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Francisco Sánchez Jimenez - Sala Capitular
Francisco Sánchez Jimenez - Sala Capitular
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Contenido
Cubierta
Portada
Créditos
SALA CAPITULAR
Primera parte
Lémures
Jóvenes hidalgos
Razón y fe
Una intuición del poder
En sociedad
Segunda parte
Deus ex machina
Hacia la aventura
La triada se impone
En el foro
Tercera parte
Reveses
Guía de este mundo
Vocación inusitada
Cuarta parte
Por fin un acceso al orden
Epílogo
A veces decía, con su descarada manera de hablar, que la seriedad era un
bribón andante; y añadía que de la especie más peligrosa además –pues era
un bribón solapado: y que creía sinceramente que más gente honrada y
bienintencionada se veía despojada de su dinero y sus bienes por ella en un
solo año que por los hurtos de las tiendas y las raterías en siete. Solía decir
que el festivo temperamento que un corazón sincero siempre pone al
descubierto no encerraba peligro– más que para sí mismo: mientras que la
misma esencia de la seriedad era la maquinación y, en consecuencia, el
engaño: era un truco que se enseñaba y se aprendía con el objeto de adquirir
reputación a los ojos del mundo aparentando más conocimientos e
inteligencia de los que se tenían.
Laurence Stern
Pese a las dudas que aún persistían en mí, aquella mañana esperé tendido en
el catre sin intentar gesto alguno que pusiera en peligro el hecho supuesto de
la muerte de padre, o lo que es lo mismo, estuve con miedo de que por no
saber del tiempo, la imaginación y la memoria, diera por sentada la existencia
de un evento que sólo hubiera deseado e inventado durante cualquiera de mis
distraídas cavilaciones. Por esto, cuando creí que Falopia no había asomado
su cabeza a mi cuarto, me abstuve de llamarla con los dos golpecitos en los
vidrios de la claraboya o de acudir a Gaspar para preguntar por ella, y me
impuse la voluntad de aguardar un signo inequívoco dentro de lo que parecía
ser un nuevo orden de las cosas.
Esperé con oído fino otra vez la voz del pater renovando las
disposiciones de su testamento, haciendo el esfuerzo para que las múltiples
variantes que había efectuado en las cláusulas no se confundieran en mi
cabeza con las pulcras digresiones pronunciadas en otros idiomas, ni que se
precipitaran en el catálogo de consejos, pedidos y recomendaciones que
destinaban a Gaspar y a la triada de sus hermanos. Pero a través de la
semipenumbra no arribaba más que el silencio, un silencio dominical que se
iba quebrando de susurros, pasos en puntillas y tanteos. Era de tal forma que
cabían en él las pausas de mi respiración y, podría jurarlo, tamizaba la
expectoración acuosa de Gaspar. Era la ausencia de los sonidos que había
organizado mi percepción y dado coherencia pretérita de la realidad, así que
entendí que no había poseído jamás conciencia de lo transitorio y de lo
perpetuo, que lo uno y lo otro habían sido palabras sin concreción posible,
que ahora me dejaban en la soledad de la interpretación y, por tanto, en la
sospecha de que cualquier error sería irremediable como grave toda
inexactitud en la lectura de los hechos.
Entonces era razonable mi temor, me dije, como urgente saber la causa
por la cual el pater no había dicho nada de mí y me ignorara hasta el punto
que Falopia no atinaba a responderme con sindéresis, ni Gaspar a atender mis
inquietudes, limitándose a eludirme con cualquiera de sus composiciones de
silbos, voces, castañeos y percusiones, entre solemne e irónico. Intuía, sin
embargo, que no debía caer en especulaciones, alegrías o simuladas
aprensiones y, más bien, tenía que continuar con la paciencia que me había
permitido calcular que si Falopia ingresaba en el cuarto, se colocaba a mi
altura y me susurraba que en efecto padre había muerto, pudiera yo emitir la
reacción adecuada y conservar la lucidez suficiente para preguntarle detalles
y sucesos y, luego, manifestarle a Gaspar mis condolencias y recalcar mi
solidaridad y mi satisfacción por su buena fortuna. Tampoco, por tanto, tenía
fundamento para darle crédito a mis olfatos que pretendidamente habían
captado los tufos amoniacales de los meados del viejo y aquella fétida oleada
que se diferenció de los hedores habituales del retrete de las sirvientas, las
habitaciones de Gaspar y de mis sábanas, y que trepó con los primeros
minutos del alba. Me ceñí, en consecuencia, a la idea del futuro pese a que la
formulación del devenir no me llegara tan clara y cierta como la del presente
y fuera una cambiante imagen por la cual obtenía el diseño de la existencia de
la triada, de los funcionarios del Estado y del mismo Gaspar.
Pensaba que tarde o temprano habrían de subir hasta el ático, ya fuera en
mi busca o en la de Gaspar. Antelé en mi imaginación la hierática resolución
de Roma al encaminarse por los pasillos con la mirada prendida de un
horizonte abstracto y compuse la figura de Égloga comandando la comitiva
en ejercicio de las nuevas prerrogativas y facultades que había dictado el
viejo a su amanuense. Esta suposición me caló de un temor más frío y fino
pues no sabría cómo evitar la penetración de sus ojos azul-leche y mucho
menos el quedar hipnotizado con sus artimañas, gesticulaciones de boquita
ubicua y parafernalias de asepsia. Al fin y al cabo ella siempre ha logrado
averiguarme con cualquiera de sus gestos y ejercer sobre mí esa pedagogía
que no da lugar a ser revisada y que se desatiende de su tema para lanzarse en
pos del principio último de su razón de existir. Comprendía esto tan bien la
triada que había aceptado la sugerencia de Cunio y Alter de mediar los
efectos del sistema de educación a través de Falopia y del aislamiento,
conjugando la soledad como acicate de la reflexión y su vigilancia a manera
de fuente de correcciones automáticas. Pero me consta que la metodología ha
sido ineficaz en cuanto hace a mi amigo Gaspar. Él, por ejemplo, ha
convertido la limitación a su libertad de locomoción en espacios sin fronteras
para concentrar su sentido de lo peripatético entre los corredores y los muros
del ático; y la soledad en la posibilidad de afincarse tanto en la interpretación
de sus opúsculos musicales, elaborados con base en gargarismos,
onomatopeyas, castañeos y digitaciones sobre cuanto objeto encuentra, como
a partir de sus dislocados diálogos conmigo. Ha obtenido, además, la
complicidad de Falopia para predeterminar las disposiciones de la familia
respecto a su preparación sexual, transitando incontinente del trato con ella a
los aplicados ejercicios solitarios.
Pensé que en relación conmigo lo único preocupante era el que mi
memoria no estableciera con alguna precisión confiable la verdad sobre el
desenlace de la agonía del padre, pues en todo lo demás la familia y el resto
de la gente de la casa tenía conocimiento que mi principio de acción se
fundamentaba, con meridiana claridad, en mi convicción de que todo acto
humano se sustenta en un miedo primigenio, en ese sustrato base de la
especie. Podía confiar en mí, me argumentaba, ya que tenía yo a diario la
comprobación de que el comportamiento de Gaspar no le aportaba ningún
beneficio, lo que me otorgaba la experiencia para conseguir sin riesgo
provecho de Falopia, secundum lege, es decir, manteniéndome en el circuito
de sus tetas, el anillo del ombligo y en la fugaz visión de los entorchados
vellos de su pubis. Nada de intercambios prohibidos y de exorbitancias.
Menos aún la sustitución vía lingual con el fin de probar los humores de
Falopia, aunque debo admitirlo, sí encontraba aleccionante los juegos de ella
con su lengua en mis orejas.
Podía tener el alma tranquila, me dije, que por más que Égloga escarbara
mis pensamientos con sus suspicacias, hallaría en el fondo una
correspondencia tan exacta entre mis temores y la idea ética forjada por
nuestra sociedad que sólo alcanzaría a fruncir, mediante un tic de arquitectura
intachable, su mejilla izquierda. La unidad creada era casi simbiótica y digna
de encomio pese a la desconfianza en que siempre terminaban las encuestas
familiares efectuadas por padre y a las reticencias consignadas por Cunio y
Alter en sus conclusiones. En especial esa maldita cavilación de Alter cuando
lograba detener la marcha en mi constante deseo de hablar. Le molestaba el
que no hubiera aprendido a callarme, que me atolondrara con la palabra y que
no poseyera la cautela que sí había ingeniado Gaspar, no obstante los errores
de este en otras esferas de su preparación mundana. Pero también colegía,
desde luego, que con Roma eran inútiles las iteraciones de mi respeto porque
tenía a mano su dictamen de que la obediencia y las maneras correctas no
debían confundirse con la cobardía. Dejaba sentado su criterio y en vano
fingía yo comparaciones y diferencias respecto a mi par Gaspar.
Inescuchables resultaban a sus oídos las descripciones que yo aportaba de mis
sueños. Todo era demasiado coherente, argüía con su voz aristocrática. Tenía
la impronta de esa lógica que únicamente se consigue con el insomnio
sistemático y este fenómeno, agregaba artera y sin moverse de la verticalidad
de su espalda al apoyarse en una línea invisible, es síntoma de mala
conciencia.
Nunca respondí contra tan variada formulación argumentando que no
me apenaba ser un cobarde, ni me encontraba tramposo por cambiar los
sueños de la vigilia de todos los días por los del dormir, puesto que ambos
son reales. Era, quizá, reflexioné, mi incapacidad para tomar partido, militar
en una facción o adoptar un dogma. Esto de cierta manera le correspondía a
Gaspar. Yo era Moriz, simplemente Moriz. Sí, a mi amigo que se rebelaba de
continuo contra los cánones, apostaba y se aferraba a la manía de procurarse
respuestas personales cualquiera fuera el correctivo que le aplicasen luego de
cada desacato. Conocía yo su valor de manera directa y hasta había intentado
imitarle, pese a los repetidos fracasos e indisciplinas que mi temperamento
conlleva. Pero es que creo que cada acto tiene su naturaleza y su dueño o
autor y no se pueden usurpar al mismo tiempo. De forma tal que a veces
asumí una actitud idéntica a la de Gaspar y era yo mismo quien primero la
traicionaba, y en otras me sentí protagonista en abstracto de un gesto, ademán
o discurso mas no lograba ponerlo en práctica.
