuesto a satisfacer sus necesidades. Le vemos fiel a
sus promesas, incluso cuando su familia humana se inclina por regresar a la
esclavitud. Como la mayoría de nosotros, Israel tuvo que aprender a golpes
el amor de Dios.
De ahí que la compasión divina se presentara más de una vez bajo la
forma de esa clemencia exigente que algunos padres dan en llamar «amor
duro». Dios no se conformó con liberar a Israel de una mera esclavitud
física. No practicó una cirugía cosmética que solo trata lo externo, sino que
vio la necesidad de una cirugía radical sin la cual Israel siempre habría
seguido siendo –interiormente– esclavo de los ídolos de Egipto. Su objetivo
no consistía únicamente en llevarlos a la Tierra Prometida, sino en hacerles
confiar solo en Él. Esa es la lección que recibimos nosotros constantemente:
que Dios nos quiere tal y como somos, pero nos quiere demasiado como
para dejar que sigamos siendo así.
8. LA RESPUESTA DE UN PUEBLO DE DURA
CERVIZ:
LA ALIANZA MOSAICA DEL MONTE SINAÍ

Tres meses después de su tormentosa salida del país de Egipto, los


israelitas llegaron al desierto del Sinaí y acamparon frente al monte santo.
Cuando Moisés subió a orar a la cima del monte, recibió mucho más de lo
que esperaba: fue allí donde Dios anunció su intención de hacer de aquel
montón de quejicas un reino de sacerdotes.
“Esto has de decir a la casa de Jacob y esto has de anunciar a los
hijos de Israel: «Vosotros habéis visto lo que he hecho con los
egipcios y cómo os he llevado en alas de águila y os he traído hacia
mí. Ahora, pues, si de veras escucháis mi voz y guardáis mi alianza,
seréis mi propiedad exclusiva entre todos los pueblos, porque mía es
toda la tierra; vosotros seréis para mí un reino de sacerdotes y una
nación santa». Estas son las palabras que has de decir a los hijos de
Israel” (Ex 19, 3-6).
La futura identidad de Israel dependía del mayor «si» de la historia: «si
escucháis mi voz y guardáis mi alianza...».
Cuando Moisés transmitió las palabras del Señor, el pueblo se mostró
dispuesto a secundar el plan y todos respondieron a coro: «Haremos cuanto
ha dicho el Señor» (v. 8). No sabían dónde se estaban metiendo...
Quizá se preguntasen: ¿a qué se refiere Dios exactamente con eso de «mi
alianza»? Puesto que aún no existía la alianza del Sinaí, es probable que se
acordaran de la de Abrahán; después de todo, Dios les había dicho que se
mantendría fiel a ella (ver Ex 6, 1-8). Ahora daba la impresión de estar
invitando a Israel, «linaje» de Abrahán, a aceptar personalmente esa
alianza, lo que implicaba su supuesta colaboración para permitir que Dios
cumpliera la promesa de bendecir en el linaje de Abrahán «a todas las
naciones» (ver Gn 22, 16-18).
No puede extrañarnos que de entre todas las naciones Dios eligiera a
Israel. No era cuestión de preferencias paternas: Dios se limitaba a
colaborar con su «primogénito» (ver Ex 4, 22) para llegar a los demás
pueblos, los hermanos pequeños de la familia de Dios. Ese era también su
objetivo cuando los llamó a convertirse en «un reino de sacerdotes y una
nación santa» (v. 6): se trataba de extender al mundo entero el gobierno
unificador y universal del Padre. El papel que iba a desempeñar Israel era el
de sacerdote y rey: el hermano mayor de unas naciones menores que él [1].
La cosa pintaba bien, pero ¿qué quería decir Dios exactamente al llamar
a esa nación de exesclavos recién liberada a convertirse en un «reino de
sacerdotes»? ¿Qué forma política adquiriría?

La Declaración de Dependencia

Las leyes recibidas en los siguientes capítulos revelan el plan específico


que Dios parecía haber ideado al convocar a Israel a un «congreso
constituyente» en el Monte Sinaí. En primer lugar, los Diez Mandamientos
recogidos en el capítulo siguiente (ver Ex 20, 1-7) conferían una nueva
identidad a ese compuesto heterogéneo formado por doce tribus frágilmente
unidas. El Decálogo reveló a Israel un modo de vida radicalmente nuevo
bajo el gobierno de Yavé.
Los Diez Mandamientos se suelen considerar la Declaración de la
Independencia de la esclavitud de Egipto. Y así es, siempre que recordemos
que el objetivo de esas leyes era servir a Israel –de un modo más concreto–
de Declaración oficial de su Dependencia de Dios. Las leyes recogidas en
los tres capítulos siguientes (ver Ex 21-23) componían el «Libro de la
Alianza»; y –siguiendo con el símil político– tenían un propósito muy
similar a los Artículos de la Confederación que convirtieron trece colonias
en los Estados Unidos; en el caso de los israelitas, eso es lo que sucedió
cuando las doce tribus exesclavas de Israel se convirtieron en la familia
nacional de Dios.
Aún existe otro paralelo: los Artículos de la Confederación se
demostraron insuficientes para mantener la unión de trece estados
descentralizados, lo que exigió ratificar un documento más sólido: la
Constitución. De modo semejante, el «Libro de la Alianza» se vio
reemplazado por el «Libro de la Ley» (conocido también como
Deuteronomio) que Moisés entregó en Moab a la segunda generación (ver
Dt 29, 1), cuarenta años después del Sinaí.
La alianza deuteronómica sirvió a Israel de Constitución durante siglos y
quedó ratificada en el momento en que se hizo necesario un país
sólidamente unido, es decir, durante la conquista de Canaán, el territorio
donde Israel estaba destinado a convertirse primero en una nación con un
territorio en propiedad y, finalmente, en un reino. Israel no debía vivir
nunca más como una mera confederación de tribus nómadas errantes en el
desierto. Pero nos estamos adelantando a los acontecimientos...
Si Dios quería conservar la esperanza de que los israelitas unificaran a
todas las naciones, antes tenía que unificar a su propia «nación santa».
Podemos imaginar la asombrosa llamada que les dirigió Dios Padre: «Seréis
un reino de sacerdotes. No gobernaréis ejerciendo un poder político ni por
la fuerza militar como hacen los egipcios, sino con vuestra sabiduría,
justicia y santidad. Vuestra vida santa, vuestra oración y vuestro sacrificio
os ganarán el derecho a ser escuchados, a que crean en vosotros y os sigan.
Haréis que las naciones vuelvan a mí libremente, pero solo si ponéis en mí
toda vuestra confianza, si os encontráis conmigo cara a cara y escucháis mi
ley del amor».
Para crear esa estrecha relación paterno-filial con Israel, Dios debía
manifestarse a todo su pueblo, no sin antes hacer los preparativos que exigía
un encuentro tan íntimo con el Creador del universo. El Señor les ordenó
que se consagrasen, que lavaran sus vestidos y que se abstuvieran de
mantener relaciones sexuales durante tres días.

¿Cuánto de cerca es «muy cerca»?


Cuando la mañana del tercer día la montaña apareció cubierta por una
densa nube acompañada de los efectos especiales de truenos, relámpagos y
el sonar de trompetas, todo el mundo se estremeció. Moisés y el pueblo
fueron al encuentro de Dios a los pies del monte Sinaí y se lo encontraron
envuelto en humo, porque el Señor había descendido sobre él en el fuego.
La montaña tembló. La trompeta siguió sonando cada vez más fuerte y Dios
respondió a Moisés con voz tonante, insistiendo en su seria advertencia de
que nadie pusiera el pie en la cima sagrada. Luego Moisés subió al monte
Sinaí a reunirse con Él, recibir su palabra y preparar a Israel para
encontrarse con el Padre.
Al volver, Moisés se los encontró temblando de miedo por lo que habían
visto y oído en el monte Sinaí. Todos suplicaron a Moisés que hablara con
Dios a solas: «Que no hable Dios con nosotros, no sea que muramos» (Ex
20, 19). Moisés intentó tranquilizarlos asegurando que no debían temer al
Padre, quien los quería como a hijos suyos. Solo había venido a probarlos
para que no pecaran. El objetivo de los efectos especiales era recordar a los
hijos de Dios que nadie se acercara al Santo de Israel –por seguridad– si no
lo hacía con reverencia y asombro. Aun así, el pueblo se mantuvo a
distancia y temblando de miedo.
¿Por qué estaban tan asustados los israelitas? Lo único que tenían que
hacer era lavarse, esperar tres días y no tener relaciones sexuales. ¿Por qué
ese santo temor? Porque, al igual que cualquier ser humano, eran frágiles y,
al parecer, no habían obedecido las órdenes. Quizá la prohibición de Moisés
de renunciar al sexo lo hizo irresistible, igual que el fruto prohibido. En
cualquier caso, el pueblo retrocedió tembloroso y dijo a Moisés: «Sube al
monte tú solo». Y se quedaron lejos mientras Moisés se acercaba al
estruendo y a la densa oscuridad de la presencia de Dios. Una vez más se
hizo patente el respeto infinito de Dios a la libertad humana: si Israel no
quería aceptar el don de su presencia, tendría que aprender a vivir
guardando las distancias o enfrentarse a la infausta perspectiva de su
ausencia. La realidad es que Israel quería a Dios, pero a su modo: a una
distancia segura.
En cierta ocasión un hombre sabio definió la diplomacia como dejar que
cada uno siga su camino, lo que convierte a Dios en el diplomático más
experto. No abandonó a sus hijos: se limitó a guardar la distancia que Israel
consideraba segura. Como un Padre sabio y amante, solo les dio lo que
estaban preparados y dispuestos a aceptar. De hecho, les dio lo que ellos
creían necesario: mantenerse abiertos para acabar recibiendo lo que Él sabía
que necesitaban realmente.

El nuevo juramento exigido a Israel

Los cuatro capítulos siguientes (ver Ex 20-23) dejan ver cuáles son las
normas domésticas básicas que deben regir la vida de la familia de Dios.
Unas leyes que se definieron primero para gobernar las relaciones internas
de una nación en desarrollo: la resolución de las disputas, el trato
dispensado a los esclavos, cómo abordar los actos de violencia, la
restitución de los bienes robados o los daños a posesiones, la quiebra de la
confianza, la relación con Dios y con la autoridad humana.
Después de dejar claras sus expectativas, el Padre estableció un solemne
vínculo sagrado con Israel conocido como la alianza del Sinaí (ver Ex 24, 1-
11). En primer lugar, el Señor pidió al pueblo holocaustos y ofrendas de
paz. A continuación Moisés tomó la sangre de los sacrificios y la empleó
como signo ritual del juramento de alianza que unía a Israel con Dios:
“Moisés tomó la mitad de la sangre y la echó en unos recipientes; la
otra mitad la vertió sobre el altar. Tomó después el libro de la alianza
y lo leyó a oídos del pueblo, que respondió: «Haremos y
obedeceremos todo lo que ha dicho el Señor». A continuación tomó
Moisés la sangre y roció con ella al pueblo, diciendo: «Esta es la
sangre de la alianza que ha hecho el Señor con vosotros de acuerdo
con todas estas palabras»” (Ex 24, 6-8).
Para los antiguos hebreos el significado simbólico que entrañaba rociar
con sangre el altar y al pueblo era doble: en sentido positivo, simbolizaba la
alianza de sangre entre Dios e Israel; y, en sentido negativo, la sangre
derramada significaba la solemne maldición a la que se exponía Israel al
prestar el juramento de alianza. Lo que Israel le estaba diciendo a Dios con
ese rito era lo siguiente: «Sí, viviremos en familia contigo. Tú serás nuestro
Padre y nosotros seremos tus hijos; si no, ¡caiga sobre nosotros la
maldición!» [2].
A instancias del Padre, Moisés subió al monte acompañado de Aarón,
Nadab, Abihú y setenta ancianos de Israel. Pese al pecado del pueblo, dice
la Escritura que el Señor no alzó la mano contra sus jefes mientras
contemplaban a Dios y comían y bebían con Él (ver Ex 24, 10).
Para los hebreos antiguos las comidas de alianza como esta poseían un
doble significado simbólico: el de los estrechos lazos familiares entre las
partes de una alianza y el de las importantes responsabilidades que asumían
[3]. La comida era signo de la bendición de comunión de la alianza,
mientras que las víctimas inmoladas significaban la maldición de alianza
que recaería sobre Israel si se retractaba del juramento prestado. Un doble
significado semejante a este se halla presente también en la Sagrada
Eucaristía instituida por Jesús como signo de la Nueva Alianza –sacrificio y
comida al mismo tiempo– prefigurada en la Pascua y en el ritual de la
alianza del Sinaí (ver 1 Co 10, 1-22; 11, 26-32).
El mensaje del Sinaí era muy claro: Dios quería que cada tienda de Israel
fuera un tabernáculo, cada hogar un altar, cada padre un sacerdote, cada
primogénito un diácono, cada familia una iglesia doméstica. Y la nación
sería un reino de sacerdotes... siempre y cuando abandonara a los ídolos de
Egipto y pusiera toda su confianza en Dios [4].

El ayuno de Moisés

Tras compartir la comida ritual con los ancianos, Moisés vuelve a subir
al monte, esta vez para ayunar durante cuarenta días y cuarenta noches. Allí
el Padre y él abordan importantes asuntos de familia.
La construcción del arca, el tabernáculo y el altar debe cumplir unas
características muy concretas. Aarón será consagrado al sacerdocio y
recibirá las vestiduras sacerdotales, cargadas de significado simbólico. Cada
vez que se haga el censo del pueblo, habrá que pagar al Señor el rescate
correspondiente. La importancia de observar el sábado queda subrayada por
constituir el signo de la especial relación entre Dios e Israel. Una vez
finalizado su prolongado ayuno, Moisés recibe las dos tablas del testimonio,
las tablas de piedra, escritas por el dedo de Dios.
Por desgracia, al pie de la montaña las cosas no iban demasiado bien.
Ante el retraso de Moisés, los israelitas se impacientan, toman cartas en el
asunto y acosan a Aarón con una petición urgente: «Anda, haznos un dios
que vaya delante de nosotros, pues de ese Moisés que nos sacó del país de
Egipto no sabemos qué ha sido de él» (ver Ex 32, 1).
Fíjate bien: ¡ya no es Dios quien los ha sacado de Egipto, sino Moisés!
¡Y qué dispuestos están todos a abandonar en la cuneta a su antiguo líder!
Pero no hay por qué preocuparse...
¿No ha dejado Moisés a su hermano a cargo de todo? Seguro que los
ingratos rebeldes se ganan la reprimenda de Aarón, ¿verdad?
Te equivocas.
¿Te imaginas delante de cientos de miles de personas decididas a adorar
a los ídolos? Quizá Aarón pensó que podía salir de aquel embrollo
alineándose con la multitud. A veces es más cómodo unirse a las masas que
dirigirlas.
Pensase lo que pensase, el caso es que Aarón ordenó a la gente que le
llevara todas sus joyas. Luego fundió el oro y confeccionó con él un ídolo
con forma de becerro, exacto al ídolo bajo cuya imagen los egipcios daban
culto a Apis. Y exacto a los becerros que hacía poco Moisés había ordenado
a Israel ofrecer en sacrificio. En eso había acabado la renuncia a los ídolos
de Egipto...
En cierto sentido, cuesta entender cómo Israel se echó atrás tan pronto.
Pero, por otro lado, no debió de ser tan difícil. Piénsalo. ¿Cómo explicas la
poderosa fascinación que ha ejercido el oro sobre el hombre desde la
antigüedad hasta nuestros días? El oro es un símbolo intemporal de riqueza
y belleza. ¿Y qué me dices del valor simbólico del becerro? Incluso hoy
seguimos viéndolo como un signo que apunta al vigor juvenil y a la
virilidad sexual. Si lo sumas todo, ¿qué obtienes? Sí: Israel volvió a los
ídolos del dinero, el sexo y el poder... en forma egipcia.
El pueblo estaba encantado y decía: «Este es tu dios, Israel, el que te ha
sacado del país de Egipto» (Ex 32, 4). Entonces Aarón edificó un altar ante
el becerro y anunció que al día siguiente se celebraría una fiesta en honor de
Yavé (ver v. 6). (Fíjate en el discreto giro de las palabras de Aarón al
referirse al dios al que van a rendir culto).
Al día siguiente los israelitas se levantaron temprano para ofrecer
holocaustos y presentar ofrendas de paz ante su ídolo. Luego se sentaron a
comer y beber, y «se levantaron para divertirse». Estas palabras son un
eufemismo hebreo para referirse a la conducta impura relacionada con los
antiguos cultos a la fertilidad, es decir, una orgía sexual como las que
celebraban los egipcios durante el culto al ídolo Apis, el dios becerro.
A veces subestimamos la insidia del mal que entrañaba el becerro, como
si se tratara de un inocente juguete momentáneo o de un desafortunado
lapsus al que ese antiguo pueblo era bastante dado. Ese ídolo, no obstante,
representa nada menos que la absoluta traición de Israel a Dios y su vuelta a
los ídolos de Egipto. El fruto prohibido fue para Adán lo mismo que el
becerro de oro para Israel: la pérdida de la gracia, un acto de apostasía de la
alianza [5].
Nos resulta asombroso que fueran capaces de actuar así, sobre todo
después de que Dios acabara de hacer tanto por ellos. Pero conviene
recordar que era la primera vez que Israel trataba directamente con una
deidad invisible después de llevar siglos viviendo en Egipto, donde era más
fácil venerar a los dioses bajo formas visibles destinadas a despertar un
intenso sentimiento de fuerza y fertilidad. Y, además, hacía cuarenta días
que no se veía a Moisés, desaparecido en el Sinaí en medio de una nube de
violencia. ¿Quién podía asegurar que seguía con vida?

El pecado siempre lo complica todo


Aun así, no hay excusa para que Israel regresara a los ídolos, porque
Dios se le había manifestado con claridad una y otra vez. Parece obvio que
esto fue lo que –para su desgracia– pensaron los israelitas: «Cuando el gato
no está, los ratones se pasean». Y la distancia impidió a Moisés saberlo.
Pero no a Dios. Y Dios le dijo a Moisés: «Anda, baja, porque se ha
pervertido tu pueblo, el que sacaste del país de Egipto» (Ex 32, 7).
¿No te llama la atención un lenguaje tan poco propio de Dios? Es como
esos padres que, ante la desobediencia de un hijo, se apuntan el uno al otro
con un dedo acusador y dicen: «tu hija» o «tu hijo». Dios, sin embargo, no
estaba escurriendo el bulto, sino amenazando con repudiar a su pueblo.
¿Cómo es posible que a Dios se le pasara siquiera algo así por la cabeza?
Lo cierto es que Israel no le dejaba otra opción. La respuesta de Dios venía
dictada por dos factores: por algo inconmovible y por una fuerza
irresistible.
Lo inconmovible era la dureza de corazón de Israel y su obcecación.
Dios quiere de su pueblo una respuesta libre de amor. No fuerza nuestra
voluntad ni ejerce coacción sobre nuestro corazón; al contrario: respeta
siempre nuestra libertad –en grado eterno– y se somete a nuestras
decisiones, incluidas las malas. Una lección que, igual que nosotros, Israel
tuvo que aprender a la fuerza.
La fuerza irresistible fue el juramento que Israel había prestado.
Recuerda que los israelitas, al ofrecer –y comer– las víctimas inmoladas en
presencia de Dios, se sujetaron a una solemne maldición condicionada que
se desataría inexorablemente si se violaba el juramento. Los israelitas eran
perjuros y Dios no podía dejarles sin castigo.
“Ya veo [he comprobado] que este pueblo es de dura cerviz. Ahora,
deja que se inflame mi cólera contra ellos hasta consumirlos; de ti, en
cambio, haré un gran pueblo” (Ex 32, 9-10).
Muchos lectores malinterpretan la respuesta de Dios. Y es cierto que
resulta errática, casi explosiva, sobre todo por parte de un Dios que desea
ser conocido como un juez justo, por no hablar de un Padre amante.
Quizá algunos lectores sientan la tentación de resignarse y aceptar
piadosamente que Dios puede actuar de forma arbitraria: «Al fin y al cabo,
es Dios y puede hacer lo que quiera». Pero eso equivaldría a prescindir casi
por completo de lo esencial de la alianza: que Dios solo puede querer lo que
es justo y bueno. Examinemos primero lo que era justo antes de pasar a lo
que era bueno.
Lo justo en este caso era que Dios hiciese cumplir el juramento que
Israel había prestado libre y solemnemente –para luego violarlo– asumiendo
su papel de testigo fiable, de juez y de albacea de la alianza; lo que
significaba la perdición de Israel, porque, al rechazar las bendiciones,
desencadenaba las maldiciones. Al invocar su Nombre, forzaron a Dios a
ejercer la obligación grave de defender su carácter sagrado (significado en
su nombre) haciendo uso de las maldiciones; de otro modo, la alianza
quedaría invalidada y el nombre de Dios, profanado por Él mismo.
En cuanto a lo que exigía la bondad, vemos cómo Dios situó a Israel por
encima –pero no en contra– de las estrictas estipulaciones de la justicia de
alianza, trasladándolo al nivel superior de su misericordia de alianza. Lo
que esto implicaba no era un proceso simple: el pecado siempre lo complica
todo. El procedimiento legal para renovar la alianza rota por Israel –
suspendiendo temporalmente la sentencia– ocupa el resto del Éxodo
(capítulos 33-40), todo el Levítico y los diez primeros capítulos de
Números. (Seré indulgente y resumiré brevemente las tres fases del proceso
de renovación).

¡Bendito el lazo que nos une!

En la primera fase se exalta a Moisés como mediador de Israel. Imagina


que eres Moisés: ¿cómo habrías respondido tú ante la cólera de Dios?
Seguro que su airado veredicto te habría llenado de terror. Pero ¿qué me
dices de las últimas palabras de Dios: «De ti, en cambio, haré un gran
pueblo» (ver Ex 32, 10)? No sé tú, pero creo que yo habría sentido la
tentación de contestar a Dios: «Bueno, no está mal. Tú destruyes a todos
estos canallas y empiezas desde cero conmigo. Ahora serán las doce tribus
de... ¡Moisés! Sí, Dios: eso suena mucho mejor. Moisés en lugar de Israel».
Después de todo, Israel había sido un problema tanto para Moisés como
para Dios. ¿Quién le culparía de lavarse las manos? Pero no fue eso lo que
hizo.
En su lugar, Moisés suplicó al Señor y negoció con Él en favor de sus
obstinados hermanos y hermanas. Empezó por recordarle sutilmente que
Israel le pertenecía a Él, exponiéndolo con mucho tacto en forma de
pregunta: «¿Por qué, Señor, ha de inflamarse tu cólera contra tu pueblo, al
que has sacado del país de Egipto con gran poder y mano fuerte?» (Ex 32,
11).
Luego Moisés se refirió al confuso mensaje que recibirían los egipcios si
Dios destruía a su pueblo: «¿Por qué dar pie a que digan los egipcios: “Por
malicia los ha sacado para matarlos entre las montañas y exterminarlos de
la faz de la tierra”?» (v. 12). También Egipto estaba destinado a regresar a la
familia de Dios. ¿Cómo iban a aprender los hijos menores de Dios (las
naciones paganas) a confiar en su Padre si le veían aniquilar a su hermano
mayor (Israel), y más teniendo en cuenta que Dios lo destruía por haber
obrado igual que ellos?
Finalmente, Moisés se sacó su último as de la manga recordando el
juramento de alianza prestado por Dios –cuatro siglos antes– de bendecir a
todas las naciones del mundo en el «linaje» de Abrahán, de Isaac y de Israel
(ver v. 13; Gn 22, 16-19). ¿Qué imagen daría Dios si ponía por obra la
maldición que destruiría al mismo «linaje» al que había jurado bendecir,
violando así su propio juramento?
A simple vista, puede parecer que Dios salió derrotado de esta
conversación, sobre todo si nos fijamos en lo que afirma el siguiente
versículo: «El Señor renunció al mal que había anunciado hacer contra su
pueblo» (v. 14). No obstante, antes de concluir que, de alguna manera, Dios
estaba contra las cuerdas, deberíamos considerar la posibilidad de que
detrás de los tratos entre Dios y Moisés hubiera razones más profundas.
Dios Padre no es veleidoso, sino fiel, sabio y misericordioso: especialmente
cuando se trata de atender las necesidades de sus hijos y modelar la mente y
el corazón de su mediador.
Moisés: un mediador a imagen de Cristo

Esto es lo que yo creo que quiere decir el relato: en realidad, Moisés no


hizo cambiar a Dios de parecer. Fue Dios quien cambió el parecer –y el
corazón– de Moisés. Al fin y al cabo, Dios conoce el futuro. Tenía que
conocer por adelantado la idolatría de los israelitas en el Sinaí y el problema
potencial que esta suponía para el cumplimiento de su plan de alianza con
Israel y con las naciones. ¿Qué mejor manera tenía Dios de anticiparse a la
autodestrucción de Israel que vincularse a ese pueblo –por medio del
juramento de alianza prestado a sus antepasados– antes de que existiese
siquiera? Este patrón de previsión paternal y de ingeniosa misericordia es la
señal distintiva de todos los acuerdos de alianza divinos a lo largo de la
historia de la salvación.
La siguiente consecuencia de la fidelidad de Dios puede verse en Moisés,
quien en esta conversación queda ascendido a una nueva categoría: la de
mediador a imagen de Cristo. Así lo pone de manifiesto la asombrosa
petición que dirige a Dios:
“¡Ay! Este pueblo ha cometido un pecado gravísimo, haciéndose un
dios de oro. Ahora bien, si les perdonaras su pecado... Si no, bórrame
a mí del libro que tú has escrito” (Ex 32, 31-32).
¡Por el bien de sus hermanos, se muestra dispuesto a recibir la maldición!
A lo largo de este proceso de negociación, Moisés no solo descubrió el
poder salvador de la alianza de Dios y la firmeza de su compromiso de
bendecir a Israel y a las naciones, sino que fue más allá: llegó a compartir la
esencia del amor del Padre que se entrega a sí mismo. (Como veremos, en
el relato bíblico son muchos y muy importantes otros paralelos entre Moisés
y Jesús).
No obstante, la elevación de Moisés a la categoría superior de mediador
entrañó un coste personal, tal y como demuestra la atenta lectura del
capítulo siguiente. Después del episodio del becerro, pero antes de que se
pusiera en marcha el proceso de renovación, Moisés gozó del singular (y
efímero) privilegio de entrar –en cualquier momento– en la tienda de Dios y
conversar con Él «cara a cara, como se habla con un amigo» (Ex 33, 7-11).
Pocos versículos después, Dios retira ese privilegio a Moisés diciéndole:
«No podrás ver mi rostro... y seguir con vida» (v. 20). Por eso Moisés tenía
que ocultarse detrás de una roca, desde donde tenía permiso para vislumbrar
el final de la gloria de Dios una vez hubiera pasado (ver vv. 21-23).
¿Por qué revocó Dios repentinamente el privilegio que había otorgado a
Moisés un poco antes y en ese mismo capítulo? ¿Cuál fue el motivo que
llevó a Dios a dar marcha atrás y a prohibir a Moisés ver su rostro?

«Roca de la eternidad, fuiste abierta para Moisés»

Puede que la clave para resolver este misterio se encuentre oculta en un


pasaje (vv. 12-19) que recoge una curiosa conversación entre Dios y Moisés
en la que ambos forcejean en torno a su respectiva relación con Israel.
Moisés empieza recordando a Dios sus muchos favores del pasado y
concluye con un comentario estratégico que sirve para traer sutilmente a su
memoria que Israel sigue siendo su pueblo:
“Moisés dijo al Señor: «Mira, tú me has dicho: ‘Haz subir a tu
pueblo’; pero no me has indicado a quién vas a enviar conmigo, a
pesar de que me dices: ‘Yo te conozco por tu nombre, y tú has hallado
gracia a mis ojos’. Ahora bien, si he hallado gracia a tus ojos, dame a
conocer tus designios, para que llegue a conocerte y pueda hallar
gracia a tus ojos. Considera que esta gente es tu pueblo»” (Ex 33, 12-
13).
¿Has captado la última frase? Al parecer, Dios sí la captó, porque dirigió
su respuesta exclusivamente a Moisés: «Yo mismo caminaré contigo y te
daré el descanso» (v. 14).
Las dos veces en que Dios se dirige a Moisés, emplea la segunda persona
del singular, dando a entender que la «compañía» y el «descanso» solo se le
prometen a Moisés y no a Israel. Dado el giro deliberado de su contraoferta,
es evidente que así lo interpretó Moisés:
“Continuó Moisés: «Si no vienes tú mismo, no nos hagas partir de
aquí; pues ¿en qué se notará que tu pueblo y yo hemos hallado gracia
a tus ojos, si tú no caminas con nosotros?»” (Ex 3, 15-16).
Moisés no estaba dispuesto a ceder: no hasta que Dios comprendiera su
interés por reconciliar a las dos partes enfrentadas, Dios e Israel. En calidad
de mediador, Moisés se identificaba inseparablemente con su propio pueblo
e invitaba a Dios a hacer lo mismo. Y Dios lo hizo: «El Señor dijo a
Moisés: “Esta petición que me has dirigido también te la concederé, porque
has hallado gracia a mis ojos”» (v. 17).
Moisés lo había arriesgado todo, incluida su amistad con Dios. Pero
obtuvo una de sus peticiones. Luego Moisés quiso saber cuánto le iba a
costar. Entonces el Padre rechazó su otra petición: la de volver a ver su
rostro. Moisés estaba demasiado unido al Israel pecador para seguir
disfrutando de ese privilegio. E, igual que Cristo, aceptó esa pérdida y esa
humillación –en bien de los pecadores– sin una sola queja.

¡Ten misericordia de mí!

¿Acabó disfrutando Moisés de una intimidad con Dios menor que la que
tenía al principio? A juzgar por la aparente pérdida del acceso a Yavé cara a
cara, eso es lo que cabría pensar. No obstante, si se analiza detenidamente,
del relato se deduce la conclusión contraria.
Previamente al inicio de la negociación colectiva, Moisés disfrutaba de
forma regular de encuentros muy íntimos con Dios: veía a Yavé con sus
propios ojos. Pero, fuese cual fuese la capacidad natural que le permitía ver
físicamente manifiesta la gloria de Dios, no pasaba de ser eso: una
capacidad natural. Y eso fue lo que perdió.
A cambio, Moisés recibió la orden de esconder el rostro «en la hendidura
de la roca» para que el Señor pudiera pasar a su lado y proclamar su nombre
(ver Ex 33, 17-23): «Tengo misericordia de quien quiero y tengo compasión
de quien quiero» (v. 19). La misericordia y la compasión son el nombre del
Señor, su propia identidad. Según santo Tomás de Aquino, la misericordia y
la compasión divinas se combinan para formar el principal atributo de Dios.
Así pues, el Señor compensó con creces la pérdida de la visión natural de
la gloria divina, porque en su lugar Moisés recibió una revelación mucho
mayor de la gloria sobrenatural de Dios, manifestada en su misericordia y
su compasión de alianza. Este es el misterio más hondo y más excelso de
todos, incognoscible para la mente humana e invisible para los ojos físicos.
Es la esencia de la vida interior de Dios y el corazón de la alianza. Podemos
estar seguros, pues, de que aquel día Moisés salió ganando: ganó mucho
más, infinitamente más, de lo que perdió.

Maestros sustitutos: la casta sacerdotal de Leví

En la segunda fase del proceso de renovación de la alianza, los levitas


asumieron el sacerdocio israelita en sustitución de los primogénitos del
resto de las tribus.
Después de sus cuarenta días y cuarenta noches en presencia del Santo de
Israel, Moisés bajó del monte Sinaí y pasó a la acción. Con las dos tablas de
piedra de la ley en la mano, se acercó al campamento y, al ver el becerro y
la inmoralidad de la fiesta, montó en cólera. Hizo pedazos las tablas de
piedra arrojándolas al pie del monte: un símbolo de lo que el pueblo rebelde
había hecho con la alianza. Luego quemó el becerro de oro, lo trituró, lo
esparció en el agua y obligó a beberla al pueblo de Israel. ¡A eso quedan
reducidas las riquezas de este mundo!
Moisés pidió explicaciones a su hermano Aarón por haber fomentado un
pecado tan grave. La respuesta de Aarón fue muy parecida a la de Adán:
¿quién? ¿yo? La culpa la tienen ellos. «Tú conoces que este pueblo está
inclinado al mal –gimoteó–. Cuando me pidieron un dios que vaya delante
de ellos, les pedí su oro, lo eché al fuego y salió este becerro» (ver Ex 32,
22-24). ¡Las palabras de Aarón daban a entender que el ídolo había surgido
del fuego él solo y perfectamente formado!

Un profundo silencio culpable

Moisés se plantó en la puerta del campamento y pidió voluntarios que


tomaran partido por él: «¡Quien esté de parte del Señor que se una a mí!»
(Ex 32, 26).
Cabría pensar que los primogénitos fueron los primeros en decir:
«Cuenta con nosotros. Al fin y al cabo, estaríamos muertos si en Egipto
Dios no se hubiera puesto de nuestra parte. De Él recibimos el cordero
pascual con cuya sangre fuimos redimidos y consagrados al servicio
sacerdotal». Pero se quedaron callados en medio de un profundo silencio
culpable.
El caso es que fueron los levitas, miembros de la tribu de Moisés,
quienes dijeron: «Nosotros estamos de parte del Señor» (ver v. 26).
Estar del lado del Señor exigía un precio muy alto. Moisés ordenó que
cada uno de ellos cogiera una espada y recorriera todo el campamento:
«Que cada uno dé muerte incluso a su hermano, a su amigo o a su pariente»
(v. 27). En un solo día los hijos de Leví acabaron con cerca de tres mil
parientes israelitas.
Entonces Moisés dijo a la tribu de Leví: «Hoy habéis consagrado
vuestras manos en honor del Señor al enfrentarse cada uno incluso contra su
hijo o contra su hermano; hoy el Señor os da su bendición» (v. 29).
Esa bendición consistía en el ministerio sacerdotal que hasta entonces
habían ejercido los primogénitos en virtud de sus derechos de nacimiento y
de su consagración gracias a la sangre de los corderos pascuales que los
había redimido en Egipto (ver Ex 13, 2).
El censo de Israel

Los cuatro primeros capítulos de los Números aclaran la naturaleza y el


significado de la transferencia de la autoridad sacerdotal. En ellos hallamos
una descripción detallada del complejo censo en tres fases que Moisés llevó
a cabo en el Sinaí justo después del episodio del becerro de oro; en primer
lugar, se inscribieron todos los varones de las doce tribus, excepto la de
Leví (ver Nm 1, 47-49); luego fueron inscritos todos los varones levitas
cuya edad los capacitaba para el ministerio sacerdotal (ver Nm 3, 14-39); y,
por último, se inscribió a todos los primogénitos de las demás tribus, que
fueron sustituidos por los levitas: «Toma a los levitas a cambio de todos los
primogénitos de los hijos de Israel» (v. 45).
Los miembros de las demás tribus quedaron, pues, expulsados,
dispensados del sacerdocio y secularizados de forma inmediata y
sistemática. De hecho, fueron ellos quienes repudiaron ese sacerdocio al
ceder al antiguo anhelo de dinero, sexo y poder.
Al adorar al becerro de oro, los israelitas volvieron a comprometerse con
la idolatría egipcia de la que habían sido apartados. Pusieron los bienes
menores de este mundo por encima del bien superior que Dios les ofrecía:
el don de sí mismo a su pueblo en una comunión eterna de alianza.

