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Sala capitular

FRANCISCO SÁNCHEZ JIMÉNEZ


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© 1984, Francisco Sánchez Jiménez


© 2014, SCRD-Idartes y Ministerio de Cultura

Edición digital: Bogotá, febrero de 2014


ISBN: 978-958-8877-10-5

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Contenido

Cubierta
Portada
Créditos

SALA CAPITULAR

Primera parte
Lémures
Jóvenes hidalgos
Razón y fe
Una intuición del poder
En sociedad

Segunda parte
Deus ex machina
Hacia la aventura
La triada se impone
En el foro

Tercera parte
Reveses
Guía de este mundo
Vocación inusitada

Cuarta parte
Por fin un acceso al orden
Epílogo
A veces decía, con su descarada manera de hablar, que la seriedad era un
bribón andante; y añadía que de la especie más peligrosa además –pues era
un bribón solapado: y que creía sinceramente que más gente honrada y
bienintencionada se veía despojada de su dinero y sus bienes por ella en un
solo año que por los hurtos de las tiendas y las raterías en siete. Solía decir
que el festivo temperamento que un corazón sincero siempre pone al
descubierto no encerraba peligro– más que para sí mismo: mientras que la
misma esencia de la seriedad era la maquinación y, en consecuencia, el
engaño: era un truco que se enseñaba y se aprendía con el objeto de adquirir
reputación a los ojos del mundo aparentando más conocimientos e
inteligencia de los que se tenían.
Laurence Stern

Siempre acaba uno por semejarse a sus enemigos.


