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Viruela

Un virus que lleva afectando a la humanidad desde hace 10.000 años.


Su nombre hace referencia a las pústulas que aparecían en la piel de
quien la sufría. Era una enfermedad grave y extremadamente
contagiosa que llegó a tener tasas de mortalidad de hasta el 30%. 

Se expandió masivamente en el 'nuevo mundo' cuando los


conquistadores empezaron a cruzar el océano afectando de manera
terrible una población con defensas muy bajas frente a nuevas
enfermedades, y en Europa tuvo un periodo de expansión dramático
durante el siglo XVIII, infectando y desfigurando a millones de
personas.

¿Maldición del año 20? Las pestes y pandemias que han ocurrido en


cada siglo
 

Sarampión
Se estima que el sarampión acabó con la vida de 200 millones de
personas antes de que se encontrase una vacuna.

Precisamente antes de que la vacuna se introdujera en 1963 y se


generalizara su uso, cada 2-3 años se registraban importantes
epidemias de sarampión que llegaban a causar cerca de dos millones
de muertes al año.

La 'Gripe Española'
A pesar de que los primeros casos se dieron en Estados Unidos en
1918, esta gripe fue bautizada así porque España se mantuvo neutral
en la Gran Guerra y la información sobre la pandemia circulaba con
libertad, a diferencia de los demás países implicados en la contienda
que trataban de ocultar los datos.

En plena I Guerra Mundial, la 'Gripe Española' se extendió por medio


mundo sin control, dejando a su paso entorno a 50 millones de
fallecidos.

Peste negra
Esta pandemia asoló a Europa a mediados del siglo XIV
transmitiéndose a través de parásitos como pulgas y piojos que vivían
en ratas, otros roedores y en los propios humanos.

Se cree que una vez más la epidemia empezó en Asia y se dispersó


hacia Europa aprovechando las rutas comerciales.

El ‘arca de Noé’ que baraja el Gobierno para el confinamiento


 

VIH
A pesar de que pueda parecer una enfermedad diferente a las
anteriores, el virus de la inmunodeficiencia humana tiene una tasa de
mortalidad del 80% si no se trata a tiempo.

Por el momento no hay cura, aunque sí cuenta con determinados


tratamientos que pueden llegar a disminuir la enfermedad hasta casi
eliminarla del organismo en los mejores casos.
¿Qué impacto tuvo en nuestro país?

Viruela:

A partir de 1980, luego de que la Organización Mundial de la Salud anunciara “la


muerte” de la viruela, esta enfermedad y su agente causal parecían destinados a pasar
a las arcas del olvido; sin embargo, eventos posteriores relacionados con el
recrudecimiento del terrorismo en general y del bioterrorismo en particular,
demostraron que, aunque controlada en el ámbito epidemiológico, la viruela debía ser
tomada muy en cuenta en diversos aspectos del quehacer mundial. En este contexto
aparece el libro “La viruela en Venezuela. Epidemias y defensa durante el siglo XIX”
(2012) del Dr. Vidal Rodríguez Lemoine, profesor universitario (Facultad de Ciencias,
Universidad Central de Venezuela) y miembro numerario de la  Academia de Ciencias
Físicas, Matemáticas y Naturales y de la Sociedad Venezolana de Historia de la
Medicina. El libro recrea, recuerda y registra las peripecias y el devenir de esta
enfermedad desde la antigüedad y las formas de combatirla. El interés del autor por
este tema es de larga data, teniendo sus raíces en su época de estudiante
universitario. Tal interés brotó con fuerza alrededor de 1990 cuando “descubrió” que
en Caracas había existido un cuasiefímero centro de producción de vacuna antivariólica
unos 100 años antes: el Instituto Pasteur de Caracas, creado por un grupo de jóvenes
médicos venezolanos liderados por Santos Domínici. A partir de ese “descubrimiento”,
Rodríguez Lemoine continuó investigando diversas facetas y aspectos relacionados con
ese instituto, y en particular su importante papel en los inicios de la investigación
biomédica en Venezuela. Fruto de esa extensa inquisición ha sido una serie de artículos
publicados en libros y revistas especializadas. Esos estudios, complementados con una
revisión exhaustiva de la información sobre la aparición y subsecuente entronamiento
de la viruela en Venezuela, de los métodos de protección contra la enfermedad,
especialmente el descubrimiento de la vacuna de Jenner, de las diversas iniciativas
para facilitar la aplicación e institucionalización de la vacuna en Venezuela, nos lo
entrega ahora Rodríguez Lemoine como un florilegio histórico-científico que viene a
enriquecer notablemente el acervo bibliográfico venezolano.