Así que tengo memoria de cómo admiré el que Gaspar fuera capaz de
exhibir una obscena erección al momento en que la triada en plena hacía la
inspección rutinaria sobre el estado de asepsia y cuidado de nuestros cuerpos,
y que no se intimidara por las amenazas jurídicas que con auténtica maestría
esgrimía Tel, ni que redujera un ápice su turgencia ante las escuetas burlas
que elegantemente proferían al unísono Égloga y Roma. No, Gaspar no temía
a las consecuencias y ya se había curtido en castigos. Y estoy en capacidad de
afirmar que sus recaídas en la bronquitis, la escupitina y accesos de tos
constituían una respuesta de vindicta contra el vejamen. Claro está que para
que yo crea que todo esto es prueba de la innata valentía de mi amigo, ha sido
necesaria la odiosa comparación conmigo y la convicción de que jamás
Gaspar se ha ufanado de sus rasgos morales, ni aceptado de buen grado el que
yo pretenda discutir el asunto con él. Me remite de inmediato a Falopia, me
entera de su renuencia con frases cortantes o se distancia mediante su
musiquita de percusión. Estimo que con semejante actitud Gaspar hace
hincapié tanto en la autonomía de su persona, lo que llama él derecho a la
individualidad, como en cierta concesión cortesana. Sin embargo, pocos
discursos ha efectuado para sustentar ante el colectivo familiar su anacrónica
postura, aunque dice poseer ideas acerca de las libertades individuales, la
familia y el Estado. Conmigo se ha explayado un tanto más, intentando, sin
orden, dejar en claro que no existe la contradicción que yo señalo entre su
concepción del individuo libre y la práctica elitista de su arrogancia pues en
el fondo, me arguye, puede emplear ambas tesis a su acomodo sin cometer el
error de sacralizar ninguna. Yo llamo a esto hipocresía y falta de respeto por
las ideas. La tríada, por su parte, sostiene que sólo la ignorancia de Gaspar da
cabida a tal contrasentido y que su resentimiento social es lo único que lo
determina a enfrentarse a su propia familia. Égloga se abstiene indignada de
discernir conceptos, exponer datos históricos y reseñar trabajos sociológicos.
Esta tarea la emprende, con entusiasmo de funcionario, Cunio, quien con
acopio de verdadera paciencia de maestro dicta conferencias en el ático en
torno a la Unidad Familiar, El Microcosmos Afectivo y Político, Moral y
Sanidad Mental y la Sicología del Niño y del Adolescente. Labor que mitiga
durante breves semanas las zozobras ideológicas de mi amigo y de sus
propósitos. Por ejemplo, en el ciclo de reposo y obediencia no repite gesto
alguno de procacidad ni embiste con sus artimañas de verga enhiesta contra
las buenas costumbres y los principios de la jerarquía. Momentos de
debilidad, me digo, que yo he sabido emplear en provecho propio pues al
instante entro en acción, corrijo mis inclinaciones depresivas y gano terreno
en la voluntad de Falopia, me informo de los eventos sociales de la familia,
de la salud de sus miembros, del culto o de la indiferencia a la memoria de
madre y, en especial, sobre las intenciones de Tel. Me ingenio, a la vez, la
manera para que la institutriz, tan ecuánime y hacendosa pese a su traste de
diosa putana y a sus funciones, transmita al poder central de la casa, sin
alterar una coma, mis metas personales y mi deseo de adaptarme a la
sociedad. Me he visto precisado, como es de suponerse, a emplear el halago
con ella, el estímulo económico y la promesa de que cuando yo obtenga la
consideración política que busco no me olvidaré de sus cumplidas
diligencias. No he tasado la ponderación de su porte de hembra de lujo y
calificado con adjetivo suelto su comportamiento. Le he jurado que no tengo
queja contra ella y, por el contrario, que mi admiración se compagina con los
celos, la melancolía y la conciencia de que ella es la viva representación del
eterno femenino. Ella ha sabido contrastar mis actitudes y palabras con las de
Gaspar –aunque a él la une un indeclinable sentimiento de protección y ese
afecto entre maternal y de fémina en celo– ha efectuado a mi servicio la
misión de penetrar en las filas enemigas y cumplido las encomiendas.
Además, ha asumido los riesgos para satisfacer la íntima animadversión que
posee contra sus patronos, pero todo, no me engaño, en el marco de lo servil,
el miedo y la falta de fe en las acciones.
Esa tregua psicoanalítica de Gaspar, me ha dado, asimismo, respiro para
construir bases de alianza con él, previendo la posibilidad de que las
condiciones se modifiquen más allá de lo que he calculado. Porque temo que
haya habido una secreta orden de padre que favorezca por encima de méritos
y culpas a mi amigo. Sí, es un temor justificado pues conozco en carne propia
la volubilidad de principios de quienes ejercen el poder. Así que el inveterado
desprecio por Gaspar puedo convertirlo en consideración y excusar su
vulgaridad, hacer caso omiso de su talante de librepensador y tornar en
exóticas sus excentricidades neuróticas y aplacar los aspavientos en uso
contra la ausencia de elegancia que le es inmanente y omitir sus reservas
sobre la inteligencia que cree poseer. En fin, efectuar tal giro en la tradición
que deje en mera coyuntura la estrategia de ascenso para la cual he sido
adiestrado por Alter y la institutriz y en vilo mi futuro.
Con estas o similares preocupaciones adelantó el tiempo su transcurso
en mí aquel día. La mañana fue el silencio y la tímida presencia del trasegar
doméstico filtrándose hasta mi cubículo. Deseé el conocimiento de lo
acaecido con verdadera ansiedad y el arribo de Falopia o, en lo insólito, la
aparición de Gaspar.
Acompañando mi pensamiento la luz invadía la estancia y con cautela
de reptil exhibía las caries de los muebles, el deterioro de las cosas, las
muescas de la edad en la utilería del encierro y su atmósfera de irrealidad. En
suma, la precariedad que me corroboraba que estaba destinada a servir de
refugio transitorio y jamás de claustro de reclusión o de castigo como el que
habían destinado en otra época a madre. Así, pasaba del temor y la duda a la
confianza y la seguridad. Me sentía por momentos tan acertado en las
interpretaciones que había cavilado cómo se dibujaba en mi rostro la sonrisa
de la satisfacción y por dónde transitaban mis inmediatos deseos.
Al medio día el reloj de péndulo dividió la nata del tedio dominical y
tuve fe en que mis oídos no me engañaban al administrarme, mediante
intervalos, el sonido de los pasos de Falopia por los alrededores de la alcoba
de Gaspar. Creo, incluso, que balbucí el nombre de la institutriz y que ella
respondió con perfecta armonía y estilo. Lo indubitable fue que en la planta
inferior no se produjo signo que identificara a padre y que la zona del silencio
acampaba, plena e inamovible, en su escritorio, lecho y cuarto de oración.
Entonces, un afecto ambiguo oprimió mi respiración y dejé que un hilo de
saliva cubriera mi boca y anegara los vocablos que pugnaban por salir.
Ahora, me dije emocionado, mi memoria es un orden, posee puntos de
referencia, lindes y territorios marcados por donde puede transitar sin temor a
extraviarse mi inteligencia. Esta circunstancia me otorgaba el privilegio de la
elección del antes y del ahora. A voluntad podría reconstruir el pasado y
borrar todo cuanto mi conciencia rechazara por trágico, ofensivo o ridículo.
Había llegado a la visión de la arrogancia y a la concepción de la estética.
Confluyeron en mí las proyecciones sobre Égloga y Roma y acepté que había
llegado a tal punto gracias a los arquetipos de mis mayores. Observé que
estaba extrayendo ideas prácticas de los acontecimientos sin debilitar mi
voluntad con respuestas sentimentales, expresiones y juicios inútiles. Sentí, al
tiempo, que lograría prescindir de Falopia o, mejor, cuándo y cómo la
emplearía y si debía mantener la vigilancia sobre el concepto de libertad y las
dudas de siempre que diseñaba mi noción de lo real. De todas maneras un
rasgo de su encantamiento rozó mi vista y quise detener su breve transcurrir
un segundo más. Pero también fui lo suficientemente perspicaz para convenir
que estaba en los inicios de nuevos deberes, que el conocimiento me exigía
diligencia, que la acción inmediata ya se alertaba en mi sangre y me
franqueaba las decisiones: comunicar a Gaspar el deceso del pater, en primer
término, proponerle un acuerdo confidencial y una alianza táctica frente a la
familia y, desde luego, una sana y reflexiva distribución de tareas. La división
del trabajo con base, como es lógico, en la ponderación de los objetivos,
datos y recursos personales, al fin y al cabo la misma naturaleza había ya
adjudicado características, dotes y cualidades. Era indispensable no tener
contemplaciones de ningún tipo. Yo me encargaría de los cometidos grises de
la política y él se comprometería a no perturbar con ideas ilusas el
funcionamiento del organismo social. Se le garantizaría como compensación
la libertad del pensamiento que yo espontáneamente me vedaría en aras de los
fines comunes. Sí, él se bastaría con la riqueza del espíritu, la fertilidad
autogenitiva de las ideas y ganaría nombre y la envidiable soledad del
pensador y del artista. Yo, en el fondo, no sería más que un administrador de
legados y principios morales, que mediante inteligentes inversiones
procuraría evitar toda solución de continuidad de la unidad familiar. El peso
de la antelada responsabilidad que asumía con estos pensamientos, me hizo
afincar las piernas en el piso, echar atrás los hombros, expandir el tórax. Me
había erguido y supe de inmediato que esta era la posición ideal para recibir a
la tríada, atender sereno la noticia de la muerte del pater y discernir el
consiguiente discurso sobre economía política y poder. De pie, atento a los
signos de la realidad, esperé la comitiva y me otorgué la ilusión de parecerle
útil, digno y promisorio. Sin embargo, no alcancé a reprimir el movimiento
de los párpados que expresaba mi miedo, ni a evitar que lentamente las
palmas de mis manos se humedecieran de sudor y que me llegara la evidencia
de que aún tendría que perfeccionarme en el arte de la simulación y el
autocontrol.
Así que cuando escuché las bromas de Tel y el coro clásico de las risas
de Roma y Égloga, hallé del todo comprensible el que después del exordio de
la noticia el excurso político consistiera en democráticos denuestos acerca de
mi fealdad congénita, mi hipocresía y mi proclividad al éxito y que no se
abstuvieran, damas y caballeros, de hacerme sentir sus uñas por mis mejillas
de mestizo, bofetadas por mi carencia de porte aristocrático y tirones de
orejas por lo hirsuto y retinto de mi caballera. Tuve tiempo, no obstante, de
pensar que de inmediato debía buscar a Gaspar para alertarlo aunque
persistiera en inocuas diferencias, preocupaciones de estilo y en desconfiar de
mis ideas.