Al filo de espada

Puede resultarnos sorprendente que los levitas recibieran permiso –por


no hablar de la orden– para alzar la espada contra su propia familia, así
como que Dios los bendijera por hacerlo. Una vez más, la clave la hallamos
en la lógica interna de la alianza. Israel había prestado el juramento solemne
de hacer la voluntad de Dios, arriesgándose voluntariamente a una
maldición de muerte: la misma maldición que ahora pendía sobre sus
cabezas, como la espada de Damocles pende de un hilo.
Al adorar al becerro de oro, Israel cometió un crimen abyecto, un
sacrilegio, un acto de apostasía de la alianza que profanaba el nombre santo
de Dios y desataba las temidas maldiciones; al ordenar a los levitas alzar la
espada, Moisés pidió cuentas a Israel por haber rechazado al Dios santo del
universo; al empuñar la espada, los levitas aplicaron por primera vez la
maldición a la que Israel se había arriesgado libremente. Israel no podía
salir impune después de haber desdeñado a su Padre del cielo; de otro
modo, se habrían esparcido las semillas de una confusión terrible. Dios no
malcría a sus hijos; tampoco los engaña. «No os engañéis: de Dios nadie se
burla. Porque lo que uno siembra, eso recogerá» (Ga 6, 7).
Así pues, los levitas sustituyeron en el sacerdocio a los primogénitos de
las demás tribus. ¿A qué se debió ese privilegio? A su ardiente celo por la
gloria de Dios, un celo que los llevó a poner al Padre por delante de su
familia de su sangre.

Ha llegado el momento de sacrificar a los ídolos

En la tercera fase del proceso de renovación, Dios ordenó a los levitas


recién ordenados la ofrenda periódica de sacrificios de animales en el
tabernáculo en nombre de las demás tribus de Israel.
Antes del episodio del becerro de oro, el sacrificio diario de animales no
estaba prescrito en ningún sitio. De hecho, el relato bíblico habla de él
como una actividad discrecional. Los israelitas que lo desearan podían
presentar ofrendas votivas a Dios por cualquier motivo: la adoración, la
contrición, la acción de gracias o la petición. Solo después del episodio del
becerro de oro (al que siguió la investidura sacerdotal de Aarón y de los
levitas) exigió Dios a Israel ofrecer sacrificios de animales de forma
continua, tal y como aparecen descritos en el Levítico con todo lujo de
detalles. A partir de entonces la inmolación de reses, ovejas y cabras se
convirtió en un rito diario [6].
¿Por qué ese giro tan radical?
Un amigo mío es un alcohólico rehabilitado que reconoce haber vivido
muchos años esclavizado por la bebida. Y no se liberó de un día para otro,
levantándose una mañana y estampando su botella de Jack Daniels contra el
fregadero. No habría bastado con eso. Como en tantos otros casos, el único
modo de vencer su adicción fue acabar admitiendo que era más fuerte que
él y que no podía vencerla solo. Ni siquiera entonces bastó con una sincera
oración de renuncia. Él mismo cuenta que tuvo que aprender a «dejarlo todo
en manos de Dios» no una sola vez, sino muchas. Ahora sabe que
únicamente puede conservar esa libertad real si vive el presente, cosa que
lleva haciendo desde hace dos décadas.
Por una razón parecida recibió Israel la orden de ofrecer sacrificios
diarios. Como hemos visto, después de tantos siglos viviendo en Egipto,
Dios sabía que Israel era irremediablemente cautiva de las costumbres
idólatras de la nación enemiga. El Padre comprendió que, incluso después
de que las plagas «extirparan» a sus falsos dioses, Israel seguía aferrado a
ellos.
“Y les dije: «Deseche cada uno las abominaciones de sus ojos y no
os contaminéis con los dioses de Egipto: Yo soy el Señor, vuestro
Dios». Pero ellos se rebelaron contra Mí y no quisieron escucharme...
Así pues, los saqué del país de Egipto y los llevé al desierto. Les
entregué mis preceptos y les di a conocer mis normas. El que los
cumpla, vivirá por ellos... Pero la casa de Israel se rebeló contra Mí en
el desierto” (Ez 20, 7-8; 10-13).
Los israelitas, igual que mi amigo, tenían que aprender en propia carne
en qué consiste la libertad. No bastaba con hacer una única ofrenda en el
Sinaí (ver Ex 24, 3-11) inmolando a los animales venerados por Egipto
como dioses (ver Ex 8, 26), como si un solo sacrificio fuese suficiente para
extirpar de Israel el cáncer maligno de la idolatría. El episodio del becerro
de oro dejó dolorosamente claro –al menos ante Dios y ante Moisés– que se
necesitaba algo más radical si se quería atajar una enfermedad tan
infecciosa.
¿Estaba preparado el paciente para someterse a una cirugía tan radical?
Después de siglos de esclavitud y de idolatría en Egipto, ¿sería capaz Israel
de sobrevivir siquiera a la intervención? A juzgar por el relato bíblico y las
tres fases del proceso de renovación de la alianza que hemos descrito, la
respuesta de Dios fue «no»: todavía no. El Médico divino decidió posponer
la cirugía –más de catorce siglos– hasta «la plenitud de los tiempos»,
cuando «Dios envió a su hijo... nacido bajo la ley» (Ga 4, 4), es decir, bajo
la «maldición» (ver Ga 3, 10) que solo Cristo podía asumir con una eficacia
redentora.
Mientras tanto, Israel sobrevivió, por decirlo de alguna manera, con
soporte vital: una imagen que plasma fielmente el objetivo y el diseño
básicos del proceso de renovación de la alianza basado en los sacrificios
rituales que Dios, en su misericordia, instituyó a través de Moisés, Aarón y
los levitas, responsables de cubrir las necesidades espirituales, lo que exigía
recordatorios periódicos de la condición maldita de Israel.
Una vez más, Dios mostró su previsión paternal y su ingeniosa
misericordia. En una combinación sagrada de justicia y bondad, eligió a
quienes asumieran simbólicamente la maldición de Israel antes de enviar a
Aquel que estaba dispuesto y a la vez era digno de cargar con ella con un
carácter redentor. (Esta idea aparece desarrollada detalladamente en
Hebreos 5-10, donde la muerte de Cristo, que cargó con la maldición,
renueva la alianza rota por Israel; mientras que la ofrenda de sí mismo
representa el sacrificio que lleva a plenitud la vocación rechazada por Israel:
servir a las naciones como Primogénito de Dios, Sacerdote y Rey).
En realidad lo que hacía el Padre era retar a sus hijos: «Yo quiero libraros
de todas vuestras adicciones terrenales y vosotros no hacéis sino volver a
ellas». Sabemos que los israelitas no dieron media vuelta ni regresaron
físicamente a Egipto, pero sí a las corruptas prácticas religiosas egipcias.
Por eso debían librar una guerra prolongada contra la idolatría sirviéndose,
entre otras cosas, del sacrificio diario de animales.
Detrás del programa de regeneración del Padre había una estrategia sutil.
Por una parte, Israel no podía inmolar –ni comer– los animales que los
egipcios sacrificaban a sus dioses, declarados impuros. Por otra parte, Israel
debía inmolar y comer los animales que los egipcios veneraban, pero no
comían nunca: eran puros. Moisés Maimónides, de quien se puede decir que
fue el rabino más importante de la historia de Israel, explica con acierto el
propósito de Dios:
El mismo acto que los gentiles [Egipto] consideraban grandísimo
crimen se convierte ahora en el medio de acercarse a Dios y obtener el
perdón de nuestros pecados... El mismo acto que se consideraba causa
de muerte se convierte en causa de nuestra liberación de la muerte [7].
Este enfoque me parece muy útil: explica por qué Dios ordenó durante
siglos la inmolación ritual de centenares y miles de reses, ovejas y cabras.
Esta clase concreta de sacrificio de animales era para los israelitas un
recordatorio constante de que sus antiguas formas de idolatría jamás serían
un medio de redención. Dios, Padre sabio y amante, había ideado el castigo
perfecto para Israel: un castigo proporcional a su delito y, al mismo tiempo,
sanador. En la estrategia de Dios se combinaban la sutileza y la
profundidad, la ironía y la eficacia.
Los sacrificios de animales tenían un propósito aún más hondo que
trasciende la rehabilitación del Israel idólatra para extenderse a la redención
del mundo del pecado mediante la ofrenda sacrificial de Cristo. Eso es lo
que todos los sacrificios pretendían prefigurar. Renunciar a los ídolos no es
lo mismo que quitar el pecado, y mucho menos sustituirlo por la justicia.
Los sacrificios de animales podían lograr lo primero, pero no lo segundo.
Por eso, solo la ofrenda que hizo Jesús de sí mismo y la efusión del Espíritu
Santo fueron capaces de poner fin al sacrificio de animales.
9. REINCIDENTES MUY QUERIDOS:
ISRAEL EN EL DESIERTO

A raíz del episodio del becerro de oro, Israel tuvo que quedarse en el
desierto un año entero más, que pasó sometido al complejo proceso de
renovación de la alianza rota. En primer lugar, Moisés recibió de Dios un
nuevo corpus de leyes rituales, estatutos y ordenanzas adaptadas a las
circunstancias (ver Ex 34). Luego tuvo que enseñárselas a Aarón para
instituir el sumo sacerdocio y ejercerlo en el tabernáculo recién construido
(ver Ex 35-40). A continuación, se formó a los levitas en sus nuevos
deberes sacerdotales oficiales (ver Lv 1-16); ellos, a su vez, debían mostrar
a las doce tribus laicas –las diez que descendían de los hijos de Jacob más
las de Efraím y Manasés– su nuevo camino hacia la santidad (ver Lv 17-
26). Por último, después de hacer el censo de la nación, las doce tribus de
Israel ocuparon su lugar alrededor del tabernáculo, rodeado –y acordonado–
a partir de entonces por cuatro clanes levitas (ver Nm 1-10). No es de
extrañar que hiciera falta un año entero, «porque, si se cambia el
sacerdocio, es necesario que tenga también lugar un cambio de la Ley» (Hb
7, 12).
Esta pirámide multicapa constituía para Israel una nueva estructura
burocrática, un orden de mediación bialiancista entre Dios, el clero y los
laicos: Moisés era el mediador entre Dios y Aarón y los levitas, mientras
que Aarón y los levitas servían de mediadores entre Moisés y las doce
tribus. Y seguía viva la confianza en que Israel mediara entre Dios y las
naciones.
¡Qué complicado! Quizá en eso estaba pensando Pablo cuando se
preguntaba: «¿Por qué entonces la Ley? Fue añadida pensando en las
transgresiones, hasta que viniese la descendencia [Cristo]» (Ga 3, 19). En
cualquier caso, tanto Dios como Moisés tenían mucho que hacer.
Aarón: el alter ego de Israel

Israel levantó el campamento del Sinaí y dedicó las dos semanas


siguientes a cruzar el desierto en dirección a Canaán. Pero no pasó mucho
tiempo antes de que el nuevo orden de Israel se viera sometido a una serie
de duras pruebas que comenzaron en la capa más alta –Aarón– y fueron
pasando por los distintos niveles de autoridad.
A Aarón no debía de resultarle fácil ser el segundo de Moisés, su
hermano menor. Pero las órdenes son las órdenes, más aún si las dicta Dios
Todopoderoso. Lo lógico era que Aarón se esforzase por acatarlas, ¿no te
parece? Pues no fue así.
Tras unas cuantas jornadas de viaje, Aarón quiso ajustar cuentas con
Moisés (ver Nm 12, 1-16), para lo que contó con María, su hermana mayor
y probablemente la misma que se quedó observando el arca de juncos que
trasladó por el Nilo al pequeño Moisés en plena huida (ver Ex 2, 4). Está
claro que a ninguno le gustaba la dudosa elección de esposa que había
hecho Moisés quien, antes del Éxodo, durante sus años en el desierto de
Madián, se unió a una cusita (posiblemente, una etíope de color). Es
gracioso que los asuntos privados de familia de los líderes políticos suelan
salir siempre a la luz pública enmascarando corrientes de descontento más
profundas.
Eso es lo que ocurrió con Aarón y María, quienes dieron rienda suelta a
sus reprimidos sentimientos de rivalidad entre hermanos:
“María y Aarón murmuraron contra Moisés por causa de la cusita
que había tomado por esposa... y dijeron: «¿Acaso el Señor ha hablado
solo con Moisés? ¿No ha hablado también con nosotros?»” (Nm 12, 1-
2).
Moisés guardó silencio ante sus detractores y su mesurada respuesta
consistió en un tratado de humildad y en una invocación a Dios para que
acudiera en su defensa, cosa que Él hizo –sobre todo en el caso de María–
con una ironía muy congruente:
“El Señor bajó en una columna de nube... llamó a Aarón y a María,
y salieron ambos. Y dijo: «Escuchad, pues, mis palabras. Cuando hay
entre vosotros un profeta del Señor, mediante visiones yo me doy a
conocer... Esto no lo hago con mi siervo Moisés. Ningún otro es tan
fiel en toda mi casa. Conversamos cara a cara. Mediante visión, no por
enigmas... ¿Cómo no teméis murmurar contra mi siervo Moisés?». Se
encendió la ira del Señor contra ellos y el Señor se marchó. La nube se
apartó de encima de la tienda y María quedó leprosa, blanca como la
nieve” (Nm 12, 5-10).
Lo que el castigo de Dios venía a decir a María era: «¿Así que no te
gusta el matrimonio interracial de tu hermano pequeño, o sea, el color de
piel de los negros? Pues ahí tienes: la piel más blanca que existe, tan blanca
como la nieve». La lepra fue también una señal de la perversa fuerza que
alimentaba su discrepancia, cuidadosamente oculta bajo una capa de
devoción que no hacía sino enmascarar su envidia y su rivalidad.
Aarón se arrepintió y se dirigió a su hermano pequeño en los términos
más humildes: «Por favor, señor mío, no cargues sobre nosotros este pecado
que tan neciamente hemos cometido» (v. 11). Después de la oración de
Moisés por sus hermanos, los dos recibieron el perdón y María quedó
curada (vv. 13-15).
Una vez aprendida la lección en propia carne, en la siguiente ocasión que
se presentó, Aarón se mantuvo del lado de Moisés –como parte
perjudicada–. Pronto descubrieron lo contagioso que puede resultar el
ánimo revolucionario de la discrepancia que, como era de prever, se
extendió al segundo nivel de la pirámide jerárquica israelita.

Los príncipes rebeldes reciben su merecido

En el capítulo siguiente Moisés eligió a doce príncipes, «uno por cada


tribu patriarcal» (ver Nm 13, 2), y los envió a la Tierra Prometida con el fin
de desarrollar una estrategia para invadir Canaán (vv. 17-20). Eran los
líderes políticos de Israel y es probable que fueran elegidos como jefes
militares encargados de encabezar la batalla al frente de las doce divisiones
tribales. Pero, a su regreso de la misión espía, lo que hicieron diez de ellos
fue aún peor que desertar o quemar la cartilla militar.
Su «informe falso», en el que se describía al enemigo como gigantes de
«una tierra que devora a sus habitantes» (v. 52), dejó por los suelos la moral
de Israel. No es sorprendente que el pueblo secundara a los diez espías y su
consejo de darse por vencidos.
“Todos los hijos de Israel murmuraron contra Moisés y contra
Aarón: «¡Ojalá hubiéramos muerto en la tierra de Egipto o en este
desierto! ¡Ojalá hubiéramos muerto! ¿Por qué el Señor nos ha traído a
esta tierra para hacernos caer a filo de espada? ¡Tomarán como botín a
nuestras mujeres y a nuestros niños! ¿No sería mejor volvernos a
Egipto?»” (Nm 14, 2-3).
Su ingratitud y su falta de fe acabarían costándoles muy caras. Una vez
más, Moisés jugó su mejor carta recordando a Dios su juramento a los
patriarcas y le ganó a Israel el perdón divino (ver vv. 13-20). Pero el perdón
de un padre no excluye nunca el castigo pertinente, así que, junto con su
perdón, Dios impuso a Israel una pena severa.
Una pena severa, pero justa. El Padre volvió a mostrar su infinito respeto
a la libertad humana tomándole la palabra a Israel y acompañándolo de un
juramento: «¡Vivo Yo!, oráculo del Señor: según habéis hablado a mis
oídos, así os he de hacer. En este desierto quedarán vuestros cadáveres» (vv.
28-29). La otra parte de la sentencia era igual de justa: Israel erraría por el
desierto durante cuarenta años –proporcionales a los cuarenta días que los
espías pasaron en Canaán– hasta que pereciera el último adulto, a excepción
de los dos valientes espías: Caleb y Josué. Luego Dios ordenó a Moisés
estipular unos cuantos ritos penitenciales nuevos que sirvieran para recordar
el pecado de Israel y la misericordia del Padre (ver Nm 15, 1-41).

Coré, el sacerdote disidente devorado por el fuego


La discrepancia fue creciendo y contagiándose de arriba abajo, hasta que
una cepa de extraordinaria virulencia hizo presa en Coré, uno de los jefes
levitas, quien se la contagió primero a Datán y Abiram, dos rebeldes
descendientes de Rubén (la tribu de Israel privada de la primogenitura que
llevaba el nombre de su antepasado, el hijo mayor de Jacob-Israel), y
después a «doscientos cincuenta hombres de los hijos de Israel, jefes de la
comunidad, miembros del consejo, hombres importantes» (Nm 16, 2). El
relato demuestra que todos ellos ocultaron su envidia bajo la misma clase
de retórica beata empleada por los disidentes que los habían precedido:
“Se juntaron contra Moisés y contra Aarón y les dijeron: «¡Esto es
demasiado! Todos los de la comunidad, todos, son santos, y el Señor
está en medio de ellos, ¿por qué, pues, os ponéis por encima de la
asamblea del Señor?»” (Nm 16, 3).
¿Te resulta familiar? Como tantos rebeldes de nuestros días, aseguraron
que emprendían la revolución en nombre del «pueblo», de la democracia, la
libertad, la igualdad y la fraternidad. Coré y compañía querían politizar la
familia de Dios. Por eso denunciaron la distinción entre el clero y los laicos
por considerarla una imposición injusta de la jerarquía eclesiástica, que
había «perdido el contacto» con el pueblo.
Moisés, elegido por Dios para guardar su amado rebaño, no se dejó cegar
por la devota pantalla de humo levantada por los levitas disidentes, lobos
igualitarios vestidos con piel de cordero. Y no perdió el tiempo ni las
energías:
“Moisés lo oyó y cayó sobre su rostro, y habló a Coré y a toda su
gente diciendo: «Por la mañana el Señor dará a conocer quién es suyo
y quién es el santo...». Moisés dijo a Coré: «Haced el favor de
escuchar, hijos de Leví. ¿Os parece poco que el Dios de Israel os haya
separado de la comunidad de Israel para acercaros a sí, para que
desempeñéis el servicio del Tabernáculo del Señor, para que os
presentéis a su servicio delante de la comunidad?... ¿reclamáis
también el sacerdocio? Por eso tú y toda tu gente os estáis rebelando
contra el Señor” (Nm 16, 4-11).
Fieles a la costumbre, los hombres pusieron en marcha su retórica
revolucionaria y provocaron a Moisés lanzándole una insinuación: «¡No
subiremos! ¿Te parece poco que nos hayas hecho salir de una tierra que
mana leche y miel para hacernos morir en el desierto, para que encima te
quieras imponer sobre nosotros?» (vv. 12-13).
¿Te lo puedes creer? Coré hablaba como si Egipto fuera la auténtica
Tierra Prometida a Israel, y el Éxodo, algo así como el plan homicida de
Moisés. Tanto descaro era una ofensa a la inteligencia.
Pero lo que resultó aún más ofensivo fue que el pueblo mordiese el
anzuelo. Dios ordenó a Moisés: «Habla a esta gente y diles: “Apartaos de
las proximidades de las tiendas de Coré, Datán y Abiram”» (v. 24). Lo que
supuestamente había empezado como un movimiento sincero de protesta
derivó en una revolución a gran escala que amenazaba con devorar a mucha
gente sencilla, pero engañada. Había llegado el momento de que Dios y
Moisés pasaran a la acción. «Fuego apaga fuego»: y era ahora o nunca.
“Y dijo Moisés: «Ahora sabréis que es el Señor el que me ha
enviado a hacer todas estas obras, que no proceden de mi corazón. Si
estos hombres mueren como todo hombre, y los alcanza el castigo
común a todos los hombres, es que el Señor no me ha enviado. Pero si
el Señor obra algo nuevo, y el suelo abre su boca y se los traga con
todas sus posesiones, y bajan vivos al sheol, conoceréis que estos
hombres han injuriado al Señor». Cuando acabó de decir todas estas
palabras, se hundió el suelo sobre el que estaban, la tierra abrió su
boca y se los tragó... Un fuego procedente del Señor salió y devoró a
los doscientos cincuenta hombres” (Nm 16, 28-35).
Seguro que con esto quedaría zanjado el asunto, ¿verdad? Nuevo error.
La contagiosa discrepancia se propagó entre la gente y una multitud
enfurecida se enfrentó a Moisés y Aarón, acusados por los miembros de «la
iglesia del pueblo»: «Vosotros habéis hecho morir al pueblo de Israel» (v.
41). ¿Cómo es posible que, después de la plaga que siguió y de otras
catorce mil setecientas víctimas, Israel no escarmentara?
Operación Tormenta del Desierto: la campaña de Moab contra
Israel

Transcurridos cuarenta largos años, la primera generación había


desaparecido, a excepción de Moisés y de los dos valientes espías, Josué y
Caleb. Durante esos años la segunda generación fue instruida por los
maestros levitas y esperanzadoramente rehabilitada de la conducta
pecaminosa de sus padres. Pero los patrones de mala conducta son difíciles
de erradicar, sobre todo cuando se han transmitido de padres a hijos, por lo
que el resultado de su período de prueba seguía siendo una respuesta
pendiente a la pregunta: ¿vencería la segunda generación allí donde había
fracasado la primera?
Israel llegó por fin al extremo oriental de la Tierra Prometida, a las
llanuras de Moab: el lugar donde Dios pondría a prueba a la segunda
generación, como había hecho con la primera en el Sinaí. Ellos no lo
sabían, pero lo que se jugaban era el futuro de Israel.
Al principio dio la impresión de que la cosa iba bien. La primera prueba
consistió en una serie de intentos por parte de un profeta mercenario
llamado Balaam, contratado por el rey de Moab, de lanzar una solemne
maldición contra Israel en el nombre del Señor. Pero las cuatro veces que lo
intentó acabó bendiciéndolo (ver Nm 22-24): la bendición de Dios era
demasiado sólida para ser derrotada por la brujería, de modo que Israel
aprobó con nota la primera prueba. ¿Qué otra cosa se podía esperar? La
maldición de un falso profeta no podía competir con la bendición prometida
por el Padre. Israel estaba a salvo bajo la protección del Señor.
Esta señal ofrecía una lección muy importante, si es que Israel hubiera
tenido ojos para verla. Pero el orgullo los cegó: fiados en el fracaso de
Balaam, pensaron que eran invencibles y se crecieron. Como dice la
Escritura, «la soberbia es preludio del quebranto» (Pr 16, 18).
Antes de hacer las maletas y marcharse de allí, Balaam decidió intentarlo
de nuevo, aunque esta vez empleó una estrategia completamente distinta.
Su lema fue muy sencillo: «Si no puedes vencerlos, únete a ellos»; o más
bien: únelos a tus preciosas hijas, las prostitutas consagradas al culto
idólatra de Baal-Peor (ver Nm 31, 16). Y eso fue lo que hicieron (ver Nm
25, 1-9). ¿Adivinas lo que pasó?
Para hacer el cuento corto y evitar un largo (y sórdido) relato: con Baal-
Peor la segunda generación cayó en la misma idolatría que sus padres en el
Sinaí. Pero con una diferencia: los levitas no movieron un dedo. De hecho,
no lo movió nadie excepto Pinjás, quien empleó algo más que un dedo:
“Un hombre de los hijos de Israel vino y se unió a una madianita
ante sus hermanos y delante de... toda la comunidad de los hijos de
Israel... Cuando Pinjás, hijo de Eleazar, lo vio, se levantó en medio de
la comunidad y tomó una lanza en su mano; entró... detrás de aquel
hombre israelita en su alcoba, y atravesó a ambos por el vientre” (Nm
25, 6-8).
¡Un espejo del Sinaí! Esta vez, sin embargo, fue un solo levita –Pinjás–
quien recibió la bendición. ¡Y qué bendición!:
“El Señor habló a Moisés diciendo: «Pinjás... ha apartado mi enojo
contra los hijos de Israel, porque manifestó celo por mí en medio de
vosotros, y por eso no he exterminado con mi celo a los hijos de
Israel. Por tanto diles: ‘He aquí que le otorgo mi alianza de paz, y
habrá para él y su descendencia después de él una alianza de
sacerdocio perpetuo’»” (Nm 25, 10-13).
Quizá Pinjás no responda a nuestra idea de lo que debe ser un sacerdote
pastor, pero –al margen de eso– la bendición del sumo sacerdocio oficial
estaba destinada a la larga a recaer en el linaje de Pinjás.
Lo que significó para la primera generación el episodio del becerro de
oro del Sinaí, lo significó para la segunda el episodio de Baal-Peor en las
llanuras de Moab. Uno y otro implicaban el culto a los ídolos y la
inmoralidad sexual. Mientras que los levitas tuvieron parte en la bendición
sacerdotal a cambio de su conducta vengativa, Pinjás fue premiado con una
bendición aún mayor: el ministerio del sumo sacerdocio.
¿Qué consecuencias trajo la apostasía de la segunda generación? ¿Y
cómo afectarían esos cambios en el futuro a la forma de la alianza entre
Dios e Israel? Ambas preguntas obtuvieron respuesta cuando Moisés
ratificó la alianza deuteronómica.

Educando a un hijo rebelde

Moisés sabía que le había llegado el momento de seguir el camino de


toda carne. ¡Y qué manera tan dura de irse, justo cuando parecía que el
culto idólatra de Israel a Baal-Peor echaba a perder sus últimos cuarenta
años de trabajo! ¿Qué le quedaba por hacer, aparte de sentarse a redactar su
testamento y expresar su última voluntad? Eso fue lo que hizo y es lo que
recibe el nombre de Deuteronomio (ver Dt 31-33).
El Deuteronomio es a los cinco libros de Moisés lo mismo que Juan a los
cuatro evangelios: el último, pero el más profundo. Aquí solo podemos
ofrecer un breve resumen de su carácter polifacético de testamento, tratado,
constitución, período de prueba, decreto y profecía.
El Deuteronomio equivale al último legado de Moisés, a su testamento y
su última voluntad, pero con un matiz interesante. Su estructura global es
una muestra de la antigua forma literaria de los tratados de alianza que
solían emplear los hititas (y algunos otros) en el segundo milenio a.C.
Aparte de las semejanzas literarias, se dan otros curiosos paralelos. Por un
lado, estos antiguos tratados de alianza eran impuestos por los reyes (o
suzeranos) a sus colonias (o vasallos) potencialmente rebeldes: en ellos la
parte inferior quedaba sujeta a maldiciones, igual que Dios mandó hacer a
Moisés con Israel (ver Dt 27-28). Otro paralelo es que los suzeranos y
vasallos se trataban entre sí de padres e hijos (por ejemplo, «yo soy tu
siervo y tu hijo», «yo soy tu rey y tu padre»), como trata Dios a Israel en el
Deuteronomio (ver Dt 8, 5; 14, 1; 32, 5-6 y 19-20).
¿Por qué es tan importante esto? Porque demuestra que el Deuteronomio
servía como la ley de alianza que regía al hijo rebelde de Dios, Israel, y su
constitución nacional (el libro de la Torá), y como tal funcionó durante
siglos, hasta la venida de Jesús [1]. El Deuteronomio sirvió también para
validar a Josué como sucesor oficial de Moisés y cabeza secular del estado
(ver Dt 31, 7-23; 34, 9-12), y subordinarlo a Pinjás, sumo sacerdote entre
los levitas y cabeza espiritual de Israel.
Hay que distinguir la alianza del Deuteronomio de la alianza del Sinaí: al
menos en cierto sentido. Así lo especifica el Deuteronomio: «Estas son las
palabras de la alianza que el Señor mandó a Moisés sellar con los hijos de
Israel en el país de Moab, además de la alianza que había sellado con ellos
en el Horeb [Sinaí]» (Dt 29, 1).
Las dos alianzas se establecieron en momentos y lugares distintos: la
primera en el Sinaí y la otra cuarenta años después en Moab; y por medios
distintos: una la hizo Dios hablando directamente a Israel, mientras que
ordenó a Moisés hacer la otra. En el Sinaí, Dios se manifestó a Israel en el
fuego y en el humo, pero guardó silencio y no se dejó ver en Moab. Dios no
hablaba con Israel desde hacía cuarenta años, cuando buena parte de la
segunda generación andaba aún en pañales.
Desde entonces, se contaminaron con el culto a Baal-Peor: un pecado
que mancilló las páginas del Deuteronomio, «el libro de la ley» que Moisés
proclamó ante Israel en las llanuras de Moab, inmediatamente después –y a
causa– de su apostasía [2].
Como hemos visto, aunque tras el episodio del becerro de oro Israel
mereció morir, lo que obtuvo fue la libertad condicional –por así decir– bajo
la estricta supervisión de los levitas, y a Moisés como tutor y oficial de la
libertad condicional. Tras sus numerosas transgresiones, se volvió a
condenar a Israel a cuarenta años de cárcel y trabajos forzados en el
desierto. Se podría decir que, llegada la fecha de la puesta en libertad, en las
llanuras de Moab se celebró la audiencia ante la junta de libertad vigilada,
que sentenció que Israel no estaba rehabilitado. Se les acusó –y esa fue la
sentencia– de desacato al tribunal. ¿Qué habrías hecho tú de haber sido el
juez y padre de Israel?
En el Deuteronomio Dios conservó muchos de los términos originales de
la libertad condicional de los israelitas. Tuvieron que seguir bajo la
supervisión levita y Josué sustituyó a Moisés como tutor. No obstante, antes
de autorizar la libertad de su hijo, el juez comprendió la necesidad de añadir
tres nuevas tandas de condiciones para vivir en casa: concesiones legales,
estipulaciones rituales y maldiciones redentoras [3]. Todas ellas contienen
elementos distintivos y específicos del Deuteronomio, que se debieron en su
mayoría a la dura cerviz de Israel (ver Mt 19, 8).

Un Padre fiel a sus compromisos

La primera tanda de condiciones se concretó en una serie de


compromisos morales y concesiones legales por las que Moisés permitió
cosas tales como el divorcio y los segundos matrimonios (ver Dt 24, 1), las
esposas-esclavas extranjeras (ver Dt 21, 10-14), la guerra genocida contra
los cananeos (ver Dt 20, 16-17) y demás asuntos similares. Muchas de las
leyes distintivas del Deuteronomio reflejan un ajuste a la baja que responde
a unas expectativas más realistas por parte de Dios dada la inclinación al
pecado de Israel. Dios ya se había adaptado antes a su pecado y su debilidad
de muchos modos, aunque sin dejarlo por escrito en su sagrada ley. No
obstante, con Moisés convertido en legislador de Israel, algunas de las leyes
estipuladas en el Deuteronomio consentían ciertos males menores sin que
interviniera la justicia de Dios. Quizá Aristóteles estaba pensando en
Moisés cuando describió al legislador sabio y prudente como aquel
dispuesto a tolerar –y regular– males menores con el fin de evitar males
mayores. En cualquier caso, era Moisés en quien estaba pensando el profeta
Ezequiel cuando describe las leyes del Deuteronomio transmitidas por
Moisés a la segunda generación:
“Pero también los hijos se rebelaron contra Mí. No siguieron mis
preceptos, ni guardaron mis normas que dan vida al hombre que las
cumple... Entonces decidí derramar mi cólera sobre ellos y desahogar
mi ira contra ellos en el desierto. Pero aparté mi mano y obré de otro
modo en atención a mi Nombre, para que no fuera profanado a la vista
de las naciones... Por eso, también Yo les di preceptos que no eran
buenos y normas que no dan vida” (Ez 20, 21-25).
He aquí un motivo para volver a considerar brevemente qué más tiene
que decir Ezequiel sobre las leyes y ritos del Deuteronomio.
Uno de los ejemplos evidentes de esa ley deuteronómica que hace
concesiones a lo que «no es bueno» es el permiso tácito para divorciarse y
volver a casarse. En realidad, el código moral que el propio Dios entregó en
el Sinaí no decía nada acerca del divorcio, y menos de los segundos
matrimonios. Es aquí donde, por primera vez, el Deuteronomio tolera y
regula ambas cosas (ver Dt 24, 1-4). Como dijo Jesús, «Moisés os permitió
repudiar a vuestras mujeres a causa de la dureza de vuestro corazón; pero al
principio no fue así» (Mt 19, 8). El Deuteronomio suavizó algunas de las
leyes concernientes a la poligamia y al matrimonio con mujeres extranjeras
y esclavas (o concubinas). Los sacerdotes y levitas, no obstante, se hallaban
sujetos a una moral matrimonial mucho más estricta: no les estaba
permitido casarse con mujeres divorciadas o que no fueran vírgenes (ver Lv
21, 7-14; Ez 44, 22); y es de suponer que no se les permitiera ni el divorcio
ni el segundo matrimonio (ver Ml 2, 1-16).
Otro ejemplo es el cambio de política respecto a los cananeos. Mientras
que en el Sinaí se prohibieron las alianzas o las uniones mixtas con
cananeas (ver Ex 23, 23-32), en el Deuteronomio Moisés ordenó a Israel la
guerra genocida (herem) contra sus hombres, mujeres y niños (Dt 20, 16-
17). Jesús se refirió a este doble patrón: «Habéis oído que se dijo: amarás a
tu prójimo y odiarás a tu enemigo. Pero yo os digo: amad a vuestros
enemigos» (Mt 5, 43-44).

Moisés dicta a Israel sus ritos

La segunda tanda de condiciones se refería a los preceptos rituales que


exigían los sacrificios de los primogénitos del ganado mayor y menor (ver
Dt 15, 19-20) en un santuario único (ver Dt 12, 5-18). Estas leyes pueden
considerarse la contrapartida de la primera tanda, ya que servían para
recordar a Israel su llamada a la santidad, aunque en un grado menor que
los levitas.
Recuerda que la orden de sacrificar animales periódicamente vino
después del episodio del becerro de oro. Durante los cuarenta años del
desierto, cada vez que una familia israelita quería comer carne, debía llevar
el/los animal/es al tabernáculo para que los sacerdotes levitas los mataran
en un sacrificio ritual. No cabía ninguna excepción, hasta que Israel tuvo
que prepararse para entrar y asentarse en la Tierra Prometida, donde habría
sido prácticamente imposible observar esta ley.
En el Deuteronomio Moisés permitió a los israelitas matar sus animales
(de forma no sacrificial) y comerlos en sus respectivas ciudades (ver Dt 12,
15-24). No obstante, los primogénitos de los animales «puros» debían
reservarse y ser trasladados anualmente al santuario único, donde los
sacerdotes los ofrecían a Dios en santo sacrificio. Este recordatorio
constante de su pecado y de su necesidad de expiación servía a Israel para
humillarse constantemente ante Dios. Una vez más, en la mente de Ezequiel
debían de estar presentes estas leyes características del Deuteronomio
cuando declaró: «Por eso también Yo les di preceptos que no eran buenos...
hice que se contaminaran con sus ofrendas, cuando hacían pasar por el
fuego a todo primogénito con el fin de que... supieran que Yo soy el Señor»
(Ez 20, 25-26). El propósito de esta segunda tanda de condiciones (rituales)
era doble: mantener alejado a Israel de los santuarios paganos diseminados
por Canaán, donde los ídolos eran venerados mediante sacrificios de
animales; y ofrecerle un modo positivo de servir a Dios (y a sus sacerdotes)
trasladando sus sacrificios a su santuario único, es decir, el futuro templo de
Jerusalén [4]. (Esto guarda relación con la «ley del rey» [ver Dt 17, 14-20],
que analizaremos en el capítulo siguiente).

