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EL CAMPO R ELIGIOSO,

LA DIVERSIDAD REGIONAL
Y LA IDENTIDAD NACIONAL EN MÉXICO

RELACIONES 100, OTOÑO 2004, VOL. XXV

Guillermo de la Peña*
CIESAS-OCCIDENTE
La historia de la formación y transformación del campo religioso en
México tiene como un hilo conductor central el esfuerzo sostenido de
la Iglesia católica por constituirse en fuerza hegemónica. Su estudio
implica centrar la atención en: (a) la diferenciación de los actores reli-
giosos dentro del proceso general de división del trabajo; (b) la compe-
tencia por la hegemonía entre diferentes actores y discursos religiosos;
(c) los diferentes capitales y alianzas que se utilizan en la competen-
cia. Los procesos de diferenciación, de competencia y la diversidad de
los recursos de las instituciones y actores tienen una realidad regional
diversa. En la actualidad la propia afiliación al catolicismo ha dejado
de tener un significado unívoco: bajo el nombre de “católicos” ahora
se agrupan los ortodoxos, los populares o “consuetudinarios”, los fun-
damentalistas, los progresistas, los radicales, los carismáticos y, en tiem-
pos recientes, se han sumado las variedades New Age. Entre los cris-
tianos no católicos, existe asimismo una división tajante entre los
“protestantes históricos” y las múltiples iglesias pentecostales y sec-
tas polimorfas. Existe un número importante de gente que en la ac-
tualidad se considera abiertamente atea o agnóstica, entre quienes se
encuentran funcionarios gubernamentales y miembros de la clase me-
dia profesional. Este ensayo analiza el desarrollo de esta diversidad
religiosa y regional en relación con los procesos de sincretismo, secu-
larización y el surgimiento de una ciudadanía con identidades nacio-
nales todavía relacionadas a la adherencia a una particular bandera
religiosa o ideológica.

(Campo religioso, catolicismo social, secularización, regiones de refu-


gio, identidad)

* gdelapen@cencar.udg.mx Este artículo tiene una larga historia, y también una larga
lista de agradecimientos. Mis estudiantes del DEA en el Institut des Hautes Etudes de
l´Amerique Latine en París discutieron conmigo muchas de las ideas aquí contenidas,
durante el semestre de otoño de 1998. Luego, un primer esbozo fue presentado en el se-
minario “Regionalismo e identidad nacional en Brasil y México” (Brown University, sep-
tiembre de 1999), donde recibí comentarios de Tom Skidmore, Stanley Brandes, Anani
Dzidzienyo, Liza Bakewell, Lynn Stephen, Matt Gutmann y Randy Matory. Todavía una
versión posterior fue leída y pertinentemente comentada, en Guadalajara, por Cristina
Gutiérrez Zúñiga, Renée de la Torre y Pastora Rodríguez Aviñoá; y esta última me ayudó
a vertirla al castellano. También agradezco las críticas de los árbitros anónimos que dicta-
minaron este artículo para Relaciones.

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GUILLERMO DE LA PEÑA

... la religión católica... [es] el único lazo común que liga a todos
los mexicanos

Lucas Alamán

... la tolerancia hace posible la existencia de las diferencias; las


diferencias vuelven necesario el ejercicio de la tolerancia

Michael Walzer

TENSIONES Y CAMBIOS EN EL CAMPO RELIGIOSO

E n la década de 1970, mientras hacía trabajo de campo


en los Altos de Morelos, me llamó la atención la inten-
sidad y la variedad de la vida religiosa local (véase de
la Peña 1980). Ahí, al igual que en muchas otras partes de América La-
tina, la manifestación religiosa más visible era el culto a los santos patro-
nos, epónimos y emblemáticos de los pueblos y los barrios. En San Juan
Tlayacapan (el pueblo más grande de la comarca), por ejemplo, prácti-
camente cada semana ocurrían celebraciones a los santos, casi siempre
con elaborados festivales públicos (que incluían música, baile y comi-
das), organizados y pagados por los vecinos. A primera vista, estas fies-
tas demostraban unidad, pero de hecho también revelaban oscuras ten-
siones ideológicas y fracturas sociales.
Aunque los sacerdotes locales participaban en las celebraciones (ofi-
ciando la misa y bendiciendo las imágenes), el control de las fiestas estaba
en manos de las cofradías y los mayordomos, que rechazaban cualquier
interferencia directa de la Iglesia.1 Esta actitud creaba resentimientos en-
tre los clérigos y sus seguidores más cercanos, quienes acusaban a los
mayordomos de difundir creencias paganas y fomentar la ebriedad. El
obispo de Cuernavaca, cuya jurisdicción incluía los Altos de Morelos,
1
Hasta mediados del siglo XIX existía una clara distinción entre la cofradía –un grupo
corporado, poseedor de bienes, que se encargaba colectivamente del culto a un santo– y
la mayordomía –una distinción individual de duración limitada, que implicaba que el in-
cumbente se encargaba personalmente de una celebración–; pero con la legislación libe-
ral las cofradías dejaron de poseer bienes y muchas veces adquirieron un papel subsidia-
rio de las mayordomías en la organización de las fiestas.

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EL CAMPO RELIGIOSO, LA DIVERSIDAD REGIONAL

expresaba abiertamente, en los mismos años setenta, su malestar ante la


religión popular tradicional, a la que consideraba dispendiosa y hetero-
doxa, e incluso dio instrucciones a los sacerdotes para que desmantela-
ran las celebraciones de los santos patronos, o al menos las simplificaran,
con el fin de centrar el culto público en la figura de Cristo. Así, en algunos
lugares, la gente se dividió entre los seguidores del clero y los defensores
de los mayordomos. Un ejemplo de esta oposición fue lo ocurrido por esa
época en Atlatlahuacan, donde un sacerdote excesivamente ortodoxo fue
acusado de “ser protestante” y expulsado por una masa enfurecida.2
Estas rivalidades –entre “ortodoxia” y “heterodoxia”, la Iglesia ofi-
cial y las cofradías/mayordomías– no eran las únicas en la región. En la
mayoría de los pueblos era posible encontrar un puñado de familias,
identificadas como protestantes o evangélicas, que jamás visitaban las
iglesias o capillas ni colaboraban en las fiestas y eran, por ende, conside-
radas egoístas y desagradables. A su vez, estos disidentes no ocultaban
su desprecio por las “supersticiones” de los mayordomos y la “codicia
manipuladora” del clero católico. Por añadidura, los sacerdotes mostra-
ban ciertos desacuerdos entre ellos, por ejemplo en lo tocante a la sim-
patía del obispo de Cuernavaca por la Teología de la Liberación y el
radicalismo político. Dentro y fuera de la diócesis, los conservadores ca-
tólicos temían las inclinaciones “peligrosamente progresistas” del obis-
po.3 Además, él y varios clérigos de Cuernavaca eran tildados de agita-
dores por ciertos funcionarios del gobierno, debido a sus lazos con
sindicatos independientes y grupos izquierdistas. Por último pero no me-
nos importante, la notoriedad del obispo no era bien vista por muchos
miembros de la clase gobernante priísta que hacían manifestación públi-
ca de anticlericalismo como símbolo de su lealtad a un Estado jacobino.

2
Véase de la Peña 1980, capítulos 7 y 8. Ejemplos similares de violencia aparecen en
Aguirre Beltrán 1986, 194; Boege 1988, 250 y ss; Bartolomé y Barabás 1990, 62.
3
La Teología de la Liberación tuvo un punto de arranque en el Sínodo Latinoameri-
cano celebrado en Medellín, Colombia, en 1967, donde se proclamó la “opción preferen-
cial” de la Iglesia por los pobres. Sergio Méndez Arceo, obispo de Cuernavaca de 1956 a
1985, albergó en su diócesis experimentos tan radicales como el Centro de Información y
Documentación (CIDOC) de Iván Ilich, que buscaba cambiar la mentalidad conservadora
y neocolonialista del clero europeo y norteamericano que hacía labor misional en Améri-
ca Latina, y el “monasterio psicoanalítico” de Gregorio Lemercier.

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GUILLERMO DE LA PEÑA

En años posteriores, encontré tensiones análogas durante mi trabajo


de campo en otras partes de México, en especial en el sur de Jalisco y en
la zona metropolitana de Guadalajara. No era de extrañarse. En el am-
biente finisecular, se volvía palpable que la diversidad religiosa se había
convertido en una característica importante de la sociedad mexicana.
Según el Censo Nacional, el porcentaje de la población que se declara-
ba católica pasaba de 95% en 1960; en 1990 cayó a 89%, y bajó otros tres
puntos en 2000. En 1960, 600 000 personas se definían como miembros
de denominaciones religiosas no católicas; en 1990, el número se había
elevado a tres millones y medio, y en 2000 rebasó los cinco millones.
Ahora bien, la propia afiliación al catolicismo dejó de tener un significa-
do unívoco: bajo el nombre de “católicos” ahora se agrupan los ortodo-
xos, los populares, los fundamentalistas, los progresistas, los radicales,
los carismáticos y, en tiempos recientes, se han sumado las variedades
New Age. Entre los cristianos no católicos, existe asimismo una división
tajante entre los “protestantes históricos” y las múltiples iglesias pente-
costales y sectas polimórficas. Hay, desde luego, un número importante
de gente que en la actualidad se considera abiertamente atea o agnósti-
ca, entre quienes se encuentran funcionarios gubernamentales y miem-
bros de la clase media profesional. Sin embargo, el Estado mexicano
jacobino tuvo una transformación asombrosa cuando, en 1992, el Con-
greso enmendó la Constitución de modo que las iglesias pudieran gozar
de estatus legal y fuera lícito enseñar religión en las escuelas. Pero la
desconfianza y los sentimientos anticlericales perduran, en particular
cuando ciertos grupos religiosos y sus pastores adoptan posiciones críti-
cas contra el gobierno o apoyan posiciones partidistas, o cuando ciertos
grupos emplean en sus discursos etiquetas religiosas o aluden a dispu-
tas históricas entre la Iglesia católica y el Estado. En cualquier caso, el
examen del cambiante campo religioso es un paso necesario en el análi-
sis de las transformaciones sociales, políticas y culturales en la sociedad
mexicana contemporánea.4

4
Lo dicho sobre México puede aplicarse, mutatis mutandis, a América Latina en gene-
ral. La mayor tolerancia religiosa por parte del poder público es al menos en parte atri-
buible a las presiones de las iglesias no católicas. Véanse Houtart 1996; Suárez 2000.

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EL CAMPO RELIGIOSO, LA DIVERSIDAD REGIONAL

El concepto de campo religioso, derivado de los escritos de Pierre


Bourdieu (1971), es a mi juicio una herramienta útil para indagar en la
naturaleza y la dinámica de los fenómenos religiosos, sin aislarlos de su
contexto societal. Implica centrar la atención en; (a) la diferenciación de
los actores religiosos dentro del proceso general de división del trabajo;
(b) la competencia por la hegemonía entre diferentes actores y discursos
religiosos; (c) los diferentes capitales y alianzas que se utilizan en la
competencia. El concepto de campo religioso permite aceptar la defini-
ción que propone Geertz (1973) de la religión como un sistema cultural
de símbolos y significados relacionados con el destino humano y el or-
den general del universo, y al mismo tiempo tomar en cuenta la crítica
que Talal Asad (1993) hace a Geertz. Asad aduce que el proceso de pro-
ducción y reproducción de significados y prácticas ha de ser incluido en
el análisis, y por tanto el sistema cultural tiene que verse en relación con
la distribución del poder en una sociedad determinada (cfr. Roseberry
1989).5 En el campo religioso, la naturaleza misma de la competencia
por la hegemonía está en disputa: siempre hay una pugna por definir
las reglas del juego y la legitimidad de los contendientes. Lo que está en
cuestión es precisamente qué es sagrado, quiénes son sus administrado-
res legítimos, quiénes son en cambio meros charlatanes (véase Bourdieu
1987). Los actores más poderosos suelen imponer sus propias definicio-
nes; pero la diversidad no necesariamente desaparece: otros conten-
dientes pueden apropiarse e incluso subvertir definiciones hegemóni-
cas para sus propios fines.
No obstante, para entender la diversidad y la competencia religiosa
en México conviene examinar sus manifestaciones concretas en diferen-
tes zonas del país. En todas partes ocurren tensiones, pero varían re-

5
No es competencia de este artículo el entrar a una discusión sobre la definición más
adecuada de religión. Recordemos simplemente que existe un consenso básico entre los
antropólogos sobre la diferencia básica entre la magia, que es de naturaleza instrumen-
tal, y la religión, que se refiere al sentido último de la vida (lo cual no impide que en la
práctica ciertos ritos incluyan tanto elementos mágicos como religiosos). Pero existe asi-
mismo un desacuerdo entre quienes ven la religión como necesariamente vinculada a la
pertenencia a un grupo, y quienes destacan el elemento de adhesión individual a una vi-
sión del mundo. Cfr. Tambiah 1990.

