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Agradecimientos
CAPITULO 4. La fe a prueba
Copyright © 2009 por Editorial Peregrino para esta versión española. Todos los derechos reservados.
Ninguna parte de esta publicación puede ser reproducida, almacenada en un sistema de recuperación en
cualquier forma o por cualquier medio, electrónico, mecánico, fotocopiativo, de grabación u otro, sin el
permiso previo del editor.
Las citas bíblicas están tomadas de la Versión Reina–Valera 1960 © Sociedades Bíblicas Unidas, excepto
cuando se cite otra LBLA = La Biblia de las Américas © 1986, 1995, 1997 The Lockman Foundation.
Usada con permiso
ISBN: 978-84-96562-38-7
Impreso en EE.UU.
Printed in USA
Jehová el Señor me dio lengua de sabios,
para saber hablar palabras al cansado.
(Isaías 50:4)
¿No has sabido, no has oído que el Dios eterno es Jehová, el cual creó los
confines de la tierra? No desfallece, ni se fatiga con cansancio, y su
entendimiento no hay quien lo alcance. Él da esfuerzo al cansado, y multiplica
las fuerzas al que no tiene ningunas. Los muchachos se fatigan y se cansan, los
jóvenes flaquean y caen; pero los que esperan a Jehová tendrán nuevas fuerzas;
levantarán alas como las águilas; correrán, y no se cansarán; caminarán, y no
se fatigarán.
(Isaías 40:28-31)
A Gloria, el deleite de mis ojos, por ser una compañera fiel y santificante, por
mostrarme de mil maneras el amor incondicional de Cristo, por apoyar mi
ministerio sin reservas, y por su constante motivación a ser un mejor hombre, un
mejor padre y esposo y un mejor pastor.
Pero sobre todas las cosas, a mi Señor y Salvador Jesucristo quien, por el poder
de Su Espíritu, hace treinta y un años derribó todos mis argumentos y toda la
altivez que se levantaba en mi corazón contra el conocimiento de Dios, y desde
entonces ha estado llevando cautivos mis pensamientos a Su obediencia. Que a
Él, y solo a Él, sea la gloria y el honor por los siglos de los siglos.
Agradecimientos
Publicar un libro de sermones no es una tarea fácil. Se requiere un trabajo de
edición cuidadosa para poner por escrito, en un formato apropiado para su
lectura, las palabras que se pronunciaron a viva voz en el contexto de una iglesia
local, sin perder su sabor “sermonario” ni el estilo propio del predicador.
En tal sentido, quiero expresar mi profunda gratitud a Raquel Vargas de
Rincón por su laboriosa y diligente tarea de editar las notas de mis sermones, y
por todas las horas que tuvo que emplear escuchando los mensajes una y otra
vez, para añadir al texto todo lo que se dijo en la exposición de forma
espontánea; gracias también a su esposo, Alberto Rincón, por permitir de buena
gana que Raquel emplease todo ese tiempo en esta tarea.
A mi buen amigo, el pastor Bonifacio Lozano, por su disposición a leer cada
sermón, así como por sus certeras correcciones y comentarios. Gracias también a
Demetrio Cánovas y a todo el comité de Editorial Peregrino (del cual Bonifacio
también forma parte), por su interés en publicar esta obra.
A mis amados pastores y compañeros de milicia, Eduardo Saladín, Lester
Flaquer, Marcos Peña y Salvador Gómez: por pastorearme fielmente, por
alentarme a publicar y por hacer arreglos en mi agenda pastoral para que este
libro pueda ser hoy una realidad. Es un gozo poder servir al Señor en el
ministerio junto a hombres como ustedes.
A D.a Lina Lockward, porque fue un instrumento que el Señor usó para que,
finalmente, tomara la decisión de enfrascarme en la tarea de publicar un libro de
sermones.
A los miembros de Iglesia Bíblica del Señor Jesucristo —el rebaño que el
Señor me ha dado el privilegio de pastorear por veinticinco años—, no solo por
las oraciones continuas que elevan al trono de la gracia a favor de sus pastores,
sino también por la atención que prestan a la Palabra de Dios predicada. Es un
verdadero placer alimentar a un rebaño que muestra tal aprecio por el alimento
que recibe.
Y a mi esposa Gloria: por todo lo mencionado en la nota de dedicatoria, por
sus atinados comentarios al revisar el manuscrito y por su comprensión cuando
tareas como estas se añaden a mi apretada agenda pastoral.
Que el Dios de toda gracia les recompense como es debido en aquel día.
SUGEL MICHELÉN
Como el ciervo brama por las corrientes de las aguas, así clama por ti, oh Dios,
el alma mía. Mi alma tiene sed de Dios, del Dios vivo; ¿cuándo vendré, y me
presentaré delante de Dios? Fueron mis lágrimas mi pan de día y de noche,
mientras me dicen todos los días: ¿Dónde está tu Dios? Me acuerdo de estas
cosas, y derramo mi alma dentro de mí; de cómo yo fui con la multitud, y la
conduje hasta la casa de Dios, entre voces de alegría y de alabanza del pueblo
en fiesta. ¿Por qué te abates, oh alma mía, y te turbas dentro de mí? Espera en
Dios; porque aún he de alabarle, salvación mía y Dios mío. Dios mío, mi alma
está abatida en mí; me acordaré, por tanto, de ti desde la tierra del Jordán, y de
los hermonitas, desde el monte de Mizar. Un abismo llama a otro a la voz de tus
cascadas; todas tus ondas y tus olas han pasado sobre mí. Pero de día mandará
Jehová su misericordia, y de noche su cántico estará conmigo, y mi oración al
Dios de mi vida. Diré a Dios: Roca mía, ¿por qué te has olvidado de mí? ¿Por
qué andaré yo enlutado por la opresión del enemigo? Como quien hiere mis
huesos, mis enemigos me afrentan, diciéndome cada día: ¿Dónde está tu Dios?
¿Por qué te abates, oh alma mía, y por qué te turbas dentro de mí?
Espera en Dios; porque aún he de alabarle, salvación mía y Dios mío. ( Salmo
42)
LA ANGUSTIA DE ASAF
No conocemos cuál fue la situación particular que llevó al Salmista a sentirse
tan angustiado, pero es evidente que este hombre se encontraba en medio de una
gran tribulación, tal como lo expresa en los versículos 1 y 2: “Con mi voz clamé
a Dios, a Dios clamé, y él me escuchará. Al Señor busqué en el día de mi
angustia; alzaba a él mis manos de noche, sin descanso; mi alma rehusaba
consuelo”. Asaf no escatima palabras para describir la condición emocional de
su alma. Él no trata de aparentar que es un superhéroe espiritual que nunca ha
conocido las profundidades de la depresión y la perplejidad; más bien nos deja
ver lo que hay en su corazón, con sus luchas y sus incongruencias. Por un lado,
ora a Dios con la confianza de que Él escucha las oraciones de Sus hijos (v. 1);
pero, al mismo tiempo, experimenta en su interior una terrible sensación de
abandono (v. 2).
Uno de los problemas del alma deprimida es que tiene que vencer algunos
obstáculos para razonar lógicamente. Tal vez esa sea la razón por la que los
autores del Nuevo Testamento escogieron una palabra griega que literalmente
significa “división” para indicar el “afán”; el afán y la ansiedad producen una
división en el alma entre lo que sentimos y lo que sabemos. Y esa parece ser la
condición de Asaf mientras escribe este salmo. Su dolor había llegado a un grado
tal que no podía seguir callado; pero al clamar a Dios, este parece estar ocupado
en otra cosa y la respuesta tarda en llegar. En ese punto del Salmo, sus
pensamientos acerca de Dios no le traen consuelo sino perplejidad: “Me acuerdo
de Dios, y me siento turbado; me lamento, y mi espíritu desmaya” (v. 3)1. Lo
que él conocía de Dios le estaba provocando mucha turbación, porque no podía
encajar en su mente Sus actuaciones poderosas en el pasado a favor de Su pueblo
con su condición actual.
“Has mantenido abiertos los guardas de mis ojos”, dice en el versículo 4,
como si fuera Dios mismo quien estuviera reteniendo sus párpados para
mantenerlo en vela durante la noche. Asaf no había perdido de vista la soberanía
de Dios en medio de su situación; pero en lugar de consolarlo, Su control
soberano le provocaba más confusión y turbación. Él recuerda tiempos mejores
en los que pudo cantar durante la noche sobre la bondad y el amor de Dios:
“Consideraba los días desde el principio, los años de los siglos. Me acordaba de
mis cánticos de noche; meditaba en mi corazón, y mi espíritu inquiría” (vv. 56).
Dios había mostrado en el pasado Su poder salvador, pero ahora todo era
distinto; por alguna razón desconocida había cambiado por completo Su
proceder para con Su pueblo, lo que provoca en Asaf una serie de preguntas
angustiosas.
“¿Desechará el Señor para siempre, y no volverá más a sernos propicio?” (v.
7). ¿Acaso será que Dios ha decidido abandonarnos de manera definitiva y no
actuar a nuestro favor nunca más? Eso, por supuesto, es imposible. El Dios del
pacto no puede quebrantar Sus promesas. Pero Asaf está demasiado turbado en
este momento y sus pensamientos tienden a hundirlo aún más: “¿Ha cesado para
siempre su misericordia? ¿Se ha acabado perpetuamente su promesa? ¿Ha
olvidado Dios el tener misericordia? ¿Ha encerrado con ira sus piedades?” (vv.
8-9). La palabra hebrea que la versión Reina-Valera traduce como “misericordia”
es hesed, la cual nos habla del amor compasivo de Dios que está firmemente
enraizado en el pacto que Él ha hecho con Su pueblo; mientras que la palabra
que se traduce como “piedades” hace referencia a las entrañas de una mujer
embarazada. Lo que Asaf se pregunta es si ese amor de Dios enraizado en su
pacto se habrá agotado por completo, de tal manera que ya no puede esperar de
Él ni una gota de misericordia y compasión. Experimentar algo así sería como
padecer el Infierno en vida.
Sin embargo, nosotros sabemos que el amor de Dios para con Sus hijos es
inagotable. Dice en Jeremías 31:3: “Jehová se manifestó a mí hace ya mucho
tiempo, diciendo: Con amor eterno te he amado; por tanto, te prolongué mi
misericordia”. El amor de Dios es eterno e inmutable: Él no nos ama hoy ni un
poco menos de lo que nos amaba cuando Cristo estaba derramando Su sangre
por nosotros en la cruz del Calvario. Ese amor no puede evaluarse a la luz de
nuestras circunstancias, como parece estar haciendo Asaf en este salmo, sino a la
luz de la revelación divina. Y en el caso de nosotros, los creyentes del nuevo
pacto, siempre debemos evaluar la actuación de Dios desde la perspectiva de la
Cruz, donde Jesús fue desamparado por Su Padre mientras cargaba con nuestros
pecados, para que nosotros nunca tuviésemos que experimentar nada semejante.
Es con esa confianza que Pablo escribe en Romanos 8:31-39: ¿Qué, pues,
diremos a esto? Si Dios es por nosotros, ¿quién contra nosotros? El que no
escatimó ni a su propio Hijo, sino que lo entregó por todos nosotros, ¿cómo no
nos dará también con él todas las cosas? ¿Quién acusará a los escogidos de
Dios? Dios es el que justifica. ¿Quién es el que condenará? Cristo es el que
murió; más aun, el que también resucitó, el que además está a la diestra de Dios,
el que también intercede por nosotros. ¿Quién nos separará del amor de Cristo?
¿Tribulación, o angustia, o persecución, o hambre, o desnudez, o peligro, o
espada? Como está escrito: Por causa de ti somos muertos todo el tiempo; somos
contados como ovejas de matadero. Antes, en todas estas cosas somos más que
vencedores por medio de aquel que nos amó. Por lo cual estoy seguro de que ni
la muerte, ni la vida, ni ángeles, ni principados, ni potestades, ni lo presente, ni
lo por venir, ni lo alto, ni lo profundo, ni ninguna otra cosa creada nos podrá
separar del amor de Dios, que es en Cristo Jesús Señor nuestro (Romanos
8:3139).
Ahora bien, aunque las preguntas de Asaf no parecen ser compatibles con la
fe, el mero hecho de expresarlas fue un paso importante hacia la recuperación.
Muchas veces nos dejamos vencer por nuestras dudas y temores porque no
hacemos lo que el Salmista está haciendo aquí; es decir, poner nuestras ideas en
blanco y negro para ver sus implicaciones. ¡Por supuesto que Dios no puede
habernos desechado para siempre, ni habernos retirado Su amor! ¿Cómo puede
olvidar Sus promesas Aquel que dijo que es más probable que el cielo y la tierra
dejen de existir antes de que Él deje de cumplir lo que ha prometido? Sin
embargo, cuando nuestra teología no controla nuestras emociones nos ofuscamos
y no vemos las implicaciones de nuestros pensamientos. “La buena teología es
esencial si vamos a sufrir bien”, dice acertadamente Dustin Shramek2.
En el Sermón del Monte, el Señor Jesucristo nos enseña que debemos razonar
lógicamente si queremos ser eficaces en nuestra lucha con el afán y la ansiedad:
“Por tanto os digo: No os afanéis por vuestra vida, qué habéis de comer o qué
habéis de beber; ni por vuestro cuerpo, qué habéis de vestir. ¿No es la vida más
que el alimento, y el cuerpo más que el vestido?” (Mateo 6:25). Vamos a
razonar, dice el Señor: ¿Qué es mayor a comida y la bebida que sostienen
nuestra vida o la vida misma? ¿Qué será más difícil para Dios, darte la vida o
sostenerla? La respuesta es evidente: hay más dificultad en dar la vida que en
pro-veer el alimento que la sostiene.
¿Y qué es mayor, el cuerpo o el vestido que lo cubre? La respuesta es obvia: el
cuerpo es mayor. Pues si Dios diseñó y creó tu cuerpo con todos sus sistemas tan
complejos, ¿acaso no puede darte lo necesario para vestirlo? “Mirad las aves del
cielo, que no siembran, ni siegan, ni recogen en graneros; y vuestro Padre
celestial las alimenta. ¿No valéis vosotros mucho más que ellas?” (Mateo 6:26).
Si nuestro Dios se ocupa de las aves y provee alimento para ellas, ¿acaso no
tendrá más cuidado de todos aquellos por quienes Cristo murió?
Y ¿quién de vosotros podrá, por mucho que se afane, añadir a su estatura un codo? Y por el vestido,
¿por qué os afanáis? Considerad los lirios del campo, cómo crecen: no trabajan ni hilan; pero os
digo, que ni aun Salomón con toda su gloria se vistió así como uno de ellos. Y si la hierba del
campo que hoy es, y mañana se echa en el horno, Dios la viste así, ¿no hará mucho más a vosotros,
hombres de poca fe? (Mateo 6:27-30).
Esta escena consta de tres partes: estos tres jóvenes son acusados; el rey
reacciona a la acusación; y, luego, los jóvenes responden a la amenaza del rey.
Veamos en primer lugar, la acusación.
La acusación
Por esto en aquel tiempo algunos varones caldeos vinieron y acusaron maliciosamente a los judíos.
Hablaron y dijeron al rey Nabucodonosor: Rey, para siempre vive. Tú, oh rey, has dado una ley que
todo hombre, al oír el son de la bocina, de la flauta, del tamboril, del arpa, del salterio, de la
zampoña y de todo instrumento de música, se postre y adore la estatua de oro; y el que no se postre
y adore, sea echado dentro de un horno de fuego ardiendo. Hay unos varones judíos, los cuales
pusiste sobre los negocios de la provincia de Babilonia: Sadrac, Mesac y Abed-nego; estos varones,
oh rey, no te han respetado; no adoran tus dioses, ni adoran la estatua de oro que has levantado (vv.
8-12).
Uno de los misterios de este capítulo es dónde estaba Daniel cuando esto
sucedió, porque la historia no lo menciona. La respuesta más segura que
podemos dar es que no lo sabemos, aunque es muy probable que no estuviera en
Babilonia o, al menos, en la capital del imperio. No obstante, sus amigos sí
estaban allí, de modo que Dios no se quedó sin testimonio en aquella ocasión.
Hagamos un esfuerzo de imaginación y pongámonos en lugar de estos
jóvenes. ¿Qué hubiéramos hecho tú y yo? Estos jóvenes hubiesen podido
escoger el camino de la justificación y la racionalización: “Todo el mundo está
cediendo, incluso los otros judíos, ¿por qué tenemos que ser nosotros los más
fanáticos y recalcitrantes? Además, si nos matan, ¿quién testificará de Dios,
entonces? De hecho, nuestros cadáveres dañarían Su reputación; ya fuimos
derrotados por los babilonios ¡y ahora nos van a echar en un horno de fuego a
nosotros que hemos sido fieles a Dios! Esta gente pensará que Él no cuida de los
Suyos. Después de todo, no es más que una estatua; Dios sabe que en nuestro
corazón no la estamos adorando, estamos cumpliendo con un requisito externo,
una mera formalidad”.
Los cristianos nos encontramos muchas veces en un dilema similar a este; no
necesariamente con la amenaza de perder la vida, pero sí corriendo el riesgo de
perder el trabajo o perder los amigos. Otras veces, corriendo el riesgo de que se
burlen de nosotros o nos difamen. No es fácil tener el coraje de ser distintos, y
mucho menos para un grupo de jóvenes como era el caso de Sadrac, Mesac y
Abed-Nego. No es fácil tomar la determinación de nadar contra la corriente y no
hacer lo que todo el mundo hace; sobre todo cuando algunos que profesan la fe
comienzan a ceder también.