Razón y fe
Era el momento, sí, convine aun antes que Roma me lo dejara saber: tú,
Gaspar, ya podrás bajar a la primera planta, estarás con nosotros. Siguió
hablando mientras recorría con sus pasitos el cuarto y dejaba en suspenso un
suspiro, no sé bien si de satisfacción por mi actitud receptiva o a causa de que
terminaba su tarea y había logrado imprimir tranquilidad a sus ademanes y
palabras. Se preocupaba, en verdad, tanto porque las cosas salieran tal y
como les había previsto, luego de ajustes en varios sentidos, que no era lo
mismo introducir en sociedad a Tel, cuatro o cinco años atrás, que de suyo
aseguraba éxito en la opinión y sufragios de la mayoría de los asistentes, que
a mí, pues pese a la metodología empleada por la familia para mi educación
hacia el mundo, se debía estar escéptico ya que muchos de los efectos
aguardados, con el aliento en un hilo histórico, jamás se presentaron o lo
hicieron de manera metamorfoseada. No, no se había rendido y la lucha
dejaba por lo menos la satisfacción de que ninguno de ellos era culpable. El
fatum, la voluntad inescrutable del todopoderoso, lo enigmático de los
cambios de la sociedad, en fin, nada que directamente los incluyera. ¿Había
entendido?, preguntó. Sí, le respondí presto, no obstante que embebido con su
presencia, algo que siempre me ocurría, caminaba junto a ella, imitaba sus
gestos y soltaba sopliditos según ella lo hiciera y no había comenzado a
efectuar preguntas obvias y de las otras, ni empezado, lo más complejo, a
juzgar realmente que la primera y larga etapa de mi aprendizaje había
concluido y, como consecuencia, podía decirlo en voz alta e, incluso,
pensarlo públicamente, que cuanto me abarcaba y rodeaba era ciertamente un
acabose, un lugar inapropiado a mi condición social, a mi humanidad. El
problema era un tanto preocupante dado que, entonces, debía ingresar en una
nueva evaluación de los acontecimientos, justificar aquí y allá y,
seguramente, aceptar que como había poseído sólo un ángulo de observación
mis juicios habían carecido hasta el momento de objetividad, y que cualquier
generalidad era, en rigor, precaria, que mis sentimientos tenían que
reelaborarse para que se acoplaran con exactitud a lo que mi primer encuentro
con la sociedad me ofreciera. Nada de esto dije ya que el hábito de no
contradecir a Roma me impedía siquiera balbucear mis temores, y me limité a
monosílabos, afirmaciones con la cabeza y a acomodar mis movimientos a
los de ella, de tal manera que durante su visita recorrimos en redondo el
aposento como dos figuras de un reloj en un cuadrante. Pensé que si algunos
de los otros entrase no sabría a ciencia cierta discernir lo que allí se
desarrollaba. Tuve que esforzarme por no reírme, no en virtud de que la risa
era algo de especial cuidado en la casa, medida la oportunidad, calculada su
intensidad, determinada su expresión y significado sino porque sentía que
surgía indómita dentro de mí, tan fuerte como los anuncios de mi tos. Al
comienzo creí que se trataba de un acceso y que en pocos minutos sería presa
del arrebato, pero al rato sospeché que se había suscitado otro cambio en mi
comportamiento, que la tos se había licuado, digamos, en la materia de la risa
y que esta podría asaltarme con la misma inquina que la expectoración,
frenética y altisonante. Juré para mis adentros que la tendría a raya hasta tanto
Roma estuviese confiada en mi alcoba, sin que nadie la acompañase, que ese
gesto de confianza y de valentía de llegar sin vigilancia no le iba yo a
defraudar con algo que a mí mismo me aterraba. Me mordí los labios e
intenté concentrarme en otra cosa, distraer el pensamiento mientras el
hormigueo del pecho se engordaba, se convertía en salamandra y pugnaba
por sacar entre mis labios su pajita burlona. Mas, ¿por qué no se me había
hecho la advertencia de que algo así era factible? Este descuido merecía todo
un alegato contra Cunio y Alter, que devengaban subsistencia bajo el encargo
de adiestrarme en forma útil y ante todo promisoria. Maldije la falta de
ciencia de los dos e hinqué hasta el dolor los dientes en la lengua que dentro
de mi boca ya saboreaba una risilla, la subía y bajaba para llenar la cavidad
con ella y, pensé, para abrirle espacio a su tamaño, que en ese momento
abarcaba la garganta y cuyos filamentos se habían extendido como una pelota
de nervios en la tráquea. Simulé una tosecita a fin de aliviar la presión que
hinchaba mi pecho y humedecía la nariz. Roma no se dio por enterada y
caminó otra vuelta más, cerca del ventanuco, yo junto a ella. Miró a través
del cristal legañoso y ambos movimos las cabezas reconviniendo el
espectáculo deprimente que allí se mostraba. Esto ha terminado, dijo, refregó
sus manos una contra otra y sonrió. Era la primera vez que este gesto no se
encaminaba a zaherirme y admiré el hecho de que en su rostro se tornase
joven, amable, y la iba a acompañar en él pero la bola de risa me ahogó, sentí
su golpe rebotando en mis mandíbulas, y de la misma forma como se
devuelve el líquido de una náusea que ya ha alcanzado las comisuras de los
labios, empujé hacia abajo, contraje los músculos del estómago y percibí que
retornaba y que por otro instante medraría en mi tórax. Roma me rozó con
una de sus manos y me dijo que no había nada que indicarme puesto que la
prueba que me esperaba tenía que ser en frío, ¿entiendes Gaspar? Si, respondí
rápido y, adelantando una de mis piernas, sugerí la salida, y ella, Roma, quién
lo creyera, también adelantó la derecha, luego la izquierda y ambos no muy
acompasados y motivados por distintas razones nos acercamos a la puerta.
Ella salió, se enfiló con su andar por la calle del zaguán, recta y delicada
hacia las escaleras y yo retumbé con la primera bocanada gris y pastosa de
risa, caí contra el vano de la entrada empujado por la expulsión que dejó su
sonido, al comienzo un siseo, calculando quizá que otra vez la obligase a
subyacer tras mi voluntad, después quebrado de matices, broncos, débiles,
cortos y largos que llenaron el cuarto, que semejante a insectos ciegos
tropezaron contra los muros, descendieron y se levantaron en un incesante
vuelo que me encontraría más dúctil, y lo comprobé al deslizarme sin
ninguna pereza por el corredor, atisbando por todos los lugares, que de otra
parte conocía a la perfección, con el ánimo de comprobar si a la par que se
había elaborado mi hilaridad se había fabricado algún otro acontecimiento
digno de registrar en mi memoria. No, el afuera era idéntico salvo que mi
pensamiento resultaba tan pasado, casi similar a un detalle de un sueño que
pese a repetirse nunca logra plena justificación en el conjunto. Fui al retrete,
miré el espejo, escruté mi rostro, Gaspar es Gaspar, me dije ante la
reproducción de lo que ya conocía y, sin embargo, un ápice de modificación
creo que hallé en la lisa superficie del espejo del gabinete. Una línea del
perfil, tal vez, una leve reducción de mi fosa nasal derecha, quizá un color
menos oscuro de la piel, no estaba seguro, y no era fácil verificarlo. Tuve el
sentimiento de que con todo lo que yo había reafirmado el conocimiento de
mi aspecto, obedeciendo las indicaciones de mis hermanas, había dejado
escapar algo que en el momento se me presentaba y que no sabía dónde
colocar, si desechar o dejarlo existir en mi rostro para, cuando estuviese
maduro, estudiarlo con todas sus consecuencias. Seguía siendo tosco en lo
esencial, los dos perfiles se negaban a la simetría, el cabello se engomaba
sobre los parietales y las cejas brillaban como la pez sobre el doble arco de
mis párpados, arrasados y rojos. Pero no importaba y otra vez me reí ya sin
crisis de convulsión y babeo. Risa de lo más convencional que bastaba para
rubricar un cariz de mi pensamiento y que enmarcaba a la perfección mis
recientes observaciones. Lo que no estaba aceptable dentro de la identidad así
ratificada era la vestimenta: la camisa sin cuello que dejaba al descubierto
ciertos cabellos hirsutos de mi pecho, los tirantes de mi pantalón cuyos
cauchitos asomaban a lado y lado como cabezas de delgados gusanos.
Comprobé que los tenis dejaban al descubierto los dedos mayores de mis pies
y que la altura de las bocas del overol me llegaban escasamente a las
espinillas. Otra risa, y esta vez fue fuerte, muy parecida a la que efectuaba sin
saber por qué Égloga cada vez que se cruzaba conmigo en horas no previstas
y en las cuales reincidimos llevados de la mutua distracción, sobre todo
distracción de ella que se olvidaba por completo de mi existencia y se
permitía deambular por esta forma de extramuros, ya que no mía, que en
ningún instante iba a cometer la ingenuidad de ignorar que mi familia estaba
en todas partes, que poseía el don de la ubicuidad, que obraba como puente
de comunicación respecto de Cunio y Alter.
¡Oh!, debía cambiar de aspecto, me dije, mas ¿por qué? Mi pensamiento
se encontró confuso. Barajé dos o tres hipótesis sin conseguir respuesta
adecuada. Sin embargo, la necesidad de asumir otro talante se hizo ansiosa y
me llevó a caminar sin sentido entre el baño, las escaleras y el cuarto, a hacer
un ruido desproporcionado con mi transitar sobre el desvencijado entablado,
tanto que podía atraer la atención de cualquiera de los habitantes, y esto
constituía un peligro puesto que hallarían en mí los estragos de la dubitación
y comprobarían que era un inepto para responder los interrogantes más
sencillos. A estas alturas de mi conciencia, sabía, vía intuición, que mi deber
era ocultar mis más espontáneas manifestaciones y crear sobre ellas un
lenguaje coherente donde no se expresara ninguna inseguridad, absurdo de
pensamiento y, en especial, un tipo de debilidad como la que me apresaba.