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GUILLERMO DE LA PEÑA

gionalmente en calidad y cantidad. La relación entre clero y religión po-


pular, por ejemplo, parece ser menos hostil en el occidente y el centro de
México que en las áreas indígenas marginales del norte y el sur –las que
el antropólogo Aguirre Beltrán denominó “regiones de refugio”– donde
los rituales y creencias religiosas tienen una fuerte connotación etnicista
e incluso autonomista. La influencia del protestantismo es notoriamente
más fuerte en estados del sureste, como Chiapas y Tabasco, y del norte,
como Nuevo León y Coahuila. En concomitancia, florecen nuevos mo-
vimientos religiosos, tanto católicos (Comunidades Eclesiales de Base,
Renovación Carismática) como no católicos (pentecostalismo, espiritua-
lismo, New Age) en el occidente de México, en las áreas fronterizas y en
las metrópolis. Este componente espacial de la diversidad es también
importante para el análisis del proceso de secularización. El campo reli-
gioso contemporáneo de México es, en muchos aspectos, resultado de
este proceso, definido como la separación de la religión de la política y
la sociedad civil. Si la secularización y la creciente individualización que
conlleva han significado una dificultad creciente para que la Iglesia ca-
tólica reproduzca su hegemonía (Blancarte 1992), no se han traducido
empero en el desplazamiento de la religión ni en la implantación triun-
fante de una visión racionalista del universo, al menos no para la mayo-
ría de la población. Más bien, han llevado a una recomposición comple-
ja y dinámica de las religiosidades, adaptaciones no predecibles de
creencias, prácticas y contextos institucionales (cfr. Hervieu-Léger 1986,
1996; de la Torre 1998 y 2002), que manifiestan drásticas variaciones re-
gionales. Tal recomposición se percibe a menudo como el desencadena-
miento de tendencias centrífugas malignas en un país que no ha logra-
do todavía una coherencia sustantiva.6 ¿Cuáles son las implicaciones de
estas religiosidades –persistentes, pero ahora múltiples– para el tema de
la unidad nacional y la identidad nacional? ¿Estamos ante el surgimien-
to de una nueva matriz nacional pluralista y secular?

6
Rodolfo Casillas (1996) ha escrito un análisis crítico de los prejuicios hacia la diver-
sidad religiosa en México. Véase asimismo Martínez Assad (1997).

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EL CAMPO RELIGIOSO, LA DIVERSIDAD REGIONAL

ORTODOXIA, SINCRETISMO Y LAS SECUELAS DE LA “CONQUISTA ESPIRITUAL”

La formación del campo religioso en México tuvo como punto de parti-


da el ímpetu evangelizador de los misioneros del siglo XVI, que emplea-
ron la persuasión y la fuerza para extender el catolicismo sobre las nue-
vas posesiones de la Corona española. Los misioneros no vacilaron en
adaptar sus enseñanzas y prácticas a las viejas creencias y usos de la po-
blación indígena (Foster 1960, 164-166). Gracias a ello, y también a la re-
sistencia de los nativos al adoctrinamiento total, la religión católica
entre los grupos indígenas a menudo se ha caracterizado como “sincré-
tica”. Pero, como han señalado varios autores, “sincretismo” es un tér-
mino con varios significados diferentes (Vogt 1992; Marzal 1993). Para
Manuel Gamio ([1916] 1960, 89-90), el fundador de la antropología mo-
derna en México, significaba que el catolicismo era una simple cobertu-
ra: la religión indígena continuaba siendo “pagana”. Esta posición fue
seriamente criticada por Robert Ricard en su obra innovadora La con-
quista espiritual de México ([1933] 1947), donde defiende el éxito de la
empresa misionera; en su opinión, la existencia de formas religiosas
particularistas (que pueden hallarse en cualquier país) no prueba la per-
sistencia del “paganismo” (y además, los ejemplos de “paganismo” que
ofrecía Gamio eran de origen europeo). Esta polémica no ha terminado
(véase Báez-Jorge 1998, para una recapitulación crítica; también Aguirre
Beltrán 1986, 198-201).
En la actualidad se dispone de una buena cantidad de evidencia his-
tórica que muestra que, en el transcurso del periodo colonial, los indios
llevaban a cabo ceremonias clandestinas en cuevas y barrancas escondi-
das en montañas sagradas, donde se habían refugiado las antiguas dei-
dades (véanse, por ejemplo, para el caso de Chiapas, a García de León
1985, I; Aramoni 1992; Viqueira 1996). Para el siglo XX, Robert Redfield
y Alfonso Villa Rojas (1934), Guillermo Bonfil (1968), Evon Z. Vogt
(1969, 1992), Jacques Galinier (1990), Barbara Tedlock (1982), Johannes
Neurath (1998) y Báez-Jorge (2000), entre otros, han documentado la vi-
gencia de creencias y mitos, y la realización de rituales y sortilegios, que
en modo alguno parecen cristianos. Esto parece entrar en contradicción
con la tesis de Pedro Carrasco sobre la religión popular tarasca, que él
definió como “fundamentalmente cristiana” (Carrasco 1952). A su vez,

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GUILLERMO DE LA PEÑA

Eugenio Maurer, sacerdote jesuita y antropólogo, escribió una famosa y


polémica tesis de doctorado para la Ecole Practique des Hautes Etudes
en Sciences Sociales de París, en la que sostenía que la religión tzeltal,
cuya práctica observó en Guaquitepec, Chiapas, representaba una “sín-
tesis” del cristianismo con elementos prehispánicos compatibles, de
modo tal que los tzeltales podían considerarse católicos ortodoxos
(Maurer 1983, 1993). Empero se pueden citar una serie de estudios loca-
les en los que una posición o la contraria se argumentan y defienden al-
ternativamente. Como ha señalado Marzal (op. cit.), el sincretismo im-
plica un proceso creativo de adaptación y reinterpretación, en el que los
actores pueden seguir diferentes caminos desde diferentes puntos de
partida. Mi hipótesis de trabajo es que la lógica de estas diferencias se
puede entender mejor en términos de sus contextos regionales.
Carrasco (op. cit.) hace una importante distinción entre religión pri-
vada y pública: si bien la última suele regirse por las reglas cristianas
oficiales, la primera a menudo se aparta de ellas. Un punto de vista si-
milar manifestaba Gibson (1964, cap. V) en su estudio del impacto de la
colonización sobre la cultura india en el centro de México. Las variacio-
nes privadas podían ser infinitas, aun cuando la Inquisición se mantu-
viera vigilante en la persecución del “pensamiento erróneo”, como lo
han demostrado por ejemplo los estudios de Carlo Ginzburg (1986) so-
bre la religiosidad europea medieval (para el caso de México véase Ruiz
de Alarcón ([1629] 1953); también García Ayluardo y Ramos, coords.,
1997). Pero si observamos la religión pública, hallaremos claramente las
fiestas de los santos como “una forma ritual básica” (Geertz 1973, 147)
que defiende y reproduce un conjunto de creencias y prácticas cristia-
nas. Estas creencias y prácticas, sin embargo, se relacionan frecuente-
mente con elementos prehispánicos selectos. Por ejemplo, el fascinante
análisis de las toponimias de la región de Zongolica (en el estado de Ve-
racruz) que hace Aguirre Beltrán (1986) revela la imbricación del culto a
los santos con la presencia activa de múltiples deidades y seres preter-
naturales, asociados tanto a lugares y accidentes geográficos como a las
actividades cotidianas. El éxito y la persistencia de las fiestas, por otra
parte, están en buena medida arraigados en su superposición con un
antiguo calendario agrícola y en su capacidad de señalar cambios de es-
tación, momentos del cultivo y patrones de cooperación con la familia y

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EL CAMPO RELIGIOSO, LA DIVERSIDAD REGIONAL

los vecinos (véanse, entre una numerosa bibliografía, Carrasco 1961; Ló-
pez Austin 1963; Reyna 1967; de la Peña 1980). Además, la abundante li-
teratura sobre las comunidades mesoamericanas ha mostrado las cru-
ciales funciones políticas y económicas de las festividades de los santos,
en cuanto éstas favorecen la consolidación de una jerarquía civil y reli-
giosa que estructura el gobierno local y distribuye riqueza y prestigio.
En palabras de Eric Wolf, “el sistema político-religioso en conjunto tien-
de a definir los límites de la comunidad y actúa como punto de conver-
gencia y símbolo de la unidad colectiva” (1955, 457). Por añadidura, las
fiestas se hallan vinculadas a la matriz general del culto a los santos:
una cosmología jerárquica de intermediación, en la que los santos inter-
ceden en nombre de los seres humanos ante Dios y su hijo Jesús. La cos-
mología presta significado a una serie de creencias e instituciones reli-
giosas, tales como el compadrazgo-padrinazgo, que representa una de
las formas más importantes de alianza social en la cultura mexicana y
latinoamericana.7
La importancia del santo en cuanto símbolo corporativo clave8 se re-
monta por lo menos a principios del siglo XVII (Brading 1997a, 32-34),
pero el desarrollo del culto variaba de un lugar de la Colonia a otro.
Existen muy pocos estudios etnohistóricos que documenten estas varia-
ciones, pero parecen ser consistentes con las estrategias diferenciales y
los impactos de la colonización. En los valles centrales y occidentales
del virreinato, la presencia de prósperas empresas españolas (hacien-
das, plantaciones, ingenios y minas) y la participación de la población

7
El compadre es escogido por un individuo para que sea el padrino de bautismo de
su hijo. El padrino escoge el nombre del ahijado, conforme a un santo de su devoción; el
lazo social queda sancionado de este modo por el santo. Además, el padrino se convierte
en el guía espiritual de su ahijado para la vida de gracia (Gudeman 1975).
8
Véase Ortner (1973) para una discusión de los “símbolos clave”, que esta autora a
su vez subdivide en “símbolos aglutinadores” (que expresan un conglomerado de ideas
y sentimientos) y “símbolos explicativos” (que aportan categorías que sirven para expli-
car el mundo). En el contexto mexicano los santos conjugan propiedades aglutinadoras
y explicativas: aluden a espacios sociales de la comunidad y la familia así como al tiem-
po cosmológico y generacional, y a la vez procuran motivaciones para la solidaridad y
explicaciones de la felicidad y la aflicción (de la Peña 1997, 176-177; cfr. Gudeman 1976).
Véase también la discusión de Turner sobre los “símbolos dominantes” (1967, capítulo 1).

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GUILLERMO DE LA PEÑA

indígena en el ámbito comercial acrecentaba la influencia de las ciuda-


des y estimulaba el proceso de mestizaje (biológico y cultural) en los
asentamientos rurales y urbanos (Aguirre Beltrán 1958). Al hacer hinca-
pié en la ortodoxia religiosa, el creciente sector mestizo podía sostener
su afinidad con la población española dominante –peninsulares y crio-
llos– y su distancia de los indios subordinados. En cambio, en las áreas
periféricas, el mestizaje era infrecuente: la población indígena había
sido confinada a territorios de misión o desplazados de las mejores tie-
rras hacia las sierras abruptas, a la selva y al desierto, esto es, a las “re-
giones de refugio” (Aguirre Beltrán 1967).9 Estos indios periféricos
permanecieron menos “aculturados” y mantuvieron una poderosa
identidad étnica. Si en el transcurso del siglo XIX los mestizos se convir-
tieron en la mayoría de la población mexicana y aportaron el paradig-
ma oficial de la identidad nacional, las regiones de refugio se mantuvie-
ron en buena medida al margen del proceso de uniformización.10 Dado
que la influencia oficial de la Iglesia católica en dichas regiones había
disminuido mucho desde el siglo XVIII –cuando los Borbones retiraron a
las órdenes religiosas de los territorios de misión–, los indios pudieron
desarrollar más libremente lo que algunos autores han denominado “re-
ligión consuetudinaria” (veánse, por ejemplo, Viqueira 1997; Ruz 1997).
Según estos autores, esa religión consuetudinaria no es “pagana”, como
decía Gamio; pero tampoco cristiana, y menos católica: depende de cha-
manes o especialistas en rituales locales que abiertamente incorporan
prácticas y sostienen creencias ajenas a las enseñanzas y rituales de la
Iglesia. Durante la segunda mitad del siglo XX, los misioneros regresa-
ron a las regiones de refugio, pero la religión consuetudinaria se ha ne-

9
El modelo de la región de refugio ha sido muy debatido y criticado, sobre todo por
la insistencia de Aguirre Beltrán en la interdependencia funcional entre subordinación
política y económica, de una parte, y la cultura y la identidad indígenas, por otra (i.e. la
“modernización” acarrearía la transformación total de los indios en mestizos). De todos
modos, la noción resulta útil en referencia a la heterogenidad histórico-espacial de la po-
blación indígena.
10
Esto no significa necesariamente que la “identidad indígena” haya desaparecido
fuera de las regiones de refugio. Pero el cambio cultural (e.g. en lo tocante a la lengua y
al vestido) ha ocurrido más rápido, y los límites entre indios y mestizos no siempre son
obvios. Cfr. Friedlander 1975; de la Peña 1993.