J. L. Borges
Primera parte
Lémures
Jóvenes hidalgos

Pese a las dudas que aún persistían en mí, aquella mañana esperé tendido en
el catre sin intentar gesto alguno que pusiera en peligro el hecho supuesto de
la muerte de padre, o lo que es lo mismo, estuve con miedo de que por no
saber del tiempo, la imaginación y la memoria, diera por sentada la existencia
de un evento que sólo hubiera deseado e inventado durante cualquiera de mis
distraídas cavilaciones. Por esto, cuando creí que Falopia no había asomado
su cabeza a mi cuarto, me abstuve de llamarla con los dos golpecitos en los
vidrios de la claraboya o de acudir a Gaspar para preguntar por ella, y me
impuse la voluntad de aguardar un signo inequívoco dentro de lo que parecía
ser un nuevo orden de las cosas.
Esperé con oído fino otra vez la voz del pater renovando las
disposiciones de su testamento, haciendo el esfuerzo para que las múltiples
variantes que había efectuado en las cláusulas no se confundieran en mi
cabeza con las pulcras digresiones pronunciadas en otros idiomas, ni que se
precipitaran en el catálogo de consejos, pedidos y recomendaciones que
destinaban a Gaspar y a la triada de sus hermanos. Pero a través de la
semipenumbra no arribaba más que el silencio, un silencio dominical que se
iba quebrando de susurros, pasos en puntillas y tanteos. Era de tal forma que
cabían en él las pausas de mi respiración y, podría jurarlo, tamizaba la
expectoración acuosa de Gaspar. Era la ausencia de los sonidos que había
organizado mi percepción y dado coherencia pretérita de la realidad, así que
entendí que no había poseído jamás conciencia de lo transitorio y de lo
perpetuo, que lo uno y lo otro habían sido palabras sin concreción posible,
que ahora me dejaban en la soledad de la interpretación y, por tanto, en la
sospecha de que cualquier error sería irremediable como grave toda
inexactitud en la lectura de los hechos.
Entonces era razonable mi temor, me dije, como urgente saber la causa
por la cual el pater no había dicho nada de mí y me ignorara hasta el punto
que Falopia no atinaba a responderme con sindéresis, ni Gaspar a atender mis
inquietudes, limitándose a eludirme con cualquiera de sus composiciones de
silbos, voces, castañeos y percusiones, entre solemne e irónico. Intuía, sin
embargo, que no debía caer en especulaciones, alegrías o simuladas
aprensiones y, más bien, tenía que continuar con la paciencia que me había
permitido calcular que si Falopia ingresaba en el cuarto, se colocaba a mi
altura y me susurraba que en efecto padre había muerto, pudiera yo emitir la
reacción adecuada y conservar la lucidez suficiente para preguntarle detalles
y sucesos y, luego, manifestarle a Gaspar mis condolencias y recalcar mi
solidaridad y mi satisfacción por su buena fortuna. Tampoco, por tanto, tenía
fundamento para darle crédito a mis olfatos que pretendidamente habían
captado los tufos amoniacales de los meados del viejo y aquella fétida oleada
que se diferenció de los hedores habituales del retrete de las sirvientas, las
habitaciones de Gaspar y de mis sábanas, y que trepó con los primeros
minutos del alba. Me ceñí, en consecuencia, a la idea del futuro pese a que la
formulación del devenir no me llegara tan clara y cierta como la del presente
y fuera una cambiante imagen por la cual obtenía el diseño de la existencia de
la triada, de los funcionarios del Estado y del mismo Gaspar.
Pensaba que tarde o temprano habrían de subir hasta el ático, ya fuera en
mi busca o en la de Gaspar. Antelé en mi imaginación la hierática resolución
de Roma al encaminarse por los pasillos con la mirada prendida de un
horizonte abstracto y compuse la figura de Égloga comandando la comitiva
en ejercicio de las nuevas prerrogativas y facultades que había dictado el
viejo a su amanuense. Esta suposición me caló de un temor más frío y fino
pues no sabría cómo evitar la penetración de sus ojos azul-leche y mucho
menos el quedar hipnotizado con sus artimañas, gesticulaciones de boquita
ubicua y parafernalias de asepsia. Al fin y al cabo ella siempre ha logrado
averiguarme con cualquiera de sus gestos y ejercer sobre mí esa pedagogía
que no da lugar a ser revisada y que se desatiende de su tema para lanzarse en
pos del principio último de su razón de existir. Comprendía esto tan bien la
triada que había aceptado la sugerencia de Cunio y Alter de mediar los
efectos del sistema de educación a través de Falopia y del aislamiento,
conjugando la soledad como acicate de la reflexión y su vigilancia a manera
de fuente de correcciones automáticas. Pero me consta que la metodología ha
sido ineficaz en cuanto hace a mi amigo Gaspar. Él, por ejemplo, ha
convertido la limitación a su libertad de locomoción en espacios sin fronteras
para concentrar su sentido de lo peripatético entre los corredores y los muros
del ático; y la soledad en la posibilidad de afincarse tanto en la interpretación
de sus opúsculos musicales, elaborados con base en gargarismos,
onomatopeyas, castañeos y digitaciones sobre cuanto objeto encuentra, como
a partir de sus dislocados diálogos conmigo. Ha obtenido, además, la
complicidad de Falopia para predeterminar las disposiciones de la familia
respecto a su preparación sexual, transitando incontinente del trato con ella a
los aplicados ejercicios solitarios.
Pensé que en relación conmigo lo único preocupante era el que mi
memoria no estableciera con alguna precisión confiable la verdad sobre el
desenlace de la agonía del padre, pues en todo lo demás la familia y el resto
de la gente de la casa tenía conocimiento que mi principio de acción se
fundamentaba, con meridiana claridad, en mi convicción de que todo acto
humano se sustenta en un miedo primigenio, en ese sustrato base de la
especie. Podía confiar en mí, me argumentaba, ya que tenía yo a diario la
comprobación de que el comportamiento de Gaspar no le aportaba ningún
beneficio, lo que me otorgaba la experiencia para conseguir sin riesgo
provecho de Falopia, secundum lege, es decir, manteniéndome en el circuito
de sus tetas, el anillo del ombligo y en la fugaz visión de los entorchados
vellos de su pubis. Nada de intercambios prohibidos y de exorbitancias.
Menos aún la sustitución vía lingual con el fin de probar los humores de
Falopia, aunque debo admitirlo, sí encontraba aleccionante los juegos de ella
con su lengua en mis orejas.
Podía tener el alma tranquila, me dije, que por más que Égloga escarbara
mis pensamientos con sus suspicacias, hallaría en el fondo una
correspondencia tan exacta entre mis temores y la idea ética forjada por
nuestra sociedad que sólo alcanzaría a fruncir, mediante un tic de arquitectura
intachable, su mejilla izquierda. La unidad creada era casi simbiótica y digna
de encomio pese a la desconfianza en que siempre terminaban las encuestas
familiares efectuadas por padre y a las reticencias consignadas por Cunio y
Alter en sus conclusiones. En especial esa maldita cavilación de Alter cuando
lograba detener la marcha en mi constante deseo de hablar. Le molestaba el
que no hubiera aprendido a callarme, que me atolondrara con la palabra y que
no poseyera la cautela que sí había ingeniado Gaspar, no obstante los errores
de este en otras esferas de su preparación mundana. Pero también colegía,
desde luego, que con Roma eran inútiles las iteraciones de mi respeto porque
tenía a mano su dictamen de que la obediencia y las maneras correctas no
debían confundirse con la cobardía. Dejaba sentado su criterio y en vano
fingía yo comparaciones y diferencias respecto a mi par Gaspar.
Inescuchables resultaban a sus oídos las descripciones que yo aportaba de mis
sueños. Todo era demasiado coherente, argüía con su voz aristocrática. Tenía
la impronta de esa lógica que únicamente se consigue con el insomnio
sistemático y este fenómeno, agregaba artera y sin moverse de la verticalidad
de su espalda al apoyarse en una línea invisible, es síntoma de mala
conciencia.
Nunca respondí contra tan variada formulación argumentando que no
me apenaba ser un cobarde, ni me encontraba tramposo por cambiar los
sueños de la vigilia de todos los días por los del dormir, puesto que ambos
son reales. Era, quizá, reflexioné, mi incapacidad para tomar partido, militar
en una facción o adoptar un dogma. Esto de cierta manera le correspondía a
Gaspar. Yo era Moriz, simplemente Moriz. Sí, a mi amigo que se rebelaba de
continuo contra los cánones, apostaba y se aferraba a la manía de procurarse
respuestas personales cualquiera fuera el correctivo que le aplicasen luego de
cada desacato. Conocía yo su valor de manera directa y hasta había intentado
imitarle, pese a los repetidos fracasos e indisciplinas que mi temperamento
conlleva. Pero es que creo que cada acto tiene su naturaleza y su dueño o
autor y no se pueden usurpar al mismo tiempo. De forma tal que a veces
asumí una actitud idéntica a la de Gaspar y era yo mismo quien primero la
traicionaba, y en otras me sentí protagonista en abstracto de un gesto, ademán
o discurso mas no lograba ponerlo en práctica.
Así que tengo memoria de cómo admiré el que Gaspar fuera capaz de
exhibir una obscena erección al momento en que la triada en plena hacía la
inspección rutinaria sobre el estado de asepsia y cuidado de nuestros cuerpos,
y que no se intimidara por las amenazas jurídicas que con auténtica maestría
esgrimía Tel, ni que redujera un ápice su turgencia ante las escuetas burlas
que elegantemente proferían al unísono Égloga y Roma. No, Gaspar no temía
a las consecuencias y ya se había curtido en castigos. Y estoy en capacidad de
afirmar que sus recaídas en la bronquitis, la escupitina y accesos de tos
constituían una respuesta de vindicta contra el vejamen. Claro está que para
que yo crea que todo esto es prueba de la innata valentía de mi amigo, ha sido
necesaria la odiosa comparación conmigo y la convicción de que jamás
Gaspar se ha ufanado de sus rasgos morales, ni aceptado de buen grado el que
