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DISCUSIÓN, RESEÑAS

LA CRÓNICA BORDADA DE
SEBASTIÁN HACHER
Por: Mónica Bernabé (IECH-UNR)

Imágenes: Sebastián Hacher

Mónica Bernabé analiza la narrativa heteróclita del periodista Sebastián Hacher: para la
autora, mezcla de literatura, arte y etnografía en la que conviven prácticas heterogéneas.
Para pensar la relación entre los cuerpos en peligro, las minorías y la migración, Bernabé se
detiene especialmente en el proyecto denominado “Inakayal vuelve”. Una iniciativa que
busca desandar el camino que hicieron los prisioneros y prisioneras mapuches en la llamada
“conquista del desierto”, a través de la intervención colectiva de sus fotografías mediante la
“iluminación” (colorear las imágenes que eran, originalmente, en blanco y negro) y el
bordado. Para la autora, Hacher propone desandar esa historia de muerte desde la eficacia
de un arte archivístico que conecta aquello que no pudo ser conectado –ni contado– por más
de cien años: un territorio, una lengua, unos cuerpos que retornan para re-conocerse en los
rostros de sus sobrevivientes.

“El hombre que teje” es una crónica (si es que podemos seguir usando ese término en
este caso) que desde su mismo título deja presentir lo raro. El oxímoron se intensifica
cuando descubrimos que el bordador aprendiz en talleres donde reinan las mujeres es
también el periodista que durante quince años escribió sobre violencia y movimientos
sociales en Cosecha Roja. Es el mismo que durante cuatro años recorrió las noches de
La Salada desafiando matones en los pasillos del miedo ¿Qué relación existe entre el
cronista de una ciudad oscura y brutal con el que enhebra hilos y letras al ritmo de una
Surah del Corán recitada en árabe?

Llamemos, provisoriamente, “proyecto Hacher” a esa mezcla de literatura, arte y


etnografía de la que resulta un híbrido donde convergen prácticas heterogéneas. Paso
a enumerar: crónica periodística, reportaje fotográfico, autobiografía, bordado artístico,
investigación de archivo, diario de viaje, trabajo de campo, arte colaborativo, militancia
social, producción multimedia, narrativa documental, diseño pop. Estamos ante un
programa experimental desde el que emerge un artista singular que apenas se deja ver
en el juego de los desdoblamientos. Lo adivinamos, por dar un ejemplo, cuando
incrusta, en el seno del relato, el video de un programa de la televisión alemana en
donde Björk –medio en serio, medio en broma– hace gala de poseer un “control
artístico absoluto”. El mismo control que el cronista descubre en Chiquita Martínez, la
Björk del ñandutí en Paraguay, un modelo a imitar cuando, sin poner demasiada
atención en el dinero, la labor artística se realiza en el tiempo libre, después de
concluidas las tareas de la casa o al final de la jornada laboral. Entre el bordado y el
tejido, la escritura se acopla al ritmo de una práctica ejecutada por las mujeres desde
tiempos inmemoriales: el cronista, entonces, va pergeñando una escritura extraña al
patriarcado de las letras nacionales.

Como en un bordado, el hombre que teje trama una imagen de sí que tiene verso y
anverso: versiona un modelo de escritor que desafía patrones e incomoda a los que
necesitan definir y llenar los casilleros de los géneros y de las identidades. Escribir
sobre bordado, aprender a bordar, e inventar un territorio incierto, a mitad de camino
entre periodismo y artesanía lo lleva a tensionar y traspasar el oficio de cronista para
dar testimonio de la cercanía que existe entre un mundo de despojo y destrucción y la
epifanía de unas imágenes que resisten a la catástrofe.