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EL CAMPO RELIGIOSO, LA DIVERSIDAD REGIONAL

gado de tajo a cambiar. Curiosamente, existe ahora de parte de numero-


sos clérigos una actitud de respeto hacia la religión india como expre-
sión válida de resistencia al dominio y la opresión (veánse de Velasco
1987; Marzal, ed., 1994).11 Y, sin embargo... también en la religión con-
suetudinaria el culto a los santos patronos continúa siendo la forma ritu-
al básica y el meollo de la vida comunal y familiar.
¿Existe una relación entre esta forma ritual y la identidad nacional
de los mexicanos? Aguirre Beltrán (1967, 175, 271) sostenía que la rela-
ción era negativa: dado el fuerte contenido comunal de las celebraciones
de los santos, éstas conducen a un “etnocentrismo de la comunidad”, a
un parroquialismo extremo e imbuido de hostilidad hacia las localida-
des vecinas. Sin embargo, las comunidades se hallan simbólicamente
entretejidas mediante su participación en peregrinaciones a los santua-
rios, en general dedicados a Jesucristo y a la virgen María. Estos san-
tuarios proliferaron en la Colonia, a menudo en lugares donde anterior-
mente se habían alzado los lugares de culto prehispánicos (Calvo 1997;
Victoria 1997). Al final del siglo XX, existían 168 santuarios activos en
México, según el recuento de Félix Báez-Jorge (1996, 95-104). Las pere-
grinaciones crean y fomentan los sentimientos de identidad regional y
cooperación interregional, dado que los peregrinos –tanto indios como
mestizos– son alojados y alimentados en los pueblos del camino, donde
incluso operan mayordomías especiales con este propósito; en ese con-
texto, además, se facilitan los matrimonios intercomunitarios (Giménez
1978; Garma y Shadow, eds., 1994; Velasco Toro, ed., 1997). A menudo
coinciden las festividades principales de los santuarios con famosas fe-
rias comerciales –las ferias más grandes del país, como las de Tepalcin-
go, San Juan de los Lagos, Aguascalientes o Ciudad Guzmán, de hecho,
están relacionadas con una imagen sacra–, lo que da pie a una asisten-
cia masiva y refuerza la superposición de la devoción y la vida secular.
Un santuario particular, el dedicado a Nuestra Señora de Guadalupe
en la colina del Tepeyac, se ha convertido en el centro simbólico de la

11
El Segundo Concilio Vaticano y las Conferencias Episcolales Latinoamericanas im-
pulsaron el desarrollo de la “evangelización inculturada”. Esto significa reconocer que el
mensaje de Cristo se halla siempre mediado culturalmente y por tanto la Iglesia tiene que
adoptar expresiones culturales locales en sus empresas evangelizadoras.

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GUILLERMO DE LA PEÑA

nación. El lugar, Tepeyac, marca el antiguo emplazamiento del culto a


Tonantzin, la diosa madre del panteón azteca. Según la leyenda, la ima-
gen de Guadalupe fue entregada milagrosamente al indio Juan Diego
en 1531, poco después de la conquista española, por la misma Madre de
Dios. La imagen fue interpretada como la representación de una donce-
lla indígena o mestiza –la Virgen Morena– y se convirtió en un instru-
mento poderoso de la evangelización y una metáfora en favor de la mis-
cegenación biológica y cultural.12 Pero, desde el punto de vista de la
población indígena conquistada, representaba sobre todo “el consuelo
de los pobres, el escudo de los débiles, y el refugio de los afligidos” (Paz
1959, 77). En el siglo XVIII, Guadalupe fue apropiada por criollos y mesti-
zos como el emblema de una emergente nacionalidad mexicana (Bra-
ding 1985). Cuando estalló la guerra de independencia en 1810, Hidalgo
adoptó la imagen de Guadalupe como su bandera. Cien años después,
Zapata desplegó asimismo el pendón de la virgen de Guadalupe para
convocar a los campesinos revolucionarios en contra de la dictadura de
Porfirio Díaz y de la opresión de los indios a manos de los terratenientes.
Conviene destacar que, desde el punto de vista tanto de la religiosi-
dad popular como de la doctrina católica, el culto de Guadalupe perte-
nece al mismo sistema simbólico que el culto de los santos patronos: to-
dos los santos son miembros de la corte celestial, presidida por Jesús y
su Madre María. De este modo, los mexicanos pueden sentir que se ha-
llan insertos espiritualmente en una red de imágenes sagradas que cu-
bre y protege todo el territorio nacional. Prácticamente en todas las
sedes parroquiales hay altares o nichos dedicados a la virgen de Guada-
lupe y cada ciudad importante tiene un santuario subsidiario de la Ba-
sílica del Tepeyac. Eric Wolf ([1958] 1965, 150) señalaba que “[la imagen
de Guadalupe] adorna las fachadas y los interiores de las casas, las igle-
sias y los altares domésticos, las plazas de toros y los antros de juego,
los taxis y los autobuses, los restaurantes y las casas de mala nota”. La
principal peregrinación al Tepeyac, el 12 de diciembre, es organizada

12
Sobre los orígenes del mito de Guadalupe, véanse Lafaye 1974; O’Gorman 1986;
Brading 1997, 34-37. Brading (2001) es también el autor de un exhaustivo e inspirado es-
tudio histórico acerca de la evolución del culto guadalupano y las elaboraciones teológi-
cas en su torno.

3 4
EL CAMPO RELIGIOSO, LA DIVERSIDAD REGIONAL

por varios centenares de cofradías y mayordomías distribuídas a lo lar-


go y ancho del país. Reúne varios millones de personas cada año. El
mismo día se instalan altares en calles y plazas públicas de numerosos
pueblos y ciudades. Hay, además, peregrinaciones menores al Tepeyac
el día 12 de cada mes.
Por su culminación y síntesis en la devoción a Guadalupe, el culto
popular de los santos ha dado al catolicismo un papel privilegiado en la
construcción de la imaginación nacional de México y en el desarrollo de
un sentimiento nacionalista, aun en las regiones de refugio. Si esto es
así, resulta pues paradójico que la Iglesia haya mostrado tal animosidad
contra la religión popular, una animosidad que disminuyó sólo parcial-
mente cuando el Concilio Vaticano Segundo recomendó respetar las ex-
presiones religiosas vernáculas. Para entender esta paradoja uno debe
examinar las tensiones históricas generadas por las políticas de seculari-
zación emprendidas por el Estado mexicano.

IGLESIA Y ESTADO: LA POLÍTICA DE SECULARIZACIÓN (1810-1900)13

Al consumarse la independencia nacional en 1821, el catolicismo era re-


conocido por tirios y troyanos como un factor unificador –el mayor de
todos– en un país desgarrado por fuerzas centrífugas. La Constitución
Federal de 1824, si bien muy influida por las ideas de la Ilustración, de-
claraba de manera explícita que México era un país católico.14 Manifes-
taba asimismo que esta exclusividad religiosa no podía cambiarse legal-
mente. No obstante, el nuevo Estado carecía de un modelo claro para las
relaciones con la Iglesia. Por una parte, el modelo colonial temprano, es-
tablecido por la monarquía de los Austrias –mediante el cual la Corona

13
Esta sección no tiene ninguna pretensión de originalidad. Simplemente, quiere
proporcionar un mínimo contexto histórico a las tensiones actuales en el campo religioso.
Para una discusión amplia e inteligente de la historiografía sobre la Iglesia católica en
México, véase Ceballos 2000.
14
Un número sorprendentemente alto de clérigos (unos 130) había tomado una parte
activa y prominente en la insurgencia contra España (Bravo Ugarte 1966, 81-100), y otros
muchos participaron en la vida política del país recién creado, tanto en el bando liberal
como en el conservador (Connaughton 1992).

3 5
GUILLERMO DE LA PEÑA

había ejercido un patronazgo real pero compartía poder y riqueza con


la Iglesia–, no era aceptable para el nuevo Estado, debido a que implica-
ba una jurisdicción dividida. Por otra, el modelo impuesto por los Bor-
bones –mediante el cual la Iglesia quedó política y económicamente
subordinada a la administración real– resultaba inconveniente para la
institución eclesiástica, y había creado un descontento excesivo. Nume-
rosos políticos y clérigos defendían una política de separación institucio-
nal, regulada por un Concordato entre el gobierno mexicano y la Santa
Sede, que delinease un espacio específico para el desarrollo de la acción
espiritual de la Iglesia. Sin embargo, como ha mostrado Manuel Ceba-
llos (1996), esta política moderada fue impedida de hecho por posicio-
nes intransigentes de parte de radicales jacobinos y fundamentalistas
católicos. Cuando por fin las Leyes de Reforma y la Constitución liberal
de 1857 lograron la separación de la Iglesia y el Estado, el paquete in-
cluía la desamortización, nacionalización y venta pública de las propie-
dades de la Iglesia, así como la prohibición total a ésta de participar en
la esfera pública, además de medidas secularizadoras como la creación
de un Registro Civil, la nacionalización de los cementerios, la abolición de
las cofradías como sujetos jurídicos, la proclamación legal de la libertad
religiosa y la exclusión de la enseñanza religiosa de las escuelas públicas.15
Todas estas reformas enfrentaron a una Iglesia mexicana suma-
mente débil (Vázquez 1976, 53). Había una gran escasez de clero dioce-
sano, porque numerosos obispos y sacerdotes de origen español habían
regresado a su país, y porque el Vaticano no nombró ningún obispo
nuevo hasta 1831 (y no fueron nombrados muchos en las tres décadas
siguientes). Las órdenes religiosas ya habían sido diezmadas por los
Borbones, que incluso expulsaron a la más importante (los jesuitas).

15
Entre la abundante literatura sobre las relaciones tormentosas entre Estado e Igle-
sia durante las primeras cinco décadas de vida independiente, deben citarse las síntesis
de Cumberland 1968, 175-186 y Vázquez 1976, 20-2, 26-7, 49-53. El asunto de la libertad
religiosa fue rechazado de forma vehemente en una carta pública que dirigieron más de
200 escritores, académicos, políticos, empresarios y profesionales distinguidos, al gobier-
no, en la que manifestaban que el tema debía decidirse en referéndum público (estaban
seguros que el gobierno lo perdería). El arzobispo de México escribió asimismo al presi-
dente de la República, pero no tuvo respuesta. Véanse los textos de los dos documentos
en García Cantú (ed.) 1965, 430-45.

