Documentos de Académico
Documentos de Profesional
Documentos de Cultura
Primer Sello de Armas que existió en la Capitanía de Venezuela fue el concedido por Felipe II, el 4 de septiembre de 1591, a la ciudad de Santiago de León de
Caracas, y el título de Muy Noble y Leal Ciudad, con tratamiento de Señoría y Privilegio, y preeminencia de Grande, como cabeza y metrópoli de la Provincia de
Venezuela. El Escudo de Armas consiste en: un león pardo rampante, en un campo de plata, que tiene entre sus brazos una venera de oro con la cruz de
Santiago, y por timbre una corona de oro con cinco puntas, todo exornado con trofeos de guerra. Por Real Cédula de Carlos III, el 13 de marzo de 1766, se
concede al Escudo de Armas de Caracas, llevar una orla con la siguiente inscripción: "Ave María Santísima, sin pecado concebida, en el primer instante de su
ser natural".1
Caracas, oficialmente Santiago de León de Caracas, es la Capital Federal de Venezuela, así como su centro administrativo, financiero, comercial y cultural,
además de asiento de los Poderes Públicos de la Nación.
Los españoles descubrieron las costas venezolanas a finales del siglo XV (1498) y comenzaron con su colonización en estas regiones. Pero no fue sino hasta el
siglo XVI, en 1558, que se aventuraron a expandir su colonización a otras áreas, haciéndose el primer intento en lo que hoy es conocido como la ciudad de
Caracas. Antes de la llegada de los españoles, el territorio donde hoy se encuentra la ciudad estaba habitado por indígenas caribes.2 Estos al igual que otros
aborígenes de Venezuela eran defensores de su libertad, de sus tradiciones y de sus costumbres familiares.
El nombre Caracas proviene de la tribu que habitaba uno de los valles costeros contiguos a la actual ciudad por el norte, el Valle de los Caracas, topónimo aún
vigente, que por ser indios conocidos y tratados por los españoles asentados en la isla perlífera de Cubagua en sus expediciones esclavistas a esas costas entre
1528 y 1540, se hizo palabra usual entre estos españoles del oriente del país como topónimo de referencia para toda la zona y con ello se generalizó el nombre
a las tierras del área de Caracas.
Crecimiento de Caracas
La ciudad experimentaría un gran crecimiento dando oportunidades y riquezas, convirtiéndose 10 años después de su fundación en cabeza de la provincia, ya
que debido al clima y a su efectiva defensa montañosa contra corsarios y piratas, el gobernador Juan de Pimentel la hace su residencia, cuando llega a
Venezuela desembarcando en Caraballeda, ciudad vecina en la costa, en 1576. Dicha residencia en Santiago de León implicó en la práctica el tercer cambio de
la capital administrativa de la provincia de Venezuela, de Coro en la costa occidental del país (ciudad fundada en 1527) a El Tocuyo en 1545 y después a
Caracas en 1578.
Desde entonces esta ciudad mantuvo la capitalidad de la provincia de Venezuela o de Caracas y a finales del siglo XVIII, con los cambios administrativos
realizado por el Imperio español lo sería de la Capitanía General de Venezuela, conformada por las Provincias de Nueva Andalucía (Cumaná), Provincia de
Mérida-Maracaibo, Provincia de Trinidad, Provincia de Margarita, Provincia de Barinas, Provincia de Guayana y la propia Provincia de Caracas o de Venezuela,
Primer plano de la ciudad
La Navidad es una fecha que se celebra en todo el mundo. Es una época que se suele pasar en familia y en la que no puede faltar la decoración en las casas y
calles. En este artículo, te explicamos el origen y significado de esta fiesta cristiana, así como las tradiciones más importantes.
Significado y características principales
La Navidad se celebra alrededor del mundo y, aunque en cada país encontramos unas costumbres diferentes, en todos los sitios tiene un significado relacionado
con la alegría y la felicidad.
Además de ser una época festiva, también se ve como un periodo para reflexionar sobre nuestra vida, pues tiene un importante significado espiritual.
