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Mientras lees esto, quizá él no recolecte moras

Por lo general las festividades me sacan ronchas. También cierto urbanismo, cuando
puedo, me reniego a la cordialidad condescendiente. Me había propuesto no escribir
nada sobre “el ciclo que se cierra…”. Y no por ser amargado, las festividades en sí no
son lo que me molestan, sino lo que representan para muchos: un instante de paz en
donde reina el caos. A mí no me gusta buscar pretexto para estar bien con la gente que
quiero. A pesar de mi negativa a escribir sobre el “año que recién empieza”, los días
recientes se me imponen y no dejo de pensar en ese viejo granjero con quien por
casualidad platiqué en una fiesta en Missoula.

Me dijeron que su barba digna de un chivo en la senectud, su cabello blanco y la piel de


elefante no me engañaran, no era tan viejo. En la pequeña fiesta se sentó a mi lado con,
sin saberlo, una de mis cervezas en mano. Enseguida empezó a hablarme en un inglés
que me ruborizaba (no le entendía ni la mitad). Pero de lo que entendí, me contó dos
historias que se me quedaron, una por cómica, otra, por tener ese respiro trascendental
que sólo la gente que ha hecho trabajos arduos sabe contar, como la piedra que al cortar
el río lo hace cantar.

Yo hace poco salía con una chica más joven, pero después de un tiempo no
funcionó.
¿Por ser ella más joven?
Quizá y porque era casada.
*
¿Y eres de por aquí?
No, de Michigan. Estoy pensando si volver allá o no.
¿Te gusta más?
Sí y no. La verdad es que soy una perra quejosa. –En este momento sacó un
pedazo de cuarzo enlodado del bolsillo-. Hoy encontré esto recolectando moras.
¿Para comer?
No, a eso me dedico. Mañana tengo que buscar un nuevo lugar para recolectar.
Estuve un tiempo tomando cursos de computadoras.
¿Para programar?
No. Para aprender a usar Excel, Word y eso. Al poco tiempo lo dejé, la verdad
era más difícil de lo que pensé. Pero sabes, no quiero ser recolector de moras
toda mi vida.
Después de eso último, acerco el cuarzo hacia mí y sonriendo, me lo extendió: Es tuyo.
No sé si se daba cuenta de lo que estaba cometiendo. Al otro día dos amigos gringos,
riéndose, me dijeron que cómo pude hablar tanto con él, que tenía un acento que ni ellos
entendían. Yo sí le entendí algunas cosas. En una visita al Callejón del Diamante en
Xalapa lo engarcé, todavía sin pulir, por ciertas ideas que me revolotean en la cabeza.
Cuando me acuerdo, lo llevo como collar, lo que quiera que eso signifique para “un
ciclo que se cierra y otro que se abre” incesantemente, cada día, cada hora, sin reparar
en nuestro tiempo.

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