3 6
EL CAMPO RELIGIOSO, LA DIVERSIDAD REGIONAL

Una mayoría de los pueblos y ciudades pequeñas carecían de párroco


–sólo contaban con vicarios muy ocupados, que hacían visitas anuales–;
como se señaló antes, esto facilitaba la creciente autonomía de las cofra-
días y el desarrollo libre de la religión popular. Tras las Leyes de Refor-
ma, los edificios religiosos pasaron a ser propiedad de la nación y, de
esta suerte, disminuyó el control del clero sobre los espacios religiosos.
En las ciudades, las instituciones de educación superior dejaron de estar
en manos eclesiásticas y se convirtieron muchas veces en semilleros del
liberalismo radical.16 En las zonas septentrionales del país, los espacios
que los antiguos indios nómadas de frontera –perseguidos y masacra-
dos– dejaron vacantes habían albergado colonos mestizos y criollos, en
cuyos poblados la presencia clerical muchas veces nunca existió. Sin
embargo, no había duda alguna de que México continuaba siendo un
país católico; ni la Iglesia consideraba que el gobierno mexicano fuera
necesariamente su enemigo (sólo se detestaba a la “facción jacobina”).
El episcopado había desplegado su patriotismo durante la invasión es-
tadounidenses en 1847; por ejemplo, el arzobispo de México, en una carta
pública, exhortó a los fieles a defender a la patria del “pérfido enemigo”
(Meyer 1992). El hecho de que los intrusos del norte fueran “herejes” se
usó de manera efectiva en el fomento de los sentimientos nacionalistas.
A este respecto, la historia del Batallón de San Patricio, formado por sol-
dados irlandeses que cambiaron de bando gracias a su afinidad con los
católicos mexicanos, recibió una vasta publicidad (Hogan 1997). Poste-
riormente, los católicos se dividieron en el asunto de la intervención
francesa (1862-1867), aceptada por el Partido Conservador con el fin de
proteger al emperador Maximiliano. Empero, éste no abolió las Leyes
de Reforma y tuvo relaciones difíciles con la Iglesia (Díaz 1976, 142-144).
Algunos obispos incluso apoyaron a Juárez en su lucha contra el Segun-
do Imperio, a pesar de que era un notorio jacobino y masón.17
16
Andrés Molina Enríquez ([1909] 1978) argüía que el creciente sector mestizo aban-
deró las ideas jacobinas para combatir los resabios coloniales del México decimonónico,
y aprovechó la expansión de la educación laica para difundir esas ideas y emanciparse
tanto de la Iglesia como de la conservadora elite criolla.
17
Las actitudes intransigentes de los católicos fueron reforzadas por el papa Pío IX,
cuyo Syllabus de errores doctrinales, publicado en 1862, incluía todas las medidas dicta-
das por la Leyes de Reforma.

3 7
GUILLERMO DE LA PEÑA

Después de la restauración de la República Federal en 1867, el clero


y los católicos en general fueron acusados de colaboracionismo con los
franceses. El triunfante Partido Liberal procedió a implantar una aplica-
ción tajante de las leyes anticlericales; en concomitancia, fomentó la en-
trada de misioneros protestantes al país. No obstante, la nueva clase go-
bernante reconocía –muy a su pesar– el carácter fundamental de la
religión popular en la cultura mexicana y la solidaridad nacional. El
presidente Juárez jamás se atrevió a suprimir el día de asueto oficial del
12 de diciembre. Uno de los principales dirigentes liberales, Ignacio Ma-
nuel Altamirano, llegó a decir que el país se derrumbaría sin el culto a
la virgen del Tepeyac (citado por Meyer, op. cit., 705). Con el fin de reem-
plazar al panteón católico, el régimen creó un panteón civil, formado
por héroes patrióticos que, siguiendo el modelo de la revolución france-
sa, simbolizara una identidad nacional republicana (Brading 1992). Des-
de entonces, las estatuas de Hidalgo, Juárez y otros grandes hombres
oficiales pueden verse en las plazas públicas. El régimen trató además
de sustituir los nombres de los santos en localidades y calles con nom-
bres de héroes republicanos, sin mucho éxito, pues la gente continuó
usando la toponimia anterior.
Durante la dictadura de Díaz (1876-1910) un incipiente pluralismo
ideológico autorizó las actividades de las viejas logias masónicas, de los
protestantes recién llegados y de algunas sectas dedicadas al espiritis-
mo, el espiritualismo y el misticismo oriental, con el fin de que sirvieran
de contrapeso a la cultura católica hegemónica.18 Sin embargo, en este
periodo el gobierno también desplegó una considerable tolerancia hacia

18
La masonería llegó a México a finales de la Colonia. Tras la Independencia, los di-
ferentes grupos masónicos funcionaron como clubes políticos y se volvieron más pode-
rosos que los partidos, pero entonces el papa Pío IX prohibió a los fieles pertenecer a la
asociación y la mayoría de los católicos la abandonaron. Posteriormente, Porfirio Díaz
usó a los masones como una suerte de red de información internacional (Racine 1997).
Las doctrinas espiritistas de Allan Kardec fueron difundidas entre las elites en los años
1880; nunca se volvieron tan importantes como en Brasil, pero un ilustre converso fue el
futuro presidente Madero. Surgieron asimismo variedades populares de espiritualismo,
promovidas por profetas entre pequeños grupos de seguidores en las ciudades (Escalan-
te 1997).

3 8
EL CAMPO RELIGIOSO, LA DIVERSIDAD REGIONAL

la Iglesia católica, permitiendo el retorno de las órdenes religiosas y el


florecimiento de los seminarios, en el contexto de los esfuerzos del Va-
ticano por lanzar un proceso de institucionalización renovada dentro de
una sociedad cada vez más secularizada (el mismo Vaticano, para fines
prácticos, había sido privado de su poder político formal en Italia). Para
la Iglesia, la institucionalización significaba recuperar el control sobre la
religión popular, sobre todo en el campo. Con este propósito, en 1861-
1862, el papa Pío IX había creado nuevas diócesis en suelo mexicano y
asimismo multiplicado y renovado los seminarios clericales, política
que fue continuada por su sucesor, León XIII. En 1881, el 350 aniversario
de la revelación de Nuestra Señora de Guadalupe fue celebrado públi-
ca y profusamente bajo la batuta del episcopado. El papa León XIII es-
cribió una carta entusiasta sobre el trato privilegiado otorgado a México
por la Madre de Dios.19 Diez años más tarde, el mismo papa publicó Re-
rum Novarum, la encíclica pionera del pensamiento social y político cató-
lico moderno, que introdujo una nueva definición (y un nuevo pro-
grama) para la Iglesia: ésta sería un fermento dentro de la sociedad
moderna, infundiendo el espíritu de Cristo en todos los ámbitos de la
actividad mundana, sobre todo en las relaciones económicas y labo-
rales, en las que la industrialización capitalista había generado agudos
conflictos y abierto el camino al ateísmo y al socialismo. En este proce-
so de transformación desde adentro, las organizaciones laicas tendrían
un papel relevante, pero bajo la batuta de la Iglesia.20

19
Utilizó la misma cita bíblica que aparecía en los escritos del jesuita Francisco de
Florencia en el siglo XVII, uno de los propagandistas más entusiastas del culto: Non fecit
taliter omni nationi (Brading 2001).
20
En México, los escritores y políticos católicos se habían reunido en 1868 bajo la
égida de una asociación denominada la Sociedad Católica. Mantenía una línea antilibe-
ral en su periódico La Voz de México, que se prolongó hasta 1894. A partir de los años 1880,
otras publicaciones como el diario El Tiempo adoptaron un tono más conciliador, gracias
a la influencia de obispos más pragmáticos y políticos más flexibles durante el régimen
de Díaz (sobre todo Justo Sierra) (Ceballos 1992). Uno de los temas más polémicos con-
tinuó siendo la exclusión de la religión de las escuelas gubernamentales: para el gobier-
no, el laicismo escolar garantizaba la igualdad republicana; para los católicos, violaba el
derecho de los padres a educar a sus hijos en el credo religioso.

3 9
GUILLERMO DE LA PEÑA

Más que una estrategia defensiva, la Iglesia necesitaba ahora diseñar


nuevos modos de fermento en todos los ámbitos de la sociedad, como lo
muestra el minucioso estudio de Jesús Tapia sobre la diócesis de Zamo-
ra, Michoacán. La ciudad de Zamora concentraba a una elite que presu-
mía de sus antecesores españoles y era propietaria de empresas comer-
ciales y vastas extensiones agrícolas (haciendas y ranchos) en los fértiles
valles circundantes, donde indios y mestizos de los pueblos cercanos
trabajaban como peones y medieros. Existía la tradición de que las fami-
lias acaudaladas enviaran a sus hijos a estudiar al seminario local, don-
de algunos se quedaban y se hacían sacerdotes. De este modo, la Iglesia
y la elite estaban imbricadas en una red densa de relaciones económicas
y de parentesco. Cuando se implantaron las Leyes de Reforma, nume-
rosos terratenientes compraron tierras eclesiásticas, pero aceptaron ser-
vir como “guardianes –prestanombres– de buena fe” y pagar renta a los
antiguos propietarios. Por ello, la Iglesia no detuvo sus actividades de
prestamista, que beneficiaban sobre todo a los mismos terratenientes.
No obstante, después de la publicación de la encíclica Rerum Novarum,
la diócesis organizó colectas de caridad para los campesinos y los traba-
jadores, estableció círculos de estudio para difundir la doctrina social de
la Iglesia, fundó escuelas parroquiales para los pobres, y exhortó a los
ricos a pagar salarios justos a los trabajadores y dar buenos precios a
los productores campesinos (Tapia 1986).
Zamora era una de las diócesis creadas (en 1862) por Pío IX. La capa-
cidad y los vínculos sociales de su clero dirigente, así como sus activi-
dades entre los pobres, reforzaron la influencia hegemónica de la Iglesia
no sólo entre los miembros de los sectores de la elite sino también entre
los campesinos indígenas de la Sierra Tarasca. Un renacimiento católico
similar puede observarse en otras diócesis del centro-occidente (More-
lia, Zacatecas, Guadalajara y Colima), así como en el Bajío (diócesis de
Querétaro, Guanajuato y León) y en el centro-oriente (Puebla y Tulan-
cingo). En Oaxaca, el dinámico arzobispo se hizo amigo e incluso conse-
jero del círculo de Porfirio Díaz y la Iglesia también floreció allí (Esparza
1991); pero en otros estados del sur-sureste –en particular, Tabasco, Gue-
rrero, Campeche y Chiapas–, donde se situaban muchas regiones de re-
fugio, los obispos y el puñado de sacerdotes a su servicio continuaban
encontrando dificultades para llegar a los indios y a los mestizos.

4 0
EL CAMPO RELIGIOSO, LA DIVERSIDAD REGIONAL

LA IGLESIA, LA REVOLUCIÓN Y EL MODUS VIVENDI

Durante el Primer Concilio Católico Nacional de 1903 la Iglesia lanzó su


nueva imagen de defensora de la justicia social y la libertad. Le siguie-
ron a éste numerosas asambleas y dietas en los que se discutieron asun-
tos sociales por parte de un grupo emergente de intelectuales (clérigos
y laicos), así como por otros participantes invitados: empresarios agríco-
las e industriales, y trabajadores, estos últimos representados por aso-
ciaciones como los Operarios Guadalupanos (Ceballos 1992, 213-214).
En los Congresos Agrícolas de Tulancingo fueron denunciados viva-
mente la pobreza de los trabajadores rurales y los abusos de los hacen-
dados (García Ugarte 1992, 84-85). Al estallar la revolución en 1910,
muchos católicos apoyaron a Madero, que defendía un programa de li-
beralismo moderado. Una vez que Madero fue presidente electo en
1911, se permitió a los grupos católicos fundar una Federación Nacional
de Trabajadores –la primera organización laboral en México– y el Parti-
do Católico Nacional, que ganó dos gubernaturas (Jalisco y Zacatecas)
y numerosos asientos en el Congreso. De este modo, los seguidores de
León XIII alimentaban muchas esperanzas: constituirían una fuerza
protagónica en la reorganización de la República y conseguirían la abro-
gación de la legislación anticlerical (Ceballos 1992, 215). En enero de
1913, Zamora fue la sede de la Dieta de la Confederación de Círculos
Obreros Católicos, que contó con la presencia de siete obispos y 109 de-
legados, y representó un intento extraordinario por diseñar una sociedad
“restaurada”, caracterizada por una democracia “saludable”, basada en
la solidaridad interclasista bajo la guía espiritual de la Iglesia. Entre sus
numerosos e importantes documentos destacaba un programa detalla-
do de reformas legales avanzadas para la protección de los trabajadores
y sus familias (Tapia 1986, 154-72).21 Sin embargo, Madero fue derroca-
do y asesinado por un golpe militar un mes después de la Dieta, y un
sector del Partido Católico Nacional optó por apoyar a Huerta, el usur-
pador, por “razones tácticas”. Posteriormente, durante la segunda y más

21
Sobre el tema del catolicismo social y sus repercusiones empieza a existir una impor-
tante literatura (véanse, p.ej. Ceballos 1991; Romero de Solís 1994; Blancarte, comp., 1996).