Naturalmente, cavilé, subir donde Moriz y solicitarle algo de su ropero, o
llamar a Falopia y remitir con ella un mensaje de pedimento a mi hermano
Tel acerca de la etiqueta, el vestuario y lo demás (¿dónde estaban las palabras
exactas para tales súplicas?). No me decidí a lo primero por cuanto Moriz me
podía responder con alguna plebeyada que en mi nueva situación me
derruiría, mi gusto no lo soportaría. A Falopia, tampoco, porque mediaría su
servicio consultando con alguien de abajo y la demora en la respuesta me
arrinconaría más y más en la zozobra y con Tel era correr el riesgo de que
cualquiera de sus bienes se ajustara a mí y con ello se fundara la evidencia de
semejarnos demasiado, hiriendo su amor propio. Opté, entonces, por aplazar
cualquier decisión en tanto no estuviese medianamente en condiciones de
reflexionar en calma y concluí que si en el antes el sueño me alisaba los
pliegues del miedo, ahora un cabeceo de quince minutos era suficiente para
recobrarme. Así que ingresé a la alcoba. Me disponía a tenderme sobre el
catre pero mi cuerpo rechazó la intención, se replegó rehuyendo el contacto
con la lona, y mis sentidos se hostilizaron contra las cobijas que yacían
arrugadas en la cabecera. Mi olfato se rebeló contra los pringues de mugre
que tachonaban de manchas parduscas la almohada, la madera de la mesita de
noche y el bombillo que colgaba del techo. Me acurruqué en el corredor y
cerré los ojos sin lograr ni un instante siquiera de duermevela pues mi cabeza
parecía una olla hirviente que jugaba con mi imagen y los objetos que,
encostrados de mugre, atentaban contra la paz que me urgía. Ya no había en
mi interior aquella zona de seguridad donde antes me resguardaba mientras
pasaba la tempestad. Esta se había inoculado en mi sangre y se reproducía
con prodigalidad innegable en mi cerebro. Estaba ad portas de la civilización
y aún no dominaba los principios más elementales de comportamiento. No
pasaría inadvertido al arribar al salón de visitas. Miles de ojos me observarían
y mis oídos escucharían el clamor soterrado de la desaprobación. Sabrían sus
cuchicheos ubicarme, sus memorias grabar esa primera impresión y
conservarla siempre lista para sacarla a relucir el resto de mis días. Poseerían
algo con que amedrentarme. Podrían decir de te fabula narratur. Imaginé que
sería factible eludir el compromiso. Esperaría que subiera Égloga y le
manifestaría que me hallaba indispuesto, sí. Ella no tendría más remedio que
aplazar mi asistencia al convite, disculparme, al fin de cuentas todavía es un
niño, diría. Esperé como antes nunca lo había hecho, es decir, relacioné mi
estar aguardando con el tiempo y averigüé que afuera también las cosas
transcurrían, que la persistencia no era más que una suposición producto de
mi ignorancia y que un obcecado trabajo distribuía y alimentaba
incesantemente personas y cosas. Escuché el trajín que un tanto sordo llegaba
desde abajo a través del patio, que la ciudad vivía más cerca de lo que hubiera
creído en otras oportunidades y que unos y otros se conectaban mediante
emisiones precisas de su quehacer, reordenándose sin mayor confusión pero
no en fácil ajuste. Pude hacerme la representación de un espacio de continuo
ocupado y desocupado, donde el mismo reposo era una forma de actividad, el
sueño una prolongación de la vigilia en el cual cada uno custodiaba su
persona y su contorno y que, en verdad, sería un tanto imposible que yo no
saliera de mi seminercia sin ocasionar una laceración en el tejido de la
actividad. Esto, de contera, me imponía la febril necesidad de contemplar de
otra manera a mis hermanas, de escurrirme sobre el recuerdo de Tel, de girar
alrededor de Cunio y Alter y replantear todo. ¿Era susceptible lograrlo? ¿No
sería más inteligente inventarlo sin tomarme la ardua tarea de iniciar el
pensamiento, la evaluación y de encadenar efectos? Con esta aprensión se me
ocurrió subir y comentárselo a Moriz. Me había erguido ya cuando otra duda,
menos sensible y breve pero más intensa, me detuvo pues sospeché que mi
amigo no lo entendería, que no podía precipitar en él algo que no se hallase
aún reglado por los mayores, que entraría en una suerte de colisión que
afectaría el delicado mecanismo de él, ahora lo sabía frágil, sumiso y cuya
agresividad ya no me tocaba: era artificial y por tanto exhibía la deleznable
linfa de sus sentimientos. Ya ni amigo lo llamaría, no tendría derecho mi
certidumbre de lo que significa la palabra pronunciada por el nuevo individuo
que era yo. Nada de aproximarle y cuchichearle sobre Falopia, ni de crear con
su ayuda tal o cual estratagema contra Roma y Égloga. No, ciertamente no.
¡Vaya!, la cuestión se había convertido en un embrollo y me encontraba
como un renegado que había perdido la pista de su rebeldía. Otro motivo de
risa, me dije, y en efecto me percaté que hacía ya un buen rato que estaba
riéndome bajito, sin exageración y arrebato. ¡Bien!, había aprendido la
primera lección: la hilaridad debe guardarse dentro de los límites del recato.
Sí. Sí, reía para mí, había hecho del acto un asunto íntimo. Otro pensamiento
que jugaba en su interior con la materia de la risa y su fluidez de significados.
Era mía y por lo tanto apropiado ubicarla en la columna de los actos privados
como... como... el de meter las narices en la entrepierna de Falopia, silbar
aquellas ideas obsesivas que buscaban su expresión con sonidos. Íntimo: un
vocablo que me resentía de desconfianza en la medida en que jamás había
tenido realización práctica en mi experiencia puesto que ningún acto personal
se había ejecutado sin la aprobación u orden de cualquiera de los mayores. Y,
sin embargo, ahora sí captaba su posibilidad.
Estando en estas cavilaciones vi a Falopia ingresar en la escena pero
ejecutando un papel que no estaba previsto por mí y que hizo recular mis
urgencias en pos de la curiosidad. La nodriza, nuestra nurse, ni siquiera se
emparentaba con Falopia y no obstante era ella, no cabía duda. ¿Falopia?
–Joven, le he traído su traje y le ruego me acompañe a sus habitaciones
para que esté a tiempo en el salón. Tiene justo treinta y cinco minutos, dijo y
exhibió en sus manos una pulcra camisa de cuello de pajarita. Se corrió para
darme paso.
Así que me tragué mis quejas infantiles, inhibí mis deseos de olerla
como antaño y, muy obsecuente, le ordené que me condujera a mis aposentos
pues en verdad era un tanto tarde para mi toilette. Cruzamos el pasadizo sin
que ella o yo nos molestáramos en mirar hacia mi antigua alcoba, del lado del
retrete, y sólo percatamos el goteo de la llave del lavado sobre la lata de la
cañería. Descendimos las escalinatas y lo que me había temido se hizo
realidad ante mí ya que todo relucía: búcaros, cuadros, sillas, aquí y allá
adosadas como en una galería de muebles antiguos, puertas que atraían mis
ojos y que sin embargo Falopia y yo contemplábamos más de la cuenta.
¿Cuál el mío? Tenía el vago recuerdo que madre habitó durante unos pocos
meses uno de esos cuartos, que en él se efectuaron cambios para que su
puerta no se pudiera abrir desde adentro y ella se viera obligada a llamar si
quería algo, y hacerlo dentro del horario dispuesto y no antes o después a fin
de que los sirvientes la atendieran. Que habían, recordé, revestido de corcho
paredes y maderas para acallar sus gritos y despropósitos y que de allí salió
en procura de una auténtica atención en una seria y distinguida institución
para señoras locas. ¡Vaya!, ¡Vaya!, me dije, sorprendido de que se me
hubiera adherido la palabreja y que esta me bastase como síntesis de mis
sentimientos. Falopia se adelantó unos pasos y en una especie de gesto
solemne que estuvo a punto de provocarme una basca de risa, me invitó a
entrar en mi habitación; algo natural, parecía que me indicaba con esa
rectitud de su columna, perpendicular ingeniosidad de hacerme
semintangible. Sumercé, pensé decirle y pellizcarle uno de sus gordozuelos
brazos, mas me di cuenta que andaba forrada en un uniforme almidonado,
que portaba cofia y que expedía un olor a canela que obraba como repelente
de mis acercamientos. ¡Claro!, Cunio sabía de mi fobia al olor de canela de
los medicamentos caseros contra las fiebres. Así que mis manos se limitaron
a tomar la camisa, el corbatín y mis pasos a guiarme instintivamente por la
estancia, ubicar el butaco, depositar en él mi ligero cargamento y sin afán
pero seguro de lo que realizaba, me fui desnudando: dril al suelo, tenis al bote
de la basura, camiseta también al tacho, camisa otro tanto, pantaloncillos no
usaba y ya viringo iba a hacer un comentario ocasional a Falopia y no la
hallé, habíase fugado en puntillas. Alcancé la puerta y mirando con cautela
hacia afuera pude vislumbrar que ese trasero era el de Falopia, que allí se
llevaba el movimiento universal y que quizá no la volvería a ver y mucho
menos a tener a causa de mi ingreso a la civilización. Sin embargo, la deseaba
y sentía envidia de que Moriz estaría con ella arriba en su cubil, mientras yo
no sólo creía verla por última vez sino que me había dado cuenta que el deseo
no modificaba mi príapo, que este yacía inmóvil e indiferente entre el fresco
tejido de algodón de mis pantaloncillos y se negaba de plano a responder a
mis órdenes, que rechazaba la evidencia de mi conciencia, ocupada en
apremiar mis recientes recuerdos sobre Falopia y propios y solitarios
manejos, y no obedecía los mandatos de mi inconsciente y en tal actitud de
rebeldía que me prometí una averiguación al respecto, una charla con Moriz,
un alegato con la jerarquía familiar y un memorial de agravios a Cunio y a
Alter. ¡Vanidad de vanidades!, pues no se me dio tiempo a otro cálculo
cuando ya estaban llamando a la puerta: que bajara, joven, es su turno. De
nuevo puesta la atención sobre mí mismo, cuerpo, inteligencia y miedo
anduve los trescientos metros más largos de mi vida, zancadas que me
pertenecían pero que en el momento se mantenían en la rigidez de los
pantalones cuya línea debía conservarse sin una arruga, ¡ah, sin una! Las
calzonarias me tallaban los hombros, la pechera me aprisionaba el respiro y
los aceros filosos del almidón del cuello de la camisa levantaban ampolla con
cualquier movimiento involuntario de mi cabeza. Rodé, propiamente dicho,
entre el pasamanos de la escalera y los hombres de la lateral izquierda que