Constantemente sentimos la presión de bordear los límites, de acercarnos
demasiado al mundo y sus valores, al mundo y su estilo de vida; la presión de
violar la ley moral de Dios o de ir en contra de nuestra conciencia,
involucrándonos en cosas que no nos convienen. El mundo también tiene su
horno de fuego para los que deciden portarse como hombres y mujeres de valor,
para los que toman la determinación de portarse con valentía. Eso es algo que el
mundo no soporta. Si hay algo que enciende la ira de un cobarde es ver a una
persona defendiendo valientemente su integridad. El coraje del íntegro expone y
saca a la luz la cobardía del que cede. Un creyente que está dispuesto a desafiar
al mundo por su fe molestará grandemente al que no se atreve.
Imagínate la escena: cientos de miles de personas, incluyendo a un montón de
judíos, postrados ante una estatua, temblando de miedo por el decreto del
hombre más poderoso del mundo, mientras que tres jóvenes de unos 20 años
permanecen de pie en medio de la multitud. Era imposible que eso pasara
desapercibido. De inmediato “algunos varones caldeos vinieron y acusaron
maliciosamente” a los amigos de Daniel (v. 8). La frase que Reina-Valera
traduce como “acusar maliciosamente” significa “comer la carne de alguien”. Su
sentido metafórico es denunciar con el propósito expreso de hacer daño. Esos
hombres fingen estar molestos con estos judíos por haber desafiado la orden de
su rey; sin embargo, la realidad del caso es que estaban celosos, sentían envidia
de aquellos jóvenes valientes que habían alcanzado una posición tan alta en tan
poco tiempo.
Notad la astucia con que actúan delante del rey: “Hay unos varones judíos, los
cuales pusiste sobre los negocios de la provincia de Babilonia: Sadrac, Mesac y
Abed-nego; estos varones, oh rey, no te han respetado; no adoran tus dioses, ni
adoran la estatua de oro que has levantado” (v. 12). “Tú los honraste poniéndolos
en posiciones de preeminencia —están diciendo—, y estos mal agradecidos no
han respetado tu autoridad, no adoran a tus dioses ni ado-ran la estatua,
desobedeciendo el decreto”.
Los creyentes no debemos esperar que el mundo nos ame por portarnos
rectamente. Hacer lo recto trae problemas. Muchos no entenderán tus decisiones,
muchos las interpretarán a la luz de sus prejuicios, muchos distorsionarán tus
motivaciones, te difamarán, hablarán de ti a tus espaldas y te acusarán
falsamente. El que quiera hacer lo recto, el que decida actuar conforme a su
conciencia, necesariamente tendrá que pagar un precio por ello y, en ocasiones,
será un precio muy alto. “Todos los que quieran vivir piadosamente en Cristo
Jesús padecerán persecución”, dice Pablo (2 Timoteo 3:12).
La reacción del rey
Por supuesto, cuando estos jóvenes fueron acusados delante del rey, su
reacción no se hizo esperar: “Entonces Nabucodonosor dijo con ira y con enojo
que trajesen a Sadrac, Mesac y Abed-nego. Al instante fueron traídos estos
varones delante del rey” (v. 13). Estos hombres lograron lo que querían: el rey se
enojó grandemente y mandó a llamar a los amigos de Daniel. Pero, primero, les
dio la oportunidad de negar la acusación: “¿Es verdad, Sadrac, Mesac y Abed-
nego, que vosotros no honráis a mi dios, ni adoráis la estatua de oro que he
levantado?” (v. 14).
Es posible que el rey sospechara la mala motivación de los acusadores y
quisiera estar seguro de los cargos. Sin embargo, para que no quepa duda de su
determinación, de inmediato añade una promesa y una advertencia: “Ahora,
pues, ¿estáis dispuestos para que al oír el son de la bocina, de la flauta, del
tamboril, del arpa, del salterio, de la zampoña y de todo instrumento de música,
os postréis y adoréis la estatua que he hecho?” (v. 15). La pro-mesa implícita
aquí es que si estaban dispuestos a hacerlo serían librados del castigo. Por otro
lado, si no lo hacían la sentencia se cumpliría de inmediato: “Porque si no la
adorareis, en la misma hora seréis echados en medio de un horno de fuego
ardiendo; ¿y qué dios será aquel que os libre de mis manos?” (v. 15b).
¡Cuánta insolencia de parte del rey! Este mismo hombre que había reconocido,
en el capítulo anterior, que el Dios de Israel era Señor de los reyes, ahora se
coloca a sí mismo en una posición de superioridad. “¿Creéis que vuestro Dios
podrá libraros de mi mano? Si Él es tan poderoso, ¿por qué estáis en Babilonia?
¿Por qué permitió que Israel fuera derrotado y llevado al cautiverio? Yo destruí
vuestro templo y traje de Jerusalén los utensilios que usabais para adorarle y los
puse en la casa de mi dios. ¿Es que no os dais cuenta de que yo soy más
poderoso que vuestro Dios y que tengo vuestras vidas en mis manos?” ¡Qué
situación tan difícil! Nabucodonosor les ha dado una oportunidad: “Si adoráis la
estatua estoy dispuesto a perdonaros y olvidar el asunto en este mismo instante;
pero si no lo hacéis, seréis castigados y no con cualquier castigo: seréis arrojados
en un horno de fuego ardiente”.
¿No es esta la situación a la que debemos enfrentarnos cada día? Tal vez no en
circunstancias tan dramáticas como estas, pero el mundo también hace promesas
y amenazas: “Si haces lo que dice el mundo te irá bien; si decides obedecer a
Dios antes que a los hombres tendrás que pagar el precio”. Sadrac, Mesac y
Abed-Nego decidieron pagarlo.
La reacción de los jóvenes
Sadrac, Mesac y Abed-nego respondieron al rey Nabu codonosor, diciendo: No es necesario que te
respondamos
sobre este asunto. He aquí nuestro Dios a quien servimos puede librarnos del horno de fuego
ardiendo; y de tu mano, oh rey, nos librará. Y si no, sepas, oh rey, que no serviremos a tus dioses, ni
tampoco adoraremos la estatua que has levantado (vv. 16-18).
Hay tres cosas que debemos notar en la respuesta que estos jóvenes dieron al
rey.
En primer lugar, su valentía. En ningún momento negaron la acusación ni
titubearon; tampoco pidieron tiempo para pensar lo que iban a hacer, no
suplicaron pidiendo misericordia ni trataron de excusarse: “No es necesario que
te respondamos sobre este asunto”. En otras palabras: “Los cargos son
verdaderos. No tenemos ninguna defensa que hacer, no tenemos ninguna excusa
que presentar. ¿Preguntas si es verdad lo que estos hombres dicen sobre
nosotros? Sí, es verdad, totalmente cierto; no nos hemos postrado ante la imagen
ni estamos dispuestos a hacerlo en el futuro”. ¡Qué ejemplo de coraje! ¡Cuánta
falta hacen en el día de hoy jóvenes y adultos así! Hombres y mujeres que no
comprometan sus principios bajo ninguna circunstancia, aunque les corten la
cabeza. Vivir en santidad exige, necesariamente, esa clase de coraje.
Cuando Josué estaba a punto de entrar en la Tierra Prometida, Dios le dice:
Solamente esfuérzate y sé muy valiente, para cuidar de hacer conforme a toda la ley que mi siervo
Moisés te mandó; no te apartes de ella ni a diestra ni a siniestra, para que seas prosperado en todas
las cosas que emprendas […]. Mira que te mando que te esfuerces y seas valiente; no temas ni
desmayes, porque Jehová tu Dios estará contigo en dondequiera que vayas (Josué 1:7-9).
Se requiere valor para obedecer la ley de Dios, pero ese valor solo es posible
para aquellos que ven a Dios en medio de las circunstancias y le temen más a Él
que a los hombres.
Estos jóvenes no tenían temor de Nabucodonosor, ¿sabes por qué? Porque los
controlaba el temor de Dios. El rey de Babilonia podía arrojarlos en un horno de
fuego ardiente, sin embargo, no podía hacer nada más. Pero hay otro Rey que es
el Amo, Dueño y Señor del universo y ese sí que debe ser temido, amado,
servido y adorado. Delante de ese gran Rey, Nabucodonosor era menos que
nada.
En Isaías 8:11-13 dice el Profeta: Porque Jehová me dijo de esta manera con
mano fuerte, y me enseñó que no caminase por el camino de este pueblo,
diciendo: No llaméis conspiración a todas las cosas que este pueblo llama
conspiración; ni temáis lo que ellos temen, ni tengáis miedo. A Jehová de los
ejércitos, a él santificad; sea él vuestro temor, y él sea vuestro miedo.
Esta es la versión veterotestamentaria de Mateo 10:28: “Y no temáis a los que
matan el cuerpo, mas el alma no pueden matar; temed más bien a aquel que
puede destruir el alma y el cuerpo en el infierno”. Mi amigo, ¿a quién le temes
tú? Todo el mundo le teme a algo. Aquí no estamos hablando de ser temerarios y
no tener ningún temor, sino de ser sabios y temer a quien debe ser temido;
porque es de ese temor a Dios que emana el coraje y la valentía para no tener
temor a los hombres.
¿Estás cediendo aquí y allá porque en ciertas circunstancias te dejas controlar
por el temor a los hombres? ¿Estás comprometiendo tus convicciones por miedo
a que se burlen de ti? ¿Acaso te estás postrando ante el mundo para no ser
arrojado en el horno de fuego del desprecio?
“El temor del hombre pondrá lazo”, dice Proverbios 29:25. Estos jóvenes
tuvieron el coraje necesario para no ceder. Tuvieron el coraje suficiente de tener
convicciones y vivir por ellas.
Pero estos jóvenes no mostraron valentía únicamente, sino también fe: “He
aquí que nuestro Dios a quien servimos puede librarnos del horno de fuego
ardiendo…” (v. 17). Sadrac, Mesac y Abed-Nego estaban plenamente
convencidos de que Dios tenía poder para librarlos del horno de fuego. “Tú
dices, oh rey, que ningún Dios puede librarnos de tu mano, pero el nuestro sí
puede porque es todopoderoso”. Y si acaso les tocaba morir, comoquiera serían
librados del poder terrenal de Nabucodonosor: “Y de tu mano, oh rey, nos
librará”. Estos jóvenes creían en Dios, confiaban en Él; pero sobre todas las
cosas habían determinado de corazón serle fieles. Ellos sabían que Dios podía
tener otros planes, pero aun así estaban dispuestos a someterse a Su voluntad,
cualquiera que esta fuese: “Y si no, sepas, oh rey, que no serviremos a tus dioses,
ni tampoco adoraremos la estatua que has levantado” (v. 18). Mostraron coraje,
mostraron fe, mostraron fidelidad.
Creían de todo corazón que Dios podía librarlos, pero si Él determinaba otra
cosa aceptarían, con gozo, sus designios. Lo que no iban a hacer de ninguna
manera era adorar la estatua de oro. “Él sabe lo que debe hacer en esta
circunstancia y tomará la mejor decisión. Si nos deja vivos, seguiremos
sirviéndole y viviendo para Su gloria; y si permite que tú nos quites la vida, oh
rey, partiremos a Su presencia con gozo porque estaremos con Él por los siglos
de los siglos. Sea de un modo u otro estaremos bien”. No temían ni a
Nabucodonosor ni a la muerte, ¿cómo se les podía forzar a hacer lo malo delante
de Dios? De ninguna manera: “Aunque Dios decida no librarnos del horno de
fuego, no serviremos a tus dioses ni tampoco adoraremos la estatua que has
levantado”.
Debemos hacer lo que debemos hacer y dejar las consecuencias en manos de
Dios. Como dice Stuart Olyot en su comentario de Daniel: “Si hacer lo recto
significa que somos arruinados, eso es asunto de Dios. Las consecuencias están
en Sus manos, pero el deber está en las nuestras. Nuestro negocio en esta vida es
hacer lo que a Él le agrada, sin importar el costo, sin importar lo que venga”2.
Esto nos lleva a nuestro tercer punto. Ya hemos visto la prueba y la respuesta
de la fe; veamos ahora, en tercer lugar…
LAS CONSECUENCIAS DE LA FIDELIDAD
El capítulo concluye con tres escenas: la ira del rey, la intervención de Dios y
la reacción de Nabucodonosor.
La reacción de Nabucodonosor
Entonces Nabucodonosor dijo: Bendito sea el Dios de ellos, de Sadrac, Mesac y Abed-nego, que
envió su ángel y libró a sus siervos que confiaron en él, y que no cumplieron el edicto del rey, y
entregaron sus cuerpos antes que servir y adorar a otro dios que su Dios. Por lo tanto, decreto que
todo pueblo, nación o lengua que dijere blasfemia contra el Dios de Sadrac, Mesac y Abed-nego,
sea descuartizado, y su casa convertida en muladar; por cuanto no hay dios que pueda librar como
éste. Entonces el rey engrandeció a Sadrac, Mesac y Abed-nego en la provincia de Babilonia (vv.
28-30).
El mismo hombre que había dicho anteriormente con arrogancia “¿y qué dios
será aquel que os libre de mis manos?”, ahora se ve forzado a reconocer que el
Dios en el cual estos jóvenes confían es digno de todo honor y reverencia: “Por
cuanto no hay dios que pueda librar como éste”. Este capítulo nos permite
vislumbrar lo que ha de ocurrir al final de los tiempos: la Biblia dice que toda
rodilla se doblará y toda lengua confesará que Jesucristo es el Señor, para la
gloria de Dios el Padre (Filipenses 2:9-11). He aquí un preámbulo de lo que
ocurrirá en aquel día.
Toda soberbia será abatida, toda arrogancia será aplastada, porque todos
tendrán que postrarse y reconocer que nuestro Dios es Dios. Esto es tan seguro
como que la noche sigue al día. Nabucodonosor tuvo que bendecir a final de
cuentas al Dios de Sadrac, Mesac y Abed-Nego. Aunque no se convirtió, una vez
más fue humillado delante de Él.
El mundo no puede hacer ningún daño permanente a aquellos que confían en
ese Dios. Sus amenazas son completamente infundadas si van dirigidas contra
aquellos que, por medio de la fe en Jesucristo, han venido a refugiarse bajo las
alas del Dios de Daniel y sus amigos. ¿Es ese Dios tu Dios? ¿A quién adoras tú?
¿A la estatua de oro que el mundo ha levantado —el dinero, la fama, el placer, tu
propio yo— o al único Dios vivo y verdadero que vemos en plena acción en esta
historia? Porque ese Dios no ha cambiado; Él sigue siendo digno de nuestro
amor reverente, de nuestra adoración y de nuestra obediencia.
Ese Dios es tu Creador y algún día tendrás que presentarte delante de Él para
ser juzgado. Pero un sinnúmero de hombres, mujeres, jóvenes y niños se
presentarán en ese juicio sin temor alguno, porque el mismo que estuvo con esos
jóvenes en el horno de fuego estará con ellos como su Representante.
Cristo dice en Juan 5:24: “De cierto, de cierto os digo: El que oye mi Palabra,
y cree al que me envió, tiene vida eterna; y no vendrá a condenación, mas ha
pasado de muerte a vida”. El que oye la Palabra y cree no tiene nada que temer,
porque Cristo pagó por todos sus pecados en la cruz del Calvario.
Quiera Dios que muchos obtengan hoy, por la fe, el perdón de sus pecados y el
don de la vida eterna. Entonces comenzarán a comprender algo del coraje que
estos jóvenes manifestaron, porque comenzarán a tener comunión cercana con el
Dios al que ellos conocían y en el cual confiaban.
1Robinson, T.: The Preacher’s Homiletic Commentary, “Daniel”, p. 62 (Baker
Book House).
2Olyot, Stuart: Dare to Stand Alone, p. 44 (Evangelical Press, 1982).
Y entrando él en la barca, sus discípulos le siguieron. Y he aquí que se levantó
en el mar una tempestad tan grande que las olas cubrían la barca; pero él dormía.
Y vinieron sus discípulos y le despertaron diciendo: ¡Señor, sálvanos, que
perecemos! Él les dijo: ¿Por qué teméis, hombres de poca fe? Entonces,
levantándose, reprendió a los vientos y al mar; y se hizo grande bonanza. Y los
hombres se maravillaron, diciendo: ¿Qué hombre es éste, que aun los vientos y
el mar le obedecen?
(Mateo 8:23-27)
CAPITULO 5. ¿Dónde está vuestra fe?
a Palabra de Dios nos enseña que la vida cristiana es, de principio a fin, una
vida de fe. Se inicia por medio de un acto de fe y, luego, continúa por fe. Dice
Pablo en 2 Corintios 5:7 que es por fe que andamos, no por vista. La fe es un
elemento vital para el creyente. Sin ella, nos dice el autor de la carta a los
Hebreos “es imposible agradar a Dios” (Hebreos 11:6).
Ahora bien, la enseñanza de la Escritura concerniente a la fe contiene cierto
elemento de misterio y de paradoja. Por un lado, se nos dice que la fe es un
regalo de Dios. En el conocido pasaje de Efesios 2:8-9, Pablo no solo declara
que es por gracia que somos salvos “por medio de la fe”, sino que luego añade:
“Y esto no de vosotros, pues es don de Dios; no por obras para que nadie se
gloríe”. Todo lo necesario para ser salvos, incluyendo la fe como el medio
instrumental de la justificación, es un don de Dios; de manera que el creyente no
puede gloriarse en el hecho de haber ejercido fe. Sin embargo, la Escritura
también enseña que el creyente es responsable de ejercer y fortalecer la fe que
Dios le ha obsequiado por gracia. Es Dios quien da la fe, pero somos nosotros
quienes debemos creer. En su discurso del Aposento Alto, el Señor dice a sus
discípulos: “No se turbe vuestro corazón; creéis en Dios, creed también en mí”.