4 1
GUILLERMO DE LA PEÑA

sangrienta etapa de la revolución (1914-1917), a los católicos se les tildó


de traidores y antirrevolucionarios.
La nueva Constitución de 1917 fue aún más jacobina que su antece-
sora de 1857: la Iglesia perdió su personalidad legal; la religión no sólo
fue desterrada de las escuelas públicas sino de las escuelas en general;
se prohibieron todas las manifestaciones públicas de culto religioso; los
sacerdotes no podían expresar opiniones políticas y estaban obligados a
registrarse con las autoridades, y cada estado decidiría cuántos podían
practicar su profesión. Estas leyes comenzaron a regir durante la presi-
dencia de Obregón (1920-1924) y luego cobraron un gran rigor con Ca-
lles (1924-1928). Incapaz de negociar, el episcopado decretó el cierre de
las iglesias y la suspensión del culto, medidas que detonaron un alza-
miento rural armado, probablemente el más grande en la historia de
México, conocido como la Guerra Cristera (La Cristiada, la llamó Jean
Meyer, para destacar su carácter épico), que duró de 1926 a 1929. Si bien
el levantamiento afectó a todo el país, sus focos principales radicaron en
los terrritorios diocesanos donde las nuevas ideas sociales de León XIII
se habían implantado, en particular en el occidente y el Bajío.22
En su estudio clásico de esta revuelta, Jean Meyer (1973-1974) mos-
tró que el levantamiento no fue algo simplemente instigado por el clero
(de hecho, la mayor parte de los obispos estuvieron en contra), sino que
fue resultado sobre todo de la frustración popular: los campesinos sen-
tían que el tejido simbólico que daba significado a su vida cotidiana es-
taba siendo destruido por un gobierno espurio. Según el testimonio de
muchos cristeros sobrevivientes, entrevistados por Meyer en los sesen-
ta, su lucha no sólo fue por defender la religión sino también por defen-
der a México de sus enemigos (uno de ellos se mostró sorprendido de
que los soldados federales con quienes combatían hablaran español:
pensaba que serían extranjeros y hablarían inglés). Con todo, es signifi-
cativo que tal defensa no tuvo fuerte eco en los pueblos indígenas don-
de la práctica del catolicismo popular (o “religión consuetudinaria”) no

22
En Jalisco, por ejemplo, había ocurrido una confrontación entre el gobierno revolu-
cionario y las asociaciones católicas (en particular las de trabajadores y estudiantes) des-
de 1914 y continuaron a lo largo de los años 1920 (Tamayo y Ruano 1991). Confrontaciones
similares también tuvieron lugar en Zamora y su área circundante (Tapia 1986, cap. 4).

4 2
EL CAMPO RELIGIOSO, LA DIVERSIDAD REGIONAL

requería de la presencia frecuente del clero. En 1929, el episcopado fir-


mó un acuerdo con el gobierno que se conoció como Los arreglos, me-
diante los cuales, aun si las leyes no cambiaron, la Iglesia podía con-
tinuar haciendo su trabajo, siempre y cuando lo hiciera de manera
discreta. En los años treinta, la coexistencia pacífica resultó, por así de-
cirlo, difícil. El presidente Cárdenas (1934-1940) no tomó directamente
ninguna medida represiva en contra de la Iglesia, pero durante su ad-
ministración el país padeció una agitación continua y una retórica anti-
rreligiosa e izquierdista. Por añadidura, las escuelas públicas se vieron
obligadas a confesar su fe socialista. A veces, el celo de los maestros y
los líderes agrarios los llevó a acosar a los sacerdotes y a las monjas, y a
organizar festivales antirreligiosos (Bantjes 1994; Becker 1996; Tapía
1986, 209-226). Sin embargo, a partir de 1940, en el contexto del apoyo
de México a las fuerzas aliadas durante la Segunda Guerra Mundial, el
presidente Ávila Camacho lanzó una política de unificación y reconci-
liación nacional y se declaró públicamente católico (pero sin revocar las
leyes anticlericales). Desde entonces, hasta 1992, duró una curiosa situa-
ción –denominada modus vivendi– en la que las escuelas religiosas vol-
vieron a abrir sus puertas sin confesarse católicas, se restablecieron las
escuelas parroquiales sin tener existencia legal, y los clérigos prosiguie-
ron su labor casi como si nada hubiera pasado pero fingiendo que eran
laicos. Durante ese largo periodo, una poderosa organización laica, Ac-
ción Católica, se convirtió en la vocera de los intereses de la Iglesia y
funcionó como una red nacional de asociaciones locales bajo la guía del
episcopado. Había dos partidos políticos considerados católicos: la Unión
Nacional Sinarquista (UNS) y el Partido Acción Nacional (PAN), pero de
hecho el episcopado se esforzó por no verse relacionado públicamente
con ellos. En la UNS sus militantes no ocultaban sus simpatías cristeras y
a menudo fue blanco de la represión (Meyer 1978).23 En cuanto al PAN,
nunca se presentó como católico sino como un partido laico, plural y de-
23
La Unión Nacional Sinarquista tuvo su origen en asociaciones secretas que en los
años 1930 defendían una visión radical de una sociedad oficialmente católica –casi teo-
crática– e incluso la continuación de la Cristiada. Empero, sacerdotes y obispos concilia-
dores persuadieron a sus líderes: primero, de salir a la luz como partido político y, luego,
de abandonar sus posiciones más radicales. De nuevo, la UNS contaba con su mayor nú-
mero de seguidores en las regiones del centro-occidente y el Bajío (Serrano 1992). Des-

4 3
GUILLERMO DE LA PEÑA

mocrático (aunque en la práctica una parte de sus miembros se traslapa-


ba con los de Acción Católica). Hasta finales de los años 1980, el PAN tuvo
un poder político muy limitado vis à vis el monolítico partido gobernante
(el PRI) (véase Loaeza 1999). De hecho, la Acción Católica se convirtió en
una fuerza importante, no gracias a sus maniobras políticas sino a que
logró crear un espacio civil en el contexto de un régimen autoritario.
El caso de la parroquia de Santa Teresita en Guadalajara, que estudié
en los años 1980 junto con mi colega Renée de la Torre, es un buen ejem-
plo de las actividades católicas en la época del modus vivendi (véase de
la Peña y de la Torre 1990 y 1992). La parroquia fue creada en 1930, en
un nuevo barrio con una mayoría de migrantes rurales de bajos ingre-
sos. El párroco, el padre Romo, cuyo hermano había muerto durante la
Cristiada, se dedicó a organizar a los vecinos con el fin de crear una
estructura apropiada de servicios públicos, debido a que el gobierno
municipal no lo hacía. De este modo, los comités barriales de Acción Ca-
tólica funcionaron como una suerte de municipalidad alterna que pavi-
mentaba calles, construía letrinas y perforaba pozos, además de erigir
un enorme edificio para la parroquia. Gradualmente, Acción Católica
también negoció la normalización de los servicios urbanos con las auto-
ridades, pero el padre Romo no aceptó escuelas públicas en su parro-
quia: él creó sus propias escuelas primarias, con maestros que él entre-
naba personalmente. La escuela no estaba reconocida oficialmente por
la Secretaría de Educación Pública pero presumía que sus alumnos lo-
graban el mejor desempeño académico. La parroquia sostenía asimismo
una clínica y una agencia de empleo. Todos estos beneficios se podían
obtener gracias a la red diocesana de la Acción Católica, que canalizaba
la ayuda de parroquias más ricas. Además, la parroquia de Santa Tere-
sita era un centro activo de actividades culturales y recreativas, que gi-
raban en torno a las festividades de los santos (al menos una por mes),
la más importante de las cuales era –por supuesto– el día en honor de la
virgen de Guadalupe. En lugar de cofradías y mayordomías indepen-
dientes o semiautónomas, las fuerzas motoras detrás de todas las expre-
siones de devoción eran las ramas de Acción Católica, que correspon-

pués de su prohibición por el gobierno en 1955, resurgió en los años 1980 como Partido
Demócrata Mexicano (PDM). Véase Alonso (ed.) 1989.

4 4
EL CAMPO RELIGIOSO, LA DIVERSIDAD REGIONAL

dían a divisiones de género y generacionales. Así, la religión popular,


mantenida bajo estricto control, se volvió una expresión de la relevan-
cia oficial de la Iglesia.
La Acción Católica no podía desarrollar por doquier un sistema tan
efectivo de organización vecinal guiada, ni siquiera en ciertos lugares
del centro-occidente de México donde los sacerdotes gozaban de un
gran ascendiente. Durante mi trabajo de campo en Ciudad Guzmán (en
el sur de Jalisco) me di cuenta de que la fiesta de San José implicaba la
convergencia de cuatro fuerzas autónomas: grupos parroquiales, cofra-
días de los barrios indígenas, asociaciones de clase alta y media, y las
dependencias municipales. Durante una semana de celebraciones, cada
una de estas fuerzas contaba con su propio espacio, que era respetado
por los otros (de la Peña 1991). En su detallada y fascinante narrativa del
ciclo ritual de Tzintzuntzan (en la zona lacustre de Michoacán), Stanley
Brandes (1988) muestra que la organización de las fiestas es resultado
de la cooperación de la parroquia con las autoridades civiles, las mayor-
domías y los grupos celebrantes de campesinos. Brandes destaca que
los bailes y jolgorios populares con frecuencia incluyen metáforas del
orden social, representado mediante la inversión (mimo erótico y tras-
vestismo, en modo semejante al de la tradición del carnaval). Esto desa-
grada a los sacerdotes; pero no lo pueden evitar. En otras partes del país
–sobre todo, en el sur–, donde la jerarquía civil-religiosa de la adminis-
tración local perdura en muchos pueblos, ni siquiera siempre es posible
la cooperación pacífica. Las cofradías locales se muestran muy celosas
de sus fiestas autónomas –que son también símbolos de su identidad ét-
nica distintiva– y, por tanto, rechazan cualquier interferencia de la Igle-
sia o de las autoridades políticas externas (Chance 1990).
A partir de 1960, el impacto de la industria, las comunicaciones, la
agricultura comercial y la migración masiva (del campo a la ciudad, y
de la ciudad y el campo hacia los Estados Unidos) modificaron de ma-
nera drástica el tejido social tanto de los pueblos como de los viejos ba-
rrios urbanos. No obstante, persiste el culto de los santos: los migrantes
se esfuerzan por viajar largas distancias para asistir a la fiesta del santo
patrono. Incluso ha surgido un santo patrono de los migrantes indocu-
mentados: Santo Toribio Romo, uno de los sacerdotes mártires de la
época cristera, canonizado recientemente por el papa Paulo VI. Esta es

4 5
GUILLERMO DE LA PEÑA

la razón por la cual, entre los mexicanos radicados en Estados Unidos,


una de las señales conscientes de la identidad y el orgullo nacional estri-
ba en “ser católico”, como se muestra en el estudio de Pablo Vila sobre
El Paso, Texas (Vila 1996; véase también Valenzuela 1998, 215-222).24
Pero también es verdad que el cambio societal ha implicado un aumen-
to en el número de mexicanos no católicos. Tal vez ésta sea una de las
razones por las que el régimen priísta revocó finalmente la legislación
anticlerical en 1992. Pero antes de abordar la discusión de estos cam-
bios, conviene examinar otra fuente importante de tensión del campo
religioso de México.

“LA AMENAZA EVANGÉLICA”

Una vez proclamado en la Constitución de 1857 el principio de la li-


bertad religiosa, varias sociedades de misiones enviadas de Estados
Unidos por iglesias protestantes históricas (por ejemplo, la luterana, la
presbiteriana, la metodista y la bautista) emprendieron campañas de
proselitismo en México, sobre todo en las áreas urbanas del norte y el
centro, a menudo con la ayuda de autoridades liberales que las veían
con simpatía. Jean-Pierre Bastian (1989) ha documentado la presencia
de doce sociedades de este tipo entre 1876 y 1911. Había asimismo algu-
nos grupos devotos, organizados de modo informal en torno al lideraz-
go de predicadores que defendían el arrepentimiento individual y la
conversión a Dios. Las sociedades fundaron templos y también hospita-
les, escuelas e instituciones de caridad, tratando de infiltrar los nichos
sociales que aún no estaban copados por la Iglesia católica, tales como
las nuevas clases medias ilustradas, los trabajadores industriales y tam-
bién algunas regiones indígenas aisladas. Según Bastian (op. cit.), hicie-
ron una aportación significativa a la moderna mentalidad crítica que
permeó la Revolución mexicana, aunque los líderes revolucionarios no
eran en su mayoría protestantes sino liberales radicales y anarquistas (y
hubo también un puñado de espiritistas, como Madero). En 1924, el

El tema de la religiosidad de los migrantes, que ya preocupaba a Gamio, apenas


24

empieza a ser estudiado.