En la maldición está el remedio

La tercera tanda de preceptos aparece recogida al final del


Deuteronomio, donde Moisés declara solemnemente y con absoluta certeza
que en algún momento de un futuro lejano todas las maldiciones de la
alianza se abatirán inexorablemente sobre Israel (ver Dt 30, 1-10; 31, 16-
29). Primero hace recaer sobre los israelitas unas maldiciones
condicionadas en una ceremonia de juramento oficial (ver Dt 30, 1-10; 31,
16-29). Y en el capítulo siguiente describe con todo detalle los horrores de
esas maldiciones: la enfermedad, la derrota, la destrucción y el exilio (ver
Dt 28, 15-58).
Espera un momento... ¿Moisés no anunció todas esas cosas tan
tremendas como una posibilidad hipotética? Es decir, si Israel peca, será
maldecido; pero, si obedece, será bendecido, ¿no? No vayas tan deprisa.
Sigue leyendo, porque los tres capítulos siguientes ya no presentan las
bendiciones y las maldiciones como alternativas de futuro, sino como
realidades sucesivas.
“Cuando todas estas palabras, la bendición y la maldición que te he
presentado, se cumplan en ti, si las meditas en tu corazón, en medio de
todas las naciones en las que el Señor, tu Dios, te haya dispersado; si
te conviertes al Señor... con todo tu corazón y con toda tu alma,
entonces el Señor, tu Dios, hará volver a tus cautivos, se compadecerá
de ti y te reunirá de nuevo desde todos los pueblos a donde el Señor,
tu Dios, te ha dispersado” (Dt 30, 1-3; la cursiva es mía).
Fíjate en lo que sigue a las funestas maldiciones: las bendiciones
garantizadas del arrepentimiento, la vuelta y la restauración de Israel en un
futuro. Las maldiciones de alianza, por lo tanto, no eran únicamente
punitivas, sino remedio y redención.
Pero ¿cómo podía estar tan seguro Dios, después de cuarenta años de
reincidencia, de que su hijo acabaría volviendo? Puede que solo se tratara
de un deseo divino. Sí, quizá... si no fuera porque tres versículos después
Dios añade esta formidable promesa: «El Señor, tu Dios, circuncidará tu
corazón... para que ames al Señor, tu Dios, con todo tu corazón y con toda
tu alma, a fin de que vivas» (Dt 30, 6; la cursiva es mía).
¡Qué promesa tan temeraria, sobre todo a la vista del anterior mandato
que había recibido Israel!: «Circuncidad... vuestro corazón» (Dt 10, 16). El
paso del mandato divino («debéis circuncidaros») a la promesa divina («yo
os circuncidaré») era significativo. Venía a subrayar la esencia de la alianza:
se puede y se debe confiar en que Dios satisfará las necesidades de Israel, y
especialmente las más hondas. Y, en particular, muestra cómo Dios tendrá
que intervenir, de forma definitiva y redentora, para que Israel quede libre
de las maldiciones de la alianza deuteronómica. Israel será salvado, pero
solo mediante una acción unilateral llevada a cabo por el Padre en algún
momento del futuro.
Más que una metáfora mixta, lo del corazón circunciso era una imagen
chocante, se mire por donde se mire. La circuncisión no es una intervención
quirúrgica que uno se practique a sí mismo, lo que no es menos cierto en el
caso de la circuncisión interior del corazón –si es que tal cosa fuera
imaginable–. Además de extraer la conclusión de que debe ser Dios quien
lo circuncide, ¿cómo se suponía que debía interpretar Israel el simbolismo
de un corazón necesitado de circuncisión? Al fin y al cabo, se podrían haber
empleado otros verbos.
Si Dios tenía que hacerle algo al corazón de Israel, ¿por qué no
alimentarlo, lavarlo, fortalecerlo, iluminarlo o vestirlo? ¿Por qué
circuncidarlo? ¿No parece indicar la necesidad de que queden «extirpados»
del corazón de Israel el pecado y demás ataduras carnales? Es más fácil
decirlo que hacerlo. Una tarea interior como esa era la que Dios tenía que
llevar a cabo por –y a– su hijo. El Padre también era médico y el
Deuteronomio no hace sino anunciar lo que el médico ha ordenado: la
cirugía del corazón. El Deuteronomio enseñaba al paciente, Israel, que la
prescripción era una promesa y una profecía, la consumación de aquello
que requería nada menos que un cardiólogo divino.
Es probable que Ezequiel estuviera pensando en esta parte del
Deuteronomio cuando pronunció su oráculo profético más célebre y
espléndido:
“Esto dice el Señor Dios... hago esto... por mi santo Nombre,
profanado entre las naciones a las que habéis llegado... Y sabrán las
naciones que Yo soy el Señor, oráculo del Señor Dios, cuando ante sus
ojos haga resplandecer mi santidad en vosotros. Voy a tomaros de
entre las naciones, voy a reuniros de entre los pueblos y os haré entrar
en vuestra tierra. Rociaré sobre vosotros agua pura y quedaréis
purificados de todas vuestras impurezas. De todos vuestros ídolos voy
a purificaros. Os daré un corazón nuevo y pondré en vuestro interior
un espíritu nuevo. Arrancaré de vuestra carne el corazón de piedra y
os daré un corazón de carne. Pondré mi espíritu en vuestro interior y
haré que caminéis según mis preceptos, y guardaréis y cumpliréis mis
normas... Vosotros seréis mi pueblo y yo seré vuestro Dios” (Ez 36,
22-28; la cursiva es mía; ver también Rm 2, 29; Col 2, 11-13).
Ezequiel vio el «nuevo Éxodo» que le aguardaba a Israel en el futuro. Y
vio también el propósito redentor de las maldiciones de alianza: al entregar
a los israelitas a las naciones a cuyos dioses adoraban, el Padre dejaba que
su hijo siguiera durante un tiempo su propio camino, hasta que recobrara la
sensatez.
Entretanto, el Deuteronomio era el régimen prescrito para aislar al
paciente y vacunarlo contra cualquier otra infección. No obstante, la
historia posterior de Israel demuestra que la cuarentena y la vacuna nunca
llegaron a cumplir su propósito. Lo que hacía falta era, ni más ni menos, un
trasplante de corazón. Y eso es exactamente lo que anunció Ezequiel: «Os
daré un corazón nuevo... Arrancaré de vuestra carne el corazón de piedra y
os daré un corazón de carne» (v. 26).
Podríamos preguntarnos: ¿por qué no concedió Dios a Israel un corazón
nuevo desde el principio? Al fin y al cabo, Moisés conocía el problema,
puesto que Dios se lo había explicado. Incluso ordenó a Moisés que dijera a
Israel: «El Señor no os ha dado corazón para entender, ni ojos para ver, ni
oídos para oír» (Dt 29, 1). Dinos, Moisés: ¿por qué no?
La respuesta es clara: «No tenéis porque no pedís» (St 4, 2). Dios no
mima a sus hijos. Es lo bastante sabio para no comunicar sus dones a
quienes no los piden. Eso solo habría alentado una ingratitud aún mayor por
parte de Israel: un aspecto en el que los israelitas no necesitaban ninguna
ayuda. ¿Y por qué los israelitas no pidieron un corazón nuevo? Porque no
creían necesitarlo. El corazón del problema de Israel era, por decirlo de
algún modo, el problema del corazón de Israel.
El principal objetivo del Deuteronomio consistía en convencer a Israel de
la necesidad de un corazón nuevo. Como dice san Agustín, «la ley se dio
para que se buscase la gracia; la gracia se dio para que la ley se cumpliera»
[5]. Algo similar afirma el evangelio de Juan: «Porque la Ley fue dada por
Moisés; la gracia y la verdad vinieron por Jesucristo» (Jn 1, 17).
Moisés, espejo de Cristo

Esto nos ayuda a entender con qué clase de divinidad trataba Moisés.
Después de todo, ¿qué Dios mandaría matar a un cordero inocente, esparcir
su sangre y ordenar al pueblo que lo coma; o bien entregar al hijo
primogénito al Exterminador? ¿Qué clase de Dios es ese?
El mismo Dios que tenemos en Jesucristo.
De hecho, Jesús vino como un nuevo Moisés. Igual que el pequeño
Moisés, a punto de ser asesinado nada más nacer a causa de un edicto
imperial, el niño Jesús se vio obligado a huir del decreto real de Herodes
que ordenaba la muerte de todos los varones menores de dos años. ¿Y
dónde buscaron refugio José y María? En Egipto. Mateo cita las palabras de
Oseas sobre el Éxodo: «De Egipto llamé a mi hijo» (ver Os 11, 1; Mt 2, 15).
Si Israel era el primogénito de Dios, ¡cuánto más Jesucristo! Si Israel fue
sacado de Egipto, también lo fue Cristo. Si Israel fue liberado pasando a
través de las aguas, Jesús cruzó el Jordán para ser bautizado. Si Israel fue
tentado en el desierto durante cuarenta años y si Moisés ayunó cuarenta días
en el monte Sinaí, Jesús ayunó en el desierto cuarenta días.
Moisés subió a la montaña para recibir de Dios la ley de la Antigua
Alianza, mientras que Jesús nos dejó la ley de la Nueva Alianza en el
sermón de la montaña. Moisés entregó al pueblo los diez mandamientos
junto con amenazas de maldición, mientras que Cristo nos entregó una ley
llena de las promesas de bendición de Dios (las bienaventuranzas). Moisés
se ofreció a sustituir a Israel y a cargar con su castigo temporal, mientras
que Jesús murió en la cruz para redimirnos del castigo eterno,
reconciliándonos con el Padre y llenándonos del Espíritu Santo.
Moisés formó un gobierno nacional con los doce jefes de las doce tribus
y setenta ancianos. Jesús eligió a doce discípulos y les dijo que se sentarían
en doce tronos y gobernarían a las doce tribus de Israel. Y designó a setenta
discípulos más para que compartieran su autoridad (ver Lc 10, 1-20).
¿Pura coincidencia? En absoluto. Jesús se consideraba a sí mismo el
nuevo Moisés, portador de una Nueva Alianza que reestructurara a Israel.
Después de dar de comer a cinco mil personas, la gente proclamó: «Este es
verdaderamente el profeta que viene al mundo» (Jn 6, 14).
Solo a través de Cristo quedaría liberada la familia de Dios de la
esclavitud del pecado y de la idolatría. Jesús liberó a su pueblo de la
esclavitud del pecado igual que Moisés liberó a los israelitas de la
esclavitud del faraón egipcio. Jesús enseñó a sus discípulos que, al igual
que Moisés dio a sus antepasados el maná del cielo, así el Padre les daba a
ellos el maná celestial, el auténtico pan de vida: «Yo soy el pan de vida; el
que viene a mí no tendrá hambre, y el que cree en mí no tendrá nunca sed»
(Jn 6, 35).
Por lo que se refiere a la Pascua, Cristo es el Hijo primogénito inmolado.
Es también el Cordero sin mancha y con los huesos intactos, el Cordero
sacrificado cuya sangre es derramada y cuyo cuerpo debemos comer (ver 1
Co 5, 7). El sentido de nuestra participación en el santo sacrificio de la
Eucaristía es la unión en la familia de Dios. Nuestra comunión se actualiza
cuando comemos el Cordero pascual de la Nueva Alianza, que recibimos
todos los domingos o –a ser posible– todos los días.

Una lección que todos hemos de aprender

Demos gracias a Dios Padre, que emprendió este glorioso plan de


salvación. Cuando volvemos la vista atrás desde la posición de ventaja que
nos brinda Cristo, vemos cómo toda la alianza mosaica, desde la Pascua y el
Éxodo, pasando por los años del desierto y las llanuras de Moab, fue un
ensayo y una preparación intensa de la manifestación final de la
misericordia de Dios en Cristo y en el Espíritu.
Contra todo pronóstico y por la gracia del Padre, Moisés logró hacer de
la familia tribal de Abrahán la familia nacional de Dios. El Señor se sirvió
de este líder reticente para reorganizar a su pueblo y cuidar de él. Pese a sus
reincidentes rebeliones en el desierto, alcanzaron la unión bajo un propósito
común: reclamar la herencia ancestral que Dios les había prometido.
Algo que, también en este caso, es más fácil de decir que de hacer. Como
veremos, a la nación de Israel le costó mucho encontrar el modo de salir del
desierto. No obstante, desde entonces hasta hoy todos los hijos de Dios
experimentan la misma lucha para ver cumplidas en sus vidas las promesas
de Dios Padre. Que Dios nos conceda la fortaleza y el coraje para avanzar
paso a paso.
10. «¡ESCOGED HOY A QUIÉN VAIS A
SERVIR!»:
DE LA CONQUISTA AL REINO

A todos los padres nos ha pasado: tenemos un niño encantador que va


creciendo y aprendiendo a hablar y, de repente, descubre la palabra que lo
cambia todo: ¡NO!
Puede que de primeras te haga cierta gracia. Pero, cien veces después –
que es, por lo general, al segundo día–, ya no te parece tan divertido. De
hecho, puede resultar muy molesto. Recuerdo lo frustrado que me sentía
cuando era padre primerizo. En un niño de entre uno y dos años, la cosa
suena a capricho y desafío. ¿Cómo atajar semejante revolución doméstica?
Más tarde, cuando nuestro segundo hijo empezó a hacer lo mismo, había
comprendido que se trataba de una etapa de asertividad personal por la que
pasan la mayoría de los niños. Aun así, no resultaba fácil... hasta que llegó
un día a la hora de la cena.
El niño no quería probar bocado y todas las exhortaciones paternas caían
en saco roto. De pronto, salieron de mi boca unas palabras muy poco
acertadas: «¿Quieres compota de manzana?». Él no lo dudó un momento.
Alzó la vista y me espetó a gritos su nueva palabra favorita: «¡NO!».
Pero esta vez no me cogió por sorpresa. «Dile que no a papá»; a lo que el
niño contestó inmediatamente: «¡NO!». «Muy bien. Vuelve a decirle que no
a papá». Esta vez titubeó un poco, pero lo volvió a decir. Su rostro me dio a
entender que había percibido un cambio. Las tornas se habían vuelto.
Después de repetir el mismo proceso otras cinco veces, se ablandó. La
palabra había perdido su emoción.
Mi hijo distaba mucho de saber que yo había adquirido esa pizca de
sabiduría paterna estudiando la conducta paternal de Dios con un Israel
pecador y aprendiendo cómo el Señor escribe recto con renglones torcidos;
cosa que se hizo particularmente evidente tras la muerte de Moisés, a partir
de Josué y los Jueces y hasta la instauración del reino davídico.

De Josué a los Jueces

Moisés vivió lo suficiente para contemplar la Tierra Prometida a


distancia, desde la cima del monte Nebo, donde le visitó la muerte (ver Dt
34, 1-6), no sin antes haberse asegurado de preparar su sucesión en Josué:
«Josué... estaba lleno del espíritu de sabiduría, porque Moisés había
impuesto sus manos sobre él» (Dt 34, 9).
Josué guió al pueblo de Israel a través del río Jordán para entrar en la
tierra de Canaán. Había empezado la conquista. Antes ordenó circuncidar a
todos los varones para que Israel pudiera celebrar la Pascua (ver Jos 5).
Luego se dispuso a sitiar la ciudad de Jericó, un bastión cananeo cuyas
murallas eran prácticamente inexpugnables (ver Jos 6).
Siguiendo las instrucciones del Señor, Josué ideó un plan de batalla de lo
más insólito. En lugar de adoptar la costumbre tradicional de desplegar a
sus soldados equipados con las armas adecuadas para un asedio, ordenó que
los sacerdotes se pusieran al frente de las tropas y marcharan por delante
llevando el arca de la alianza, seguidos de las doce tribus. Cada uno de los
seis días siguientes debían dar una vuelta a la ciudad caminando en silencio
y siete vueltas el séptimo día. Luego los sacerdotes harían sonar sus
trompetas acompañadas de los gritos de la gente.
A ver quién es capaz de igualar una estrategia tan poco ortodoxa... La de
Josué funcionó a la perfección, porque la batalla pertenecía al Señor. No
existía otra manera mejor de ayudar a Israel a poner su fortaleza en Dios y
en sus sacerdotes santos.
El Padre les dio instrucciones muy concretas: expulsar a todos los
habitantes de esa tierra, destruir todos sus ídolos y sus estatuas, derruir
todos sus lugares de culto y tomar posesión de la tierra (ver Nm 33, 51-53);
a lo que añadió una seria advertencia: «Si no expulsáis de vuestra presencia
a los habitantes de esta tierra, sucederá que los que hayáis dejado serán
como espinas en vuestros ojos y como aguijones en vuestro costado, y os
acosarán sobre la tierra en que habitéis; y lo que pensaba hacer con ellos, os
lo haré a vosotros» (vv. 55-56).
Después de derrotar a Jericó, los israelitas procedieron a conquistar la
Tierra Prometida, pero no toda. No expulsaron a todos sus habitantes y no
destruyeron todos sus objetos de culto. Los primeros éxitos se les subieron a
la cabeza e Israel flaqueó. Es más: los israelitas empezaron a casarse con
cananeas y a adorar a sus falsos ídolos, en contra de la advertencia de
Moisés. El demonio puede ser muy paciente.

La transición

«Cuando ya había pasado mucho tiempo –cuenta la Escritura–, Josué


envejeció y entró en años... [y] llamó... a todo Israel» (Jos 23, 1-2). La
Tierra Prometida se acababa de repartir entre las doce tribus y Josué temía
que los israelitas no tardaran en apartarse del Señor, de modo que celebró
una ceremonia de renovación de la alianza para recordarles todo lo que
Dios había hecho por ellos. Cuando les pidió que perseveraran en el
cumplimiento de la ley de Moisés y en el amor a Dios, todos gritaron a una:
«¡Amén!». Pero Josué sabía que el corazón de Israel seguía dividido y que
aquello era más fácil de decir que de hacer (ver Jos 24, 19-27).
Vino a continuación el período de los Jueces, durante el cual Israel
atravesó una crisis detrás de otra. La lectura es fascinante, aunque al cabo
de un rato se hace algo repetitiva, porque los israelitas entraron en un
círculo vicioso: pecado, esclavitud, súplica, salvación y vuelta a empezar.
Este patrón lleno de altibajos recorre todo el libro de los Jueces. Primero
el pueblo pecaba; entonces el Padre permitía que fuera derrotado y
esclavizado. La espiral descendente que llevaba del pecado a la esclavitud
motivaba las súplicas del pueblo. Cuando los israelitas pedían ayuda, Dios
escuchaba su voz y enviaba a un juez que los liberara de la esclavitud.
La rectitud del rescatador devolvía al pueblo la libertad política y le
permitía volver a servir a Dios fielmente... por un tiempo. Entonces el Padre
lo bendecía con la prosperidad. Y de nuevo emprendía un camino
descendente. La fidelidad engendraba abundancia, que a su vez engendraba
relajación y olvido. La caída consiguiente iba seguida del perdón y la
libertad. En los exámenes divinos, Israel no obtenía más que muy
deficientes.
Este ciclo continuó mientras fueron encadenándose doce jueces. Israel no
aprendía y aquello parecía el cuento de nunca acabar. Aunque ¿no somos
nosotros igual de incompetentes cuando seguimos los caminos de Dios?

¡Ya basta! ¡Danos un rey!

La cadena de jueces llegó a su fin, no porque Israel saliera del círculo


vicioso, sino debido a los defectos de los jueces (como Sansón) y de la
corrupción de los levitas (ver Jc 17-19). No ha habido época en que el
problema del clero corrupto no persiga a la familia de Dios. Los sacerdotes
que desvirtúan su autoridad y abusan de ella infligen daños indecibles al
pueblo de Dios.
Entre los sacerdotes que decepcionaron a Israel hallamos un claro
exponente en Elí (ver 1 S 1-4). Elí ejercía su ministerio ante el altar
ofreciendo sacrificios al Señor en Siló, adonde todos los años acudía la
gente de los alrededores para celebrar las fiestas. En cierta ocasión Ana
acompañó a su marido, Elcaná, en la peregrinación anual a Siló. Por el
camino la otra esposa de Elcaná se burló cruelmente de ella y de su
esterilidad. Ana lloró amargamente y pidió al Señor un hijo con la promesa
de dedicarlo a su servicio.
Dios escuchó sus ruegos y le concedió un hijo, a quien Ana puso el
nombre de Samuel. Una vez destetado, se lo llevó a Elí, quien lo adoptó y
lo formó para el sacerdocio junto con sus dos perversos hijos, Jofní y
Pinjás, una fuente permanente de problemas provocados por la falta de
disciplina paterna; y la cosa fue de mal en peor (ver 1 S 2, 12-17).
A medida que Elí iba cumpliendo años, creció el temor del pueblo a que
sus perversos hijos le sucedieran en el sumo sacerdocio. Una noche Dios
visitó a Samuel con funestas noticias: tenía intención de castigar la
iniquidad de la casa de Elí. También le anunció su propósito de instaurar
con Samuel una nueva dinastía sacerdotal. El muchacho, algo reticente,
compartió estas palabras proféticas con su padre adoptivo, a quien no le
quedó más remedio que sentarse a ver pasar los acontecimientos.
Después de transportar el arca de la alianza en la batalla contra los
filisteos, Jofní y Pinjás fueron asesinados. Elí, al enterarse de la captura y
muerte de sus hijos, cayó de su estrado y se desnucó. La mujer de Pinjás
murió dando a luz cuando supo lo ocurrido a su esposo y a su suegro. Antes
de morir lloró la pérdida del arca: «La gloria de Israel ha sido desterrada
porque ha sido capturada el arca de Dios» (1 S 4, 22).
Pero el Todopoderoso es sobradamente capaz de defenderse él solo.
Cuando los filisteos hubieron trasladado el arca a la morada de su dios
Dagón, el Señor hizo que la imagen del ídolo cayera varias veces boca
abajo. Luego hirió al pueblo de Asdod con tumores mortales hasta que no
pudieron soportar más la dura mano de Dios: tras hacer las ofrendas de
reparación pertinentes, se apresuraron a devolver el arca a Israel.
En ese momento empezó el gobierno de Samuel, un juez justo que instó
al pueblo al arrepentimiento y al repudio de los dioses extranjeros. Mediaba
en todas sus disputas y erigió una piedra conmemorativa para recordarles la
ayuda de Dios. Cuando se hizo viejo, quiso designar a sus hijos como
jueces de Israel. Parece ser que no encontró otro modo de que el Señor
cumpliese su promesa de instaurar en él una dinastía sacerdotal. Pero había
un problema: «Sus hijos no se comportaron como él, sino que se inclinaron
a su propio provecho, aceptando el soborno y pervirtiendo la justicia» (1 S
8, 3).
Los ancianos, ante la perspectiva de ver a aquellos hijos corruptos
sucediendo a Samuel, mostraron por fin algo de cordura. «¡No! ¡Una nueva
versión de Elí! Ya basta. Queremos un rey, como el resto de las naciones.
No queremos sacerdotes débiles incapaces de educar a sus hijos. Ya basta
de preocuparnos por la siguiente generación, privados como estamos de
poder político y sufriendo por todos lados la amenaza del enemigo». (Está
claro que no supieron ver que con los reyes tendrían el mismo problema).
Su petición no agradó a Samuel quien, en cierto modo, se sintió
rechazado. Pero también era lo suficientemente listo para comprender que
aquello era un disparate: la solución no estaba en pedir una monarquía. El
cambio no haría sino agravar los problemas de Israel.
El Señor animó a Samuel a no tomárselo como algo personal. De hecho,
lo que le dijo fue: «No te rechazan a ti, sino que se niegan a que yo reine
sobre ellos. Ve y diles que tendrán lo que quieren. Si quieren un rey, tendrán
un rey. Ese es mi castigo. A partir de ahora, en lugar de pagar un único
diezmo a los sacerdotes, pagarán dos: uno al templo y otro al Estado. El rey
recibirá un diezmo de todo: rebaños, cosechas, hijos, hijas y propiedades.
De todo. Díselo para que estén avisados».
Cuando Samuel transmitió ese mensaje al pueblo, este se negó a escuchar
la advertencia de Dios: «Tendremos un rey que nos gobierne y seremos
como las demás naciones. Nos gobernará nuestro rey y saldrá delante de
nosotros para luchar con nosotros» (1 S 8, 19-20; la cursiva es mía).
Israel era como un adolescente cuyo botón del pánico se dispara frente a
la presión de grupo. Es cierto que estaba rodeado de naciones hostiles y
algunas de ellas debían de parecerle muy duras de roer. Y al frente de todas
esas fuerzas militares siempre había un rey imponente y fastuosamente
ataviado.
Después del último juez, Israel solo contaba con sacerdotes ancianos
vestidos de marrón –además de corruptos– para dirigirle en la batalla. Los
israelitas estaban convencidos de que un rey los rescataría de tanta envidia
y tanta mezquina avaricia. Seguro que la sangre real les garantizaría una
descendencia digna. Sí, Israel quería un rey para poder ser igual que el resto
de las naciones.
Entonces Dios le dijo a Samuel: «Atiende a sus ruegos y nómbrales un
rey» (v. 22).
Si eres padre, sabrás cómo se siente uno. Tus hijos insisten tanto que al
final acabas diciéndoles que hagan lo que quieran. A veces el castigo más
inteligente pasa por eso: darles lo que piden y que aprendan por las malas.

Escalera real

Ya hemos visto cómo Dios permitió a Moisés dotar a la alianza


deuteronómica de ciertas concesiones: la poligamia, el concubinato, el
divorcio y los segundos matrimonios, la esclavitud, la usura y la guerra
herem. Junto con estas adaptaciones pastorales, Moisés introdujo también
en el Deuteronomio dos leyes adicionales para regir la etapa adolescente de
Israel: la ley del rey y el santuario único.
De ambas leyes obtenemos claves decisivas para desentrañar el plan
oculto de Dios con respecto a Israel. Por otra parte, ambas acabarán
consumándose en la alianza del Padre con el hijo de David. En realidad, el
plan de Dios consistía en construir un modelo terrenal de su trono y su
templo celestiales.
La ley del rey se enuncia de un modo muy sucinto: «Cuando entres en la
tierra que el Señor, tu Dios, te da y la tomes en posesión y te asientes en
ella, si dijeras: “Voy a constituir un rey sobre mí, como todas las naciones
que me rodean”, podrás establecer sobre ti un rey: el que elija el Señor, tu
Dios. De entre tus hermanos instituirás un rey sobre ti» (Dt 17, 14-15).
Moisés lanzó tres advertencias para poner coto a los futuros monarcas, a
quienes se les prohibía acumular tres cosas: armas (a las que se refiere
como caballos de combate), esposas (un harén real) y riquezas (u oro).
Sabedor de que los reyes de Israel sufrirían la tentación de imitar el modelo
de todos los antiguos reinos de Oriente Medio, Dios advirtió a su familia de
lo que podía destruirla.
En los tres avisos de esta normativa estaban contenidos todos los
estatutos divinos de la monarquía israelita. Si el rey se atenía a esas leyes,
Dios le prometía que su reino se prolongaría durante muchas generaciones.
Vemos cómo, por desgracia, esas leyes fueron violadas de manera
sistemática prácticamente por todos los reyes, lo cual significó la ruina no
solo de la monarquía, sino de la familia de alianza de Dios.
Moisés dictó también una orden positiva relativa al rey: cuando se
sentara en el trono de Israel, debía escribir para uso propio una copia de
«esta ley» y leerla todos los días de su vida (ver Dt 17, 18-20). «Esa ley» se
refiere al «libro de la Ley», es decir, al Deuteronomio [1]. Si el rey cumplía
al pie de la letra la alianza deuteronómica, cabía la posibilidad de que
aprendiera a temer al Señor y a ser humilde ante sus hermanos. Cosa que no
ocurrió con frecuencia [2].
Para una monarquía todo esto dista mucho de ser un mandato. Dios se
limitaba a concederle a Israel un permiso por adelantado. Al fin y al cabo, la
alianza original del Sinaí no contenía leyes relativas a un reino. Por una
razón muy sencilla: el rey de Israel era Dios, quien llamó a todo el pueblo
israelita a ser «reino de sacerdotes» (ver Ex 19, 5-6). Dios solo dio su
consentimiento para una dinastía humana desde el Deuteronomio. Y en
Moab solo la permitió porque sabía que su pueblo podía rebelarse y ser
seducido –y reducido a esclavitud– por reyes extranjeros.
Por otro lado, la Escritura no condena la monarquía como tal en ningún
momento. Dios prometió reyes a Abrahán y a Sara (ver Gn 17, 16), igual
que Jacob predijo un destino real para su hijo Judá (ver Gn 49, 8-10). Para
Israel la monarquía era señal de bendición, al menos en cierto sentido. De
modo que no tenía nada de malo querer un rey, pero sí quererlo por motivos
equivocados: para gobernar al pueblo y que este fuera como todas las
naciones (1 S 8, 5). Al dar un rey a Israel, Dios encauzaba un motivo menor
para elevar a su pueblo a un nivel superior.

La concesión de un santuario
En el capítulo anterior hemos mencionado de pasada la ley
deuteronómica del santuario único, de modo que lo que comente aquí será
breve y concreto. Este es el mandato que transmitió Moisés:
“Pero pasaréis el Jordán y habitaréis la tierra que el Señor, vuestro
Dios, os da en herencia. Él os dará descanso de todos los enemigos
que os rodean y viviréis con tranquilidad. Entonces llevaréis al lugar
que escoja el Señor, vuestro Dios, para morada de su Nombre...
vuestros holocaustos y sacrificios, vuestros diezmos, las ofrendas de
vuestras manos... Esmérate para no ofrecer tus holocaustos en
cualquier lugar que veas, porque solo el lugar que elija el Señor, en
una de tus tribus, allí ofrecerás tus holocaustos” (Dt 12, 10-14).
En primer lugar, la condición para la construcción del santuario es un
«descanso» total, que Dios concederá más adelante a David (ver 2 S 7, 1)
[3]. En segundo lugar, la localización exacta no aparece estipulada en
ningún sitio, aunque se estuviera pensando en Jerusalén. En tercer lugar, en
Israel (y en todo el Oriente Medio) la consecución del «descanso» y la
construcción de un templo se consideraban un logro de la realeza. Por eso
Israel necesitaba encontrar un rey justo y a la altura de los criterios
deuteronómicos respecto a la «ley del rey»: un rey que recibiría de Dios el
«descanso» y la autorización para construir un templo.
Así es como Dios, que es Espíritu, responde al deseo humano de obtener
signos visibles de su presencia. En este caso vemos cómo el Padre
desciende al nivel de sus hijos para elevarlos hasta el Suyo. Pero, llegados a
este punto de la historia de Israel, Dios aún hubo de descender más.

Esplendor y decadencia de un gobernante

Por indicación de Dios, Samuel ungió a Saúl –un joven alto y apuesto
dotado del espíritu de profecía y de un nuevo corazón– para que ejerciera
como figura paterna de aquella díscola familia (ver 1 S 10, 6). El pueblo
entero aceptó a Saúl y lo coronó rey de Israel. Además de su autoridad,
Samuel le cedió sus funciones de juez.
Al principio las cosas fueron bien: se ganaron batallas y la nación
prosperó. Hasta que, durante una campaña militar contra los filisteos, Saúl
cometió una falta aparentemente insignificante que resultó ser un error
garrafal: el error que le costó la dinastía (ver 1 S 13). Samuel, que seguía
ejerciendo el ministerio sacerdotal, ordenó al rey que aguardara hasta su
llegada para ofrecer el holocausto. Después de mucho esperar, Saúl perdió
la paciencia, se adelantó y ofreció él mismo el sacrificio, lo que equivalía a
una intrusión en la misión sacerdotal al asumir las funciones de un rey-
sacerdote que no le correspondían.
Cuando Samuel llegó al campamento y descubrió la desobediencia de
Saúl, amonestó al rey y le lanzó una funesta advertencia:
“Has obrado como un necio. No has guardado los preceptos que el
Señor, tu Dios, te ordenó. El Señor habría consolidado tu reinado
sobre Israel para siempre, pero ahora tu reinado no se mantendrá. El
Señor se ha buscado un hombre según su corazón y le ha constituido
guía de su pueblo porque tú no has guardado lo que el Señor te había
ordenado” (1 S 13, 13-14).
En lugar de castigar a Saúl destituyéndolo sobre la marcha, lo que hizo
Dios Padre fue no permitir que le sucediera su hijo. Saúl seguiría reinando,
pero sin sucesión dinástica.
Los hechos recogidos en 1 Samuel 15 ponen de relieve lo importante que
era para el Padre que sus líderes cumplieran sus mandatos. Los amalecitas
estaban decididos a exterminar a los hebreos, por lo que Dios ordenó a Saúl
borrar a ese pueblo pagano de la faz de la tierra, de modo que el rey le
declaró la guerra y se alzó con la victoria. No obstante, ni Saúl ni su ejército
siguieron las órdenes de Dios: acabaron con todo lo que era inútil y carecía
de valor, pero le perdonaron la vida a Agag, rey de Amalec, y se quedaron
con lo mejor de sus ovejas, sus reses cebadas y sus corderos.
Samuel oyó la voz del Señor: «Me arrepiento de haber constituido a Saúl
rey porque se ha apartado de mí y no ha cumplido mis palabras» (1 S 15,
10).
El sacerdote, enfadado, se levantó muy de mañana y salió al encuentro de
Saúl. Entonces descubrió que el rey descarriado se había detenido en
Carmel para erigirse un monumento antes de continuar hacia Guilgal. El
hecho de tener que salir corriendo detrás de Saúl no mejoró en absoluto el
humor de Samuel. Cuando por fin se encontraron, el rey lo saludó
calurosamente: «Bendito seas ante el Señor. Ya he cumplido la palabra del
Señor» (v. 13).
Atención a la mordaz ironía de la respuesta de Samuel: «¿Qué son
[entonces] esos balidos de oveja y esos mugidos de vacas que llegan a mis
oídos?» (v. 14).
El rey contestó orgulloso: «¡Ah! ¿Eso? El pueblo se quedó con lo mejor
de las ovejas y los bueyes para sacrificarlo al Señor tu Dios y el resto lo
destruimos todo» (ver v. 15).
Al parecer Saúl no había captado la idea. Tenía una habilidad especial
para poner condiciones a los mandatos de Dios, del tipo «si me apetece»,
«si las circunstancias lo hacen razonable», «en la medida de mis
posibilidades» o «sin necesidad de tomarlo al pie de la letra ni llegar hasta
límites inhumanos». (¿Cuántas veces escuchamos nosotros un mandato de
Dios y echamos sutilmente el freno con una letanía parecida de excusas?).
Samuel ahondó un poco más en el tema:
“¿No es cierto que, aun considerándote el más pequeño, tú eres el
jefe de las tribus de Israel porque el Señor te ha ungido como rey de
Israel? El Señor te ha enviado a esta misión diciendo: «Vete y entrega
al anatema a los pecadores»... ¿Por qué no has escuchado la voz del
Señor y te has lanzado sobre el botín haciendo así el mal a los ojos del
Señor?” (1 S 15, 17-19).
Pero Saúl seguía sin pillarlo e insistió en su inocencia.
«¡Yo he escuchado la voz del Señor y he cumplido la misión a la que me
envió el Señor! He traído a Agag, rey de Amalec, y he entregado al anatema
a los amalecitas. El pueblo ha tomado del botín ganado mayor y menor, lo
mejor del anatema, solo para ofrecerlo en sacrificio al Señor, tu Dios, en
Guilgal» (vv. 20-21).
En otras palabras: «Creo que he salido bastante bien parado de una tarea
tan difícil... aparte de esos pocos animales que el pueblo ha reservado para
el sacrificio. ¿Qué más quieres y por qué protestas tanto? Además, la culpa
es suya». Otra vez echándole la culpa a otro...
Entonces Samuel pronunció una de las declaraciones más contundentes
del Antiguo Testamento: «¿Se complace el Señor en holocaustos y
sacrificios o más bien en quien escucha la voz del Señor?» (v. 22).
Como hemos visto en los capítulos anteriores, Dios solo exigió a Israel la
ofrenda de sacrificios de animales después del episodio del becerro de oro.
No hay duda de que la obediencia es mejor que el sacrificio.
Por fin Saúl cayó en la cuenta: «He pecado al desobedecer la orden del
Señor y tus palabras –dijo–. Tuve miedo al pueblo y le hice caso; pero
ahora, tú perdona mi pecado, vuelve conmigo y me postraré ante el Señor»
(vv. 24-25).
Obligado a reconocer su desatino, este penitente a la fuerza solo quería
barrerlo debajo de la alfombra cósmica y pasar a otro asunto... al menos
hasta que las circunstancias de un futuro seísmo reabrieran la falla de su
terreno moral.
La eventual contrición de Saúl se estrelló contra un muro. «No volveré
contigo –contestó Samuel–. Has rechazado la palabra del Señor y Él te
rechaza como rey de Israel» (v. 26).
Cuando el sacerdote profeta daba media vuelta para marcharse, Saúl lo
agarró del borde del manto y este se rasgó. Entonces le dijo Samuel: «El
Señor te ha arrancado hoy el reino de Israel para entregarlo a otro más
digno que tú» (v. 28).
El pueblo había pedido un rey para ser «como el resto de las naciones» y
lo había obtenido; y el resultado le enseñó a Israel una valiosa lección: ten
cuidado con lo que pides, no vaya a ser que te lo den.