El texto del libro está organizado en dos grandes secciones (no explicitadas). En la
primera se revisa el tema de la viruela, desde sus orígenes en la antigüedad, pasando
por su implantación en Venezuela y su posterior desarrollo hasta el siglo XIX; aquí se
incluye también un capítulo sobre los dos grandes métodos utilizados para prevenir la
enfermedad: la variolación y la vacunación. En la segunda sección se aborda el tema
de los comienzos de la investigación biomédica en Venezuela, analizando las diversas
iniciativas, tanto gubernamentales como académicas y privadas; particular énfasis
pone Rodríguez Lemoine en el origen, propósitos, actividades, cenit y ocaso del
Instituto Pasteur de Caracas, tema que le es particularmente caro. Pero el autor va
más allá de un simple análisis discursivo, pues magistralmente coloca esos temas en el
contexto de la situación político-social del país, desentrañando las relaciones entre
política y ciencia. El libro concluye con un interesante apéndice sobre la viruela y el
virus que la produce, como actualización y recordatorio de que no debemos olvidarnos
de esta enfermedad, que en cualquier momento podría, como el ave Fénix, renacer de
sus cenizas.

El texto está escrito en un estilo ameno y agradable, de manera que resulta fácilmente
accesible, inclusive para un lector no especializado o profesional. Para el lector
especializado el libro contiene numerosas notas complementarias y referencias
bibliográficas a pie de página, y una extensa bibliografía al final. Este logro es un
verdadero tour de force para el autor, en todo caso, nada de extrañar en un connotado
científico como el Dr. Rodríguez Lemoine. El libro tiene un excelente y muy ilustrativo
prólogo del Dr. Leopoldo Briceño-Iragorry, Secretario de la Academia Nacional de
Medicina. En conclusión, este libro es altamente recomendado tanto para lectores
especializados en temas biomédicos, como para el público en general interesado en
estos temas.

Sarampión:

Al tratar de establecer los inicios de la lucha contra el sarampión debemos comenzar


diciendo que todo se inició al regreso de un epidemiólogo de la División de
Epidemiología del Ministerio de Sanidad y Asistencia Social (MSAS), el mismo que esto
escribe, quien recibió una beca otorgada por la Oficina Sanitaria Panamericana,
para recibir entrenamiento de julio de 1965 a junio de 1966 en los Centros para
Control de Enfermedades Transmisibles, según su denominación para esa época, hoy
denominados Centros para la Prevención y Control de las Enfermedades Transmisibles
(CDC), cuya sede es la ciudad de Atlanta, Georgia, EUA.

Por iniciativa de este epidemiólogo, quien durante su entrenamiento en los CDC


participó en la vacunación en varios estados de EUA, como parte de la campaña
contra el sarampión que se inició en este país en 1965, a su retorno a Venezuela hizo
esfuerzos para iniciar la lucha contra esta enfermedad, que tenía una incidencia
en promedio de ochocientos casos anuales y quinientas defunciones, sobre todo en
niños menores de cinco años. Estas cifras se duplicaban cuando había epidemias,
lo cual ocurría cada tres a cuatro años.

Las autoridades sanitarias del MSAS, comprendiendo el grave daño que causaba la
enfermedad, aprobaron iniciar la vacunación en nuestro país y así, debido al alto costo
de una dosis de la vacuna, se comisionó al epidemiólogo, Dr. Hernández, para que
emprendiera las actividades conducentes a facilitar la aplicación de la vacuna.
Gripe española:

Hacia 1918, cuando la conflagración mundial se acerca a su esperado final,


una epidemia, que rápidamente se convierte en pandemia, conocida como “la
gripe española” se extiende como pólvora por el mundo. El asunto no puede
ser más dramático, ya que a los efectos devastadores de la guerra hay que
agregar el balance desolador de una pandemia.