recibían los abrigos, pieles, sobrepellices de los invitados, quienes con una
furia contenida hacían gestos sincronizados y transitaban en el primer círculo
a lo largo del hall. ¿Dónde ubicarme?, me pregunté sin pizca de temor aunque
un poco acoquinado por el calor que caldeaba las dos chimeneas antípodas, la
del norte menos azuzada que la del sur pero ambas con bocas azules de fuego
eterno. La mano superleve y tintineante de pulseras de Égloga tocó mi codo,
presionó y me condujo, sin pronunciar palabra, emitir orden o amenaza a una
esquina centrípeta de columna y mueble, de vidrieras iridiscentes que, en
relación con los espejos incrustados de esa zona de paredes me repetían hasta
el delirio. Gaspar por todas partes y gente que lo cruzaba en todas
direcciones, cortaban, dividían, reintegraban y otra vez la soledad y la
repetición que me empujó a hablarme de mí mismo como si estuviera
gesticulando frente a aquel sordomudo tan idéntico a mí, que sacaba de su
sobrio traje smoking una lamentable cabeza de cabellos hirsutos y ojos de ave
zancuda. Un tipo rechoncho de nariz veteada de venitas moradas me trajo un
trago, inclinó la testa e impulsó su culo por entre el gentío que deambulaba
con preciso destino de un lado a otro. Muchedumbre que hacía lo mismo que
yo sin necesidad de repetirse en los espejos, sin detenerse más allá de un
segundo de contemplación automática que nada tenía que ver con lo que me
acontecía: Gaspar de frente, Gaspar de perfil, agachado, sorbiendo, asustado,
Gaspar, Gaspar, ¿qué culo haces?, oí que me decía y respondí que ahí, nada,
das sein, acotó otra voz que no hallé identificable entre el maremagno de
vocablos que se propinaban los asistentes y que eran repartidos de forma muy
equitativa, así que si una frase se había compuesto de cuatro palabras y dos
verbos transitivos más una onomatopeya, podía estar seguro que al terminar
el ciclo de su dispersión el conglomerado se compensaba con ocho
interjecciones y un murmullo, obedeciendo a la ley de que la materia se
transforma y no se destruye. Oye, otro trago, me dije, y de inmediato como si
se hubiese adivinado mi pensamiento, esta vez un individuo menos solícito
que el anterior, me cambió de vaso y además me obsequió con un pasaboca
de galletas soda y caviar. Seguro, seguro que esa masita entre verde y
carmelita que tenía ojillos de espinilla era el caviar sobre el cual Falopia
otorgaba tanta fábula y actitud religiosa cada vez que refería las fiestas y
reuniones que armaban las señoritas. Sí, sorbo y mordisco con lo que
comprobé que mis aficiones etílicas se mantendrían, pasara lo que pasara, en
el güisqui, y en cuanto a los bocados me daba un tiempo para adoptar
providencia alguna. Pese al hecho realmente tortuoso de contemplarme en el
reflejo de cuanto vidrio me abarcaba y que el anonimato con el que se me
trataba había reducido en gran parte el miedo y la inseguridad, me
preocupaba la circunstancia de que aún no había hallado explicaciones
plausibles a mi pereza príapica y que mi bálano no se avivara ante la
exhibición de la tetonería múltiple de las damas del convite, avieso trasero
que se distinguía de otros, brazos de todos los contornos y provincias,
capitalinos, de la costa, híbridos de lo internacional y nativos, ni ante los
cuellos que hubieran desempolvado al más antiguo de los vampiros, las
cervices de Rumania y aláteres, los lánguidos de Popayán. Sí, el muestrario
era de supermercado y nada, lo mío entre el prepucio y el algodón como una
jeringa desechable. ¿Era acaso un fenómeno transitorio o debía temer que
efecto de un choque traumático con la realidad a causa de mi débil
personalidad, flaco yo y poco de identificaciones paternas? No se preocupe
usted, escuché que decía un caballero inclinado ligeramente sobre el rostro de
una mujer, quien agregaba que todo en la vida es pasajero y que la
humanidad cuenta siempre con el magnífico recurso del olvido, el olvido que
todo lo cura, decía el gentleman con cierta consonancia de bolero, que sin
embargo no producía mayor impronta sobre la dama que tenía fijos sus ojos
de azul inobjetable en otros que la miraban desde dos cuerpos más adelante,
que a su vez eran punto de referencia de los míos, y esto, como ya lo sabemos
de cuanto vidrio y superficie reflejante me circundaba. Entonces, me pregunté
si de una u otra manera mi mirada era el centro de las otras y, a su vez, no
más que otra. ¡Claro! ¡Vaya! ¡Vaya!, diciendo y sintiendo pues algo
tímidamente se comunicó a mi prepucio. Si la primera dama del salón, a
quién no tenía al gusto de conocer, estaba mirando, tarde o temprano sus ojos
recaerían en los míos y me conectarían con el lenguaje universal que en los
tres salones se desarrollaba de manera frenética y dominante. Sin excepción
cada cual miraba a su semejante y extraía comparaciones, emulaba y se
apoyaba en el gesto y la palabra y se mantenía en la convicción de que el
cotejamiento era una razón vital, de que sin ella el mundo se desharía por sus
cuatro costados, se levantarían las cañerías, el detritus y las aguas de los
adustos caballeros y los dorados orines de las finas mujeres brotarían como
fuentes pútridas, dañando la propia opinión que se merecían y que
subrayaban con aquello de que su labiecito de carmín importado clasificaba
la posesión de los territorios de ganado vacuno en el litoral, aquel otro, que
era casi un picotazo de boquita de almíbar, el balance de los bienes raíces en
las cuatro ciudades de la patria y unos cuantos ranchos de marginalidad rural,
aquella postura de un traste hermosísimo, propietaria de dos bancos en
Miami, la mano enjoyada que repasaba las cuentas de un collar luminoso y –
no sólo abría la bragueta de un vecino, un adolescente albino con vejez
prematura– sino, además, era el índice que las miradas perseguían por la
certidumbre de cuánto significaba en las altas esferas de los organismos
internacionales.
Otros dos tragos de güisqui y me sentí con la capacidad suficiente de
franquearme trocha, camino y comprensión entre las claves de la cultura y el
poder. ¡Vaya! ¡Vaya!, poseía unas tendencias etílicas hasta el momento
ignoradas, que me permitían compensar el hecho lamentable de que aún mis
reacciones fálicas eran de un rudimento vergonzante, y de mi habla que se
había limitado a murmullos y a producir agradecimientos cada vez que
arribaban con una bandeja de pinchos de calamar y de otras variedades de la
exuberante riqueza natural de las naciones del trópico, había dicho el
camarero con una cultura digna de cualquier universitario europeo, gracias,
gracias. ¿Y el agregado de hielo? Con gusto, me respondieron de inmediato
pese a que era innecesaria la respuesta pues los ojos indígenas de estos
portadores de comestibles y bebidas no descansaban de descifrar las
emisiones de órdenes que cada gesto de los invitados lanzaban en todas
direcciones y en forma incesante. Perspicacia y malicia que imité a fin de
aprovecharme de esa cultura popular que llegaba, por trayectos más cortos, a
comprender a sus patrones y señores.
Sin embargo, lo que era evidente se había escapado a mi captación. Lo
obvio y de bulto había tan sólo rielado sobre la marejada de voces,
expresiones, miradas ocultando a mi inexperta aprehensión el que las manos
de los presentes volantinaban de continuos sobre las mismas zonas corpóreas
y se empeñaban en el desarrollo de una empresa indiscutible y muy eficaz.
Los caballeros, sin distinción de edad, origen de clase y posición política se
tocaban en rápidos roces sus genitales, que eran recepcionados por similares
gestos que las damas efectuaban de los senos a las ingles y glúteos. ¿Verdad
o fantasía alcohólica?, me pregunté, y el gárrulo abuelo, que habían traído en
andas cerca de la chimenea sur para entibiarlo y cuya prominente barriga
hacía inútiles sus esfuerzos de alcanzar con sus manitas llenas de pecas sus
correspondientes genitales, me contestó, chasqueando los labios contra el
vaso de oporto que le acababa de llenar, sin duda hijo, la fantasía tiene tales
lazos de unión con la realidad y con la más cruda de las empirias que es
inteligente darle total crédito, eso sí, advirtió dándome pausa a fin de que
tuviese la idoneidad de seguirlo por lo abstruso, siempre y cuando no se trate
de guarismos de bolsa que allí no hay ilusión que valga ni ficción que
merezca la pena. Pero en todo lo demás, insistió, hazle caso. Calló e hizo otro
esfuerzo para rascarse la ingle derecha, hasta tal extremo que la nieta que lo
acompañaba le acercó con elegancia angelical su abanico oriental y el
anciano, con un ronroneo coqueto que puso colores de satisfacción en las
mejillas pomarrosa de la niña, se palpó con el mango del adminículo su
próstata. Yo intenté la imitación de un ademán similar y, tratando de
mantener una de mis imágenes quieta en el espejo del frente, acomodé mis
testículos hacia la izquierda, bruscamente como le ocurre con la dicción al
nené que está aprendiendo a leer. El resultado fue un clamor mudo de gestos
de hombres y mujeres que emitieron desde todos los rincones con auténticas
salvas por mi actuación. Falta delicadeza no más, parecía indicarme la mano
de un distinguido funcionario que de pie, a cinco metros de mí, sostenía una
exquisita conversación en francés con los miembros de la embajada soviética.
Un signo de V de viril, me dijo con su morse, es decir, colocar la mano en el
bolsillo del pantalón y mejorara la posición genital en el concierto de la
muchedumbre, pues la acción deletreada por su parte, acotó el silencio, se
asemeja a la vulgaridad de cualquier sirviente o chofer. Repetí el acto con las
indicaciones recibidas y conseguí la respuesta de una femenina mano que,
con diplomacia dieciochesca, tocose la línea adorable de sus teticas. ¡Qué
locura!, me dije. ¡Qué alegría el presente! ¿Qué hacía yo en mi rebeldía de
buhardilla y con rencores contra la familia y la sociedad? ¡Oh, obtuso de mí!
Di tres resueltos pasos sin ninguna dirección, ni buscando semejante, amigo o
familiar con quien compartir mi plan, sino porque sí, acción vital, acción de
gracias al creador que me otorgaba la posibilidad de vivir.
La nieta y el abuelo se habían enfrascado en su propia comunicación. El
abanico cambiaba de manos de una a otro con tal presteza que acepté que yo
estaba todavía en las primeras letras de un alfabeto de yiddish o de cirílico.