Y en Efesios 6:16 Pablo nos exhorta a tomar el escudo de la fe, “con que podáis
apagar — dice— todos los dardos de fuego del maligno”.
De modo que ejercer fe es parte de nuestra responsabilidad como cristianos.
Lamentablemente, esta sencilla verdad de las Escrituras muchas veces se pasa
por alto, sobre todo cuando estamos en medio de una prueba, como ocurrió con
los discípulos del Señor en la ocasión narrada por Mateo en el capítulo 8 de su
Evangelio, en los versículos 23 al 27. Esta historia contiene profundas verdades
en lo tocante al ejercicio de la fe en medio de la adversidad. Los Evangelistas
nos cuentan que el Señor deseaba cruzar desde el lado occidental del mar de
Galilea —que es el más agitado— al lado oriental. Marcos nos dice que estaba
anocheciendo, y que ellos se llevaron a Cristo “como estaba”; es decir, “cansado,
agotado, necesitado de descanso y sueño”1. Se proponían cruzar al otro lado en
un pequeño bote como el que usaban los discípulos para pescar. El mar de
Galilea es relativamente pequeño: de unos 19 km de largo y 11 de ancho. De
manera que el viaje hubiese podido ser rápido y sin ningún contratiempo, a no
ser por la particularidad de que el mar de Galilea se encuentra a unos 210 metros
bajo el nivel del mar; cuando las corrientes frías bajan del monte Hermón —a
3000 m de altura— y chocan con el aire caliente del lago, se pueden formar
repentinamente fuertes tormentas que son un verdadero peligro aun para
navegantes expertos.
Esto pudo ser lo que ocurrió esa noche. Repentinamente el cielo se vuelve
totalmente negro, el mar se agita de tal manera que “las olas cubrían la barca”
(Marcos 8:24) y, por si fuera poco, el Señor está durmiendo plácidamente en la
popa de la pequeña embarcación. Indudablemente Dios estaba poniendo a
prueba la fe de los discípulos. ¿Cómo debe reaccionar un creyente en una
situación como esa? A la luz de este relato podemos aprender grandes lecciones
al respecto. Pero antes, detengámonos a considerar lo que este pasaje nos enseña
acerca de las pruebas en sí.
LA NATURALEZA DE LAS PRUEBAS
Las pruebas son controladas y enviadas por Dios
Como hemos dicho ya, no era nada extraño que en este mar se formaran
tormentas repentinas; pero Dios tiene el control de Su Creación, incluyendo los
fenómenos de la Naturaleza. El Salmista nos dice, en el Salmo 135:7, que es
Dios quien “hace subir las nubes de los extremos de la tierra; hace los
relámpagos para la lluvia; saca de sus depósitos los vientos”. Él pudo impedir
que se levantara esa tormenta, pero no lo hizo. Más bien usó de Su poder para
que sucediera. También es cierto que el Señor estaba realmente agotado y
cansado. No estaba simulando estar dormido; aunque era el Hijo de Dios,
también era el Hijo del Hombre y, en Su humanidad, el sueño lo venció. Pero
esto también estaba contemplado dentro del plan de Dios: todos los elementos de
esta prueba estaban bajo Su control soberano.
El saber que las pruebas nacen en el trono mismo de Dios debe ser un gran
consuelo para nosotros en medio de la aflicción. Cuando Noemí regresó a su
patria, pudo decir con toda certeza: “El Todopoderoso me afligió”, como leemos
en Rut 1:21. Cuando la esposa de Job se desesperó en medio de la aflicción, este
hombre de Dios formuló una pregunta llena de sabiduría y de fe: “¿Recibiremos
de Dios el bien, y el mal no lo recibiremos?”2. Job era plenamente consciente
del control soberano de Dios cuando las cosas salen bien y cuando salen mal:
“Jehová dio, Jehová quitó, sea el nombre de Jehová bendito”3. No somos
víctimas de un destino ciego o de fuerzas misteriosas e irracionales. En medio de
cualquier circunstancia aflictiva podemos decir, al igual que David en el Salmo
119:75: Yo sé, Señor, que tus juicios son justos, y que conforme a tu fidelidad
me has afligido.
Y es que Dios no solo nos concede la fe, sino que también nos prueba con
miras al fortalecimiento de dicha fe. Ten por cierto, mi hermano, que tu fe será
probada, que en ocasiones se levantarán grandes tempestades a tu alrededor, y
verás como las aguas comienzan a llenar tu barca.
Y para colmo de males, algunas veces parecerá que Dios no está haciendo
nada al respecto; como si Él estuviese mirando hacia otro lugar, mientras
nosotros estamos a punto de perecer. Muchos hombres de Dios han
experimentado esa sensación de abandono por parte de Dios cuando han tenido
que enfrentar grandes pruebas y dificultades. David exclama en el Salmo 10:1:
“¿Por qué estás lejos, oh Jehová, y te escondes en el tiempo de la angustia?”. Y
en otro lugar escribió: “Despierta; ¿por qué duermes, Señor? Despierta, no te
alejes para siempre. ¿Por qué escondes tu rostro, y te olvidas de nuestra
aflicción?”4. ¿Acaso no escuchamos en estas palabras el eco de nuestro propio
corazón? Los creyentes no están exentos de experimentar esta sensación de
abandono de parte de Dios y llegar a pronunciar las palabras que Isaías pone en
boca de Sion: “Me dejó Jehová y el Señor se olvidó de mi”; pero entonces Dios
pregunta a través de su profeta: “¿Se olvidará la mujer de lo que dio a luz para
dejar de compadecerse del hijo de su vientre?”. Y si aun fuese posible que algo
como eso llegara a suceder, “aunque olvide ella yo nunca me olvidaré de ti”
(Isaías 49:14-15). Dios nunca abandona a sus hijos, ni en tiempos de prueba ni
en tiempos de prosperidad.
Las pruebas vienen repentinamente sobre nosotros
Cuando los discípulos entraron en la barca esa noche, nada les presagiaba la
terrible adversidad por la que pasarían unos minutos más tarde; pero “he aquí
que se levantó en el mar una tempestad tan grande que las olas cubrían la barca”.
La expresión “he aquí” puede traducirse también como “de pronto”,
“repentinamente”. Esto no fue algo que ellos pudieron prever. Las pruebas
suelen llegar de manera repentina. Santiago 1:2 nos dice en su carta que
debemos tener por sumo gozo cuando nos hallemos en diversas pruebas; y la
idea que transmite el original es la de un suceso que puede llegar a nuestras
vidas en cualquier momento, sin previo aviso. En el momento menos pensado
podemos encontrarnos en medio del dolor y de la aflicción.
Las pruebas sacan a flote nuestras corrupciones
En Mateo 8:1-22 vemos que, antes de este incidente en la barca, los discípulos
habían contemplado al Señor obrar milagros portentosos; Cristo sanó a un
leproso, al criado de un centurión, a la suegra de Pedro… Podemos suponer que
los discípulos sentían tener en ese momento una fe robusta e inquebrantable.
Mientras otros veían las demandas del Señor como demasiado altas, ellos
estaban dispuestos a seguirle. ¿Pero cuán fuerte era esa fe realmente? Eso solo
podría manifestarse en medio de la prueba.
En el corazón del cristiano conviven la gracia y el pecado, que aún mora en
nosotros. Yacen tan profundamente en el corazón que no resulta un trabajo fácil
conocer el verdadero estado del alma… hasta que viene la prueba. Abraham no
sabía cuán fuerte y vigorosa era su fe hasta que Dios lo probó pidiéndole a su
hijo. Así probó Dios a Ezequías con los mensajeros de Babilonia, y de esa
manera hizo que se manifestara el orgullo que estaba escondido en lo más
profundo de su corazón. Es en medio de la prueba que conocemos el estado real
de nuestras almas. Las aflicciones son una especie de radiografía espiritual. Dice
1 Pedro 1:7 que Dios nos prueba como al oro, en el horno de fuego. El oro se
prueba en el fuego, un fuego tan ardiente que la materia se licua y hace que la
basura suba a la superficie; el orfebre, entonces, separa la escoria del material
precioso hasta que su rostro se refleja en la superficie dorada. Dios purifica a los
creyentes en el horno de la aflicción porque ahí es donde se revela el verdadero
estado del corazón.
Las pruebas nos recuerdan cuán dependientes somos de Dios Estos hombres
eran pescadores experimentados, probablemente acostumbrados a estar en
situaciones similares a estas. Sin embargo, aquí los vemos llenos de temor y
necesitados de la ayuda del Señor. Dios usa las pruebas para librarnos de la
confianza que solemos tener en nosotros mismos y llevarnos a descansar
únicamente en Él. En 2 Corintios 1:8-9 vemos ese proceso obrando en el corazón
de Pablo y de sus acompañantes:
Porque hermanos, no queremos que ignoréis acerca de nuestra tribulación que nos sobrevino en
Asia; pues fuimos abrumados sobremanera más allá de nuestras fuerzas, de tal modo que aun
perdimos la esperanza de conservar la vida. Pero tuvimos en nosotros mismos sentencia de muerte,
para que no confiásemos en nosotros mismos, sino en Dios que resucita a los muertos.
Todos tenemos una fuerte tendencia a confiar en nosotros mismos. Y nunca
somos más débiles y vulnerables que cuando nos atrapa el sentimiento engañoso
de que podemos hacer las cosas con nuestras propias fuerzas. Muchos han
quedado atrapados por el pecado, creyendo que tenían la capacidad y la fuerza
de soportar las tentaciones. De hecho, Pablo parece reconocer implícitamente en
este pasaje que él mismo corría ese peligro de confiar en sus propias fuerzas y
capacidades. Pero Dios hizo uso de esta tribulación que le sobrevino en Asia,
donde fueron abrumados más allá de sus fuerzas, para que no confiaran en sí
mismos. Cuando estamos en medio de las pruebas percibimos más claramente
cuán frágiles somos; y es la conciencia de nuestra fragilidad la que nos lleva de
la mano a ampararnos en nuestro Dios.
Es por esto que Pablo se gloriaba en sus debilidades, porque ese era el medio
usado por Dios para llevarlo a ampararse únicamente en Su poder:
Por tanto, de buena gana me gloriaré más bien en mis debilidades, para que repose sobre mí el
poder de Cristo. Por lo cual, por amor a Cristo me gozo en las debilidades, en afrentas, en
necesidades, en persecuciones, en angustias; porque cuando soy débil, entonces soy fuerte5.
Mi amado hermano, nunca eres más fuerte en tu vida cristiana que cuando en
medio del dolor y la aflicción sientes que se acaban tus fuerzas, y entonces te
amparas en el poder de la gracia de Dios. Siempre somos débiles, pero no
siempre somos conscientes de nuestra propia debilidad. Las pruebas son un
poderoso recordatorio de que separados de Cristo y de Su gracia nada podemos
hacer.
Salmo 44:23-24
4
5
2 Corintios 12:9-10
6Lloyd-Jones, Martyn, op. cit., p. 143.
7MacArthur, John: Matthew 8-15, p. 35 (Moody Press, 1987).
8
1 Pedro 1:23-25
Les refirió otra parábola, diciendo: El reino de los cielos es semejante a un
hombre que sembró buena semilla en su campo; pero mientras dormían los
hombres, vino su enemigo y sembró cizaña entre el trigo, y se fue. Y cuando
salió la hierba y dio fruto, entonces apareció también la cizaña. Vinieron
entonces los siervos del padre de familia y le dijeron: Señor, ¿no sembraste
buena semilla en tu campo? ¿De dónde, pues, tiene cizaña? Él les dijo: Un
enemigo ha hecho esto. Y los siervos le dijeron: ¿Quieres, pues, que vayamos y
la arranquemos? Él les dijo: No, no sea que al arrancar la cizaña, arranquéis
también con ella el trigo. Dejad crecer juntamente lo uno y lo otro hasta la
siega; y al tiempo de la siega yo diré a los segadores: Recoged primero la
cizaña, y atadla en manojos para quemarla; pero recoged el trigo en mi
granero.
(Mateo 13:24-30)
Entonces, despedida la gente, entró Jesús en la casa; y acercándose a él sus
discípulos, le dijeron: Explícanos la parábola de la cizaña del campo.
Respondiendo él, les dijo: El que siembra la buena semilla es el Hijo del
Hombre. El campo es el mundo; la buena semilla son los hijos del reino, y la
cizaña son los hijos del malo. El enemigo que la sembró es el diablo; la siega es
el fin del siglo; y los segadores son los ángeles. De manera que como se arranca
la cizaña, y se quema en el fuego, así será en el fin de este siglo. Enviará el Hijo
del Hombre a sus ángeles, y recogerán de su reino a todos los que sirven de
tropiezo, y a los que hacen iniquidad, y los echarán en el horno de fuego; allí
será el lloro y el crujir de dientes. Entonces los justos resplandecerán como el
sol en el reino de su Padre. El que tiene oídos para oír, oiga.
(Mateo 13:36-43)
CAPITULO 6. La tensión entre el “ya” y el
“todavía no”
lguien dijo que se puede llamar a la Biblia, con toda propiedad, el libro que
trata sobre la venida del Reino de Dios. Ese es el gran tema que encontramos en
las páginas de las Escrituras de principio a fin: la obra de Dios a través de la
Historia para que el Paraíso perdido por la entrada del pecado venga a ser el
Paraíso recobrado. Ahora bien, cuando habl amos del Reino de Dios no debemos
asociarlo primariamente con un territorio o lugar geográfico, sino con el
gobierno de Dios sobre todas las cosas creadas; con el ejercicio de Su poder y
autoridad como Rey sobre Su reino. Es por eso que la Biblia habla de los
creyentes como ciudadanos que ya pertenecen a ese Reino y disfrutan de sus
beneficios. Un creyente es alguien que, por el poder de Dios, ha venido a
sujetarse voluntariamente a Su gobierno y, por lo tanto, pertenece al Reino de
Dios sin importar el territorio donde viva.
Pablo dice en Colosenses 1:13 que el creyente ha sido librado de la potestad de
las tinieblas y trasladado al Reino del Hijo amado de Dios. De manera que el
Reino es una realidad presente que los cristianos ya disfrutamos aquí y ahora.
Sin embargo, en el Nuevo Testamento también se habla del Reino de Dios como
algo de lo que participaremos en el futuro. Por ejemplo, en Gálatas
5:21 el apóstol Pablo advierte que “los que practican tales cosas [las obras de
la carne] no heredarán el reino de Dios”. Y en 1 Corintios 6:9-11, en un tono
similar, escribe:
¿No sabéis que los injustos no heredarán el reino de Dios? No erréis; ni los fornicarios, ni los
idólatras, ni los adúlteros, ni los afeminados, ni los que se echan con varones, ni los ladrones, ni los
avaros, ni los borrachos, ni los maldicientes, ni los estafadores, heredarán el reino de Dios.
El hecho de que el Señor echara fuera los demonios por el poder del Espíritu
de Dios era una prueba de que, con Su ministerio, había quedado inaugurado el
Reino de Dios.
Pero es aquí precisamente donde la enseñanza de Jesús no parece encajar con
la de Juan el Bautista, debido a que este contemplaba el Reino de Dios desde la
perspectiva de los profetas del Antiguo Testamento: como un evento que sería
inaugurado con la llegada del Mesías y que traería inmediatamente la bendición
final de los justos y el castigo de los injustos, sin ningún espacio de tiempo entre
la llegada del Reino y su desenlace. Dos montañas pueden estar muy separadas
entre sí por un ancho valle, pero si las contemplamos desde lejos una detrás de la
otra puede darnos la impresión de que sus dos picos están cerca; solo
observándolas desde arriba podríamos ver el inmenso valle que las separa. Juan
el Bautista contempló la venida del Reino de Dios como los dos picos que se
siguen inmediatamente el uno del otro. ¿Pero qué sucedió? Que el Mesías vino,
fue bautizado por el mismo Juan y nada de lo que este había anunciado tuvo
lugar. Por el contrario, unos meses después Juan fue encarcelado por el rey
Herodes al haber denunciado su pecado de adulterio y, como es fácil suponer,
esto trajo un fuerte conflicto interno en Juan el Bautista: “Si Cristo es el Mesías
—se diría—, y el Reino de Dios ha llegado, entonces ¿por qué los injustos
continúan en el mundo? Y lo que es peor aún, ¿por qué continúan teniendo
dominio sobre los justos? ¿Cómo puede ser esto posible?”.
Fue este conflicto lo que dio lugar a la escena que encontramos en Mateo
11:2-3: “Y al oír Juan, en la cárcel, los hechos de Cristo, le envió dos de sus
discípulos, para preguntarle: ¿Eres tú aquel que había de venir, o esperaremos a
otro?”. Después de bautizar a Cristo y haber proclamado que Él era el Mesías,
ahora lo vemos lleno de dudas y confusión. ¿Por qué? Porque estaba en prisión y
ese era el último lugar donde él esperaba estar después de la llegada del Reino de
Dios. Juan no estaba dudando de las Escrituras ni de las promesas de Dios, pero
estaba confundido y quería que Cristo mismo aclarara su confusión. Los hechos
no encajaban con su perspectiva profética.
Para aquietar el corazón de Juan, Cristo presenta a sus discípulos las pruebas
de Su mesiazgo: “Respondiendo Jesús, les dijo: Id, y haced saber a Juan las
cosas que oís y veis. Los ciegos ven, los cojos andan, los leprosos son limpiados,
los sordos oyen, los muertos son resucitados, y a los pobres es anunciado el
evangelio; y bienaventurado es el que no halle tropiezo en mí” (Mateo 11:4-6).