Mientras en Venezuela una férrea dictadura  afina sus ergástulas  imponiendo


el terror y la represión como forma de control político, “la gripe española”
avanza sigilosamente arrastrando a su paso a un país rural y enfermo,
diezmado durante décadas por innumerables enfermedades como la
tuberculosis, la malaria, el paludismo, la fiebre tifoidea, la disentería, la
anquilostomiasis, la tripanosomiasis, además de las infaltables guerras. Las
altas tasas de mortalidad infantil y el analfabetismo se mantienen en el tiempo
como una muestra del atraso y abandono de esta tierra.

En octubre de 1918, el número de contagiados se cuenta por cientos y la peste


se extiende desde La Guaira, donde se localiza el primer foco, hacia Caracas,
y poco a poco a otros estados del país, sembrando la angustia y el
desasosiego. Inicialmente se desestima su gravedad y ello da pie a su fácil
propagación ante la ausencia de medidas sanitarias y de control.

El número de contagiados va en aumento y es entonces cuando se decide


controlar el libre  tránsito de personas y bienes, a través de ferrocarriles y
caminos, y la creación de la Junta de Socorro Central, presidida en el Distrito
Federal por el Dr. Luis Razetti e integrada por numerosos e importantes
médicos del país.

Caracas fue una de las ciudades más afectadas por la pandemia, así como los
estados Lara y Cojedes, entre otros. Durante tres largos meses la gripe hizo
estragos en la población y hacia febrero de 1920 parecía estar controlada.

Las estadísticas en relación al número de defunciones no son precisas y se


ubican entre 30.000 y 80.000 personas, cifra en la cual hay que incluir al hijo
mayor del general Gómez, el Coronel Alí Gómez, así como otras
personalidades cercanas a su entorno político.

Aunque estas cifras presentan una diferencia importante, ambas son bastante
elevadas, sobre todo si pensamos en un país con una población inferior a los
3.000.000 millones de habitantes y una economía que ha visto incrementar sus
ingresos producto de la recién iniciada explotación petrolera.
La falta de información confiable, además de las múltiples creencias de un
pueblo analfabeta en relación a la cura doméstica de las enfermedades, pudo
haber inflado esta cifra de muertes, ya que la única fuente de información es la
oficial, la cual es manejada a través de los periódicos del régimen, que omiten,
intencionalmente, la tragedia que azota al país.

La censura  es utilizada como elemento clave del aparato represivo gomecista.
Es una forma de represión política que anula la posibilidad de expresarse a
través del único medio existente, la prensa escrita, pero además de estar
informado en relación a lo que realmente ocurre.

La gravedad de la censura, en tiempos de emergencia sanitaria, es realmente


exponencial si pensamos en las consecuencias que acarrea la desinformación
aderezada con rumores.

Si hacemos un balance de lo anterior, resulta paradójico el hecho de que,


luego de transcurridos 100 años  y a pesar de los cambios y transformaciones
experimentados por el país  durante el siglo XX, Venezuela hoy deba hacerle
frente al Coronavirus Covid-19, en medio de una “crisis humanitaria compleja”.

Peste negra:

