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Caperucita Roja

Charles Perrault (versión escrita original de 1697)

Había una vez una niñita en un pueblo, la más bonita que jamás se hubiera visto; su madre estaba enloquecida con ella y su
abuela mucho más todavía. Esta buena mujer le había mandado hacer una caperucita roja y le sentaba tanto que todos la
llamaban Caperucita Roja.

Un día su madre, habiendo cocinado unas tortas, le dijo.

-Anda a ver cómo está tu abuela, pues me dicen que ha estado enferma; llévale una torta y este tarrito de mantequilla.

Caperucita Roja partió en seguida a ver a su abuela que vivía en otro pueblo. Al pasar por un bosque, se encontró con el
compadre lobo, que tuvo muchas ganas de comérsela, pero no se atrevió porque unos leñadores andaban por ahí cerca. Él le
preguntó a dónde iba. La pobre niña, que no sabía que era peligroso detenerse a hablar con un lobo, le dijo:

-Voy a ver a mi abuela, y le llevo una torta y un tarrito de mantequilla que mi madre le envía.
- ¿Vive muy lejos? -le dijo el lobo.
- ¡Oh, sí! -dijo Caperucita Roja-, más allá del molino que se ve allá lejos, en la primera casita del pueblo.
-Pues bien -dijo el lobo-, yo también quiero ir a verla; yo iré por este camino, y tú por aquél, y veremos quién llega primero.

El lobo partió corriendo a toda velocidad por el camino que era más corto y la niña se fue por el más largo entreteniéndose en
coger avellanas, en correr tras las mariposas y en hacer ramos con las florecillas que encontraba. Poco tardó el lobo en llegar a
casa de la abuela; golpea: Toc, toc.

- ¿Quién es?
-Es su nieta, Caperucita Roja -dijo el lobo, disfrazando la voz-, le traigo una torta y un tarrito de mantequilla que mi madre le envía.
La cándida abuela, que estaba en cama porque no se sentía bien, le gritó:
-Tira la aldaba y el cerrojo caerá.
El lobo tiró la aldaba, y la puerta se abrió. Se abalanzó sobre la buena mujer y la devoró en un santiamén, pues hacía más de tres
días que no comía. En seguida cerró la puerta y fue a acostarse en el lecho de la abuela, esperando a Caperucita Roja quien, un
rato después, llegó a golpear la puerta: Toc, toc.
- ¿Quién es?
Caperucita Roja, al oír la ronca voz del lobo, primero se asustó, pero creyendo que su abuela estaba resfriada, contestó:
-Es su nieta, Caperucita Roja, le traigo una torta y un tarrito de mantequilla que mi madre le envía.
El lobo le gritó, suavizando un poco la voz:
-Tira la aldaba y el cerrojo caerá.
Caperucita Roja tiró la aldaba y la puerta se abrió. Viéndola entrar, el lobo le dijo, mientras se escondía en la cama bajo la
frazada:
-Deja la torta y el tarrito de mantequilla en la repisa y ven a acostarte conmigo.
Caperucita Roja se desviste y se mete a la cama y quedó muy asombrada al ver la forma de su abuela en camisa de dormir. Ella
le dijo:
-Abuela, ¡qué brazos tan grandes tienes! Aquí vemos que la adolescencia,
-Es para abrazarte mejor, hija mía. en especial las señoritas,
-Abuela, ¡qué piernas tan grandes tiene! bien hechas, amables y bonitas
-Es para correr mejor, hija mía. no deben a cualquiera oír con complacencia,
Abuela, ¡qué orejas tan grandes tiene! y no resulta causa de extrañeza
-Es para oírte mejor, hija mía. ver que muchas del lobo son la presa.
-Abuela, ¡qué ojos tan grandes tiene! Y digo el lobo, pues bajo su envoltura
-Es para verte mejor, hija mía. no todos son de igual calaña:
-Abuela, ¡qué dientes tan grandes tiene! Los hay con no poca maña,
- ¡Para comerte mejor! silenciosos, sin odio ni amargura,
Y diciendo estas palabras, este lobo malo se abalanzó sobre que en secreto, pacientes, con dulzura
Caperucita Roja y se la comió. van a la siga de las damiselas
  hasta las casas y en las callejuelas;
más, bien sabemos que los zalameros
Moraleja
entre todos los lobos ¡ay! son los más fieros.

En el insomnio

El hombre se acuesta [temprano]. No puede conciliar el sueño. Da vueltas, como es lógico, en la cama. Se enreda entre las
sábanas. Enciende un cigarrillo. Lee un poco. Vuelve a apagar la luz. Pero no puede dormirse. [A las tres de la mañana] se
levanta. Despierta al amigo de al lado y le confía que no puede dormir. Le pide consejo. El amigo le aconseja que haga un
pequeño paseo a fin de cansarse un poco. Que enseguida tome una taza de tilo y que apague la luz. Hace todo esto, pero no
logra dormir. Se vuelve a levantar. Esta vez acude al médico. Como siempre sucede, el médico habla mucho pero el hombre no
se duerme. [A las seis de la mañana] carga un revólver y se levanta la tapa de los sesos. El hombre está muerto, pero no ha
podido quedarse dormido. El insomnio es una cosa muy persistente.

