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CONFLICTO PARQUE INDOAMERICANO

Durante los días de conflicto en el parque Indoamericano, en un aula de la escuela 15 de Lugano, a la


que van pibes de los barrios Samoré, Copello y Nájera (con padres que rechazaban la toma) y chicos de
Villa Cildáñez y la Villa 20 (con padres que eran ocupantes), se vivió la siguiente escena, relatada por
Malena Risso, docente del grado:
–¿Qué te pasó? Estás golpeado –le preguntó Malena a uno de sus alumnos.
–Me caí cuando me corrió la Metro –respondió el chico.
–¿Por qué?
–Y por que ejecutamo’ al pibe, seño.
–¿A qué pibe?
–A un pibe. Pero un bajón. Le dimo’ masa, le dimo’ corcho, pero al final era salteño, no era boliviano.
Malena cuenta que al escuchar eso su pecho se llenó de angustia.
–Un bajón, seño. Estaba con mi viejo y mi hermano y había que sacar a todos esos negros de mierda.
Pero un bajón, seño, porque no era boliviano, era salteño. Metimos la pata.
En ese momento una alumna se paró y dijo:
–Yo soy boliviana, ¿qué pasa? Yo soy la que te presta los útiles, yo soy la que te ayuda y ella –la piba
señaló a una compañera– es la que te explica matemáticas cuando vos no entendés. Nosotros, los
bolivianos, somos los que te ayudamos a vos.
Los protagonistas del diálogo tienen ocho años de edad.
Tras el relato, Malena retoma la compostura: “Fue la primera vez que viví esta situación de
discriminación entre los chicos. En el colegio veo de todo, a esta altura es difícil asustarme por algo,
pero esta discriminación entre los pibes no la viví nunca. Al contrario, los chicos que vienen acá son
paraguayos, argentinos, bolivianos y peruanos y son muy solidarios siempre. ¡Siempre! Pero reproducen
las porquerías de sus padres, ya que, que yo sepa, los pibes no discriminan nunca”.
Malena cuenta que al escuchar eso su pecho se llenó de angustia.
–Un bajón, seño. Estaba con mi viejo y mi hermano y había que sacar a todos esos negros de mierda.
Pero un bajón, seño, porque no era boliviano, era salteño. Metimos la pata.
En ese momento una alumna se paró y dijo:
–Yo soy boliviana, ¿qué pasa? Yo soy la que te presta los útiles, yo soy la que te ayuda y ella –la piba
señaló a una compañera– es la que te explica matemáticas cuando vos no entendés. Nosotros, los
bolivianos, somos los que te ayudamos a vos.
Los protagonistas del diálogo tienen ocho años de edad.
Tras el relato, Malena retoma la compostura: “Fue la primera vez que viví esta situación de
discriminación entre los chicos. En el colegio veo de todo, a esta altura es difícil asustarme por algo,
pero esta discriminación entre los pibes no la viví nunca. Al contrario, los chicos que vienen acá son
paraguayos, argentinos, bolivianos y peruanos y son muy solidarios siempre. ¡Siempre! Pero reproducen
las porquerías de sus padres, ya que, que yo sepa, los pibes no discriminan nunca”.
Malena es docente en varias escuelas de Lugano, Mataderos y Villa Soldati. Agrega que es habitual que
entre los chicos se presten las hamacas y que jueguen al fútbol sin ningún problema por la nacionalidad
de cada uno. Sí, por supuesto, hay miles de otras dificultades de relación y vínculos entre ellos, pero la
nacionalidad jamás fue un conflicto. “El problema lo generan sus padres –sentencia la maestra–. En
estos barrios, por ejemplo, al pie de cada edificio hay una pequeña placita. Pero allí sólo juegan chicos
bolivianos. Los argentinos no bajan porque sus padres no los dejan ya que no quieren que se junten con
hijos de bolivianos o paraguayos. Por estas mismas razones, estos padres nunca iban al Indoamericano.
Allí, además de ser un lugar para tirar ‘fiambres’ (cadáveres), tanto por parte de la policía como de los
ladrones, es un espacio al que sólo va la comunidad boliviana. Los argentinos no lo visitan nunca por el
mismo motivo por el cual no dejan que sus hijos jueguen en las placitas de los edificios”.