4 6
EL CAMPO RELIGIOSO, LA DIVERSIDAD REGIONAL

nombre de Aarón Sáenz, miembro de la Iglesia presbiteriana, fue men-


cionado como sucesor del presidente Obregón, pero perdió la candida-
tura ante Calles.25 No obstante, su hermano Moisés Sáenz, originalmen-
te entrenado como pastor y maestro y, posteriormente, en la Universidad
de Columbia, como antropólogo y filósofo, se convirtió en una figura des-
tacada en la Secretaría de Educación. Desde ahí, invitó a México a Wi-
lliam Cameron Townsend y lo apoyó en la fundación del Instituto
Lingüístico de Verano (ILV). Como es sabido, este Instituto se dedica a tra-
ducir la Biblia a las lenguas indígenas. Muchos de sus miembros son a la
vez lingüistas y pastores de distintas denominaciones, cuya presencia en
las áreas rurales ha favorecido la propagación del protestantismo. Du-
rante la presidencia de Cárdenas, el gobierno federal firmó un tratado
–que duró hasta 1980– mediante el cual el ILV era autorizado a trabajar en
México, ostensiblemente con el fin de escribir gramáticas y vocabularios
así como para elaborar textos en lenguas indígenas (Heath 1972, 154-156;
de la Peña 1996, 64-70). Empero, la presencia privilegiada de facto del ILV
no cambió el hecho de que todas las denominaciones religiosas estaban
sujetas al mismo tipo de restricciones legales que la Iglesia católica.
Al principio, el ILV colaboró con los protestantes históricos, pero en
las regiones indígenas la presencia de iglesias sin una denominación
muy precisa, o bien clasificadas como “pentecostales” (o incluso como
“paraprotestantes”) fue cada vez más importante. Fundadas por misio-
neros independientes (tanto estadounidenses como mexicanos), estas
iglesias se hallaban a veces afiliadas a confederaciones cristianas organi-
zadas sin gran cohesión, muchas de las cuales dependían de autorida-
des radicadas en los Estados Unidos. Marijose Amerlinck (1970) estudió
una “Colonia Evangélica” en Ixmiquilpan, que ilustra algunas caracte-
rísticas de tales congregaciones. Ixmiquilpan es una pequeña ciudad
provinciana, situada en medio del semidesértico Valle del Mezquital
(una región de refugio en el estado de Hidalgo), poblado por indios oto-

25
Es virtualmente imposible encontrar presidentes protestantes en la historia de
América Latina. Algunas excepciones (nada edificantes) son el general Ernesto Geisel de
Brasil (que descendía de una familia de migrantes alemanes a Río Grande del Sur) (Ana-
ni Dzidzienyo: comunicación personal) y el general Efraín Ríos Montt, un cristiano “re-
nacido”, en Guatemala.

4 7
GUILLERMO DE LA PEÑA

míes pauperizados. Desde los años 1930, la ciudad ha recibido migran-


tes indios en búsqueda de trabajo; durante los mismos años, un pastor
evangélico que provenía de San Luis Potosí (el estado septentrional ve-
cino) fue apoyado por el ejército federal mexicano para que edificara
una capilla en un terreno urbano desocupado. Por medio de sus contac-
tos con grupos evangélicos y pentecostales emergentes en otras partes
de México, el pastor de Ixmiquilpan recibió la visita de un miembro del
ILV, que difundía textos bíblicos en otomí y atraía a numerosos migran-
tes indígenas a orar en la capilla. El pastor también aprendió la lengua
e invitó a los migrantes a construir sus casas en terrenos cercanos. Co-
menzó una cooperativa de construcción, que también daba trabajo a sus
miembros en otras partes de Ixmiquilpan. La buena fama de la colonia
recién creada atrajo a más gente de los pueblos, cuyo pasaporte para en-
contrar vivienda y empleo en la ciudad era la conversión religiosa. (Pre-
viamente, el pastor había tratado de hacer proselitismo en los pueblos,
pero había sido violentamente rechazado, y existía el siniestro antece-
dente de que dos de sus colegas fueron asesinados). En 1970, la Colonia
Evangélica alojaba a 83 familias y presentaba un aspecto más próspero
que la mayoría de los barrios migrantes. Había dejado de crecer porque
la mejoría en las comunicaciones permitía a la gente quedarse en sus
pueblos aunque trabajaran en la ciudad. Pero los predicadores ya no
eran perseguidos o rechazados en los asentamientos rurales, gracias a la
buena imagen de los conversos, por no ser bebedores ni fumadores y sí
muy trabajadores.
En Ixmiquilpan, como en otras partes, a ciertas gentes les agradan
las nuevas iglesias por la importancia que otorgan al “orden” y la “ra-
cionalidad”. En el Morelos rural observé que numerosos conversos des-
empeñaban ocupaciones no agrícolas y se hallaban interesados en aho-
rrar dinero, ampliar sus negocios y educar a sus hijos; para todo ello,
desde su punto de vista, el protestantismo les daba mayores incentivos
que el catolicismo. En Guadalajara, también me topé con que los mor-
mones gozaban de un cierto grado de éxito entre los pequeños empresa-
rios socialmente ascendentes, pues proyectaban una imagen de razón,
disciplina y limpieza (de la Peña 1990, 87-89). En la Sierra de Puebla, los
indios totonacos conversos al evangelismo se han vuelto empresarios
relativamente prósperos en el campo de la producción de café y la ga-

4 8
EL CAMPO RELIGIOSO, LA DIVERSIDAD REGIONAL

nadería (Garma 1987). En la Sierra Juárez de Oaxaca, ciertos catequistas


católicos se hicieron evangélicos porque estaban cansados del compor-
tamiento “irracional” y “desordenado” de parte de muchos de sus com-
pañeros de feligresía (Marroquín 1992). Pero este tipo de incentivos a
menudo se refuerzan mediante la fuerte atracción emocional de una ins-
titución que ofrece “seguridad total”, en este mundo y el próximo, a per-
sonas que pueden sentirse desplazadas o que atraviesan por situaciones
anómalas, como los migrantes. En Guadalajara, la Iglesia más grande no
católica es la Iglesia de la Luz del Mundo, que fue fundada por un pas-
tor mexicano en la década de 1930 y, en la actualidad, cuenta con varios
cientos de miles de seguidores (de la Peña y de la Torre 1990; de la Torre
1993). Al igual que en el caso de la colonia de Ixmiquilpan, el fundador
recibió ayuda del ejército (anteriormente había sido soldado) y del go-
bierno para desarrollar un barrio en las márgenes de la ciudad. Pero este
pastor era además un poderoso líder carismático que ejercía un severo
control sobre sus seguidores. Sus conversos eran en su mayoría recién
llegados que encontraban muy difícil hallar un nicho urbano satisfacto-
rio; cuando narran la historia de su conversión (en rituales públicos y
entrevistas privadas) subrayan el contraste entre su pasado de pobreza,
alcoholismo y dolor, y su exitoso presente de felicidad espiritual y mo-
desta prosperidad económica.
Huelga señalar que numerosos cristianos no católicos son todavía
víctimas de intolerancia violenta, en particular en las comunidades indí-
genas y campesinas del sureste, la región de México con una proporción
más elevada de conversos evangélicos. Son acusados de romper la ar-
monía de la comunidad debido a su rechazo a participar en el culto a los
santos. Son también acusados de ser antipatriotas, dependientes de la
voluntad del Tío Sam. En 1980, el ILV fue blanco de ataques de una gran
variedad de grupos –organizaciones indígenas, maestros, funcionarios
del gobierno y muchos antropólogos y miembros de la comunidad aca-
démica– debido a sus supuestos vínculos con la CIA y los intereses del
imperialismo. Después de estos ataques, el gobierno canceló su conve-
nio con la institución.26 Algunas iglesias, en contrapartida, han diseñado

26
Para una evaluación crítica de la campaña en contra el Instituto Linguístico de Ve-
rano, véanse Casillas 1996 y Garma 1988.

4 9
GUILLERMO DE LA PEÑA

la estrategia explícita de fomentar su imagen patriótica; por ejemplo, la


Iglesia de la Luz del Mundo organiza festivales cívicos frecuentes a los
que son invitados funcionarios del gobierno y oficiales del ejército como
huéspedes de honor. Se presentan asimismo como seguidores de Juárez,
y como enemigos de Maximiliano y “sus descendientes clericales” (de
la Torre 1993, 137-53). A su vez, la Iglesia católica, aunque ahora acepta
el pluralismo religioso –a partir del II Concilio Vaticano–, todavía mues-
tra una actitud ambigua hacia “las sectas” y muchos sacerdotes repiten
eslóganes acerca del peligro que representan para la unidad (véase, por
ejemplo, Amatulli 1983).
¿Cuál es la relación entre el protestantismo (y el evangelismo y el
pentecostalismo) y la religión popular? Algunos pastores protestantes,
al parecer, han fomentado los aspectos “heterodoxos” de la última como
una herramienta para contrarrestar la influencia de la Iglesia (véase
Redfield y Villa Rojas 1934, 105). En la frontera sur, los pastores presbite-
rianos que trabajaron con los indios mam en las primeras décadas del
siglo XX promovieron las ceremonias ancestrales al mismo tiempo que
alentaban ideologías individualistas (Hernández Castillo 1995, 412). No
obstante, los líderes campesinos convertidos al protestantismo, como
Rubén Jaramillo en Morelos (Macín 1970) o Manuel (el personaje descri-
to por Susana Glantz [1979]) en Sinaloa, se oponían no sólo al culto de
los santos sino también a las creencias tradicionales en general, a causa
de sus connotaciones “mágicas” y “conformistas”. Según Bastian (1990),
conviene no confundir las enseñanzas y prácticas de las iglesias históri-
cas con las de los pentecostales: aduce que estos últimos carecen del ver-
dadero espíritu del Evangelio puesto que imitan los rituales ostentosos
así como el caciquismo y corporativismo de la sociedad rural tradicio-
nal y de la Iglesia católica. Desde este punto de vista, las comunidades
indígenas divididas, como San Juan Chamula en Los Altos de Chiapas,
donde los protestantes han sido expulsados por negarse a obedecer a las
autoridades tradicionales y a participar en las fiestas, muestran que el
protestantismo histórico representa una amenaza efectiva al legado
corporativo católico. Sin embargo, las autoridades chamulas –un grupo
caciquil apoyado por el PRI– no pelearon sólo con los protestantes sino
también con la diócesis católica de San Cristobal de las Casas; su moti-
vación era más política que religiosa (Castellanos 1988), y su justifica-

5 0
EL CAMPO RELIGIOSO, LA DIVERSIDAD REGIONAL

ción ideológica más afín a la “religión consuetudinaria” descrita por


Viqueira (1997) que a la Iglesia romana (cfr. Garma 1992). Mucha gente
expulsada de San Juan Chamula y otras comunidades no era protestan-
te (aunque muchos pasaron por un proceso de conversión a resultas de
la expulsión). Por otra parte, no todos los pentecostales actúan del mis-
mo modo: un buen número promueven valores individualistas “moder-
nos” (Garma 1992); en cambio, algunas iglesias históricas adoptan estra-
tegias “tradicionalistas” (o “pentecostalizadas”); por ejemplo, los mam
presbiterianos se volvieron en años recientes defensores de la organiza-
ción y cultura comunales (Hernández Castillo 1995, 413-4). Las respues-
tas de las autoridades tradicionales ante la disidencia religiosa tampoco
son homogéneas: en contraste con los chamulas o los huicholes, que los
expulsan, la comunidad de San Pedro Chenalhó, en Chiapas, ha acepta-
do que los evangélicos asuman cargos comunitarios que no impliquen
obligaciones rituales (Ebert 2000; cfr. de la Peña 2002). En cualquier
caso, se requieren más estudios comparativos de denominaciones evan-
gélicas para entender si las estrategias y el uso de recursos por parte de
actores religiosos diversos corresponden o no a relaciones sistemáticas
entre los campos religioso y político.
Conviene en este punto hacer referencia a dos denominaciones reli-
giosas que no son, desde el punto de vista formal, protestantes ni evan-
gélicas, ni siquiera estrictamente cristianas, pero que suelen ser conside-
radas como tales, en parte gracias a que sus campañas de proselitismo
no hacen la distinción muy obvia: los mormones y los testigos de Jeho-
vá. Su historia en México tiene muchas similitudes con las de otras igle-
sias evangélicas (llegaron a fines del siglo XIX y trabajaron en las perife-
rias urbanas y en las áreas rurales marginales); su éxito y crecimiento
espectaculares en los últimos años es comparable al florecimiento de las
nuevas iglesias pentecostales (Fortuny 1996). Económicamente los mor-
mones parecen muy exitosos; inducen a sus miembros al esfuerzo y al
éxito, y sus congregaciones reciben una gran ayuda de los grupos de Es-
tados Unidos que envían dinero y misioneros jóvenes y entusiastas. Los
testigos de Jehová gozan asimismo ayuda internacional y se apoyan en
el trabajo voluntario de sus conversos, pero no muestran una ideología
tan arraigada de progreso económico individual. Curiosamente no sólo
los protestantes históricos sino también todos los grupos evangélicos re-

5 1
GUILLERMO DE LA PEÑA

chazan el que se les agrupe con estos dos fuertes rivales en el cambiante
campo religioso; por ejemplo, ninguno de ellos ha sido admitido en las
confederaciones evangélicas creadas para negociar con la burocracia es-
tatal, a raíz de que la legislación de 1992 sobre las asociaciones religiosas
permitió a las iglesias y a las sectas tener existencia legal (Garma 1999).