El 26 de noviembre de 1918 el Dr. Luis Razetti firmaba una lista de


recomendaciones para prevenir el rebrote de la epidemia de gripe que
azotaba al país. Entre esa fecha y el 28 de octubre anterior el virus había
cobrado, solo en Caracas, 1.665 vidas. En el momento más álgido, entre
el 1 y el 5 de noviembre, fallecieron 542 personas en la ciudad. La
situación era crítica. Los sepultureros trabajaban día y noche. Las visitas
al cementerio fueron prohibidas y las iglesias cerradas; para evitar
aglomeraciones, ya no se hacían velorios. La madera para fabricar urnas
se acabó y eventualmente se enterraba a los muertos envueltos en su
propia hamaca o amortajados con la ropa de cama, cuando la tenían. En
la carpintería de la esquina de La Palma, donde se fabricaban ataúdes,
apenas podían responder a la demanda, y cuando lograban terminar un
féretro, era cargado en los vehículos destinados al efecto por la Junta de
Socorros que el gobierno conformó ante el problema. Para facilitar el
traslado de los cadáveres la Junta compró un camión, dispuso de otro que
era propiedad de la policía, contrató uno más y se asoció con la funeraria
La Equitativa Nacional para agilizar el asunto. Solo en camiones fue
posible llevar tantos cadáveres.
En el Cementerio General del Sur, según lo informó la Junta de Socorros,
no se contaba con personal para atender la emergencia. A comienzos de
noviembre de ese año, y ante un crecido número de cadáveres insepultos,
contrataron hasta sesenta y dos enterradores de ocasión. Cavaron fosas
individuales a paso acelerado, y también se abrió «una fosa grande»,
según lo comunicó el Arzobispo, presidente de la Junta de Socorros.
Todo parece indicar que esa fosa, así como los enterramientos de
personas «no pudientes» cubiertos por la Junta, se llevaron a cabo en el
Cuerpo 6º, Sección 1ª Sur del cementerio, lugar que con el tiempo ha
sido identificado como «Peste Vieja»; el actual nombre «La Peste» se lo
ganó otra terraza, la más alejada del recinto, donde van a dar los cuerpos
no identificados, o los que se quieren ocultar para siempre, como los que
se hallaron en las fosas comunes del Caracazo.
En otros lugares del país la labor con los muertos de la epidemia no
resultó tan sistemática. En Maracaibo los llevaban en el único carro
disponible para traslados al cementerio dentro de un mismo ataúd que, a
la sazón, iba y volvía, como el carro. Eran enterrados en una sola fosa
hasta tres cuerpos, y en el caso de los indígenas apenas se sepultaban a
ras de tierra y se envolvían en sábanas, o se abandonaban en campo
abierto. Allá fue creada una Liga Sanitaria para atender la emergencia, se
prohibieron las reuniones públicas y se cerraron los comercios. En
algunas esquinas de la ciudad se encendían fogatas para espantar «las
miasmas», en un intento de repeler la enfermedad. La Caribbean Oil
Company regalaba petróleo para el caso, en medio de un estado de ánimo
en extremo abatido. Ese fue el único año en que la Virgen de la
Chiquinquirá no salió en procesión.
La Junta de Socorros de Caracas, presidida por el arzobispo Felipe
Rincón González, estaba integrada por Santiago Vegas y el presbítero
Rafael Lovera, encargados de los enterramientos y de las disposiciones
en el cementerio; los médicos Luis Razetti, Rafael Requena y Francisco
Antonio Rísquez, quienes coordinaban los hospitales dedicados a la
atención de los contagios ubicados en la esquina de Castán, en La
Pastora y en San Juan (al lado de la iglesia); Luis Alvarado manejaba el
servicio de desinfección en las calles al frente de vehículos armados con
pipas cargadas de abundante creolina; J. M. Herrera Mendoza y Héctor
Pérez Dupuy administraban los almacenes de víveres, y también
funcionaban como tesoreros de la Junta; el almacén de medicinas estaba
a cargo de Pedro Manuel Ruiz, junto con los médicos mencionados.
Completaba el grupo Vicente Lecuna, sin función conocida.
Todos ellos se esmeraron en hacer pública la información, y para el caso
se alcanzaban noticias y disposiciones en los impresos caraqueños de la