Descender de los barcos, bajar de los micros. Malena también es madre, y su hija va a una escuela de
Liniers, al sur de la avenida Rivadavia. Su maestra, hace poco, le dijo: “Tu piba es muy rubia, muy
linda. Vos quedate tranquila, que yo no dejo que se siente con los bolivianos”. Por supuesto, la respuesta
de Malena a sus palabras fue un sumario automático, también hermoso.
Y es que el color de la piel califica –aun en el siglo XXI–, construye status y establece una forma de
vincularse. Los fenotipos estereotipados, sea indoeuropeo o con “cuerpo de boliviano”, también definen
si se es descendiente de aquella inmigración beneficiosa, blanca, aceptada, épica, admirable en su afán
de esfuerzo y ahorro, o si se pertenece a lo que muchos consideran como una inmigración oscura,
ignorante, sumisa, que “hace caca en los árboles”, que “tiene un presidente mitad indio mitad chino”,
que “quiere que el Indoamericano sea reconocido como una provincia del Estado boliviano”(esta frase
se escuchó varias veces durante el reciente conflicto) y que, desde que se “injertó” en este país, generó
“el problema” de la inmigración. Para este problema “descontrolado”, según señaló el jefe de Gobierno
Mauricio Macri, la respuesta es “saber quiénes son los que vienen al país” o –tal como insistió el jefe de
Gabinete, Horacio Rodríguez Larreta– conocer “todos sus antecedentes penales”.
Una propuesta cosanguínea con la Ley de Residencia o Ley Cané sancionada en 1902, cuyo artículo 1º
establecía que “el Poder Ejecutivo podrá ordenar la salida del territorio nacional a todo extranjero que
haya sido perseguido por tribunales extranjeros por delitos comunes”. Pero que se acercaba aún más a
las aspiraciones del funcionario en su artículo 3: “El PEN podrá impedir la entrada al territorio a todo
extranjero con antecedentes penales”. La norma fue derogada hace más de 50 años. Ya en ese entonces
era retrógrada, expulsiva, discriminadora y xenófoba.
Así, tras el pedido de mayor control sobre los inmigrantes y en pleno conflicto por el parque ubicado en
Villa Soldati, se escuchó la defensa de una mujer ante los noteros de TV: “Nosotros somos tan
inmigrantes como los abuelos de Macri”. Y es verdad. Giorgio Macri, el abuelo de Mauricio, llegó en
barco desde Calabria, Italia en 1949. Como él, miles de tanos, gallegos, rusos y turcos buscaron un techo
en estas tierras. Sin embargo, si bien hoy la película oficial de la historia habla de aquellos barcos
embarazados de gente con ilusiones, la realidad es que en Argentina hubo casos de furibundos brotes
xenofóbos. Esos inmigrantes no sabían de la matanza de 1872 en Tandil, cuando cincuenta gauchos
armados, al grito de “mueran los gringos y los masones”, llegaron hasta ese pueblo y degollaron a 47
inmigrantes por ocupar el espacio público de aquellos gauchos. O ignoraban que en este país existió la
Liga Patriótica alumbrada en 1919 y constituida por grupos parapoliciales que se ensañaron contra los
extranjeros por portación de ideas “subversivas”.
Suponer que aquellos tiempos de Patagonia Rebelde no son estos tiempos puede ser equivocado. En
2000, quinteros bolivianos afincados en Escobar, Zárate y Campana padecieron más 50 ataques en pocos
meses. Hombres armados irrumpían en sus casas durante la noche, golpeando incluso a mujeres y niños,
en un modus operandi similar al de los grupos de tareas de la dictadura militar.
Así fue que con el correr del siglo XX, la inmigración europea ganó status al tiempo que la inmigración
de los países limítrofes fue y es denigrada. No casualmente se comenzó a asimilar y beatificar la
inmigración europea y el descenso de los barcos al mismo tiempo que muchas naciones
latinoamericanas, en particular las andinas, empezaron a revalorizar lenta pero sólidamente sus raíces
incas, aymaras o guaraníes. Así, la Argentina abraza su eurocentrismo para diferenciarse aún más de sus
hermanos limítrofes. Ambas migraciones son económicas, ya que tienen como finalidad vivir mejor.