Un nuevo rey en ciernes


En cuanto Saúl perdió la corona, Dios se dispuso a escoger un nuevo
líder para su pueblo. Sabía que los israelitas estarían perdidos si no era
alguien conforme a Su corazón, por lo que envió a Samuel en busca de Jesé
el betlemita diciéndole: «He elegido entre sus hijos un rey para mí» (1 S 16,
1).
El Señor fue descartando, uno a uno, a siete de ellos para el trono. David,
el más pequeño, se había ausentado para cuidar del rebaño. «Levántalo y
úngelo –dijo el Señor a Samuel–. Él es» (v. 12).
Antes de ceñirse la corona, David tuvo que superar ingentes obstáculos,
entre los cuales no fue el menor un gigante filisteo que había estado
mofándose de los soldados israelitas y blasfemando contra Dios. Nadie
aficionado a apostar por los no favoritos dejará de deleitarse con este
popular relato de un joven y aguerrido pastor que apunta con su certera
honda al gigante y lo derriba de una sola pedrada (ver 1 S 17).
¿Por qué no estaba David cuidando de su rebaño en el lugar que le
correspondía? Porque Saúl, atormentado por un mal espíritu, había
mandado llamar al muchacho, famoso por su destreza con la lira. La música
de David serenaba y proporcionaba alivio al rey. Fue así como el hombre
que estaba perdiendo su reino acabó cobrando afecto a aquel nuevo rey en
ciernes, a quien no tardó en nombrar su escudero (1 S 16, 14-22).
Para mayor ironía divina, entre David y Jonatán –hijo de Saúl, príncipe
de la corona y presunto heredero– surgió una amistad sin igual. El hombre
que iba a perderlo todo si la dinastía paterna llegaba a su fin se convirtió en
el mejor amigo del hombre que iba a ganarlo todo si se instauraba un nuevo
reinado.
En una notable exhibición de generosidad, en lugar de pelear por
conservar sus derechos reales y su poder político, Jonatán eligió servir
obedientemente a Dios. Una vez convencido de los planes criminales
ideados por su padre contra David, estableció con él una alianza familiar de
amistad que daría sus frutos durante generaciones (ver 1 S 20).
Los dos ratificaron esa alianza reuniéndose en un campo apartado donde
se juraron lealtad. Jonatán y David intercambiaron el manto principesco y
las vestiduras de los ministros de la corte real. Con este gesto simbólico
Jonatán renunciaba desinteresadamente a lo que Dios no quería que
heredase. A partir de entonces quedó validada la legitimidad del rey elegido
por Dios.
Cuando comprendió que su dinastía empezaba a hacerse pedazos, los
malos espíritus que le acosaban día y noche volvieron loco a Saúl, que
había perdido el porte regio de antaño. Los últimos capítulos del primer
libro de Samuel recogen sus furibundos y repetidos intentos para encontrar
a David y darle muerte. Si su demencia no hubiera sido tan triste, la
frenética caza de Saúl resultaría casi cómica.
Un relato teñido de humor da cuenta de cómo el rey tomó a tres mil de
sus mejores hombres para ir en busca de quien suponía una amenaza tan
grave para su reinado (ver 1 S 24). Resultó que David y sus hombres se
hallaban sentados en lo más recóndito de una cueva cuando Saúl entró en
ella para hacer sus necesidades. A David no le habría costado nada
sorprender a su desquiciado perseguidor y darle muerte. No obstante, en
lugar de seguir el consejo de sus camaradas, el líder fugitivo se levantó
sigilosamente y cortó un trozo del manto real.
Cuando Saúl se reunió con su equipo de búsqueda, David exhibió sus
honorables intenciones saliendo de la cueva y mostrando el pedazo de tela.
«Saúl, hoy el Señor te ha puesto en mis manos, pero yo no alzaré mi mano
contra el ungido del Señor» (ver 1 S 24, 10). Humillado, el monarca
suspendió la caza... hasta que un nuevo brote de locura reavivó su delirio.
La mansedumbre de David provenía de su fe incondicional en la
Providencia del Padre, al tiempo que reflejaba un respeto reverente hacia la
autoridad divina de la cual estaba investido el cargo de rey, aun cuando
fuese un canalla quien lo ocupara. Algo que debería darnos mucho que
pensar y que poner en práctica.
Saúl acabó encontrando un vergonzoso final (ver 1 S 31). Los filisteos lo
capturaron junto a sus tres hijos y solo él pudo escapar. Gravemente herido
por una flecha filistea, optó por el suicidio antes que dejarse atravesar por
«los incircuncisos». Los soldados enemigos lo encontraron a la mañana
siguiente, le cortaron la cabeza y colgaron sus restos en los muros de Bet-
Seán. Fue así como el rey Saúl y sus tres hijos cayeron en combate el
mismo día.
Al enterarse de la noticia, David hizo duelo y lloró y ayunó por Saúl, por
Jonatán y por la nación de Israel. Las sentidas palabras de su elegía son de
lo más revelador y edificante:
¡Cómo han caído los valientes!
No lo contéis en Gat.
No lo deis a conocer por las calles de Ascalón;
que no se alegren las hijas de los filisteos,
ni se alborocen las hijas de los incircuncisos...
Saúl y Jonatán, siempre amados, siempre queridos,
ni en vida ni en muerte se han separado.
¡Más rápidos que águilas,
más fuertes que leones!
Hijas de Israel, llorad a Saúl,
que os vestía de púrpura y de lujo,
y os adornaba con oro los vestidos (2 S 2, 19-24).
¡Cuánta magnanimidad en los versos con los que David canta la pérdida
de Saúl, acérrimo enemigo suyo y, al mismo tiempo, su suegro y su rey!
Poco importa a los hombres devotos la fortuna personal cuando lo que
está en juego es el bien de la familia de Dios. David comprendió cuánto
necesitaba Israel ponerse de parte del Dios vivo y del rey elegido y ungido
por Él, aun cuando ese hombre, lejos de ser un santo, hubiera caído en
desgracia. Un deber muy importante y muy difícil de cumplir en cualquier
momento de la historia, incluido el nuestro.
11. «TÚ ERES ESE HOMBRE»:
DEL REINO AL EXILIO

Muchas veces Dios se vale de los medios más humildes para alcanzar sus
victorias más espectaculares: un anciano sin hijos que deja su patria sin
saber siquiera cuál es su destino; un niño que se salva del peligro dentro de
un cesto lanzado a un río; un joven pastor que se enfrenta a un gigante
armado con una honda y cinco cantos rodados. ¡Cuánta imaginación habría
hecho falta para predecir que ese joven pastor se ceñiría la corona de Israel,
preparándole el camino al futuro carpintero Rey de reyes!

Las puertas de Jerusalén no prevalecerán

A continuación estalló una larga guerra civil entre la casa de Saúl y la de


David, mientras el resto de las tribus trataban de decidir a quién elegían en
sustitución del líder caído. En los israelitas del norte un rey sureño y de
Judá no despertaba demasiadas simpatías. Finalmente todas las tribus de
Israel se reunieron con David en Hebrón y anunciaron: «Aquí nos tienes.
Hueso tuyo y carne tuya somos» (2 S 5, 1): un juramento de alianza que
venía a decir: «Todos formamos una familia y te seguiremos como a un
padre».
David hizo un pacto con el pueblo y los ancianos lo ungieron como su
rey. El aguerrido líder –que en el pasado solo había sido un simple pastor–
se convirtió con treinta años en el rey de las doce tribus de Israel. Reinó
durante cuarenta años (v. 4).
Para consolidar su reino, David decidió conquistar Jerusalén, una ciudad
de notable importancia estratégica situada un poco más al norte: cosa que
resultaba más fácil de decir que de hacer. Jerusalén era uno de los baluartes
más sólidos de Canaán y prácticamente inexpugnable. De hecho, desde las
murallas de la ciudad los jebuseos que la defendían se burlaban así de
David: «No entrarás aquí, pues los ciegos y los cojos son suficientes para
rechazarte» (v. 6).
Aun así, David logró conquistar la fortaleza de Sión y la llamó Ciudad de
David. Aunque los detalles son escasos, es evidente que sus guerreros
accedieron a ella a través de algún pozo subterráneo olvidado, contando
quizá con ayuda desde dentro. A continuación el rey David venció a los
filisteos y obtuvo una paz relativa con los enemigos que lo rodeaban.
La Escritura nunca llega a explicar por qué decidió David hacer de
Jerusalén su capital. Sus ventajas políticas y militares eran razón suficiente
para ello, pero es probable que el rey pensara que Dios la había elegido con
algún propósito sagrado.
Fue allí donde Abrahán pagó el diezmo a Melquisedec, rey y sacerdote
de Salem, quien lo bendijo y le ofreció pan y vino (ver Gn 14). Fue allí
también donde Abrahán ofreció a Isaac y escuchó la promesa de Dios de
bendecir a todas las naciones (ver Gn 22). Allí ordenó Moisés construir un
santuario único después de la conquista de la Tierra Prometida y la victoria
sobre los enemigos que los rodeaban. De modo que David tenía motivos
históricos para pensar que Jerusalén era el lugar más adecuado (Dt 12, 10-
14).
Al fin y al cabo, Dios no había especificado su ubicación, sino que se
había limitado a decir a Moisés: id «al lugar que el Señor, vuestro Dios,
escoja... para morar en él» (ver Dt 12, 5). Por eso resulta verosímil que
tradiciones familiares como estas indujeran al rey David a consolidar su
reino en Jerusalén antes de iniciar la construcción de un santuario único.
Sobre este telón de fondo, la Escritura prosigue describiendo un episodio
especialmente significativo para la familia de alianza de Dios. Después de
establecer su trono en Jerusalén, David reunió a lo más selecto de Israel –
unos treinta mil hombres– y partió a cumplir una misión: traer de vuelta el
arca de la alianza desde Baalá de Judá, donde había quedado después de
que los filisteos se la devolvieran a los israelitas.
Tras algún contratiempo y unos cuantos meses más, David lo consiguió.
Conviene hacer notar que, en muchos aspectos, su conducta fue tan propia
de un sacerdote como de un rey. En primer lugar, David no vestía el manto
real, sino un efod, una prenda ligera de lino que defendía a los levitas del
calor cuando ejercían su ministerio ante las llamas del altar. Así ataviado,
en el camino de regreso a Jerusalén el rey bailó ininterrumpidamente
delante del Señor (ver 2 S 6, 5). El término hebreo que se emplea en esta
ocasión se aplica a la danza litúrgica: David, rey y sacerdote, dio rienda
suelta a su alborozo dando vueltas en torno al arca de la alianza.
Además de llevar las vestiduras sacerdotales, el rey David ofreció el
sacrificio sacerdotal ante el arca junto con los levitas (ver 2 S 6, 12-13). Y,
al llegar a Jerusalén, metieron «el arca del Señor y la colocaron en su sitio
en medio de la tienda que David había mandado levantar. David ofreció
ante el Señor holocaustos y sacrificios de comunión» (2 S 6, 17). De
acuerdo con la ley de Moisés, todas esas tareas sagradas las ejercían los
sacerdotes levitas. Luego el rey David «bendijo al pueblo en nombre del
Señor»: otra tarea que la ley asignaba a los sacerdotes (v. 18; ver Nm 6, 22-
27). Y, por último, repartió a todo el pueblo «una torta de pan, un trozo de
carne y un pan de pasas» (v. 19). Algunos eruditos prefieren traducir por
«vino» el término hebreo que se aplica a la «carne» [1]. David, en resumen,
llegó a Jerusalén vestido como un rey sacerdote, bendijo al pueblo y le
ofreció pan y vino. Un espejo de Melquisedec.
¿Por qué actuó David como sacerdote y rey? Con la conquista de
Jerusalén –la ciudad del rey y sacerdote de Abrahán–, David dio un paso de
gigante en el desarrollo del plan de la alianza entre Dios y Abrahán: la
restauración de su reino y el gobierno sobre toda la familia humana por
mediación de su pueblo elegido. Al fin y al cabo, Dios quiso desde el
principio que los israelitas fuesen sacerdotes y reyes: no reyes a punta de
espada, sino reyes que gobernaran con su servicio y su instrucción
sacerdotales. David simbolizaba el papel atribuido a la nación [2].

El momento del Templo


Dijo David al profeta Natán: «Yo habito en una casa de cedro, mientras
que el arca del Señor habita en una tienda de lona» (2 S 7, 2). El rey quería
obtener permiso para llevar a cabo lo que en el antiguo Oriente Próximo era
propio de un rey y sacerdote: la construcción de un templo.
Al principio Natán dio su consentimiento: «Vete y haz lo que te dicta el
corazón, porque el Señor está contigo» (v. 3). Pero aquella noche la palabra
del Señor habló al profeta: «No corras tanto».
Dios envió de vuelta al profeta a presencia de David con otro mensaje,
cuyas palabras revelaban una alianza nueva: «Vete y dile a mi siervo David:
“Así dice el Señor: ‘¿Eres tú el que va a edificar una casa para que Yo
habite en ella? Nunca he habitado en una casa desde el día en que hice subir
a los hijos de Israel de Egipto, sino que he caminado siempre en una tienda
y en un tabernáculo’”» (vv. 5-6).
Traducción: «Oye, que yo no necesito que me hagan favores. Yo soy
Dios». El mensaje continuaba así:
“Y cuando he caminado por todas partes con el pueblo de Israel,
¿me he quejado a alguno de los jueces a quienes encargué que
apacentaran a mi pueblo Israel, de que no me edificaran una casa de
cedro? Y ahora así dirás a mi siervo David: «Yo te he tomado del
aprisco, de detrás del rebaño para que seas príncipe sobre mi pueblo
Israel; he estado contigo en todas tus andanzas, he eliminado a todos
tus enemigos ante ti y he hecho tu nombre grande entre los grandes de
la tierra»” (2 S 7, 7-9).
El espejo de Abrahán. Después de aniquilar a los constructores de Babel,
que intentaron hacerse un nombre (shem) por sus propios medios y
oponerse a la autoridad familiar de Noé, Dios le hizo una promesa parecida
a Abrahán cuando lo llamó a la Tierra Prometida: «Yo haré grande tu
nombre (shem); así restauraré la unidad de la familia humana».
Pero esa restauración no llegó todo lo rápido que Abrahán esperaba.
Ahora Dios anunciaba su plan de renovar –y consumar– su promesa en
David:
“Te he dado nombre [shem] grande, como el nombre de los grandes
que hay en la tierra. Asignaré un lugar para mi pueblo Israel y lo
plantaré para que habite allí y nadie le moleste... Te concederé la paz
con todos tus enemigos. El Señor te anuncia que Él te edificará una
casa” (2 S 7, 9b-11).
Dios estaba prometiendo a David un nombre grande y la paz con sus
enemigos. Pero ¿qué quería decir con la palabra «casa»?
El término hebreo bayith tiene varios significados. Una casa puede ser
una familia, un edificio, un templo e incluso una dinastía, como la Casa de
Windsor o la Casa de Habsburgo. En el contexto de este pasaje la palabra
«casa» reúne todos y cada uno de esos significados.
Natán debió de pasar en vela la mitad de la noche, porque Dios aún tenía
más promesas para David:
“Cuando hayas completado los días de tu vida y descanses con tus
padres, suscitaré después de ti un linaje salido de tus entrañas y
consolidaré su reino. Él edificará una casa en honor de mi nombre y
yo mantendré el trono de su realeza para siempre. Yo seré para él un
padre y él será para mí un hijo” (2 S 7, 12-14).
El hijo de esa promesa fue Salomón, cuyo nombre proviene de la palabra
hebrea que significa paz: Shalom.
Salomón es a todas luces prefigura de Jesucristo, el eterno Príncipe de la
Paz: el Hijo de David, el rey de Israel, el constructor del templo, el maestro
de la sabiduría. Nuestra fe en el reino de Cristo descansa sobre esta piedra
angular. Jesucristo, el Hijo de David, es Señor de señores y Rey de reyes.
No hay un solo milímetro de la creación que escape a su dominio. Nosotros,
hijos del Rey, estamos llamados a ser siervos y soldados suyos, a extender
su reino hasta los últimos confines de la tierra.

La humildad de David
Pese a que David deseaba ardientemente construir un templo y gobernar
como rey y sacerdote, Dios le negó ese privilegio, pero prometió
concedérselo al hijo del rey. ¿No te parece que David debió de sentirse
decepcionado?
Pero ¿cómo reaccionan los padres que no logran cumplir un sueño
cuando ven que sus hijos sí lo consiguen? Lo normal es que se sientan aún
más satisfechos, tal y como demuestra la respuesta que Dios recibió de
David, que empieza así:
“¿Quién soy yo, Señor Dios, y qué es mi casa para que me hayas
traído hasta aquí? Y aun esto fue insignificante ante tus ojos, oh Señor
Dios, pues también has hablado de la casa de tu siervo concerniente a
un futuro lejano. Y esta es la ley de los hombres, oh Señor Dios” (2 S
7, 18-19; la cursiva es mía).
Es el júbilo incontenible del padre ante la generosidad de Dios con su
hijo.
Aunque en algunas versiones de la Biblia (la Versión Estándar Revisada,
por ejemplo) las palabras hebreas wasoth torath ha’adam aparecen
traducidas como «futuras generaciones», la traducción más común es: «esta
es la ley de los hombres» [3]. Las dos palabras clave son Torath, otra forma
para «torah» (o ley de la alianza), y ha’adam, que en hebreo significa
«humanidad» («adam»).
El rey David anunciaba así la mayor bendición de alianza que Dios había
concedido nunca, una torah dirigida a todas las naciones y no solo a Israel.
En otras palabras: lo que la torah de la alianza mosaica era para Israel –el
fuero de la guía y la bendición divinas–, lo sería para los gentiles la torah
de la alianza de Dios con David –y con su hijo–. A través de Salomón, los
gentiles recibieron por primera vez la «torah» encarnada en la «sabiduría»
de Dios (ver 1 R 3-5), para a continuación ser recogida y asociada a lo que
llamamos los libros sapienciales (Proverbios, Sirácida, Cantar de los
Cantares y Sabiduría).
Yo expresaría con estas palabras la respuesta de David: «Oh Dios, Tú has
realizado todos estos prodigios y has hecho esta promesa a mi casa. Has
prometido hacer cosas grandes con mi dinastía. Pero todo eso es
insignificante a tus ojos, porque lo más grande que he recibido de ti es la ley
de la alianza para todas las naciones, para toda tu familia humana. No
puedo creer lo que estoy oyendo. ¿Quién soy yo, el menor de tus siervos,
para que hagas eso por mí y por mi hijo?».
El Padre había realizado todos esos prodigios porque David no se
consideraba más que un siervo. Si te sientes insignificante y muy poca cosa,
ten por seguro que jugarás un papel en el plan de Dios. Dios siempre ha
buscado y sigue buscando a quienes se sienten pequeños, a quienes son
humildes ante el Señor y temen al Creador más que a las criaturas. De esos
se sirve el Padre para robustecer a su familia humana y edificar el reino de
los cielos para gloria de su nombre.
Esos son los rasgos que mostró David en su enfrentamiento con Goliat,
un gigante que hacía estremecer a todo el mundo. Fue un simple pastor, un
muchacho, quien dio un paso adelante para aceptar el desafío. No afirmó no
tener miedo. De hecho, lo que dijo fue: «Yo también tengo miedo. Pero
escuchad a ese tipo: ¡está blasfemando contra el Dios de Israel! Nadie, por
grande que sea, puede actuar así sin sufrir las consecuencias. Dios hará
cualquier cosa por quien esté dispuesto a bajarle los humos. Al fin y al
cabo, cuanto más alto está uno, de más arriba cae».
La fe de David le permitió reconocer el más hondo alcance de la promesa
de Dios: que su dinastía sería un reino universal. De hecho, ese decreto
universal sería el medio del que se serviría Dios para establecer el destino
colectivo de la familia humana. A través de la alianza davídica otorgaría
una constitución a toda la humanidad, un fuero familiar internacional
ofrecido sin reservas a las naciones.
El rey David, mediador de la alianza, se puso manos a la obra y fue
transformando la familia nacional de Israel en una familia imperial, en un
reino dinástico. La diferencia es sutil, pero esencial. Una nación implica un
solo Estado soberano, mientras que un reino ejerce la soberanía sobre
otros estados y naciones.
El fin último del gobierno imperial consistía en compartir con todas las
naciones la sabiduría, la verdad y la justicia que Dios había derramado
sobre Israel con tanta generosidad. Desde el principio deseó ser padre de
una familia universal. No eligió a Abrahán, Isaac, Jacob y Moisés por
favoritismo, sino porque es un padre sabio que sabe valerse de su
primogénito para influir en los hermanos menores atrapados por los poderes
demoniacos.
Dios permitió a los reyes davídicos convertir en siervas a las naciones de
su entorno por el bien de estas. Al fin y al cabo, era preferible servir como
esclavo en la familia de Dios que ser libre fuera de ella. De este modo el
Padre preparaba a todas las naciones gentiles para recibir el don pleno de la
filiación divina a través de Jesucristo.
Durante un tiempo las naciones del entorno aceptaron ese fuero, igual
que Israel pronunció un sí inicial a la llamada de Dios a ser un reino de
sacerdotes. Pero luego tanto Israel como las naciones rechazaron esa
llamada. Que nadie se dé prisa en condenarlos: sacrificar los bienes
menores de este mundo, poner nuestro corazón en los tesoros del cielo y
llevar nuestra cruz nunca ha sido fácil y nunca lo será.

Los salmos reales

El rey David dejó un legado tangible a toda la humanidad: el espléndido


tesoro de los salmos. Son estampas de agonía y de éxtasis, de odio y amor,
de desesperación y victoria, de desprecio y alabanza, que recogen la
singular sensibilidad del rey, así como sus dotes para la poesía y la música.
Los llamados salmos reales ofrecen un comentario muy esclarecedor sobre
el auténtico significado de la alianza davídica.
El Salmo 2 es uno de los más conocidos. En su meditación David trata el
tema de las naciones y los reyes de la tierra que se han aliado para conspirar
contra su Señor y Mesías, y se niegan a ser gobernados por Dios por
mediación del rey que le representa. Pero el Señor sabe muy bien que se
han confabulado... y se burla de sus planes: «Yo mismo he ungido a mi Rey
en Sión, mi monte santo» (v. 6). A Dios no le preocupa lo que traman los
reyes y los príncipes de la tierra para subvertir sus rectas leyes. Puede que
estén engañados y hayan engañado a otros, pero el Padre conoce sus
corazones obstinados y sus planes de rebelión, y hará que se vuelvan contra
ellos. El Salmo 2 ilumina un aspecto concreto de la alianza davídica: el de
una familia teocrática universal sujeta a la ley paternal de Dios. Los
gobernantes de la tierra que se niegan a servir y a adorar al Dios único y
verdadero traen consigo el desastre y la ruina.
El Salmo 2 recoge otra perspectiva de esta idea. El salmista pide que el
hijo del rey gobierne con rectitud y justicia, y que le sirvan todos los reyes:
algo que cobra realidad temporalmente en Salomón y que queda consumado
en Jesucristo, el verdadero Hijo de David.
El Salmo 89 anuncia que Dios hará del Hijo de David su «primogénito,
el más eximio entre los reyes de la tierra» (v. 28). La palabra hebrea que
significa «eximio» es elyon, un término habitualmente reservado para Dios.
El linaje de David perdurará eternamente y Dios Padre se servirá de él para
reunificar y restaurar la familia creada por Él.
El último salmo sobre el que vale la pena reflexionar es el 110, el más
citado en el Nuevo Testamento, que comienza así: «Oráculo del Señor a mi
señor (literalmente, “dice Yavé a mi señor [Adonai])”: “Siéntate a mi
derecha hasta que ponga a tus enemigos como estrado de tus pies”» (v. 1).
En continuidad con la antigua tradición que atribuye a David dicho salmo,
Jesús retoma sus palabras y se pregunta: «Si David le llama “Señor”, ¿cómo
va a ser hijo suyo?» (ver Mt 22, 45). Este salmo, al igual que los demás que
hemos citado hasta aquí, apunta al cumplimiento parcial de la alianza
davídica en Salomón y a su perfecto cumplimiento en Cristo.
El cuarto versículo también es significativo: «El Señor lo ha jurado y no
se arrepiente: “Tú eres sacerdote para siempre según el orden de
Melquisedec”» (Sal 110, 4). Son dos los aspectos que conviene destacar de
él: en primer lugar, este versículo se refiere al juramento de alianza de Dios
respecto al hijo de David; y, en segundo lugar, revela las bendiciones que
Israel y todas las naciones recibirán de Dios a través de Jesucristo, nuestro
rey y sumo sacerdote (ver Hb 5-7).

La perdición de David
Pese a todo su coraje, a su fe y a su talento poético, el rey David sentía
una debilidad por las mujeres que acabó siendo su ruina. Es probable que
conozcas la historia (ver 2 S 11). En lugar de cumplir con su deber y
participar en la batalla al frente del ejército de Israel, el rey David se quedó
en palacio tomándose un respiro. Un día, avanzada la tarde, paseaba por su
terraza cuando divisó a una mujer que se estaba bañando en una azotea
cercana. Era una mujer muy hermosa.
David, tan resolutivo como de costumbre, preguntó: «¿No es esa
Betsabé, hija de Eliam, mujer de Urías, el hitita?» (ver v. 3). El rey la
conocía porque el marido de Betsabé era uno de sus principales asesores
militares. Así que la mandó llamar y, cuando llegó, ambos durmieron
juntos. Betsabé volvió a su casa y no tardó en descubrir que esperaba un
hijo.
Ahí empezaron las maniobras de David. «Id a buscar a Urías. Lleva
demasiado tiempo combatiendo. Quiero que se tome un descanso». Cuando
Urías regresó del campo de batalla, el rey lo mandó a su casa para que se
relajara y disfrutase de su hermosa mujer.
Urías se negó. «¿Cómo voy a hacer tal cosa? El pueblo de Dios está
combatiendo junto al arca de la alianza. No puedo descansar. No puedo
irme a dormir con Betsabé».
Con la esperanza de debilitar el sentido de la responsabilidad del
soldado, David intentó emborracharlo. Pero, en lugar de irse a su casa a
disfrutar de Betsabé, Urías se quedó en palacio. Desesperado por borrar sus
huellas, el rey pasó al plan B. Entregó a Urías una carta sellada y dirigida a
su comandante Joab en la que le decía: «Joab, cuando sitiéis la ciudad,
poned a Urías en primera línea. Y, en lo más recio del combate, retiraos y
dejadlo solo» (ver v. 15).
Con cada paso que daba, David se iba hundiendo un poco más: primero
un adulterio y luego un asesinato. Como era de prever, Urías cayó en la
batalla. Transcurrido el pertinente período de duelo por su marido, Betsabé
se convirtió en la esposa de David y le dio un hijo.
Dios estaba tan disgustado que envió a Natán para que transmitiera a
David la curiosa parábola de un hombre rico que tenía ovejas y bueyes en
abundancia, y un hombre pobre que no poseía más que una corderilla de la
que cuidaba como de su propia hija (ver 2 S 12). Resultó que el rico tuvo
que agasajar a un invitado con una cena; pero, como no quería desperdiciar
un solo cordero de su rebaño, le robó al pobre su única posesión.
Semejante canallada indignó de tal modo a David que pronunció este
juramento: «Vive el Señor, que el que haya hecho tal cosa es reo de muerte;
y por haber actuado de esa manera, sin tener compasión, habrá de pagar
cuatro veces por la corderilla» (vv. 5-6).
Entonces dijo Natán: «Tú, David, eres ese hombre»; a lo que siguió una
solemne maldición sobre su casa:
“Por haberme despreciado y haber tomado como esposa la mujer de
Urías, el hitita, la espada no se apartará nunca de tu casa... Suscitaré el
mal en tu casa; ante tus ojos te quitaré tus mujeres y se las daré a otro
que dormirá con ellas a la luz del sol que vemos” (2 S 12, 10-11).
David se arrepintió y el Señor le perdonó la vida, pero el hijo del
adulterio con Betsabé murió. A resultas de esta tragedia, el rey escribió el
Salmo 51, el poema de contrición más sentido de la Escritura. Betsabé
concibió otro hijo destinado a heredar el trono de Israel. Se llamó Salomón.
En línea con la maldición pronunciada por Natán, en la vida de David
fueron acumulándose las desgracias. Su hijo Amnón se enamoró de una de
sus hermanastras, Tamar, y puso en práctica un plan para abusar de ella.
Absalón, el hermano de Tamar, se enteró enseguida de lo que había hecho
su hermanastro, pero se dio un tiempo para ver cómo resolvía el rey el
asunto. Al comprobar que David no hacía nada al respecto, Absalón mató a
Amnón y huyó por miedo a su padre.
A partir de ahí las relaciones internas de la familia de Dios siguieron
cayendo en picado. Aunque más adelante Absalón volvió a Jerusalén, pasó
dos años más sin ver a su padre. Como primogénito de David, se
consideraba con derecho a la corona; así que reunió hombres y apoyos y,
con el tiempo, lideró una rebelión contra su padre. Consiguió expulsar a
David y conquistó Jerusalén.
Absalón remató la proclamación de su soberanía con un curioso punto de
exclamación: se quedó con las concubinas de su padre y se acostó en
público con el harén real. (Según las normas culturales, quien poseía el
harén poseía el reino). Aun así, la muerte de Absalón durante la lucha por el
poder que se desató acto seguido llenó de tristeza el corazón paternal de
David.

El legado de Salomón: una debacle espiritual

El dolor de David no era sino un pálido reflejo del corazón roto de Dios
Padre. A causa del pecado de David, la casa del rey había quedado dividida
por la envidia, el odio y el ansia de poder. ¿Cómo iba a ser capaz el Padre
de cumplir su promesa de instaurar un reino perpetuo a través del hijo de
David? Puede que el grandioso proyecto de Dios de formar una familia
humana gobernada por Él corriera peligro, pero no estaba arruinado.
En contra de las violentas protestas de sus hermanastros mayores,
Salomón se ciñó la corona de heredero por designación de David (ver 1 R
1-2). Entre sus primeras órdenes reales se contó la de instalar un trono a la
derecha del suyo para Betsabé, la reina madre. Desde este momento hasta el
final de la monarquía davídica, no se vuelve a ver al rey de Israel
gobernando sin la reina madre a su derecha.
El Padre celestial ofreció al nuevo rey un regalo especial por su
coronación: «Te daré lo que me pidas. ¿Qué quieres?: ¿riquezas?, ¿muchos
años de vida?, ¿poder?».
–No –contestó Salomón–. Quiero sabiduría.
–Eso me ha gustado –dijo Dios–?. Por haberme pedido sabiduría, tendrás
toda la sabiduría que deseas y todo lo demás.
La asombrosa sabiduría de Salomón llegó a oídos del mundo entero. Los
reyes y las reinas viajaban desde África, Europa y cualquier continente
habitado para ser testigos de aquel don admirable. Llevado de esa sabiduría,
Salomón empezó a construir el templo: una empresa titánica en cuanto a
diseño, trabajo y materiales. La espléndida plegaria con que el rey lo dedicó
estuvo acompañada de un fuego caído del cielo que consumió el sacrificio
ofrecido sobre el altar (ver 2 Cro 7, 1). Ni que decir tiene que todos los
presentes se postraron rostro en tierra adorando a Dios.
Salomón pasó de restaurar la gloria del reino paterno a arrastrar la
alianza davídica por el suelo violando sistemáticamente las tres reglas de la
«ley del rey» enunciada en el capítulo 17 del Deuteronomio. Fue tan tirano
como el resto de los reyes y exprimió los tesoros de las colonias que le
estaban sometidas (ver 1 R 10, 14). No se limitó a ordenar que acudieran a
él en cuerpo y alma para escuchar la ley de Dios, sino acompañados de
toneladas de oro.
Vale la pena destacar que Salomón recibía anualmente de las naciones
seiscientos sesenta y seis talentos a cambio del privilegio de explotar sus
tierras y sus mares. Es curioso que este mismo número aparezca en otro
pasaje de la Biblia –el «número de la Bestia» (ver Ap 13, 17), asignado a
quienes compran y venden– junto con una llamada a la sabiduría para
entender su significado. Al abusar de su sabiduría y de su poder en
beneficio propio y en perjuicio de las necesidades de las naciones que eran
sus hermanas menores, Salomón se convirtió en una protobestia.
Exigir tanto dinero requería reunir un arsenal armamentístico disuasorio,
de modo que el rey de Israel empezó a acumular carros, caballería, armas y
ejércitos permanentes, contraviniendo así el mandato de Dios.
Y, por si tantas riquezas y tantas armas fuesen pocas, Salomón se dedicó
a la caza amorosa de mujeres: setecientas esposas y trescientas concubinas.
«El rey Salomón amó a muchas mujeres extranjeras: además de la hija de
Faraón, a mujeres moabitas, amonitas, idumeas, sidonias e hititas» (1 R 11,
1). El Padre había prohibido terminantemente a su pueblo establecer lazos
matrimoniales con estas naciones por temor a que sus corazones se
volvieran a otros dioses. Pero Salomón quería ser un rey como los demás,
deseosos de establecer alianzas políticas a través del matrimonio.
Su caída en desgracia no acabó ahí. Salomón comenzó a construir altares
idólatras para adorar a las divinidades cananeas Astarté y Baal al mismo
tiempo que a Yavé. El Padre, que no podía tolerar tal cosa, hizo que se
alzaran contra él adversarios de dentro y de fuera, mientras Salomón
envejecía contemplando cómo se deshacía su reino.
Uno de esos adversarios era el efraimita Jeroboam, un siervo del rey muy
competente. Ante él proclamó el profeta Ajías la palabra del Señor:
«Quitaré el reinado de manos de su hijo y te lo daré a ti sobre diez tribus. A
su hijo le dejaré una tribu, para que mi siervo David tenga siempre ante mí
una lámpara en Jerusalén, la ciudad que escogí para poner allí mi nombre»
(1 R 11, 35-36). Pese a los errores de Salomón, Dios Padre seguía
manteniendo la promesa hecha a su hijo David.