Juan sabía, por las profecías del Antiguo Testamento, que esas obras eran
algunas de las marcas que identificarían al Mesías.
Ahora bien, muchos de los discípulos de Cristo habían sido previamente
discípulos de Juan el Bautista. Por consiguiente, era muy probable que ellos
tuviesen la misma confusión de su maestro; y es en ese contexto que el Señor les
revela en Mateo 13 “los misterios del reino de los cielos”. Ese es el trasfondo de
la parábola del trigo y la cizaña. Ellos esperaban la llegada del Reino de Dios y
sabían que en ese Reino los injustos serían separados de los justos así como se
separa la paja del trigo. El trigo sería guardado en el granero y la paja se
quemaría en el fuego. ¿Pero qué sucedió? El Mesías vino, proclamó la llegada
del Reino, pero los malos continuaban reinando y persiguiendo a los justos.
Incluso su antiguo maestro, Juan el Bautista, estaba en la cárcel por órdenes del
rey Herodes. Estos hombres necesitaban urgentemente una explicación, y eso es
lo que el Señor les ofrece en estas parábolas.
Habiendo visto el problema de la parábola y su trasfondo, veamos ahora, en
tercer lugar, su interpretación.
LA INTERPRETACIÓN DE ESTA PARÁBOLA
Dijo también el Señor: Simón, Simón, he aquí Satanás os ha pedido para zarandearos como a trigo;
pero yo he rogado por ti, que tu fe no falte; y tú, una vez vuelto, confirma a tus hermanos (Lucas
22:31-32).
Este es uno de los pasajes del Nuevo Testamento que revela con más claridad
el hecho de que la vida cristiana se desenvuelve en un campo de batalla; estamos
enfrascados en una lucha espiritual que en ocasiones puede llegar a ser agónica.
Tenemos en contra nuestra a un enemigo feroz, a quien la Biblia llama Diablo y
Satanás, y acerca de quien el mismo apóstol Pedro dijo en su primera carta que
“como león rugiente, anda alrededor buscando a quien devorar” (1 Pedro 5:8).
El Apóstol conoció por experiencia propia el peligro de subestimar a este
enemigo y, precisamente por eso, advierte a sus lectores, para que no pasen por
la misma experiencia que él pasó. El Señor le había advertido del peligro, pero
no hizo caso, a pesar de la vehemencia y solemnidad que Cristo puso en sus
palabras: “Simón, Simón” —una repetición del nombre usada aquí para enfatizar
la preocupación de Cristo por Su discípulo—; “he aquí Satanás os ha pedido…”.
Satanás no puede actuar sin el permiso de Dios para tocar a ninguna de Sus
criaturas, mucho menos para tocar a uno de los Suyos. Su deseo malvado es
acabar con el pueblo de Dios, levantar persecuciones contra ellos, seducirlos a
pecar y a rebelarse de alguna manera contra la autoridad de Dios; pero no puede
hacer eso a menos que Dios se lo permita. Esa es una de las enseñanzas que
podemos extraer de la historia de Job. Satanás pidió permiso a Dios para tocar a
Job y Dios se lo concedió (cf. Job 1:6-12). Hay un misterio envuelto en todo
esto, pero es una realidad. Existe una lucha espiritual que nuestros ojos no
pueden ver y que nuestras mentes finitas no pueden comprender del todo.
No obstante, al menos sabemos dos cosas que deben servirnos de alivio y
consuelo en medio de la lucha. En primer lugar, que todas las cosas y todos los
seres, incluyendo a Satanás, se encuentran bajo el control soberano de Dios; y,
en segundo lugar, que todas las cosas son gobernadas por Él para Su gloria y el
bien de Su pueblo. Puede ser que al principio no parezca así; pero al final de la
Historia veremos que el propósito maestro de Dios se llevó a cumplimiento en
todas las cosas. Todas serán para Su gloria y para nuestro bien, incluyendo el
ataque del maligno.
Ahora bien, nota que he dicho que estas cosas deben ser motivo de alivio y
consuelo para el creyente, pero no que deben ser motivos de descuido. La caída
de Pedro quedó registrada en las Escrituras, entre otras cosas, para que ningún
creyente tome a juego al contrincante contra el cual estamos luchando. Se trata
de un enemigo astuto y cruel, que tratará por todos los medios que tenga a su
alcance de acabar con nosotros.
Esa noche los discípulos pasarían por una prueba espantosa. Satanás
aprovecharía que Cristo no estaba físicamente cerca de ellos para probar su fe.
Así como el trigo se somete a sacudidas repetidas, rápidas y violentas para
limpiarlo, de la misma manera los discípulos serían sacudidos esa noche: “He
aquí Satanás os ha pedido [a todos vosotros] para zarandearos como a trigo”.
Todos ellos serían sometidos a esa prueba; sin embargo, el Señor advierte a
Pedro de manera particular: “Pero yo he rogado por ti, que tu fe no falte”. El
Señor no pidió que Pedro fuese relevado de la prueba, sino que su fe
prevaleciera hasta el fin. Las palabras de Cristo claramente dan a entender que
Dios le concedió a Satanás el permiso que pidió para zarandear a los discípulos,
pues oró al Padre por ellos para que fuesen preservados.
En Juan 17:6-19 vemos que el Señor oró por todos los discípulos esa noche.
Por todos ellos pidió que fuesen guardados por el Padre. Pero quiso hacer saber
al apóstol Pedro que él sería probado de una manera especial. Pedro era el líder
indiscutible de los Apóstoles, y por eso mismo Satanás lo atacaría a él más
despiadadamente que a los demás. Mientras más visible sea la posición de un
cristiano, más cuidado debe tener, porque probablemente será atacado con más
saña y crueldad. La caída de un cristiano prominente causa más daño y deshonra
al Evangelio que la caída de un cristiano común.
Ningún creyente debe descuidarse, porque la caída de cualquier cristiano es
una vergüenza para el evangelio de Cristo, más aún cuando se trata de alguien
que ha sido colocado en una posición de preeminencia. El Señor advierte a Pedro
que sería probado esa noche de una forma particular; pero no solo le advierte,
sino que también le promete su restauración: “Y tú, una vez vuelto, confirma a
tus hermanos” (v. 32b). Si había alguien que debía estar en guardia más
intensamente esa noche, era el apóstol Pedro. Las palabras de Cristo debieron
haber llenado su corazón de temor y temblor. Pero, lamentablemente, no fue así.
En cierto modo podemos decir que Pedro comenzó a caer desde el mismo
momento en que fue advertido.
LA REACCIÓN DE PEDRO A LA ADVERTENCIA DEL SEÑOR
¿Cómo reacciona Pedro ante las solemnes palabras del Señor?
Él le dijo: Señor, dispuesto estoy a ir contigo no sólo a la cárcel, sino también a la muerte. Y él le
dijo: Pedro, te digo que el gallo no cantará hoy antes que tú niegues tres veces que me conoces
(Lucas 22:33-34).
He aquí una buena ilustración de la enseñanza de las Escrituras acerca de que
el corazón es engañoso más que todas las cosas. Indudablemente Pedro no se
conocía a sí mismo. Con toda seguridad y confianza en su propio amor por
Cristo, tuvo la osadía de desestimar las palabras de este: “Aunque todos se
escandalicen de ti, yo nunca me escandalizaré […]. Aunque me sea necesario
morir contigo, no te negaré” (Mateo 26:33-35). Independientemente de lo que
los demás Apóstoles hicieran, él permanecería fiel. Pedro estaba seguro de su
propia integridad y de la realidad de su amor por Cristo. “Yo sé lo que siento por
Ti, Señor —se diría—, y sé que sería incapaz de cometer un acto de traición
semejante. Tal vez los otros te traicionen —yo no puedo hablar por ellos—, pero
en lo que a mí concierne puedes tener la seguridad de que nunca haría tal cosa.
Pueden meterme en la cárcel, torturarme o aun matarme, pero nada conseguirían
con eso. Yo nunca te negaría. Pase lo que pase seguiré siendo fiel a Ti, aunque
sea yo solo”.
¿Procedían estas palabras de un corazón arropado por la hipocresía o de un
corazón sincero? Pedro tendría que comerse sus palabras unas horas más tarde;
la pregunta que nos hacemos es si al pronunciarlas estaba siendo íntegro.
Personalmente pienso que sí. Pedro realmente amaba al Señor, lo amaba hasta
escandalizarse de pensar en la posibilidad de una traición. Hugh Martin dice al
respecto: “Sin lugar a dudas, Pedro quiso decir todo lo que dijo. Él no estaba
pretendiendo tener un amor hacia Jesús que en verdad no sentía… Ni estaba
haciendo promesas que no estuviera ansioso de cumplir. Más aún, nos
inclinaríamos a decir que nunca fue Pedro mas sincero ni estuvo nunca tan
consciente de la integridad de su amor hacia Jesús, que en ese preciso
momento”1.
Los sucesos de esa noche revelan que Pedro no era un hipócrita. Unas horas
antes de la advertencia de Cristo, los discípulos se sentaron a la mesa para comer
la Pascua; pero, como no había sirviente allí, y ninguno de ellos tomó la
iniciativa de lavar los pies de los demás, el Señor Jesucristo asume el papel de
siervo y comienza a lavar los pies de los discípulos que observan atónitos la
escena. Pero Pedro no podía quedarse callado; él no podía concebir que Aquel
que era el objeto de su admiración y de su gozo se postrara como un esclavo a
lavarle los pies. Podemos imaginar su cara de espanto cuando dice a Jesús:
“Señor, ¿tú me lavas los pies?” (Juan 13:6). Es como si estuviera diciendo “¿Tú,
mi Maestro y mi Señor, el Rey de la gloria, vas a lavarme los pies a mí, un
miserable y vil pecador?”.
El Señor le responde: “Lo que yo hago, tu no lo comprendes ahora; mas lo
entenderás después. Pedro le dijo: No me lavarás los pies jamás [‘ni en toda la
eternidad’, dice el texto literalmente]” (Juan 13:7). Alguien podría decir que
Pedro traspasó los límites del respeto y, en cierto modo, es verdad. ¿Pero acaso
no vemos también en este pasaje la reacción amante y sincera de un hombre
impetuoso? Cuando Cristo le dice a Pedro que si no se deja lavar no tendrá parte
con Él, su impetuosidad lo lleva entonces al otro extremo: “Le dijo Simón Pedro:
Señor, no sólo mis pies, sino también las manos y la cabeza” (Juan 13:9). “Lo
que fuese necesario, Señor, con tal de seguir contigo”. Pedro era sincero. Las
emociones que emanan de él con tanta naturalidad revelan a un verdadero
discípulo, no a un hipócrita.
Mas adelante, esa misma noche, estaban todos sentados en el Aposento Alto
comiendo la Pascua y, repentinamente, el Señor anuncia que entre ellos hay un
traidor: “De cierto, de cierto os digo, que uno de vosotros me va a entregar”
(Juan 13:21). Debemos suponer que esa noticia cayó como una bomba en medio
del grupo. Seguramente el anuncio los tomó por sorpresa; pero, entonces, todos
comenzaron a dudar de su propia integridad. Uno a uno, incluyendo a Pedro,
comenzaron a preguntar: “¿Acaso soy yo, Señor?”. Pero Cristo no les dio
respuesta. Ese no era el momento oportuno para revelar la identidad del traidor.
Sin embargo, Pedro no tenía temperamento para dejar las cosas así;
probablemente las dudas lo estaban matando.
Para entender lo que sucedió entonces debemos saber que en aquellos días las
personas no se sentaban a comer como nosotros lo hacemos hoy, sino que más
bien había una especie de mesa, no muy elevada del suelo, en la cual se
reclinaban a comer sentados sobre un cojín, con el codo apoyado en la mesa, de
manera que la cabeza de uno quedaba cerca del pecho del que estaba al lado.
Pedro aprovecha que Juan está al lado del Señor y, conociendo la intimidad que
había entre ellos, le hace señas para que pregunte a Cristo quién es el traidor. El
Señor le responde: “A quien yo diere el pan mojado, aquél es. Y mojando el pan,
lo dio a Judas Iscariote hijo de Simón” (Juan 13:26). Todo eso sucedió entre
susurros. Ninguno de los discípulos se percató de esa conversación, excepto
Juan, por supuesto, y muy probablemente Pedro.
Ellos conocieron la identidad del traidor antes que los demás. Pero el punto
que quiero resaltar aquí es la forma de actuar del Apóstol, típica de una persona
impetuosa, pero al mismo tiempo sincera. Pedro amaba al Señor —lo amaba
sinceramente— y lo sabía; por eso no podía soportar la idea de ser un traidor.
Las mismas palabras con que Cristo anunció su traición confirma lo que estamos
diciendo: “Pedro, yo he rogado por ti, que tu fe —la fe que tienes— no falte; por
eso, cuando vuelvas, cuando te recobres de tu caída, confirma a tus hermanos”.
Cristo mismo testificó de la sinceridad de Pedro.
¿Cuál fue su problema, entonces? ¿Cuál fue su pecado? Que amparado en su
propia sinceridad, se descuidó. El problema de Pedro fue exceso de confianza.
Como dice un comentarista, Pedro cometió el error de pensar que “su sinceridad
era la medida de su fortaleza”2: el error de creer que así como era de sincero, así
era de fuerte.
Mi hermano, no importa cuán sincero seas en tu amor por Cristo, no importa
cuán sinceramente desees vivir para Él, sigues siendo débil. Pablo dice a los
hermanos de Corinto que el que piensa que está firme, que vigile bien sus pasos,
no sea que caiga (1 Corintios 10:12). No te sientas seguro simplemente porque
eres sincero. Ese fue el error de Pedro; su sinceridad lo llevó a tener exceso de
seguridad. Esa noche Pedro se comportó como un hombre insensato, tan
insensato que no tuvo reparo alguno en contradecir las palabras de Cristo. El
Señor había dicho a Sus discípulos: “Todos os escandalizaréis de mí esta noche;
porque escrito está [¡el Señor se apoyó en la Escritura!]: “Heriré al pastor, y las
ovejas serán dispersadas” (Marcos 14:27).
Pero Pedro estaba tan seguro de su sinceridad que se atrevió a insinuar que
Cristo y la Escritura se habían equivocado: “Aunque todos se escandalicen, yo
no”. ¡No tuvo temor! El Señor apoyó su aseveración en una profecía bíblica
—“Así está escrito que sucediera”—, y ni aun así le hizo caso. Sin saber lo que
vendría sobre ellos esa noche comienza a proclamar su disposición a vencer
cualquier oposición que se presente.
Después de todo, él no era como los otros. Ellos sí que eran capaces de huir y
dejar solo al Señor, pero no él. Ni Satanás en persona podría hacerle sucumbir.
Detengámonos a considerar esto por un momento. Cristo le está diciendo a
Pedro que Satanás los ha pedido —a todos ellos— para zarandearlos como se
zarandea el trigo. Y Pedro le dice: “Que se cuiden estos porque, en lo que a mí
respecta, yo sé lo qué sería capaz de hacer por amor a Ti”. ¡Cuán insensatos
podemos llegar a ser cuando sucumbimos a la tentación de confiar en nosotros
mismos! Pedro estaba actuando como un necio y, por supuesto, cosechó el fruto
de su necedad. “Y él le dijo: Pedro, te digo que el gallo no cantará hoy antes que
tú niegues tres veces que me conoces” (v. 34). En otras palabras: “Antes de que
amanezca, tú me habrás negado tres veces. No solo negarás que eres uno de mis
discípulos. No. Negarás incluso que me conoces; y no una, sino tres veces”.
El canto del gallo fue una disposición amante de Cristo para la restauración de
Pedro. El Señor, que gobierna todas las cosas por Su providencia, tenía el control
aun de ese canto del gallo y, en su momento, lo usaría como una nota de
recordatorio. “No lo olvides, Pedro, antes de que el gallo anuncie la llegada del
alba, me negarás”. Más que ningún otro de los discípulos, Pedro debió tomar en
serio las palabras que el Señor pronunció, unos minutos después, en el huerto de
Getsemaní: “Velad y orad, para que no entréis en tentación” (Mateo 26:41). No
obstante, Pedro continuó en esa misma disposición de autoconfianza, y
finalmente cayó.
Habiendo visto, entonces, la advertencia del Señor, y la reacción de Pedro,
veamos ahora, en tercer lugar, su caída.
LA CAÍDA DE PEDRO
Y prendiéndole, le llevaron, y le condujeron a casa del sumo sacerdote. Y Pedro le seguía de lejos.
Y habiendo ellos encendido fuego en medio del patio, se sentaron alrededor; y Pedro se sentó
también entre ellos. Pero una criada, al verle sentado al fuego, se fijó en él, y dijo: También éste
estaba con él. Pero él lo negó, diciendo: Mujer, no lo conozco. Un poco después, viéndole otro, dijo:
Tú también eres de ellos. Y Pedro dijo: Hombre, no lo soy. Como una hora después, otro afirmaba,
diciendo: Verdaderamente también éste estaba con él, porque es galileo. Y Pedro dijo: Hombre, no
sé lo que dices (vv. 54-60).
J
cristiana — con esta declaración: “Casi toda la suma de nuestra sabiduría, que
de veras se deba tener por verdadera y sólida sabidu ría, consiste en dos
conoce a Dios. Ese es un deber que todo hombre tiene, por cuanto Dios se ha
Por la fe dejó a Egipto, no temiendo la ira del rey, porque se sostuvo como
viendo al Invisible.