Rojo: Núcleo.
Azul: Catálisis
[ ] Información
_________: Indicio
Virgilio Piñera

El cautivo

En Junín o en Tapalqué refieren la historia. Un chico desapareció después de un malón; se dijo que lo habían robado los
indios. Sus padres lo buscaron inútilmente; al cabo de los años, un soldado que venía de tierra adentro les habló de un indio de
ojos celestes que bien podía ser su hijo. Dieron al fin con él (la crónica ha perdido las circunstancias y no quiero inventar lo que no
sé) y creyeron reconocerlo. El hombre, trabajado por el desierto y por la vida bárbara, ya no sabía oír las palabras de la lengua
natal, pero se dejó conducir, indiferente y dócil, hasta la casa. Ahí se detuvo, tal vez porque los otros se detuvieron. Miró la puerta,
como sin entenderla. De pronto bajó la cabeza, gritó, atravesó corriendo el zaguán y los dos largos patios y se metió en la cocina.
Sin vacilar, hundió el brazo en la ennegrecida campana y sacó el cuchillito de mango de asta que había escondido ahí, cuando
chico. Los ojos le brillaron de alegría y los padres lloraron porque habían encontrado al hijo.
Acaso a este recuerdo siguieron otros, pero el indio no podía vivir entre paredes y un día fue a buscar su desierto. Yo querría
saber qué sintió en aquel instante de vértigo en que el pasado y el presente se confundieron; yo querría saber si el hijo perdido
renació y murió en aquel éxtasis o si alcanzó a reconocer, siquiera como una criatura o un perro, los padres y la casa.

Pedro Salvadores

Quiero dejar escrito, acaso por primera vez, uno de los hechos más raros y más tristes de nuestra historia. Intervenir lo menos
posible en su narración, prescindir de adiciones pintorescas y de conjeturas aventuradas es, me parece, la mejor manera de
hacerlo. Un hombre, una mujer y la vasta sombra de un dictador son los tres personajes.
El hombre se llamó Pedro Salvadores; mi abuelo Acevedo lo vio, días o semanas después de la batalla de Caseros. Pedro
Salvadores, tal vez, no difería del común de la gente, pero su destino y los años lo hicieron único. Sería un señor como tantos
otros de su época. Poseería (nos cabe suponer) un establecimiento de campo y era unitario.
El apellido de su mujer era Planes; los dos vivían en la calle Suipacha, no lejos de la esquina del Temple. La casa en que los
hechos ocurrieron sería igual a las otras: la puerta de calle, el zaguán, la puerta cancel, las habitaciones, la hondura de los patios.
Una noche, hacia 1842, oyeron el creciente y sordo rumor de los cascos de los caballos en la calle de tierra y los vivas y mueras
de los jinetes. La mazorca, esta vez, no pasó de largo. Al griterío sucedieron los repetidos golpes, mientras los hombres
derribaban la puerta, Salvadores pudo correr la mesa del comedor, alzar la alfombra y ocultarse en el sótano. La mujer puso la
mesa en su lugar. La mazorca irrumpió; venían a llevárselo a Salvadores. La mujer declaró que éste había huido a Montevideo.
No le creyeron; la azotaron, rompieron toda la vajilla celeste, registraron la casa, pero no se les ocurrió levantar la alfombra. A la
medianoche se fueron, no sin haber jurado volver.
Aquí principia verdaderamente la historia de Pedro Salvadores. Vivió nueve años en el sótano. Por más que nos digamos que
los años están hechos de días y los días de horas y que nueve años es un término abstracto y una suma imposible, esa historia
es atroz. Sospecho que en la sombra que sus ojos aprendieron a descifrar, no pensaba en nada, ni siquiera en su odio ni en su
peligro. Estaba ahí, en el sótano. Algunos ecos de aquel mundo que le estaba vedado le llegarían desde arriba: los pasos
habituales de su mujer, el golpe del brocal y del balde, la pesada lluvia en el patio. Cada día, por lo demás, podía ser el último.
La mujer fue despidiendo a la servidumbre, que era capaz de delatarlos. Dijo a todos los suyos que Salvadores estaba en la
Banda Oriental. Ganó el pan de los dos cosiendo para el ejército. En el decurso de los años tuvo dos hijos; la familia la repudió,
atribuyéndolos a un amante. Después de la caída del tirano, le pedirían perdón de rodillas.
¿Qué fue, quién fue, Pedro Salvadores? ¿Lo encarcelaron el terror, el amor, la invisible presencia de Buenos Aires y,
finalmente, la costumbre? Para que no la dejara sola, su mujer le daría inciertas noticias de conspiraciones y de victorias. Acaso
era cobarde y la mujer lealmente le ocultó que ella lo sabía.
Lo imagino en su sótano, tal vez sin un candil, sin un libro. La sombra lo hundiría en el sueño. Soñaría, al principio, con la
noche tremenda en que el acero buscaba la garganta, con las calles abiertas, con la llanura. Al cabo de los años no podría huir y
soñaría con el sótano. Sería, al principio, un acosado, un amenazado; después no lo sabremos nunca, un animal tranquilo en su
madriguera o una suerte de oscura divinidad.
Todo esto hasta aquel día del verano de 1852 en que Rosas huyó. Fue entonces cuando el hombre secreto salió a la luz del
día; mi abuelo habló con él. Fofo y obeso, estaba del color de la cera y no hablaba en voz alta. Nunca le devolvieron los campos
que le habían sido confiscados; creo que murió en la miseria. Como todas las cosas, el destino de Pedro Salvadores nos parece
un símbolo de algo que estamos a punto de comprender

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