Dos naciones bajo Dios

Roboam, el hijo de Salomón, subió al trono en un momento de peligrosa


inestabilidad. Jeroboam y toda la asamblea de Israel prometieron servir al
nuevo rey si les aliviaba de la pesada carga de los impuestos. Roboam pidió
tres días para pensárselo.
Los ancianos que habían asesorado a su padre aplaudieron la sensatez de
la medida. A continuación el rey consultó a sus camaradas, los jóvenes
consejeros que más se beneficiaban de los impuestos, quienes propusieron
subirlos aún más.
Es evidente que Roboam no había heredado de Salomón la sabiduría, una
de cuyas primeras manifestaciones es la de escoger cuidadosamente a
quienes te asesoran. El nuevo rey anunció su decisión de aumentar los
impuestos con un mensaje tan provocador como este: «¿Pensáis que mi
padre os cobraba demasiados impuestos? Pues mi dedo meñique es más
recio que la cintura de mi padre» (ver 1 R 12, 10-11). O por decirlo con
otras palabras: «Todavía no habéis visto nada».
Entonces estalló una guerra civil. Lideradas por Jeroboam, diez de las
tribus se separaron para no volver a unirse nunca. Con la casa de David solo
quedó la tribu de Benjamín. Israel, el reino del norte, eclipsó al del sur,
Judá, donde Roboam seguía reinando. La breve edad dorada de un reino
davídico unido, prototipo terrenal del reino celestial de Dios, había llegado
a su fin [4].
El milenio anterior a Cristo resultó un crisol para la purificación y
depuración de la familia de Dios. Después de la rebelión política de las diez
tribus disidentes vino la rebelión espiritual. Esa etapa de idolatría se fraguó
en el siglo X a.C. bajo el reinado de Jeroboam.
Uno de los primeros actos oficiales del rey Jeroboam consistió en
fabricar dos becerros de oro para darles culto, uno en Betel y otro en Dan,
además de expulsar a los levitas. De hecho, deshizo la alianza del Sinaí.
¿En qué estaba pensando?
Puede que Jeroboam, miembro de la tribu de Efraím, fuese consciente de
los orígenes híbridos de su antepasado tribal. El padre de Efraím era José,
hijo de Israel, mientras que su madre era una egipcia llamada Asenat (ver
Gn 46, 20). Cuando mandaron llamar a Jeroboam para ser el nuevo rey de
las diez tribus del norte, este se trasladó desde Egipto (ver 1 R 12, 2). Quizá
lo que quería era instaurar un reino en el que las religiones de Israel y de
Egipto estuvieran mezcladas; en ese caso, se trataría de un ejemplo evidente
de falso ecumenismo.

Profetas y calamidades

Dios respondió a un atrevimiento tan descarado enviando a varios


profetas con advertencias dirigidas al reino del norte: figuras tan taquilleras
como Elías y Elíseo, por no mencionar a Oseas y Amós. Pero en el año 722
a.C. las tribus del norte sufrieron la invasión de Asiria, la nación de la
antigüedad terrorista por antonomasia.
Esos avisos proféticos, unidos a la devastación subsiguiente, provocaron
un terremoto que recorrió el reino davídico de Judá o lo que quedaba de él,
al tiempo que propiciaron reformas muy necesarias emprendidas por reyes
como Ezequías y Josías que no llegaron a detener la marea del juicio
divino.
El hijo de Ezequías, Manasés, no solo se rebeló contra la alianza de Dios,
sino que perfeccionó la maldad en Judá y en Jerusalén hasta límites
insospechados al sacrificar a sus hijos en el ardiente altar del dios pagano
Moloch y ordenar la muerte de miles de niños judíos en los altares de las
afueras de Jerusalén.
Solo por eso Jerusalén habría sellado su destino. Un siglo después
ningún esfuerzo del rey Josías fue suficiente para deshacer el mal
provocado por Manasés. La opresión de Babilonia comenzó en torno al 600
a.C., pero el año más negro fue sin duda el 586 a.C., cuando el rey de
Babilonia, Nabucodonosor, incendió Jerusalén y sometió a los judíos al
cautiverio durante setenta años.
El templo quedó destruido, el sacerdocio diezmado y los sacrificios
interrumpidos. La familia de la alianza de Dios parecía extinguida. No
obstante, para los profetas –como Isaías, Jeremías y Ezequiel– el exilio de
Babilonia fue un período de expiación y penitencia querido por Dios, que se
cerró parcialmente cuando los medopersas invadieron Babilonia, y Ciro, su
gobernante, permitió a los judíos regresar a Jerusalén y reconstruir el
templo (ver Is 44-45).
La restauración del culto del templo trajo consigo cierto renacimiento del
pueblo de la alianza de Dios. A falta de un rey davídico, los exiliados
retornados eligieron por jefe al sumo sacerdote Esdras, quien renovó la
alianza y obligó a los judíos a divorciarse de sus esposas extranjeras.
Además, volvió a difundir la ley y supervisó la finalización del templo. A
partir de entonces, con unas pocas y breves interrupciones durante la
dinastía asmonea, los judíos vivieron en una teocracia sacerdotal privada de
soberanía política o real. Esta mancomunidad religiosa centrada en el
Templo engendró una nueva perspectiva religiosa que hoy se conoce como
judaísmo.
Los judíos, faltos de una soberanía política y de poder militar, pasaron de
mano en mano como una patata caliente y sufrieron la conquista y la tiranía
constantes de los poderes gentiles, desde babilonios y medopersas hasta los
griegos y las dinastías ptolemaicas y seléucidas, antes de que le llegara el
turno a Roma, que conquistó Jerusalén en el 63 a.C.
Privados de casi todos los reyes y profetas, la corrupción y la debilidad
hicieron mella incluso en el linaje sacerdotal. No obstante, a lo largo de este
período dominado por el sufrimiento, la sumisión y el martirio, los judíos
experimentaron una profunda conversión al Señor. Puede decirse que esta
etapa representa el clímax del Antiguo Testamento, al menos desde el punto
de vista espiritual. Sin profetas y sin reyes, los judíos solo podían apoyarse
en el Señor.
Fue un tiempo de espera y confianza en la fidelidad del Padre a sus
promesas de alianza. Este tiempo prolongado de espera trajo consigo
espléndidos frutos espirituales. Se cultivó la oración, se perfeccionó el culto
y la fidelidad a la ley de Dios se fortaleció como no lo había hecho nunca.
Y, por primera vez en la historia de Israel, muchos judíos alcanzaron la
corona del martirio después de sufrir y morir en nombre de la fe. Los libros
deuterocanónicos, Macabeos 1 y 2, ofrecen un ejemplo desgarrador y
particularmente emotivo de una madre que, obligada a contemplar la tortura
y la ejecución de sus siete hijos, no deja de instarlos ni un solo momento a
aferrarse a la fe de sus padres y a sufrir en su nombre (ver 2 M 7).
La depuración y la purificación de los judíos se forjaron en un crisol de
intenso sufrimiento que los transformó en un sacerdocio santo. Ahora se
veían a sí mismos como sacrificios vivos y al mundo, como un inmenso
altar.
12. «TODO ESTÁ CONSUMADO»:
EL HIJO CUMPLE LAS PROMESAS DEL
PADRE

Decía san Agustín que el Nuevo Testamento está escondido en el


Antiguo, mientras que el Antiguo se hace manifiesto en el Nuevo. Hasta
aquí hemos vislumbrado cuál era el plan último de Dios cuando estableció
sus alianzas con Adán, Noé, Abrahán, Moisés y David. Ahora pasaremos a
considerar de qué manera se hacen explícitas y se consuman en el Nuevo.
La condición de Mesías convierte a Jesús en sacerdote, profeta y rey. Es
el nuevo Adán. Es el linaje de Abrahán. Es el nuevo Moisés. Es el Hijo de
David. Es el Hijo de Dios. Es el Cordero de Dios. Jesús tenía que ser todas
estas cosas y algunas más para cumplir cada una de las promesas del Padre.
Y las cumplió.

¿Qué quiso decir Jesús?

Conservo un vívido recuerdo de una mañana de domingo del año 1982


en que Kimberly y yo asistíamos al servicio de una congregación
evangélica de nuestro lugar de residencia. En aquella época yo aún era
seminarista y me preparaba para el ministerio. Se acercaba la Pascua y
nuestro pastor favorito estaba predicando un sermón sobre la muerte
sacrificial de Jesús en la cruz del Calvario.
De repente el pastor dijo algo que captó mi atención y se apoderó de ella.
En medio del sermón planteó lo que en principio parecía una pregunta muy
sencilla: «¿Qué quería decir Jesús en Juan 19, 30 cuando gritó: “Todo está
consumado”? ¿A qué se refería con ese “todo”?».
Al momento me vino a la mente la respuesta propia de un evangélico: las
palabras de Jesús se referían a la consumación de nuestra redención en ese
mismo instante. «Todo está consumado» significaba que no hacía falta nada
más: nuestra salvación quedaba completada.
Resulta que el predicador era un destacado especialista en Sagradas
Escrituras, además de uno de mis profesores del seminario favoritos; de
modo que su convincente demostración de que probablemente no fue eso lo
que quiso decir Jesús me dejó de piedra.
Señaló, por una parte, que el Nuevo Testamento enseña que nuestra
redención solo se consumó cuando Jesús, como dice Pablo, «fue resucitado
para nuestra justificación» (Rm 4, 25). A continuación explicó cuántas
veces los cristianos adoptan su propia visión teológica para aplicarla al
texto bíblico en lugar de extraer conclusiones del propio texto y leerlo en el
contexto adecuado.
Y terminó provocando mi consternación al admitir con toda sencillez que
carecía de respuesta a su propia pregunta. Sencillamente, no la había
encontrado.
No recuerdo haber escuchado ni una sola palabra más del sermón. Mi
mente se lanzó a galopar en busca de una respuesta. Al llegar a casa saqué
los libros y empecé a investigar. Y me pasé diez meses investigando.
Al final, mucho después de mi graduación, durante mi primer año de
ministerio, hallé una respuesta mientras estudiaba la Escritura para preparar
un sermón sobre la «Cena del Señor», como la llamábamos los
presbiterianos.
Aún recuerdo la estremecedora sensación de haber hecho algún
descubrimiento después de tanto tiempo indagando en el contexto histórico
de algunos textos bíblicos clave. Hubo, en concreto, cuatro fases muy claras
de mi indagación de las que obtuve algunas pistas de un valor incalculable.
Pista número 1:
el contexto de la Antigua Alianza

La primera fase de mi descubrimiento transcurrió mientras estudiaba el


trasfondo veterotestamentario de la Última Cena de Jesús, celebrada en la
fiesta judía de la Pascua (ver Mc 14, 12-16) que, como hemos visto,
conmemoraba la liberación del pueblo israelita de Egipto. Aquella noche
aciaga murieron todos los primogénitos que vivían en territorio egipcio,
excepto los de las familias israelitas que mataron un cordero sin defecto y
con los huesos intactos (ver Ex 12, 5 y 46) y lo comieron en una cena
sacrificial. Luego Moisés los sacó de Egipto y los condujo hasta el Sinaí,
donde recibieron la ley y la alianza sellada con el sacrificio y la comunión.
En aquella época llevaba ya muchos años estudiando la noción bíblica de
alianza, de modo que conocía bien los trabajos de estudiosos como D. J.
McCarthy, S. J., quien demuestra que las alianzas antiguas establecían unos
vínculos de parentesco sagrados; y, en este caso concreto, el vínculo era
entre Yavé e Israel, a quienes convertía en una única familia. Estos vínculos
de alianza aparecen descritos haciendo uso de términos relacionados con la
familia: los de padre e hijo (ver Ex 4, 22; Dt 1, 31; 8, 5; 14, 1) y los de
esposo y esposa (ver Jr 31, 32; Ez 16, 8; Os 2, 18-20). Al mismo tiempo, las
fiestas y los ritos litúrgicos renovaban –y reforzaban– los vínculos
familiares de comunión de alianza entre Yavé e Israel.
En tiempos de Jesús esta era una parte importante de la noción judía de la
Pascua. Cabe destacar que los evangelios recogen una sola ocasión en la
que Jesús pronuncia la palabra «alianza», y se trata de una ocasión tan
importante como su última Pascua, cuando instituye la Eucaristía en el
cenáculo: «Y tomando el cáliz y habiendo dado gracias (eucharistesas), se
lo dio diciendo: “Bebed todos de él; porque esta es mi sangre de la nueva
alianza, que es derramada por muchos para remisión de los pecados”» (Mt
26, 27-28).
¡Qué momento tan asombroso! En el propio Hijo Primogénito de Dios,
en el Cordero de Dios, se cumple la Pascua de la Antigua Alianza en santo
sacrificio por nuestros pecados. Y sirve de ocasión para que Jesús anuncie
de forma expresa la institución de la Nueva Alianza.
Continué la búsqueda y descubrí que la relación con la Pascua implicaba
algo más que la Eucaristía, lo cual se pone particularmente de manifiesto en
el evangelio de Juan, donde en toda la cadena de acontecimientos –que
empieza con la Última Cena y termina con la crucifixión de Jesús– quedan
reflejados los distintos componentes de la Pascua judía.
Cuando Jesús está ante Pilato (ver Jn 18, 33-37), por ejemplo, Juan deja
constancia de un hecho aparentemente secundario: «Era la Parasceve de la
Pascua, más o menos la hora sexta». Sin duda, Juan sabía que esa era la
hora en que los sacerdotes comenzaban a sacrificar los corderos pascuales.
Por otra parte, Juan destaca la conexión entre Jesús en la cruz y el
cordero pascual al reseñar el hecho de que no le rompieron ningún hueso,
tal y como Moisés estipuló que debía hacerse con el cordero de la Pascua
(Ex 12, 46): «Esto ocurrió para que se cumpliera la Escritura: “No le
quebrantarán ni un hueso”». La Pascua de Jesús transcurrió desde el
cenáculo hasta el Calvario.
En Juan 19, 29 encontramos otra conexión entre la Pasión de Jesús y la
Pascua: «Había por allí un vaso lleno de vinagre. Sujetaron una esponja
empapada en el vinagre a una caña de hisopo y se la acercaron a la boca».
Solo Juan se fija en que se utilizó la rama de hisopo que prescribía la ley
pascual para rociar la sangre del cordero (ver Ex 12, 22).
Por último, Juan llama la atención sobre la túnica de la que los soldados
despojaron a Jesús: una túnica de lino sin costuras (ver Jn 19, 23-24). El
término chitón («túnica») es el mismo que se aplica en el Antiguo
Testamento a la vestimenta oficial del sumo sacerdote en el momento del
sacrificio (ver Ex 28, 4; Lv 16, 4); de donde se deduce que Jesús, nuestro
Cordero Pascual, es también nuestro Sumo Sacerdote.

Pista número 2:
la Pascua judía del siglo I y las cuatro copas
La segunda serie de pistas las obtuve de mi estudio de la antigua liturgia
pascual judía. Al parecer, la estructura del seder, conocida también como la
hagadá de la Pascua, quedó formalizada antes del siglo I. Los relatos
evangélicos asumen esa estructura al narrar los distintos detalles de la
Última Cena [1]. En concreto, el banquete pascual estaba dividido en cuatro
partes jalonadas por las cuatro copas que se consumían.
La fase preliminar consistía en una bendición solemne (kidush)
pronunciada sobre la primera copa de vino y seguida de un plato de hierbas
amargas (que servía para recordar a los judíos la amargura de la esclavitud
de Egipto).
En segundo lugar, se recitaba el relato de la Pascua (ver Ex 12) y se
cantaba el «pequeño Hallel» (Sal 113), inmediatamente seguido de la
segunda copa de vino.
En tercer lugar se servía el plato principal consistente en cordero y pan
ácimo, que precedía a la tercera copa de vino, conocida como «cáliz de
bendición».
Y llegaba por último la culminación de la Pascua con el canto del «gran
Hallel» (Sal 114-118) y la cuarta copa de vino o «copa de la consumación».
Muchos especialistas en el Nuevo Testamento ven reflejado este patrón
en los relatos evangélicos de la Última Cena. En concreto, la copa que Jesús
bendijo y dio a beber se identifica con la tercera copa de la hagadá de la
Pascua, como pone de manifiesto el canto del «gran Hallel» del que va
seguida: «Después de recitar el himno...» (Mc 14, 26). Pablo identifica ese
«cáliz de bendición» con el cáliz de la Eucaristía (ver 1 Co 10, 16).

El problema

Llegados a este punto, nos tropezamos con un problema. Porque acto


seguido, en lugar de proceder a culminar la Pascua bebiendo la cuarta copa,
lo que leemos es esto: «Después de recitar el himno, salieron hacia el
Monte de los Olivos» (Mc 14, 26). Nosotros, los gentiles cristianos que no
conocemos la hagadá, puede que no advirtamos el grave desorden que
ofrece la secuencia, pero no hay lector judío ni estudioso de la Pascua a
quienes les pase desapercibido. Para ellos, el hecho de que Jesús
prescindiera de la cuarta copa equivale en la práctica a la omisión de las
palabras de la consagración por parte del sacerdote o al olvido de la
comunión: es decir, lo que se pasó por alto fue el propósito fundamental de
la liturgia.
Y no se trata tan solo de una omisión flagrante, sino que al parecer el
propio Jesús se dio cuenta –e hizo hincapié en ello–, tal como refleja el
versículo anterior: «En verdad os digo que ya no beberé del fruto de la vid
hasta aquel día en que lo beba de nuevo en el Reino de Dios» (Mt 14, 25).
Da la impresión de que Jesús no quiso beber deliberadamente lo que sabía
que sus discípulos esperaban que bebiera [2]. ¿Por qué?
Algunos estudiosos sugieren que hay factores psicológicos que pueden
explicar el aparente olvido de Jesús quien, según el texto, «comenzó a
afligirse y a sentir angustia. Y les dice: “Mi alma está triste hasta la
muerte”» (Mc 14, 33-34). Puede que, sencillamente, la tensión que sufría
fuese mayor que su interés por seguir al pie de la letra las rúbricas de la
Pascua.
Aunque la idea resulta verosímil, hay otras consideraciones que la hacen
muy poco probable. Por una parte, si Jesús estaba tan distraído y tan
turbado, ¿por qué declaró de forma explícita su intención de no beber la
cuarta copa antes de interrumpir y suspender una cena inacabada? ¿Y por
qué siguió adelante y dirigió el rezo del «gran Hallel»? En otras palabras:
¿por qué anunció tan claramente que no iba a seguir el orden previsto? Por
otra parte, es cierto que el resto de su conducta de aquella noche apunta a
un hombre claramente turbado... pero en plena posesión de sus facultades.
Así que la pregunta sigue ahí: ¿por qué decidió Jesús no beber?

Pista número 3:
la copa de Getsemaní
La tercera fase de mi proceso de descubrimiento se inició cuando me
centré en el lugar adonde se dirigió –y en lo que hizo– Jesús después de
abandonar el cenáculo, fijándome más atentamente en la oración de Jesús
en Getsemaní. «Adelantándose un poco, se postró rostro en tierra mientras
oraba diciendo: “Padre mío, si es posible, aleja de mí este cáliz; pero que no
sea tal como yo quiero, sino como quieres tú» (Mt 26, 39). Tres veces pidió
Jesús en su oración que el Padre alejara de Él «este cáliz».
Entonces me planteé una pregunta bastante obvia: ¿a qué cáliz se refería
Jesús?
Algunos eruditos identifican «el cáliz» mencionado por Jesús con «la
copa de la ira de Dios» a la que suelen referirse los profetas en el Antiguo
Testamento (ver Is 51, 17; Jr 25, 15). Y no cabe duda de que puede existir
cierta relación. Pero se trata de una relación indirecta, ya que no hay nada
en el contexto inmediato que así lo sugiera.
No obstante, sí existe una relación más clara derivada del contexto
inmediato de la Pascua que Jesús celebró con sus discípulos antes de
interrumpirla inesperadamente.
Además, la decisión de Jesús de no beber del «fruto de la vid» reaparece
cuando va camino del Gólgota: «Y le daban a beber vino, pero él no lo
aceptó» (Mc 15, 23). Aunque el relato no explica su negativa, es probable
que guardara relación con su solemne promesa de no beber del «fruto de la
vid» hasta que se manifestara la gloria de su reino.

Última pista:
la paradoja de Juan

La cuarta fase del proceso llegó cuando encontré en el evangelio de Juan


una pista decisiva para mi búsqueda: esa pista consistía en el empleo que
hace el evangelista de la paradoja. Y me explico.
Para Juan, la hora de la Pasión, crucifixión y muerte de Jesús es también
la hora de su gloria más excelsa; las abyectas humillaciones que sufre son
su exaltación; la aparente derrota a manos de sus enemigos es su victoria
definitiva; y su muerte, el acontecimiento que da vida al mundo (ver Jn 3,
14; 7, 37-39; 8, 28; 12, 23-33; 13, 31: ¡no dejes de leer estos versículos!).
Según Juan, el sufrimiento pascual de Jesús es en realidad el
acontecimiento en el que revela la gloria de su reino y entra en ella. Así ve
él los sufrimientos de Cristo: una visión sorprendentemente profunda y, al
mismo tiempo, paradójica.

Repaso de las cuatro pistas

Recapitulemos los cuatro hitos de mi búsqueda. En primer lugar, había


descubierto que la descripción que hacen los cuatro evangelios de la cadena
completa de acontecimientos que rodean la muerte de Jesús, desde el
cenáculo hasta el Gólgota, está estrechamente relacionada con la Pascua
judía, tanto cronológica como teológicamente. En segundo lugar, había
descubierto cómo durante la Última Cena Jesús, sorprendentemente,
interrumpe –y deja inacabada– la liturgia pascual al omitir la cuarta copa; y
promete no volver a beber hasta que en algún momento del futuro se
manifieste la gloria de su reinado. En tercer lugar, había descubierto la
importancia de la oración de Jesús cuando pide que se aleje de Él un
«cáliz».
¿Cuál era ese «cáliz»? ¿Y cuándo lo bebería? ¿Había que interpretarlo
como un solo trago de sufrimiento prolongado en el tiempo que comenzó
con su arresto y su juicio y concluyó con su muerte en la cruz? ¿O se refería
solo a la crucifixión?
Por otra parte, dado el escenario más amplio de la Pascua, era muy
posible –por no decir probable– que para Jesús «el cáliz» guardara relación
con la «cuarta copa» omitida de la liturgia pascual judía y con su solemne
anuncio respecto a ella [3].
Por último, había descubierto el empleo que hace Juan de la paradoja,
que nos proporciona sólidos argumentos para relacionar la hora de la
muerte de Jesús con la hora de la gloria de su reino.
Una vez reunidas todas las pistas, llegó el momento de retomar la
pregunta inicial: ¿qué quiso decir Jesús exactamente con las palabras «todo
está consumado»? Entonces regresé al texto y volví a leerlo en su contexto:
“Había por allí un vaso lleno de vinagre. Sujetaron una esponja
empapada en el vinagre a una caña de hisopo y se la acercaron a la
boca. Jesús, cuando probó el vinagre, dijo: “Todo está consumado”. E
inclinando la cabeza, entregó el espíritu” (Jn 19, 29-30).
Al aplicar al texto mis descubrimientos, comprendí algo. Pensé que por
fin tenía la respuesta a mi pregunta.
Ese «TODO» que estaba consumado ¡era la Pascua que Jesús había
empezado –e interrumpido– en el cenáculo! Y lo que señala su
consumación es el vinagre que bebe Jesús: ¡la cuarta copa! O para ser más
preciso: lo que está consumado es el cumplimiento en Jesús de la Pascua de
la Antigua Alianza y el paso a la Pascua de la Nueva Alianza.
Por irónico que pueda parecer, la hora de su crucifixión y muerte no era
una derrota, sino «el día y la hora» de la entrada de Jesús en la gloria de su
reino, cuando volvería a beber del vino [4], tal y como había anunciado.
Pero Jesús no quiere beberlo solo: nos llama a nosotros, sus discípulos, a
participar de la «tercera copa» –el «cáliz de bendición» que compartimos en
la Eucaristía– y de la «cuarta copa», muriendo por Él (Mc 10, 38-39) [5].
Solo entonces se cumple realmente en nosotros el misterio pascual.

Compartiendo mis descubrimientos

No tardé mucho en compartir estos hallazgos con mis alumnos y con los
fieles de mi congregación. Una tarde me vi asediado a preguntas por un
seminarista que cursaba mi asignatura sobre el evangelio de Juan. Bob, que
era excatólico, se sintió particularmente interpelado cuando expliqué la
estrecha relación entre la Eucaristía y la Pascua, por una parte, y la
crucifixión de Cristo, por otra.
Mi alumno me planteó una pregunta muy clara y cargada de intención:
–Entonces, profesor Hahn, ¿qué diría usted: la Eucaristía es un sacrificio
o no?
–Para serte sincero, Bob, todavía no me ha dado tiempo a pensar en todo
lo que esto implica. Pero, desde luego, esa parece la conclusión, ¿no?
Sin saberlo, Bob suscitó en mi mente una avalancha de ideas que no
pude (o no quise) detener. Al rato todos mis alumnos se enzarzaron en un
debate que, de hecho, prolongó la clase durante una hora y media más.
Aún recuerdo las conclusiones a las que llegamos esa noche. En primer
lugar, los evangelios sinópticos recogen claramente la institución de la
Eucaristía dentro del contexto de la Pascua judía. En segundo lugar, la
Pascua judía es el sacrificio de alianza que Jesús quiso ofrecer entregándose
Él mismo. En tercer lugar, ese sacrificio pascual no puede separarse de la
muerte sacrificial de Jesús en la cruz: Jesús solo puso fin a la Pascua en el
Calvario, donde la llevó a su plenitud. En cuarto lugar, también la Eucaristía
está inseparablemente unida a la muerte de Jesús, porque el Calvario
empezó con la Eucaristía y la Eucaristía terminó con el Calvario. De hecho,
son un único y mismo sacrificio.
Esa noche Bob me detuvo a la salida del aula.
–¿Se da cuenta, profesor Hahn, de que lo que ha dicho usted esta noche
es exactamente lo mismo que aprendí en el Catecismo de Baltimore?
–Te pareceré estúpido, Bob –repuse sin alterarme–; pero ¿qué es eso del
Catecismo de Baltimore?
Nunca había oído hablar de él.
Bob me explicó que se trataba del manual básico empleado en
Norteamérica desde hacía un siglo para catequizar a los católicos. Hacía
muchos años que había abandonado la Iglesia católica, pero nunca se le
había ocurrido que su doctrina sobre la Eucaristía tuviese su explicación en
la Escritura.
Tampoco a mí se me había ocurrido nunca. Al fin y al cabo, siempre me
había sentido orgulloso de mis firmes convicciones anticatólicas y de mis
esfuerzos por ayudar a los católicos a encontrar la verdad de Jesús y a
abandonar su Iglesia para seguir lo que, en mi opinión, era el verdadero
Evangelio. Además, no había asistido jamás a una misa.
Mis últimas palabras me brotaron del corazón:
–Lo único que puedo decirte, Bob, es que me limito a seguir la Escritura.
Luego le prometí que consultaría el Catecismo de Baltimore. Lo hice. Y,
efectivamente, Bob tenía razón.

Corroborado por la Escritura:


el capítulo 6 de san Juan

Mis siguientes estudios sobre el tema me condujeron a hacer alguna


revisión adicional. Para empezar, en otros pasajes de la Escritura encontré
más confirmaciones y nuevas luces para mis conclusiones sobre la
inseparable unión entre el sacrificio pascual de Jesús en la Eucaristía y en el
Calvario.
Una investigación más minuciosa del evangelio de Juan, en especial el
discurso de Jesús sobre el Pan de Vida que recoge el capítulo 6, resultó
particularmente esclarecedora. La ocasión en que se pronuncia el discurso
queda claramente explícita: «Pronto iba a ser la Pascua, la fiesta de los
judíos» (6, 4). Juan narra el reparto milagroso de los panes entre cinco mil
personas «después de dar gracias (eucharistesas)», lo que evoca la
simbología eucarística. Luego Jesús se identifica como el «verdadero pan
del cielo» (v. 32) y como el «pan de vida» (v. 35), trazando un paralelo con
Moisés, de quien se sirvió Dios para alimentar milagrosamente a los
israelitas con el maná al tiempo que establecía con ellos una alianza
después de la primera Pascua (Ex 16, 4ss). Así es como Juan prepara a sus
lectores para que comprendan que Jesús instituye la Nueva Alianza por
medio de su propio sacrificio eucarístico del que Él es Sumo Sacerdote y
víctima pascual. Su sorprendente anuncio lo deja aún más claro:
“En verdad, en verdad os digo que, si no coméis la carne del Hijo
del Hombre y no bebéis su sangre, no tendréis vida en vosotros. El
que come mi carne y bebe mi sangre tiene vida eterna, y yo le
resucitaré en el último día. Porque mi carne es verdadera comida y mi
sangre es verdadera bebida. El que come mi carne y bebe mi sangre
permanece en mí y yo en él” (Jn 6, 53-56).
Jesús emplea el lenguaje más duro a su alcance para transmitir la verdad
de su presencia real en la Eucaristía como nuestro Cordero Pascual, pese a
la incredulidad y el escándalo que suscita (ver Jn 6, 60-69).
Hay una buena razón para que sus palabras provocaran espanto entre los
judíos piadosos: el Levítico prohibía terminantemente beber sangre. Los
que lo hicieran quedaban separados de su familia. ¿Dio marcha atrás Jesús
al oír sus objeciones diciendo: «Solo estoy hablando en sentido figurado»?
No. Lo que dijo fue: «Sí, habéis oído bien. Si bebéis mi sangre, quedaréis
separados de todos vuestros parientes del antiguo Israel y de toda la familia
natural del antiguo Adán. Solo entonces podré uniros a mí, en mi carne y en
mi sangre, y haceros miembros de la familia sobrenatural del Nuevo Adán,
el nuevo Israel de Dios (ver Ga 6, 16). Esto es lo que he venido a hacer:
formar la familia de la Nueva Alianza de Dios en mi propia carne y en mi
propia sangre eucarísticas».
Es evidente que Jesús no hablaba en sentido figurado ni haciendo uso de
metáforas. De ser así, le habría resultado muy fácil –y esencial– aclarar este
punto. En ese caso, sus oyentes judíos lo habrían entendido fácilmente y no
habrían tenido motivos para sentirse ofendidos.
Lo cierto es que quienes escuchaban a Jesús entonces contaban con una
excusa mucho mejor que las nuestras para no creerle, porque aún no había
muerto, y menos aún instituido la Eucaristía. Nosotros no podemos
escurrirnos tan fácilmente, porque ahora la consumación de la Pascua ha
quedado claramente de manifiesto. Él es el Hijo Primogénito al que se ha
dado muerte, el Cordero sin defecto y con los huesos intactos, el que fue
sacrificado y aquel cuya sangre fue derramada... y cuyo cuerpo hemos de
comer.
La clave para entender las duras palabras de Jesús se encuentra en la
Pascua original, en esa noche aciaga para Egipto en la que Israel iba a ser
liberado. Las órdenes eran muy sencillas: matar un cordero y rociar su
sangre antes de comerlo.
Pero supongamos que a un esclavo hebreo en Egipto el cordero le
revolviera el estómago; supongamos que matase el cordero, rociara su
sangre y luego lo sustituyera por un filete de vaca o cocinara unas galletas
dándoles forma de cordero y se las comiera. ¿Qué habría ocurrido? Al
levantarse a la mañana siguiente, se habría encontrado muerto a su hijo o a
su hermano mayor. No bastaba con cumplir dos de las tres órdenes. No
podían limitarse a matar el cordero: tenían que comerlo.
Al fin y al cabo, la muerte era solo un aspecto del mandato divino para el
sacrificio. Pero el objetivo último de Dios consistía en restablecer la
comunión con Israel. Y eso quedaba vívidamente representado y
actualizado si comían el cordero pascual. De modo que Dios dio
instrucciones a todas las familias de Israel sobre lo que tenían que hacer. Y
tenían que comer el cordero.
Es evidente, por lo tanto, que la muerte sacrificial de Jesús, que empezó
en el cenáculo y terminó en el Gólgota, no fue el punto final de su sacrificio
pascual. Si el objetivo último consiste en restablecer la comunión, también
nosotros tenemos que comer el Cordero. Por eso instituye Jesús la
Eucaristía.

La perspectiva paulina

Pablo tenía una visión parecida de este tema, que ha quedado recogida en
su carta a los corintios: «Cristo, nuestro Cordero pascual, fue inmolado» (1
Co 5, 7). Y fíjate: Pablo no concluye diciendo: «Y no queda nada por
hacer», sino que en el siguiente versículo añade: «Por tanto, celebremos la
fiesta, no con levadura vieja... sino con ácimos de sinceridad y de verdad»
(1 Co 5, 8). Pablo, en otras palabras, entiende que a nosotros nos queda algo
por hacer: hemos de festejarlo con Jesús, el Pan de Vida y nuestro Cordero
Pascual.
Más adelante, en esa misma carta, Pablo confirma esa visión realista de
la Eucaristía: «El cáliz de bendición que bendecimos ¿no es la comunión
(koinonia) de la sangre de Cristo? El pan que partimos ¿no es la comunión
(koinonia) del Cuerpo de Cristo?» (1 Co 10, 16). Este lenguaje refleja una
fe consolidada en la presencia real de Cristo en la Eucaristía. Por eso Pablo
lanza esta advertencia a sus hermanos en la fe: «Porque el que come sin
discernir el Cuerpo, come y bebe su propia condenación» (1 Co 11, 29).

La Carta a los Hebreos

La idea que encontré recogida en la Carta a los Hebreos sigue esa misma
línea: algo que me sorprendió bastante, porque a lo largo de mi formación
siempre me habían enseñado que no había otro libro del Nuevo Testamento
que contradijera tan claramente la doctrina católica sobre la Eucaristía
como sacrificio. El tema central de la Carta a los Hebreos es el sacerdocio
de Jesús y, en particular, su sacrificio ofrecido «de una vez para siempre»
(ver Hb 7, 27; 9, 12 y 26; 10, 10). Así se afirma sucintamente:
“Lo más importante de todo lo dicho es esto: tenemos un Sumo
Sacerdote tan grande, que se sentó a la diestra del trono de la Majestad
en los cielos, ministro del Santuario y del Tabernáculo verdadero que
erigió el Señor, y no un hombre” (Hb 8, 1-2).
A diferencia de los sacerdotes judíos de la Antigua Alianza, Jesús no
inmola a diario varias víctimas distintas (ver Hb 7, 27).
Por otro lado, Jesús, nuestro Sumo Sacerdote, debe tener algo que ofrecer
en sacrificio en nuestro nombre: «Porque todo sumo sacerdote está
constituido para ofrecer dones y sacrificios, y, por tanto, es necesario que
también él tenga algo que ofrecer» (Hb 8, 3). ¿Significa esto que el
sacrificio «de una vez para siempre» de Jesús pertenece exclusivamente al
pasado? Al contrario: lo que implica claramente es que el sacrificio de
Jesús, precisamente por ser «de una vez para siempre», se ha convertido en
la única ofrenda perfecta presentada de continuo en el cielo; es decir: no
acaba nunca. Por eso la Iglesia lo llama sacrificio «perpetuo». Como decía
uno de mis profesores: «¿Cómo se puede repetir lo que no termina nunca?».
Jesús ya no sangra, ni sufre, ni muere (ver Hb 9, 25-26), sino que ocupa
un trono en el cielo con su cuerpo resucitado y con nuestra humanidad
glorificada, que ofrece al Padre porque es nuestro hermano mayor, nuestro
Sumo Sacerdote y nuestro Rey (ver Hb 7, 1-3). Es precisamente así como
contempla el Padre esta ofrenda perfecta y perpetua en el cuerpo vivo de su
Hijo.
Si la ofrenda de Jesús hubiera acabado, no habría razón para la
continuidad de su sacerdocio; no obstante, el sacerdocio de Jesús es
perpetuo y «vive para siempre» (ver Hb 7, 24). Tampoco habría razón para
un altar terrenal si la ofrenda de Jesús hubiese llegado a su fin. No obstante,
el autor de la Carta a los Hebreos dice que sí existe esa razón: «Nosotros
tenemos un altar del que no tienen derecho a comer los que ofician el culto
del Tabernáculo» (Hb 13, 10).
En resumen, ese «de una vez para siempre» del sacrificio de Jesús indica
la perfección y la perpetuidad de la ofrenda que hace de sí mismo. Y, por el
poder del Espíritu Santo, se puede volver a presentar en nuestros altares en
la Eucaristía para que «ofrezcamos continuamente a Dios por medio de él
un sacrificio de alabanza» (Hb 13, 15).