época, como El Nuevo Diario, El Universal, La Religión, e incluso en La
epidemia febril de Caracas, «periódico científico ocasional». Se
publicaron artículos especializados, con estadísticas y debates sobre la
epidemia, en la Gaceta Médica de Caracas, órgano de la Academia
Nacional de Medicina, y a partir de 1919 se comenzaron a editar
los Anales de la Dirección de Sanidad Nacional, de aparición trimestral,
en donde se divulgaban datos de alta precisión sobre todas las
enfermedades y sus afecciones a nivel nacional. Fue un contexto crítico,
pero de gran estímulo para la organización científica de la salud pública.
La situación más allá de Caracas no resultaba tan auspiciosa. Por
ejemplo, el Hospital Municipal y el Asilo de Puerto Cabello colapsaron.
Frente al problema, las hermanas de San José de Tarbes prestaron su
hospicio, y la logia masónica «Independencia y Libertad» cedió su
edificio. Se habilitaron comedores populares, medida que tuvo lugar en
casi todo el país, y para fortuna de los porteños la Compañía de Carnes
Congeladas colaboró con alimentos. El cementerio municipal se quedó
corto frente a los fallecimientos masivos, y fue necesario habilitar uno
provisional en la sabana de Santa Lucía, donde se inhumaron hasta 620
griposos. La avanzada fatídica de la influenza fue general.
Se estiman tres oleadas mundiales en el desplazamiento del contagio. La
primera, entre marzo y abril de 1918, impactando en Europa, Asia y el
norte de África; en julio llegó a Australia; y en octubre llega a México y
al resto de América Latina. Una vez que entra en Venezuela, se advierten
tres momentos decisivos: entre octubre y diciembre de 1918; entre enero
y abril de 1919; y de allí hasta diciembre de ese año. El contagio llegó de
fuera por los puertos, desde luego, y se vehiculizó hacia el resto del
territorio mediante el ferrocarril; pero las ciudades portuarias jugaron
asimismo un papel determinante para esparcir la epidemia por el resto del
país. Desde La Guaira, por ejemplo, el virus se trasladó a Cumaná,
Puerto Cabello y Maracaibo, y entra por el mismo camino en La Vela de
Coro, Adícora y Cumarebo. En el caso de las vías terrestres la escalada
hacia lo interno del territorio tuvo otro ritmo, al paso de trenes, caballos
o a pie.
Las muertes por gripe se reportan desde octubre de 1918 en La Guaira,
Distrito Federal, Miranda, Puerto Cabello, Zulia, Cojedes, Falcón,
Anzoátegui, Bolívar y Lara (aquí, en realidad, comienza a ser crítico a
partir de enero de 1919). Aragua, Guárico, Mérida, Sucre y Nueva
Esparta lo hacen a partir de noviembre de 1918. Yaracuy se suma desde
diciembre; Monagas, Trujillo y Táchira en enero de 1919; Portuguesa,
Apure y Barinas (entonces estado Zamora), desde febrero de este año. El
caso del estado Monagas es llamativo, pues si bien hay reportes de
fallecimientos entre enero y diciembre de 1919, su afectación más
rotunda vendrá en 1920, cuando se contaron hasta 800 muertes en ese
año.
El total de fallecidos por la influenza entre octubre de 1918 y diciembre
de 1919 en toda Venezuela fue de 23.318 personas. Sobre una población
total que se estimaba en 2.362.977 habitantes esto representa
prácticamente el 1 % de ese total. Estas cifras, repartidas en un año y tres
meses de contagio, son rescatadas de entre las publicaciones científicas
de la época, así como de los informes de la propia Junta de Socorros y
otras fuentes. No obstante, el gobierno de Juan Vicente Gómez, ante el
descenso de los fallecimientos en Caracas, finalizó la epidemia por
decreto: el 30 de diciembre de 1918 se decidió que, «constando por datos
oficiales en este despacho que la gripe aparece ya extinguida en esta
capital», quedaban derogadas todas las medidas restrictivas que habían
sido dictadas para evitar el contagio, entre ellas la suspensión de clases,
clausura de templos, teatros «y demás lugares de concurrencia pública».
Todos los casos y fallecidos posteriores, de acuerdo con este criterio, ya
no formarían parte de la epidemia; por fortuna, sabemos de ellos gracias
a las publicaciones académicas.
