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Figura 1.14.

Varias capas de losas superpuestas, formadas por bloques de lava verde procedente de las
canteras de Koyun Baba, halladas en uno de los sectores del complejo del Mausoleo. Se aprecian algunas de
las abrazaderas de hierro fundido interconectando bloques (Fuente: P. Pedersen)

Con la llegada del Imperio Romano, las estructuras fueron siendo progresivamente más
pesadas. Adicionalmente, la invención del arco –y, por extensión, de la bóveda- introdujo
nuevas componentes de empujes horizontales sobre los apoyos de las nuevas estructuras.
Hay que tener en cuenta que, en los edificios griegos, las cargas transmitidas al terreno se
encontraban limitadas por la máxima luz que podían adoptar en sus arquitrabes en función
de la resistencia a flexión de la piedra que conformaba estos dinteles. Sin embargo, con la
adopción de la bóveda, los romanos conseguirían acudir a luces cada vez mayores,
aumentando la carga individual de cada columna. Estos dos factores, aumento de la
magnitud de las cargas concentradas y aparición de esfuerzos horizontales sobre las bases
de las estructuras motivaron que las cimentaciones tuvieran que ser adaptadas a nuevos
retos mecánicos.

En su obra “Los diez libros de arquitectura”, Vitrubio recogería algunas de las normas de
buena práctica sobre el diseño de cimentaciones que imperaban en su época. Así indicaba
que “donde sea posible la excavación se deberá continuar profundizando hasta encontrar un
terreno firme, e incluso se debería seguir profundizando en ese terreno firme hasta alcanzar
una profundidad a la que se puedan transmitir con seguridad las cargas de los muros: las
cimentaciones deberán ser construidas con los materiales más resistentes disponibles y su
anchura debería ser superior a la anchura de los muros por encima de la superficie del
terreno” (Libro I, Capítulo VIII, traducido a partir de Kerisel, 1985). Sin embargo no se llega a
especificar ninguna regla para determinar ese sobreancho, dejando su elección en manos

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