Las crónicas del artesano, o los bordados de periodista, o no sé bien qué, están lejos
de la literatura en blog o Facebook que, después de algún tiempo y de un trabajo de
edición, suelen ser publicadas en la forma tradicional del libro. “Te queremos como
autor, pero no nos cierra el libro” le contesta por mail una editora con la que había
entrado en negociación para una publicación. La negativa confirma el lugar incierto de
un autor que a comienzos de siglo aprendía el oficio de periodista en las redes sociales
y que, cuando decide torcer su práctica, hecha mano a la tela y el hilo sin pasar por el
papel y la tinta. El libro no cierra porque su experiencia de escritura se cumplió y se
cumple fuera de la tecnología de imprenta y del canon del arte ilustrado. De este
modo, el autor sin libro entra en sintonía con tantos otros proyectos artísticos
contemporáneos (rémora tal vez de viejas estrategias vanguardistas) en donde la
escritura des-borda los límites de la ciudad letrada al tiempo que establece una
relación íntima con las imágenes. En caso de ser publicado, el libro del cronista
bordador nunca podrá reponer la experiencia de la lectura online, es decir, no podrá
reproducir (dicho benjaminianamente) la experiencia de leer, ver y escuchar que
propician las entregas de Anfibia, sitio en donde Sebastián Hacher fue diseñando una
suerte de programa estético-político, un proyecto que se constituye –como el tejido de
las redes– entre distintas formas de contar y construir la realidad.

Detengámonos en el trabajo artesanal y la profundidad casi mística, como decía Valery,


que provoca la coordinación de alma, ojo y mano. Aquí, el modo manual no debe ser
entendido en oposición a las sofisticadas operaciones de los programadores en
internet. El trabajo de Hacher no se adscribe a la polaridad artesanía/tecnología que
forma parte del lugar común que contrapone la era posindustrial a la nostalgia de un
pasado edulcorado en el que reinaba lo auténtico y original. El artesanado de Hacher
nos recuerda a Richard Sennett cuando argumenta sobre la relación entre las antiguas
tejedoras y los programadores de Linux. Para el sociólogo norteamericano, las
prácticas rebeldes de quienes desarrollan el software de código abierto son similares a
los patrones comunitarios del trabajo artesanal: descansan en las formas colaborativas
de descubrimiento y solución de problemas y en el carácter impersonal y anónimo de
las contribuciones.

Lo mismo podríamos decir de los periodistas independientes de Indymedia, la red


global participativa que nace en 1999 en las arenas de la “batalla de Seattle”. No es
menor el hecho de que Hacher haya sido uno de los fundadores de la filial argentina de
la red –entre el 2001 y 2002, nuestro bienio rojo– con la consigna de “dormir con los
borceguíes puestos y la cámara cerca”. En aquellos días aciagos en que cayeron
Maximiliano Kosteki y Darío Santillán, lograron torcerle el cuello a las agencias del
poder desactivando las maniobras para el ocultamiento del crimen.
(http://revistaanfibia.com/piquetes-en-la-prehistoria-de-las-redes-sociales/).

Pero vayamos al tema que nos convoca: los cuerpos en peligro, las minorías y los
migrantes; tema que, desde los comienzos, es central en la producción de Hacher. En
particular, en el proyecto denominado #Inakayalvuelve, que conecta directamente con
la resistencia de la minoría mapuche en Argentina. El proyecto, que es definido como
“una investigación performática, el tendido de una red, una experiencia transmedia de
no ficción”, discute los cimientos mismos del Estado-nación re-bobinando, a la manera
de una proyección al revés, la llamada “conquista del desierto” (1878-1885) para que al
dorso emerja la imagen del genocidio mapuche largamente ocultado. Hacher propone
desandar la historia desde la eficacia de un arte archivístico que conecta aquello que
no pudo ser conectado por más de cien años: un territorio, una lengua, unos cuerpos
que retornan para re-conocerse en los rostros de sus sobrevivientes.

#Inakayalvuelve puede ser pensado como ejemplo del “giro etnográfico” que Hal Foster
analizó a propósito del arte neoyorkino a fines del siglo XX. Pero también forma parte
de las formas contemporáneas del “arte fuera de sí” que Ticio Escobar vincula con los
rituales indígenas del pueblo ishir y de los grupos chiriguano-guaraní. Arte y ritual: pura
performatividad que empuja hacia el mundo. ¿Acaso #Inakayalvuelve no despliega el
combate entre el fin de la autonomía y el instante precario en el que se manifiesta una
diferencia estética?