La epidemia de influenza en esos años es el desastre de muertes masivas
de mayor impacto en la historia de Venezuela. A pesar de que los medios
de comunicación de la época algo habían advertido sobre la pandemia en
noticias esporádicas unos meses atrás, la violencia de la propagación y la
alta mortalidad azotó con gran estrago a la sociedad de entonces. El
desconocimiento del problema hizo que se hicieran búsquedas inútiles
tras una bacteria, cuando en realidad se estaba frente a un virus de gripe.
Razetti, uno de los más activos durante la crisis, afirmó con contundencia
que «aquella epidemia fue de gripe, y no de otra cosa», en franca
discusión con los bacteriólogos del momento. Él mismo indicó que el
porcentaje de contagios en Caracas fue del 75 % sobre la población de la
ciudad, y en aquel mes fatídico entre octubre y noviembre, la mortalidad,
según sus cálculos, alcanzó el 1,9 % del total de enfermos. Esta es una
tasa muy alta, y si se toma en cuenta la velocidad del contagio se podrá
notar la magnitud del impacto.
El virus de influenza H1N1, causante de la pandemia, parece haber
tenido origen entre los contingentes de soldados norteamericanos que se
sumaron a la Primera Guerra Mundial en 1917, cuando Estados Unidos
decidió apoyar a Francia en el conflicto. El contagio halló un medio
ambiente muy favorable para su transmisión en las trincheras y campos
de batalla. El hacinamiento entre soldados, la insalubridad y las luchas
cuerpo a cuerpo fueron un acelerador notable de la propagación. De allí
se trasladó rápidamente hacia Alemania y España. No obstante, el virus
fue más allá de los soldados, y al viajar entre pueblos y ciudades se
encontró con un mundo cuyas condiciones de vida estaban muy lejos de
ser las más saludables. Las ciudades europeas y norteamericanas, en
general, venían arrastrando el impacto de la industrialización masiva e
indiscriminada desde el siglo XIX, plagadas de suciedad y con
saneamientos insuficientes. La miseria, la desnutrición y las viviendas
deplorables daban cuenta de una importante mayoría empobrecida en
esos lugares. Todo esto fue una autopista para los contagios.
Las condiciones de vida en las ciudades no industrializadas del planeta
no eran mejores. La pobreza, la precariedad material, la mala
alimentación y la falta de aseo personal, contribuyeron decididamente
con la pandemia. Venezuela no fue la excepción y la vida en las ciudades
portuarias resultaba el peor ejemplo. Diez años atrás, cuando tuvo lugar
la epidemia de peste bubónica, La Guaira fue uno de los sitios más
golpeados; entre las medidas tomadas al respecto se sabe del incendio
profiláctico de casas con muertos por la enfermedad dentro de ellas, y
quizás en algunos casos con contagiados aún vivos, ya sin remedio ni
salvación. A pesar de que la salubridad era una preocupación pública
desde finales del siglo XIX, la realidad más íntima de la sociedad era tan
tétrica como las enfermedades que padecía.
La Junta de Socorros de 1918, no obstante, tenía muy clara la situación,
especialmente ante un virus que ya había demostrado su eficacia en otras
latitudes. «La experiencia ha demostrado que la profilaxia colectiva
contra la gripe es imposible y hasta ahora ningún servicio sanitario ha
podido impedir la importación de la enfermedad, ni detenerla en su
marcha invasora a través de los continentes». Aun así, las medidas
tomadas apuntaban a impedir el contagio: «El papel del higienista se
limita a aconsejar la profilaxia individual, cuya expresión más cabal es el
aislamiento, porque el contagio de la gripe es siempre inter-humano».
Con todo, esta medida resultaba (y resulta) muy difícil de generalizar, y
Razetti lo sabía; por eso pensaba que ese aislamiento era «cosa
dificilísima, casi imposible en la práctica».
Las medidas impuestas desde el gobierno, bajo sugerencia de la Junta,
eran tan elementales como asertivas: desinfección diaria de los vehículos
en las empresas de transporte (ferrocarriles, tranvías, coches y
automóviles); clausura de todos los eventos públicos (teatros, iglesias,