(Hebreos 11:27)
CAPITULO 9. La decisión de Moisés
n la famosa obra de Shakespeare titulada El mercader de Venecia, la heroína es
una joven hermosa y rica heredera llamada Porcia a quien muchos hombres, de
noble cuna, pretenden. Sin embargo, su padre había puesto una prueba para
determinar cuál de ellos sería el hombr e más adecuado para casarse con su hija.
Todos debían escoger una opción entre tres cofres. El primero era de oro y en él
estaban escritas estas palabras: “Quien me elija obtendrá lo que muchos desean”;
este cofre tenía dentro una calavera. El segundo era de plata y decía en su
inscripción: “El que me elija obtendrá lo que merece”; dentro tenía el retrato de
un tonto. El tercero era de bronce y decía: “El que me elija tendrá que dar y
arriesgar todo lo que tiene”; en este se encontraba el retrato de Porcia y el que lo
eligiera se casaría con ella. Todos escogieron uno de los dos primeros cofres para
su propio perjuicio, con excepción de Basanio que escogió el de bronce y obtuvo
el derecho de casarse con la mujer que amaba.
La moraleja de la historia es clara: No debemos tomar decisiones guiados por
las apariencias, porque las cosas que realmente importan no se ven a simple
vista; el hombre sabio no toma decisiones basado en algo tan engañoso. Esa es la
lección que aprendemos de la vida de Moisés en Hebreos 11:24-27:
Por la fe Moisés, hecho ya grande, rehusó llamarse hijo de la hija de Faraón, escogiendo antes ser
maltratado con el pueblo de Dios que gozar de los deleites temporales del pecado, teniendo por
mayores riquezas el vituperio de Cristo que los tesoros de los egipcios; porque tenía puesta la
mirada en el galardón. Por la fe dejó a Egipto, no temiendo la ira del rey; porque se sostuvo como
viendo al Invisible (Hebreos 11:24-27).
Hebreos 11 es el gran capítulo neotestamentario de la fe, escrito a un grupo de
creyentes hebreos que estaban siendo tentados a abandonar la fe cristiana por la
presión que recibían de parte de sus hermanos de raza, quienes los tenían por
apóstatas de la verdadera fe.
Pero el autor de la carta les hace ver que todos los santos del Antiguo
Testamento se salvaron por la fe y que todas las grandes obras que hicieron
fueron motivadas por esa misma fe. En ese sentido el nuevo pacto no difiere del
antiguo. Pero también demuestra a través de estos ejemplos de las Escrituras que
la fe verdadera persevera en medio de las dificultades. El gran mensaje de
Hebreos 11 es que el peregrinaje de los creyentes nunca ha sido fácil y nunca lo
será; pero la fe los capacita para perseverar hasta el fin, aun a pesar de las
dificultades y tribulaciones.
Ese es el ejemplo que nos dejaron Abel, Enoc, Noé, Abraham, Isaac, Jacob,
José; y es el que vemos en la vida de Moisés, que es el que estaremos
considerando en esta ocasión a la luz de lo que se dice de él en el versículo 27:
“Por la fe dejó a Egipto, no temiendo la ira del rey, porque se sostuvo como
viendo al Invisible”.
En primer lugar veremos qué fue lo que hizo Moisés; en segundo lugar, por
qué hizo Moisés lo que hizo; y, en tercer lugar, cómo podemos imitarle en medio
de las circunstancias de nuestra vida.
¿QUÉ FUE LO QUE HIZO MOISÉS?
Nuestro texto dice que Moisés dejó Egipto; pero esto plantea de entrada una dificultad, y es el hecho de
que Moisés dejó Egipto en dos ocasiones. La primera como un fugitivo solitario, cuando se descubrió que
había matado a un egipcio que golpeaba a un israelita (Éxodo 2:14-15); mientras que la segunda ocurrió
unos cuarenta años más tarde, cuando Moisés regresa a Egipto para libertar al pueblo de Israel y sale con
ellos hacia la Tierra Prometida. ¿Cuál de estos dos episodios es el que el autor tiene en mente? Los
comentaristas están muy divididos al respecto, y tanto para una posición como para la otra nos presentan
argumentos de peso. Pero es posible que el autor de la carta haya dejado esta ambigüedad adrede debido a la
relación tan estrecha que guardan ambos eventos. Hubo un momento en el que Moisés decidió dejar a
Egipto e identificarse con sus hermanos de raza: “Por la fe Moisés dejó a Egipto”. No fue simplemente que
se mudó de localidad para irse a vivir a otro lugar; Moisés decidió dejar atrás la nación en la cual había sido
criado, su cultura, su estilo de vida y, como consecuencia de eso, en dos ocasiones tuvo que salir
literalmente de Egipto.
La palabra que la versión Reina-Valera traduce como “dejar” implica tanto un
movimiento físico como el abandono de algo. Es la misma palabra que aparece
en Lucas 5:28, donde se dice que Mateo estaba sentado en el banco de los
tributos públicos cuando Cristo le llamó para que lo siguiera, y “dejándolo todo,
se levantó y le siguió”. Mateo se fue detrás del Señor literalmente, pero también
abandonó la vida que había vivido hasta entonces. Fue en ese mismo sentido que
Moisés tomó la decisión de dejar a Egipto.
En ese punto de su vida Moisés se encontró ante una disyuntiva muy difícil: continuar como un egipcio
en el palacio de Faraón, tal vez con la posibilidad de llegar a sucederle en el trono algún día, o identificarse
con un pueblo esclavizado al cual solo le unían sus vínculos raciales, pero con el cual nunca había vivido.
¡Que decisión tan difícil! En Hechos 7:23 se nos dice que Moisés tenía en esos momentos 40 años de edad;
no era un muchacho impulsivo, sino un hombre maduro con una vida hecha en Egipto. Por otro lado, le
debía gratitud a la hija de Faraón, quien lo adoptó y lo crió como su hijo, con todas las ventajas que eso
seguramente había significado para él. Debemos suponer que la perspectiva de mantener una posición de
influencia debía ser muy atractiva para Moisés. Egipto era la nación más poderosa de la Tierra en aquellos
días, y aun si no llegaba a ser el próximo Faraón, Moisés tenía delante de sí una perspectiva segura de fama,
influencia y poder.
Pero a pesar de todo esto, “hecho ya grande, rehusó llamarse hijo de la hija de
Faraón” (v. 24). De golpe y porrazo renunció a su rango de honor, a sus títulos y
a su dignidad. Moisés era un hombre sujeto a pasiones iguales que las nuestras,
acostumbrado a mandar, a que le rindieran pleitesía, a ser el centro de atención;
durante cuarenta años había disfrutado la gloria de ser el nieto de Faraón, pero
en un momento dado decidió dejar todo eso atrás.
También renunció voluntariamente a una vida llena de placeres (v. 25). Egipto
era en aquellos días una tierra de intelectuales y artistas, un lugar donde se podía
disfrutar de una gran variedad de placeres sensuales, sobre todo en la corte de
Faraón; y eso no es algo que se abandona con facilidad. Muchas personas viven
por el placer y están dispuestas a hacer lo que sea con tal de obtener aquello que
disfrutan. Moisés tenía en Egipto todo lo que pudiera desear —y en abundancia
—, pero tomó la decisión de abandonarlo. También renunció a riquezas
incalculables (v. 26). Siendo nieto de Faraón, todos los tesoros de Egipto estaban
a su disposición; y eso no era cualquier cosa, como podemos ver en los
monumentos que los faraones construyeron y en las joyas que se han encontrado
en algunas de sus tumbas. No obstante, Moisés decidió deliberadamente dejar
Egipto. Todo aquello por lo que los hombres suspiran —lo que muchos
consideran que son las cosas más importantes de la vida— fue despreciado por
Moisés como algo sin valor. Y todo eso ¿a cambio de qué?
Hemos visto lo que Moisés abandonó; pero vamos a observar ahora lo que
escogió. En primer lugar, Moisés escogió sufrimientos y aflicciones. Él prefirió
“ser maltratado con el pueblo de Dios”, dice el versículo 25. Todos nosotros
rechazamos por naturaleza el dolor y el sufrimiento; esto es algo instintivo en el
ser humano. Si nos presentan dos cursos legítimos de acción, muy
probablemente escogeremos el menos desagradable y difícil; sin embargo
Moisés escogió la aflicción y el sufrimiento.
En segundo lugar, escogió la compañía de un pueblo despreciado y maltratado.
Acostumbrado a vivir entre los grandes, entre aquellos que tenían el control, los
ricos y poderosos, Moisés decidió identificarse con un pueblo pobre y oprimido
durante más de 400 años. No fue simplemente que sintió pena por sus hermanos
de raza y decidió usar su influencia para aliviar sus calamidades. Moisés no
pensó: “Voy a levantar un fondo de ayuda para los desamparados en Israel, pero
yo debo seguir aquí en el palacio de Faraón como un egipcio más para no perder
mi influencia”. No. Moisés rehusó llamarse hijo de la hija de Faraón,
“escogiendo […] ser maltratado con el pueblo de Dios”. Voluntariamente decidió
identificarse con un pueblo de esclavos, no con los egipcios.
Pero todavía hay algo más que Moisés escogió: “Por la fe Moisés, hecho ya
grande, rehusó llamarse hijo de la hija de Faraón, escogiendo antes ser
maltratado con el pueblo de Dios que gozar de los deleites temporales del
pecado, teniendo por mayores riquezas el vituperio de Cristo que los tesoros de
los egipcios”. Moisés escogió reproches, burlas, escarnio. Y lo hizo plenamente
consciente. La palabra que Reina-Valera traduce como “teniendo”, podemos
traducirla también por “considerando”. Esa palabra conlleva la idea de una
decisión debidamente sopesada. Él evaluó los “pros” y los “contras” de su
decisión y, con una plena conciencia de lo que iba a costarle, decidió dejar
Egipto atrás.
Hoy podemos leer su historia y ver las grandes cosas que Dios hizo por medio
de él. Todos sabemos que el nombre de Moisés ocupa un puesto de honor en la
revelación bíblica y en la conciencia del pueblo de Dios; pero en aquel momento
esa decisión le costó cuarenta años en el desierto, viviendo en el anonimato,
rodeado de personas que no tenían su mismo nivel cultural e intelectual. Él era
una persona brillante, bien instruida, capaz de sostener una conversación al más
alto nivel académico; pero durante cuarenta años vivió entre pastores de ovejas
con los que muy probablemente no podía compartir muchas de sus inquietudes.
Cuarenta años después, Dios se le aparece en una zarza ardiendo y le da la
comisión de regresar a Egipto para libertar a Su pueblo. Finalmente se
comienzan a ver los frutos de aquella decisión que había tomado cuatro décadas
atrás, pero sus problemas apenas estaban comenzando. Ahora se tendría que
enfrentar al hombre más poderoso de la Tierra, y probablemente uno de los más
tercos y obstinados, en una contienda abierta por la liberación de su pueblo.
Todos conocemos el desenlace de la historia: Faraón fue humillado, el pueblo de
Israel libertado por el poder de Dios y Moisés tendría que llevar a más de 600
000 personas a través de un desierto grande y espantoso hacia la Tierra
Prometida. ¡Y qué pueblo! Durante otros cuarenta años Moisés tuvo que soportar
la incredulidad de esta gente, sus quejas, sus terribles manifestaciones de
ingratitud… Hoy los judíos veneran su nombre, pero en aquellos días trataron de
matarlo más de una vez. Y podemos suponer cuántas veces Satanás trató de
desanimarlo con este dardo de fuego: “Mira cómo te tratan, Moisés. ¿Acaso no
abandonaste tu posición en Egipto, tu prestigio y tu futuro por ellos? ¿Valió la
pena el esfuerzo? ¡Esta gente no te aprecia! ¡Lo diste todo por nada!”.
Si el costo inicial de su decisión fue alto, el costo que tuvo que pagar luego no
fue menor. Esta decisión implicó para él muchas dificultades y mucha aflicción
para el resto de su vida. Por eso es tan significativo que el autor de la carta a los
Hebreos diga en el versículo 27 que Moisés “se sostuvo” todos esos años. Esa
breve expresión nos da la idea de perseverancia, fortaleza y coraje en medio de
las dificultades y tribulaciones. Moisés tomó una decisión en un punto de su
vida, y cuando comenzó a cosechar las consecuencias no claudicó.
Muchos toman la decisión de seguir a Cristo y comprometerse con Su causa;
pero tan pronto comienzan a sentir los embates del maligno, sus propias luchas
internas, la ingratitud de la gente a la cual sirven, el rechazo y el maltrato,
abandonan el puesto de combate. Otros resisten por un tiempo —cinco, diez,
quince años—, pero llega un momento en que el cansancio los vence y vuelven
atrás. Moisés no pertenece a esta categoría. Él se sostuvo, perseveró, siguió
corriendo la carrera durante ochenta años. Nada lo hizo desistir, ni siquiera la ira
del rey, el más poderoso de los reyes terrenales en aquellos días: Moisés tomó
una decisión y la mantuvo hasta el fin.
Y nos preguntamos: ¿Cuál fue su secreto? ¿Dónde encontró Moisés la
motivación y el estímulo para correr una carrera tan larga y difícil?
Esto nos lleva a nuestro segundo punto. Hemos visto qué fue lo que hizo
Moisés; veamos ahora, en segundo lugar, por qué hizo lo que hizo.
¿POR QUÉ HIZO MOISÉS LO QUE HIZO?
Aquí también nuestro texto es claro: por la fe. Fue por la fe que Moisés,
siendo un adulto, rehusó llamarse hijo de la hija de Faraón; fue por la fe que dejó
Egipto y se sostuvo todos esos años, a pesar de las enormes dificultades que tuvo
que enfrentar. No existe ninguna explicación natural satisfactoria para la
decisión que Moisés tomó ni para la vida que vivió. Él hizo lo que hizo por la fe.
Por fe rechazó lo que rechazó, por fe escogió lo que escogió.
Debemos suponer que su madre, Jocabed, lo había instruido en los primeros
años de su vida. Recordemos que ella fue contratada por la hija de Faraón para
ser la nodriza del niño, sin saber aquella que era su madre biológica. Debemos
suponer que su madre le habló del pacto que Dios había hecho con Abraham y
de la posición tan singular que tenía el pueblo de Israel en los planes redentores
de Dios. Y cuando él llegó a ser un adulto se apropió personalmente de todas
esas promesas por la fe; promesas que luego fueron confirmadas y ampliadas por
Dios mismo en el episodio de la zarza ardiente. Moisés descansó plenamente en
la revelación de Dios. Creyó que Dios era fiel y todopoderoso, y que cumpliría
lo que había prometido; nada ni nadie podía impedirle llevar a cabo lo que
soberanamente había decretado.
La fe le permitió ver más allá de las circunstancias que le rodeaban, levantarse
por encima de sus sentidos y percibir aquellas cosas que no se ven a simple vista.
Dice en el versículo 26 que Moisés “tenía puesta la mirada en el galardón”.
Comparados con ese galardón, los tesoros de los egipcios perdieron todo su
encanto. Cuando tuvo que escoger entre uno y otro, la decisión correcta vino a
ser tan clara para él como la luz del mediodía. Los tesoros de Egipto no tienen
ningún valor comparados con el galardón de Dios. La Biblia nos asegura que los
creyentes somos herederos de Dios, que algún día seremos partícipes con Cristo
de todo lo que a Él le pertenece. Las riquezas temporales que este mundo ofrece
nunca podrán compararse con los tesoros de gracia que Dios tiene reservados
para el disfrute eterno de Sus hijos. Dice Pablo en Romanos
8:18: “Tengo por cierto que las aflicciones del tiempo presente no son
comparables con la gloria venidera que en nosotros ha de manifestarse”.
Lo que hizo Moisés fue actuar en consecuencia con lo que profesaba creer. La
fe actuó en ese momento como un telescopio que puso delante de sus ojos lo que
se encontraba a cierta distancia. Cuando Moisés tomó su decisión tenía delante
de sí los tesoros de los egipcios; pero con el telescopio de la fe pudo contemplar
a lo lejos el galardón de Dios y eso le permitió tomar la decisión correcta. ¿Pero
cómo se aplica esto a nosotros? ¿Realmente creemos lo que decimos creer?
Si preguntamos a cualquier cristiano si Moisés tomó una buena decisión,
seguramente respondería: “¡Por supuesto que sí!”. Ahora podemos observar el
curso de su vida de principio a fin para ver que, ciertamente, su decisión fue la
mejor. Pero permíteme formular otra pregunta un poco más difícil y
comprometedora: Si alguien lee tu historia dentro de cien años ¿podrá decir lo
mismo de ti? ¿Se dirá que tomaste la decisión correcta, que no te dejaste seducir
por el brillo pasajero de este mundo, sino que escogiste por fe el galardón de
Dios?
¿Sabes qué fue lo que la fe hizo por Moisés? Lo ayudó a interpretar
correctamente las cosas; la fe le mostró una perspectiva adecuada de la realidad.
Podemos imaginar al tentador susurrando en sus oídos: “Moisés, aquí está la
oferta de los egipcios: prestigio, fama, influencia, poder, placeres, riquezas…
Por el otro lado, esta es la oferta de Dios: dificultades, tribulaciones, un pueblo
esclavizado, la burla y el escarnio del mundo”. Pero, entonces, la fe vino en su
ayuda: “Eso es cierto, Moisés; pero todo lo que Egipto te ofrece es temporal,
ninguna de esas cosas dura para siempre y ninguna de ellas podrá aliviar tu dolor
y tu miseria cuando tengas que pagar por tus pecados por los siglos de los siglos.