En esta fecha la religión cristiana celebra el nacimiento de Jesús, el hijo de Dios. El Papa Juan Pablo II (1978-2005) consideraba la Navidad como una fiesta de
todos los niños del mundo, sin importar su raza u origen.
El 25 de diciembre es el día oficial de la Navidad. La noche de antes se celebra la Nochebuena. A las cuatro semanas anteriores se les llama Adviento y se
considera un periodo de preparación.
También es un destacado acontecimiento bíblico, ya que marca el paso del Antiguo Testamento al Nuevo Testamento. No obstante, en la Biblia no aparece la
celebración de esta fiesta ni se hace referencia a que fuera un mandato de Dios.
La palabra Navidad proviene del vocablo latín Nativitas, que significa nacimiento. Según la RAE (Real Academia Española) tiene la siguiente definición: «En el
mundo cristiano, festividad anual en la que se conmemora el nacimiento de Jesucristo».
Es importante no confundir esta palabra con «vanidad», que tiene una connotación totalmente distinta al mensaje que esta fecha quiere transmitir: «Arrogancia,
presunción, envanecimiento».
Se observan en el centro de la foto: la cúpula de la Catedral, la de El Capitolio, y las de dos iglesias más -a la derecha y a la izquierda- que yo no identifico.
Distribuidor original que daba acceso a la urbanización Altamira. En primer plano la Urbanización La Floresta, con sus casas casi iguales en la actualidad. En el
fondo, la fábrica de cauchos General, donde hoy se ubica el centro comercial Sambil.
Esta es una vista aérea del aeropuerto La Carlota en sentido este-oeste. A la derecha se puede observar la Autopista del Este o autopista Francisco Fajardo. A
la izquierda se observan las calles casi deshabitadas de la urbanización Chuao.
La Caracas de los años 20 vista por un andino (I)
Luis Felipe Ramón y Rivera (1913-1993) fue un músico, compositor y docente que dedicó sus esfuerzos al estudio y difusión de la música
tradicional venezolana y la etnomusicología. Nacido en San Cristóbal de padres humildes y trabajadores, se interesó desde temprano en la
música. En 1919 su familia emigra a Cúcuta, como consecuencia de la persecución de un familiar por el gobierno de Eustoquio Gómez. Luego en
1922 emigran hacia Caracas (relato que se presenta más adelante), donde pasa un corto tiempo, y nuevas mudanzas lo llevan de nuevo a Cúcuta
y Pamplona. Logra cierta estabilidad hacia 1928, cuando logra ingresar a la Academia de Música y Declamación en Caracas, graduándose hacia
1934. Regresa hacia San Cristóbal, donde compone su obra más famosa, Brisas del Torbes.
Este relato de sus primeros años en Caracas fue publicado en su libro “Memorias de un Andino”, de 1992. Copio a continuación los extractos
relacionados con la ciudad; Es un texto algo extenso, por lo que lo divido por temas: sus medios de transporte, la vida en casas de vecindad, el
mercado y las ventas callejeras de alimentos.
¿Cómo era Caracas en 1922? Tenía, según decían, unos 300.000 habitantes. La vida se desarrollaba dentro de unos linderos que iban de norte a
sur, desde un poco más arriba de la Plaza de La Pastora (había el viejo camino de tierra que empezaba en La Puerta de Caracas hacia La Guaira,
por donde llegó apesadumbradamente a fines del siglo pasado el poeta Juan Antonio Pérez Bonalde). Y de esa parte norte de la ciudad se
extendía tranquila, sin edificios de más de dos pisos, puros techos rojos, hasta el Guaire y la avenida del cementerio y el frondoso paseo de El
Paraíso, lugar de regias mansiones para los ricos.
