Está en la página 1de 5

Canción de encierro

Leslie Arenales

En la casa de mi abuela Rosa no habían libros pero sí teníamos una televisión. Viví con la abuela

de los cinco a los diez años. Llegué como una invitada y me quedé sin darme cuenta de que ya no

estaba de paso, sino de planta. Por las tardes, los fines de semana y en las vacaciones la casa era

mía y la compañía de mi abuela también.

Mi casa estaba en medio del camino a dos pueblos: Dolores Hidalgo y San Luis de la Paz.

Teníamos más jardín, tierra y animales que casa; un lujo que hasta ahora valoro. No estaba

encerrada pero sí alejada del mundo urbano. Así como no teníamos libros tampoco escuchábamos

tanta música; sólo encendíamos el radio cuando lavábamos la ropa. Yo sabía vivir con muy poco

y podía entretenerme con cualquier cosa. En una navidad vi en la televisión una película llamada

Cuento de Navidad que me causó mucha impresión, tanta que hasta ahora la recuerdo. Incluso,

después de muchos años, cuando leí el libro Canción de navidad, escrita por Dickens, en el que

está basada esa película, mi imaginación no pudo despegarse la imagen del señor Scrooge que vi

en esa película en blanco y negro.

El primero de los tres espíritus

Tengo treinta y un años y mi abuela Rosa aún está viva. Cuando busco mi recuerdo más antiguo

en mi cabeza, ella aparece acompañándome. Casi siempre el escenario de mis recuerdos es la

cocina. Cuando comenzaban las vacaciones de verano, yo dormía hasta que mi cuerpo quería, a

diferencia de cuando iba a la escuela y el despertador me levantaba de mal humor de la cama. A

cualquier hora que yo abriera los ojos mi abuela ya estaba de pie, trabajando en su cocina. Nunca

me tocó ver cuando ella se despertaba. El amanecer la sorprendía con las ubres de las vacas en las

manos. Cuando yo iba a buscarla a la cocina, ya brincoteaba el aceite en el sartén y la leche

hervía hasta desbordarse de la olla.


Yo aprendí a cocinar viendo y haciendo lo que una niña podía hacer; pelar papas y

chícharos, despedazando quelites con las manos, limpiar lentejas o habas. Mi abuela es vieja

desde que me acuerdo. Sus manos son fuertes y morenas; tienen la textura del tronco de la

higuera en la que nos sentábamos por las tardes a pelar naranjas. Mi abuela está viva, ya lo he

dicho, pero ahora que estoy sola y lejos de ella, pienso y siento que viene a verme, como si fuera

un espectro de los que visitaron al Señor Scrooge en navidad. La siento aquí, precisamente en mi

cocina.

Ella fue el primer espíritu en pararse en mi casa durante este encierro. Yo había olvidado

la rutina de meterme a la cocina. Con la prisa, antes de la cuarentena, llegaba a casa de noche a

preparar cualquier cosa que no implicara tanto alboroto. A mi realmente nunca me ha molestado

cocinar. Me irrita que a las mujeres se nos hayan otorgado el lugar de la cocina por imposición

pero descubro en estos momentos que la cocina también puede convertirse en un lugar de amor y

libertad. Pienso que el cuidado que hemos dado las mujeres a la humanidad a través de los

alimentos también tiene un tinte revolucionario.

Vuelvo a tener contacto con los olores y las hierbas que mi abuela me enseñó a

diferenciar; comino, clavo y canela tienen que ser distinguidas por olfato; orégano, epazote y

cilantro, cuando están frescos, se revelan fácilmente ante la vista. Cocinar es un momento-oasis

en el encierro. A veces logro igualar olores de la comida que hacía mi abuela. Ella está en mí y

me detiene cuando estoy a punto de “pasarme de sal” en la sopa.

El segundo de los espíritus

Tener a mi madre y a mi padre lejos me dio el hábito de escribir cartas. En ellas contaba cosas sin

gran profundidad, casi siempre escribía que yo estaba bien y que en la escuela todo era igual que

siempre o que los perros se habían ido de la casa. Todas las cartas que les escribía eran similares.
A veces me pintaba la boca con un labial rojo y mandaba “besos”. Las respuestas tardaban en

llegar. Me emocionaba mucho al recibir una respuesta, mi mamá me mandaba billetes entre las

hojas de papel y mi papá enviaba fotografías. Eso las hacía más interesantes.

En este encierro, no tengo mucho tiempo libre en realidad, me comunico con mi familia y

amigos por audios de Whatsapp, las cartas de esta época. Le mando un audio amigo:

–Hola, hasta ahora respondo el audio que me mandaste antier, lo siento, aunque estoy

todo el día aquí metida, igual me lleno de ocupaciones. Ya pensé mucho en lo que dijiste… –y

estructuro mi mensaje tal cual como lo hacía cuando escribía las cartas, aunque con más

contenido que antes. Saludo, cuento algo que me ha parecido importante, doy ejemplos, comento

sus audios anteriores y me despido esperando una pronta respuesta.