Por otro lado, las dificultades que ves en la senda de Dios también son
temporales, y serán usadas por Él para moldear tu carácter. Más aún, esa puerta
estrecha y ese camino angosto es el que lleva a la vida; al final de esa senda
disfrutarás de todas Sus riquezas en gloria por siempre jamás”.
Esa fue la lección que la fe le impartió a Moisés: la misma que el Espíritu
Santo imparte a todos los que creen. La diferencia entre Moisés y muchos de
nosotros es que él realmente lo creyó. No es lo que decimos con nuestros labios,
sino nuestras actuaciones y decisiones, las que revelan nuestras creencias. El que
vive como un mundano está diciendo abiertamente que sus riquezas pertenecen a
este mundo, no importa la fe que profese; la mundanalidad es una consecuencia
directa de lo que esa persona realmente cree.
Pero la fe no solo dio a Moisés una perspectiva adecuada de las riquezas de
este mundo en comparación con el galardón de Dios; la fe también abrió sus ojos
para que pudiera ver a Dios mismo. Dice en el versículo 27 que Moisés “se
sostuvo como viendo al Invisible”. Por eso no tuvo temor de la ira del rey y pudo
soportar con entereza tantas dificultades y tribulaciones, porque mantuvo todo el
tiempo delante de su vista la presencia de Dios, Su bondad, Su misericordia, Su
poder y Su fidelidad. Por la fe pudo ver a Dios y esa visión de la Deidad lo
sostuvo durante ochenta años.
Pero aún nos queda una pregunta por responder…
¿COMO PODEMOS IMITAR A MOISÉS EN MEDIO DE LAS
CIRCUNSTANCIAS DE NUESTRA VIDA?
Si hay algo claro en las Escrituras es que ninguna de las verdaderas ovejas de
Cristo se perderá; eso es sencillamente imposible, porque sería frustrar los
designios del Dios soberano y todopoderoso: “Mis ovejas oyen mi voz, y yo las
conozco, y me siguen, y yo les doy vida eterna; y no perecerán jamás, ni nadie
las arrebatará de mi mano. Mi Padre que me las dio, es mayor que todos, y nadie
las puede arrebatar de la mano de mi Padre. Yo y el Padre uno somos” (Juan
10:27-30).
“El que comenzó en vosotros la buena obra, la perfeccionará hasta el día de
Jesucristo”, dice Pablo en Filipenses 1:6. Dios no dejará Su obra inconclusa. ¿Y
qué ocurrirá con aquellos que por un tiempo profesan ser cristianos y luego se
apartan? Si mueren en su apostasía, entonces podemos llegar a la conclusión de
que nunca fueron verdaderos creyentes: “Salieron de nosotros, pero no eran de
nosotros; porque si hubiesen sido de nosotros, habrían permanecido con
nosotros; pero salieron para que se manifestase que no todos son de nosotros” (1
Juan 2:19; cf. Mateo 7:21-23; 2 Juan 9). Llama la atención que Juan no haya
escrito: “Salieron para que se manifestase que no todos eran de nosotros”; más
bien señala que esos que salieron nos recuerdan “que no todos son de nosotros”.
En otras palabras, puede que haya otros aún en medio de nosotros, profesando
ser creyentes, que manifestarán en el futuro que no lo son realmente. Pero los
que son creyentes verdaderos perseverarán hasta el fin, seguros en las manos de
Dios, porque nada ni nadie puede frustrar Sus designios; Él nos ha llamado a
participar de Su gloria eterna en Jesucristo y ha prometido llevar ese propósito
hasta su cumplimiento. Por eso Pedro continúa diciendo: “Él mismo os
perfeccione, afirme, fortalezca y establezca” (1 Pedro 5:10).
Estos cuatro verbos al final del versículo 10 se encuentran en futuro
indicativo, lo que significa que no se trata de un mero deseo de parte del apóstol
Pedro, sino de una promesa que ciertamente ha de ocurrir. Por eso la Biblia de
las Américas lo traduce: “El mismo os perfeccionará, confirmará, fortalecerá y
establecerá”. Se trata de cuatro palabras muy similares entre sí, pero cada una
contiene un enfoque distinto.
En primer lugar, Dios promete perfeccionarnos; y esta palabra significa
“completar”, “arreglar”, “equi-par”. Nos recuerda que Dios está trabajando con
nuestros defectos y debilidades, a la vez que nos equipa para la vida y el servicio
cristiano. Él no nos manda desarmados al campo de batalla. Por medio de Su
Palabra y de Su Espíritu nos capacita para salir airosos. Y aunque en ocasiones
saldremos maltrechos de algunos combates, la gracia de Dios nos “remendará”,
que es otro de los significados de la palabra que Pedro usa aquí, para que
sigamos siendo útiles en Su Reino.
El comentarista Simon Kistemaker dice al respecto: “El significado básico de
la palabra griega ‘restaurar’ es el de arreglar lo que ha estado roto de tal modo
que quede íntegro de nuevo […]. Una traducción encomiable es la siguiente:
‘[Dios] se encargará de que todo esté nuevamente bien’ (BJ)”2.
En segundo lugar, Dios promete confirmarnos; es decir, mantenernos firmes,
afianzados. Esta palabra se usaba en los días de Pedro para expresar la acción de
proveer estabilidad a través de un soporte. Como decíamos al principio, muchas
veces los creyentes sienten el temor de caer y ser una deshonra para el nombre
de su Señor y el Evangelio, pero Dios pro-mete aquí darles la estabilidad que
necesitan para permanecer fieles hasta el fin.
Puede que en algún momento los creyentes se tam-baleen, como sucedió con
el mismo Pedro la noche antes de la Crucifixión. Pero la gracia de Dios saldrá
victoriosa a final de cuentas. Esta promesa es similar a la que encontramos en 2
Tesalonicenses 3:3: “Pero fiel es el Señor que os afirmará [la misma palabra de 1
Pedro 5:10] y guardará del mal”.
En tercer lugar, Dios promete fortalecernos, no solo para que podamos resistir,
sino también para que podamos llevar a cabo lo que se demanda de nosotros. En
otras palabras, no solo podremos resistir, sino también avanzar.
Y finalmente Dios promete establecernos; es decir, hacer ineficaces los
ataques del maligno para que permanezcamos anclados en la salvación que es en
Cristo Jesús, firmes en el fundamento de nuestra fe. Eso no significa que todos
los ataques del maligno serán neutralizados. La Escritura nos advierte que el que
piensa estar firme debe vigilar bien sus pasos, no sea que caiga (1 Corintios
10:12). Pero todos los ataques del Infierno no podrán apartar a un verdadero hijo
de Dios de la mano de Cristo y de su Padre.
Ahora bien, aquí hay algo muy importante. Lo que Dios promete no es que
Sus hijos serán librados de dificultades, sino que Él hará una obra, a pesar de las
dificultades y por medio de ellas: “Mas el Dios de toda gracia, que nos llamó a
su gloria eterna en Jesucristo, después que hayáis padecido un poco de tiempo, él
mismo os perfeccione, afirme, fortalezca y establezca” (v. 10). Como bien señala
Dustin Shramek: “La soberanía de Dios no elimina el dolor y el mal que
afrontamos en nuestra vida; hace que obren para nuestro bien”3.
Las aflicciones que vienen a la vida del creyente no lo llevan a apartarse del
Señor, sino más bien a perseverar a Su lado. Es por eso que Pablo señala en el
capítulo 5 de Romanos que los creyentes “nos gloriamos en las tribulaciones,
sabiendo que la tribulación produce paciencia; y la paciencia, prueba [es decir,
un carácter probado]; y la prueba, esperanza” (vv. 34). El creyente es como la
cometa: mientras más fuerte sople el viento, más alto se eleva.
Dios nos conoce muy bien: Él sabe que en todos nosotros hay un engañoso
sentido de autosuficiencia que debe ser destruido para que podamos descansar
plenamente en Él. Tenemos una fuerte tendencia a confiar en nosotros mismos y
hacer castillos en el aire que no tienen ningún fundamento. Y pocas cosas
pueden ser más eficaces que las aflicciones para librarnos de ese mal. Pablo
reconoce, en su segunda carta a los Corintios, que la tribulación que les
sobrevino en Asia —donde fueron abrumados de tal manera que perdieron la
esperanza de conservar la vida— Dios la usó “para que no confiásemos en
nosotros mismos, sino en Dios que resucita a los muertos” (2 Corintios 1:8-9).
Cuando tenemos que atravesar por el horno de la aflicción nos vemos tales
cuales somos, seres débiles e indefensos, con una terrible propensión a la duda y
al temor. Pero en vez de huir del Señor, el verdadero creyente se aferra a Él más
decididamente que antes; y es en el contexto de ese proceso que Dios cumple Su
promesa de hacernos madurar, afirmarnos, fortalecernos y establecernos. Esa fue
la lección que Pablo tuvo que aprender al luchar con el aguijón que tenía en su
carne. Tres veces le pidió a Dios que se lo quitara; pero la respuesta que le vino
del Cielo fue:
Bástate mi gracia; porque mi poder se perfecciona en la debilidad. Por tanto —dice—, de buena
gana me gloriaré más bien en mis debilidades, para que repose sobre mí el poder de Cristo. Por lo
cual, por amor a Cristo me gozo en las debilidades, en afrentas, en necesidades, en persecuciones,
en angustias; porque cuando soy débil, entonces soy fuerte (2 Corintios 12:9-10).
El Señor dice en Lucas 8:13 que hay personas que profesan ser cristianas por
un tiempo, pero cuando vienen las pruebas se apartan. Pero, en el caso del
verdadero creyente, las mismas pruebas que alejan al apóstata, son las que lo
afianzan más en el cimiento de su fe.
Ahora noten que, si bien tendremos que padecer, Pedro señala que será por
“un poco de tiempo”. Queridos hermanos, las pruebas que vienen a nuestras
vidas son comparativamente moderadas en grados y en duración cuando las
comparamos con esa gloria eterna a la cual fuimos llamados en Cristo. “Las
aflicciones del tiempo presente no son comparables con la gloria que en nosotros
ha de manifestarse” (Roma-nos 8:18). Dios nos llamó a Su gloria eterna en
Jesucristo, y Él cumplirá Su promesa “después que hayáis padecido un poco de
tiempo”.
¿Es acaso esta promesa un incentivo para descuidarnos? De ninguna manera.
El mismo Pedro advierte a sus lectores unos versículos antes que tenemos un
adversario que anda como león rugiente buscando a quien devorar (v. 8). Si nos
descuidamos saldremos dañados. La fe verdadera es una fe perseverante y es una
fe activa. Dice en Daniel 11:32 que “el pueblo que conoce a su Dios, se esforzará
y actuará”.
Las promesas de Dios no fueron dadas para alentar al que todavía es amigo del
pecado y anhela vivir en él, sino para alentar a aquellos que están en pie de
guerra en pos de la santidad, aunque se sienten tan débiles e inadecuados que
muchas veces se preguntan si podrán resistir hasta el fin. Es a ellos que van
dirigidas estas extraordinarias palabras de 1 Pedro 5:10: “Mas el Dios de toda
gracia, que nos llamó a su gloria eterna en Jesucristo, después que hayáis
padecido un poco de tiempo, él mismo os perfeccione, afirme, fortalezca y
establezca”.
Y si alguien está leyendo este sermón, y aún no ha venido a Cristo con
arrepentimiento y fe, le ruego observe una vez más que a Dios se le presenta en
este pasaje como el Dios “de toda gracia”. En otras palabras, el Dios que se
deleita en otorgar favores a través de Su Hijo a hombres y mujeres que merecen
Su condenación. Para salvar a pecadores ese Dios envió a Su Hijo al mundo,
para que asumiera en una cruz el castigo que ellos merecían, y ahora ofrece a
todos indistintamente el don de Su gracia, por medio de la fe.
No es necesario conocer el decreto eterno de Dios para saber si fuimos
elegidos o no para esta gran salvación. En ningún lugar de las Escrituras se
exhorta al pecador a que trate de descubrir si fue predestinado para entonces
venir a Cristo. No, mi amigo. Lo único que necesitas saber es que eres pecador,
que no puedes presentarte en el tribunal de Dios en la condición en que estás,
pero que el mismo Dios ha provisto por gracia una vía de escape por medio de la
fe en Su Hijo, Nuestro Señor Jesucristo. Y todo aquel que viene a Él arrepentido
de sus pecados y confiando únicamente en Él, será recibido y perdonado. Mi
amigo, el don de la vida eterna está disponible para ti hoy, únicamente por gracia
por medio de la fe. No rechaces esta invitación del Dios de toda gracia, para que
no tengas luego que enfrentarte a Él como Juez, cuando ya no tengas ninguna
oportunidad de recibir Su misericordia. El día es hoy y el momento es ahora.
Mañana puede ser lo suficientemente tarde como para que lo lamentes por toda
la eternidad.
1MacArthur, John: 1 Corintios p. 467 (Editorial Portavoz, 2003).
2Kistemaker, Simon: 1 y 2 Pedro, Judas, p. 239 (Libros Desafío, 1994).
3Piper & Taylor, op. cit., p. 183
Por tanto, ceñid los lomos de vuestro entendimiento, sed sobrios, y esperad
por completo en la gracia que se os traerá cuando Jesucristo sea manifestado.
(1 Pedro 1:13)
CAPITULO 11. Un llamado a la esperanza
a primera carta del apóstol Pedro fue dirigida originalmente a un grupo de
cristianos ubicados en la parte noroeste del Asia Menor, bordeando el mar
Negro, en la región que hoy conocemos como Turquía. Estos hermanos estaban
padeciendo por causa de su fe muchas dificultades, y el futuro inmediato no
parecía mejor. Poco tiempo después de haber recibido esta carta, muchos de los
creyentes a los que iba dirigida sufrieron una de las más feroces persecuciones
que experimentó la Iglesia de Cristo en el siglo I, instigada por Nerón.
Es por eso que desde el inicio de esta carta, Pedro quiere hacer entender a sus
lectores “que las aflicciones del tiempo presente no son comparables con la
gloria venidera que en nosotros ha de manifestarse”, como escribe Pablo en
Romanos 8:18. En los versículos 3 al 5 del capítulo 1, Pedro les muestra la
misericordia que Dios ha tenido con ellos al hacerlos renacer para una esperanza
viva: Bendito sea el Dios y Padre de nuestro Señor Jesucristo, que según su
grande misericordia nos hizo renacer para una esperanza viva, por la
resurrección de Jesucristo de los muertos, para una herencia incorruptible,
incontaminada e inmarcesible, reservada en los cielos para vosotros, que sois
guardados por el poder de Dios mediante la fe, para alcanzar la salvación que
está preparada para ser manifestada en el tiempo postrero.
El mundo a nuestro alrededor se está cayendo en pedazos y los cristianos
sufrimos los azotes de vivir en un mundo caído; pero al final del camino nos
espera una herencia incorruptible, incontaminada e inmarcesible, reservada en
los cielos. ¿Qué debe producir en el cristiano la certeza de esa esperanza futura?
Gozo y alegría en el presente, a pesar de las aflicciones:
En lo cual vosotros os alegráis, aunque ahora por un poco de tiempo, si es necesario, tengáis que ser
afligidos en diversas pruebas, para que sometida a prueba vuestra fe, mucho más preciosa que el
oro, el cual aunque perecedero se prueba con fuego, sea hallada en alabanza, gloria y honra cuando
sea manifestado Jesucristo, a quien amáis sin haberle visto, en quien creyendo, aunque ahora no lo
veáis, os alegráis con gozo inefable y glorioso; obteniendo el fin de vuestra fe, que es la salvación
de vuestras almas (1 Pedro 1:6-9).
El cristiano debe vivir a la espera del regreso en gloria de su Señor. Para eso
fuimos convertidos, dice Pablo en 1 Tesalonicenses 1:9: “Para servir al Dios vivo
y verdadero; y esperar de los cielos a su Hijo, al cual resucitó de los muertos, a
Jesús, quien nos libra de la ira venidera”.
La esperanza del cristiano en la Segunda Venida de Cristo es un aspecto
esencial de su fe; eso es lo que Pedro nos enseña en nuestro texto. Por un lado,
nos dice que debemos esperar por completo “en la gracia que se [n]os traerá
cuando Jesucristo sea manifestado”. Esa herencia, de la que disfrutaremos
plenamente en aquel día, es un obsequio de la gracia de Dios para Sus hijos.
De paso, aquí es necesario que nos detengamos por un momento a corregir un
concepto incompleto que muchos tienen de la gracia de Dios. La gracia es
usualmente definida como un favor que Él concede a personas que no lo
merecen. No merecemos lo que se nos da, no hay ninguna cosa en nosotros o
que haya sido hecha por nosotros que mueva al Dador a darnos lo que nos da,
pero Él nos lo da: es el favor que se muestra hacia el que nada merece. Pero esta
definición se queda un poco corta de lo que la Biblia enseña respecto a la gracia.
Ciertamente es un favor inmerecido; no obstante, debemos decir también que
se trata de un favor otorgado por causa de Cristo a una persona que merece todo
lo contrario. En otras palabras, no se trata únicamente del favor que se otorga al
que no tiene méritos, sino al que tiene deméritos. Si tendemos una mano de
ayuda a un mendigo hambriento, eso es misericordia; pero si un hombre comete
una fechoría contra nosotros y, en lugar de darle el castigo que merece, le
hacemos un favor, eso es gracia. Lo que la Biblia enseña es que todos los favores
que recibimos de la mano de Dios, absolutamente todos, son otorgados por pura
gracia. Por eso es que la Biblia contrasta una y otra vez lo que se obtiene por
gracia con lo que se pretende recibir por obras.