La perspectiva apocalíptica

La confirmación definitiva la obtuve al descubrir un rasgo muy


esclarecedor de la visión de Cristo que ofrece Juan en el libro del
Apocalipsis. Al oír al ángel anunciar la aparición de Jesús como «el león de
la tribu de Judá», Juan mira y ve «un Cordero erguido, como sacrificado»
(Ap 5, 5-6). En otras palabras: Cristo, nuestro sacerdote oficiante y nuestro
rey reinante en el culto litúrgico de la asamblea del cielo, aparece
continuamente como Cordero Pascual de la Nueva Alianza. Aparece como
Cordero porque su ofrenda sacrificial continúa. Y seguirá con nosotros
hasta que quede restaurada y consumada la comunión con todos sus hijos en
la Eucaristía. Para la familia de Dios continuará por toda la eternidad,
porque Juan describe nuestra eterna bienaventuranza como «la cena de las
bodas del Cordero» (Ap 19, 9; 21, 2-10; 22, 17). Pero esto pertenece al
último capítulo.

Apéndice: ¿en qué consiste el Evangelio de la Nueva Alianza?

Para poner fin a debates de tanto calado como este, suelo pedir a mis
alumnos que hagan un resumen de lo que hemos tratado en los términos
más sencillos posibles; y puede que haya llegado el momento de imitarlos.
Permíteme que intente resumir el Evangelio de la Nueva Alianza –
empezando desde el principio y acabando por el final– en diez puntos
fundamentales.
Primero: comencemos por la buena nueva de la creación. Dios es algo
más que un Creador lleno de sabiduría: es nuestro Padre y nos ama. Por eso
nos ha hecho «a su imagen», para que, por su gracia, vivamos como hijos
suyos. «No está lejos de cada uno de nosotros, ya que en él vivimos, nos
movemos y existimos... Somos... de su linaje» [6].
Segundo: Dios ha establecido una alianza con nosotros desde el
principio. Una alianza es un vínculo familiar sagrado en virtud del cual las
personas se entregan mutuamente en una comunión de amor. Dios nos
llama a una relación de alianza para que compartamos nuestra amistad con
Él y entre nosotros, los miembros de su familia. Para ser fieles a esa alianza
hemos de creer en nuestro Padre y obedecerle en todo, y amarnos los unos a
los otros como hijas e hijos suyos. «¿No tenemos todos nosotros un solo
padre? ¿No nos ha creado un único Dios? ¿Por qué, entonces, nos
traicionamos unos a otros, profanando la alianza de nuestros padres?» (Ml
2, 10).
Tercero: todos hemos roto la alianza con Dios. En eso consiste el pecado.
Lo que el pecado implica por encima de todo no es romper unas leyes, sino
romper nuestras vidas, nuestros hogares y nuestros corazones. No hay más
que mirar a nuestro alrededor: nuestra sociedad, nuestros trabajos y nuestras
casas. Somos egoístas, deshonestos, mezquinos y miserables. «Colmados de
toda iniquidad... inventores de maldades... Ellos, aunque conocieron el
juicio de Dios –que quienes hacen estas cosas merecen la muerte–, no solo
las hacen, sino que defienden a quienes las hacen» (Rm 1, 29-32). Por eso el
Padre castiga el pecado con la muerte: porque el pecado acaba con la vida
de Dios en nosotros y en los demás.
Cuarto: necesitamos desesperadamente la misericordia y la gracia de
Dios. Nos gusta pensar que existe una solución más sencilla: más
educación, más leyes, más tecnología o más dinero; lo cual equivaldría a
tratar el SIDA con aspirinas. La infección del pecado es mortal y demasiado
profunda. Aun así, hemos de huir de la desesperación y del pesimismo.
Nuestro Padre sabe mejor que nosotros lo que nos hace falta. «También
todos nosotros vivimos en otro tiempo en la concupiscencia de nuestra
carne, siguiendo los deseos de la carne y de los malos pensamientos, puesto
que éramos por naturaleza hijos de la ira como los demás. Pero Dios, que es
rico en misericordia, por el gran amor con que nos amó, aunque estábamos
muertos por nuestros pecados, nos dio vida en Cristo» (Ef 2, 3-4).
Quinto: la solución al pecado ha venido de Dios, que se ha hecho hombre
en Jesucristo. Jesús cargó con nuestra frágil naturaleza, herida de muerte, no
solo para sanarnos y perfeccionarnos, sino para elevarnos y hacernos
compartir su propia vida de hijo de Dios, para hacernos uno con su Padre.
«Porque quien santifica y quienes son santificados vienen todos de uno solo;
por eso no se avergüenza de llamarlos hermanos» (Hb 2, 11). Jesús hizo lo
que nadie más podía hacer: arrancar el pecado de raíz. «Porque así como los
hijos comparten la sangre y la carne, también él participó de ellas, para
destruir con la muerte al que tenía el poder de la muerte, es decir, al diablo,
y liberar así a todos los que con el miedo a la muerte estaban toda su vida
sujetos a esclavitud» (Hb 2, 14-15). Su sufrimiento y su muerte nos sanan y
nos conducen hacia nuestra casa: ahí residen nuestra mayor confianza y
nuestra esperanza. «Mirad qué amor tan grande nos ha mostrado el Padre:
que nos llamemos hijos de Dios, ¡y lo somos!» (1 Jn 3, 1).
Sexto: Jesús sella con nosotros la Nueva Alianza entregándose a sí
mismo. Su sacrificio se inicia en el banquete pascual del cenáculo, cuando
dice a sus discípulos: «“Tomad y comed, esto es mi cuerpo”... Y tomando el
cáliz... se lo dio diciendo: “Bebed todos de él, porque esta es mi sangre de
la nueva alianza, que es derramada por muchos para remisión de los
pecados”» (Mt 26, 26-28). Dios se sacrificó a sí mismo por nosotros:
primero instituyendo la Eucaristía y luego muriendo por nosotros en el
Calvario. Ambas cosas forman un todo.
Séptimo: Jesús resucitó de entre los muertos por el poder del Espíritu
Santo. Y el Espíritu Santo es el don que recibimos de Él. «Y, puesto que
sois hijos, Dios envió a vuestros corazones el Espíritu de su Hijo, que
clama: “¡Abbá, Padre!”» (Ga 4, 6). Dios promete entregar su Espíritu a todo
el que lo pida: «Pues si vosotros, siendo malos, sabéis dar a vuestros hijos
cosas buenas, ¿cuánto más el Padre del cielo dará el Espíritu Santo a los que
se lo pidan?» (Lc 11, 13).
Octavo: recibimos el Espíritu Santo y todo su poder a través de los
sacramentos, instituidos por Jesús y administrados por Él, empezando por el
bautismo: «Habéis sido lavados, habéis sido santificados, habéis sido
justificados en el nombre de Jesucristo el Señor y en el Espíritu de nuestro
Dios» (1 Co 6, 11). De esos siete sacramentos el principal es la Eucaristía,
sacrificio de la Nueva Alianza y banquete familiar en el que Jesús –de
acuerdo con su promesa– nos alimenta con su cuerpo y con su sangre: «Yo
soy el pan de vida... Mi carne es verdadera comida y mi sangre es verdadera
bebida. El que come mi carne y bebe mi sangre permanece en mí y yo en
él» (Jn 6, 48.55-56). Y nos llama a participar ahora de ese Pan de vida en la
mesa de su Padre. «Mira, estoy a la puerta y llamo: si alguno escucha mi
voz y abre la puerta, entraré en su casa y cenaré con él, y él conmigo» (Ap
3, 20).
Noveno: el Padre envió al Hijo a instituir por medio del Espíritu la
Iglesia católica, que es la familia universal de Dios. «Que todos sean uno;
como Tú, Padre, en mí y yo en Ti, que así ellos estén en nosotros» (Jn 17,
21). Por eso amamos a la Iglesia como a nuestra Madre, la veneramos como
esposa de Cristo y obedecemos sus enseñanzas; y lo hacemos porque
confiamos en que Jesús cumplirá su palabra: «Sobre esta piedra edificaré mi
Iglesia, y las puertas del infierno no prevalecerán contra ella» (Mt 16, 18).
Y eso no es todo, porque Jesús nos entrega también a su madre, María,
como madre espiritual: «Jesús, viendo a su madre y al discípulo a quien
amaba, que estaba allí, le dijo a su madre: “Mujer, aquí tienes a tu hijo”.
Después le dice al discípulo: “Aquí tienes a tu madre”» (Jn 19, 26-27; ver
Ap 12, 1-2, 5, 17). La gracia de María procede de Jesús: por eso tiene tanto
poder en la familia de Dios. Nadie ha honrado nunca a su madre como
Jesús, y quiere que nosotros le imitemos.
Diez: en esta tierra los hijos de Dios somos peregrinos que caminan hacia
su casa celestial; por eso nuestro verdadero hogar es el cielo, y nuestra
muerte, la vuelta a casa. «Nosotros somos ciudadanos del cielo, de donde
también esperamos al Salvador... el cual transformará nuestro cuerpo vil en
un cuerpo glorioso como el suyo» (Flp 3, 20-21). Y los ángeles y los santos
que nos han precedido son nuestros hermanos y hermanas mayores.
«[Vosotros] os habéis acercado al monte de Sión, a la ciudad del Dios vivo,
Jerusalén la celestial, a la compañía de muchos millares de ángeles, a la
congregación de los primogénitos que están inscritos en los cielos, a Dios el
Juez de todos» (Hb 12, 22-23).
13. YA ESTÁ AQUÍ LA ESPOSA:
NACE EL SOL DE JUSTICIA SOBRE LA
NUEVA JERUSALÉN

¿Qué suele sugerirnos la palabra «Iglesia»? Estructura, institución,


jerarquía, normas, edificios, la basílica de San Pedro, el Papa... Y, aunque
todo eso sea cierto, la Iglesia es mucho más.
En el libro del Apocalipsis Juan describe una visión en la que la Iglesia
es la Nueva Jerusalén y la Esposa de Cristo, una esposa pura y hermosa.
Una visión de la Iglesia que no siempre se ajusta a la experiencia de
escándalos, hipocresía, liturgias insípidas y falsa doctrina por la que han
pasado muchos.
En este último capítulo examinaremos cuál es la idea que Cristo tiene de
la Iglesia analizando distintas imágenes bíblicas (esposa, ciudad, cuerpo y
templo). Eso nos ayudará a vernos –con los ojos de la fe– como nos ve
Cristo, aunque no todos seamos santos canonizables.
El propósito de la Nueva Alianza no consiste en abolir las
manifestaciones terrenales de la Antigua, sino en llevarlas a su plenitud y a
su consumación. Y es Cristo quien lo hace fundando la nueva Jerusalén: la
familia de Dios una y universal que es la Iglesia católica. El autor es Cristo,
la Palabra última y definitiva del Padre. Y sigue haciéndolo hoy –a través
de nosotros, la Iglesia– para cumplir las promesas de su Padre.

La liturgia del templo celestial en el Apocalipsis


Después de aparecerse a Juan (ver Ap 1) y dictar las siete cartas a las
siete iglesias (ver Ap 2-3), Jesús invita a Juan a «subir» a lo alto (Ap 4, 1).
El Espíritu arrebata a Juan y le ofrece una imagen espléndida, radiante y
abigarrada, llena de color y sonido: la liturgia celestial de la nueva
Jerusalén. «En esta liturgia eterna el Espíritu y la Iglesia nos hacen
participar cuando celebramos el Misterio de la salvación en los
sacramentos» (CEC, n. 1139).
En la misa escuchamos la misma llamada que Juan. Cuando el sacerdote
dice «levantemos el corazón» (sursum corda), Cristo nos invita –a través
del sacerdote– a alzar la vista y unirnos al culto celestial con todos los
ángeles y los santos elegidos, según le fue revelado a san Juan [1].
Tanto aquí como a lo largo de todo el libro del Apocalipsis, Juan
bombardea al lector con las imágenes y los sonidos de su visión: imágenes
y sonidos que nos resultan ininteligibles, cuando no extravagantes, hasta
que nos damos cuenta de que son los mismos que encontraríamos en el
templo de Jerusalén.
Juan y los lectores del siglo I comprenderían inmediatamente que el
templo celestial de la visión se parece al templo de Jerusalén, porque –
según las Escrituras– el diseño del templo terrenal tiene como modelo el
celestial (ver Sb 9, 8; 1 Cro 28, 19). Y lo que es más importante: la visión
tuvo que recordarles no solo el templo en sí, sino todo lo que representaba,
ya que el templo y sus adornos apuntaban a realidades más grandes.
«El Templo... es un microcosmos de lo que el propio mundo es el
macrocosmos» [2]. Como hemos visto, el templo de Jerusalén representaba
el mundo en miniatura. Los fieles, a su vez, veían el mundo como un
macrotemplo. El templo era «el mundo en esencia... la teología de la
creación hecha arquitectura» [3]. Lo mismo puede decirse de la nueva
creación. Ya hemos visto cómo todas las visiones de Juan tienen lugar
dentro del templo celestial, que se corresponde con «un cielo nuevo y una
tierra nueva» (Ap 21, 1).

El culto cósmico: la liturgia de la creación (Ap 4)


Al comienzo del capítulo 4 del Apocalipsis, el Espíritu entra con Juan en
el cielo y le muestra el templo celestial. Juan ve el trono y a alguien sentado
en él. Alrededor del trono y sosteniéndolo hay cuatro seres vivientes, los
querubines. También en el Santo de los Santos, la sala del trono del templo,
había cuatro querubines: dos formando el Propiciatorio del arca y dos
cubriéndolo con su sombra (ver Ex 37, 7; 1 R 6, 23; Sal 80, 1). Del trono se
desprenden relámpagos y truenos, igual que de la nube de la presencia de
Dios en el monte Sinaí. Delante del trono se extiende un mar transparente
como el cristal que recuerda al enlosado del Sinaí (ver Ex 24, 9-10). Estos
elementos aparecen también en el templo de Salomón: el mar de bronce y la
Shekinah, la nube de la gloria de Dios (ver 1 R 7, 23; 8, 10-11).
Los querubines que ve Juan son criaturas aladas que simbolizan el poder
que sostiene a la creación física: el león representa el poder y la autoridad;
el toro, la fuerza; el hombre, la inteligencia y la sabiduría; y el águila, el
movimiento y la velocidad. Sus cabezas indican que en ellos están
contenidas todas las criaturas vivas y cada una de las partes del universo.
Los veinticuatro ancianos ejercen su ministerio en el santuario,
desempeñando el papel de reyes y sacerdotes: están coronados, se sientan
en tronos y visten la túnica blanca sacerdotal (ver Ap 4, 4-10). El término
griego que se aplica a los ancianos es el de presbyteroi o presbíteros.
El trono está rodeado por un arco iris (ver Ap 4, 3), signo de la alianza de
Dios con la creación desde tiempos de Noé. Del mismo modo que Dios se
sirvió de Noé para comprometerse con los hombres a la renovación de la
creación física, así Cristo renovó toda la creación, tanto física como
espiritual, y se comprometió con ella.
De este modo describe el capítulo 4 del Apocalipsis la liturgia de la
creación, llamada así fundamentalmente porque quienes participan en el
culto celestial glorifican a Dios como Hacedor, es decir, como Aquel que
creó todas las cosas (v. 11). La liturgia es el culto que Dios recibe de sus
criaturas: un culto colectivo, público, físico, ordenado y grandioso. La tierra
entera es el templo de Dios: en él se unen todos para adorar al Creador,
alabando a Dios en la liturgia del templo cósmico.
Hay varios símbolos sagrados que revelan que toda la creación ocupa un
lugar en la liturgia del templo cósmico. Recordarás cómo el acto de
creación divina descrito en Génesis 1 marcaba el ritmo litúrgico de la
Antigua Alianza. Dios creó el mundo en seis días y el séptimo descansó,
estableciendo así el ritmo, el «compás» del tiempo de la creación. Dios
estampó ese ritmo litúrgico en el espacio y en el tiempo: «Dijo Dios: “Haya
lumbreras en el firmamento del cielo... que sirvan de señales para las
estaciones, los días y los años”» (Gn 1, 14). «Señales» y «estaciones» son
expresiones empleadas con frecuencia en el Antiguo Testamento que
guardan relación con el calendario sagrado de Israel. Las «estaciones» son
algo más que la primavera, el verano, el invierno y el otoño: tienen que ver
con las fiestas de la renovación de la alianza.
En la Antigua Alianza el calendario sagrado estaba estrechamente unido
al ciclo estacional de la naturaleza. En Pentecostés los judíos celebraban los
primeros frutos del trigo cosechado a finales de primavera. Se conocía
también como «Fiesta de las Semanas» porque tenía lugar siete semanas
después de la Pascua. (Es significativo que el término hebreo para referirse
a la semana es sheva’ot, que puede traducirse también como «sietes» o
«juramentos»). En la fiesta de los Tabernáculos se celebraba la cosecha de
otoño de los frutos de los árboles. Dado que el ciclo de la luna servía para
fijar los meses, fijaba también en qué día caían determinadas fiestas.
No solo adora a Dios el acto de la creación, sino el propio ser de la
creación. El Salmo 148 invita a alabar al Señor a todos los niveles de la
creación: cielos, ángeles, estrellas del firmamento, tierra, mar, montes,
árboles, criaturas y elementos.

En la tierra como en el cielo

Un ejército innumerable de ángeles cumple infinidad de tareas en el


orden de la creación. Ellos son los intérpretes de la música; los objetos de la
creación son sus instrumentos. Su oficio consiste en cantar el himno del
«Santo, Santo, Santo» ante el trono de Dios; dirigir el concierto en honor
del Rey, del Creador y Autor de la partitura.
Cuando fue creado, el hombre participaba en esa sinfonía, pero el pecado
original introdujo una disonancia. El hombre, lugar de encuentro de lo
físico y lo espiritual, representa el punto de fuga del universo. Su pecado no
solo desató la guerra entre el cuerpo y el espíritu, sino en toda la creación.
La unión de la divinidad y la humanidad en la persona de Jesucristo volvió
a unir lo físico y lo espiritual no solo en el hombre, sino en toda la creación.
El drama de la salvación humana trajo consigo la redención del mundo
entero. Por usar una metáfora musical, la Encarnación devolvió la armonía
a la sinfonía de la creación.
No estamos acostumbrados a reflexionar sobre el significado simbólico y
el misterio divino que contiene el mundo. Desde la Ilustración, muchos ven
a Dios como un relojero que da cuerda al universo y deja que siga su curso.
(Podría decirse incluso que nuestra visión científica del mundo está muy
cerca del antiguo culto a Baal, en el que las fuerzas impersonales de la
naturaleza eran los poderes supremos de este mundo).
En realidad, el mundo fue creado para ser un sacramento. En otras
palabras: todo lo que hay en la tierra se hizo para que apuntara a las
realidades del cielo. La ciencia, al reducir la realidad a un racionalismo
estéril, ha acabado desdibujándola. La fe nos corrige la vista para que
podamos descubrir el esplendor y el misterio –y la historia de amor– que es
la realidad.
Dios ha llenado el mundo de signos que simbolizan las realidades
invisibles: signos que apuntan a Él. Por desgracia, su pueblo no está
familiarizado con ellos. Y por eso se nos acaba escapando la riqueza de la
liturgia, cuya finalidad consiste en reflejar el culto de la Jerusalén celestial.

Con mi cuerpo yo te adoro


Dios no unió la divinidad y la humanidad en la persona de Cristo para
liberarnos de nuestros cuerpos, sino para redimirlos junto con toda la
creación. Él nos ha creado con un cuerpo y un alma. Quiere que le
adoremos con todo nuestro ser: con el cuerpo y con el alma. Las
inclinaciones y las genuflexiones, las vestiduras, los tronos y las coronas, el
blanco, el rojo y el púrpura, el incienso, las velas y las campanas no son
solo añadidos bonitos. Forman parte de nuestra adoración.
El culto a Dios debe ser el espacio en el que los hombres, los
ángeles y los demonios vean la carne de los hombres liberada de
nuevo para volver a ser todo lo que era cuando fue creada. Restringir
el culto a sentarse en un banco y escuchar determinadas palabras
significa reducir las cosas a algo separado del evangelio. Somos
criaturas hechas para inclinarnos, no solo espiritualmente (cosa que
pueden hacer los ángeles), sino con los huesos de nuestras rodillas y
con los músculos del cuello. Somos criaturas que piden a gritos salir
en procesión solemne, «ad altare Dei», no solo con el corazón (cosa
que pueden hacer los espíritus incorpóreos), sino con nuestros pies,
cantando con nuestras lenguas himnos espléndidos, con la nariz
invadida por el humo del incienso [4].
Juan desvía nuestra atención de las prosternaciones, la adoración, los
cantos de los ancianos y de los cuatro seres vivientes para dirigirla hacia el
que está sentado en el trono: solo el León de la tribu de Judá, que es Jesús
(ver Ap 5, 1-5; Gn 49, 9), es digno de abrir el libro sellado con siete sellos
que lleva en la mano.
Al mirar a su alrededor, Juan no ve un león, sino a Cristo con la
apariencia de un cordero como sacrificado. ¿Por qué Jesús, en la gloria de
su resurrección, tiene la apariencia de un cordero sacrificado? Para mostrar
que su estado perpetuo es el de víctima del sacrificio. Como los veinticuatro
ancianos, también Él es Sacerdote y Rey; pero es también la víctima del
sacrificio, en ofrenda perpetua por nuestra salvación.
Cristo, Sacerdote y Víctima, se ofrece a sí mismo como único don
perfecto (ver Hb 8, 1-3). Al contrario que los animales sacrificiales
ofrecidos por los sacerdotes levitas, Cristo ya no sufre, ni sangra, ni muere;
pero se ofrece en verdad a sí mismo –tanto en el cielo como sobre nuestros
altares en la misa– para santificarnos y hacer más íntima nuestra comunión
con Él.
Juan escucha a los seres vivientes y a los ancianos pronunciar las
palabras litúrgicas «tú eres digno» (ver Ap 5, 9-10) que aparecen por
primera vez en el capítulo 4. La repetición refleja la continuidad entre los
capítulos 4 y 5 y, al mismo tiempo, marca las diferencias. En Apocalipsis 4
–la liturgia de la creación– los seres vivientes y los ancianos adoran y dan
gloria a Dios, que los ha creado (ver v. 11). En Apocalipsis 5 –la liturgia de
la redención– adoran y dan gloria al Cordero cuya sangre los ha redimido
(ver v. 9). Y vuelven a aparecer otros elementos del capítulo 4: el trono y el
que está sentado en él, los seres vivientes y los ancianos, el incienso, los
cantos y las prosternaciones. Se trata de una liturgia única con dos partes
diferenciadas: una rinde homenaje a Dios por habernos creado; la otra rinde
homenaje a Cristo por habernos salvado.
El sacrificio del Cordero le ha hecho digno de tomar el libro. Le ha hecho
digno de ser Sacerdote y Rey. Su sacrificio ha transformado el orden
antiguo en el nuevo para cumplir la alianza de la Creación; por eso los seres
vivientes y los ancianos entonan un cántico nuevo, el canto de la Nueva
Alianza, un canto que siempre será nuevo, incluso miles de años después de
ser interpretado por primera vez.
El sacrificio del Cordero ha formado para Dios un reino de sacerdotes
que gobierne la tierra. Nosotros nos ofrecemos como sacerdotes y reyes
unidos a nuestro Sumo Sacerdote y Cordero, igual que Él se ofrece al Padre
por nosotros. Y lo hacemos en la liturgia eucarística, donde nos
congregamos como sacerdotes y reyes y nos unimos a los seres vivientes y
a los ancianos para cantar «santo, santo, santo» y «tú eres digno». Nuestra
participación en la Eucaristía nos otorga la fuerza para avanzar a rastras y
alcanzar la victoria. El gobierno de la Historia se ejerce desde el trono del
Cordero; pero todos podemos participar del reinado de Cristo a través del
culto litúrgico de la Iglesia.

El combate del culto


En nuestro culto litúrgico nos acercamos a Cristo, el León que reina, el
Cordero inmolado, aunque Él no se presenta ante nosotros ni como León ni
como Cordero: solo vemos una hostia. Los capítulos 4 y 5 del Apocalipsis
nos ayudan a comprender que, cuando participamos en la liturgia
eucarística, participamos en la liturgia del cielo; la «hostia» es realmente el
Cordero inmolado. El canto de alabanza de la asamblea celestial forma
parte del entramado de la liturgia católica. La misa nos conduce hasta la
presencia del Padre y del Cordero y nos incorpora al culto de los cuatro
seres vivientes, los ancianos, los santos y las miríadas de ángeles. Aunque
no podamos verlos, compartimos su dignidad y el privilegio de adorar con
ellos.
El entorno de nuestro culto terrenal debe ayudarnos a descubrir lo que no
somos capaces de ver. Debe procurar imitar su equivalente del cielo, que
vislumbramos gracias al Apocalipsis. Con demasiada frecuencia nuestro
arte, nuestra música y nuestra arquitectura litúrgicas se rinden a la utilidad y
a la economía, cuando deberían rendirse a lo trascendente. La visión de
Juan nos invita a replantearnos el diseño de nuestras iglesias. Lo visible
tiene que ser el vehículo de lo invisible que nos haga paladear el misterio
glorioso en el que participamos, colmándonos de reverencia y asombro,
elevando nuestra mente y nuestro corazón hacia el cielo.
En el Apocalipsis descubrimos nuestro papel vital de sacerdotes y reyes,
porque con nuestro culto influimos en el curso de la historia y en el destino
de las naciones. La soberanía de Dios se extiende al mundo entero, pero Él
ejerce su dominio –y lleva a cabo su plan de salvación– en unión con la
Iglesia orante. Formamos parte de un inmenso plan de combate.
Los siguientes capítulos del Apocalipsis muestran cómo las oraciones,
los coros y los cantos del culto litúrgico determinan la historia de la alianza.
La liturgia no termina en Apocalipsis 5, sino que recorre el resto del libro
como telón de fondo de los demás acontecimientos de la visión y volviendo
ocasionalmente a primer plano. La liturgia es el escenario de todo lo demás.
Las visiones siguientes del Apocalipsis revelan los efectos colaterales
políticos, militares y económicos de la liturgia celestial y de nuestra
participación en ella: la influencia de la liturgia en la historia de la alianza.
Dios hace llover su juicio, venga nuestro sufrimiento, nos protege y nos
libra en respuesta a la liturgia.

Esposa y Cuerpo de Cristo

En los versículos iniciales de la visión final de Juan, la Iglesia aparece


descrita de dos maneras: como la ciudad santa, la nueva Jerusalén, y como
la Esposa de Cristo. Vamos a analizar ambas imágenes, empezando por la
de la Iglesia, Esposa de Cristo.
“Vi un cielo nuevo y una tierra nueva, pues el primer cielo y la
primera tierra desaparecieron, y el mar ya no existe. Vi también la
ciudad santa, la nueva Jerusalén, que bajaba del cielo de parte de Dios,
ataviada como una novia que se engalana para su esposo” (Ap 21, 1-
2).
La ciudad santa es la Esposa del Cordero (ver Ap 21, 9-10), amada por el
Cordero, redimida con la sangre del Cordero y purificada y santificada por
el Cordero para hacerla capaz de presentarse ante Él (ver Ef 5, 25-27). El
corazón del universo, el objetivo de la historia es el amor, el romance y el
matrimonio. Y la nueva vida.
Pablo dice que la Iglesia es el cuerpo de Cristo (ver Ef 1, 22-23; Col 1,
24). «Vosotros sois cuerpo de Cristo, y cada uno, un miembro de él» (1 Co
12, 27). Como miembros de la Iglesia, somos miembros del cuerpo de
Cristo. A través de la participación en la Eucaristía «muchos somos un solo
cuerpo, porque todos participamos de un mismo pan» (1 Co 10, 17).
En Efesios Pablo explica en qué sentido es la Iglesia la esposa de Cristo.
«Así deben los maridos amar a sus mujeres... Nadie aborrece nunca su
propia carne, sino que la alimenta y la cuida, como Cristo a la Iglesia,
porque somos miembros de su cuerpo. Por esto dejará el hombre a su padre
y a su madre y se unirá a su mujer, y serán los dos una sola carne. Gran
misterio es este, pero yo lo digo en relación a Cristo y a la Iglesia» (Ef 5,
28-32).
En ambos pasajes Pablo se remite al Génesis. Cuando Dios hizo al
hombre, estableció la alianza matrimonial. Luego hizo salir a Eva del
costado de Adán quien, al verla, la declaró «huesos de mis huesos y carne
de mi carne» (Gn 2, 23).
En el principio de los tiempos, Dios trazó una imagen de lo que serán las
cosas al final. Pablo describe la imagen trazada en ese primer momento,
cuando Adán y Eva se convirtieron en signos naturales, físicos y terrenales
de una realidad sobrenatural, espiritual y celestial: Jesucristo y su Iglesia.
La Iglesia es el Cuerpo de Cristo como Eva lo fue de Adán.
Pablo hizo este descubrimiento estudiando el Génesis, mientras que Juan
lo recibe directamente de Cristo en una visión mística.
Esto guarda una estrecha y fascinante relación con nuestra visión de la
Iglesia como Cuerpo de Cristo y como Esposa de Cristo. A nosotros ambas
metáforas suelen parecernos inconexas. Pero en el caso de Pablo no es así.

La Iglesia, la nueva Eva

Del costado de Adán surgió la que fue al mismo tiempo su cuerpo y su


esposa: Eva, nacida de su cuerpo, era huesos de sus huesos y carne de su
carne. Unida a él en matrimonio, se convirtió en un solo cuerpo con él, en el
cuerpo de Adán, igual que Adán se convirtió en el cuerpo de Eva. De modo
semejante, la Iglesia nace del costado de Cristo traspasado por la lanza:
«Este comienzo y crecimiento están simbolizados en la sangre y en el agua
que manaron del costado abierto de Cristo crucificado» [5]. La unión
nupcial convierte a quien recibió la vida del costado de Adán en el cuerpo
de Adán. Igual que Eva nació de Adán y se unió a él formando un solo
cuerpo, así la Iglesia nació de Cristo y está unida a Él formando un solo
cuerpo: el Cuerpo de Cristo. La Iglesia, Cuerpo de Cristo, es también
Esposa de Cristo. La Iglesia, Esposa de Cristo, es también Cuerpo de
Cristo.
Una imagen espléndida: Adán y Eva, Cristo y la Iglesia. Pero ¿cómo se
concreta aquí y ahora?

Los signos nupciales de la Nueva Alianza

Cuando en el matrimonio dos se convierten en uno, el esposo entrega a la


esposa su carne y su sangre; la esposa recibe al esposo, su carne y su
sangre. (El término griego haima, que suele traducirse como «sangre»,
puede referirse también a otros fluidos corporales, incluida la «semilla»
masculina. Ver Jn 1, 13). Cuando él entrega y ella recibe, traen al mundo
una vida nueva. ¿Cuándo se une Cristo, el Esposo, a su Esposa? ¿Cuándo
entrega Él su carne y su sangre para engendrar una vida nueva? En la
Eucaristía. La Eucaristía es el sacramento de la consumación del
matrimonio entre Cristo y su Iglesia. En ella renueva Cristo la Nueva
Alianza, su alianza de matrimonio con la Iglesia. Es mucho más que un
banquete. Es una fiesta nupcial. Nosotros, la Esposa, recibimos el Cuerpo
de nuestro Esposo en la Eucaristía.
Las imágenes matrimoniales del amor de Cristo a su Iglesia se convierten
en un símbolo elocuente del sacramento del matrimonio. O quizá el
matrimonio sea un símbolo elocuente del amor de Cristo a su Iglesia, a cada
uno de nosotros.
Puede que nuestra idea del amor tenga que experimentar una especie de
revolución copernicana. Igual que la paternidad de Dios es la realidad
perfecta de lo que de manera imperfecta representa la paternidad humana,
así el matrimonio de Cristo con la Iglesia es la realidad perfecta de lo que
representa el matrimonio humano. Nuestra visión del amor matrimonial y
de la intimidad sexual debe reflejar esa realidad.
Es todo un reto para los creyentes, y en especial para los creyentes
casados, que el matrimonio y la vida familiar sean un signo de la íntima
unión de Cristo con su esposa, haciendo del sexo algo más que «cuatro
piernas desnudas en una cama», como decía C. S. Lewis. Cada acto
matrimonial se convierte en un signo y una renovación de la Nueva
Alianza, en una reafirmación del impetuoso amor de Jesús por cada uno de
nosotros. Cada hijo se convierte en un reflejo de la vida nueva que Cristo ha
infundido en su pueblo. La fidelidad a la alianza matrimonial plasma la
eterna fidelidad de Cristo a su Iglesia.
La sociedad occidental ha convertido el sexo en un ídolo. El sexo preside
nuestros espectáculos, vende coches y controla la visión que tenemos de
nosotros mismos. Nuestra sociedad se guía por el sexo, vive para el sexo. El
anhelo de intimidad sexual forma parte de nuestros deseos más profundos y
nuestras pasiones más intensas. Dios ha puesto en nosotros esos deseos
naturales, que son un reflejo de los deseos sobrenaturales que solo Él puede
colmar.
Un ejemplo: cuando tenemos hambre, comemos y nos quedamos llenos.
Se trata de un reflejo del anhelo espiritual que hay en nosotros que solo
vemos satisfecho cuando Dios nos llena de Él. Anhelamos la belleza y la
descubrimos en las cosas que nos rodean; pero solo cuando la belleza de
Dios nos cautiva, hallamos la paz. Deseamos la intimidad de la unión
sexual y la encontramos en otras personas; pero ese deseo apunta a un deseo
más profundo que solo la unión con Dios es capaz de colmar; una unión con
Dios que se acredita como una honda intimidad, un éxtasis inimaginable, la
satisfacción infinita del deseo de amar y ser amado, de entregarse y recibir
plenamente, de hacerse uno con el otro.
Es una verdad que solo los místicos pueden entender. Los místicos están
enamorados. Y Dios quiere que todos nos enamoremos.