DEL II CONCILIO VATICANO Y LA TEOLOGÍA DE LA LIBERACIÓN


AL SURGIMIENTO DE LA CIUDADANÍA

A principios del siglo XX la Iglesia católica podía utilizar a su favor un


discurso de justicia y cambio social (sin lucha de clases). La Revolución
de 1910 no sólo interrumpió –y reprimió– este discurso sino que enarbo-
ló banderas similares. En 1923, el episcopado creó el Secretariado Social
Mexicano para recuperar el viejo ímpetu, si bien sus actividades públi-
cas eran muy limitadas. Posteriormente, en 1931, la celebración del 40
aniversario de la encíclica Rerum Novarum y la publicación de una nue-
va encíclica social del papa Pío XI, Quadragessimo Anno, coincidió con el
cuarto centenario del culto a la virgen de Guadalupe, y la Iglesia volvió
a salir a la luz pública, al menos por un tiempo. Al final del periodo de
Cárdenas (1939), la Asociación de Obreros Guadalupanos –ya sin reco-
nocimiento oficial– promovió la coronación de la imagen de la Virgen
Morena como Emperatriz de las Américas, y en adelante volvieron a
surgir las organizaciones católicas laicas: la Acción Católica era la más
importante, pero en la década de 1950 el Movimiento para un Mundo
Mejor y el Movimiento Familiar Cristiano revivieron el interés en favor
de la reforma social. El Secretariado Social recobró fuerzas y promovió
a la Juventud Obrera Católica (JOC) y al Frente Auténtico del Trabajo (FAT);
este último se enfrentó a los sindicatos oficiales dominados por el PRI.27
El II Concilio Vaticano (1962-1966) generó un cataclismo entre los ca-
tólicos tradicionalistas, debido a su reconocimiento explícito de la liber-
tad de conciencia, el pluralismo religioso y la autonomía de institucio-

27
Esta crónica se basa en Muro (1994, cap. II); cfr. Romero de Solís (1994, cap. 8). Las
JOC se originaron en Francia, en colaboración estrecha con el movimiento de los sacerdo-
tes-obreros.

5 2
EL CAMPO RELIGIOSO, LA DIVERSIDAD REGIONAL

nes seculares. También reforzó el compromiso de la Iglesia con la justi-


cia social y la transformación del mundo, pero no como poder político
sino por medio del testimonio público del mensaje cristiano. La “Igle-
sia” ya no era concebida como la autoridad del Vaticano y el episcopa-
do –ni siquiera como el fermento de la sociedad– sino como el “Pueblo
de Dios”. Se efectuó una reforma radical en la liturgia católica: el latín
cedió el lugar a las lenguas habladas por la gente, la pompa y el lujo die-
ron paso a la sencillez, y el culto a los santos a los rituales centrados en
la Palabra de Dios. Todo esto dio un ímpetu renovado al papel de las or-
ganizaciones y al liderazgo laicos dentro de la Iglesia. A su vez, los gru-
pos de la Acción Católica se volvieron más autónomos y abiertos. En
América Latina, los años 1960 fueron la década en la que Cuba emergió
como ejemplo de un tipo diferente de sociedad, aun para los católicos.
Dos encíclicas papales introdujeron un tipo de lenguaje que The Wall
Street Journal llamaría “marxismo recalentado”: Mater et Magistra (1961)
y Populorum Progressio (1967). La Conferencia de Obispos reunida en
Medellín en 1968 declaró que en su labor pastoral la Iglesia tendría una
opción preferencial por los pobres. En México, al igual que en otros paí-
ses latinoamericanos, se había iniciado un nuevo tipo de movimiento
misionero: muchos sacerdotes y miembros de órdenes religiosas y con-
gregaciones se mudaron a pueblos y a barrios populares, junto con estu-
diantes universitarios, con el fin de compartir la vida de los desposeídos
y explotados. Esta experiencia llevó a la formación de grupos de veci-
nos que oraban y leían la Biblia; por añadidura, comenzaron a discutir
problemas sociales y políticos, siguiendo los métodos iniciados por la
JOC y el FAT. En los setenta, estos grupos recibieron el nombre de Comu-
nidades Eclesiales de Base (CEB). Influidas por la reevaluación crítica de
la Teología de la Liberación, y por las ideas y experiencias de la renova-
ción católica brasileña (cuya figura más célebre era el obispo Helder Cá-
mara), las CEB mexicanas se consolidaron como un movimiento social
efectivo de amplias repercusiones nacionales, y desarrollaron vínculos
con todo tipo de organizaciones populares nacionales e internacionales
(por ejemplo, con los grupos cristianos radicales de Centroamérica).
Inicialmente, el catolicismo radical y la religión popular tuvieron
serios enfrentamientos. Era entendible: el culto tradicional de los santos,
criticado por las CEB, representaba una mentalidad fatalista y una suerte

5 3
GUILLERMO DE LA PEÑA

de clientelismo religioso que reforzaba las políticas autoritarias. No obs-


tante, los pensadores principales de la Teología de la Liberación tam-
bién reconocían la importancia de los símbolos religiosos populares en
el proceso de creación de identidades contrahegemónicas (Concha Malo
et al. 1986, 233-292; del Valle 1996). Empero, las CEB no estaban particu-
larmente interesadas en explorar el potencial simbólico de las devocio-
nes locales, sino sobre todo en comprometer a la gente en los procesos
de transformación social, inspirados en principios universales de justi-
cia y equidad. En este sentido, no contaban con un discurso nacionalis-
ta: su meta era crear identidades de clase. En la parroquia tapatía de
Santa Cecilia (un barrio popular de Guadalajara), donde el párroco fo-
mentaba durante los setenta un poderoso movimiento de base con ayu-
da de jesuitas, religiosas del Sagrado Corazón y estudiantes universita-
rios, se estableció un nuevo tipo de festividad religiosa popular. La
fiesta tenía lugar cada domingo después de la misa; incluía obras de
teatro en las que los villanos eran patrones abusivos y políticos corrup-
tos; también se contaba con grupos musicales que cantaban canciones
revolucionarias latinoamericanas. Las vidas de los santos se presenta-
ban como ejemplos de compromiso con la justicia y resistencia a la opre-
sión. Las CEB de Santa Cecilia y de otras partes de la ciudad crearon asi-
mismo una vasta red que era utilizada para movilizar a los vecinos en
sus demandas de servicios públicos (de la Peña y de la Torre 1990). En
catástrofes públicas como el sismo de 1985, que provocó cuantiosos da-
ños en la ciudad de México y en Ciudad Guzmán, o las explosiones del
drenaje en Guadalajara en 1992, las CEB resultaron muy efectivas en
transmitir información y organizar la ayuda comunitaria (de la Peña y
de la Torre 1993).
Como sostiene David Lehmann (1996) a propósito de Brasil, las CEB
han de entenderse como un factor clave dentro de un movimiento po-
pular antiautoritario más amplio (basismo, le llama Lehmann), que a su
vez contribuyó a impulsar un proceso de transición democrática en va-
rios países de América Latina. En México, las CEB han estado presentes
en importantes movilizaciones sociales, como la dirigida por la Coali-
ción de Obreros, Campesinos y Estudiantes del Istmo (COCEI) en el Istmo
de Tepehuantepec (Oaxaca), o las protestas cívicas en Ciudad Juárez,
Chihuahua. En ambos casos estas movilizaciones no se hallaban direc-

5 4
EL CAMPO RELIGIOSO, LA DIVERSIDAD REGIONAL

tamente relacionadas con políticas partidistas, pero tuvieron como una


de sus consecuencias el fortalecimiento e incluso los triunfos de los par-
tidos de oposición (el PSUM, luego PRD, en el Istmo; el PAN, en Ciudad
Juárez) (Muro 1994). También resulta significativo que otras áreas don-
de floreció el catolicismo popular se convirtieran en escenarios de la al-
ternancia política (Jalisco, Querétaro, y el Distrito Federal). A finales de
los años ochenta y a lo largo de los noventa, las CEB perdieron impulso
inicial, en parte debido a la desconfianza del papa Juan Pablo II por la
Teología de la Liberación, y en parte porque numerosos obispos trata-
ron de recuperar el control de sus parroquias fomentando un tipo de or-
ganización más piadosa y obediente, como el Movimiento de Reno-
vación Carismática.28 Con todo, la decadencia del catolicismo radical
también debe entenderse en un contexto más amplio, que incluye el co-
lapso del socialismo en la Unión Soviética, el menguante prestigio de
los gobiernos de izquierda en América Latina, y la apertura política del
sistema mexicano, que incluyó una gran variedad de cambios: la dero-
gación de las leyes anticlericales, la institución de defensores públicos
de derechos humanos, la reforma de la legislación y las reglas del juego
electorales (Loaeza 1996). Los espacios para la participación y la expre-
sión públicas, que en buena medida habían sido abiertos, laboriosamen-
te, por los grupos religiosos, en la actualidad son el ámbito natural de
una sociedad civil pluralista y de partidos políticos activos, al menos en
muchas partes de México.
La historia de la nueva apertura religiosa comenzó con la visita del
papa Juan Pablo al país, en 1979. La vieja ala jacobina del PRI estaba en-
teramente en contra de ella, pero el presidente López Portillo dio su au-
torización, como un gesto de buena voluntad hacia el episcopado y tal
vez como una manera de fortalecer el catolicismo conservador contra la
insurgencia de la Teología de la Liberación y la proliferación conflictiva
del pentecostalismo. Para asombro del gobierno, la visita se convirtió en
el acto de masas más importante en la historia reciente (véase Bénard
1992). Visitas posteriores del pontífice han demostrado que es más po-
pular que la Copa Mundial de Futbol o Pink Floyd: en 1998 nuevamente

28
Los “carismáticos” se reúnen bajo la guía de un sacerdote a orar y recibir (de mane-
ra individual) los dones del Espíritu Santo.