procesiones), así como las clases; denuncia obligatoria de cada caso
nuevo; y la principal de esas medidas, que hoy nos resulta muy cercana:
evitar entrar en contacto con pacientes infectados, «esta enfermedad no
se transmite sino por el contagio inter-humano, por intermedio del aire
expirado, la tos, el estornudo y los esputos de los enfermos». A pesar de
todo ello, la propia Junta era escéptica: «La profilaxia pública es
imposible, y la individual casi impotente».
«La gripe se ha burlado siempre de los más formidables cordones
sanitarios», sentenciaban con resignación. En circunstancial coincidencia
con las medidas de los médicos, pero con otros criterios, los editores del
periódico católico La Religión atribuían la epidemia a causas propias de
una vida social impúdica, como el «afán inmoderado de divertirse». No
obstante, intuían igualmente que «el aire viciado, la oscuridad y la
humedad», resultaban factores determinantes en las enfermedades
contagiosas. Se enfocaron en luchar contra los microbios,
«microscópicos enemigos del hombre» que se aprovechan de esas
condiciones. Se quejaban de la común opinión sobre las corrientes de
aire como causantes de enfermedades, y proponían que «la brisa siembre
salud en vuestra casa«, que «los niños jueguen al aire libre», y que entre
el sol a los hogares, «no hay mejor destructor de los gérmenes que el
sol».
Los religiosos estaban describiendo las condiciones de vida de los menos
favorecidos. Oscuridad y aire viciado eran sinónimos de hacinamiento y
poco espacio, de viviendas sin mayor diseño ni objeto que el dar techo a
familias numerosas que excedían la capacidad de esos hogares tan pobres
como insalubres. «Dejad que andrajos y basura se apoderen de los
rincones oscuros de la casa, y ya podéis contratar al enterrador». En su
preocupación por impartir hábitos de higiene no se escondía el
razonamiento sobre una de las causas más inevitables del contagio: el
beso. «Entre las medidas profilácticas, además de las ya publicadas, se
debe apuntar la necesidad de suprimir el beso de las mujeres». Quizás
por ello, muy probablemente, uno de los nombres con el que se identificó
a la influenza de entonces fue ese, la gripe del beso.
Para Razetti la gripe había sido el «mayor cataclismo» desde el terremoto
de 1812 y el cólera de 1855. «La muerte no hizo distinción en su obra
destructora y con el mismo aletazo trágico derribó al sabio y al gañán, a
la virgen y a la cortesana, al rico y al pobre, a la matrona distinguida y al
hombre eminente». Desde entonces, con cada epidemia, con cada
contagio, se asoma el fantasma de aquella mortandad. Como todos los
fantasmas, es tan importante en presencia como en ausencia; asusta
aunque no esté, y si está, es aún más aterrador. Su recuerdo envuelve al
planeta con un halo de oscuridad que asoma desde cada tumba, cada fosa
común, cada agonía sufrida en hospitales y sitios de convalecencia. Es
una guadaña que se arrastra con chirridos de dolor, salpica el barro de
trincheras malditas, y silba entre pulmones anquilosados.
De su paso por Venezuela queda una memoria borrosa. Es el desastre de
mayor impacto mortal y el menos estudiado. Quizás por no invocarlo no
se consulta. Como lo dijo el propio Razetti, incansable y crítico en
aquellas circunstancias, todos fueron estremecidos por tan implacable
mal, impotentes ante un enemigo invisible y fatal. De pronto el silencio
ha servido de conjuro; sin embargo, enterrar el pasado nunca ha sido
solución, como tampoco lo es convertirlo en monstruo o épica de las
mentiras. Una pandemia es un golpe mayor, pero nunca el final. La lucha
de entonces viene de ejemplo, gallarda en un mundo que poco entendía
lo que estaba pasando. O se convierte al pasado en lección o volverá por
nosotros, uno a uno. De aquella batalla «solo quedó en pie, formidable
como la muerte misma, para hacerle frente a la crueldad del espantoso
cataclismo y vencerlo, la inagotable filantropía de la sociedad
caraqueña». En eso creyó Razetti, y de pronto hoy se vuelve profecía.