Mi primera hipótesis es que la práctica artística de Hacher, en particular el bordado de


las fotografías del siglo XIX tomadas a los indios cautivos en el Museo de Ciencias
Naturales de La Plata, conecta con las preguntas que David Viñas formuló en el
contexto de la última dictadura militar y su celebración del centenario de la llamada
“conquista del desierto”, preguntas que, después de casi cuarenta años, aún siguen
provocando: “¿La Argentina no tiene nada que ver con los indios? ¿Y con las indias?
¿O nada que ver con América Latina?”, “¿No hubo vencidos? ¿No hubo violadas? ¿O
no hubo indias ni indios?, “Quizá, los indios ¿fueron los desaparecidos de 1879?”.

La segunda hipótesis sostiene que si ciertamente estamos ante un ejemplo de arte


etnográfico, aquí –al sur del continente– no sería el resultado de la envidia del
etnógrafo, como lo piensa Foster, sino, más bien, un ajuste de cuentas con los
historiadores y los relatos de la nación de los que el indio fue borrado. El arte
etnográfico de Hacher es un arte de “contra-conquista”, en el sentido en que Lezama
Lima pensaba el barroco americano: activación de la potencia que anida en las
imágenes del pasado para el ejercicio de la justicia estética. Sin embargo, hay otras
preguntas que inquietan: ¿Este particular giro etnográfico vendría a configurar una
nueva forma de indigenismo, un neo-indigenismo, ahora atravesado por las tecnologías
digitales, abierto a la navegación por internet y a la apertura infinita de archivos?

Sabemos de los dilemas de la representación de lo indígena. Son innumerables los


trabajos y las discusiones críticas que, particularmente a partir de la década de los
ochenta, han problematizado los modos en que se ha ejercido el mecenazgo intelectual
y político de los sectores indígenas en América Latina. Incaísmo, indianismo,
andinismo, neo–indigenismo, cholismo, mestizaje e hibrideces varias hacen del
indigenismo un concepto excesivamente ambiguo y riesgoso. Sin embargo, en la larga
historia de los movimientos de pueblos y de cuerpos, los diversos indigenismos
constituyeron una forma de figuración de un tiempo y un espacio otro, una posibilidad
—para decirlo con las palabras de Didi-Huberman— para la emergencia de una parcela
de humanidad despojada. El indigenismo latinoamericano de buena parte de siglo XX
fue una manera específica de figurar a los otros y también fue una forma de
exponerlos. Reparar en los pueblos expuestos, entonces, implica examinar el doblez, el
pliegue de esa exposición. Cuando los pueblos son objeto de exposición reiterada en
imágenes estereotipadas es porque están, precisamente, expuestos a la desaparición.
El indigenismo es la forma en que una serie de pueblos —en trance de desaparición—
comienzan a aparecer, a ser figurados en la política y en el arte bajo la abstracción
deformadora de un tipo, de una fórmula, de una representación altamente codificada.
La diferencia argentina en la larga historia del indigenismo latinoamericano se
explicaría, en parte, por una radical negación que, como decía Viñas, adquiere las
dimensiones siniestras de la desaparición: en ese proceso, lejos del indigenismo
clásico, lo mapuche fue catalogado exclusivamente como objeto para la investigación
positivista. La nueva nación funda un museo de ciencias naturales e incorpora los
cuerpos de los vencidos al servicio del reconocimiento osteológico, restos fósiles
remanentes de un estadio superado de la evolución de la especie. El indio fue
archivado como naturaleza absoluta, lo mismo que las piedras y la composición
geológica de los suelos en la que habitaron, esas “tierras sin dueño, tierras de nadie”
(como dice la niña que habla en el corto Nueva Argirópolis de Lucrecia Martel) y, a partir
de 1879, bienes raíces de los administradores del capitalismo latifundista, desde el
general Roca hasta Luciano Benetton y Joseph Lewis.