Pensé que mirando príapo y devolviendo el correspondiente ademán me
vinculaba con todo el universo en sus diferentes niveles, sin que mujer alguna
se restara con sus dotes y acotaciones. Sin embargo, mi persona se
encontraba en la inicial averiguación de los signos, de su estructura y de su
uso. El porvenir me anunciaba arduas tareas y responsabilidades, así que un
rasgo de abstinencia no estaba de más y rechacé lleno de convicción otro
servicio de güisqui.
Segunda parte
Deus ex machina
Hacia la aventura
Arreglármelas con la idea de que madre era una gorgona y siempre dispuesta
a todas formas de contradicción, según lo demostraba Cunio, que no por
llegarme sus reiteraciones cargadas de aliento de ron y picadillo de cola de
res, un apasionado de los platos típicos que hallaban magnífica preparación
en casa, tenía que elaborar yo tal resistencia a los hechos. Sin embargo,
¿dónde se encontraba la muy señora progenitora? ¿Menestaba de compañía o
simplemente, dechada de un ánimo de soledad en extremo abstruso, se
ocultaba dificultando el libre acontecer que la familia deseaba y necesitaba,
también para mí, absurdamente empeñado en desentrañar debajo de lo
evidente, escudriñar y hacer investigaciones que desdecían del talento y la
inteligencia una vez fui aceptado con todos mis defectos en el núcleo básico
de la consanguinidad? Gran favor, especial favor, decía Cunio y aflojaba otro
gramo de su digestión con un soplidito de sus labios de señorita coquetona, el
que se hubiera resarcido cualquier daño, olvidando las diferencias y
readmitiendo como el hijo pródigo. Comes, bebes, sostienen tu educación,
aseguran el periplo de tus experiencias y satisfacen tus economías, me decía a
mí mismo intentando reflexionar igual que Cunio y fijándome en que el yo
podría ser el tú, seguirme en cada paso, cavilación y duda y despachar el
asunto de si madre en efecto se había vuelto una contestataria de la sociedad
y simulado con artera metodología locura que, sin embargo, no le había
restado un ápice de su inteligencia calculadora. Eso de sostener, por ejemplo,
sin modestia alguna, que su comportamiento era auténticamente cristiano,
modelo de acción y continuidad del pensamiento heredado por línea paterna,
constituía, a todas luces, desfachatez porque estaba muy bien que presumiera
de avivada y suficiente ante sí, pero el expresarlo era hacer la afirmación de
que el resto del mundo se desenvolvía dentro de una estupidez
inconmensurable, y nada más chocante para las propias ínfulas de Égloga y
de Roma. Si se tratara de una llaga, lo de madre resultaba escupir en ella y
meter cualquiera de sus uñas para agitar sin piedad. Hasta ahí si no, habían
decidido los de la triada, hermanas y hermano y, sin más, dictaron la
resolución a la hora del almuerzo, en el salón refectorio, para que la
escucharan todos sin excepción y así mismo la cumplieran, hasta quienes se
hacían en el extremo de la mesa o en sus alrededores ejecutando sus
funciones, lo debían oír y acatar, también la sirvienta de adentro, Falopia,
institutriz y nodriza, la cocinera y el ayudante que asomaron sus cabezas al
umbral del comedor y, desde luego, Moriz y Gaspar, en particular Gaspar que
sufre inclinación edípica que obnubila su razonar. Dicho y repetido por
Falopia con aspavientos, aspavientos que se orbitaron en el humor como si
masticara con sus dientecitos la pepa de una almendra inglesa.
La triada, troica la llamaba Moriz de vez en cuando, no aceptaba ni en
broma pasar por estúpida y menos ser empujada con tanto melindre a tan
innoble asentimiento de estolidez, únicamente por la mala suerte de que
madre se postraba de enajenación falsa y desvariaba con mala intención,
intención licantrópica, contra sus descendientes directos, ¿qué había hecho en
su vida para merecer semejante castigo, Dios, expiar tal culpa, sobrellevar ese
karma? Nada y todo. En primer lugar la triada no podía tener queja pues era
un conjunto que soportaba cualquier examen social y que, por tanto, era
exhibible razonablemente en ámbitos selectos y, en segundo lugar, Gaspar,
que pese a ser marginadito, tenía la posibilidad de enderezarse y de
encaminarse hacia la ruta del bien y de la utilidad. ¿Merecía ese resultado la
ignominia de un castigo que no comprendía, era el misterio del mundo lo que
ella pagaba? Decía y repetía madre por los pasillos de la casa e interrogaba a
cuanta persona encontraba en sus insulsas correrías, que con todo eran
preferibles a esas peroratas de balcón que se le ocurrían. La respuesta de los
criados no se hacía esperar, quienes no sólo encontraban la explicación
elemental sino que dejaban en claro que eran asuntos sin importancia, con lo
cual ofendían a madre en su amor propio, es decir, rebajaban de esa forma el
status de su enajenación. Si el fundamento de cualquier locura que se respete
es la familia, ¿por qué cuanta fámula hallaba, gente prosaica y mucamo tenía
idéntica reacción y similar manera de despachar el tema con una inclinación
de cabeza y las malditas palabras de siempre? Esto, claro está, también
molestaba a la triada pues madre era referencia ineludible del presente e hilo
hacia el pasado, por lo que no debía reducirse su comportamiento a carencia
de sesos ni a caprichos vulgares aun así se resintieran de sus acciones. Verbi
gratia, eso de que cuando no le bastaba deambular en las estancias
revolcando sus fantasías con absoluta promiscuidad y confundiendo los datos
ciertos de la historia con subjetividades apócrifas, se abalanzara al balcón y
como cualquier silvestre político discurseara con una retórica inflamada que
se había ganado adictos, hecho de vagos y de peatones aburridos unos fieles
que se hacían presentes en la calle y que la alentaban con sus gritos. ¿Cómo
la estúpida gleba servidora, decía Égloga, puede entender con sus esquemas
simplistas lo que significa madre? Luego, Égloga se explayaba en
comparaciones acerca de la historia familiar y de la historia patria, o lo que es
lo mismo, de la historia de otras familias mucho más encumbradas que la
nuestra pese a los pujos y ascetismos de ascenso que habían empleado a fin
de mirar aquella cresta social en un ángulo menos irritante y esforzado. Hacía
con Roma inferencias y ambas elaboraban paralelos exagerados entre los
diferentes estudios oratorios que madre recogía con sencillez admirable. Que
hiciera el ridículo, sostenían al tiempo, era muy distinto a que en la forma se
trasuntara una gran tradición, testimoniada por los textos de crónicas
nacionales, los Anales del Congreso y la Historia de la Literatura Nacional.
También distinto, agregaban, a que en su fuero interno madre representara el
gorgonismo y este desquiciamiento de su moral la incitara a inmiscuirse en la
vida y éxitos de la triada con un anacrónico sistema de valores que
conllevaba el culto a la vejez, ¡vaya pretensión!, el respeto a los progenitores
y, sobre todo, el deber de velar por su congrua subsistencia, palabreja que
encerraba el concepto, según la sesuda explicación jurídica dada por Tel.
Todo esto era una contradicción que incomodaba a la triada y no a causa de
no encontrar tal ideología ajustada a los principios cristianos que profesaba,
sino porque poseía la esperanza y ausencia de elegancia de las cosas
impuestas, que atentaba contra la voluntad individual y colectiva, la fe en la
libertad y en el dogma del libre albedrío. Su ética estaba acorde con esas frías
disposiciones pero la triada, en fin, era soberana, así que madre era una arpía,
si señor, convine con Cunio, y pese a que no manifesté mi acuerdo a la troica,
esta estuvo en detalle gracias al informe presentado por Cunio, y pudieron
respirar con armonía, una armonía dialéctica, o sea, que no buscaba, con aire
y ademán afables, desvirtuar las contradicciones que encerraba mi actitud ya
que si había aceptado la conclusión por vía de inferencia y así mismo por el
tractatus de la deducción lógica, ¿por qué el bellaco sigue y sigue escrutando
aspectos casi olvidados o sin importancia?, ¿qué pretende con eso de visitar
su cuarto, reburujar álbumes, examinar las prendas y con qué intención
quieres visitar otros lugares? Preguntas que no tenían respuesta o por lo
menos satisfactorias, ya que yo mismo no poseía claridad sobre el embrollo y
me bastaban para mi empresa dos hechos palpables que encontraba a cada
paso: uno, la maldita veracidad de que mi comportamiento portaba un
desajuste mental cuya magnitud precoz me diseñaba como digno sucesor de
madre y otro, que no encajaba en la triada o que mi sincronización con ella
habría sido todo un arduo trabajo de adaptación al colectivo y un largo
aprendizaje por mi parte.
Me callaba estos razonamientos incluso frente a Cunio, maestro de la
pesquisa, la investigación y el interrogatorio. El tipo me hurgaba y no
conseguía más que mi resistencia a sus tufaradas de ron y picadillo, pues no
hacía más que aumentar en mí el apetito por el güisqui y los bocados de fauna
marina, debidamente enlatada y sellada con estampillas del exterior. Rechazo
que, sin embargo, no impedía que las preguntas se mantuvieran en mi cabeza
y me incitaran a interrogarme si el cuarto del fondo fue el mismo que le sirvió
de celda siete largas semanas, por la época en que la triada se desbordó en
exultación y ventura social, y que precisó de tal medida porque madre estaba
hecha un asco y su afectividad comprometida en el delirio. Me han dicho al
respecto que madre pasaba sin transición lógica a manifestarse satisfecha por
la decisión de cambio de casa y tan pronto se efectuó el preparativo del
traslado entró en crisis de añoranza y se empecinó en continuar allí, así que
cuando fue forzada a abandonar su terquedad se atrincheró en el baño
principal durante dieciocho horas que sitiaron la fortaleza de la triada y les
impuso la humillación de hacer sus necesarias en la letrina de la servidumbre
y en mi retrete. Sí, sin duda, me argüían, hubo exceso y simulación de un
amor por la vieja casona cuando sólo tenía mala fe y resentimiento de arpía.
Al fin había salido por su propia voluntad y medios y como si fuera
poco lo acaecido, bromeó, soltó risitas exentas de arrepentimiento e intentó
besar la atribulada frente de Tel, quien estaba ad portas de doctorarse. Justo
en la culminación de su disciplinado estudio, y madre en pleno uso de la
locura, arpía, que no únicamente con sus desquiciamientos mentales sino con
los desaciertos deliberados que produjeron penurias económicas al colectivo
en tantos años, se presentaba con esa estrategia del desespero para
interponerse en el camino del humanismo, el restablecimiento del prestigio
social del apellido y el bienestar, ¡qué frivolidad y ausencia de conciencia!,
con el inconfesable propósito de ser invitada a la ceremonia de grado que se
llevaría a cabo en el muy tradicional y señorial Club de El Rosario. ¡Vaya!