Felices tiempos del Rincón del Valle, cuando nuestra riente e inocente niñez se entretenía solitaria haciendo rodar por las calles de tierra una
rueda de hierro impulsada por un gancho de alambre. Días en los que, además, hicimos nuestras primeras amistades locales y empezamos a
darnos cuenta que estas otras gentes no hablaban como nosotros, nos trataban de tú y no decían bolera sino lavativa, y comían unos extraños
frijoles negros llamados caraotas, y en lugar de la panela de a medio, compraban un papelón que costaba doce o quince centavos.
Las casas de vecindad
La gente pobre como nosotros, que vivía en la Capital, no podía pagar el alquiler de una casa, y por eso, según las necesidades o las
posibilidades, se alquilaba una o dos habitaciones en una “casa de vecindad”. Estas eran casas grandes, viejas, que tenían cuatro o cinco cuartos
desde el zaguán hasta donde comenzaba el comedor, que se hallaba junto al primer patio; luego, a lo largo seguían tres o cuatro habitaciones
más. Por último se encontraba la cocina, los escusados y los lavaderos de ropa, con un patio cruzado de alambres para el secado.
La cocina, un largo espacio de cemento construido a manera de mesón, daba acceso a los anafes de las distintas señoras que ahí cocinaban. (Se
usaban unos anafes baratos, de un precio de cinco bolívares, que se fabricaban con media lata gasolinera a la que horadándole varios huecos en
sus lados, se le trenzaban flejes que servían para colocar los carbones. En la parte inferior tallaban un boquete para el desecho de la ceniza.
Vendían también anafes redondos, y con pata, muy resistentes, pues eran de hierro, pero estos costaban caro, unos 25 bolívares; por eso el
común de las gentes compraba el otro tipo de anafe, aunque duraba muy poco: unos dos o tres meses).
Algunas señoras preferían cocinar dentro de su misma habitación, y a veces se veían otras que preparaban sus sencillas viandas al lado de la
puerta de su cuarto. Según el tamaño de la habitación, se pagaban 30, 40 o 50 bolívares mensuales de alquiler. Y hablo aquí de casas grandes,
viejas, adaptadas a este servicio comunal; pero años más tarde vivimos en una casona que debió ser construida – o reconstruida – para tal fin, y
que quedaba de Carmen al Puente, en la parroquia San Juan. Esta casona tenía cuartos frente a frente, en dos hileras que se prolongaban como
por unos 60 metros. En ella vivíamos cuando pusieron preso a José María Rivera [tío del autor].
La casa de vecindad del Rincón del Valle no era tan grande, y como se había visto, un sitio de mucha tranquilidad y de cierta poesía campestre
que compensaba a mi alma infantil de la pérdida de mis primeros paisajes…
Pájaro a Curamichate
Papá tenía alquilado un cuartucho en la Esq. del Pájaro para su taller de “remendón”. Según la circunstancia del mercado zapatero, también
conseguía él hechura de calzado nuevo, de hombre o de mujer.
Un día le llegué a mi viejo, a pie, desde el Rincón del Valle, con las alpargatas en la mano. Como no llovía en ese momento, a él le extrañó mucho
verme así, y me preguntó por qué me las había quitado. Yo le respondí simplemente, que era para ahorrar, para que no se gastaran. Y entonces
me dijo: “No, mijo, no haga eso, porque aquí no se acostumbra”.
La Caracas de los años 20 vista por un andino (III)
El Mercado
Me veo en una esquina de “la playa” del mercado de San Jacinto comiendo quiguas. Las quiguas eran unos grandes caracoles cocidos de los que
se extraía el animal golpeando fuertemente la concha contra otro caracol, contra la pared o contra el suelo. Salía la carne blanca, en espiral, y al
final tenía como un rabito de un color verduzco que muchos no comíamos, pero muchos hombres, de estómago más fuerte, aseguraban que era
muy sabroso. Debía ser la mierdita de los caracoles. Tal vez aquella carne no fuera alimenticia, pero mataba momentáneamente el hambre. Y
cada caracol no costaba más que una locha.