yo pretenda discutir el asunto con él. Me remite de inmediato a Falopia, me
entera de su renuencia con frases cortantes o se distancia mediante su
musiquita de percusión. Estimo que con semejante actitud Gaspar hace
hincapié tanto en la autonomía de su persona, lo que llama él derecho a la
individualidad, como en cierta concesión cortesana. Sin embargo, pocos
discursos ha efectuado para sustentar ante el colectivo familiar su anacrónica
postura, aunque dice poseer ideas acerca de las libertades individuales, la
familia y el Estado. Conmigo se ha explayado un tanto más, intentando, sin
orden, dejar en claro que no existe la contradicción que yo señalo entre su
concepción del individuo libre y la práctica elitista de su arrogancia pues en
el fondo, me arguye, puede emplear ambas tesis a su acomodo sin cometer el
error de sacralizar ninguna. Yo llamo a esto hipocresía y falta de respeto por
las ideas. La tríada, por su parte, sostiene que sólo la ignorancia de Gaspar da
cabida a tal contrasentido y que su resentimiento social es lo único que lo
determina a enfrentarse a su propia familia. Égloga se abstiene indignada de
discernir conceptos, exponer datos históricos y reseñar trabajos sociológicos.
Esta tarea la emprende, con entusiasmo de funcionario, Cunio, quien con
acopio de verdadera paciencia de maestro dicta conferencias en el ático en
torno a la Unidad Familiar, El Microcosmos Afectivo y Político, Moral y
Sanidad Mental y la Sicología del Niño y del Adolescente. Labor que mitiga
durante breves semanas las zozobras ideológicas de mi amigo y de sus
propósitos. Por ejemplo, en el ciclo de reposo y obediencia no repite gesto
alguno de procacidad ni embiste con sus artimañas de verga enhiesta contra
las buenas costumbres y los principios de la jerarquía. Momentos de
debilidad, me digo, que yo he sabido emplear en provecho propio pues al
instante entro en acción, corrijo mis inclinaciones depresivas y gano terreno
en la voluntad de Falopia, me informo de los eventos sociales de la familia,
de la salud de sus miembros, del culto o de la indiferencia a la memoria de
madre y, en especial, sobre las intenciones de Tel. Me ingenio, a la vez, la
manera para que la institutriz, tan ecuánime y hacendosa pese a su traste de
diosa putana y a sus funciones, transmita al poder central de la casa, sin
alterar una coma, mis metas personales y mi deseo de adaptarme a la
sociedad. Me he visto precisado, como es de suponerse, a emplear el halago
con ella, el estímulo económico y la promesa de que cuando yo obtenga la
consideración política que busco no me olvidaré de sus cumplidas
diligencias. No he tasado la ponderación de su porte de hembra de lujo y
calificado con adjetivo suelto su comportamiento. Le he jurado que no tengo
queja contra ella y, por el contrario, que mi admiración se compagina con los
celos, la melancolía y la conciencia de que ella es la viva representación del
eterno femenino. Ella ha sabido contrastar mis actitudes y palabras con las de
Gaspar –aunque a él la une un indeclinable sentimiento de protección y ese
afecto entre maternal y de fémina en celo– ha efectuado a mi servicio la
misión de penetrar en las filas enemigas y cumplido las encomiendas.
Además, ha asumido los riesgos para satisfacer la íntima animadversión que
posee contra sus patronos, pero todo, no me engaño, en el marco de lo servil,
el miedo y la falta de fe en las acciones.
Esa tregua psicoanalítica de Gaspar, me ha dado, asimismo, respiro para
construir bases de alianza con él, previendo la posibilidad de que las
condiciones se modifiquen más allá de lo que he calculado. Porque temo que
haya habido una secreta orden de padre que favorezca por encima de méritos
y culpas a mi amigo. Sí, es un temor justificado pues conozco en carne propia
la volubilidad de principios de quienes ejercen el poder. Así que el inveterado
desprecio por Gaspar puedo convertirlo en consideración y excusar su
vulgaridad, hacer caso omiso de su talante de librepensador y tornar en
exóticas sus excentricidades neuróticas y aplacar los aspavientos en uso
contra la ausencia de elegancia que le es inmanente y omitir sus reservas
sobre la inteligencia que cree poseer. En fin, efectuar tal giro en la tradición
que deje en mera coyuntura la estrategia de ascenso para la cual he sido
adiestrado por Alter y la institutriz y en vilo mi futuro.
Con estas o similares preocupaciones adelantó el tiempo su transcurso
en mí aquel día. La mañana fue el silencio y la tímida presencia del trasegar
doméstico filtrándose hasta mi cubículo. Deseé el conocimiento de lo
acaecido con verdadera ansiedad y el arribo de Falopia o, en lo insólito, la
aparición de Gaspar.
Acompañando mi pensamiento la luz invadía la estancia y con cautela
de reptil exhibía las caries de los muebles, el deterioro de las cosas, las
muescas de la edad en la utilería del encierro y su atmósfera de irrealidad. En
suma, la precariedad que me corroboraba que estaba destinada a servir de
refugio transitorio y jamás de claustro de reclusión o de castigo como el que
habían destinado en otra época a madre. Así, pasaba del temor y la duda a la
confianza y la seguridad. Me sentía por momentos tan acertado en las
interpretaciones que había cavilado cómo se dibujaba en mi rostro la sonrisa
de la satisfacción y por dónde transitaban mis inmediatos deseos.
Al medio día el reloj de péndulo dividió la nata del tedio dominical y
tuve fe en que mis oídos no me engañaban al administrarme, mediante
intervalos, el sonido de los pasos de Falopia por los alrededores de la alcoba
de Gaspar. Creo, incluso, que balbucí el nombre de la institutriz y que ella
respondió con perfecta armonía y estilo. Lo indubitable fue que en la planta
inferior no se produjo signo que identificara a padre y que la zona del silencio
acampaba, plena e inamovible, en su escritorio, lecho y cuarto de oración.
Entonces, un afecto ambiguo oprimió mi respiración y dejé que un hilo de
saliva cubriera mi boca y anegara los vocablos que pugnaban por salir.
Ahora, me dije emocionado, mi memoria es un orden, posee puntos de
referencia, lindes y territorios marcados por donde puede transitar sin temor a
extraviarse mi inteligencia. Esta circunstancia me otorgaba el privilegio de la
elección del antes y del ahora. A voluntad podría reconstruir el pasado y
borrar todo cuanto mi conciencia rechazara por trágico, ofensivo o ridículo.
Había llegado a la visión de la arrogancia y a la concepción de la estética.
Confluyeron en mí las proyecciones sobre Égloga y Roma y acepté que había
llegado a tal punto gracias a los arquetipos de mis mayores. Observé que
estaba extrayendo ideas prácticas de los acontecimientos sin debilitar mi
voluntad con respuestas sentimentales, expresiones y juicios inútiles. Sentí, al
tiempo, que lograría prescindir de Falopia o, mejor, cuándo y cómo la
emplearía y si debía mantener la vigilancia sobre el concepto de libertad y las
dudas de siempre que diseñaba mi noción de lo real. De todas maneras un
rasgo de su encantamiento rozó mi vista y quise detener su breve transcurrir
un segundo más. Pero también fui lo suficientemente perspicaz para convenir
que estaba en los inicios de nuevos deberes, que el conocimiento me exigía
diligencia, que la acción inmediata ya se alertaba en mi sangre y me
franqueaba las decisiones: comunicar a Gaspar el deceso del pater, en primer
término, proponerle un acuerdo confidencial y una alianza táctica frente a la
familia y, desde luego, una sana y reflexiva distribución de tareas. La división
del trabajo con base, como es lógico, en la ponderación de los objetivos,
datos y recursos personales, al fin y al cabo la misma naturaleza había ya
adjudicado características, dotes y cualidades. Era indispensable no tener
contemplaciones de ningún tipo. Yo me encargaría de los cometidos grises de
la política y él se comprometería a no perturbar con ideas ilusas el
funcionamiento del organismo social. Se le garantizaría como compensación
la libertad del pensamiento que yo espontáneamente me vedaría en aras de los
fines comunes. Sí, él se bastaría con la riqueza del espíritu, la fertilidad
autogenitiva de las ideas y ganaría nombre y la envidiable soledad del
pensador y del artista. Yo, en el fondo, no sería más que un administrador de
legados y principios morales, que mediante inteligentes inversiones
procuraría evitar toda solución de continuidad de la unidad familiar. El peso
de la antelada responsabilidad que asumía con estos pensamientos, me hizo
afincar las piernas en el piso, echar atrás los hombros, expandir el tórax. Me
había erguido y supe de inmediato que esta era la posición ideal para recibir a
la tríada, atender sereno la noticia de la muerte del pater y discernir el
consiguiente discurso sobre economía política y poder. De pie, atento a los
signos de la realidad, esperé la comitiva y me otorgué la ilusión de parecerle
útil, digno y promisorio. Sin embargo, no alcancé a reprimir el movimiento
de los párpados que expresaba mi miedo, ni a evitar que lentamente las
palmas de mis manos se humedecieran de sudor y que me llegara la evidencia
de que aún tendría que perfeccionarme en el arte de la simulación y el
autocontrol.
Así que cuando escuché las bromas de Tel y el coro clásico de las risas
de Roma y Égloga, hallé del todo comprensible el que después del exordio de
la noticia el excurso político consistiera en democráticos denuestos acerca de
mi fealdad congénita, mi hipocresía y mi proclividad al éxito y que no se
abstuvieran, damas y caballeros, de hacerme sentir sus uñas por mis mejillas
de mestizo, bofetadas por mi carencia de porte aristocrático y tirones de
orejas por lo hirsuto y retinto de mi caballera. Tuve tiempo, no obstante, de
pensar que de inmediato debía buscar a Gaspar para alertarlo aunque
persistiera en inocuas diferencias, preocupaciones de estilo y en desconfiar de
mis ideas.
Razón y fe