¡Vaya!, con lo iluso e inapropiado, si madre estaba lo que se dice hecha un
asco, palabras de Égloga que había pasado revista días antes y manifestado en
la asamblea, mejor muerta, queridos, si no da bola con su arreglo y si antes
dejó mucho que desear su aspectos y maneras, en la actualidad es la imagen
viva de la barbarie. Tel, siempre empeñado en que todo juicio poseyese
fundamento histórico, hechos y cronología la atisbó por la cerradura de la
puerta y lo que vio le fue suficiente. Íntimamente afectado por la evidencia de
que madre hablaba a solas e intentaba abrir los postigos de las ventanas y,
seguro, anunciar ante la audiencia, el populacho que abajo se aglomeraba los
viernes, el acontecimiento para poner en ridículo a la familia y a él mismo. Y
si antaño no había cruzado por la mente colectiva de la triada la desatinada
idea de concurrir con la loquita a bordo al examen de grado en el paraninfo
de la universidad y mucho menos acarrear con el vejestorio a la velada en los
distinguidos salones del Club, ahora se advertía que cualquier pensamiento
semejante hubiera revelado que la morbosidad síquica había invadido a toda
la familia. Tel suspiró largamente y evitando mi mirada, que sé bien que te
pones a favor de ella porque sí, sin hermenéutica alguna, sin principio que
debamos estimar como lógica, dijo, se ajustó el chaleco y expresó su acuerdo
con el resumen que en breve y concreto texto había administrado Égloga
horas antes. Pero madre lo averiguó o lo intuyó de manera admirable y se
armó del expediente de demostrar equilibrio y mesura en tal magnitud que
avivó las sospechas de Roma y de Cunio. No golpeó en cuatro días la puerta
de su habitación pidiendo lo imposible, ni formó alegato encaminado a
recabar ideas respecto a la libertad de locomoción, de expresión, de reunión y
de culto, esto último por su manía beata de ir a misa todos los días, que el
hacerlo constituía un derecho irrenunciable que no podía suplir con oraciones
en su cubículo, ni por la audacia de la ceremonia radial de las cuatro de la
tarde, no, la adoración debe ser en la casa de Dios, sí, presenciar el altar
rodeada de los iconos, arrodillada en el lugar de costumbre y en las primeras
filas, peroraba. La ausencia de tales exigencias, que reunían con marcado
acento político su fe católica y su espíritu liberal, hizo entrar en suspicacia a
Roma y calcular que lo que pretendía madre era obtener un instante de tregua
para formar la debacle y promover la subversión en el momento menos
esperado. Así que la triada contó con mi apoyo. No bastó que fuera tácito
sino que hube de expresarlo bajo la solemnidad del juramento al medio día,
cuando se adoptó la resolución: la mayoría democrática, dijeron, y yo
agregué: ¡la unión hace la fuerza!, ¡abajo las minorías disidentes!, punto
sobre los cuales fundamenté mi acuerdo de que a la arpía se le haría creer que
nos habíamos tragado su artimaña durante todo el tiempo que las
circunstancias lo aconsejaran. ¿Cuánto, Tel? Tres días antes, dos más que
comprenden examen de tesis y jolgorio y tres después que es cuando nos
mudamos de casa y de historia, respondió. ¡Viva la modernidad!, gritó Tel,
auténticamente entusiasmado con el proyecto. Entusiasmo que le insufló un
halo radiante de empresa, avivó su expresión y, quizá, calibró sus ímpetus
eróticos tan de costumbre limitados a las complacencias de Falopia.
Mas, como el fatum existe, me dije, el hecho de que le hubiera susurrado
a madre la tendencia general de los acontecimientos, sin entrar en detalles,
desde luego, para que no se creyera que había traicionado mi juramento y me
había convertido en un vulgar delator, y sostenido que sus estratagemas
adolecían de lecturas serias sobre política y prácticamente ninguna sobre el
desarrollo de la guerra en términos modernos, no era en forma alguna tomar
partido por ella y alejarme de la triada, esto jamás ya que tenía múltiples
favores en el haber y reconocimientos que sólo se cancelan con actitudes
morales y correspondencias afectivas, sin aceptar que el destino me empujaba
luego de varios rechazos de mi voluntad a ponerla al corriente de lo acaecido.
Cunio ha estimado que todo esto, pese a su fe en que lo escrito escrito
está y que cualquier acción humana para transformarlo es pura soberbia de
ignorante, mi intención era, en síntesis, un frívolo deseo de divertirme y una
clara muestra de que las pruebas acerca de mi identidad no habían bastado y
que los recursos gastados en mí eran casi un derroche. Frivolidad
incompatible con la inteligencia y con el verdadero sentido del humor,
agregó. De inmediato dejó de fluir hacia mí el tufillo de picadillo y ron como
si las palabras fueran insuficientes para que la materia de que estaba hecha la
persona del consejero se transformara en semántica y el rigor de lo alusivo
fuera cosa tangible. El auténtico humor no se queda en las primicias de la
broma y jamás en la vulgaridad del chiste, concluyó.
Para mis adentros el asunto se derivaba de un desajuste dialéctico –
palabreja de Roma– entre mi voluntad comunitaria y ciertos rezagos
afectivos, muy simbólicos por los demás, respecto de madre. Una no
correspondencia entre el principio de la realidad y mi conciencia. Un
esguince traumático, posiblemente. Tal vez un recuerdo trabajando mi
inconsciente, el instinto de Tánatos, ¿por qué no?, haciéndome virar en mis
intenciones y compromisos. ¡Ah!, la influencia hereditaria que permitía que
la gorgona de madre me tuviese contra mí mismo como su aliado. ¿Estaba
poseído por esta esclavitud?, le pregunté a Cunio y él me devolvió por toda
respuesta un gesto de desprecio, dejándome saber que la especulación, a la
que era yo afecto, constituía lo más preocupante de mi estado pues mediante
ella buscaba por caminos que no conducían a ninguna parte y, sobre todo,
desintegraba la unidad de los hechos. Que nada era gratuito, afirmó, y si bien
siempre hay una teoría para esto o aquello, es decir, fórmulas de comprensión
del caos y del desorden de la realidad, hasta el más torpe de los súbditos, un
siervo del alma, un colonizado del espíritu, sabe que dentro de lo tangible y
en lo imaginado subyace el principio regulador de toda unidad. Así que si
había fungido de traidor, resultaba ingenuidad ofensiva el intentar caer sobre
el hado, fatum, y apremiarme con una disculpa.
No, negó enfáticamente Cunio. La verdad estaba muy cerca. Mira el
bosque no los árboles, repitió, y movilizando su cuerpo en los rodachines de
la silla del escritorio donde se hallaba sentado, se desplazó por la habitación
con maestría funambulesca, transitó el cromado y las líneas abismales del
parqués, aceleró con dos portentosos enviones y pasó raudo frente a mí,
inalcanzable, bólido o ángel, me dije con mi apetito por los símbolos y
mitificaciones. Simplemente Cunio el consejero que ha querido expresar que
el mundo es semejante a esta cuadrangular estancia, allí la claraboya hacia la
totalidad, dijo, y aún girando en la silla me invitó a que contemplara el cielo
de mi ciudad, triste y nublado, pero que era en efecto indicio e interferencia
del cosmos. Y aquí adentro, agregó, tu quietud es otro movimiento y el mío
parte de esta globalidad que no es inerte. Gaspar, dijo tocándome la mejilla
con sus dedos pulgar e índice, ofensivo, pues yo no era ya un niño para
recibir ese trato de intimidación y reprimenda ambigua. ¿Acaso no había
quedado establecido que yo era varón varonil, tal como reza verso de poeta
nacional? ¿No había sorteado la dura prueba, la secreta ordalía, a satisfacción
o debía por el resto de mis días probarlo, meter cual caballero de saloon
tejano príapo y afán en cuanto a hembra estelar y también pedestre se
aproximara a mi órbita, retar al macho vecino, competir en amor, lecho y
pan? Vamos, vamos, expresé con el mejor tono de mi voz, cicatrizada por
entrenamientos y llegada ya a la sana rudeza de tonalidad de macho, pero
Cunio prosiguió con su demostración. Avanzó hasta la puerta y me invitó a
escuchar en la repentina campana del silencio y oí junto a él los sonidos de la
noche, la noche perpetua, la que se tiende bajo la luz en un engordamiento de
basilisco para saltar sobre el desatendido y cubrirlo de penumbra. Escuché
oído con oído, Cunio a la par conmigo, el ritmo de derruición de las cosas y
capté la imagen que mi cerebro construía vanamente con el propósito de que
lo pasajero fuera mío por más tiempo, que lo fracturado en lo inaprehensible
se configurara en mi mente como un concepto y que la semilla interior de su
corrupción contuviera mi propio transcurso y pudiera sentirme trascendente,
no sólo en el aquí y en el ahora, dije a Cunio tomado del miedo a la
desaparición pues no quería la mera continuidad en la transformación de la
materia anónima, electrón raudo, sino identidad y nombre, le expresé. Cunio
se detuvo y como si fuera la primera vez que lo hacía, y para mí lo era sin
antecedente ni prosecución, se rió en todas las gamas posibles, pero no con
risa que pretendiera ser pública, escuchada más allá de nuestro radio de
cuchicheo y confesionario. Me pareció que era mi propia risa que él imitaba a
la perfección, que poseía los matices de mi miedo y su íntima trivialidad.
