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HENRIETTE HERZ

S a l ó n B erlinés

Extracto*

o era feliz, amaba con un amor de quince años a un

Y hombre de treinta. Había leído muchas novelas y las


había asimilado. Herz se reía de mí cuando me entu­
siasmaba: cuando bailaba a su alrededor, me colgaba de su
cuello, él me hacía volver a la razón. Dorothea y yo ahora
nos veíamos casi a diario, y si no nos podíamos ver nos es­
cribíamos. H. era el médico de la casa de su padre, nuestros
maridos eran buenos amigos, y si no nos veíamos más, cosa
que sucedía, era por lo diferente de nuestras relaciones.
H. se hizo cada vez más conocido como buen médico y
leía cursos filosóficos. Por eso mucha gente, también famo­
sa, venía a nuestra casa y a veces eran invitados a cenar, pero
la mayoría eran hombres. Aunque fuera tan joven e inculta,
charlaban mucho conmigo porque me hacían creer y creían
que era lista porque era bonita; pero estas conversaciones
no carecían de valor para mí, porque la mayoría de la gente
que conversaba conmigo era culta y aunque no pudieran
hablar siempre conmigo, el hecho era que me hablaban.
Mi amor hacia la lectura crecía y ahora podía satisfacerlo
con toda tranquilidad. El primer libro que leí bajo la tutela

* Berliner Salon, págs. 19 y ss.

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de mi marido fue Carta de Euler a una princesa alemanal.
Aunque H. estuviera demasiado ocupado como para poder
darme clases, podía explicarme algunas cosas que no enten­
día. Lo que le preocupaba entonces, aparte de su consulta,
era la traducción de un pequeño folleto inglés. Abrí el libro
muchas veces y lo miré con el deseo de comprenderlo; éste
se satisfizo pronto, porque mi marido contrató a un escocés
como profesor para mí. Yo progresaba rápido, pero el pro­
greso fue interrumpido, porque tuve que despedir al profe­
sor, ya que... se enamoró de mí.
[...] Se lo dije muchas veces a Dorothea, a quien veía una
vez a la semana, con motivo de un círculo de lectura en su
casa. H., Friedländer, Moritz, D., su hermana M. y yo éra­
mos los lectores; normalmente se leían cosas dramáticas y
puedo decir que se leían muy bien, y entre la audiencia
Mendelssohn era la figura más preclara. Nosotras, las muje­
res, éramos felices si alababa nuestra lectura. ¡Cómo dába­
mos vueltas a su alrededor, sólo para escuchar de su boca
una palabra amable a este respecto! Era tan bueno e indul­
gente en su sabiduría, y si a veces me censuraba, lo que nor­
malmente sólo sucedía si yo me ponía susceptible por al­
guna broma insignificante, decía: «Pero debería poder tole­
rarla.»
Este hombre vivía estrictamente según las leyes mosaicas,
y la gente pensaba que este amigo íntimo de Lessing era de­
masiado ilustrado y racional como para tomarlas en serio;
creían que tenía la función de ilustrar a su pueblo y que, te­
miendo que perdería su confianza si se alejaba de sus cos­
tumbres, se atenía a ellas. Mi opinión acerca de él es otra, y
la tolerancia e indulgencia con la que aceptaba a todos los
que eran librepensadores me demostró que no me equivo­
co si digo convencida que este hombre sabio e indulgente
llevaba a Dios en su corazón y esperaba encontrar el cami­
no hacia él a través del judaismo. No creía poder llegar a él
sin bastón ni apoyo; educado en el judaismo, sin conocer el
cristianismo, vivía en el primero y cuidaba de que su casa
fuera dirigida en el mismo sentido y también sus hijos fue­
1 L. Euler, Cartas a una princesa alemana sobrefisica, Berlín, 1773-1784.

