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SAN FRANCISCO DE ASÍS Y LOS SACERDOTES

Cuenta la tradición franciscana que no quiso San Francisco ser ordenado


sacerdote porque no se consideraba merecedor de tal dignidad. En su
testamento, escrito poco tiempo antes de su muerte encontramos lo
siguiente: “Después me dio el Señor y me da tanta fe en los sacerdotes, que
viven conforme a las reglas de la santa Iglesia romana, por razón de su
ordenación, que, si me persiguieren, quiero acudir a ellos mismos. Y, aunque
yo tuviese tanta sabiduría como la que tuvo Salomón, y encontrase a los
sacerdotes pobrecillos de este mundo en las parroquias en que viven, no
quiero predicar contra su voluntad. Y a ellos y a todos los demás quiero
amar y honrar como a señores míos. Y no quiero fijarme en si son
pecadores, porque yo descubro en ellos al Hijo de Dios, y son mis señores. Y
lo hago por esta razón: porque lo único que veo corporalmente, en este
mundo, de ese mismo altísimo Hijo de Dios, es su santísimo cuerpo y su
santísima sangre, que ellos reciben y sólo ellos administran a los demás”. En
la Leyenda Mayor, San Buenaventura narra: “… les enseñó, además (a los
hermanos) a alabar a Dios en todas y por todas las criaturas, a honrar con
particular respeto a los sacerdotes…”
De la Carta a toda la Orden: “Oídme, hermanos míos: si la bienaventurada
Virgen es de tal suerte honrada, como es digno, porque lo llevó en su
santísimo seno; si el Bautista bienaventurado se estremeció y no se atreve a
tocar la cabeza santa de Dios, si el sepulcro, en el que yació por algún
tiempo, es venerado, ¡cuán santo, justo y digno debe ser quien toca con sus
manos, toma en su corazón y en su boca y da a los demás para que lo tomen,
al que ya no ha de morir, sino que ha de vivir eternamente y ha sido
glorificado, a quien los ángeles desean contemplar!
Ved vuestra dignidad, hermanos sacerdotes, y sed santos porque él es
santo. Y así como el Señor Dios os ha honrado a vosotros sobre todos por
causa de éste ministerio, así también vosotros, sobre todos, amadlo,
reverenciadlo y honradlo. Gran miseria y miserable debilidad, que cuando lo
tenéis tan presente a él en persona, vosotros os preocupéis de cualquier
otra cosa en el mundo. ¡Tiemble el hombre entero, que se estremezca el
mundo entero y que el cielo exulte, cuando sobre el altar, en las manos del
sacerdote está Cristo, el Hijo del Dios vivo!”

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