Pero entonces, ¿por qué se diferencia y se contrapone aquella que protagonizaron la mayoría de nuestros
abuelos con la llegada de habitantes de países limítrofes? “En los dos casos, quienes llegaban, trabajaban
larguísimas horas en condiciones muy duras, pero a diferencia del inmigrante limítrofe, a los de ultramar
no se los declaraba ni ilegales ni indocumentados. Esto les permitía reclamar por sus derechos,
denunciar abusos y explotación, e incluso sindicalizarse. Ningún empleador hubiera osado reducir a la
servidumbre a un extranjero, ningún policía lo hubiera detenido arbitrariamente en la calle para exigirle
dinero a cambio de la documentación faltante”, apunta María Inés Pacecca, de la Asociación por los
Derechos Civiles, en su artículo “Perversos circuitos de ilegalidad” publicado en Le Monde
Diplomatique en 1999. En ese trabajo, Pacecca agrega que ilegal no se nace, se hace: “El efecto primero
y principal de la normativa restrictiva que se aplicó durante décadas fue aumentar la cantidad de
residentes en situación irregular. Estos casos muestran la vigencia del extranjero como figura
sospechosa, cuyas acciones son delictuales, fraudulentas o ilegítimas.
La sospecha se funda en la nacionalidad: el cuerpo de la persona se constituye en el primer indicio y en
el disparador de la secuencia recogida en los casos. Así, a partir del cuerpo social y “racialmente”
clasificado y significado, la pregunta inquisitorial por la nacionalidad y por el origen deviene un motivo
reiterado. La sospecha o la confirmación del origen (boliviano) aparece como causa y justificación de un
tratamiento desigual: no se aplican ni los mismos derechos ni las mismas reglas”. De esta manera, lo que
el Estado vocifera sin decirlo es “para ustedes no hay un lugar legítimo”. Así como la Ley Avellaneda,
sancionada en 1876, fue pensada para fomentar la inmigración europea, gran parte de la normativa
posterior a 1950 fue dirigida a la inmigración limítrofe, aun cuando rara vez se la mencione
explícitamente y cuyo mensaje es por lo menos ambiguo: son necesarios en términos laborales pero de
dudoso beneficio en cuanto a su contribución social y cultural al blanquísimo “crisol de razas”.

Prejuicios oficiales. Esta postura del Estado permite empezar a entender las actitudes de algunos
sectores sociales, ya sean de clase media o pauperizados, como los habitantes de los barrios lindantes al
parque Indoamericano. Vecinos molestos, indignados por la “otredad” boliviana y sobre todo asustados.
Un temor que se plasma en el discurso de la inseguridad. “Los bolivianos tienen vínculos con la droga y
el delito”, se acusa. Sin embargo, según cifras oficiales, sólo el 5 por ciento del total de la población
carcelaria es extranjera. Este número incluye a los no residentes o extranjeros de paso, con lo que la cifra
disminuye aún más si se analiza a los presos extranjeros que efectivamente viven en el país, y se reduce
aún más en el caso de los bolivianos, ya que este colectivo, si bien mayoritario, es sólo una de las
nacionalidades del total de extranjeros presos. Miradas al Sur se comunicó con Alejandro Marambio,
director del Servicio Penitenciario Federal, quien dijo: “Es muy baja la cantidad de presos de países
limítrofes que tienen comportamientos violentos en un penal. Muchos ya saben oficios y cuando se les
da un trabajo tienen muy buena predisposición. Es evidente que en muchos casos están en la cárcel por
falta de oportunidades. Salvando las distancias, existe cierta similitud con la inmigración de nuestros
abuelos, en el sentido de que ambas inmigraciones llegaron con un bajo nivel cultural y educativo y al
mismo tiempo con un fuerte valor de la cultura del esfuerzo para ganarse el pan, para ahorrar de a poco
y así ir creciendo. La diferencia respecto de nuestros abuelos es que la inmigración de los últimos años
padece la exclusión social”.