También vendían allí los “huevos de pájara”, muy ricos y sustanciosos, pero de éstos para llenar la barriga era necesario comerse cinco o seis, y
como valían también una locha, resultaba prohibida una merienda a ese precio. Los llamaban de pájara, porque provenían de un ave marina de
la cual nunca averigüé el nombre. Eran blancos como los de gallina, pero más pequeños y salpicados en sus cáscaras por unos puntitos de color
lila, muy bonitos. Se comían cocidos, por supuesto, y untándolos con un poquito de sal y pimienta que el vendedor ofrecía en un platico.
Me veo en esa esquina sucia y maloliente del viejo mercado de Caracas, tan elogiado románticamente por quienes tratan de recordar las ventas
de flores, frutas o pájaros, pero que no tuvieron que matar su hambre con quiguas, chochos o huevos de pájara en medio del hedor de las
enjalmas, bosta y sudaderos, en unión de mendigos, borrachos y arrieros sudorosos, de toda aquella inmunda mezcla de cosas, hombres,
hierbas, cagajones, que era la playa del mercado de San Jacinto en los años de mi infancia.
“LEO” lo dijo en un chiste cruel de Fantoches, aludiendo a las tres cuartas partes del pueblo de Venezuela de la época de Gomez: “Mi hambre es
inmortal”; esto respondía un hombre a otro, que según el chiste trataba de echarle en cara que le había matado el hambre. Y yo recuerdo mi
hambre de esos y otros años en Caracas, en San Luis de Cúcuta, en Pamplona, en San Cristóbal… Mi padre enfermo o lejos del hogar, la familia
numerosa y las entradas misérrimas, el trabajar en algo aunque no se pudiera: un desyerbo, tirar de una carretilla, repartir calzado, distribuir la
Revista Científica de Venezuela…
(Yo quería pintar aquí la estampa amable del Mercado de San Jacinto, con mayúsculas, y no me salió. Porque lo que palpitaba adentro era otra
cosa. Pero ese mercado tenía, sí, sus cosas bellas aún para los niños con hambre como yo. Recuerdo que me distraía muchas veces mirando los
pobres pajaritos enjaulados, o viendo y oyendo a un culebrero diciendo sus mentiras para vender sus menjurjes [sic]. O me detenía ante el
hombre que acurrucado tenía frente a él un pote de “ladrones” y dos o tres botellitas de manteca del mismo bicho. Los ladrones eran unos
crustáceos pequeñitos que los llamaban así, porque tienen la particularidad de que no poseen concha propia, sino que se meten en cualquiera
que les venga más o menos a medida. A esta característica de robar su casa, deben probablemente el nombre. Y los muchachos pagábamos un
centavo por uno de ellos, para divertirnos echándolos a pelear entre sí, o para acercarles un fósforo encendido por la parte trasera hasta que el
bichito salía enterito de su concha…)
La Caracas de los años veinte tenía sus ventorrillos chicos y grandes situados en cualquier parte: en una esquina o a mitad de cuadra. Se
expendía en ellos no sólo ciertos comestibles frescos tales como arepas, hallaquitas, pelota, majarete, o refrescos de elaboración casera como el
guarapo de piña y el carato, sino los víveres secos propios de las pulperías. No faltaba en estos pequeños negocios una hilera de botellas en la
que se veía desangrándose el eneldo, la yerbabuena, el malojillo y el berro, desangrándose, digo, en el aguardiente de caña que tomaba
entonces un color verduzco, o pardo si se trataba de otro condimento como las pasas de ciruela, bebida que creo que llamaban fruta’e burro.
Estos eran los tragos baratos, de a locha, que acostumbraban tomar los hombres, unos para “quitarse el frío”, otros como aperitivo antes de las
comidas, y otros, por la simple y humana costumbre de beber. Había clientes más resueltos: estos eran los amigos de la “caña blanca”, es decir,
no mezclada con ningún otro sabor. Y de esa costumbre salió una tomadera de pelo que aún se escucha entre los músicos, de gritarle a su
compañero “¡Blanca…!” cuando lo ven que está algo alegre.