En la Nueva Alianza se cumple la Antigua

En el Antiguo Testamento, Dios toma por esposa a Israel. Cuando la


esposa se prostituye, el Señor la repudia: «Haré contigo como has hecho tú,
que has menospreciado el juramento, has violado la alianza» (Ez 16, 59; ver
también Os 1-3). Pero no la abandona para siempre. Promete recordar su
alianza y establecer con ella una alianza perpetua (ver Os 2, 14-20; ver
también Is 54; Ez 16, 60).
En Apocalipsis 21, 3-7, repleto de referencias al Antiguo Testamento, se
anuncia el cumplimiento de las promesas de Dios a su pueblo. En la cruz,
una vez completado su sacrificio, Jesús exclama: «Todo está consumado»
(Jn 19, 30). Ahora que ha muerto y ha resucitado, ahora que los vestigios de
la Antigua Alianza han quedado borrados y sustituidos por la Nueva, Jesús
puede gritar con el Padre: «¡Todo está consumado!».
Dios prometió a su pueblo que «habitaría» (shakan en hebreo, que
significa literalmente «tabernáculo») con él. Esa presencia íntima era el
signo de la alianza. Y, de hecho, habitó con ellos haciéndose presente en la
nube de gloria de la Shekinah y en torno al arca de la alianza. Pero, cuando
el arca desapareció y Babilonia derrotó a la nación, Dios renovó su promesa
de un futuro cumplimento más glorioso aún: «Estableceré con ellos una
alianza de paz, será una alianza para siempre... pondré mi santuario en
medio de ellos para siempre. Habitaré entre ellos para siempre. Yo seré su
Dios y ellos serán mi pueblo» (Ez 37, 26-27) –la fórmula tradicional de la
alianza–. Prometió vencer a la muerte y convertir la aflicción en gozo (ver
Is 25, 5-9; 65, 17-18). Prometió la filiación divina: «Yo seré para él un
padre y él será para mí un hijo» (2 S 7, 14).
Todo se cumple con Cristo. «Y el Verbo se hizo carne y habitó entre
nosotros» (Jn 1, 14): literalmente, plantó su tienda entre nosotros. Cristo es
el Emmanuel, Dios con nosotros (ver Is 7, 14). Por Él somos el pueblo de
Dios y en Él somos hijos de Dios. Todos hemos sido renovados: «Si alguno
está en Cristo, es una nueva criatura: lo viejo pasó, ya ha llegado lo nuevo»
(2 Co 5, 17).
Lo que Dios hizo en el Antiguo Testamento a través de Israel, lo continúa
haciendo hoy en la Iglesia del Nuevo Testamento. Vela paternalmente por
su familia, la acoge en su casa.

La nueva Jerusalén: la Iglesia en la tierra

Cuando en Apocalipsis 21, 9-21 Juan describe las dimensiones y los


adornos de la Nueva Jerusalén, lo que está describiendo es el cielo del que
gozarán los santos al final de los tiempos, el cumplimiento definitivo de la
Nueva Alianza. Solo alcanzaremos la plenitud de la Nueva Alianza en la
eternidad. Participaremos plenamente de la nueva creación y de la nueva
Jerusalén cuando entremos en el cielo con nuestros cuerpos resucitados y
gloriosos. No obstante, la visión de Juan no se puede interpretar
exclusivamente como una realidad futura. El reino de Dios, que nunca
podrá alcanzar su plenitud en la tierra, se cumple en nosotros de manera
parcial (pero real) en esta parte del cielo. Ya desde ahora experimentamos el
cumplimiento de la Nueva Alianza.
¿Cómo? En la Iglesia. La Iglesia es la nueva Jerusalén. Cuando nos
hacemos miembros de la Iglesia, nos convertimos en ciudadanos de la
Jerusalén celestial. A través de la liturgia, los sacramentos, la oración y las
obras del pueblo de Dios, participamos de la vida del cielo.
Aunque no experimentemos esa vida celestial con nuestros sentidos
terrenales, es una vida real. Más real que el mundo físico. Cuando el mundo
llegue a su fin, la Iglesia continuará triunfante en el cielo y veremos y
experimentaremos plena, absoluta, gozosa y eternamente la vida de Dios.

El tiempo se entrecruza con la eternidad

«El que estaba sentado en el trono dijo: “Mira, hago nuevas todas las
cosas”» (Ap 21, 5). Si estos versículos se refirieran solo al final de los
tiempos, Cristo habría dicho: «He hecho nuevas todas las cosas». Pero
Cristo conjuga el verbo en presente: «Por tanto, si alguno está en Cristo, es
una nueva criatura: lo viejo pasó, ya ha llegado lo nuevo» (2 Co 5, 17). Es
ahora cuando Cristo hace nuevas todas las cosas.
La plena renovación del universo aguarda el final de los tiempos; pero la
renovación tiene lugar también ahora: la eternidad irrumpe en el tiempo.
La Esposa del Cordero, la Ciudad Santa, es temporal. Existe aquí y
ahora. Pero solo con los ojos de la fe distinguimos las realidades eternas de
la Nueva Alianza. Cuando contemplamos las realidades temporales en el
Espíritu, contemplamos la eternidad. El Apocalipsis describe las cosas en
términos temporales y eternos para enseñarnos a vivir por la fe, aguardando
lo que veremos en el futuro. No tenemos que elegir entre lo eterno y lo
temporal. Lo temporal está impregnado de lo eterno, del mismo modo que
lo eterno está representado y prefigurado en lo temporal. El capítulo 21 del
Apocalipsis refleja una espléndida dualidad temporal y espacial. La nueva
Jerusalén existe ya, pero tiene que llegar. La nueva Jerusalén existe aquí, en
la tierra, pero también arriba, en el cielo.

Lo antiguo, lo nuevo y lo eterno

El plan de Dios se desarrolla en tres etapas: la Antigua Alianza es la


promesa; la Nueva Alianza es el cumplimiento; la eternidad es la
consumación. El período temporal comprendido entre el 30 y el 70 d.C.
representa un punto de inflexión trascendental en el plan de alianza de Dios
que se desarrolla en la historia. Todos los signos de la Antigua Alianza
tenían que dar paso a las realidades de la Nueva Alianza. De modo
semejante, al final de los tiempos los signos de la Nueva Alianza (los
sacramentos, que obran exactamente lo que significan) darán paso a las
realidades tangibles de la eternidad.
Aunque ese cumplimiento sea espiritual e invisible, no podemos
subestimar su carácter real. La nueva Jerusalén existe ya. No se trata de otra
pieza más en el puzle de la interpretación de la alianza en la historia. Es el
puzle; es la imagen. Es la culminación del Antiguo y del Nuevo
Testamento.

El verdadero Santo de los Santos

Juan afirma que en la ciudad no hay templo y afirma también que en la


ciudad hay un templo; y ambas cosas las afirma en la misma frase (ver Ap
21, 22). ¿Por qué dice que no hay templo? Juan empieza por medir la
ciudad, que es cuadrada: la misma forma del Santo de los Santos del templo
de la Antigua Alianza. Y el término que aplica al templo, naos, se refiere
específicamente al santuario interior, en oposición a hieron, que designa la
estructura del templo en su integridad. Dios habitaba en ese santuario
interior y su pueblo no tenía acceso directo a él. Ahora el velo se ha corrido,
el Santo de los Santos queda a la vista, se han eliminado las divisiones del
templo de la Antigua Alianza. Ahora la ciudad entera es la morada del
Señor. Dios ya no se envuelve en el velo de una oscura nube, sino que baña
con la luz de su gloria la ciudad y a sus ciudadanos. Todos sus ciudadanos
gozan cara a cara de la compañía de Dios.
No existe templo, no existe santuario interior de acceso restringido; pero
existe un templo: el Señor y el Cordero (ver Ap 21, 22). Juan insiste en que
el templo de la nueva Jerusalén no es como el que conocía el pueblo de
Dios. No es un edificio impersonal que levanta barreras para separar al
pueblo de su Dios. El templo es el Salvador, representado en el antiguo
templo. El templo es el Cordero, la Víctima pascual, el sacrificio
eucarístico, el nuevo Adán del que procede la Iglesia, su Cuerpo Místico y
su Esposa, la nueva Jerusalén.

Los santos, sacramentos vivos

Puede parecer que la Iglesia de la visión de Juan dista mucho de la


Iglesia de la que nosotros tenemos experiencia: por todas partes vemos
escándalos e hipocresía, liturgias insípidas, falsa doctrina, familias rotas,
pecado y pecadores. Al mismo tiempo, una nueva comunidad «sin
denominación» parece estar haciendo más apetitosa la Biblia: sus miembros
observan de un modo más riguroso la ley de Dios y rezan con más
devoción. Millones de católicos se han unido a las iglesias que se llaman
«basadas en la Biblia» porque descubren en ellas un fervor mayor. ¿Qué
hemos de hacer nosotros?
«Caminamos en la fe y no en la visión» (2 Co 5, 7). Por la fe sabemos
que la identidad esencial de la Iglesia es celestial. No podemos juzgarla
basándonos en nuestra experiencia terrenal. La Iglesia solo alcanza su
plenitud en el cielo.

Una crisis de santos

La Iglesia terrenal es un campo repleto de trigo y de cizaña, tal y como


enseñó Jesús en las parábolas del reino de los cielos (ver Mt 13, 24-30.36-
43). Aun así, no deja de ser real y verdaderamente el reino celestial aquí en
la tierra. «La Iglesia... es a la vez santa y siempre necesitada de
purificación» (CEC, n. 827). Dentro de ella hay santos y pecadores. Y a
veces solo vemos a los pecadores.
Sirviéndonos de la Escritura, hemos de procurar obtener una visión
sacramental de la Iglesia. No permitas nunca que esa variedad que existe en
la Iglesia terrenal te mueva a abandonarla o a quedarte fuera de ella.
Cuando dejas que el escándalo te haga abandonar la Iglesia o a quedarte
fuera de ella, no solo te privas del alimento espiritual de los sacramentos,
sino que rechazas a la Esposa de Cristo.
«Nadie puede tener a Dios por Padre si no tiene a la Iglesia por Madre»,
decía san Cipriano. Quizá Juan lo diría con otras palabras: «Si no aceptas a
la Esposa, te separas del Esposo».
Los pecadores que hay en la Iglesia no la encarnan. Para ellos es un
hospital en el que curarse... y hacerse santos. La verdadera esencia de la
Iglesia la encarnan los sacramentos, la liturgia y especialmente los santos: la
visión de Juan de lo que es la Iglesia y de lo que deberían ser sus miembros
está encarnada en ellos.
No se puede reducir la crisis de la Iglesia a la falta de buenos catequistas,
liturgias, teólogos, etc. Es una crisis de santos. Aun así, no podemos perder
la confianza en que el Padre se encargará de ella, sobre todo si le
permitimos cumplir las promesas que nos ha hecho. «[Estoy] convencido de
que quien comenzó en vosotros la obra buena la llevará a cabo hasta el día
de Cristo Jesús» (Flp 1, 6). Por eso, me uno al papa Juan Pablo II y os
animo con él: «¡Haceos santos y hacedlo pronto!».
NOTAS