Que lo haya afirmado Moriz no agrega ni resta a mi certidumbre de que con


su carita de ingenuidad quisiera encajarme una mentira y pretender constatar
mi capacidad de representación y, lo que es peor aún, mis sentimientos.
Empezando porque es su padre el que ha muerto y, tal como esperábamos
todos, sin la menor elegancia y discreción. Claro que esperar un acto de
semejante formato en ese individuo era una sublimación de lo prosaico,
¿cuándo, acaso, ha existido progenitor que reúna dichas cualidades? Nunca.
Mi memoria no posee ningún dato siquiera aproximado de un hecho parecido
y, desde luego, no quiero tenerlo pues me desquiciaría el hecho de que he
estado engañado y que he propalado ideas equivocadas. Pienso, sin embargo,
que es muy poco excusable que Moriz, reputado y obligado amigo, haya
venido en tres ocasiones contradictorias a repetirme la ficción de que mi
padre ha muerto, que su duodeno reventó, que la servidumbre anda en mi
busca para manifestar los convencionales pésames y a aconsejarme que me
deje ver pues el populacho es siempre imprevisible y quién sabe en qué
convierten la visita y cómo y hacia dónde intentan dirigir sus condolencias.
Pero todo en vano y, de cierta forma, ridículo, me digo ya que cómo cree el
ratoncillo mezquino de Moriz, tan inteligente en otros menesteres, que habla
de mi fábula cuando es al contrario y sabemos ambos que la desaparición del
padre sigue siendo materia de silencio de la familia y nudo de hipótesis, entre
las cuales me ha atraído en especial aquella que se refiere a la muerte por
ascesis, fenómeno que no dejó evidencia práctica ninguna y justificó desde
entonces la presencia de los pesquisidores del Estado, infatigables en su
convicción de que la historia por mítica que sea signa rastro, un estigma en el
alma de los testigos, un hálito de la verdad y la mentira en el aire de las
estancias, una filigrana de palabras escondidas en lo recóndito del
pensamiento de los deudos. Creo, incluso, que ellos han simulado tragarse las
versiones de Roma y Égloga sólo para soltarlas en los ceniceros al menor
descuido suyo, masticarlas con obediencia y escupirlas al no hallar materia
dura para hincar sus incisivos, nada que triturar en esa insípida sanguaza de
que el pater murió de inanición moral al no resignarse a que por causa de las
furias de la historia su apellido se hubiera desquiciado del blasón y caído en
los más peregrino pese a tener lustres españoles desde antes del
descubrimiento. O esa otra hipótesis que ennoblece todavía más las maneras
de Égloga, de que padre había sido protagonista de las principales acciones
políticas de los últimos tiempos y que en tal virtud fueron múltiples los
nombres que usó. O aquella otra según la cual fue cuestión de comodidad el
que hubiera cambiado de patronímicos para facilitar la ingente tarea de firmar
los documentos que por motivos de economía y administración llovían a su
escritorio de todos los rincones del universo. O, la más moderna y policíaca,
que había sido secuestrado por los alemanes dada su ascendencia judía y
luego por los rusos ante su recio antiestalinismo. ¿Muerto o prisionero,
entonces? Empero, la versión de madre conlleva los elementos de una verdad
inconcusa: el asunto se limitaba, decía, a la terca decisión paterna de no
alimentarse, aterrado hasta la locura frente al hecho de que la vida no valía la
pena y convencido de la burla de un dios cruel que había inventado la
existencia humana como el vano trayecto entre los sueños y la letrina, los
pensamientos y el albañal. Acto que lo condujo a la postración y al delirio
durante treinta y tres días y cuarenta noches en que nadie pegó ojo, ni las
sirvientas, ni los amigos que montaron guardia en los cuartos de huéspedes,
aunque inútilmente y que no sólo no comió sino que se negó a hablar,
reconocer persona alguna que se acercaba a la cabecera de su lecho, mientras
fijaba sus pupilas, del mismo azul-lechoso de las de Égloga, en un ángulo de
la ventana carcomido por la humedad y donde habían hecho campamento
gordas babosas. Versión apabullante en sí que madre se negó a cambiar pese
a los razonamientos que Tel expuso en un lapso de lucidez de ella y que
recibieron como respuesta su insistencia de que no entendía el afán ni la
importancia de modificar la historia, a lo que reargüía Tel aseverando que el
Tiempo era cuestión profunda, la base de las preocupaciones filosóficas del
hombre en todas las épocas, el sustento de la existencia civilizada, ¿cómo no
entendía esto, loquita del carajo? Al cabo renunciaba Tel a sus propósitos de
concientización, colocaba su consternada cabeza para que Cunio tocara sus
cachumbos rubios hasta que cierto sosiego llegaba otra vez a su atribulado
espíritu.
A mí me importa un cuerno, y como quiera que no lo había visto con
estos mis ojos encaspados, ni olido con mi roma nariz, la cuestión me parecía
un debate abstracto, a lo sumo un discurso intelectual que excedía siempre mi
concentración y pervertía mis juegos de niño y las distracciones propias de
mi edad, que bien escritas se encontraban en la pizarra del pasadizo y que
cumplía a cabalidad, sumiso a los dictámenes de ese decálogo que ni
inoportuna mis sueños ni me sustraía mis quehaceres interiores. Sí, las
labores de mi permanente cavilar que se mantiene pese a las visitas de Moriz,
de sus historia y de sus enconados mensajes de rabia. Discursos que me son
odiosos. Sus quejas acerca de la realidad, sus mitomanías que obseden de
otro mundo y ponen sus huevos de miedo, aflojan los intestinos y me
abastecen de fiebre y tos.
Ahora, me digo de continuo, le trastoco los papeles a Moriz, voy hasta
su alcoba y repitiendo los mismos golpecitos que él da contra la madera de
mi claraboya, lo saco de su meditación, meto mi cabeza en el hueco de la
ventana y le digo querido amigo, hermano del alma, tu padre huele terrible,
apresúrate a enterrarlo. Quizá, agregar algunos de mis silbos o sincronizar
mis palabras con la percusión de mis dedos sobre las paralelas del ventanuco,
sin perderme nada, ni un trocito de su carita al moverse en la oscuridad,
atisbando con sus ojitos dentro de la sombra y abriendo la boca para remarcar
la imborrable sonrisa que propina a cuanto se relaciona con él. Mas la duda le
daría tiempo para repetirse de que el deseo nada tiene que ver con la verdad y
que suficientes mentiras le encajo todos los días para hacerle chupar ese
bombón de la extinción del poder por la muerte del padre. Querido, me ha
dicho muchas veces, hazte la paja con las mentiras que soy veterano de
múltiples experiencias y si vienes a administrarme una falsedad semejante
tienes que volver a nacer, cambiar ese rostro de estúpido y de una vez por
todas dejarte de jodas con Falopia, ¿o es qué no vienes tras ella con estas
argucias?, preguntará de nuevo hasta que produzca en mí la impresión de que
es más fuerte pese a la humildad de su expresión, que no es verídica la
debilidad que aparentan sus delgadas piernas, ni carente de carácter la masita
de rasgos que es su rostro, que podría dominarme en un reto de resistencia
como lo ha hecho en otras oportunidades delante de Falopia o en el
transcurso de los torneos convocados por Cunio y Alter.
Pero lo acontecido lo ha ofuscado y ante lo repentino de los hechos ha
sido presa de deducciones contradictorias pues, en efecto, el moribundo que
estuvo en pleno escándalo modificando las cláusulas del testamento, pidiendo
la bacinica para las esmirriadas gotas de sus orines, fue padre, nadie más ha
muerto en la casa desde que me conozco, ya que lo de madre no fue muerte
sino enclaustramiento en una casa de dementes y de alternados encierros en
uno de los cuartos que colinda con el tercer patio, allá donde crecieron todas
las generaciones de perros descendientes de Marqués y Marquesa, fruto de
las diestras folladas caninas que transmitieron fielmente las virtudes de la
raza, la fiereza del instinto, la lealtad al amo y la inquina a sus enemigos de
toda la vida.
Moriz ha estimado que yo participo en la estratagema de llevarlo a la
confusión y que, además, intento eludirlo, ¿pero es posible acaso que nos
veamos o que prescindamos de nuestros habituales diálogos? Diálogos en los
cuales no se quiere insistir en lo mismo pues no hay día que se parezca al
anterior y al que sobreviene, ni nuestras palabras dicen lo de antes, ni los
gestos configuran idéntica expresión, menos ahora cuando Moriz se le ha
determinado una nueva etapa de su preparación para el mundo. Ya verás los
beneficios, le dijo con alegría Roma y revoloteó a su alrededor, tropezó como
una polilla contra el rayo de luz que descendía sobre mi amigo desde la
pantalla y que lo hacía reluciente enfundado en la chaqueta de paño
azulmarino, la camisa con golilla, los pantalones que no deberían mostrar
jamás arruga o pliegue, advirtió ella, y los zapatos de charol –zapatos que
fueron como un espejismo que estuvo a punto de deslumbrarlo, de hacerle
proferir agradecimientos innecesarios e inoportunos y que lo arrastró a la
esperanza para que a hurtadillas contemplara su rostro y corroborara que las
palabras de ponderación de Falopia acerca de su perfil de ave tímida podían
ser sinceras, y confirmar que no se parecía a la fea construcción del mío y
que, por tanto, era injusto que Roma y Égloga lo miraran con ese fastidio
como si se tratase de reprimir la explosión de queja dirigida a mí–. ¿Qué
había hecho la familia para merecer el castigo de tener un hermano con tal
traza de antropoide?, ¿era yo el eslabón perdido? y ¿cómo la naturaleza se
había prestado al resultado de rostro tan tosco que rechaza toda bondad,
paciencia y distinción propias de la familia? ¿Cómo se habían cruzado las
líneas del azar con las de la determinación de la sangre? La locura de madre,
había manifestado Roma e insistía que era allí donde debía encontrarse la
explicación aunque en el fondo no la satisfacía pues ¿cómo había surgido la
locura de ella si a su vez poseía una trayectoria óptima semejante a la de
padre, tíos y abuelos? No. Había otra razón que tarde o temprano saldría a
flote con mi desarrollo, agregaba.
Así que mi amigo se empeñó en asegurarse que sus ojos eran del mismo
azul que los de Égloga, que ese tic que fruncía la boca hacia la izquierda era
ya visible en él. Falopia sostenía, por su parte, que era similar a la expresión
de Roma cuando preparaba cualquiera de sus risitas conminatorias, como
parecida aquella actitud de abrir la boca anhelando el aire que la estrechez de
la nariz no dejaba ingresar a sus pulmones. La había espiado con Moriz lo
suficiente para no equivocarse en sus apreciaciones ni en la constatación de
que Roma sentía deseo de que sus manos remontaran hasta las mejillas de
Alter y se obligara a conducir su involuntario movimiento en el orden de
palpar el bolsillo en su blusa en busca del pañuelito con el que rozaba la
punta de su labio superior. A Moriz le acontecía otro tanto y se guardaba
asimismo de tocar los cachetes del funcionario pero no podía inhibir un rodeo
peripatético que lo dejaba siempre en peligro de que este lo castigara, porque
no es cortés andar con los jugueteos filosóficos cuando se está en la
conversación reposada de los asuntos de familia, decía.
¿Había acaso otros asuntos?, se preguntaba, entonces, Moriz,
mordiéndose las uñas pero manteniendo el talante ya que cualquiera que
fuera la experiencia que la vida le acarreara no debía alterar las reacciones o,
mejor, estas tenían que estar enmarcadas dentro de la tónica de la
inmutabilidad, sostenían las hermanas al unísono. Consigna que todos
cumplían. Falopia, por ejemplo, la acataba pese a que Moriz estuviera más
pedigüeño que de costumbre con la manía de devolverle en proporciones
absurdas la suya propia de incurrir con la lengua en sus orejas, efectuando en
el redondel del ombligo ya que una era la lengua de la institutriz y otra la de
él aunque sus menesteres linguales estuvieran afectados de similar función.
No eran identificables, nada de quid pro quo, no señorito. Es cuestión de
estilo y de propiedad, autoría en fin, discurseaba Cunio, puesto que,
proseguía, mientras el menester de Falopia no corresponde más que al
desarrollo de sus metas de trabajo, diseñadas por nosotros, en ti es un acceso
a las responsabilidades de apropiación de la realidad. En otras palabras, decía,
es la relación existente entre el trabajo y la propiedad, su orden y jerarquía.
Daba dos toquecitos con sus manos regordetas en la pechera y con sus ojillos
de brillo escrutador oteaba si sus frases no sólo se habían entendido sino
alcanzado el espíritu de sus oyentes, la médula de sus reflexiones. Pero claro
que Cunio ignoraba que Moriz saboreaba humores de la entrepierna de
Falopia y que con ello se saltaba los estratos cualitativos de su educación.
¿No lo sabía el funcionario? El interrogante era otro factor del miedo de
Moriz pues se imaginaba que todo era una trampa a la que yo me prestaba
con mi mutismo. ¿Por qué no había ido yo de los labios de Falopia a los oídos
de Roma o de Tel? Al fin y al cabo, razonaba, la amistad entre nosotros no
era confiable y, quizá, ni siquiera factible y, desde luego, estaba prohibida
puesto que la realidad del mundo es una sabia escogencia del más fuerte y no
alienta forma alguna de debilidad, nada que ablande la voluntad y entibie la