Pero si la cantidad de delitos cometidos por la población migrante es efectivamente baja; si ya se sabe
que –según los censos nacionales– la migración se mantuvo en los mismos valores proporcionales desde
el siglo XIX y que la única diferencia es que ahora las poblaciones migratorias se concentraron en los
centros urbanos generando la ilusión óptica de que cada vez hay más bolivianos; si según un reciente
informe de la Sociedad de Estudios Laborales, los inmigrantes de países limítrofes ocupan sólo el 5 por
ciento del total de empleos existentes, cabe preguntarse qué es lo que tanto perturba a parte de la clase
media baja respecto de la presencia de los bolivianos. Para Sergio Caggiano, doctor en Ciencias
Sociales, investigador del Conicet y experto en temas migratorios, algunos sectores sociales toleran la
presencia de los bolivianos si evidencian la distinción social, en la que, por lo general, el boliviano se
ubica en una situación peor. “El problema para esos sectores medios, incluso los más pauperizados, es
cuando migrantes bolivianos comienzan a reclamar por sus derechos. En esos casos, se percibe que si los
inmigrantes obtienen una vivienda digna y no la casilla de una villa, esos límites de clase se van a
difuminar y entonces ellos mismos se van a ‘bolivianizar’, algo que no soportan por el estigma creado en
torno de los bolivianos”. Mientras las personas bolivianas hagan la comida, limpien la casa, críen a sus
hijos o estén encerradas en un taller clandestino más de 20 horas diarias, no ‘molestan’. Pero si
comienzan a movilizarse para vivir mejor, se activan todos los prejuicios larvados y en silencio,
poniendo en marcha un feroz mecanismo discriminatorio y xenófobo. Un sistema que aumenta en
velocidad si el combustible lo ponen los discursos de la máxima autoridad porteña.
“Cuando Macri habló contra la supuesta migración descontrolada se pudo leer entrelíneas un doble
mecanismo discriminador y racista. Un mecanismo de ‘elección’ del ‘nosotros’. Ese ‘nosotros’ puede
ser una nación, un grupo o una clase social elegida. Hay un ‘nosotros’ implícito que seríamos, según lo
que opina Macri, los que merecemos trabajar y vivir en la ciudad. De manera indirecta, se criminaliza al
migrante sin derecho a defensa alguna. Ese ‘nosotros’ de ‘los elegidos’ es indeterminado y por ello logra
interpelar a muchos sectores y los aglutina como aquellos que pueden sentirse bien distintos al ‘otro’, al
extraño, al que nos invade, al ajeno. Aunque no lo haga de manera consciente le está hablando al vecino
de Recoleta o Barrio Norte. Al mismo tiempo, hay un proceso de ‘selección’. Se selecciona al que está
dentro del nosotros, se lo ‘detecta’ y se lo señala para que ocupe su lugar en la villa, que es donde le
corresponde, sin que importe la necesidad de que viva en un lugar mejor. En ese caso, le habla al vecino
de los barrios lindantes a la villa”, detalla Caggiano.
El discurso de Mauricio termina así siendo un discurso anclado en el miedo al progreso ajeno y que
busca dotar de ilegalidad a los migrantes, tal vez porque un inmigrante ilegal es mano de obra más
flexibilizada, más descartable. Las mismas manos que, según denuncias realizadas, son las que se
utilizan en los talleres textiles clandestinos de la firma Awada, de la que la flamante esposa del jefe de
Gobierno es socia principal. Tal vez, cuando pronunció su apología al “control” de la migración, Macri
pensó en aquellos trabajadores clandestinos. Tal vez el parque Indoamericano le haya servido a Macri
para hablarle a la sociedad más reaccionaria. O tal vez se trate del más claro ejemplo del peligro que,
como sentenciaba Bertolt Brecht, encierra todo burgués asustado

¿Un pogrom de la clase media?


Una columna de opinión publicada en estos días en Página/12 resumió un argumento que circuló con
insistencia entre medios progresistas a propósito del conflicto del parque Indoamericano. La clase media
habría demostrado la violencia de su racismo y su desprecio a los pobres en un brote xenófobo que
concluyó en un ataque físico. Un “pogrom de la pequeña burguesía”, ni más ni menos. La conclusión
resuena en un cierto sentido común de la gente de izquierda, según el cual la clase media siempre
termina actuando según conviene a la derecha. Declaraciones recientes de la Presidenta apuntaron en la
misma dirección. Y de hecho existe una larga tradición desde tiempos de Jauretche que a su vez
entronca con juicios similares de la izquierda internacional, que culpó a los sectores medios, entre otras
cosas, de haber sido la base de apoyo del nazismo (una afirmación para la que los historiadores nunca
encontraron evidencia empírica). De allí que la idea de un “pogrom de la clase media” no suene del todo
descabellada.