Nota del Prólogo


[1] Como puede verse en la fecha de este prólogo, han pasado veinte
años desde la elaboración del libro, pero por diversas circunstancias no
había sido traducido. Nos ha parecido que valía la pena hacerlo por la
frescura y amenidad con las que expone la grandiosa historia bíblica, que no
ha perdido ni perderá nada con el paso de unos años ni de los milenios (N.
de E.).
Notas del Capítulo 1
[1] Así resume san Agustín esa pedagogía paternal revelada en distintas
etapas de la economía divina de la historia de la salvación: «Como la de
cualquier hombre, así la recta erudición del género humano, que pertenece
al pueblo de Dios, se desarrolla a través de ciertas etapas de tiempo, como
en etapas escalonadas. Así se levanta de lo temporal a la consecución de lo
eterno, y de las cosas visibles a las invisibles. De tal modo que, cuando se
prometían por Dios los premios visibles, se inculcaba el culto a un solo
Dios a fin de que la mente humana, ni aun por esos beneficios terrenos de la
vida transitoria, se sometiese a otro que no fuera el Creador y Señor del
alma... Con toda razón, pues, el alma humana, incluso débil por los deseos
terrenos, no acostumbra a esperar sino del único Dios todos los bienes bajos
y terrenos, necesarios para esta vida transitoria, que desea en el tiempo, y
que son menospreciables en comparación con los beneficios sempiternos de
la otra vida, de tal modo que en el deseo de esos no se aleje del culto de
Aquel a quien debe llegar menospreciándolos y apartándose de ellos» (La
ciudad de Dios, Libro X, XIV).
[2] «La Cruz de Cristo... surge en el camino de... aquel admirable
comunicarse de Dios al hombre en el que está contenida a su vez la
llamada dirigida al hombre a fin de que donándose a sí mismo... y como
hijo adoptivo se haga partícipe de la verdad y del amor que está en Dios y
proviene de Dios» (San Juan Pablo II, Dives in misericordia, 7).
[3] «El autor de la Sagrada Escritura es Dios. Y Dios puede no solo
adecuar la palabra a su significado, cosa que, por lo demás, puede hacer el
hombre, sino también adecuar el mismo contenido» (Santo Tomás de
Aquino, Suma Teológica, I, q. 1, a. 10).
[4] Para un estudio más detallado de los aspectos familiares de las
alianzas y los juramentos y qué relación guardan con el plan divino de la
historia de la salvación, ver Scott Hahn, Kinship by Covenant: A Biblical
Theological Study of Covenant Types and Texts in the Old and New
Testaments, Ann Arbor, Mich. University Microfilms, 1995. Contra los
herejes, 10.3.
[5] Contra los herejes, 10.3.
[6] Ver D. Michaélidès, Sacramentum chez Tertullien (París, Études
Augustiniennes, 1970), donde se demuestra que Tertuliano introdujo el
término «sacramentum» en la tradición de Occidente no solo como
traducción del término griego «mysterion», sino en referencia a las
promesas divinas de la historia de la salvación reforzadas por un juramento
de alianza. Ver J. D. Laurance, «Priest» as Type of Christ, Nueva York,
Peter Lang, 1984, pp. 60-64. En By Oath Consigned (Grand Rapids, Mich.,
Eerdmans, 1968), M. G. Kline ofrece un enfoque del bautismo como
juramento de alianza sumamente profundo y esclarecedor.
[7] Esta explicación de la alianza como parentesco sagrado suscita un
amplio consenso entre estudiosos de distintas tradiciones. Para una visión
católica del tema, ver D. J. McCarthy, S.J., Old Testament Covenant: A
Survey of Current Opinions, Richmond, John Knox Press, 1972, p. 33: «No
cabe duda de que las alianzas, e incluso los pactos, se concebían como algo
que instauraba una unidad casi familiar. En el vocabulario técnico de los
documentos a la parte superior se la denominaba “padre”, a la inferior
“hijo” y “hermanos” a las partes iguales». Ver también Paul Kalluveettil,
Declaration and Covenant, Roma, Pontifical Biblical Institute, 1982, p.
212: «La noción “yo soy tuyo, tú eres mío” subyace a cualquier declaración
de alianza. Implica un vínculo casi familiar que hace hermanos e hijos. El
acto de aceptar al otro como propio refleja la idea básica de la alianza: el
intento de extender los lazos de sangre más allá de la esfera del
parentesco». Para una visión protestante, ver F. M. Cross, Kinship and
Covenant in Ancient Israel, Cambridge, Mass., Harvard Biblical
Colloquium, 1991, p. 10: «El lenguaje de la alianza –el del parentesco
legal– está tomado del lenguaje del parentesco de sangre». Y: «Dejar de
reconocer las raíces de la institución de la alianza y de las obligaciones de
la alianza en las estructuras de las sociedades parentales ha sido motivo de
confusión e incluso de total distorsión en el debate erudito sobre el término
berit (“alianza”) y en la descripción de la antigua religión israelita» (p. 14).
Ver D. Smith, “Kinship and Covenant in Hosea”, Horizons of Biblical
Theology, 16, 1994, 42: «Tanto el lenguaje de la alianza bíblica como el
lenguaje del pacto se desarrollaron en un entorno social en el que el
parentesco era el modelo básico para entender toda interacción humana. Es
natural... que los tratados internacionales, las alianzas (o ligas) nacionales y
las alianzas individuales usaran el lenguaje del parentesco para describir su
contenido». Para una visión judía, ver D. J. Elazar, Covenant and Polity in
Biblical Israel, Londres, Transaction, 1995, p. 38: «La alianza establece un
vínculo entre consentimiento y parentesco». Ver también J. D. Levenson,
The Death and Resurrection of the Beloved Son, New Haven, Conn., Yale
University, 1993, p. 40: «A nosotros estos usos aliancistas del lenguaje
familiar pueden parecernos únicamente metáforas, pero es solo porque
nuestra cultura establece una clara distinción entre la relación biológica y
otros tipos de relación, y atribuye una realidad superior a la primera... El
antiguo Israel, que se regía por una convención diferente, no tenía reparos
en ver un padre, un hijo o un hermano en aquellos con quienes no se
compartía una relación de sangre». Ver C. Baker, Covenant and Liberation,
Nueva York, Peter Lang, 1991, p. 38: «Podemos tomar como definición
operativa de alianza... un compromiso solemne y manifestado externamente
que consolida el parentesco entre ambas partes y el interés familiar».
[8] Ver N. Glueck, HESED in the Bible (Cincinnati, Ohio, Hebrew Union
College Press, 1967), quien define «hesed como la relación mutua de
derechos y deberes entre los miembros de una familia o tribu» (p. 38). En
otra ocasión señala: «Entre los miembros de una alianza, al igual que entre
los de la familia de sangre, el hesed era la única conducta posible» (p. 46).
Y afirma también: «El hesed que Israel mostraba con Yavé era el hesed que
los miembros de una familia estaban obligados a mostrar entre ellos» (p.
60). Y: «El hesed era el contenido de toda berit [alianza], así como de toda
relación de alianza» (p. 70).
[9] Citado por J. L. McNulty en The Bridge I (1955), p. 12.
[10] Redemptor hominis, Madrid, Palabra 1979. Ver también su encíclica
Dives in misericordia, 7: «Esta alianza tan antigua como el hombre –se
remonta al misterio mismo de la creación– restablecida posteriormente en
varias ocasiones».
[11] San Juan Pablo II, Homilía de la misa celebrada en Puebla de los
Ángeles, 28 de enero de 1979. Cabe destacar la frase siguiente: «Esta
alianza tan antigua como el hombre –se remonta al misterio mismo de la
creación– restablecida posteriormente en varias ocasiones».
Notas del Capítulo 2
[1] El propio relato del Pentateuco se refiere varias veces a Moisés como
el autor de su contenido (ver Ex 17, 14; 24-4-7; 34, 27; Nm 33, 2; Dt 31, 9-
26). Así aparece recogido también en otros pasajes de la Escritura, tanto en
el Antiguo Testamento (ver Jos 1, 7-8; 8, 31-34; 23, 6; Ne 8, 1-14; Dn 9, 11-
13; Si 24, 23) como en el Nuevo (ver Mt 19, 7-8; Mc 7, 10; 10, 3-5; 12, 19-
26; Jn 1, 17; 5, 45-47; 7, 19; 8, 5; Hch 3, 22; Rm 10, 5). Nuestra respetuosa
adhesión a la visión tradicional de la autoría mosaica no excluye la
posibilidad de que se emplearan fuentes anteriores o de que se hiciera una
revisión posterior. De hecho, ambas cosas son probables, pero no
necesariamente del modo en que suelen afirmar los críticos modernos; ver
P. J. Wiseman, Ancient Records and the Structure of Genesis: A Case for
Literary Unity, Nueva York, Nelson, 1985. La afirmación autorizada de la
Iglesia católica acerca de la «autenticidad e integridad mosaicas
sustanciales del Pentateuco» fue promulgada por la Pontificia Comisión
Bíblica (27 de junio de 1906); ver Rome and the Study of Scripture, St.
Meinrad, Ind, Abbey, 1964, pp. 118-119. Para una exposición clara y una
defensa objetiva del tema, ver Arzobispo Smith, Mosaic Authorship of the
Pentateuch, Londres, Sands, 1913. Encontramos un enfoque más técnico de
los argumentos críticos en Cardenal Augustin Bea, De Pentateucho, Roma:
Biblicum, 1933. Son muchos los especialistas no católicos, tanto
protestantes (R.K. Harrison, O.T. Allis, G.A. MacRae) como judíos (B.
Jacob, U. Cassuto), que aceptan y defienden la autoría mosaica. La prudente
flexibilidad que muestra el Magisterio católico a la hora de sostener la idea
tradicional de la autoría mosaica queda reflejada en afirmaciones más
recientes, como la famosa carta de 1948 dirigida por Voste, secretario de la
Pontificia Comisión Bíblica, al cardenal de París Suhard (ver Rome and the
Study of Scripture, pp. 150-153). En sus orígenes, dicha Comisión, fundada
en el siglo XIX por el papa León XIII, estaba formada por cardenales y
funcionaba como uno de los órganos del Magisterio. Más tarde, en 1971,
fue «degradada» y pasó a ser un mero órgano asesor de exegetas
dependiente de la Congregación para la Doctrina de la Fe. Los decretos
anteriores a 1971 publicados por la Comisión se consideraron normas
autorizadas y guías vinculantes para los exegetas católicos, aunque no
necesaria ni estrictamente infalibles per se. Para una declaración firme de la
autoridad original de la Comisión, ver papa san Pío X, «Praestantia Sacrae
Scripturae», Rome and the Study of Scripture, pp. 40-42).
Con relación a lo que entendemos por un «mayor poder explicativo», ver
J. Ratzinger, Behold the Pierced One, San Francisco, Ignatius, 1986, pp. 44-
46: «Desde un punto de vista estrictamente científico, la legitimidad de una
interpretación se basa en su poder de explicar las cosas. Es decir, cuanto
menos exige manipular las fuentes, cuanto más respeta el corpus tal y como
viene dado y cuanto más capaz es de hacerlo inteligible desde dentro, por su
propia lógica, más pertinente es esa interpretación. Por el contrario, cuanto
más manipula las fuentes, cuanto más obligada está a expurgar y a arrojar
dudas sobre lo que tiene delante, más se aleja del objeto. En este sentido, su
poder explicativo es también su capacidad de conservar la unidad interna
del corpus de que se trata. Conlleva la capacidad de unificar, de alcanzar
una síntesis, que es lo opuesto a una armonización superficial. De hecho,
solo la hermenéutica de la fe llega a ajustarse a estos criterios».
[2] Para un ejemplo patrístico de una interpretación literal, ver San
Agustín, Interpretación literal del Génesis, Pamplona, EUNSA, 2006.
Existe una razón por la que los «literalistas» reciben el nombre de
«fundamentalistas», y es porque en el siglo XX la mayoría lo son. Es más,
la tendencia a interpretar la Escritura de un modo excesivamente literal es
una de las características del fundamentalismo, y eso es lo que hacen
muchos «literalistas». No obstante, hay muchos otros rasgos (más
esenciales) que definen el fundamentalismo y que justifican identificar a
todo literalista con un fundamentalista. Entre esas características se cuentan
el milenarismo apocalíptico, el sionismo, el separatismo y el rechazo
conjunto de otros asuntos en principio irrefutables como la crítica histórica,
el sacramentalismo, la tradición patrística de la exégesis
espiritual/alegórica, etc.
Desde un punto de vista histórico, el fundamentalismo tuvo sus orígenes
a principios del siglo XX en un movimiento surgido entre los protestantes
conservadores que se oponían a la mayoría liberal predominante en las
denominaciones históricas. Toma su nombre de un listado de creencias
fundamentales enumeradas y especificadas por los autores protestantes
conservadores en una serie de volúmenes publicados bajo el título de Los
fundamentales (editados por R. A. Torey, Los Ángeles, Bible Institute,
1917). Los «verdaderos creyentes» se identificaban por su adhesión a cinco
«fundamentos»: la inerrancia de la Biblia, la divinidad y el nacimiento
virginal de Jesús, la muerte vicaria de Cristo y su resurrección en cuerpo y
segunda venida. Cabe destacar el comentario contenido en el reciente
documento de la Comisión Bíblica La interpretación de la Biblia en la
Iglesia: «Aunque el fundamentalismo tenga razón al insistir en la
inspiración divina de la Biblia, en la inerrancia de la Palabra de Dios y en
las demás verdades bíblicas incluidas en los cinco puntos fundamentales, su
modo de presentar estas verdades hunde sus raíces en una ideología que no
es bíblica».
[3] Para un análisis muy acertado de las similitudes entre el Génesis y los
mitos de la creación del Próximo Oriente (por ejemplo, Enuma Elish, épica
de Atrahasis, etc.) y de unas diferencias que son aún mayores, ver D. T.
Tsumura, «Genesis and Ancient Near Eastern Stories of Creation and
Flood: An Introduction», en R. S. Hess y D. T. Tsumura (eds.), «I Studied
Inscriptions From Before the Flood», Ancient Near Eastern, Literary and
Linguistic Approaches to Genesis 1-11, Winona Lake, Ind., Eisenbrauns,
1994, pp. 27-57.
[4] Al hablar de «la historia de la caída narrada en el Génesis» (CEC, n.
388), el Catecismo de la Iglesia Católica dice que «el relato de la caída (Gn
3) utiliza un lenguaje hecho de imágenes, pero afirma un acontecimiento
primordial, un hecho que tuvo lugar al comienzo de la historia del hombre»
que fue «cometido por nuestros primeros padres» (390). Para una valiosa
orientación respecto a la cuestión más compleja de cuáles son los elementos
narrativos del Génesis 1-3 que deben ser considerados históricos, se puede
consultar el responsum de la Comisión Bíblica «Sobre el carácter histórico
de los tres primeros capítulos del Génesis» (30 de junio de 1909), que
recoge nueve «hechos narrados» cuyo «significado literal e histórico» no se
puede poner en duda: (1) la creación de todas las cosas hechas por Dios al
principio del tiempo; (2) la peculiar creación del hombre; (3) la formación
de la primera mujer del primer hombre; (4) la unidad del linaje humano; (5)
la felicidad original de los primeros padres en el estado de justicia,
integridad e inmortalidad; (6) el mandamiento impuesto por Dios al hombre
para probar su obediencia; (7) la transgresión, por persuasión del diablo
bajo especie de serpiente, del mandamiento divino; (8) la pérdida por
nuestros primeros padres del primitivo estado de inocencia; (9) la promesa
del Redentor futuro. Ver Rome and the Study of Scripture, p. 123.
[5] Ver Catecismo de la Iglesia Católica, nn. 1951-1960.
[6] Suma Teológica, I-II, q. 91, aa. 4-5. Aunque las nociones de
naturaleza y gracia pueden parecer abstractas y difusas, con un poco de
esfuerzo empiezan a concretarse. También sirven para tender puentes entre
la exégesis bíblica y la teología dogmática: algo de lo que estamos muy
necesitados hoy en día. Al mismo tiempo, son nociones que encajan con los
principios católicos tradicionales acerca del modo en que la gracia se
relaciona con la naturaleza: (1) los órdenes de la naturaleza y de la gracia se
distinguen con el fin de ser unificados, y no separados; (2) la gracia no
elimina la naturaleza, sino que la desarrolla: la sana, la perfecciona y la
eleva. Es fundamental que los cristianos de cualquier generación
comprendan estas nociones, porque los errores en este sentido pueden
resultar sumamente dañinos y engañosos, especialmente en nuestros días,
en que adoptan formas bastante sutiles (por ejemplo, «el hombre no es
religioso por naturaleza, sino únicamente por la gracia»; «la ley es una
cuestión secular y pública, mientras que la religión y la moral son
exclusivamente espirituales y privadas»).
[7] Joseph Ratzinger, Un canto nuevo para el Señor, Salamanca,
Sígueme, 2005: «Es fundamental la inclusión del sábado en el relato de la
creación. Cabe afirmar que la imagen de la semana de siete días fue elegida
para el relato de la creación por causa del sábado. Cuando este relato
desemboca en el signo aliancista del sábado, da a entender que la creación y
la alianza se corresponden esencialmente, que el creador y el redentor son
un único Dios. El relato muestra que el mundo no es un espacio neutral
donde entran por azar los seres humanos, sino que la creación aconteció
para dar lugar a la alianza, y la alianza solo puede subsistir si está hecha a la
medida de la creación». Ver también R. De Vaux, Ancient Israel, Nueva
York, McGraw-Hill, 1961, 2:481: «La creación es el primer acto de la
historia de la salvación; una vez acabada, Dios paró de trabajar y pudo
establecer una alianza con su criatura... El “signo” de la alianza creado en
los albores de la creación es la observancia del sábado por el hombre (cfr.
Ez 20, 12; 20)».
[8] La noción de ese sábado de la creación como el juramento de alianza
de Dios parece ser algo generalmente admitido en el antiguo judaísmo y, en
concreto, en tiempos de Cristo. En el libro de los Jubileos (36, 7), por
ejemplo, se lee: «Yo ahora os conjuro con juramento tan grande que no lo
hay mayor, en nombre del Glorioso, Honrado... y Fuerte que hizo los cielos,
la tierra y todo junto, a que os contéis entre los que lo temen y adoran». Y
en el libro de Enoc (69, 15-27): «He aquí que el poder de este juramento es
fuerte y poderoso... debido a este juramento el mar ha sido creado... por este
juramento las profundidades son firmes y estables... por este juramento el
sol y la luna cumplen su ruta... Este juramento es poderoso». De esto se
hará eco más adelante Sifre Deuteronomio (330): «Cuando el Santo, bendito
sea, creó el mundo, lo creó con una palabra y lo creó con un juramento».
Ver R. Murray, The Cosmic Covenant, Londres, Sheed and Ward, 1992, pp.
2-13.
[9] Ver Joshua Berman, The Temple: Its Symbolism and Meaning Then
and Now, Northvale, N.J., Jason Aronson, 1995, pp. 10-14.
[10] Abraham Joshua Heschel, The Sabbath, Nueva York, Farrar, Straus
and Young, 1951, p. 29: «El propio sábado es el santuario que construimos
nosotros, un santuario en medio del tiempo». Ver A. Green. «Sabbath as
Temple: Some Thoughts on Space and Time in Judaism», en R. Jospe y S.
Z. Fishman (eds.), Go and Study, Washington, D.C., B’nai B’rith-Hillel
Foundations, 1980, pp. 287-305; J. D. Levenson, «The Temple and the
World», Journal of Religion, 64 (1984), pp. 275-298.
[11] Ver el libro de los Jubileos 8, 19: «Pues sabía [Noé] que el Jardín
del Edén [era] santo de los santos y morada del Señor». Ver también G. J.
Wenham, «Sanctuary Symbolism in the Garden of Eden Story»,
Proceedings of the Ninth World Congress of Jewish Studies, Jerusalén,
World Union of Jewish Studies, 1986, pp. 19-25.
Notas del Capítulo 3
[1] Table Talk, 1 de mayo de 1830, citado por K. Burke, «On the First
Three Chapters of Genesis», en R. May (ed.), Symbolism in Religion and
Literature, Nueva York, George Braziller, 1960, p. 119.
[2] El Catecismo afirma: «Mientras permaneciese en la intimidad divina,
el hombre no debía ni morir ni sufrir» (n. 376). Si –como argumentaremos
más adelante– Adán fue probado con la posibilidad del sufrimiento y de la
muerte, no hay que concluir que –de haber consentido a desprenderse de
todo por amor a Dios– Adán habría experimentado el sufrimiento y la
muerte, al menos tal y como la conocemos (es decir, como desintegración y
corrupción). Por el contrario, habría experimentado la pasión más pura y el
mayor éxtasis de felicidad que el alma humana es capaz de conocer, ya que
procede del fuego del amor divino en el interior del corazón, como ha
puesto en evidencia la muerte de muchos mártires. Para una notable
exposición de esta realidad –tan ignorada– de la tradición viva de la Iglesia,
ver Louis Chardon, The Cross of Jesus, 2 vols., St. Louis, Herder, 1957.
[3] El juego de palabras en inglés, basado en las palabras man (varón) y
woman (mujer), así como en la similitud fonética entre woman y who a
man, no tiene equivalente en español (N. de la T.).
[4] Más adelante, en la Escritura, Pablo recoge este texto cuando dice:
«El hombre... es imagen y gloria de Dios; la mujer, en cambio, es gloria del
hombre» (1 Co 11, 7). Muchos intérpretes afirman que lo que Pablo quiso
decir es que la mujer no porta la imagen de Dios en la misma medida que el
hombre. En realidad, lo que dice Pablo es justo lo contrario: «Si el hombre,
como portador de la imagen de Dios, es el culmen de la creación, la mujer,
con toda su belleza, es la expresión más espléndida de la imagen de Dios en
el hombre».
[5] El relato tampoco menciona cuánto tiempo pasó (si es que pasó)
desde sus esponsales hasta el encuentro con la serpiente del capítulo
siguiente. Por lo tanto, desde el punto de vista del lector, el encuentro
ocurrió ese mismo día, al menos por lo que se refiere al tiempo narrativo, ya
que no se indica que pasaran días.
[6] Cita recogida y traducida por J. Higgins («Anastasius Sinaita and the
Superiority of Woman», en Journal of Biblical Literature 97, 1978, p. 254)
de un fragmento cuya controvertida autoría se ha atribuido a Ireneo.
[7] La maldición de Dios sobre la serpiente (arrastrarse sobre el vientre,
comer polvo y recibir una herida en la cabeza, ver Gn 3, 14-15) no excluye
la posibilidad de que fuese inofensiva. En primer lugar, la maldición fue el
resultado de que la serpiente condujera a la familia de Dios a la ruina
espiritual del pecado original y la muerte. No encaja demasiado que el
castigo solo conllevara lo que queda reflejado en la vileza del hábitat actual
de la serpiente. El castigo no sería una maldición que revistiese especial
importancia: de hecho, puede parecer trivial al lado de la enormidad del
crimen que perpetró. Aunque la maldición divina quizá esté relacionada con
la vil condición de la serpiente tras la caída, al menos en un sentido
provisional, es probable que apuntara a una culminación de dimensiones
muy superiores, cuando Dios asestase un golpe mortal definitivo al «gran
dragón, la serpiente antigua» sirviéndose de la mujer y de su «linaje» (ver
Ap 12, 9). De hecho, solo un castigo como ese sería el apropiado para el
delito de la serpiente y representaría la total humillación de Satanás. Es
más: sería la victoria decisiva que solo Dios es capaz de alcanzar. Ver Sal
74, 14, donde se dice que así es como Dios aniquila a «la serpiente»: «Tú
rompiste las cabezas de Leviatán».
[8] Ver Apocalipsis de Abraham 23, 1-12: «Mis ojos observaron el jardín
del Edén. Y vi allí a un hombre, muy alto y muy robusto... abrazando a una
mujer, que tenía el mismo aspecto y tamaño del hombre... Y detrás del árbol
estaba parado algo como una serpiente... [era] Azazel». En los textos judíos
del período intertestamental el nombre de Azazel aplicado a Satanás era de
uso común. El papa san Juan Pablo II, Jesus Son and Savior, Boston,
Pauline Books, 1996, pp. 28-29: «Cabe destacar el libro del Apocalipsis...
según el cual “fue arrojado aquel dragón, la serpiente antigua [una
referencia explícita a Gn 3], llamado Diablo y Satanás”».
[9] Ver E. Van Wolde, Words Become Worlds: Semantic Studies of
Genesis 1-11, Leiden, E.J. Brill, 1994, p. 17: «La perícopa indica una clara
participación... que se desprende del hecho de que en todos los versículos
del episodio los verbos y los sufijos pronominales emplean el plural: en
total, doce veces en siete versículos».
[10] En The Ambiguity of Death in the Book of Wisdom 1-6, Roma,
Pontifical Biblical Institute Press, 1991, M. Kolarcik demuestra que la
muerte tiene ese mismo doble significado ambiguo en el juicio del justo y
del impío de Sb 1-6. El justo al que matan los impíos es el que vive y a
quien Dios recompensa con la gloria, mientras que quienes cometen el
delito hallan la muerte (Sb 2-3).
[11] Catecismo de la Iglesia Católica, n. 398.
[12] Everett Fox señala que en hebreo las primeras palabras de la
serpiente forman una frase inacabada que se conoce como «aposiopesis» y
que «deja que el lector complete la idea del hablante con lo que en la Biblia
suele ser un juramento o una amenaza» (ver, por ejemplo, 14, 23; 21, 23;
26, 29; 31, 50) [The Five Books of Moses, Nueva York, Schocken Books,
1995, p. 21].
[13] Ver John Hugo, Your Ways Are Not My Ways, Pittsburgh, EWS,
1986, p. 135: «Ya antes de la caída Adán y Eva fueron probados en la
mortificación, ya que se les exigió privarse del “fruto...” que representa
todos los bienes terrenales, dando muerte a sus deseos». Ver también San
León Magno (trad. A. Field), The Binding of the Strong Man, Ann Arbor,
Word of Life, 1976, p. 25: «Si el primer hombre hubiera obedecido a Dios y
conservado la dignidad que había recibido, la parte espiritual de su
naturaleza se habría llevado consigo la parte material a la gloria celestial.
No obstante, escuchó al seductor y se dejó atraer por sus insinuaciones.
Creyó que podía anticipar la hora y obtener el honor que le estaba reservado
sin necesidad de pasar por la prueba [la cursiva es mía]».
[14] Ver C.M. Pate, The Glory of Adam and the Afflictions of the
Righteous, Lewiston, N.Y., Mellen, 1993; M. Fishbane, The Kiss of God:
Spiritual and Mystical Death in Judaism, Seattle, University of Washington
Press, 1994, p. 126: «El amor del cielo se moviliza ante la muerte del
hombre. Por eso el sacrificio personal se encuentra en el núcleo del Ser: un
sacramento de amor».
[15] Para una espléndida exposición de las pruebas que demuestran que
Gn 3, 15 se cumple en Jesús y María, el nuevo Adán y la nueva Eva, ver D.
J. Unger, The First Gospel: Genesis 3:15, St. Bonaventure, N.Y.,
Franciscan Institute, 1954.
[16] Esta idea está presente en unas palabras memorables recogidas en la
Didaché, un texto cristiano de finales del siglo I: «Entonces vendrá el Juicio
de los hombres en el fuego de la prueba. Y muchos se escandalizarán y
perecerán. Pero los que perseveraren en su fe se salvarán de la misma
condenación» (Didaché, 16, 5).
[17] Como dice Neil Forsyth (The Old Enemy: Satan and the Combat
Myth, Princeton, N.J., University Press, 1987, p. 300), este texto es «quizá
el más citado por los Padres» para explicar el pecado original. Ver
Catecismo de la Iglesia Católica, n. 407.
Notas del Capítulo 4
[1] Adviértase cómo el símbolo del pecado es un animal de presa. Esta
imagen depredadora muestra un estrecho paralelo con el modus operandi y
el sigilo de Satanás, encarnado en el capítulo anterior en una serpiente
mortífera. Quizá apunte también al significado simbólico que envuelve los
orígenes del sacrificio de animales.
[2] Con respecto a la envidia como una extendida fuerza social
(escasamente reconocida o percibida) de la sociedad occidental, ver H.
Schoeck, Envy: A Theory of Social Behavior, Nueva York, Hartcourt, Brace
& World, 1966. Ver también Max Scheler, Ressentiment, Nueva York, Free
Press, 1961; J. H. Berke, The Tyranny of Malice: Exploring the Dark Side
of Character and Culture, Nueva York, Summit, 1988.
[3] Sobre la «marca» de Caín como signo de un juramento de alianza ver
M. G. Kline, «Oracular Origins of the State», en G. A. Tuttle (ed.), Biblical
and Near Eastern Studies, Grand Rapids, Mich., Eerdmans, 1978. La
«marca» puede interpretarse como la señal de juramento del nuevo vínculo
de lealtad que une a Caín con Satanás, la serpiente homicida (ver la «marca
de la bestia» de Ap 13); una señal que sirve de advertencia del peligro de
acercarse a ella.
[4] Ver P. S. Alexander, «The Targummim and Early Exegesis of “Sons
of God” in Genesis 6», Journal of Jewish Studies 23, 1972, pp. 60-71.
[5] La expresión «renovación» de la alianza que se emplea
explícitamente en Gn 9 implica la existencia de una alianza anterior: la
alianza de creación (ver Jr 33, 20; Is 54, 9); ver W. J. Dumbrell, Covenant
and Creation, Nueva York, Thomas Nelson, 1984. Ver del mismo autor
«The Covenant with Noah», en Reformed Theological Review 38, 1979, pp.
1-8. Sobre el significado aliancista del arco, hay diversidad de opciones
interpretativas: es (1) el juramento de Dios (Gunkel); (2) la paz que
sobreviene después de que Dios abandone su arco y sus flechas (Batto); (3)
la restauración de la bóveda del cielo (Turner); (4) el permiso de Dios para
cazar y comer carne (Coote and Ord).
[6] Ver F. W. Bassett, «Noah’s Nakedness and the Curse on Canaan: A
Case of Incest», Vetus Testamentum, 21, 1971, pp. 232-237; D. Steinmetz,
«Vineyard, Farm, and Garden: The Drunkenness of Noah in the Context of
Primeval History», Journal of Biblical Literature, 113, 1994, pp. 199-200;
R.W.E. Forrest, «Paradise Lost Again», Journal for the Study of the Old
Testament, 62, 1994, pp. 3-18. Las otras dos opciones interpretativas más
destacadas (la violación homosexual y la castración) no logran explicar por
qué Noé maldijo a Canaán y no a Cam.
[7] Esta es la interpretación del Tárgum de Onquelos, así como de Filón,
Maimónides, Rashi, Ibn Ezra y varios midrashim (Jomat Hadat, 10;
Genesis Rabba, 36).
[8] Ver J. H. Charlesworth (ed.), The Old Testament Pseudepigrapha,
vol. 2. Garden City, N.Y., Doubleday, 1985, pp. 35-142.
[9] Ver M. Fishbane, Text and Texture, Nueva York, Schoken, 1979, p.
38; y D. Smith, «What Hope After Babel?», Horizons in Biblical Theology
18, 1996, pp. 169-191.
[10] Conviene señalar a este respecto que a Sem se le ha identificado con
frecuencia con la enigmática figura de Melquisedec, el rey y sacerdote de
Salem que bendijo a Abrahán y le ofreció pan y vino después de recibir sus
diezmos (Gn 14, 18). Esta interpretación tan extendida aparece recogida en
muchas fuentes judías antiguas (targúmicas, midrásicas y rabínicas), y no
sin fundamentos textuales. Ver M. McNamara, Palestinian Judaism and the
New Testament, Wilmington, DE, Michael Glazier, 1983, p. 208: «El
análisis de las fechas y la longevidad de los patriarcas posdiluvianos de Gn
11 indica que los años de vida de Sem se prolongaron hasta la época de
Abrahán y más allá. Es perfectamente lógico identificarlo con el misterioso
Melquisedec de tiempos de Abrahán, tal y como ocurre, por ejemplo, con
los Targum de Palestina (en todos sus textos)». Ver también lo que señala J.
Fitzmyer: «La hagadá identificaba a Melquisedec con Sem, el hijo mayor
de Noé, porque desde Adán hasta Leví se daba por hecho que el
primogénito debía hacerse cargo del culto» («Now This Melchizedek... [Hb
7, 10], Catholic Biblical Quarterly 25, 1963, p. 312, n. 32, citando a Spicq,
Hebreux II, p. 205). Ver también Robert Hayward, «Shem, Melchizedek,
and Concern with Christianity in the Pentateuchal Targumim», en Kevin J.
Cathcart y M. Maher (eds.), Targumic and Cognate Studies, Sheffield, UK,
Sheffield Academic Press, 1996, pp. 67-80.
La identificación de Melquisedec con Sem sirve también para explicar de
dónde procedía la bendición que Abrahán recibió de él, ya que en el relato
del Génesis, Sem es el último en ser bendecido (ver Gn 9, 26). No resulta
extraño que la interpretación Sem-Melquisedec fuese compartida por
muchos antiguos autores cristianos como Efrén y Jerónimo (ambos santos y
doctores de la Iglesia). También en la época medieval fue algo muy
corriente, como demuestran Alcuino, Sedulio, Escoto, Haimón de Auxerre
y Pedro Lombardo; así aparece siempre en las anotaciones al margen de la
Glosa Ordinaria (PL 198:1094-1095), por no mencionar el comentario del
Génesis de Martín Lutero.
Hay que señalar que el texto de Hb 7, 3 («Al no tener ni padre, ni madre,
ni genealogía, ni comienzo de días ni fin de vida») no contradice la
identificación de Sem con Melquisedec. Se suele interpretar erróneamente
que el autor de la Carta a los Hebreos se refería únicamente al silencio que
guardan las Escrituras respecto a los orígenes de Melquisedec.
Prescindiendo de cualquier razonamiento torcido, esta línea de
argumentación no tiene en cuenta que la genealogía de Jesús (ver Mt 1 y Lc
3) era judaíta (ver Hb 7, 14). En realidad, Hb 7, 3 debe interpretarse a la luz
de los requisitos técnicos que tenían que reunir los candidatos para aspirar
al sacerdocio levita, a quienes se les exigía demostrar un estricto pedigrí
levítico por línea paterna y materna, junto con la edad adecuada para optar a
la elección (de 30 a 50 años); ver Ex 32, 29; Nm 3, 45; 4, 3; 8, 24-25; Esd 2,
61-63; Ne 7, 63-65. Pero estas disposiciones solo se crearon después de que
los primogénitos de Israel perdieran el sacerdocio tras el episodio del
becerro de oro del Sinaí (Ex 32; Nm 1-8). El sacerdocio prelevítico que se
transmitía de padres a primogénitos quedó eliminado, al menos hasta que
Dios Padre envió a su primogénito para restaurarlo (ver Hb 1, 6). A eso
parece referirse Hb 7, 12: «Porque si cambia el sacerdocio, es necesario que
tenga también lugar un cambio de la Ley» (Hb 7, 12). Por lo tanto, para el
autor de Hebreos, Sem-Melquisedec era un prototipo terrenal de Jesús,
primogénito de Dios (Hb 1, 6), cuyo sumo sacerdocio real es ejercido en la
Jerusalén del cielo (ver Hb 12, 22-24), donde se ofrece a sí mismo en forma
de pan y vino celestiales, la Eucaristía de la Nueva Alianza (ver Hb 8-10).
Para un contexto y una discusión más amplia, ver Hahn, «Kinship by
Covenant», pp. 153-165; 171-181; 568-592.
Notas del Capítulo 5
[1] Desde una perspectiva cristiana, Melquisedec es un tipo de Cristo. En
calidad de sacerdote y rey de la Jerusalén terrenal, bendijo a Abrán y a su
familia ofreciéndoles pan y vino; del mismo modo, Jesús es entronizado
como nuestro Rey y Sumo Sacerdote en la Jerusalén celestial, donde
bendice a la familia espiritual de Abrán ofreciéndole el pan y el vino
celestiales de la Eucaristía. Para los aspectos simbólicos de este episodio
del relato del Génesis ver D. Steinmetz, From Father to Son: Kinship,
Conflict and Continuity in Genesis, Louisville, Ky., Westminster, 1991, p.
147: «El relato del combate de Abrán con los reyes está significativamente
relacionado con el establecimiento de la alianza de Dios con Abrán que le
sigue de forma inmediata. Si leemos los términos de la alianza, vemos que
el futuro de los descendientes de Abrán adoptará la forma del pasado del
propio Abrán. Y, si retrocedemos al combate contra los reyes, advertimos
que, en el preciso momento en que Abrán posibilitó la bendición primitiva,
posibilitó el destino de la futura nación de Israel». En otras palabras, la
conquista de Israel de la Tierra Prometida, junto con la consiguiente
bendición divina, estaba prefigurada en la experiencia de Abrán que recoge
Génesis 14. Esto indica que Israel debía meditar la ley –en la que está
incluido el Génesis– contemplando su misión divina en la historia a la luz
del relato de la vida de su antepasado.
[2] Ver H. C. Brichto, quien en The Names of God (Nueva York, Oxford
University, 1998) señala: «El territorio prometido a sus descendientes en el
capítulo 15 se extendería “desde el río de Egipto, hasta el gran río, el río
Éufrates”. El Israel histórico nunca alcanzó –y quizá tampoco aspiró a ello–
unos límites tan distantes. Pero Yavé nunca restringió su promesa a una sola
rama ni tampoco a dos o tres ramas del linaje de Abrán». Conviene
distinguir la amplia extensión de la tierra prometida al «linaje» de Abrán en
Gn 15, 18, que incluye el territorio de Arabia de Ismael, del alcance más
reducido de la promesa divina de Canaán al «linaje» de Abrán en Gn 17,
destinado únicamente a Israel.
[3] T. Thompson, «The Origin Tradition of Ancient Israel», Journal for
the Study of the Old Testament, 1987, p. 89: «La solución de la falta de hijos
de Abrán... solo es aparente... El nacimiento de Ismael en Génesis 16 se
convierte en el episodio inicial del relato de su expulsión». Y añade: «Dios
establece su alianza con Isaac, y únicamente con él (Gn 17, 19 y 21)».
[4] Ver Levenson, Death and Resurrection of the Beloved Son, p. 121:
«La idea de que Moria fue siempre otro nombre empleado para referirse al
monte del Templo de Jerusalén es tan poco frecuente entre los estudiosos
críticos como omnipresente en la tradición judía... Seguramente es el mismo
lugar de culto el que subyace al nombre de “Salem” en Génesis 14, 18, un
nombre que aparece con un sentido distinto en Salmos 76, 2, donde está
emparejado con Sión. La idea midrásica de que Jerusalén recibió la segunda
parte de su nombre en Génesis 14 y la primera en Génesis 22, pese a ser
poco científica, es menos inverosímil de lo que parece en principio». Con
respecto a esta idea midrásica, ver Génesis Rabba, 56.10A: «Abrahán...
llamó al lugar Hashem ireh, que significa Hashem mirará hacia abajo desde
este lugar y hará llover bondad sobre el mundo. Sem también le dio un
nombre al lugar, lo llamó “shalem”, perfecto. Hashem dijo: “Si yo llamo al
lugar “Ireh”, Sem, el justo, se quejará; si yo lo llamo “shalem”, Abrahán
tiene derecho a quejarse. Entonces combinaré los dos nombres: el lugar
mismo y la ciudad a ser construida sobre el mismo se llamará
Ierushalaim”» (Midrash Rahbah, Freemen and Simon (eds.) [Londres:
Soncino, 1951]). Ver también L. Ginzberg, Legends of the Jews, Filadelfia,
Jewish Pubis., 1956, 1:285 ss.; y M. McNamara, Palestinian Judaism and
the New Testament, Wilmington, Del., Michael Glazier, 1983, pp. 159-204.
Nota del Capítulo 7
[1] En este texto (Ex 8, 25-27) hallamos una valiosa clave para resolver
un enigma de nuestros días (¿por qué ordenaba Dios el sacrificio de
animales?): un enigma que para los primeros Padres de la Iglesia y los
antiguos rabinos entrañaba mucho menos misterio. La antigua tradición
interpretativa judía entiende perfectamente que Dios ordenara a Israel
ofrecerle en sacrificio animales a los que en el culto egipcio se adoraba
como dioses: Hator bajo la figura de una vaca y Aries representado en un
cordero. Así lo da por hecho Josefo (Contra Apión) y así lo confirma Filón:
«La forma más horrible de idolatría es el culto a seres irracionales... como
los animales, tal y como hacen los egipcios... Ellos han deificado a todos los
animales salvajes más feroces e indomables» (citado en P. Borgen, «Man’s
Sovereignty Over Animals and Nature According to Philo of Alexandria»,
en T. Fornberg y D. Hellholm (eds.), Text and Context, Boston,
Scandinavian University Press, 1995, p. 380). Continúa Borgen: «Filón nos
proporciona aquí su particular versión de las críticas contra el culto animal
egipcio –tan extendidas entre los no egipcios del mundo grecorromano– y
lo ridículo que les parecía» (p. 381). De esa misma interpretación se hacen
eco los Midrashim (Lev. Rab. 22ss) y los rabinos medievales (Rashi,
Maimónides, Najmánides), así como algunos especialistas judíos modernos
(Weinfeld, Cassuto). Esta interpretación suscita además un consenso virtual
entre los primeros Padres de la Iglesia (Didascalia Apostolorum, Atanasio,
Justino Mártir, Ireneo, Orígenes, Eusebio, Gregorio de Nisa, Basilio,
Gregorio Nacianceno, Juan Crisóstomo, Efrén, Afrahat, Agustín, Jerónimo)
y a lo largo de toda la Edad Media (Anselmo, Hugo de San Víctor, Tomás
de Aquino). Para un riguroso compendio con abundancia de fuentes y citas
de todas estas figuras rabínicas, patrísticas y medievales, consultar el
excelente libro de S.D. Benin, The Footprints of God: Divine
Accommodation in Jewish & Christian Thought, Albany, SUNY Press,
1993. Ver también Hahn, «Kinship by Covenant», pp. 42-50. Son muy
pocos los estudiosos modernos que advierten este punto de vista; ver B.
Childs, Exodus, Filadelfia, Westminster, 1974, p. 157; J. Davis, Moses and
the Gods of Egypt, Grand Rapids, Mich., Baker, 1986, pp. 116-117. Aun así,
este tema ha sido recientemente abordado por el egiptólogo J.D. Hoffmeier:
«Durante mucho tiempo se sostuvo que... en el relato de las plagas se
observa una degradación específica de las deidades egipcias. Ex 12, 12 y
Nm 33, 4 señalan que las plagas y el éxodo fueron una condena divina de
los “dioses de Egipto”. De hecho, Jetró dice: “Ahora reconozco que el
Señor es más grande que todos los dioses” (Ex 18, 11ª; RSV). Algunos han
querido ver una divinidad egipcia detrás de cada plaga... por ejemplo, al
dios Hapi en el Nilo; a la diosa Heket en las ranas; a las vacas y los toros
víctimas de la peste bovina en Hator y Apis respectivamente; al dios Ra en
el eclipse de sol» («Egypt, Plagues in», Anchor Bible Dictionary, vol. 2,
Nueva York, Doubleday, 1992, p 376). Es significativo que muchos de los
intérpretes recogidos aquí también entienden la prohibición de Moisés de
los animales «impuros» en referencia a los animales sacrificados –aunque
no adorados– por los egipcios (por ejemplo, los cerdos). Ver V.L. Trumer,
The Mirror of Egypt in the Old Testament, Londres, Marshall, Morgan &
Scott, 1932, p. 100.
Para una exposición muy esclarecedora de esta tradición interpretativa,
explicada a partir del «principio de inversión normativa» (es decir, Moisés
exigió lo que los egipcios prohibían, prohibió lo que ellos ordenaban y
después sacrificó lo que ellos veneraban), ver el reciente libro del destacado
egiptólogo de la Universidad de Heidelberg J. Assmann, Moses the
Egyptian, Cambridge, Mass., Harvard University Press, 1997; en él
demuestra que la inversión mosaica de las prácticas idólatras egipcias no
solo fue reconocida por los antiguos intérpretes judíos y cristianos, sino por
los relatos descriptivos de la religión mosaica recogidos por historiadores
egipcios como Manetón (siglo III a.C.) y, posteriormente, por los
historiadores romanos: Tácito, Estrabón y Hecateo.
Notas del Capítulo 8
[1] Sobre el vinculo entre el sacerdocio real y los primogénitos, ver H. C.
Brichto, «Kin, Cult, Land and Afterlife: A Biblical Complex», Hebrew
Union College Annual 44, 1979, p. 46: «Existe una amplia evidencia de
que, en un momento determinado, en la familia israelita el papel sacerdotal
fue desempeñado por el primogénito». De ello se hacen eco las fuentes
rabínicas (Rashi, Maimónides) y los autores patrísticos y medievales
(Jerónimo, Nicolás de Lira, Tomás de Aquino). Ver G. Van Groningen,
Messianic Revelation in the Old Testament, Grand Rapids, Mich., Baker,
1990, p. 221: «En el primogénito se halla presente de forma implícita la
doble capacidad de rey y sacerdote». Para otras fuentes consultar Hahn,
«Kinship by Covenant», pp. 214-226.
[2] Ver R. De Vaux, The Early History of Israel (Trad. española en ed.
Cristiandad), Filadelfia, Westminster, 1978, pp. 446-447: «La sangre del
animal inmolado creaba un vínculo, ratificaba un juramento o sellaba una
promesa hecha entre los hombres. Por lo tanto, lo que se recoge en Ex 24,
3-8 es una tradición primitiva». Sobre el juramento de alianza comenta M.
W. Smith: «Así era el juramento que el vasallo hacía ante su señor. Se
mataba un animal... ambas partes tocaban la sangre. Así se ratificaba que
eran una sola sangre y tenían una vida en común. Además indicaba el tipo
de castigo que merecía quien rompía la alianza y traicionaba a su señor»
(What the Bible Says About Covenant, Joplin, Mo., College Press, 1981, p.
14).
[3] D. L. McCarthy. Treaty and Covenant, Roma, Pontifical Biblical
Institute, 1963 (1ª ed), pp. 171-172: «Además del ritual del sacrificio y la
sangre existe la tradición de la comida de alianza... Los rituales
mencionados... comparten la idea de crear una relación de parentesco entre
las partes. La comida de alianza significaba estar admitido en el círculo
familiar del otro». Ver también R. Sklba, «The Redeemer of Israel»,
Catholic Biblical Quarterly, 34, 1972, p. 11: «Yavé los aceptaba como
familia y parientes suyos. La elección queda sacramentalizada en la comida
de Ex 24, 11».
[4] Ver W. Harrelson, Interpreting the Old Testament, Nueva York, Holt,
Rinehart & Winston, 1964, p. 92: «Yavé ha reservado a Israel la parte que le
corresponde al hijo primogénito, por lo que Israel ha de ejercer los
privilegios y las responsabilidades del primogénito entre los hijos de Dios,
que son las demás naciones y pueblos de la tierra... Israel será un reino de
sacerdotes... Esta es la interpretación más verosímil: Israel será para las
naciones la nación sacerdotal... ejerciendo la responsabilidad de instruir e
interceder sacerdotalmente por todos los pueblos ante Yavé... El pasaje
completa la idea de las llamadas de Yavé a Abrahán de Gn 12, 3». Ver
también Hahn, «Kinship by Covenant», pp. 220-224.
[5] En «The Golden Calf Episode in Post-Biblical Judaism» (Hebrew
Union College Annual 39, 1968) L. Smolar y M. Aberbach se refieren al
episodio del becerro de oro como «el equivalente judío que más se acerca al
concepto de pecado original» (p. 105).
[6] Ver Benin, Footprints of God, pp. 24-41; y Hahn, «Kinship by
Covenant», pp. 232-253.
[7] Maimónides, Guide for the Perplexed, 3, 46, Nueva York, Pardes,
1946, p. 359 (Hay varias ediciones en español). Ver Benin, Footprints of
God, pp. 76-112.
Notas del Capítulo 9
[1] G. Von Rad, Deuteronomy, Filadelfia, Westminster, 1966, p. 14,
donde se sugiere que «el Deuteronomio se entiende como algo parecido a
una interpretación de la Ley para laicos». Ver S. D. McBride, «Polity of the
Covenant People: The Book of Deuteronomy», Interpretation, 1987, pp.
41-229, que demuestra que para Josefo el Deuteronomio era una «“forma
de gobierno” o “una constitución nacional” comprehensiva y de autoridad
divina».
[2] Midrash Tanhuma, Nitzavim 3, acerca de Deuteronomio 29, 1: «Por
tres veces hizo el Santo, Bendito sea su Nombre, alianza cuando salieron de
Egipto. Una en el Sinaí, otra en el Horeb y otra aquí. ¿Por qué hizo el Santo
aquí la alianza con ellos? Porque la alianza que había hecho con ellos en el
Sinaí quedó invalidada cuando dijo: “Estos son vuestros dioses...”. Por eso
regresó e hizo otra alianza con ellos en el Horeb y puso maldición ante
quienes la incumplieran» (citado en D. Elazar, Covenant and Polity in
Biblical Israel, p. 370). Ver T.V. Farris, Mighty to Save: A Study in Old
Testament Soteriology, Nashville, Broadman, 1993, p. 103: «La alianza del
Monte Sinaí debe distinguirse también de la transacción descrita en el libro
del Deuteronomio. A la luz de la afirmación explícita del texto, no cabe
negar la distinción entre estas dos alianzas... Hay dos características visibles
que marcan la diferencia: (1) las alianzas se negociaron en sitios distintos; y
(2) se establecieron en momentos distintos. Los dos escenarios quedan
claramente delimitados por el contraste entre Moab y el Horeb... Y los
kilómetros y los años errantes en el desierto separaron los dos episodios
descritos en los libros del Éxodo y del Deuteronomio». El reciente desastre
en Beth-Peor aparece mencionado en Dt 3, 29; 4, 3-4.
[3] Sobre los elementos distintivos de la alianza deuteronómica, ver
Hahn, «Kinship by Covenant», pp. 108-119.
[4] San Juan Crisóstomo, Homilías contra los judíos: «[Dios] les
permitió los sacrificios después de que habían inmolado a los demonios; y
hablándoles con dureza: ¿Enloquecéis y queréis sacrificar? Al menos
sacrificad para mí. Pero aun permitiéndoselo no se lo concedió del todo,
sino que con habilidad sapientísima de nuevo los apartó de ellos... Como el
médico aquel ante el deseo del enfermo disponiendo traer una copa y
manda que tan solo beba aquella bebida fresca, y, al tener a su alcance la
bebida, en secreto manda a los servidores que rompan la copa para que él
vaya abandonando su vehemente deseo sin sospechar nada. También así lo
hizo Dios permitiendo los sacrificios pero sin concederles que los ofrecieran
en cualquier lugar de la tierra, sino tan solo en Jerusalén; y después que
estuvieron sacrificando durante un corto tiempo destruyó la ciudad para
que, al igual que el médico con la rotura del vaso, así también Dios con la
destrucción de la ciudad los apartara contra su gusto de tales observancias;
y ya que nunca se someterían si les ordenase directamente que las dejasen,
procuró apartarlos de su locura por exigencia del lugar... Y como el médico
aparta al enfermo de la bebida dañina con la rotura del vaso, así también
Dios con la destrucción de la ciudad, haciéndosela inutilizable, es decir,
volviéndola inaccesible a los judíos quitó los sacrificios, o lo que es lo
mismo, los apartó de los sacrificios».
[5] San Agustín, El espíritu y la letra, 34.
Notas del Capítulo 10
[1] D. T. Olson, Deuteronomy and the Death of Moses, Minneapolis,
Fortress, 1994, p. 135: «Moisés ordena a los levitas que llevan el arca de la
alianza: “Tomad este libro de la ley y colocadlo al lado del arca de la
alianza del Señor” (31, 26). En este contexto del pasaje, el libro de la torá
debe identificarse con el libro del Deuteronomio». Y: «Moisés ordena a los
levitas colocar el libro escrito de la torá (el Deuteronomio) al lado del arca
de la alianza». El libro de la torá va junto al arca, mientras que las tablas
con los diez mandamientos... van dentro del arca» (10, 5). La ubicación del
Decálogo en el interior del arca sugiere su carácter supremo y autoritario.
Por eso, en cuanto a los diez mandamientos..., el resto del Deuteronomio se
considera un extenso comentario secundario o una exposición del Decálogo
original» (15-16). Ver M. Weinfeld, Deuteronomy 1-11, Nueva Yord,
Doubleday, 1999, p. 1: «Aunque las palabras mshnh htwrh hz’t de Dt 17, 18
puedan parecer “una copia de la Torá”, lo cierto es que el Deuteronomio
constituye una segunda alianza posterior a la del Sinaí (cfr. 28:69/29.1), por
lo cual puede considerarse secundaria».
[2] R. P. Carroll, From Chaos to Covenant, Nueva York, Crossroad,
1981, p. 217: «De hecho, como demuestra la historia deuteronómica, la
alianza se rompió con una regularidad que resulta inimaginable». Y
concluye: «Si alguna vez ha habido una institución fracasada desde sus
orígenes, esa es la alianza deuteronómica».
[3] Ver Berman, The Temple, pp. 66-67: «¿Dónde radica la importancia
de que Dios concediera a David el descanso frente a todos los enemigos que
lo rodeaban? Se trata de algo decisivo dadas las condiciones necesarias para
erigir el templo, mencionadas en el capítulo 12 del Deuteronomio, y la
situación dominante en el estado judío durante los cuatro siglos anteriores.
El lenguaje de Dt 12, 10 es claro. Las ofrendas se llevarán al lugar elegido
por Dios para instaurar su Nombre cuando... Él “os dé descanso de todos
los enemigos que os rodean”. El hecho de que Dios concediera a David “el
descanso de sus enemigos” es particularmente relevante a la hora de discutir
las condiciones requeridas para construir un templo teniendo en cuenta la
historia de Israel durante la etapa de los Jueces. El libro de los Jueces es la
crónica de un período de tres siglos en los que Israel entró en un ciclo
recurrente de desobediencia a los mandamientos de Dios, de servidumbre y
de sometimiento a los poderes extranjeros, con intervalos de períodos de
redención. La derrota de David sobre los filisteos (2 S 5) –perennes
enemigos de los israelitas durante la etapa de los Jueces y el reinado de
Saúl– marca la consecución del prerrequisito de Dt 12, 10 por primera vez
en tres siglos. Era la primera vez que Israel no estaba sometido al escarnio
de sus vecinos... En esas circunstancias, pensó David, había llegado el
momento de construir una morada para el Nombre de Dios: para su
reputación de soberano del universo».
Notas del Capítulo 11
[1] W. R. Arnold, Ephod and Ark, Cambridge, Mass., Harvard University
Press, 1917, pp. 65-66; C. F. Keil y F. Delitzsch, Biblical Commentary on
the Books of Samuel, Grand Rapids, Mich., Eerdmans, 1973, p. 337.
[2] W. J. Dumbrell, «The Davidic Covenant», Reformed Theological
Review 39 (1980), p. 46: «A la luz de la exposición detallada de la alianza
en 2 Samuel 7, podría decirse aún más acerca del papel del reinado davídico
que presenta... Considerarlo un reinado sacerdotal (ver Sal 110, 4) parece
albergar la idea de que en la persona del rey ha quedado encarnada la
petición de alianza contemplada para todo Israel en Éxodo 19, 3b-6... El
reinado davídico pretende reflejar en la persona de quien ocupa el trono de
Israel y representa a la totalidad de la nación los valores que la alianza del
Sinaí exigía de ella».
[3] Ver R. Gordon, 1-2 Samuel, Sheffield, JSOT Press, 1984; W. C.
Kaiser, «The Blessing of David: The Charter for Humanity», en J. Skilton
(ed.), The Law and the Prophets, Nutley, N.J., Presbyterian and Reformed
Publishing, 1974, pp. 298-318; W. J. Beecher, The Prophets and the
Promise, Grand Rapids, Mich., Baker, 1977. Para un excelente estudio de la
importante diferencia teológica entre la Torah del Sinaí (mosaica) y la
Torah de Sión (davídica), ver H. Gese, Essays on Biblical Theology,
Minneapolis, Augsburg, 1981, pp. 79-85; y P. Stuhlmacher, Reconciliation,
Law, Righteousness: Essays in Biblical Theology, Filadelfia, Fortress, 1986,
pp. 110-133.
[4] Ver N. Frye, The Great Code: The Bible and Literature, Londres,
Routledge & Kegan Paul, 1982, p. 83: «El hecho histórico fundamental del
Antiguo Testamento es que el pueblo del que nació nunca tuvo suerte en los
juegos de estrategia imperial».
Notas del Capítulo 12
[1] Aunque son muchos los que niegan que la Última Cena fue un seder
pascual, todos los evangelios sinópticos afirman explícitamente que sí lo fue
(ver Mt 26, 17-19; Mc 14, 12-16; Lc 22, 7-15). El Catecismo de la Iglesia
Católica dice: «Al celebrar la última Cena con sus Apóstoles en el
transcurso del banquete pascual, Jesús dio su sentido definitivo a la Pascua
judía» (n. 1340). Ver también J. Jeremias, The Eucharistic Words of Jesus,
Londres, SCM, 1965, 3ª ed.
[2] W. L. Lane, The Gospel According to Mark, Grand Rapids, Mich.,
Eerdmans, 1974, p. 508: «La copa de la que prescindió Jesús fue la cuarta,
que solía poner fin a la reunión pascual... Jesús había empleado la tercera
copa, asociada a la obra de redención prometida, para referirse a su
asombrosa muerte... La copa que rechazó fue la copa de la consumación».
En The New Testament and Rabhinic Judaism (Peabody, Mass.,
Hendricksen, 1995, p. 331), D. Daube advierte claramente el rechazo de
Jesús de la cuarta copa: «Lo que implica es su inmediata salida después del
“himno” sin haber bebido la cuarta copa».
[3] Ver R. Brown, The Death of the Messiah: From Gethsemane to the
Grave, Nueva York, Doubleday, 1994, 2:1007: «En 18, 11 Jesús dice que
quiere beber el cáliz que le ha dado el Padre; cuando bebe el vino que le
ofrecen, cumple con el compromiso adquirido al principio del relato de la
Pasión».
[4] G. Feeley-Harnik, The Lord’s Table: Eucharist and Passover in Early
Christianity, Filadelfia, University of Pennsylvania, 1981: «En el huerto de
Getsemaní se resiste a beber la copa de su “Padre”, pero la beberá si esa es
la voluntad de su Padre... Rechaza el vino mezclado con los efectos
sedantes de la mirra (Mc 15, 23)... que los soldados romanos le ofrecen
justo antes de ser crucificado. Cuando, en medio de su agonía, clama: “Dios
mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?” (según Mateo y Marcos;
según Juan, sus palabras son: “Tengo sed”), le ofrecen vinagre... Bebe la
cuarta copa y sufre la muerte maldita... Es el vino. La sangre del cordero
que salvó a los primogénitos de Israel cuando untaron con ella y con el
hisopo los dinteles y las jambas de las puertas de sus casas es el vino de la
ira que da muerte al Primogénito de Israel cuando se lo ofrecen en el hisopo
(Jn 19, 29)» (p. 145).
[5] Los textos de la Iglesia primitiva se basan en las palabras de Jesús
para convertir la copa en símbolo del martirio. La oración final de Policarpo
[Martirio de Policarpo 14, 2] dice así: «Te bendigo porque me has
concedido... que pueda recibir una porción entre el número de los mártires
en la copa de [tu] Cristo» (L. Goppelt, «πινω», en G. Kittel y G. Friedrich
(eds.), Theological Dictionary of the New Testament, vol. 6. Grand Rapids,
Mich., Eerdmans, 1968, 6:153). Cabe señalar, a modo de recordatorio
práctico, que la «cuarta copa» no es estrictamente un futurible, ya que no
requiere tanto el martirio como morir cada día a uno mismo (o lo que a
veces se llama martirio... a plazos).
[6] Hch 17, 27-28.
Notas del Capítulo 13
[1] Muchos documentos del Magisterio se hacen eco de la idea de la
Eucaristía que tenían los primeros Padres de la Iglesia como participación
en la liturgia celestial: por ejemplo, la Constitución sobre la Sagrada
Liturgia (Sacrosanctum Concilium 8): «En la Liturgia terrena preguntamos
y tomamos parte en aquella Liturgia celestial, que se celebra en la santa
ciudad de Jerusalén, hacia la cual nos dirigimos como peregrinos, y donde
Cristo está sentado a la diestra de Dios como ministro del santuario y del
tabernáculo verdadero, cantamos al Señor el himno de gloria con todo el
ejército celestial; venerando la memoria de los santos esperamos tener parte
con ellos y gozar de su compañía» (ver CEC, n. 1090). En este mismo
sentido, el Catecismo de la Iglesia Católica afirma: «El Apocalipsis de san
Juan, leído en la liturgia de la Iglesia, nos revela primeramente que “un
trono estaba erigido en el cielo y Uno sentado en el trono”: “el Señor Dios”.
Luego revela al Cordero, “inmolado y de pie”: Cristo crucificado y
resucitado, el único Sumo Sacerdote del santuario verdadero, el mismo
“que ofrece y que es ofrecido, que da y que es dado”» (CEC, n. 1137).
[2] J.D. Levenson, Sinai and Zion, Nueva York, Winston, 1985, p. 139.
[3] Levenson, p. 139.
[4] T. Howard, Evangelical Is Not Enough, San Francisco, Ignatius
Press, 1984, p. 37.
[5] Lumen Gentium, n. 3; ver Jn 19, 34.

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