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Helen Pluckrose
19 Julio 2019
El posmodernismo representa una amenaza no solo para la democracia liberal, sino para
la modernidad misma. La frase puede parecer osada o incluso hiperbólica, pero la
realidad es que el cúmulo de ideas y valores al interior del posmodernismo ha saltado
los límites de la academia y adquirido gran importancia cultural en la sociedad
occidental. Los “síntomas” irracionales e identitarios del posmodernismo son fáciles de
distinguir y han sido ampliamente criticados, sin embargo, el ethos que subyace a ellos
no se comprende bien. Así sucede en parte porque los posmodernos rara vez explican
sus argumentos con claridad, y en parte como consecuencia de las contradicciones e
inconsistencias inherentes a un pensamiento que niega la existencia de una realidad
estable o de un conocimiento confiable. Sin embargo, al interior del posmodernismo hay
ideas consistentes y comprenderlas es crucial si vamos a buscar contrarrestarlas. Son la
base de los problemas que vemos hoy con el activismo por la justicia social, socavan la
credibilidad de la izquierda y amenazan con llevarnos de vuelta a una cultura irracional,
tribal y “premoderna”.
Yendo más allá, las personas en sí mismas están construidas culturalmente. “El
individuo, con sus características, su identidad, en su hilvanado consigo mismo, es el
producto de una relación de poder que se ejerce sobre los cuerpos, las multiplicidades,
los movimientos, los deseos, las fuerzas”.
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Presenta al feudalismo medieval y a la democracia liberal moderna como sistemas
igualmente opresivos, y es partidario de atacar y criticar a las instituciones para
desenmascarar la “violencia política que se ha ejercido a través de éstas de manera
oculta”.
En Foucault vemos la expresión más extrema del relativismo cultural leído a través de
las estructuras de poder, en las que la humanidad y la individualidad compartida están
casi completamente ausentes. Al contrario, las personas se construyen por medio de su
posición en relación con ideas culturales dominantes, ya sea como opresores o como
oprimidos. Judith Butler echó mano de Foucault para elaborar su postura fundamental
en la teoría queer que se enfoca en la construcción cultural del género, Edward Said
para sus postulados sobre el poscolonialismo y el “orientalismo”, y Kimberlé Crenshaw
en su desarrollo de la “interseccionalidad” y las políticas de la identidad. Lo vemos
también en la equiparación del lenguaje con la violencia y la coerción, y la equiparación
de la razón y el liberalismo universal con la opresión.
La deconstrucción, entonces, implica invertir estas jerarquías percibidas; hacer que
“mujer” y “Oriente” sean positivas, y “hombre” y “Occidente” sean negativas. Esto se
debe hacer irónicamente para revelar la naturaleza arbitraria y culturalmente construida
de estas oposiciones percibidas en un conflicto desigual.
En Derrida hay mucho más relativismo, tanto cultural como epistémico, y más
justificaciones para las políticas de la identidad. Hay una negativa explícita a considerar
que las diferencias pueden ser algo más que oposicionales, y por lo mismo un rechazo a
los valores del liberalismo derivado de la Ilustración que busca sobreponerse a las
diferencias y enfocarse en los derechos humanos universales y la libertad y el
empoderamiento individual. Estamos ante la base de una “misandria irónica”, del
mantra “el racismo inverso no es real” y la idea de que la identidad dicta lo que puede
ser entendido. Vemos también un rechazo a la necesidad de que haya claridad en el
habla y en los argumentos; a entender el punto de vista del otro y evitar malas
interpretaciones. La intención del hablante es irrelevante. Lo que importa es el impacto
del habla. Esto, junto con las ideas de Foucault, son la base de las creencias actuales en
la naturaleza profundamente peligrosa de las “microagresiones” y el mal uso de la
terminología relacionada con el género, la raza y la sexualidad.