Un análisis más cuidadoso echa dudas sobre esta veloz sociología. No hay dudas de que las actitudes
antiplebeyas y los prejuicios raciales forman parte de la identidad de la clase media. En mis
investigaciones sobre su historia, pude mostrar que esa identidad se apoya sobre un relato del pasado en
el que la clase media actual sería la heredera de la inmigración europea que llegó al país luego de la
organización nacional. Según este relato, esos inmigrantes lograron ascender socialmente a través de su
propio esfuerzo y serían los abanderados del progreso nacional. Argentina sería entonces “un país de
clase media” por obra de este componente europeo, supuestamente ausente en el resto de América latina.
Este orgullo de clase, ligado a un orgullo nacional, se apoya en una imaginación social y geográfica
implícita. Si los europeos debieron traer el progreso, entonces hay que concluir que la población
mestizada previa era incapaz. El pobre, en esta visión, es tan poco apto para progresar individualmente
como para asegurar el progreso del país. Y lo es, precisamente, porque no es europeo o, en otras
palabras, porque es un “negro”. Pero además, ya que el progreso nacional se asocia a la inmigración, y
ya que ella se radicó en la región pampeana, el orgullo de clase supone también un prejuicio respecto del
Interior, sindicado desde tiempos de Sarmiento como tierra de atraso y barbarie, precisamente por su
componente criollo-mestizo. La ciudad de Buenos Aires es el emblema de esta manera de concebir el
país: mantener su supuesto carácter “blanco y europeo” es fundamental para asegurar la supervivencia
de ese país que imagina ser “de clase media”. La presencia de cabecitas negras o “extranjeros” de países
limítrofes pone en cuestión esa identidad, al “indoamericanizar” la ciudad-emblema. La reciente lucha
por el acceso al espacio urbano en Soldati indudablemente se enmarca en estas narrativas que definen
quién es un ciudadano o “vecino” y quién no.
Pero dicho esto, no debe perderse de vista que los sectores medios son un conglomerado heterogéneo.
En Argentina se autoidentifica como “clase media” una proporción mucho mayor de la población que en
países como Estados Unidos o Inglaterra (que en términos objetivos tienen una clase media más
extensa). La clase media no es un grupo social concreto, sino apenas una identidad cuya función es
intentar, justamente, dar consistencia y unidad a un conglomerado que no las tiene. Es falso decir que “la
clase media siempre tiene actitudes de derecha”: en varios momentos cruciales de la historia de nuestro
país amplios sectores medios actuaron políticamente asociados a movimientos populares obreristas o
plebeyos. La identidad de clase media en Argentina, como mostré en mis investigaciones, fue
inicialmente promovida por los sectores de la elite precisamente para intentar evitar que esto sucediera,
algo que consiguieron parcialmente en algunos momentos, pero no en todos.
Pero por otro lado, culpar del brote xenófobo a la clase media nos impide ver que los prejuicios contra
“negros” y extranjeros están hoy extendidos también entre las clases populares. “Boliviano” es un
insulto frecuente entre villeros. Y de hecho el supuesto pogrom fue protagonizado menos por la
“pequeña burguesía” que por vecinos de Soldati que, no por ser de clases populares, dejaban de tener
prejuicios contra villeros y extranjeros. Los brotes xenófobos que hemos tenido en nuestro país –
afortunadamente muy pocos– han sido casi siempre alimentados por las elites: los conservadores en el
Centenario, Videla, Menem y Duhalde y ahora Macri.
Como advirtió alguna vez Chacho Álvarez, es hora de “abandonar el librito de Jauretche”: ni los
sectores medios llevan en su ADN el ser de derecha, ni las clases bajas son siempre un reservorio seguro
de progresismo y solidaridad. Las rápidas sociologías políticas que solemos emplear son hoy un
obstáculo para el pensamiento y para la política.

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