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ran educados así. Claro que en tiempos tan ilustrados como
los que vivó Mendelssohn, no siguieron siendo judíos de
todo corazón por mucho tiempo, y los amigos de la casa,
también así llamados judíos y cristianos ilustrados, es decir
en el fondo deístas, no contribuían a educar a los niños en
un mejor sentido, ya que los amigos estaban todos conven­
cidos de que el padre no tomaba en serio el judaismo.
Sin que fuera consciente de ello, el trato con esta casa fue
de muy buena influencia para mí y el formidable Mendels­
sohn soportó mi alegría juvenil y verdaderamente desenfre­
nada con gran indulgencia.
Prosigo ahora con el relato de mi juventud. Poco des­
pués del tiempo, transcurrido felizmente, en el que vi a
E., dejamos el piso y nos mudamos a uno mayor, muy cer­
ca de la casa de unos amigos, cuya hija mayor2, un par de
años más joven que yo, era una persona excelente; pron­
to nos hicimos amigas y nos veíamos a menudo. El padre,
que era vendedor de joyas, concurría a la feria de Leipzig,
y yo no cabía en mí de gozo, cuando él y su mujer me di­
jeron que me querían llevar a la próxima feria de Semana
Santa. Era el primer viaje que iba a hacer, y pensaba para
mí que más allá de Potsdam la gente tendría que tener
otro aspecto que por aquí; y emprendí el viaje con alegría
y curiosidad. El marido, la mujer y la hija fueron mis com­
pañeros de viaje. El primero había llevado, según decían,
una vida muy mala, y estaba estigmatizado por haber es­
tado con una banda de ladrones; era imensámente listo,
pero no bueno, sentía un verdadero placer por el desagra­
do; era rico, veía a mucha gente en su casa, sobre todo ac­
tores. La mujer era sencilla y buena, sumisa al marido en
todos los sentidos. La hija estaba llena de inteligencia y
genio, aunque muy joven..., yo tenía diecisiete años más
o menos, ella catorce o quince3. Viajábamos en correo es­
pecial, y por eso nos hospedábamos siempre en las posa­
das donde estaba la alta sociedad, y así sucedió también
en Belitz. Al entrar al comedor, me llamó la atención el

2 Rahel Vamhagen, hija mayor de la familia Levin.


3 Rahel nació en 1771, así que tenía siete años menos.

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•yfiffieXm no escapó a mi atención; también nos escribía­
mos, yo de forma muy tranquila, pues lo estaba; él menos,
Dero no hubiera surgido la pasión por su parte, si yo hubie­
ra sido más recatada, así como generalmente no puede te­
ner lugar ninguna forma de relación ni tampoco lo que se
¿ama cortejar, si la mujer no corresponde ni deja suceder lo
que no debería permitir que suceda. Toda mujer tiene en su
poder el mantener alejado al hombre que se le acerca, por
niuy sutil y platónicamente que lo haga, pues si él ve que es
su verdadera voluntad que se mantenga alejado, lo hace, y
la simpatía o también la pasión naciente se disuelven; y con
esto he formulado mi propia sentencia, pues fue por causa
de mi vanidad por lo que tantos hombres de todos los tipos
y todas las condiciones me hicieron la corte y ardieron en
pasión violenta.
A 27 de agosto de 1829. Termino estas líneas, que quería
seguir desarrollando; doy gracias solamente a Dios por lo
que la vida hizo de mí mediante el trato con personas exce­
lentes. Una larga serie de años viví en relación social con to­
das las personas distingidas de Berlín; quiero nombrar a al­
gunos: Gentz, Brinkmann, Leuchsenring, Graf Bemstoff,
Ancillon, eran invitados permanentes a nuestro pequeño
té. Los dos Humboldt, Dohm, Klein, Engel, Zöllner, en el
arriba mencionado círculo de lectura, que igual que el té era
ampliado por extraños que se juntaban con nosotros, como
sucedía con LaRoche y C. Dohm. Más tarde se fundó el
círculo de lectura de Feßler, en el que participaban artistas y
hombres de estado, sabios y mujeres. Muchos de ellos ve­
nían a nuestra casa; igual que casi todos los extranjeros in­
telectualmente importantes la visitaban. Una de las anti­
guas grandes reuniones era también la que teníamos con
Nicolai, Klein, Görke y algunos más y a la que invitábamos
a todos los extranjeros quq...tenían entrada en nuestra casa.
La publicación del Götz y el Werther de Goethe marcó un
punto crítico en la vida literaria. Es comprensible que esto
tuviera a la vez forzosamente como consecuencia una divi­
sión general en lo literario. Ésta no faltaba incluso en nues­
tro matrimonio. A mí, una mujer joven, dotada de una fan­
tasía vivaz, todo me atraía hacia el sol naciente, Goethe. Mí

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