inteligencia. A lo sumo, Moriz y yo constituiríamos alianzas contra terceros,
seríamos similares y solidarios frente a gentes de fuera y leales al núcleo
familiar, fuente de todo poder, recordaba Moriz en su meditación.
Por lo menos con la nodriza ninguna de los dos bajaba la guardia, y el
hecho de que Moriz se cuidara de emplear todos sus conocimientos con ella
no era incapacidad, alguna especie de impotencia que medrando en su
inconsciente lo llevara a repetidos fracasos de intimidad, sino que daba el
margen para que yo a mi vez, estimulado por sus yerros, cayera en la
estupidez de extravertirme, dejar al descubierto mis armas y permitiera que
mis pensamientos afloraran cada vez que ella me provocaba. Pero, sin caer en
la argucia, yo conservaba la inmutabilidad y me limitaba a rozar su tetonería
a sabiendas, incluso, de cuánto se había regodeado Moriz en el mismo sector
y esperaba un auténtico descuido de ella para permitirme el lujo y el riesgo de
morderle un punto de su cuello o de quitarle, a fin de embalsamarlo en mi
memoria, un cabello del pubis, conteniéndome, sin embargo, de confesar que
el verdadero placer consistía en verla completamente desnuda y caminando
en redondo entre las albicantes paredes de mi habitación. Me abstenía fiel al
recuerdo de que lo peor de la debilidad de carácter es la contemplación ya
que riñe de plano con el sentido práctico de dominio de lo ajeno, afirmaba
Cunio y, además, la verdad y el saber es preciso aprenderlos y quedarse con
algo tangible y útil de ellos entre las manos, como saciada la sed con el agua,
el hambre con el alimento o de lo contrario, agregaba, se atentaría contra el
sentido innato de la posesión y por ello contra las mismas leyes de la
naturaleza y de la creación que consisten en el dominio y la apropiación,
concluía. Por esto yo me preguntaba: ¿si el acatamiento parcial de esta
premisa no era en suerte un elemento estimulante de la caída de las pestañas
de mis párpados y de la tiña gris que por épocas crecía como una costra de
escamas en sus bordes, haciendo inocua las infusiones de tilo, las pomadas de
fabricación doméstica, los baños de ácido bórico y los métodos de
abstinencia en virtud de los cuales Falopia se reducía a meros susurros a mi
vera manipulando frascos e hisopos?, ¿y su distancia un signo de que la
enfermedad que yacía en mí era tan profunda que mi bronquitis y la blefaritis
conjuntiva eran un simple síntoma? Las opiniones al respecto diferían y pese
a las encuestas efectuadas en todos los círculos de la casa, creo, incluso, que
interpretaron pavlovníanamente las reacciones de nuestros canes, lo único
que me importaba era que Moriz aceptara aquello y esto como gajes del
oficio y por tanto él estaba implicado en los efectos y no podía, en sana
moral, rehuir su responsabilidad. Lograríamos quizá, dije a Falopia siguiendo
el mismo razonamiento, que Alter convenga en la trasgresión parcial de la
premisa si le conseguimos demostrar que con ello alcanzamos un
refinamiento de las precauciones para casos similares. Pero mi amigo Moriz
dijo que no coadyuvaba semejante idea puesto que su instinto le advertía que
si aceptaba mi razonamiento no habría claridad sobre el culpable en el evento
de un fracaso y que, en últimas, las consecuencias serían las mismas para
ambos y no estaban dispuesto a que los vejámenes que a él le correspondían
se aplicaran a mí. De ninguna manera, insistió, ya que en el territorio de
nuestros vicios como en el de los correctivos debía mediar siempre la
excluyente propiedad, dado que, y su lógica no tenía grieta, ¿no hacía parte
todo de la suprema virtud de la competencia? Cualquiera fuera el campo
donde nos enfrentáramos, era obligatoria la observancia de las diferencias
más que de la identidad. O dicho en otras palabras, agregó, sólo en el nivel de
las generalidades culturales podremos cada cual transigir a favor del otro pero
en lo concreto jamás y esta es mi última palabra, concluyó.
Como quiera que la negativa de Moriz fue rotunda y las palabras y los
gestos que la acompañaron de una violencia que excedía la mera virtualidad
del énfasis, comprendí que convocaba a un duelo que definiera el fondo de la
cuestión y que debía, por mi parte, convenirlo. Así que por intermedio de
Falopia expuse lo adecuado y fui sucinto: mis armas, percusión y silbos
alternados conforme convenga a mi situación. La hora, la de mayor silencio
de la noche. Solos él y yo, por elemental sentido de la privacidad. A lo cual
respondió: Mis armas, vocablos para zaherir. La hora, la misma, dijo mientras
jugueteaba con las ajorcas de Falopia y ella le cortaba el cabello. Y si fuera
necesario, complementó, el empleo de varas cortas de idéntica resistencia,
¿qué tal los travesaños de las sillas reclinatorias del desván? Uhm, uhm,
musité, bajo la condición de que se cubran con vueltas de estopa. Toma esta
de la usada para mi aseo, propuse a la nodriza en tanto ella cazaba espinillas
en mi espalda. ¿Habría preámbulo?, ¿introito?, preguntó Moriz y Falopia,
siguiendo mis instrucciones, le respondió que se resolverían detalles
semejantes en el momento del encuentro. Una actitud, acotó Moriz al
instante, en verdad elegante es aquella que sabe dar a los detalles la categoría
de tales, al Cesar lo que de su culo es y a Dios lo de su locura, bostezó a
continuación y quiso que Falopia le contara otra vez el porqué nadie le había
tapado la boca al estúpido de su amigo y clausurado el albañal de la historia
de que padre había muerto por un vulgar eclosión intestinal cuando había
sido el suyo, a ver, ¿por qué?, ¿por qué?, y entonó con perfección envidiable
una fuga Bachiana con variantes de Villalobos, que subrayaba que era un
tema más y no dejes de estar con tu olorcito muy cerca o no me tomo el
brebaje de aceite de Bacalao. Parecía que amenazara con sus labiecitos de
tela fina, estirados al máximo por el esfuerzo de la interpretación.
Cucharada va y cucharada viene, y alcanzaba yo una veces el nivel del
aceite del frasco de mi amigo y otras el tipo se volcaba dentro más de lo
recomendado, sosteniendo que la rebeldía hace parte de la obediencia y era
merecedor de desconfianza absoluta quien sólo acata y aquel otro que
únicamente desobedece. Si él se entrometía, expresó, vía lingual en la
entrepierna de Falopia, incumpliendo la instrucción de que hasta el botón
umbilical –según la norma de Cunio y Alter en la Tercera Conferencia de
Dirección para reglar la conciencia acerca de la unidad física de toda
filiación–, era porque se dirigía en línea recta hacia las determinaciones de la
obediencia y libre albedrío. ¿Estaba yo en capacidad de entenderlo? Sin duda,
apreciado par, respondí, y aunque me chocaba la circunstancia de que había
adoptado la mayéutica de Alter, le interrogué si sabía de mi olfato y de su
instrumento en las húmedas paredes de la dama. Debía saberlo, acoté, pues la
asunción fálica era ante todo un proceso evolutivo, es decir, escalamiento de
la nariz al príapo, del índice al ego enhiesto, ¿estamos? Moriz no contestó. Se
limitó a dejar sentado que lo asaltaba la melancolía, convocar a Falopia a su
cubículo y hacer de nuevo la promesa de que tendría en la raya de lo normal
sus proyecciones aunque su conocimiento fuera en pos de los
descubrimientos que habían brincado las barreras de la patria y de la familia.
Acepté sus palabras considerando que la abstinencia propuesta era asunto
fácil entre nosotros. En cuanto a Falopia, estaba convencido de que su
concepción del trabajo era admirable y demostraba que ella pertenecía a esos
avanzados estamentos de servidores que han perfeccionado la eficiencia de su
función, la introyección del tiempo de trabajo y el papel de la coherencia
entre los valores y su ser social. Así que –sin encogerse de hombros siquiera
y entendiendo el punto de la resolución de Moriz– volvió a trenzarle
cachumbos a su cabellera y a peinarla para que brillara como el oro en la
oscuridad del recinto. El régimen alimenticio, entonces retornó a la pulpita
carne molida, el naco, el agua de panela y las colombinas, dos al día. Él se
postraba en un roce de animalito y ella tornaba a leer la literatura para niños
hasta conducirlo al sueño exento de imágenes precoces.
Yo, entre tanto, lo confieso, me dejé llevar del miedo. Enervado por las
temeridades que creía haber desatado al jugar de la manera que Moriz me
había insinuado, esperé tendido ya en el piso ya en el catre, con unas cuantas
sábanas, que la bronquitis tomara impulso, provocándola frente al ventanuco
abierto y promoviendo ideas de composición que justificaran el alboroto que
mis labios y manos producían. Debo decir que mi estómago entró también en
gran actividad, recibiendo cuanto sobrado retiraba de los platos de Roma y
Égloga, el propio consumo de mi ración y cuanto había sustraído del rancho
de los sirvientes y de la comida de la institutriz, para después evacuar con
incontinencia diarreica, que me alentaba carreritas por el corredor hasta el
baño o me precipitaban sobre la bacinica. Faena durante la cual persistía el
temor de que Roma y Égloga se percataran de los planes de Moriz y, en
consecuencia, de mi relación con ellos, de tal forma que no dejaba de mascar
y de engullir y de recordar el proverbio doméstico de mujeres lánguidas y
mozos alimentados que precedía siempre la memoria del abuelo paterno, que
aquejado de una angina, rezaba la leyenda, se levantaba de su lecho, ordenaba
que se asaran dos plátanos hartones, una libra de carne, lomito de res, y
dispusieran todo en el patio enmarquesinado donde la luz del sol alumbrara la
escena, hecho lo cual y de que sus hermosos ojos de español contemplaron en
silencio el transcurso de la vida bajo su dirección, caminara con grandes
zancadas de Adelantado en estas tierras de promisión entre begonias,
nomeolvides y exuberantes helechos, olfateando aquí y allá hasta arribar al
humillo dulzón de la carne, y de pie trinchara, mano segura, voluntad de
conquistador, un trozo de vianda y un bocado de guineo, parsimonioso,
controlado ante el dolor, no ofuscado por la fiebre, solemne como sus
antepasados de guerreros y nobles, introdujera en su boca el alimento y lo
tragara con un único envión sin alterar su expresión pese al trayecto de llama
viva en su garganta, tráquea, pecho porque había derrotado una vez más a la
muerte ya que enfermo que come... decían sus hijas y lo acompañaban de
regreso al lecho, limpiaban con sus pañuelos humedecidos de perfume su
rostro bañado en sudor y quedaban convencidas de que la muerte otra vez se
había esfumado pese al escepticismo de los sirvientes que se habían apostado
en los pasillos y avizorado a través de las rendijas, sin dar credibilidad a lo
presenciado a fin de alimentar la fe de que en estos territorios la extinción es
invencible y de que no se vive más de una vez. Recordaba, así, la historia y
aplicaba en mí su contenido, de tal manera que dando traspiés, apretando ano,
iba a la letrina y defecaba en tanto mordía la torta de ciruela y huevo que
escasamente había tocado con sus deditos Roma, masticaba con satisfacción
de primogenitura el hueso de cerdo que habían rozado los labios de Égloga y
bebía el pucho de café que Tel había dejado en el fondo de la taza o el trago
de vino que jugueteó ante los ojos de Cunio y que no fue escanciado por un
capricho inefable de comensal. Pero no debía, me decía, dejar estigma de mi
empresa. No estaba en condiciones de justificar nada sin caer en palpables
contradicciones puesto que no sólo había pecado de gula, pretermitiendo las
normas atinentes, sino en la estupidez de no poder explicar mis errores y
sustentar la evidencia de mis aciertos. Por tanto, el celo en el consumo me
imponía la actividad extenuante de la limpieza, lo que era una tarea que
desbordaba lo rudimentario de mis recursos: en cambio de emplear papel
higiénico, Olimpo, para la asepsia de mi traste, muy tasado por la
administración, tenía que usar fragmentos de la prensa nacional y, en menor
cantidad, de los tres o cuatro periódicos de otros países de que me abastecía
en el desván, asegurarme de lo impoluto del bacín empleando el jabón Azul-
K con riesgos de que no sobrara para mis baños semanales.
Por fin, me dije altamente complacido, la bronquitis venía en mi auxilio.
Estando en la tarea de tronchar las cáscaras de las nueces y madroños del
plato de Falopia, oí el gorjeo de gorrión de mis bronquios, el chasquido del
aire de los alvéolos. Me mantuve quieto, concentrado para que no se
detuviera el proceso, anhelando que fuera una auténtica tempestad de tos y
escupitinas y no un turbión como en ocasiones acontecía. Pensaba que si
hablaba o dejaba entrever por Falopia lo que se avecinaba, la bronquitis
echaría hacía atrás cobijándose en algún meandro de mi tórax, y ella
intentaría contra mi voluntad adosarme sus emplastos, untarme aceite caliente
en las costillas y caldearme con su vaho de tierna vaca en mi boca. Me
acuclillé y creo que mi pensamiento buscó en mi cerebro una o dos oraciones
propiciatorias, un llamado a la fiebre, un estímulo a la flatulencia, pues la
nodriza volteó a mirarme, me esculcó con su mirada servidora que se aguzaba
de interrogantes: ¿cae en trance místico el muchachito?, preguntó, ¿simula
agonía?, ¿quiere que lo zambulla en otra fábula, pequeño?
Una intuición del poder