Lyotard, Foucault y Derrida son tres de los “padres fundadores” del posmodernismo,
pero sus ideas comparten temas con otros “teóricos” influyentes y fueron suscritas por
posmodernos posteriores que las aplicaron a una gran variedad de disciplinas dentro de
las ciencias sociales y las humanidades. Hemos visto que estas ideas incluyen una alta
sensibilidad al lenguaje a nivel de la palabra y la sensación de que lo que el hablante
quiere decir es menos importante que cómo es interpretado, sin importar lo radical que
sea esa interpretación. La humanidad compartida y la individualidad son en esencia
ilusiones y las personas son propagadoras o víctimas de discursos dependiendo de su
posición social, una posición que depende de su identidad más que de su
involucramiento individual con la sociedad. La moral es culturalmente relativa, la
realidad también. La evidencia empírica es vista con sospecha y lo mismo pasa con
ideas culturalmente dominantes como la ciencia, la razón y el liberalismo universal. Se
trata de valores de la Ilustración que son ingenuos, totalizadores y opresivos, y
destruirlos es una necesidad moral. Importan mucho más la experiencia vivida, los
relatos y las creencias de los grupos “marginalizados”, todas igualmente “verdaderas” y
preferidas por encima de los valores de la Ilustración para así revertir la construcción
social opresiva, injusta y totalmente arbitraria de la realidad, la moral y el conocimiento.
Propone una ortodoxia clásica por medio de la cual se explica toda la experiencia
humana –y por medio de la cual toda habla debe ser filtrada… Como sucedió con los
puritanos de la antigua Nueva Inglaterra, la interseccionalidad controla el lenguaje y los
términos del discurso.
Con frecuencia los filósofos le han señalado a los posmodernos el problema lógico de la
autoreferencialidad. Sin embargo, estos no lo han resuelto de manera convincente.
Como señala Christopher Butler, “la plausibilidad del argumento de Lyotard sobre el
declive de los metarrelatos a final del siglo XX depende de recurrir a la condición
cultural de una minoría intelectual”. En otras palabras, el argumento de Lyotard surge
de los discursos que lo rodean en su burbuja académica burguesa y, de hecho, se trata de
un metarrelato del que él no tiene la menor duda. Así mismo, el argumento de Foucault
sobre el conocimiento como algo contingente a la historia debe ser contingente a la
historia también y uno se pregunta por qué Derrida se ocupó de explicar la maleabalidad
infinita de los textos con ese nivel de detalle si yo puedo leer su obra y decir que se trata
de un cuento sobre conejitos con el mismo grado de autoridad que él.
Consideremos este ejemplo, planteado por Erazim Kohak, “Cuando intento, sin éxito,
meter una pelota de tenis dentro de una botella de vino, no necesito probar con distintas
botellas de vino ni con distintas pelotas de tenis, aplicando los cánones de inducción
planteados por Mill, para llegar a la hipótesis de que las pelotas de tenis no caben en las
botellas de vino”… Ahora estamos en la posición de invertir la cancha ante [los
argumentos de relativismo cultural del posmodernismo] y plantear la pregunta, “¿Si yo
considero que las pelotas de tenis no caben en las botellas de vino, ¿puede demostrar
con precisión cómo es que mi género, ubicación histórica y espacial, clase social, grupo
étnico, etc., mina la objetividad de mi juicio?”
Los físicos Alan Sokal y Jean Bricmont hablaron de este mismo problema desde la
perspectiva de la ciencia en su libro: Fashionable nonsense: Postmodern intellectuals’
abuse of science:
¿Quién puede negar en serio el “gran relato” de la evolución, salvo alguien que esté
atenazado por un relato mayor y mucho menos plausible como el creacionismo? ¿Y
quién querría negar la verdad de cierta física elemental? La respuesta es “algunos
posmodernos”.
Hay algo muy extraño en la creencia de que al buscar leyes causales o una teoría
unificada, o al preguntar si los átomos obedecen las leyes de la mecánica cuántica, las
actividades de los científicos son inherentemente “burguesas” o “eurocéntricas” o
“masculinistas” o incluso “militaristas”.
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Las ciencias sociales y las humanidades, sin embargo, están en riesgo de cambiar hasta
quedar irreconocibles. Algunas disciplinas dentro de las ciencias sociales ya han
cambiado. La antropología cultural, la sociología, los estudios de género, por ejemplo,
han sucumbido casi completamente al relativismo moral y al relativismo epistémico. En
mi experiencia, las letras inglesas también están enseñando una ortodoxia enteramente
posmoderna. La filosofía, como hemos visto, está dividida. Lo mismo la historia.