En Romanos 11: 5-6, nos dice el apóstol Pablo: “Así también aun en este
tiempo ha quedado un remanente escogido por gracia. Y si por gracia, ya no es
por obras; de otra manera la gracia ya no es gracia. Y si por obras, ya no es
gracia; de otra manera la obra ya no es obra”.
Estos dos conceptos —gracia y mérito— son mutuamente excluyentes. Si es
por obras, entonces ya no es por gracia; y si es por gracia, entonces ya no es por
obras. Pero no puede ser por ambas cosas al mismo tiempo. Si Dios nos pagara
conforme a nuestros méritos, lo que recibiríamos de Su mano no sería la gloria
del Cielo, sino la condenación del Infierno. Pero, por causa de Cristo y de
nuestra unión con Él, en vez de recibir lo que nosotros merecemos, el Señor nos
otorga lo que Cristo merece. Eso es gracia.
Ahora bien, los cristianos ya disfrutan de esa gracia aquí y ahora: todas las
bendiciones espirituales y materiales que recibimos de la mano de Dios cada día
son un regalo de Su gracia, favores inmerecidos que Dios nos otorga en virtud de
la obra de Cristo y de la relación que tenemos con Él por medio de la fe. Sin
embargo, la enseñanza implícita de nuestro texto es que las bendiciones que
disfrutamos en el presente no se pueden comparar con las que disfrutaremos en
el futuro. Ya somos beneficiarios de la gracia de Dios, pero el apóstol Pedro nos
exhorta a esperar la gracia que Cristo traerá consigo para nosotros en aquel día.
Vamos a ponerlo de esta forma: lo que ahora recibimos es la lluvia de Su
gracia y es una lluvia más que abundante; pero lo que recibiremos en la Segunda
Venida de Cristo será un diluvio. Si alguna vez te has sentido sobrecogido por
las bendiciones que el Señor ha derramado sobre tu vida, créeme que lo mejor
está por llegar. Hablando de esa gloria que los creyentes disfrutarán en aquel día,
el Señor Jesucristo dice en Mateo 13:43 que “los justos resplandecerán como el
sol en el reino de su Padre”.
Pero hay algo más que quiero que notes en el lenguaje que usa el Apóstol en
nuestro texto, y es que el verbo “traer” es un participio presente que debe
traducirse por “esperad por completo en la gracia que está siendo traída en la
manifestación de Jesucristo”. Pedro lo presenta como algo que ya está en
camino. Cuando vamos a un restaurante y preguntamos al camarero si le queda
mucho para que nos traigan lo que hemos pedido, y él nos dice que “ya está
saliendo”, lo que nos quiere decir es que está a punto de llegar. De la misma
manera, cada día que pasa nos acerca a ese gran evento que es el objeto primero
de nuestra esperanza: la segunda venida en gloria de nuestro Señor y Salvador
Jesucristo. Como dice Pablo en Romanos 13:11: “Ahora está más cerca de
nosotros nuestra salvación que cuando creímos. La noche está avanzada y se
acerca el día”. Hoy estamos más cerca que ayer, y mañana estaremos más cerca
que hoy. Cada tictac del reloj nos aproxima a ese gran evento en el que nuestra
redención será consumada.
Alguno podría estar pensando: “Pero yo no sé si voy a estar aquí cuando eso
ocurra. ¿En qué sentido es esa pro-mesa una esperanza para mí?” La Segunda
Venida de Cristo será un evento glorioso para todos los hijos de Dios, ya sea que
estén vivos o que hayan partido a Su presencia. Esa es la enseñanza de Pablo en
1 Tesalonicenses 4:13-14: “Tampoco queremos, hermanos, que ignoréis acerca
de los que duermen, para que no os entristezcáis como aquellos que no tienen
esperanza. Porque si creemos que Jesús murió y resucitó, así también traerá Dios
con Jesús a los que durmieron en él”.
Ese será el día de nuestra coronación, cuando todos los creyentes recibirán la
herencia plena que Cristo compró para ellos en la cruz del Calvario: “Cuando
Cristo, vuestra vida, se manifieste, entonces vosotros también seréis
manifestados con él en gloria” (Colosenses 3:4). Y creo que hay indicios en las
Escrituras para suponer que los creyentes que han partido con el Señor anhelan,
en el Cielo, la llegada de ese día. En Apocalipsis 6:9-11, Juan contempla en
visión las almas de aquellos que han partido; y nos dice que…
Clamaban a gran voz, diciendo: ¿Hasta cuándo, Señor, santo y verdadero, no juzgas y vengas
nuestra sangre en los que moran en la tierra? Y se les dieron vestiduras blancas, y se les dijo que
descansasen todavía un poco de tiempo, hasta que se completara el número de sus consiervos y sus
hermanos, que también habían de ser muertos como ellos.
Pero Dios no solo prometió, sino que también juró, para que no tuviésemos
ninguna duda en cuanto a Su intención de concedernos lo que nos ha prometido:
Por lo cual, queriendo Dios mostrar más abundantemente a los herederos de la promesa la
inmutabilidad de su consejo, interpuso juramento; para que por dos cosas inmutables, en las cuales
es imposible que Dios mienta, tengamos un fortísimo consuelo los que hemos acudido para asirnos
de la esperanza puesta delante de nosotros (Hebreos 6:17-18).
Nosotros podemos esperar con toda certeza en la gracia que el Señor traerá
consigo en Su venida. Eso es más seguro que la salida del Sol mañana: “El cielo
y la tierra pasarán, dice el Señor, pero mis palabras no pasarán” (Mateo 24:35).
Más fácilmente se desharán los cielos y la tierra antes que una promesa de Dios
quede sin cumplimiento.
Pero nuestra esperanza no solo está garantizada por la veracidad de Dios, sino
también por la obra redentora de Cristo. La resurrección de nuestro Señor
Jesucristo es el punto culminante de la obra de redención. Por un lado, confirmó
que Cristo era quién decía ser: el Hijo de Dios hecho hombre, el Mesías
prometido. Pero, por el otro lado, la Resurrección fue la prueba de que Dios el
Padre había aceptado los sufrimientos y la muerte de Cristo como el castigo que
la justicia divina demandaba de los transgresores. Por eso Pablo dice en
Romanos 4:25 que el Señor “fue entregado por nuestras transgresiones, y
resucitado para nuestra justificación”. Porque Cristo resucitó nuestra salvación
es segura y nuestra esperanza ciertísima.
Lo que Cristo promete traer consigo en Su segunda venida ya lo compró para
nosotros en la cruz del Calvario, a precio de Su sangre. Es completamente
imposible que nuestra esperanza sea frustrada.
Pero, como decíamos hace un momento, esto es algo que no solo debemos
esperar con certeza, sino también permanentemente. El asunto no es tener esa
esperanza hoy, mañana y dentro de un mes; sino seguir esperando hasta que
veamos el cumplimiento de la promesa. Las circunstancias a nuestro alrededor
cambian constantemente: hoy tenemos salud, mañana podemos estar enfermos;
hoy estamos rodeados de amigos, mañana podemos estar solos; hoy tenemos
prosperidad y mañana podemos estar en la pobreza. No obstante, el objeto de
nuestra esperanza permanece inamovible, porque no depende de las
circunstancias a nuestro alrededor, sino de la veracidad de Dios y de la obra
redentora de Cristo.
Si estás atravesando por una situación aflictiva, esa aflicción presente en
ningún sentido anula lo que te espera en el futuro. El hecho de que estés en una
situación de aflicción no debe llevarte a perder de vista el objeto de tu esperanza.
Y esto nos lleva a nuestro tercer y último punto: el cultivo de la esperanza
cristiana, aun en medio de las situaciones que traen aflicción.
EL CULTIVO DE LA ESPERANZA CRISTIANA
En este punto debemos recordar las circunstancias particulares por las que
estaban atravesando los creyentes a quienes Pedro dirige esta carta. Ellos estaban
afrontando una situación muy difícil al tratar de vivir como cristianos en medio
de un mundo pagano. Muchos eran perseguidos por causa de su fe en Jesucristo;
los siervos cristianos que trabajaban para amos incrédulos eran maltratados y se
abusaba de ellos; y las esposas cristianas, casadas con hombres inconversos,
tenían una situación similar.
Es a estos creyentes a los que Pedro exhorta a vivir con esperanza. ¿Pero cómo
puede ser eso posible? ¿Cómo puede un creyente escapar del gigante
Desesperación, para usar el lenguaje de Bunyan en El progreso del peregrino,
sobre todo cuando tiene que atravesar por períodos de intensas y prolongadas
aflicciones? Pedro nos da la respuesta en nuestro texto: “Ciñendo los lomos de
nuestro entendimiento y siendo sobrios”.
El apóstol Pedro está usando aquí una figura que sus lectores del siglo I
entenderían perfectamente. En aquella época los hombres usaban una túnica
larga que llegaba hasta los pies. Cuando participaban de alguna ceremonia
religiosa o cuando se encontraban en una postura relajada, conversando en el
mercado o descansando en la casa, dejaban que la túnica cayera libremente. Pero
para todo servicio activo, ya sea para trabajar o para ir a la guerra, debían
recoger la túnica y atarla a la cintura, fijándola con una correa de cuero para que
no se les enredara entre los pies. Así que cuando se mencionaba la expresión
“ceñir los lomos”, todo el mundo comprendía que era un llamado a prepararse
para la acción.
Algunos comentaristas ven en este lenguaje de Pedro una reminiscencia de la
forma como los judíos debían participar de la cena de la Pascua. Dice en Éxodo
12:11 que debían comerla “ceñidos vuestros lomos, vuestro calzado en vuestros
pies, y vuestro bordón en vuestra mano”; en otras palabras, listos para partir.
Recordemos que ellos celebraron la Pascua por primera vez la noche antes de
salir de Egipto.
El Señor Jesucristo usa una figura similar en Lucas 12:35, hablando
precisamente de Su segunda venida: “Estén ceñidos vuestros lomos, y vuestras
lámparas encendidas; y vosotros sed semejantes a hombres que aguardan a que
su señor regrese de las bodas, para que cuando llegue y llame, le abran en
seguida”.
¿Cuál es, entonces, la idea que Pedro quiere comunicarnos al decirnos que
ciñamos los lomos de nuestro entendimiento? Que lo mismo que ellos hacían
con la ropa debemos hacerlo nosotros con nuestros pensamientos. Del mismo
modo que estos hombres no debían dejarse la túnica suelta para que no se les
enredara entre los pies en medio de una actividad intensa, así tampoco debemos
dejar que nuestros pensamientos divaguen aquí y allá si queremos correr bien
nuestra carrera hasta el fin. Debemos tener nuestros pensamientos enfocados en
la Segunda Venida de Cristo y en la gloria venidera, de modo que podamos estar
listos para la acción, preparados para hacer la voluntad de Dios.
Nosotros también estamos en medio de un viaje, porque somos extranjeros y
peregrinos; tenemos una obra que hacer y una guerra que pelear; y, por lo tanto,
no podemos permitir que nuestros pensamientos se enreden. Debemos
desarrollar una disciplina mental que nos permita mantener nuestros
pensamientos en perspectiva todo el tiempo. “¿Cuál es mi identidad ahora que
soy cristiano? ¿Cómo debo relacionarme con este mundo, ya que todavía estoy
en él pero no pertenezco a él? Tomando en cuenta que soy un peregrino y
extranjero en este mundo, ¿estoy invirtiendo demasiado tiempo y energía en
cosas que perecen y que no voy a retener conmigo para siempre? ¿Qué es lo que
realmente importa en la vida? ¿Cuáles son las cosas que realmente tienen valor?
A la luz de esa herencia que me aguarda, ¿cuál es la manera más efectiva de
hacer tesoros en los cielos?”.
Cuando no mantenemos nuestros pensamientos bien enfocados, nuestra mente
comienza a divagar con un montón de cosas que no tienen valor. ¿Y sabes cuál
es el resultado? Que perdemos de vista nuestra esperanza. Recuerdo una vez más
lo que dice Pablo en Colosenses 3:1-4:
Si, pues, habéis resucitado con Cristo, buscad las cosas de arriba, donde está Cristo sentado a la
diestra de Dios. Poned la mira en las cosas de arriba, no en las de la tierra. Porque habéis muerto, y
vuestra vida está escondida con Cristo en Dios. Cuando Cristo, vuestra vida, se manifieste, entonces
vosotros también seréis manifestados con él en gloria.
Por eso decíamos hace un momento que este es un asunto que tiene que ver
con nuestra voluntad, no con nuestras emociones. Si queremos cultivar la
esperanza cristiana, hay algo que debemos hacer con nuestro proceso de
pensamiento. Pero no solo debemos ceñir los lomos de nuestro entendimiento; si
queremos cultivar la esperanza cristiana también debemos ser sobrios. Y esa
palabra se usaba en los tiempos bíblicos para señalar a una persona que estaba
libre de toda sustancia tóxica. La idea que transmite es la de una mente clara,
estable, bien equilibrada: una mente en su sano juicio.
Una persona sobria posee una perspectiva adecuada de las cosas y por eso vive
de una manera adecuada. Mas adelante, en 1 Pedro 4:7, el Apóstol vuelve a
insistir en este asunto de la sobriedad de pensamiento: “Mas el fin de todas las
cosas se acerca; sed, pues, sobrios, y velad en oración”. Luego, en el capítulo 5,
versículo 8, nos vuelve a recordar: “Sed sobrios, y velad; porque vuestro
adversario el diablo, como león rugiente, anda alrededor buscando a quien
devorar”.
Los cristianos no estamos llamados a ser escapistas en tiempos de dificultad.
Por eso no tenemos que recurrir a las drogas o al alcohol, ni entontecer nuestras
mentes con un exceso de placeres o de diversión. Por el contrario, debemos
mantener sobriedad mental, viendo las cosas tales cuales son, porque, si bien es
cierto que nos rodean las aflicciones y las dificultades, también es cierto que
nuestro Dios tiene el control, cuidando de nosotros, y que usa esas aflicciones
para moldear nuestro carácter y hacernos cada vez más semejantes a nuestro
Señor y Salvador Jesucristo. Más aún, si bien es cierto que en el mundo
tendremos aflicciones, también es cierto que “las aflicciones del tiempo presente
no son comparables con la gloria venidera que en nosotros ha de manifestarse”
(Romanos 8:18).
Así que, lo que necesitamos para traer paz y tranquilidad a nuestras almas no
es una mente obtusa e intoxicada; lo que necesitamos es una mente clara,
estable, bien equilibrada: una mente en su sano juicio. Es así como los creyentes
podemos cultivar la esperanza cristiana.
Resumiendo lo que hemos visto, ¿cuál es la lección principal que aprendemos
de este texto? Que la esperanza es fundamental en la vida cristiana, una virtud
que todo creyente debe cultivar desarrollando una forma bíblica de pensar. La
mente es una facultad del alma que juega un papel vital en la vida del cristiano.
Como tú piensas, así vives: “Porque cual es su pensamiento en su corazón, tal es
él” (Proverbios 23:7). ¡Qué facultad tan maravillosa es la mente humana! Con
ella podemos pensar, comprender las cosas, entender las Escrituras, conocer a
Dios. Con la memoria podemos recrear el pasado y también imaginar cosas que
aún no han ocurrido. Y lo que Pedro nos está diciendo en este texto es que si
queremos cultivar la esperanza cristiana, no podemos permitirnos que nuestras
mentes se entretengan y se distraigan constantemente en cosas triviales y
superficiales que nos llevan a perder de vista las realidades presentes y las
promesas futuras.
Mi amado hermano, cuando estás soñando despierto, ¿cuáles son las cosas en
las que sueñas? ¿Cuánto estás llenando tu mente de la Escritura para que ella
moldee tu proceso de pensamiento? “La palabra de Cristo more en abundancia
en vosotros —escribe Pablo—; enseñándoos y exhortándoos unos a otros en toda
sabiduría, cantando con gracia en vuestros corazones al Señor con salmos e
himnos y cánticos espirituales” (Colosenses 3:16). ¿Puedes decir con verdad lo
que dice el Salmista en el Salmo
119:11: “En mi corazón he guardado tus dichos, para no pecar contra ti”?
Que el Señor nos ayude a cultivar la esperanza cristiana, de manera que
podamos afrontar las dificultades con coraje y las aflicciones con
contentamiento, y así podamos mantenernos corriendo la carrera con paciencia,
sin importar los obstáculos que tengamos que sortear en el camino.