Covid-19:

El nuevo coronavirus comenzó en diciembre en la ciudad china central de


Wuhan, provincia de Hubei. Ahora, se extendió a otros 40 países y territorios,
ha matado a miles de personas en el mundo, afectando a países de América
Latina. En este artículo, repasaremos algunos detalles sobre el impacto del
COVID-19 en Venezuela.
Con el fin de contextualizar las circunstancias en la cual se encuentra
Venezuela antes de los primeros contagios, podemos considerar el informe
publicado por el Programa Mundial de Alimentos de Naciones Unidas, a final
de febrero del 2020, con encuestas a una muestra de 8.400 familias
venezolanas de todo el país entre los meses de julio y septiembre de 2019.
Según dicha información, casi un tercio de la población venezolana (un 32,3%)
padece inseguridad alimentaria y un 7,9% de la población (2,3 millones) se
encuentran en una situación de inseguridad alimentaria severa.
Adicionalmente, un 21 % de los habitantes de
Venezuela están subalimentadas; un 37% de los hogares encuestados habían
perdido recientemente su única fuente de ingresos al haber perdido su trabajo
o haber tenido que cerrar su negocio y un 59% de los hogares no cuenten con
ingresos suficientes para comprar comida
En la misma línea, el Observatorio Venezolano de los Servicios Públicos reveló
que en un 55 % de los hogares en Caracas, el agua falta entre uno y cuatro días
por semana, considerando que en muchos barrios el agua, cuando llega, no
llega directamente hasta las casas o ranchos por tubería. Es decir, menos de la
mitad de la población que vive en la capital de país, no puede tomar la medida
mínima de prevención del COVID-19: lavarse las manos con agua y jabón.
De acuerdo a cifras oficiales, Venezuela ha tenido 193 contagios, 111
recuperados y 9 casos. Sin embargo, organizaciones de la sociedad civil ponen
en duda estas cifras, debido a la cantidad de donaciones de organismos
internacionales que ha recibido Venezuela. El pasado viernes 10 de abril,
llegaron 90 toneladas de material para enfrentar la pandemia a Venezuela de
la OMS, Unicef, Organización Panamericana de la Salud y la ONU. 3 días más
tarde, China envió otro lote de 101 toneladas a Caracas.
No es extraño, entonces, que la OPS incluya a Venezuela – junto con Haití,
Surinam, Guyana, Nicaragua, Honduras, Guatemala, Bolivia, Paraguay y las
islas del Caribe oriental –  en la lista de los países que “conllevan un mayor
riesgo”. Asimismo, el Índice de Seguridad Sanitaria Global,  elaborado por un
panel de expertos internacionales, Venezuela se ubicó en el puesto 176 de un
total de 195 países.
En el plano económico, Venezuela ha tenido durante los últimos 5 años una
pérdida del 50% de su Producto Interno Bruto (PIB) desde que Nicolás Maduro
llegó a la presidencia y unos niveles inimaginables de hiperinflación, en el
marco de una Emergencia Humanitaria Compleja que ha provocado un
significativo deterioro de la de vida en el país y, en consecuencia, también de
las condiciones sanitarias.
Desde esta tribuna nos preguntamos: Si una tercera parte no tiene comida a
diario, ¿Cómo se le puede pedir a la población que no salgan a trabajar?
¿Cómo puede un país como Venezuela paralizar todos los comercios en una
crisis económica sin precedentes?
El COVID-19 también ha tenido repercusiones desde el punto de vista político.
Mientras que el gobierno de Juan Guaidó ha puesto sobre la mesa la necesidad
de lograr un Gobierno de Emergencia Nacional, el régimen de Nicolás Maduro
ha utilizado la situación del COVID-19 como una justificación para aumentar el
control social, negando toda posibilidad de llegar a acuerdos o negociaciones
para aliviar la situación de las poblaciones más vulnerables.
La situación de la pandemia ha servido al régimen de Nicolás Maduro para
llevar a cabo nuevas formas de control y represión, aumentando el número de
presos políticos, la violación fragrante de derechos humanos, la militarización
de zonas populares, fomentando el malestar social, la anarquía y anomia
social. Todos estos procesos han venido mellando la cohesión social y
provocando formas de confrontación y lucha por la sobrevivencia a los niveles
más primitivos.
En el plano internacional, el régimen de Maduro ha intentado desviar la
atención culpando al gobierno de Duque en Colombia, y al gobierno de
Estados Unidos, asumiendo una actitud irresponsable, considerando que Los
problemas y desafíos extraordinarios que ocasiona la presente pandemia
deben ser abordados a través del diálogo y la cooperación internacional y
regional conjunta, solidaria y transparente entre todos los Estados. El
multilateralismo es esencial para coordinar los esfuerzos regionales para
contener la pandemia.
En conclusión, podemos decir que en Venezuela se acentuará el proceso de
una profunda fragmentación social, caracterizado por la precariedad de los
servicios públicos, la polarización política, la anarquía, la represión y control
social, y la precariedad alimentaria

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