–Después de lo cual, resígnate, ínfimo.


–Oh, oh, cabroncito de siete leches, no atentes contra la soberanía. Te
nacionalizas o ese margen es todo tuyo, con esto, aquello otro. Coge la
distancia pero no me contrastes amargura y tristeza que no vienen a cuento.
–Bien, bien, ¿pero estuvo tu madre al corriente de los derroteros de la
vocación y por tanto se hizo protagonista desde el mismo momento de la
concepción o fue mera follada hispánica, afán y tedio no más?, sute.
–Fue hidalguía ante todo, pues parecía como si esa primera vez virginal
el mundo se hubiera mejorado pese a saberse de fuente histórica que padre no
hay más que uno, menos en tu caso, confluencia de agentes y factores es la
conclusión, mi par.
–Te confundes, pequeño espécimen de caos cromosómico. Debes
recordar para el resto de tus días, y ojalá sean breves, que todo varón que se
repute tal lleva la patria con lo que fornica y orina, y ambas funciones se
ejercieron en estas latitudes de manera simultánea con tanto movimiento
ocasional, bronca, pausa, lucha y reposo. Antes las banderas arrasadas por la
eventualidad y la magia de nativos, el pendón debía seguir erguido, aunque
en tu caso, me temo, la izada fue insuficiente y no quedó bien revuelta la
mezcla, expatriado.
–Arraigado, querrás decir, pues al fin y al cabo se prestaron sueños y
locuras, y que se llamará Don Domingo, Alcabúz o Piendamó no obsta para
que lo efectuaran con la corta versatilidad católica. Y no es que no seamos
creyentes, estirpe de catedral y chamusquina de brasa de inquisición
poseemos y practicamos, pero poco o nada imaginativos, admítelo
compañero.
–Tus meados en el vaso para el lavado de los dientes, que no tengo nada
que ver con ello y, además, la historia será un discurso de la solidaridad al fin
de los tiempos.
–¡Ah!, si no fuera por la memoria de la lectura de libracos de mala
prosapia nos podríamos comer el mismo caramelo. Pero tu persistes en
introducir la llegada del origen y es como si fuera índice en las entrañas de la
madre patria. Una sola la tierra, cuate.
–Pon la boca aquí cerca para no chorrearte demasiado con mis aguas de
oro, que no hay flora en el orbe que no haya sido antes germen abonado y
regado con frutos del mismo universo, pero las fucsias ¡ah distintas de las
espinacas!
–De rameras a damas y de estas a ¿qué cosa? Si para algo te sirve la
materia gris sepárame esto. Apresúrate que no es ajedrez.
–A hembra, hombre, a hembra.
–Otro sí: hembra-dama, a veces.
–Posdata: cosa, cosa y clase, no más. Acomódate a los hechos y no te
saldrán almorranas, pero no olvides que lo que es depende de lo que no pudo
ser y ve sacando el cuello del agua de Heráclito que ahora está contaminada y
tu cabellera de trigo será detritus del gran charco de La Magdalena.
–Hazañas las hubo, sin embargo. Y muchos los campos donde se dieron,
pero si después de ellas llegó la fatiga y la desmemoria y a continuación el
retozo y otra vez el retorno a la hazaña, ¿qué devengamos?, mulato.
–La historia, mi compinche. Y conste que no quiero untarme de
claudicaciones y menos de alianza, mas me huele que te cargan las negras y
te acoquinan en miedo a los negros. Juro que yo, en mi hibridación, me hago
la misma trampa.
–Sí, tus juegos solitarios ya han desbordado la intimidad de tu cuarto y
hecho meditar acerca de la genealogía y dado remezones al árbol original de
tu doméstico Edén. Cierto, lo sé, y secretamente me cabe más admiración por
tus preocupaciones de tanto estilo moral y trascendentalismo científico, pues
no podría llamar a dichas divagaciones pura ideología, discurso colonizado
respecto de La Colonia. Te estimo, justo, por la contradicción, ¿o no?, amigo
del alma.
–¿Entiendes? ¿Entiendes?, cabeza confusa, que nos hallamos en la mesa
de la Academia y, sin embargo, un esforzado militar, boina verde, hurga,
compulsa, aprieta y ¿toca el bigotito teñido del color de su casaca?
–¡Qué elegantes y apuestos los húsares!, ¿no?, mi recluta.
–Sí, ceñidos como toreros, diestros a caballo e hirvientes en las
culeadas. Fíjate que hijos del Señor nos da la crónica de los tiempos.
–La guardia de El Libertador tenía el mismo espíritu pese a la ausencia
del traje, pues matador es matador no importa el indumento ni la plaza.
–Ídem, ídem. Y pese a que me reviente tu cosmopolitismo como a ti me
terquedad nativa, admito que los tipos fueron unos berracos. Sé de uno que
follaba a pleno trote de su zaino con cualquiera de las damas del botín, que
forcejeaba no para evadirse sino para coadyuvar y llevar a feliz término lo
que había tenido un comienzo tan exultante. Otro que la metía en el hueco de
una colonia de hormigas carnívoras para demostrar que allí en México un
rijoso es un rijoso.
–¿Y qué de los héroes de acá? No te parcialices. Unos de marca mayor,
que en pleno acceso de hemoptisis engendraron santos, presidentes, bardos y
uno que otro obrero para contribuir al desarrollo de las fuerzas productivas.
Mi abuelo, demos por caso, la tuvo en completa acción hasta los ochenta y
tres, tanto que le administraron los santos óleos tres horas después de su
deceso.
–Camarada, ¿siempre terminas bautizando tus alardes de memoria con
esta especie de cagada, sofismas y obviedad? No te olvides que aún nos
encontramos hasta las sienes en el problema del antes y el después, el origen,
la sangre y la paternidad. Y pese a que tu progenitora no pueda dar dato
cierto si fue un castellano, un moro en ascenso, un indio cruzado con negro
de Dientes de León o un vulgar de Costa de Marfil aquí, en mi recinto y en la
verdad, nos hallamos en duelo, debate, finta y psicoanálisis.
–De acuerdo, socio. Entonces, sácate el dedo de las narices y piensa que
tu madre paró en el sótano del manicomio, llevada con gran amor por la
historia, la familia y la ciencia.
–Honor nos cabe por la medida, lo admito, pero el debate a que dio lugar
la determinación se sustentó en principios irrefutables y no en economicismo
vulgar, puesto que implicó asumir el concepto de libertad colectiva frente al
individuo inútil y el ser capaz de desembarazarse de prejuicios y
convencionalismos de almas débiles y de cacumen común y corriente. Si sólo
el continente hiciera otro tanto seríamos los elegidos del futuro.
–¿A cuenta de qué, entonces, la ceremonia y el registro? ¿La notaría y el
dictamen de los galenos? Tengo mi propia versión y aunque ocasione
trastornos que hagan estremecer los cimientos de la institución familiar, me
planto en ella y miro tu juego.
–Full. Par ases y tres damas.
–No reviro, más me queda una mano. Menos agua al güisqui, por favor.
Gracias.
–A campo raso y como vamos, creo yo, en mi modesto ángulo de visión
–recuerda que mi cubículo está prácticamente sellado a la rosa de los vientos
y la claraboya está teñida de caca de paloma y telarañas– oteo y deduzco que
las cosas son ya el producto de la época. Imperio de mil años, Dios quiera.
–¿Llámase?
–Agente.
–¿Dices?
–Funcionario.
–¿Cómo?
–Mandadero, Ejecutivo, Comisario Político, Guardia. Dos pares a la K.
–Triada de sietes. Me paso al vodka.
–¿Olvidas que estamos en el quid de cualquier infante antes de la
perversión? Domestícate y quédate con el güisqui casero que algo tiene de los
secretos de Falopia, la insigne.
–Derivación étnica que no deja lugar a dudas. ¡¿Qué diría mi padre si no
hubiera muerto a tiempo?! Tocados por el gusto a la esclavitud. Apremiados
por la culpabilidad y ahí postrados a sus artimañas y obedientes cual ovejas
cristianas. Innegable que se ha llevado consigo todos los méritos de la
resistencia. ¡Qué Independencia: Comuneros y Guardia Roja! Con semejante
paciencia, reducida casi a las dimensiones de un Haikou, y excúsame la
connotación. Pero es que los negros se han jodido mucho y ahora te cambian
los pañales mas se burlan de tu culo de rosa, esponjado a los bienestares de la
contemplación ajena.
–Mi abuelo, cuestiones de patria y de familia, no se resignó jamás. Toda
una melancolía de muerte el hecho de tener que abastecerse de la producción
importada. Murió con el secreto de su frustración y casi que avergonzado que
a la hora de las confesiones, que le tupieron por los costados de la tradición y
de la ciencia de la sicología, no podía afirmar con plena certidumbre si su
relación con el continente negro había ido más allá de la escueta perversión
de la búsqueda de la identidad.
–Jódete con tus sentimentalismos, primo, pero no me lamas con
remilgos de señora abandonada por las atracciones de sexo nuevo y extraño.
Una tarea que excede las propuestas racionales y me lleva a sospechar que al
momento de un enfrentamiento real, te vienen prolíficas churrias de nené
diarreico. ¿Caderamen anárquico o testa anarquista?, socio.
–Bástame el poder como a cualquiera. No intento orden donde hay
apariencia de él y menos donde yace, con probidad absoluta, la dúctil masa
gris que se adviene a lo de afuera: pedimento, coacción, culo miedo,
arrechera de noches fabricadas por la taberna, pendencia y esmegma.
–Tienes una escalera entre manos, deduzco por esos aires que sueltan tus
nalgas incontinentes. Ganas esta, pero no me impongas el tute de la
península, primo, que el rubio color de la cabellera se tizna por adaptación al
medio.
–Para, congénere. Estos métodos policivos, aunque dominantes,
deberían darse extralar, juiciosos en la puerta hasta cuando se le facilite
acceso con una invitación que nunca está de más, así no lo precisen para su
existencia, ¿cómo se dice?, sí, su ser o estar ontológico.
–Tengo mente anárquica que es sinónima de ansiedad de poder, y no te
he invitado a un interrogatorio, ni me has hecho zurra fiesta, a la que tampoco
serías llamado por nadie, pinche sute cundiboyacense.
–¿Ajos?
–Zafiros.
–¿En el barro?
–Sí. No juegues al adulto por el simple hecho de que te reclines en la
mecedora que con presteza de visita arrastraste del desván no más caída la
noche, si te queda grande y te afecta la carencia de papada y ese rigor de la
forma que sólo los vates conocen de tanto perseguirla. Puedo hacerte caer de
una pendiente, escalera caracol hacia abajo, por ejemplo. Quebrarte, como
quien dice, la historia. Vamos, vamos, no el pasado sino el futuro.
–De acuerdo. Demasiado civilizado andar entre gracejos de mala
prosapia y violento póquer de expatriación. Te aguardo en la esquina.
–Testigos no requerimos, digo en el caso de que aún queden oído y ojos.
Además, me es suficiente la reverencia. Sé que el asunto de la soledad es
incompartible pero me cercioro de que del otro lado de la puerta no haya
escucha ni rendija penetrada por la visión.
–¿Paranoia?
–Sí, fuste y mango. Obsedido de presente, me he dicho siempre.
Mientras te escudes con parafernalias, he venido captando los desechos de tu
esfuerzo y he dejado que se enrarezca la atmósfera sin pedir auxilio y sin
defenderme de la idea de que hay persecución total.
–¿Sevicia?
–Mero temor. Pero no te alces en las puntas de tus escuálidos piecitos
que de pas de deux muy poco, y te van a escocer los huevos en la intemperie.
Como sabes, es la zona de enclave de múltiples fenómenos.
–Ah, sí, eso. Siéntate y reflexionemos. El póquer americano con todas
las cartas es una invención iconoclasta que podemos rechazar o aceptar,
siempre y cuando estemos ciertos de si nos aterimos por el mayor número de
probabilidades pues del Siete al As nos entendemos.
–¿Y qué?, si de todas formas nos vamos al pote, nos espera el albañal, la
caricia eléctrica y ¿el riesgo? Yo prefiero, si pudiera elegir, el Tute y el Tarot.
No, de ninguno conozco sus esencias pero me preocupa la existencia y ahí
voy dando, primo. Porque en verdad soy presa de influencias, doy tumbos en
ellas, y no por desprecio al conocimiento y al rigor de sus resultados sino,
precisamente, por todo lo contrario. Es decir, con espíritu amplio, inquieto,
nada, nada ortodoxo, avanzo seducido por las propuestas de la verdad. De ahí
que husmee, averigüe, haga deducciones y visite a diario la biblioteca que se
encuentra esparcida en baúles, armarios y anaqueles del zarzo. Recuerdo que
Cunio me ha espetado que es culto al libro. Toma uno y sufre un repentino
vahído en tanto sus trémulas manos tratan de zafarse de la pulpa de las letras
y su naricita se tapa con los vahos del siglo diecisiete, toda una época
pervertida por la idolatría al papel impreso y la incontinencia ética. Puede ser,
le he respondido muy diplomático, explicando que a veces la ración de
higiénico no alcanza, pero de leerlos no, puede estar tranquilo. Le he insistido
que mi pensamiento posee un abultado instinto de conservación y llegará a
ser uno de los más longevos de que tenga noticia la tradición familiar. Y pese
a que no queda ni medianamente convencido, ya sólo se preocupa de Moriz
ayúdame a desprender estas manchas verdes que se han soltado de la Historia
de las Civilizaciones, un tanto de saliva a aquella otra de color pardo, y de la
escudilla saca un poco de canela para restablecer la sensibilidad de mi nariz y
yo, desde luego, acato. Sí, Cunio, sí signore, y con las mangas de mi camisa
hago todo lo que está indicando en los manuales de restauración de
antigüedades, proteger de vientos cálidos, no aplicar disolventes, dejar en
cuarentena.
–Conócete a ti mismo, es mi premisa, es decir, de mis protectoras Roma
y Égloga. Viéndolo bien, creo que atinan en el meollo del asunto. La cultura