Cunio franqueó la puerta y esperó que yo compusiera un aviso de
comprensión. ¿Qué tenía que ver todo esto con mi relación con la gárrula de
madre, gorgona y gárrula? No era propicio, entonces, engañarme. A lo sumo
podía resultar como normal el que estableciera la hipótesis pero no tantas ni
tan obsesivas para recalentar el caletre, estimar el presente en exceso y correr
una cortina de mala calidad en la escena. Dominio e incrustación en el
ascenso, dijo Cunio con una frase de corte imperial que, cosa habitual,
coqueteaba en la línea de lo solemne y la amenaza. Labor de consejero y
espía, acoté. En efecto Gaspar, afirmó, otra vez con aliento de mesonero
antioqueño, garra de cerdo y cebollitas mal asimiladas, y caminó junto a mí
por el pasillo hasta la pared de la escalera y retornó para subrayar lo
peripatético, la verdad en el trayecto y la traslación, telos y origen. Muchas
las significaciones, Gaspar, dijo y me tomó del brazo amistosamente, agachó
un tanto la cabeza para hacerse oír mejor y quizá escucharme sin perderse
nada y me insistió que había arribado a la idea del dominio, que allí se abría
el vasto territorio donde debía encajar las piezas, de incluirme en él como una
más, conforme se fueran transcurriendo umbrales. Tal vez, esto fuera vano
pero no debía permitirme ninguna sabiduría que se sustentara en la quietud, la
mansedumbre y el equilibrio de los pros y de los contras o sería tragado por
la sumisión y el escrúpulo. Homo Faber, Homo Politicus, agregó, y yo me
figuré que los pliegues de una capa visible se bamboleaban en su cuerpo cada
vez que se precipitaba sobre una frase inteligente, una solemnidad de tal
calibre.
Entonces, ¿a la picota con la primogenitura? ¿Picota para la gárrula?
¿Acaso alguien había planteado los extremos y no se producían los
conocimientos por yuxtaposición aluvial? No respondí, desde luego, puesto
que no se trataba de preguntas sino de pensamientos en vilo que afloraban a
la boquita de Cunio para instarme a hablar y hablar. Mas, agregó sibilino,
madre es la naturaleza quiérase o no, gorgona y gárrula, sin duda, y tendría
cada cual que cargar con ella. ¿Hasta cuándo y cómo? Cunio se escurrió por
el foro y alcancé a ver su alta figura y sus descuidados andares perderse por
la boca del caracol. ¿Bajaba o, en sentido figurado, ascendía ante mis ojos?
De nuevo la soledad, me dije. Una soledad irrisoria ya que no había celdilla
posible del pensamiento que estuviese en exclusivo y destinada a mí mismo
pues siendo parte de la totalidad descrita por Cunio, auguraba la certidumbre
terrible de que ni la mejor de las paranoias establecería con mayor rigor la
contradictoria ligazón del todo ni la impermeabilidad de un punto, sin mezcla
y vínculo, en el cual yo existiera. ¿Entonces, qué virtud identificadora había
tenido la juiciosa masturbación ejecutada por mí en la quinta fila del cine Lux
aquella tarde de matiné, supervigilado por los auxiliares?, pregunté desde el
primer escalón. No obtuve respuesta, lo que me obligó a adelantar el cuerpo
hacia la curva del descenso y, rodeando mi boca con las manos, inquirir ¿si
debía dudar de los efectos de la comunicación logrados en aquella fracción de
hora, quince minutos, trece segundos y dos décimas de segundo, para ser
exacto, récord respecto de los adolescentes de mi categoría, y obtenido el
espasmo, la eyaculación y el elán? Constaban los testimonios. Se había
registrado el experimento y los rostros de los auxiliares, luego de un breve
excurso en el lavabo, fue la imagen de la complacencia por el deber
cumplido. Te ha ido de maravilla, dijeron al unísono, con lo cual la misión
efectuada podría narrarse como un buen parte de guerra a mis preocupados
familiares para quienes el temor había crecido en la misma proporción en
que, coincidencialmente, el mismo día habían adoptado la decisión de
encerrar a madre en un manicomio. Una casita para tales casos que
funcionaba en tierra cálida, no más de unos cuantos kilómetros al
suroccidente de la ciudad. Preocupación que yo creía despejada de manera
definitiva por los hechos y por mi propio comportamiento. Sabía, al fin, quién
era yo. Había dejado en claro mis fantasías sexuales para que no cupiera duda
de que en la tarea de mano y príapo me habían acuciado todas las formas,
unas nítidas otras no tanto, de la feminidad y mezclado en la búsqueda de un
recíproco goce, que la diestra manejaba e interpretaba con vigor y constancia.
Virtudes, en últimas, que servirían en otras ocasiones, ya solitarias o en
compañía de hembra en facto, cardumen y caderamen guindados a mi príapo.
Grité en el escalón subsiguiente y ni el eco devuelto fue signo de que alguien
del orbe familiar estuviera escuchándome o que a pesar de oírme quisiera
entenderse conmigo. No es que fuera vanidoso y de que de la experiencia
hubiera extraído por especulación más de lo que ella implicaba, pero la
identidad de mi persona se había mantenido dentro de la variable histórica y
la estadística del experimento. Además, y por encima de cualquier razonable
duda de la triada, no sólo había estado presente en mi proyección mental lo
mejor de Falopia, apoyándome siempre la fantasía onanista, sino mujeres que
acaso no había entrevisto más de unos segundos, trazos de sus presencias,
memoria de sus olores, recuerdo de un perfil, un dedo, la punta de una
naricita embalsamada en tics y sensibilidad extremas. También la repentina
aparición de Égloga jugueteando con sus acentos muy cerca o adentro de mi
ritmo. Así mismo la cabellera de Roma se enredó líquidamente en mis dedos
y conste, insistí, bajando una nota a la pronunciación, no había influido para
el desarrollo y final feliz del cometido, la abigarrada emisión de imágenes de
la pantalla, ni tampoco el hecho de que durante mi periplo en las demás filas
otros adolescentes demostraban sus artes a una atenta expectación de padres y
tíos, amigos y auxiliares. Nada, en el territorio de la igualdad, en las etapas de
la educación oficial, no había sido presa de ninguna inhibición imitadora, ni
de contratiempo práctico, ni de complejos ante unos más avisados que
describían sus figuraciones a la par que ligaban diestras y siniestras. No. Para
orgullo de mi familia y de propio fuero interno, yo era yo y mi particular
estilo. Prorrumpí en esta larga parrafada, ya en el descanso de la escalera,
porque había entendido que se convertía en memorial de agravios o en
documento de reserva contra quien intentara desvirtuar las consecuencias. Sin
embargo, en la estancia la incomunicación había invadido todo, hasta el
punto que temí que mi voz no hubiera salido de la garganta, que mis labios
no hubieran proferido nada, que de tal grado fuera mi situación que estuviera
siendo víctima de la imaginación de otro y, por tanto, que mi realidad no
consistiera más que en una proyección ajena, transitoria y poco confiable.
Toqué, entonces, mi cuerpo pero el pensamiento de que este acto fuera una
triquiñuela de quien me imaginaba, que en su soberbia creadora jugaba
conmigo, me hizo dudar pues sería cuestión de hacerme creer que yo existía
como realidad, res rei entre las otras, pero era como tocar un sonido, asirlo,
mantenerlo en la palma de la mano al igual a una abeja que se choca contra
las líneas del presente y del futuro, contra la turgencia del monte de Venus, el
signo de la muerte y el sinnúmero de claves impresas en los surcos de las
yemas de los dedos. No obstante, insistí en la exigencia de que se tomaran en
cuenta los resultados, que leyesen el producto, ¿no que el hombre es
ontológicamente expresivo, escritura que lo atrapa en significaciones, que sus
pensamientos más ocultos se manifiestan en el flequillo que ha peinado, en la
forma del bigote, en el número de sus erecciones, que nadie escapa de su
esencia y que esta no es otra cosa que trabajo, trabajo que deja su impronta en
todo cuanto lo constituye y abarca? En consecuencia, ya me había leído. Mi
onanismo dejado a las claras que era varón y que mi derrotero, para
tranquilidad de la ética doméstica, estaba asegurado, que mis retozos digitales
en el cofre de esmegmas de la nodriza delineado cierta sabiduría indeclinable,
que mi pasado infantil me había adiestrado para el trabajo, que sería un
cumplido y eficiente Homo Faber.
Así pues no había porque temer, dije. Agregué que entendía que desde
ese momento se dejaría vacante a Cunio, pero esto no era asunto mío y no me
sentía culpable por el hecho de que sus funciones de consejero hubieran
llegado al límite en virtud de mi acceso a la adultez. Me excusaría en su
debida oportunidad, balbucí, bajando otros peldaños e, incluso, le expresaría
mis reconocimientos por sus advertencias, guías y auxilios. Sí, podía estar
seguro de que con su labor había cerrado a perfección el capítulo de la
filiación, de progenitura y política. Lo había entendido y desde ese instante,
afirmé, mi tórax se expandió para dar lugar a los aires de emancipación que
fluyeron de todas partes. También, prometí, sabría obedecer y aprendería a
mandar.
Me detuve ansioso de una respuesta mas ni mi oído ni mi vista
anunciaron algo. Palmoteé y un sonido de vacuidad chocó en las paredes. La
profundidad del eco fueron círculos y más círculos que alcanzaba a percibir
por el camino de los cuartos solitarios, de muros desnudos, de ventanas
cerradas. ¿Y qué de mi vista, el tacto, las intuiciones?, me pregunté. Los
mismos círculos abasteciéndose en otros más pequeños de boca de pliegue,
de ojo. Mi razón no daba cabida a estos sucesos, de tal manera que reculé,
vade retro, me ordené, hacia los primeros escalones para hallarme con que
una penumbra gelatinosa era dueña de los altos de la casa. Además, me
pregunté, ¿qué sacaba con esperar la fatiga de tal fenómeno, la audición de la
palabra, el pronunciamiento de lo articulado, si lo que debía efectuar era el
asalto, el motín, la imposición de mi presencia? Con estos juiciosos
interrogantes volví a descender sobre la curva de la escalera que caía abajo en
forma de flor esponjada en la planicie del parqués y en la longitud de las
alfombras. Ya conocía ese mundo, me dije, así que podía prescindir de todo
afán y tomar las cosas con calma, casi con indiferencia, pues la soledad era
falsa, me argumenté, imaginación mía, turbación, confusión de mi espíritu
que, por tanto, en lo sucesivo sería sosegado y maduro. Bajé con lentitud
tocando con mi mano la baranda, contemplando los reflejos de la luz en la
multiplicidad de los círculos que aparecían y desaparecían en una incesante
transformación de vida muerte, muerte vida. Más abajo, rozando los primeros
escalones, un tanto difusos sus perfiles, la superficie estaba colmada de
opacos visos del tiempo y a sus lados las bocas de los cuartos aguardaban
tanto su arribo como el de mis palabras, que de nuevo repetía para
acompañarme y no caer en la tentación de pensar que otro estaba fantaseando
sobre mí, que me sacaba o colocaba en la realidad según sus personales
caprichos. No, no lo iba a permitir, me dije y, por tanto, busqué en mi
memoria el nombre de madre y como quiera que se hallaba en un estrato muy
profundo, me conformé con llamarla afectuosamente gorgona, gorgona.
En el foro