1Hiebert, Edmond: First Peter, An Expositional Commentary, p. 80 (Moody
Press, Chicago, 1984)
Vino entonces a mí uno de los siete ángeles que tenían las siete copas llenas de
las siete plagas postreras, y habló conmigo, diciendo: Ven acá, yo te mostraré la
desposada, la esposa del Cordero. Y me llevó en el Espíritu a un monte grande y
alto, y me mostró la gran ciudad santa de Jerusalén, que descendía del cielo, de
Dios, teniendo la gloria de Dios. Y su fulgor era semejante al de una piedra
preciosísima, como piedra de jaspe, diáfana como el cristal. Tenía un muro
grande y alto con doce puertas; y en las puertas, doce ángeles, y nombres
inscritos, que son los de las doce tribus de los hijos de Israel; al oriente tres
puertas; al norte tres puertas; al sur tres puertas; al occidente tres puertas. Y el
muro de la ciudad tenía doce cimientos, y sobre ellos los doce nombres de los
doce apóstoles del Cordero. El que hablaba conmigo tenía una caña de medir,
de oro, para medir la ciudad, sus puertas y su muro. La ciudad se halla
establecida en cuadro, y su longitud es igual a su anchura; y él midió la ciudad
con la caña, doce mil estadios; la longitud, la altura y la anchura de ella son
iguales. Y midió su muro, ciento cuarenta y cuatro codos, de medida de hombre,
la cual es de ángel. El material de su muro era de jaspe; pero la ciudad era de
oro puro, semejante al vidrio limpio; y los cimientos del muro de la ciudad
estaban adornados con toda piedra preciosa. El primer cimiento era jaspe; el
segundo, zafiro; el tercero, ágata; el cuarto, esmeralda; el quinto, ónice; el
sexto, cornalina; el séptimo, crisólito; el octavo, berilo; el noveno, topacio; el
décimo, crisopraso; el undécimo, jacinto; el duodécimo, amatista. Las doce
puertas eran doce perlas; cada una de las puertas era una perla. Y la calle de la
ciudad era de oro puro, transparente como vidrio. Y no vi en ella templo; porque
el Señor Dios Todopoderoso es el templo de ella, y el Cordero. La ciudad no
tiene necesidad de sol ni de luna que brille en ella; porque la gloria de Dios la
ilumina, y el Cordero es su lumbrera. Y las naciones que hubieren sido salvas
andarán a la luz de ella; y los reyes de la tierra traerán su gloria y honor a ella.
Sus puer
tas nunca serán cerradas de día, pues allí no habrá noche. Y llevarán la gloria y
la honra de las naciones a ella. No entrará en ella ninguna cosa inmunda, o que
hace abominación y mentira, sino solamente los que están inscritos en el libro de
la vida del Cordero.
(Apocalipsis 21: 9-27)
CAPITULO 12. La Nueva Jerusalén
na encuesta realizada en diciembre del año 2005 por los medios informativos
de la ABC , mostró que el 89% de los estadounidenses dice creer en la existencia
del Cielo, y un 75% de ellos tener la esperanza de llegar allí. Probablemente los
números serían un poco más elevados en América Latina. Muchas personan
poseen la “extraña sensación” de que nuestra existencia no puede estar
circunscrita a las experiencias de nuestra vida terrenal. El hombre aspira a la
inmortalidad porque Dios puso ese anhelo en su corazón (Eclesiastés 3:11).
Sin embargo, aunque muchos dicen creer en el Cielo, esa “fe” que profesan no
parece marcar sus vidas. Creen en el Cielo, piensan que van de camino hacia
allá, pero esa creencia tiene poco impacto en sus vidas aquí y ahora. Viven en
este mundo como si no hubiese Cielo alguno que esperar.
El hecho es que el Cielo es una doctrina muy descuidada entre los cristianos
contemporáneos. Hay tantas cosas que llaman nuestra atención, tantos afanes y
preocupaciones de esta vida presente, tantas cosas que deseamos hacer y
disfrutar, que parece que no tenemos ni el tiempo ni la disposición de considerar
seriamente las realidades eternas. Muchos creyentes dan la impresión de sentirse
muy a gusto en este mundo, tanto que no parecen anhelar profundamente la
patria celestial.
Es muy probable que esto se deba, en parte, a que en nuestros días es
relativamente fácil profesar la fe de Cristo; los cristianos de Occidente no
estamos sujetos a las mismas persecuciones y privaciones que muchos de
nuestros hermanos han tenido que afrontar a lo largo de la Historia, y que otros
están enfrentando en otras partes del mundo. Ese es uno de los peligros que
corremos los creyentes en tiempos de paz y tranquilidad. Para algunos es tan
cómoda su situación que tienden a perder de vista la temporalidad y vanidad de
esta vida presente.
Pero es posible que este desinterés se deba también a la visión distorsionada
que muchos tienen del Cielo. Lo imaginan como un lugar poco emocionante,
donde no hay mucho que hacer, excepto saltar de una nube a otra teniendo
cuidado para que no se les caiga el arpa. Un predicador confiesa que cuando él
era niño no tenía ninguna ilusión de ir al Cielo, porque ¡se imaginaba ese lugar
como un culto interminable en donde tendríamos que estar quietos por los siglos
de los siglos! ¿Pero es así como debemos imaginar la vida en el Cielo? ¡Por
supuesto que no!
Aunque el Señor no ha revelado en todos sus detalles cómo será la vida futura,
al menos ha descorrido el velo lo suficiente en Su Palabra como para que
tengamos una idea aproximada de las cosas maravillosas y extraordinarias que
Sus hijos disfrutarán cuando moren en Su presencia. Una de esas “ventanas” es
Apocalipsis 21:9-27, que vamos a estudiar a continuación.
Puede que este pasaje resulte oscuro y difícil para muchos, ya que describe el
futuro de la Iglesia en un lenguaje lleno de símbolos y figuras. Sin embargo,
cuando comparamos este pasaje de la Palabra de Dios con otros que abordan este
tema más claramente, vemos cómo las dificultades comienzan a desaparecer.
Algunos detalles pueden ser difíciles y sujetos a discusión; pero la enseñanza
esencial de nuestro pasaje no lo es, como veremos a continuación. Analicemos,
en primer lugar, la identidad de esta ciudad que Juan ve descender del Cielo y a
la que llama “la gran ciudad santa de Jerusalén”.
SU IDENTIDAD
Es sumamente importante que determinemos la identidad de esta ciudad que
Juan llama “la Nueva Jerusalén” o, de lo contrario, llegaremos a conclusiones
ficticias en cuanto a la vida futura en el Cielo. Algunos piensan que los creyentes
vivirán eternamente en una gran ciudad en forma de cubo, con calles de oro y
puertas de perla. Sin embargo, debemos tomar en cuenta que esta descripción se
encuentra en un libro altamente simbólico. La literatura apocalíptica se
caracteriza por el uso abundante de símbolos y figuras con el fin de transmitir
verdades espirituales de una forma vívida e impactante.
En este caso particular no es necesario que especulemos sobre la identidad de
esta ciudad, pues el mismo ángel que muestra a Juan la visión le provee la clave
para interpretarla: “Ven acá, yo te mostraré la desposada, la esposa del Cordero.
Y me llevó a un monte grande y alto, y me mostró la gran ciudad santa de
Jerusalén…” (vv. 9-10). La ciudad se identifica como la esposa del Cordero. Esta
misma comparación la encontramos en Apocalipsis 21:2: “Y yo Juan vi la santa
ciudad, la nueva Jerusalén, descender del cielo, de Dios, dispuesta como una
esposa ataviada para su marido”. ¿Qué fue lo que Juan vio en esta visión? Una
ciudad que era al mismo tiempo una esposa: dos figuras que se usan en el Nuevo
Testamento para designar a la Iglesia.
En Efesios 2:12, describiendo la condición pasada de estos creyentes, Pablo
les dice que en aquel tiempo estaban “sin Cristo y alejados de la ciudadanía de
Israel”; condición que cambió radicalmente después de su conversión. “Ya no
sois extranjeros —les dice ahora— ni advenedizos, sino conciudadanos de los
santos, y miembros de la familia de Dios” (Efesios 2:19). Los miembros de la
Iglesia, seamos gentiles o seamos judíos, pertenecemos a la misma ciudad
espiritual con todos los derechos de ciudadanía.
El concepto de “ciudad” en los tiempos bíblicos evocaba la idea de residencia
permanente, de protección, de seguridad, de compañerismo, de vida en sociedad.
Los creyentes en Cristo forman una sociedad de santos, unidos entre sí por un
vínculo espiritual indisoluble: la presencia del Espíritu de Dios en sus corazones.
Esa unidad tiene que vencer muchos escollos de este lado de la eternidad para
manifestarse plenamente, pero en aquel día será perfecta. Es en ese sentido que
la Iglesia se compara con una ciudad; y, por su conexión íntima con el Dios del
pacto, se la llama también “la gran ciudad santa de Jerusalén”. Esta terminología
de ciudad santa para referirse a Jerusalén proviene del Antiguo Testamento ( cf.
Nehemías 11:1,18; Isaías 48:2; 52:1; Daniel 9:24). En el Nuevo Testamento este
término se usa para señalar a la Iglesia de Cristo. En Hebreos 12:22, el autor se
refiere a la Iglesia como “la ciudad de Dios, Jerusalén la celestial” ( cf. Gálatas
4:26; Hebreos 11:10,16).
Ahora bien, esta sociedad de santos, descrita en estos textos como una ciudad,
también se describe en el Nuevo Testamento como la esposa de Cristo.
Escribiendo a los hermanos de Corinto, Pablo les dice: “Porque os celo con celo
de Dios; pues os he desposado con un solo esposo, para presentaros como una
virgen pura a Cristo” (2 Corintios 11:2). Y en el clásico pasaje de Efesios 5:25,
el Apóstol exhorta a los maridos a amar a sus esposas “así como Cristo amó a la
iglesia, y se entregó a sí mismo por ella para santificarla”.
Esta es la esposa que Juan contempla en la visión descendiendo del Cielo
ataviada como una novia para su Esposo (cf. Apocalipsis 19:7-9).
De manera que lo que Juan contempla en su visión no es una ciudad cúbica
suspendida en el Cielo y donde los cristianos van a morar eternamente. Se trata
más bien de la Iglesia, cuyas perfecciones futuras están descritas aquí, en
términos simbólicos, como una ciudad extraordinaria y una esposa gloriosa ( cf.
Isaías 61:10). Un detalle adicional que confirma esta interpretación es el hecho
de que los nombres de los Doce apóstoles se encuentren en sus fundamentos (vv.
14). Interpretando la Escritura con la Escritura, esto solo puede referirse a la
Iglesia de Cristo, la cual, según Pablo en Efesios 2:20, es edificada “sobre el
fundamento de los apóstoles y profetas, siendo la principal piedra del ángulo
Jesucristo mismo”. Esto no significa que la Iglesia esté siendo edificada sobre las
personas de los Apóstoles; sino que la Palabra de Dios proclamada por ellos es el
fundamento de la verdadera Iglesia de Cristo.
Es interesante notar el agudo contraste entre Apocalipsis 17:1 y 21:9:
Vino entonces uno de los siete ángeles que tenían las siete copas, y habló conmigo diciéndome: Ven
acá, y te mostraré la sentencia contra la gran ramera, la que está sentada sobre muchas aguas
(Apocalipsis 17:1).
Vino entonces a mí uno de los siete ángeles que tenían las siete copas llenas de las siete plagas
postreras, y habló conmigo, diciendo: Ven acá, yo te mostraré la desposada, la esposa del Cordero
(Apocalipsis 21:9).
Anteriormente, Juan había hecho uso de las piedras preciosas —y, de manera
particular, del jaspe— para describir la gloria de Dios:
Y al instante yo estaba en el Espíritu; y he aquí, un trono establecido en el cielo, y en el trono, uno
sentado. Y el aspecto del que estaba sentado era semejante a piedra de jaspe y de cornalina; y había
alrededor del trono un arco iris, semejante en aspecto a la esmeralda (Apocalipsis 4:2-3).
Es obvio que Juan no está describiendo aquí algo literal: él mismo nos dice
que se trata de una comparación: “El aspecto […] era semejante…”. Pues, de la
misma manera que Dios no está hecho de piedras preciosas, así tampoco la
ciudad que Juan describe en Apocalipsis 21 está construida con esa clase de
materia prima. Lo que él trata de comunicar es que la Iglesia, en su estado
perfecto, reflejará la gloria de Dios como nunca antes lo había hecho. Ella
desciende “teniendo la gloria de Dios”
(v. 11).
De ahí su brillantez y luminosidad: “Y su fulgor era semejante al de una piedra
preciosísima, como piedra de jaspe, diáfana como el cristal”. La ciudad no brilla
con luz propia, sino por la presencia permanente de la gloria de Dios en medio
de ella. Esa gloria que guió al pueblo de Israel en el desierto en forma de luz
brillante, y que luego descendió sobre el Tabernáculo (Éxodo 40:34-38) y sobre
el templo de Salomón (1 Reyes 8:1011), reside ahora permanentemente en la
ciudad. Es por eso que “no tiene necesidad de sol ni de luna que brillen en ella;
porque la gloria de Dios la ilumina, y el Cordero es su lumbrera” (v. 23).
Como bien señala Richard Brooks en su comentario del Apocalipsis: “Todas
las perfecciones y virtudes infinitas de Dios, todo su conocimiento, gracia,
justicia, amor, santidad, sabiduría, bondad; son reflejadas en la Iglesia. La Iglesia
es adornada con la gloria de Dios, irradiada de esa gloria, llenada de esa gloria:
encendida en fulgor por ella”1. Escribiendo a los filipenses, Pablo los describe
como “luminares”2 en el mundo, que resplandecen en medio de una generación
maligna y perversa. Somos —dice Pedro en su primera carta— “linaje escogido,
real sacerdocio, nación santa, pueblo adquirido por Dios, para que [anunciemos]
las virtudes de aquel que [nos] llamó de las tinieblas a su luz admirable” (1
Pedro 2:9). Esa es la realidad actual de la Iglesia, aunque debemos reconocer que
ese brillo se opaca en ocasiones por el pecado que aún mora en nosotros. Si el
cristal está opaco no puede reflejar la luz en todo su esplendor y brillo; pero en
aquel día ya no será así. En nuestro carácter y adoración reflejaremos
perfectamente la gloria de nuestro Dios. Cada uno de nosotros, individualmente,
será glorificado y perfeccionado. Cristo, el Esposo, se ha comprometido con
presentarse a sí mismo “una iglesia gloriosa, que no tuviese mancha ni arruga ni
cosa semejante, sino que fuese santa y sin mancha” (Efesios 5:26). Eso es lo que
Juan está contemplando en esta visión y lo que está tratando de describir.
En el versículo 18 nos dice que “la ciudad era de oro puro, semejante al vidrio
limpio”; y en el versículo 21 dice algo similar de sus calles. Esta figura también
está tomada del Antiguo Testamento; sobre el templo de Salomón dice en 1
Reyes 6:30: “Y cubrió de oro el piso de la casa, por dentro y por fuera”. En la
visión del Apocalipsis esta figura representa la perfección que disfrutarán los
creyentes en el Cielo. El comentarista Kistemaker dice al respecto: “Esta calle
está hecha de oro puro, que simboliza la perfección del cielo […]. Juan la
compara con el vidrio transparente, que denota pureza perfecta. Su claridad era
de tal magnitud que no tenía absolutamente ningún defecto. Todos los habitantes
de esta ciudad no tenían defecto alguno”3.
Los creyentes se encuentran, aquí y ahora, en el horno donde son refinados
como el oro, “el cual aunque perecedero se prueba con fuego” (1 Pedro 1:7).
Pero a Juan le fue dado contemplar el resultado final de haber estado en ese
horno purificador. Aunque en el presente nos vemos a veces un poco
chamuscados, cuando estemos en gloria nuestra condición será completamente
distinta: “Las aflicciones del tiempo presente no son comparables con la gloria
venidera que en nosotros ha de manifestarse”, dice Pablo en Romanos
8:18. Y el Señor Jesucristo dice en Mateo 13:43 que en aquel día “los justos
resplandecerán como el sol en el reino de su Padre”.
Creyente, gózate en esto por la fe; porque algún día tu debilidad se cambiará
en fortaleza, y la pesadumbre que sientes por causa de tu pecado remanente será
cambiada en gozo y alegría perpetuos, ya que la lucha contra el pecado habrá
terminado para siempre. “Cuando Cristo, vuestra vida, se manifieste, entonces
vosotros también seréis manifestados con él en gloria” (Colosenses 3:4).
La seguridad perfecta de la Iglesia
Tenía un muro grande y alto con doce puertas; y en las puertas, doce ángeles, y nombres inscritos,
que son los de las doce tribus de los hijos de Israel; al oriente tres puertas; al norte tres puertas; al
sur tres puertas; al occidente tres puertas. Y el muro de la ciudad tenía doce cimientos, y sobre ellos
los doce nombres de los doce apóstoles del Cordero […]. Y midió su muro, ciento cuarenta y cuatro
codos, de medida de hombre, la cual es de ángel (vv. 12-14,17).
Los impíos no serán aniquilados en el Infierno, sino que serán castigados por
los siglos de los siglos. Si ellos dejaran de existir, ¿qué sentido tendría la
mención de un fuego que nunca se apagará? Así que Pedro no anuncia en el
versículo 10 la aniquilación total de este universo, sino más bien la destrucción
de las cosas creadas, tal como existen actualmente para, de esta manera, dar paso
a una transformación completa. Es en esa Tierra renovada donde creemos que
los creyentes morarán en la presencia del Señor por los siglos de los siglos. El
Señor Jesucristo dice en Mateo 5:5 que los mansos son bienaventurados “porque
ellos recibirán la tierra por heredad”5. En cierto modo el Cielo y la Tierra se
fundirán en uno en aquel día y, de ese modo, el paraíso que Adán y Eva
perdieron por causa del pecado, será nuevamente recobrado. A final de cuentas
Satanás no se saldrá con la suya; todo lo malo que se introdujo en el mundo por
causa del pecado será totalmente borrado.
Ahora bien, independientemente de la postura que asumamos en cuanto a la
localización permanente del Cielo, hay algo en lo que todos estamos de acuerdo:
el Cielo es un lugar real, un lugar perfecto y extraordinario, más allá de lo que
podemos concebir o expresar. El entorno celestial será sencillamente
indescriptible y nuestra condición será gloriosa, como Juan describe en
Apocalipsis 21. Cuando lleguemos al Cielo, tal vez recordaremos todos los
sermones que escuchamos y todos los libros que leímos acerca de este tema; de
ser así, veremos que en realidad se quedaron muy cortos.