5 5
GUILLERMO DE LA PEÑA

atrajo muchedumbres enormes a sus reuniones en la ciudad de México,


en el estadio Azteca y en el autódromo (al menos tres millones de perso-
nas asistieron a este último). Mediante negociaciones muy acertadas, el
delegado apostólico del Vaticano y varios obispos prominentes obtu-
vieron del presidente Salinas una iniciativa de reforma constitucional,
aprobada luego por el Congreso de la Unión, para que la Iglesia pudie-
ra ser reconocida como una institución legal con derechos de propiedad
y libertad de acción, que los sacerdotes y miembros de las órdenes reli-
giosas recuperaran sus derechos ciudadanos, y que las instituciones
religiosas pudieran abrir escuelas. Para Salinas, esta medida fue una
forma eficaz de mejorar la imagen del gobierno de México como respe-
tuoso de los derechos humanos, y así legitimarse ante la comunidad in-
ternacional y consolidar las negociaciones por el Tratado de Libre Co-
mercio de América del Norte. Ante estos cambios legales, la propia
Iglesia se hallaba dividida: las CEB y los sacerdotes y obispos más afines
a las posiciones radicales del Concilio Vaticano II y la Conferencia de
Medellín consideraban que comprometerían a la Iglesia en exceso. Pero,
al final, las ventajas de la nueva legislación fueron generalmente acep-
tadas. No obstante, el estallido del movimiento del Frente Zapatista de
Liberación Nacional en Chiapas demostró que existen en el interior de la
Iglesia divisiones reales. El obispo de San Cristóbal y sus clérigos y ca-
tequistas han sido acusados de instigar a los zapatistas. Su respuesta es
que nunca defendieron la violencia sino que favorecieron el surgimien-
to de una conciencia crítica en un contexto de terrible injusticia, opre-
sión y pobreza.29

ALGUNAS CONCLUSIONES

La historia de la formación y transformación del campo religioso en Mé-


xico tiene como un hilo conductor el esfuerzo sostenido de la Iglesia ca-

29
Véase el número especial de Proceso dedicado a la Iglesia en Chiapas, a propósito
de la jubilación del obispo: “Adiós a Samuel Ruiz: La diócesis indómita” (27 de octu-
bre de 1999), que contiene una visión del prelado llena de simpatía (aunque matizada).
Una visión negativa aparece en Loaeza 1996, 123-8.

5 6
EL CAMPO RELIGIOSO, LA DIVERSIDAD REGIONAL

tólica por constituirse en fuerza hegemónica. En el inicio del periodo co-


lonial, sus antagonistas principales eran las “religiones paganas” prac-
ticadas por la población recién conquistada o, si se quiere, el conjunto
de creencias y prácticas que los clérigos europeos calificaban como “reli-
giones paganas” (cfr. Bernand y Gruzinski 1992). Estos antagonistas fue-
ron gradualmente desplazados para dar lugar tanto a un catolicismo
popular relativamente ortodoxo como a formas de “religión consuetu-
dinaria” donde persistían o se reinventaban elementos no cristianos. El
primero coincidía con las zonas de colonización más densa y exitosa, y
evangelización más intensiva, donde las parroquias lograron un mayor
control sobre las cofradías y la población recibió un mayor influjo doc-
trinario, gracias a instituciones como los Colegios De Propaganda Fide en
el siglo XVIII (Brading 1997b). Estas zonas –los valles del altiplano cen-
tral, el centro-occidente, el Bajío– eran también crisoles de mestizaje. Por
su parte, la “religión consuetudinaria” florecía en las regiones de refu-
gio: las fronteras, las serranías abruptas o desiertos a donde una parte
de la población indígena fue desplazada, que acusaban menor influen-
cia clerical, sobre todo después de que las órdenes religiosas dejaron las
misiones por decreto real. Habría que añadir como antagonistas a las re-
ligiones africanas de la población traída como esclava, que fueron per-
seguidas por la Inquisición como instancias de culto al demonio, pero
–según Aguirre Beltrán (1963)– perdieron importancia al fundirse la
población africana y mulata con la población mestiza en general.30
En la pugna hegemónica de la Iglesia católica le eran crucialmente
favorables tanto la riqueza que fue acumulando (por mercedes reales,
donativos, limosnas, y por sus actividades financieras) como la influen-
cia política alcanzada (por su presencia ubicua, por su papel en la regu-
lación de las costumbres y la educación, y por su participación en las
instituciones coercitivas). Por ello, las políticas expropiatorias y secula-
rizantes de los liberales, y la decisión tajante de éstos y los gobiernos
revolucionarios de no compartir el poder, llevaron a crisis violentas y a
la búsqueda eclesiástica de nuevas estrategias. A finales del siglo XIX, no

30
No obstante, el trabajo de Aguirre Beltrán necesita ser completado y comparado
con etnohistorias y etnografías detalladas (que aún no existen) de ciertas regiones donde
la cultura africana pudiera haber persistido. Cfr. Martínez Montiel 1993.

5 7
GUILLERMO DE LA PEÑA

sólo las regiones de refugio limitaban la hegemonía religiosa del catoli-


cismo oficial, sino también los ámbitos urbanos del centro y el norte don-
de medraban ideologías anticlericales y defensoras del laicismo, y donde
comenzaba a penetrar el protestantismo. Con todo, la Iglesia católica
pudo renovar su fuerza en el centro, el centro-occidente y el Bajío, así
como en ciertos estados del norte: en la segunda mitad del siglo XIX, se
fundaron seminarios y se erigieron nuevas diócesis y parroquias, y du-
rante el Porfiriato florecieron las asociaciones católicas laicas y las labo-
res sociales inspiradas por la encíclica Rerum Novarum. Más tarde, en
esas mismas regiones estalló la rebelión cristera y, en la época del modus
vivendi, volvió a cobrar ímpetu la vida parroquial –encarnada en la Ac-
ción Católica–; pero, al mismo tiempo, las asociaciones de laicos sufrie-
ron una diversificación; por ejemplo, después de 1970, surgieron las
Comunidades Eclesiales de Base, generalmente en ámbitos donde se
vinculaban a movimientos populares de izquierda, y el Movimiento de
Renovación Carismática, generalmente en ámbitos más conservadores.
Entre tanto, las iglesias protestantes o evangélicas, protegidas por los
gobiernos revolucionarios, dejaron de ser una minoría aislada y débil
para convertirse en una fuerza considerable, sobre todo en las regiones
de refugio del sureste y en las zonas urbanas o rurales que reciben mi-
graciones caudalosas. Pero eso no quiere decir que la “religión consue-
tudinaria” o la multiforme religión popular pierdan presencia, ni ahí ni
en otros lugares de México.
En términos del modelo del campo religioso, encontramos que la
Iglesia católica fue perdiendo, a lo largo de la historia, los “capitales”
que determinaban la legitimización de su control sobre la definición de
“lo sagrado”. En el periodo de consolidación colonial, “lo sagrado”
coincidía oficialmente con las prácticas de culto público y privado que
contaban con aprobación eclesiástica, y con las matrices de creencias,
normas morales y experiencias vitales que eran igualmente propuestos
y sancionados por las autoridades de la Iglesia, protegidas por su alian-
za estratégica con la Corona y sus representantes. Además, la participa-
ción en tales prácticas y matrices se imponía como necesaria para perte-
necer a la sociedad colonial. La vida religiosa de los actores sociales en
el virreinato –españoles, criollos, indígenas, mestizos...– debía ajustarse
formalmente a las reglas que definían su necesaria subordinación a los

5 8
EL CAMPO RELIGIOSO, LA DIVERSIDAD REGIONAL

dictados de la Iglesia, aunque de hecho florecieran interpretaciones y


prácticas alternativas, que sin embargo no podían defenderse abierta-
mente. Pero en el siglo XIX, al cambiar la posición social y las alianzas de
los actores, no sólo pudieron fortalecerse las interpretaciones rivales,
sino que incluso la relevancia de “lo sagrado” pudo cuestionarse: cierta-
mente después de 1857, la membresía en la sociedad nacional se definía
en términos “profanos”. O, quizás mejor dicho, se intentaba, y se sigue
intentando, por parte del Estado mexicano, definir una nueva sacrali-
dad cívica (valga el oxímoron): un culto a la nación, manifestado en ce-
remonias en honor de los héroes y los símbolos patrios. Por ello, una
estrategia desplegada por la Iglesia católica ha sido la reelaboración y
difusión del significado nacionalista de los símbolos católicos: la virgen
de Guadalupe es el ejemplo por excelencia. Igualmente, las distintas
versiones del catolicismo social fueron valiosas para confirmar el com-
promiso de la Iglesia y sus feligreses con el pueblo mexicano. Otra estra-
tegia, sobre todo en la primera mitad del siglo XX, fue presentar a los
misioneros protestantes o evangélicos como antimexicanos y propaga-
dores de la cultura utilitarista estadounidense, y a los anticlericales me-
xicanos como aliados de estas fuerzas extranjerizantes (véase Mon-
dragón 1994). A su vez, los protestantes han logrado la aprobación y
protección del Estado laico al presentarse como estrictamente respetuo-
sos de la separación entre la religión y la esfera pública, y también como
patriotas y aliados del gobierno en las tareas modernizadoras. Entre
tanto, los grupos que han seguido profesando una religiosidad popular
o “consuetudinaria” mantienen la simbiosis entre la organización y la
pertenencia comunitaria y la religiosidad popular; pero, como está di-
cho, sin una dependencia estricta de las autoridades católicas. Ya no hay
un administrador único de “lo sagrado”. Actualmente, en el contexto de
una sociedad diversificada, ninguna Iglesia ni movimiento religioso en-
cuentra cortapisas formales, mientras no violen los derechos humanos
o las leyes de convivencia, y mientras se respete la autonomía de la
esfera pública.
En el verano de 1999, Vicente Fox, el aspirante del PAN a la presiden-
cia, portó un estandarte de la virgen de Guadalupe en un mitin político.
Esto provocó una acre protesta de los otros partidos políticos. Fox fue
acusado de violar la ley manipulando símbolos religiosos con fines po-

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GUILLERMO DE LA PEÑA

líticos. Su rival más importante, el aspirante del partido oficial, Francis-


co Labastida, fue más específico: la virgen de Guadalupe tiene que per-
tenecer a todos los mexicanos, no a un solo partido político. Ese mismo
año se gestó otro escándalo, cuando el ex abad de la Basílica de Guada-
lupe declaró que no había evidencia histórica que validara la existencia
de Juan Diego: fue airadamente censurado por numerosos clérigos,
pero también por periodistas laicos y por la opinión pública. Estas dos
anécdotas muestran la persistencia de sentimientos muy arraigados en
lo tocante a la imagen de Guadalupe. No obstante, ni el gobierno ni la
jerarquía católica adoptaron en ese momento una posición oficial sobre
el asunto, excepto para decir que las creencias religiosas eran asuntos
privados y que tanto la intolerancia religiosa como el jacobinismo eran
cosa del pasado. Aun si esto distaba de ser toda la verdad, de hecho la
discusión implicó que las opiniones sobre la virgen de Guadalupe ya no
eran monopolio exclusivo de la Iglesia. Dos años después, Juan Pablo II,
en una nueva visita multitudinaria a México, canonizó a Juan Diego.
Fox, ya presidente, asistió devotamente a la ceremonia.
En una sociedad secularizada moderna, la unidad religiosa es prác-
ticamente imposible y además, para muchos, indeseable. Pero las ideas
y los sentimientos religiosos continúan siendo importantes en la induc-
ción de compromisos emocionales no sólo para un grupo o comunidad
determinados sino también para un modelo de sociedad. La amarga
disputa entre la Iglesia y el Estado (que en su jacobinismo creó también
una suerte de religión fundamentalista) sobre el control de los símbolos
y los sentimientos nacionalistas duró 150 años, pero toca a su fin. Es po-
sible afirmar que las iglesias –tanto la católica como las evangélicas–
contribuyeron al reblandecimiento de la disputa, en cuanto que en el
contexto de una sociedad rápidamente cambiante abrieron espacios de
participación y densificación de la sociedad civil. De manera similar, en
las dos últimas décadas los movimientos New Age están subvirtiendo la
noción de pureza religiosa o ideológica, al definirse explícitamente
como una mezcla de ideas cristianas, orientales y científicas que son pa-
trimonio común de la humanidad (véase Gutiérrez Zúñiga 1996). Aun-
que los viejos corporativismos sobreviven (en la esfera religiosa y en
otras ámbitos), la modernidad y la globalización imponen una nueva
creatividad de los actores sociales en la forja de las creencias, ideologías

6 0
EL CAMPO RELIGIOSO, LA DIVERSIDAD REGIONAL

e identidades (de la Torre 2002). La cuestión ahora es si los espacios pú-


blicos se continuarán expandiendo, de modo que la (elusiva) identidad
nacional del México globalizado, que ya es oficialmente multicultural,
pueda resultar de la solidaridad, la tolerancia y los proyectos ciudada-
nos compartidos, y no de la adherencia a una particular bandera religio-
sa o ideológica.

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FECHA DE ACEPTACIÓN DEL ARTÍCULO: 13 DE SEPTIEMBRE DE 2004


FECHA DE RECEPCIÓN DE LA VERSIÓN FINAL: 7 DE OCTUBRE DE 2004

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