El arte de Hacher es un arte de restitución: pretende devolver algo de la vida


arrebatada a los cuerpos archivados. Como los antropólogos del colectivo Guías que
trabajan en la identificación de los huesos del museo para poder devolverlos a sus
comunidades de origen, el bordado de las fotografías que tomaron los científicos
positivistas a los prisioneros procura restituirles el alma. En este gesto, Hacher
complica a los indigenismos tanto latinoamericanos como argentinos (aquellos que van
de la Eurindia del Centenario hasta las carrozas pop que abrieron el desfile de Fuerza
Bruta en los festejos del Bicentenario). Con actitud de etnógrafo, el cronista practica
una observación participante y se mimetiza solidariamente con las indias y los indios
para interrogar por las identidades: la suya y la de los otros.

Mimetizarse: según la maestra María Moreno es la treta número uno del decálogo
Mansilla, nuestro primer etnógrafo en tierras ranqueles. Hacher puede vivir en el vértigo
como cualquier puestero de La Salada, en el borde del borde del conurbano profundo
donde conoce a Jaime, el migrante peruano procedente de Pucallpa. Hacia allá viaja
para, como él mismo dice: “Meter los dedos en el enchufe del continente” y beber y
soñar con la ayahuasca como un indio shipibo en la espesura de la selva amazónica. Y
luego, trasladarse a la estepa patagónica para danzar en respuesta al llamado milenario
de la tierra con los mapuches de la comunidad Pillan Mahuiza en territorios
recuperados cerca del río Carreleufú.

En ese mismo gesto, cumple también con otra de las tretas del decálogo Moreno-
Mansilla que es la de ir a los extremos. Jamás lo veremos caer en la prosa circunspecta
y el tono neutro de la noticia rápida y efímera, nunca la metáfora fácil con pretensión
poética. El cronista de la Salada necesita tanto de la palabra certera que pueda
desafiar a los matones que mal disimulan el caño de la nueve milímetros en la
sobaquera, como de la palabra justa que convoca al silencio para pensar por las
formas del festón griego en el gineceo del taller Formosa. Las máximas del
conocimiento in situ, de vivir peligrosamente y experimentar con el mundo de los otros
hacen que su arte se oriente hacia una crítica cultural subversiva del mundo propio.

Las fotografías de los cautivos del museo están atravesadas por las paradojas del
anacronismo: esos rostros del pasado nos devuelven la imagen de los excluidos del
presente, en la exhumación del material de archivo el cronista nos señala los actuales
prisioneros del sistema. Reducidos a la condición de “vida desnuda”, que es el objeto
último de la biopolítica, los nuevos bárbaros son condenados a la marginación
interna, sujetos desechables, sin garantías, gente sin estado dentro del mismo
territorio nacional. Para Hacher, ponerse en la piel del otro es habitar el horror.

Veamos su intervención sobre la foto de dos prisioneras: la mujer de Foyel y la hija de


Inakayal:
Sobre ellas Hacher escribe:

La mirada de la mayor es de una tristeza enorme. La niña parece no


querer entregarse a la cámara. Tiene puesto un rosario y está un poco
fuera de foco. Pienso en los niños de mi familia, en mis padres. Nos
imagino a nosotros en la misma situación: diezmados, despojados de
nuestras casas, nuestras vidas, hacinados. En el abrazo de esa foto
veo a mi madre, a mi sobrina. Deben tener la misma edad que ellas. Y
quizás el mismo amor que sienten ellas.

Ponerse en la piel del otro es habitar el horror.

Pinto la imagen con una mezcla de furia y cariño. Sus ojos son oscuros,
dice Gerardo cuando las imprime. Podría aclararlos, pero prefiero
dejarlos así.

De los ojos de la niña saldrán hilos de fuego.

Ojalá puedan quemarlo todo.


 

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