en mí antes de mí y después de mí, es por lo menos el inicio de toda reflexión
seria. Ahora convinamos, Moriz, soy, como sujeto conocente, la medida de
todas las cosas. De tal forma, según lo que efectúe, se produce tal o cual tipo
de conocimiento y los trazos del camino recorrido en la averiguación que, a la
vez, es otro conocimiento junto con mi voluntad de omitir la acción de
conocer, de evitar sus consecuencias o de la garrulería para encubrirlo, con lo
cual quedo en el desamparo de mí mismo.
–Ponderas con miedo y parece que estas a punto, primo, de que te
liquiden la verdad o te subrayen la mentira. Si serás penco, socio. Obsesivo
con las minucias, ¿para qué?
–Quítate la caspa Gaspar, me dice Égloga. Y Falopia prende con las
pincitas las escamas de mis párpados y las coloca una tras otra en la blanca
mano de mi hermana. ¿Satisfecha con la proporción?, pregunta. Sí, responde
con distracción, como si estuviera pensando en otra cosa y se hallase
devorada por el melstron de lo sublime, pero sé bien que el leve peso de las
lentejuelas de caspa ha sido calculado por ella, que ha visto el dibujo que la
disposición azarosa de cada ápice ha diseñado y, entonces, dice: Gaspar ¿por
qué?, ¿de qué cuentas?
–No, no es que me interrogue propiamente, ya que antes que ella me
deje saber su inquietud, me pongo en ánimo de responder como si a mi vez
entendiera los significados de las aguas del lebrel, la chirimía de ciertos
pajarracos y la lectura de mis restos, pelos, caspas, palabras y silencios. Pues
el silencio también es una excrecencia y brota del cuerpo a manera de señal
que no te deja en paz. Por tanto, si tu caletre es capaz de la deducción, no
existe nada nimio ni insignificante. Si te quieren atrapar basta con menos de
lo que yo les ofrezco con mi natural generosidad.
–Claro, claro, ni modo de escurrir el bulto, esconder el traste con
disimulo y pasar inadvertido. ¿Y si te olvidan? Esto ocurre con frecuencia.
Yo, por ejemplo, intento olvidar aunque lo logre con mucho y arduo trabajo
y, además, me cercioro de que los otros me hayan olvidado respecto de una
que otra particularidad, así que sumadas me vayan borrando de sus memorias.
Entonces, puedo ser uno nuevo y distinto al cabo del tiempo y conseguir que
me olisqueen, piensen, oigan y sea, momentáneamente, el centro de
especulación y de deducciones hasta cuando me usen, unten, maceren y
encajonen para la eventual utilización que requieran alguna vez. A la par
estoy eliminando un aspecto, eludiendo un encuentro, haciendo ambiguo lo
que antes fue una evidencia de tope. No, tú no haces nada de esto a causa de
tu proverbial soberbia que para mí, primo, no es sino masoquismo,
persistencia en mantener batallas contra la muerte, incluso, de aguantarte en
la primera plana luego de que revientes como padre o comiences a heder, y
no hay nada más que incite a la desmemoria que el tufo de la cadaverina.
–Tachar el recuerdo del conocimiento con el conocimiento mismo. ¿Me
propones semejante broma? Mejor atiendo a tu incapacidad de barajar el
mazo de las cartas que me tienes en una racha de pares que denigran del
póquer.
–Tan sólo una aporía, socio.
–¿Qué tal, entonces, abordar el asunto de oponer ignorancia contra
conocimiento? Más o menos esto hemos efectuado desde que estamos en el
tópico de la universalidad y dando las mismas vueltas que todo el orbe. Bajo
el sol de Carlos V girando y mutándonos. Sería cosa de planear, camarada, el
cómo ignorarnos.
–¿Dónde dejas, pigmeo, el conocimiento del enemigo para poder
ignorarlo? Es más fácil masturbarse y que los rastros en el alma no los halle
el perspicaz iriólogo de la familia, porque lo que es Cunio y Alter no fallan
pesquisa que emprenden.
–Permutar, hacer trueque, primo, los saberes por una sana ignorancia.
Muy sencillo, ya que esperamos sentados como ahora que se produzcan datos
perceptibles de conocimiento a fin de consumirlos sin preguntas de fondo,
origen, artífice, razón, solemnidad y respeto, y simplemente lo mezclamos
con nuestro sistema de seudosaberes, dando espacio a todo ello en nuestro
reino de cultas ignorancias. Por ejemplo, cuate, la filosofía la dejamos como
ingrediente de los proverbios populares. Esto es un emporio de facilidad y
una estrategia invencible. A la música clásica tus balbuceos, castañeos y
pellizcos de ruido, amigo. ¿Ves lo expedito del plan?
–¿Y si te hurgan, te zarandean con el conocimiento y la medida? No
olvides mi estimado Clausetwitz, que pese a que rehúses y logres mantenerte
oculto, el enemigo se tiene a sí mismo para homologarte, sacar
comparaciones abstractas y joderte a distancia. Una vez establecida la
medida, te colocan en la mesa y tus datos antropométricos quedan en la
desnudez del original primate y en la sorpresa del macaco de siempre. ¿O es
que tu sangre se escapa a la probeta, el mechero y los disolventes? Nada. Es
vana y poco convincente tu argumentación. Ni se te ocurra insinuarle a
Falopia y mucho menos soltar la lengua con Égloga, porque hasta ahí fuimos.
No juguemos con nuestra pelleja: la arrancan y hacen lamparitas para las
mesas de noche. Mira, es menos peligroso hacerse el inteligente y dejar en
claro que sólo es la simulación que intenta todo estúpido. Te dejarán en paz y
en cualquier momento de suspicacia tocarán con sus dedos especulares la
bóveda craneana y escucharán el limpio eco del vacío como respuesta.
Entonces, retornará la tranquilidad del vigía, la serenidad del cancerbero, la
satisfacción del dueño del sistema.
–¿Moriz?
–¿Gaspar?
–Habrá que resolver las diferencias de otra manera, mi estimado amigo.
Una juerguita de estas habitualmente deja contradicciones urgentes, roces de
espíritu que alcanzan el decurso del sueño. Tus mañas otra vez, sin duda, han
buscado cambiar los papeles y adosarme a mí tu persona y tú arreglarte con la
mía. Terminas dándome la razón y pretendes llegar ¿a dónde? Sacúdete esas
ideas o te pelo la roña que es sólo tuya, te brillo el trasero con la lija del
albañal, carísimo coetáneo.
–Por mí que regreses al hueco trasero de tu pater, que si intentara alguna
pertenencia envidiable de tu persona me untaría de fresco y espeso estiércol.
No podría odiarme tanto como para transgredir el orden de las personas y
menos ese inteligente código de los pronombres: tú, yo. Y no obstante a que
tengamos un trote parejo, la caballar manera es sólo tuya. Unos centímetros
de avance de tus puercas naricitas y tendrás que lamer el piso de tu cubil,
paisano.
–Tu mocarro no lo es tal. Fíjate en su color, el tamaño, la viscosidad y el
olor, el olor inconfundible de que pertenece a la especie esmegmática de la
línea femenina de tu parentela. Con todo lo de padre, ocuparme de trastocar
él tú por él yo sería algo de esquizofrénica tendencia a comerme cualquiera
de las ladillas que pueblan los coños de tus más allegados. Mejores bocados
ni los antepasados antropófagos pero, valga la aclaración, no me apetecen y
además respeto la consanguinidad y la propiedad privada.
–¡Ja, el Yo! No sabes lo que eso significa pues tienes la complejidad
cerebral de una ameba, estoy de acuerdo con que el binomio Roma-Égloga se
proteja de tu presencia y tu promiscuidad con las chinches. Si por lo menos
alcanzaras a intuir las diferencias de las cosas, tendrías conciencia de que
tienes trocados tus orificios. No hablas sino meas. ¿Estamos? Quita tu puñito
de mi cara o te saco los pedos.
–Retira la uña de mi oreja o pesarás menos por la carencia de un huevo,
euniquio.
–Eso.
–Eso.
–Mi amuleto de guerra es el apellido, del cual tú careces, expósito.
–El mío, los ojos verdes y el perfil. Engendro.
–El poder contra tu amuleto: mi ancestro católico. Judío hipócrita.
–La contra al tuyo: la sabiduría política para que me dejen en paz.
Acosado del carajo.
–El mío la capacidad de ser invisible a voluntad.
–Voluntad de escabullirte por cualquier rendija de topo, cegatón
pusilánime.
–Cortesía de soportar y saber escucharte aunque debería tenerte a ras de
suelo y bautizarte con mis orines. Darte un nombre, familia, hogar,
respetabilidad. Llenarte de las cualidades del código civil, ignaro.
–¡Oh, desheredado de las fortunas del creador y cuyo comportamiento es
de ateo, prodigándome civilidad, legando virtudes que no posee! Inquilino no
más. Sólo eres un inquilino de todo esto. Mira en redondo, cabeza de
prepucio hebreo, nada del mundo te pertenece y estás adherido a él con
espíritu de sabandija. La cama, hurtada con mi ayuda del cuarto de la
servidumbre. La silla, sacada del desván gracias a la convicción de Falopia.
Las mantas y ruanas para cuidar tu cuerpo de aterido cundiboyacense, fruto
de legar a tu madre sin el menor escrúpulo. El cuadro, mi propio dibujo cuyo
marco te enseñé a construir. ¿Qué comes? ¿Dónde defecas? ¿Quién te
prodiga enseñanza en pro de tu porvenir? El mundo, la realidad entera
dejándose usar de tus necesidades, respondiendo a tus caprichos. Así que
paga algo. Por lo menos reconoce que eres inquilino y como tal individuo
transitorio, espécimen fugaz, objeto momentáneo de la historia. Y esto último
porque has emitido opiniones aquí y allá, contaminando miedo entre tus
familiares, divagando protervamente contra las instituciones. Mejor cállate y
devuélveme la baraja y el pésame que te di en días pasados por lo de tu padre.
–Tu padre, Moriz.
–El tuyo, Gaspar.
–No me confundes. A otros discursos les prestaría oídos para dejarme
crispar de tu iracundia. Mi padre era hermoso, halla la diferencia. Además,
elegante y viril, no querría esconderlo y avergonzarme de él. No haría lo que
tú pretendes.
–Bueno, tú y las ideas religiosas. Pero ponderar al pater es el colmo del
subjetivismo. En esta casa no se ha suscitado sujeto de las trazas por ti
descritas. Jamás en muchas leguas a la redonda el principesco hideputa que
pudiera llenar semejantes requisitos. Y por lo que sé y alcanzo a testimoniar
lo más cercano en virtudes son Cunio y Alter, y bien entiendes que comen el
doble que nosotros, usan zapatos carmelitos, corbatín y chaleco. ¿Captas,
entonces, que lo que importa por el momento son las cualidades morales, los
atributos del alma?, como quien dice. De ahí que olvidándome de tu pesar
mezquino, encuentre algo de eso en ti y me disponga a aguantarte, echar unas
manos de baraja, en fin, no quiero establecer lista de favores, amigo.
–Últimamente hiedes a rencor, vienes y das un codazo allí, giras con
dificultad tu trasero de niño y quieres rubricar con un pedo, y sin resultado
atiendes el rango de mi tos, el estilo de mis actos. Copietas y crítico. ¡Vaya
aleación! Excusable porque vas sobre el filo de los acontecimientos y esperas
de la educación de la familia y el Estado que todo quede empacado en tus
sienes y el resto venga por añadidura mística, ¿oportunismo o que artimaña
inventada a costa de las normas que desvelan a los responsables de la cultura?
Comprendo, camarada, que te apasionen los ejemplares de tu estética familiar
porque en verdad tu padre sí era de esconder en las filas de la servidumbre,
sute, tímido y con añoranza de pobrería. El mío jamás habría cruzado una
palabra con el tuyo, pese a su bondad.
–Prestamista, usurero, eso fue tu padre. ¿Qué hubo de los dramas,
morrocotas, pesos y dólares? Sí, debajo de la colcha de su litera. ¿Cautela
burguesa? No sé. Mas si de crónicas se tratara, Égloga tiene una relación
completa de los asuntos fantasmados en tu educación y memoria. No
obstante, no quiero recabarlas, primo. Quedemos en que estos temas
pertenecen al fuero interno. Pero no me malinterpretes y mañana te dejes
venir con quejas a Falopia y remilgues de que no aceptarás nada de ella por el
simple hecho de que estuve yo antes y voy a proseguirte. La paz sea contigo.
Vi a Moriz otorgarme ese despido de inclinación oratoria que me ponía
frente a los ojos la pelusilla de su coronilla y que, en consecuencia, me
robaba la observación de su rostro, en tanto él sí había tenido oportunidad de
comprobar que sus golpes habían acertado en mi cara y que él, como de
costumbre, no acusaba ninguno de los míos. Sin embargo, me mantuve en mi
sitio, es decir, sentado en el suelo y levemente recostado contra la pared, pues
aún Moriz tuvo que agacharse un tanto, tomar los zapatos, calzarlos y
enredarse con sus dedos de palitroque los cordones, subir las medias de
colegial y, todavía más, recoger las cartas que se hallaban desperdigadas a su
alrededor, balbuceando, mi buen amigo, vosotras las de la fortuna, el azar y el
tiempo, la muerte y el destino y reírse entre frase y frase como si yo no
estuviera y mi intención no fuera ayudarle, alcanzarle la chaqueta, aconsejarle
que regresara con paso seguro para que no se pensara que nuestras
disquisiciones carecían de civilización y de sindéresis, que no éramos como
el resto. Pero me quedé quieto controlando mi boca que ya se enjugaba de un
silbo, de una palabra conciliadora que luego Moriz no me perdonaría. Me
recriminaría diciéndome Gaspar guárdate tus consideraciones para cuando
estés listo a escuchar las mías. Así que sacó cuerpo de mi campo de visión,
diría más bien que se acercó tanto que lo perdí y me hallé solo, escuchando
dentro de mí, o fuera, los ruidos del silencio, la yesca de las cosas
desenredándose en la noche, porque estábamos en la noche y ambos
habíamos hecho duermevela para debatir muy cautelosamente, casi, casi sin
pronunciar palabra ni ejecutar acto de agresión.
En sociedad

