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Para Roland Barthes, la obra literaria es un producto histórico, como cualquier otro

producto cultural, pero al mismo tiempo ejerce una resistencia frente a la historia. Esto
quiere decir que se la puede leer más allá de sus determinaciones históricas, dejando en
un segundo plano ese contexto en el que se produjo, y haciendo especial foco en
preocupaciones que no son necesariamente las del momento histórico en que surgió.
Considerando la afirmación anterior, existe una serie de saberes consensuados y
transmisibles acerca de la literatura como práctica que, con transformaciones, se ofrecen
a lo largo de la cultura occidental y que permiten leerla como un producto del lenguaje,
como una forma verbal que significa de diferente modo según qué se decide examinar
en ella. Tanto las categorías instrumentales que se emplean para dar nombre y establecer
un acuerdo sobre ciertos fenómenos propiamente literarios (género, yo lírico, estructura
narrativa, figuras retóricas, etc.), como las ideas desarrolladas con sistematicidad por
algunos autores (sobre género, relaciones entre literatura y lenguaje, o entre literatura y
sociedad, y función de la literatura) son discursos para su estudio.
Observamos dos modos básicos de responder a la pregunta acerca de qué es la literatura.
Uno de ellos remite a la posibilidad de considerar que la literatura se define por rasgos
propios, intrínsecos, como si esta fuese un objeto estable, caracterizado por marcas más
o menos permanentes. El otro lleva a la conclusión de que la literatura solo se puede
determinar considerando su contexto de producción, la forma que adopta en relación
con otros discursos, su funcionamiento en un espacio cultural dado. El estudioso de la
literatura Terry Eagleton afirma que, si adoptamos el primer criterio, asumimos una
postura ontológica, es decir, relativa al ser de la literatura; mientras que, si adoptamos el
segundo, proponemos una mirada funcional. Se trataría, en este último caso, de
preguntarse cómo se manifiesta ese objeto discursivo que se pretende literario en un
contexto dado en relación con otros objetos discursivos y, sobre todo, qué función le
asigna la sociedad a eso que se denomina literatura. Eagleton subraya el arraigo de las
concepciones ontológicas de la literatura que la definen, respectivamente, como ficción
(creación imaginaria); como un modo particular de escribir, diferente por su
constitución y sus efectos del lenguaje práctico y cotidiano –y hasta opuesto a él– (lo
poético), y como un discurso que no posee una utilidad práctica inmediata, que se presta
a diversos usos, ninguno de los cuales se asocia a una aplicación directa (lo no
pragmático). Si bien el teórico inglés considera incompletas estas definiciones y –dado
su carácter ontológico– poco productivas, a partir de su impugnación ha puesto de
relieve las concepciones más poderosas, más difíciles de objetar, incluso a través de los
tiempos, en lo que se refiere a la caracterización que es posible realizar de la literatura.
La mayoría de los lectores acepta lo ficcional como marca de lo literario. Nadie cree,
tampoco, que lee literatura cuando se enfrasca en la lectura de una nota deportiva, de
lenguaje directo, previsible, facilitador de representaciones y conceptos: sabe que la
literatura es desvío, que produce efectos laterales que exceden a la pura información
porque habla un lenguaje diferente (poético). No se lee literatura para que la obra opere
en forma inmediata sobre el mundo real (lo no pragmático).
¿Qué consecuencias comporta considerar la literatura según el modo como funciona en
un contexto dado? Según esta perspectiva, podría decirse que es literatura lo que se lee
como tal en un momento y espacio determinados. Son los lectores los que definen o
determinan lo que la literatura es. Estos lectores nunca pueden hacerlo de un modo
radicalmente subjetivo y guiados por tendencias del todo ajenas a lo que de algún modo
la sociedad y sus instituciones inculcan al respecto. Eagleton afirma que la
determinación de lo que es la literatura tiene un marcado carácter ideológico, porque
remite a un conjunto de valoraciones que trascienden las decisiones personales de los
sujetos lectores. Los juicios de valor se relacionan estrechamente con las ideologías
sociales. No se refieren exclusivamente al gusto personal, sino también a lo que dan por
hecho ciertos grupos sociales y mediante lo cual tienen poder sobre otros y lo
conservan. Según esta postura, entonces, los textos que se consideran literatura no
poseen un valor literario en sí mismos.
Tienen modos de ser, modos de funcionar y de producir efectos. Esta es una mirada
semiológica. Afirmar que la literatura es lo que se lee como literatura en un momento y
ámbito dados pone en escena, otra vez, un modo de ser de lo literario, inseparable del
modo como funciona y de los efectos que produce. Porque ¿qué significa leer como
literatura? El semiólogo checo Jan Mukarovsky, representante de la Escuela de Praga,
responde en términos muy convincentes. Parte de la convicción de que la literatura es
un discurso autónomo, esto es, en primer lugar, poético, porque lo que importa es el
espesor de su construcción, de la que depende aquello que designa (no es reflejo de lo
dado, sino recorte, representación intencional a partir de la combinación de ciertos
procedimientos); y en segundo término, ficcional, porque crea un mundo que obedece a
sus propias leyes: verosímil, pues responde a ciertas convenciones, no forzosamente a
una realidad concreta y tangible.

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