Escucho una y otra vez los audios que me gustan mientras riego las macetas que se han

adueñado de los muebles cercanos a las ventanas. Escucho mis propios mensajes como

releyéndome para saber si he dicho bien lo que quise decir. Elijo un tono caluroso y lo más

cercano que puedo, los audios son mi carta hablada, son de la familia de las tarjetas musicales del

día de las madres. Le mando a mi madre un audio con saludos en tono muy efusivo, ella tampoco

contesta inmediatamente, en realidad nos conocemos muy poco, debería preguntarle más cosas

para saber quién es ella más allá de su papel de “mi mamá”. También grabé hace unos días un

audio larguísimo donde cuento acerca de lo extraño que fue haberme escuchado reír a carcajadas

por un video que me mandaron por whatsapp. Mi risa explosiva había estado guardada por

semanas. Fue un buen hallazgo haberla descubierto de nuevo y notarla como un evento

importantísimo digno de contar en una audio-carta.

En las noches, que es cuando tengo más tiempo para mí, escucho audios que se han ido

acumulando a lo largo del día, como cartas apiladas en mi buzón. Aranzazú está estresada, siente

que esto no tiene fin. Ana, necesita un cuarto propio, duerme con sus padres y aún así siempre es
gentil a pesar de las circunstancias. Priscila, ha llevado a su perrito al veterinario porque lo

envenenaron. Érika, debe salir a trabajar; ella misma se ha procurado el material de protección

que su trabajo no le da. Gaby aprende a usar su computadora para dar clases en línea. Nía

contesta después de cinco u ocho días. Ari se vuelve una alquimista de sí misma. Ireri no deja de

encarnar la generosidad. Al escucharlas me acompañan. Sus voces “espíritus” se sientan en la

esquina de mi cama junto con el de mi abuela. Me acompañan mientras me quedo dormida.

El tercero de los tres espíritus

Mientras me tiro en la cama a comer cacahuates y sentir que el tiempo no avanza, pienso que yo

no sé quien seré cuando termine el confinamiento. A veces afirmo que no quiero salir de nuevo.

Me gusta lo que veo en mí y en las demás personas. Luego me culpo por querer estar bien a toda

costa, me pregunto si será egoísmo o si es miedo.

Las videollamadas son un medio extraño y efectivo para husmear. He visto lugares a los

que tal vez jamás podría tener acceso, como a las casas de mis maestras y compañeras y

compañeros con los que a lo mucho he cruzado un par de palabras en la escuela. Me agrada saber

que por videollamadas mostramos lo mejor que somos; cuidamos el lugar que será la

escenografía de nuestro rostro ante los demás, damos la mejor atención a quien intenta expresarse

de la mejor manera que puede. Lo intentamos y a veces lo logramos. Dejamos a la vista un

pedacito de nuestra intimidad. Me imagino que puedo entrar a los espacios en donde están las

personas a las que veo. Soy una yo imaginaria, mi yo de lo que desearía ser cuando el encierro

termine. Una yo, que traspasa la pantalla de una computadora y se mueve entre libreros, roperos,

paredes bien y mal pintadas, posters y ventanas. Los escenarios negros son lo que más me

importan, las puertas cerradas de quienes no prenden su cámara durante las clases, ¿qué estarán

haciendo? ¿qué secreto esconderán? En las videollamadas se filtran risas de niños, el grito del
gasero pasando por la ventana de Nelly, la incesante grabación “ se compran, colchones,

refrigeradores, estufas, lavadoras, microondas…”. A veces coinciden las campanas de la basura

de aquí y de allá, detrás de la computadora. Los ladridos de los perros de la casa de Selene, que

está a muchos kilómetros de mi casa, se teletransportan y llegan hasta acá en dos segundos.

Imagino el primer abrazo que recibiré y el olor de la primera taza de café que tomaré

fuera de casa. Esa “yo” del futuro también vive ahora conmigo, siente ahora lo que proyecto

como futuro posible. Puedo estar en mi casa sin ruido, trenzándome el cabello una y otra vez

como cuando era niña. Tal vez evito la realidad que hay afuera y sólo me fijo en mi tribu de

espectros-mujeres paseando en mi casa. Abrazo a mi hijo y descubro en su cabello un pedacito de

la zanahoria que él ralló para hacer la ensalada juntos. Soy un cigoto de espectro que en un

futuro, cuando algún presente lo amerite, le llenará de pasado su casa.

También podría gustarte