Los posmodernos con frecuencia critican a los historiadores empíricos por asegurar que
saben lo que sucedió en el pasado. Christopher Butler recuerda la acusación de Diane
Purkiss en cuanto a que, cuando mostró evidencia de que las acusadas de brujería eran
por lo general mujeres mendicantes y sin poder, Keith Thomas habilitaba un mito que
funda la identidad histórica de los hombres en la “impotencia y el silencio de las
mujeres”. Es de suponerse que debió haber dicho, contra la evidencia, que se trataba de
mujeres ricas, o mejor aún, de hombres. Dice Butler:
Yo me topé con el mismo problema cuando intenté escribir sobre raza y género en el
siglo XVII. Había postulado que al público de Shakespeare no le habría costado
entender la atracción de Otelo, un soldado cristiano de raza negra, hacia Desdémona,
una mujer blanca, porque el prejuicio contra el color de la piel no se hizo prevalente
hasta más adelante en el siglo, cuando el comercio de esclavos en el Atlántico adquirió
más fuerza, y que las diferencias religiosas y nacionales eran mucho más profundas
antes. Un eminente profesor me informó que la mía era una postura problemática y me
preguntó cómo se sentirían las comunidades afroamericanas en Estados Unidos ahora
por mi aseveración. Si las personas afroamericanas se sentían incómodas, era la
implicación, entonces mi postulado tuvo que haber sido falso en el siglo XVII o sería
moralmente equivocado mencionarlo ahora. En palabras de Christopher Butler:
El pensamiento posmoderno percibe que la cultura contiene una serie de historias que
están en perpetua competencia cuya efectividad depende no tanto de recurrir a un
estándar independiente de evaluación, y sí de recurrir a las comunidades en las que
circulan.
Se ha vuelto un lugar común señalar que la extrema derecha ahora utiliza la política de
identidad y el relativismo epistémico de una manera muy similar a la izquierda
posmoderna. Claro, ciertos elementos de la extrema derecha siempre han sido divisivos
en términos de raza, género y sexualidad, y dados a hacer propias perspectivas
irracionales y anticientíficas. Sin embargo el posmodernismo ha producido una cultura
mucho más receptiva a esto. Kenan Malik ha descrito este cambio así:
Cuando propuse que la idea de “hechos alternativos” se basa en “una serie de conceptos
que en décadas recientes han sido utilizados por radicales”, no me refería a que
Kellyanne Conway ni Steve Bannon, mucho menos Donald Trump, hubieran estado
leyendo a Foucault y a Baudrillard… Más bien son sectores de la academia y de la
izquierda quienes en décadas recientes han ayudado a crear una cultura en la que el
relativismo de los hechos y el conocimiento no resulta algo problemático, y por lo
mismo es más sencillo para la derecha reaccionaria no solo reapropiarse de ella, sino
promover estas ideas reaccionarias.
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Esta “serie de conceptos” amenazan con regresarnos a una época previa a la Ilustración,
cuando la “razón” se consideraba no solo inferior a la fe, sino que también era
considerada un pecado. James K. A. Smith, un teólogo reformista y profesor de
filosofía, ha visto lo provechoso que esto resulta para el cristianismo y considera al
posmodernismo como “un viento fresco del Espíritu, enviado para revitalizar los huesos
secos de la iglesia”. En Who’s afraid of postmodernism?: Taking Derrida, Lyotard, and
Foucault to Church, dice:
Estar comprometidos con el posmodernismo nos invita a mirar hacia atrás. Veremos que
mucho de lo que sucede bajo el auspicio de la filosofía posmoderna tiene un ojo en las
fuentes antiguas y medievales, y constituye una importante recuperación de modos de
conocimiento, de ser y de hacer premodernos.
El posmodernismo puede ser un catalizador para que la iglesia recupere la fe, no como
un sistema de verdad dictado por una razón neutral, sino como una historia que requiere
“ojos que vean y oídos que escuchen”.
Nuestra crisis actual no es una que enfrente a la izquierda contra la derecha, sino una en
la que la consistencia, la razón y el liberalismo universal están enfrentadas a la
inconsistencia, el irracionalismo, las certidumbres fanáticas y el autoritarismo sectario.
El futuro de la libertad, la igualdad y la justicia se ve igual de desolador si la izquierda
posmoderna o la extrema derecha ganan la guerra actual. Aquellos que valoramos la
democracia liberal y los frutos de la Ilustración, la revolución científica y la modernidad
misma, debemos ofrecer una mejor opción.