Era el momento, sí, convine aun antes que Roma me lo dejara saber: tú,
Gaspar, ya podrás bajar a la primera planta, estarás con nosotros. Siguió
hablando mientras recorría con sus pasitos el cuarto y dejaba en suspenso un
suspiro, no sé bien si de satisfacción por mi actitud receptiva o a causa de que
terminaba su tarea y había logrado imprimir tranquilidad a sus ademanes y
palabras. Se preocupaba, en verdad, tanto porque las cosas salieran tal y
como les había previsto, luego de ajustes en varios sentidos, que no era lo
mismo introducir en sociedad a Tel, cuatro o cinco años atrás, que de suyo
aseguraba éxito en la opinión y sufragios de la mayoría de los asistentes, que
a mí, pues pese a la metodología empleada por la familia para mi educación
hacia el mundo, se debía estar escéptico ya que muchos de los efectos
aguardados, con el aliento en un hilo histórico, jamás se presentaron o lo
hicieron de manera metamorfoseada. No, no se había rendido y la lucha
dejaba por lo menos la satisfacción de que ninguno de ellos era culpable. El
fatum, la voluntad inescrutable del todopoderoso, lo enigmático de los
cambios de la sociedad, en fin, nada que directamente los incluyera. ¿Había
entendido?, preguntó. Sí, le respondí presto, no obstante que embebido con su
presencia, algo que siempre me ocurría, caminaba junto a ella, imitaba sus
gestos y soltaba sopliditos según ella lo hiciera y no había comenzado a
efectuar preguntas obvias y de las otras, ni empezado, lo más complejo, a
juzgar realmente que la primera y larga etapa de mi aprendizaje había
concluido y, como consecuencia, podía decirlo en voz alta e, incluso,
pensarlo públicamente, que cuanto me abarcaba y rodeaba era ciertamente un
acabose, un lugar inapropiado a mi condición social, a mi humanidad. El
problema era un tanto preocupante dado que, entonces, debía ingresar en una
nueva evaluación de los acontecimientos, justificar aquí y allá y,
seguramente, aceptar que como había poseído sólo un ángulo de observación
mis juicios habían carecido hasta el momento de objetividad, y que cualquier
generalidad era, en rigor, precaria, que mis sentimientos tenían que
reelaborarse para que se acoplaran con exactitud a lo que mi primer encuentro
con la sociedad me ofreciera. Nada de esto dije ya que el hábito de no
contradecir a Roma me impedía siquiera balbucear mis temores, y me limité a
monosílabos, afirmaciones con la cabeza y a acomodar mis movimientos a
los de ella, de tal manera que durante su visita recorrimos en redondo el
aposento como dos figuras de un reloj en un cuadrante. Pensé que si algunos
de los otros entrase no sabría a ciencia cierta discernir lo que allí se
desarrollaba. Tuve que esforzarme por no reírme, no en virtud de que la risa
era algo de especial cuidado en la casa, medida la oportunidad, calculada su
intensidad, determinada su expresión y significado sino porque sentía que
surgía indómita dentro de mí, tan fuerte como los anuncios de mi tos. Al
comienzo creí que se trataba de un acceso y que en pocos minutos sería presa
del arrebato, pero al rato sospeché que se había suscitado otro cambio en mi
comportamiento, que la tos se había licuado, digamos, en la materia de la risa
y que esta podría asaltarme con la misma inquina que la expectoración,
frenética y altisonante. Juré para mis adentros que la tendría a raya hasta tanto
Roma estuviese confiada en mi alcoba, sin que nadie la acompañase, que ese
gesto de confianza y de valentía de llegar sin vigilancia no le iba yo a
defraudar con algo que a mí mismo me aterraba. Me mordí los labios e
intenté concentrarme en otra cosa, distraer el pensamiento mientras el
hormigueo del pecho se engordaba, se convertía en salamandra y pugnaba
por sacar entre mis labios su pajita burlona. Mas, ¿por qué no se me había
hecho la advertencia de que algo así era factible? Este descuido merecía todo
un alegato contra Cunio y Alter, que devengaban subsistencia bajo el encargo
de adiestrarme en forma útil y ante todo promisoria. Maldije la falta de
ciencia de los dos e hinqué hasta el dolor los dientes en la lengua que dentro
de mi boca ya saboreaba una risilla, la subía y bajaba para llenar la cavidad
con ella y, pensé, para abrirle espacio a su tamaño, que en ese momento
abarcaba la garganta y cuyos filamentos se habían extendido como una pelota
de nervios en la tráquea. Simulé una tosecita a fin de aliviar la presión que
hinchaba mi pecho y humedecía la nariz. Roma no se dio por enterada y
caminó otra vuelta más, cerca del ventanuco, yo junto a ella. Miró a través
del cristal legañoso y ambos movimos las cabezas reconviniendo el
espectáculo deprimente que allí se mostraba. Esto ha terminado, dijo, refregó
sus manos una contra otra y sonrió. Era la primera vez que este gesto no se
encaminaba a zaherirme y admiré el hecho de que en su rostro se tornase
joven, amable, y la iba a acompañar en él pero la bola de risa me ahogó, sentí
su golpe rebotando en mis mandíbulas, y de la misma forma como se
devuelve el líquido de una náusea que ya ha alcanzado las comisuras de los
labios, empujé hacia abajo, contraje los músculos del estómago y percibí que
retornaba y que por otro instante medraría en mi tórax. Roma me rozó con
una de sus manos y me dijo que no había nada que indicarme puesto que la
prueba que me esperaba tenía que ser en frío, ¿entiendes Gaspar? Si, respondí
rápido y, adelantando una de mis piernas, sugerí la salida, y ella, Roma, quién
lo creyera, también adelantó la derecha, luego la izquierda y ambos no muy
acompasados y motivados por distintas razones nos acercamos a la puerta.
Ella salió, se enfiló con su andar por la calle del zaguán, recta y delicada
hacia las escaleras y yo retumbé con la primera bocanada gris y pastosa de
risa, caí contra el vano de la entrada empujado por la expulsión que dejó su
sonido, al comienzo un siseo, calculando quizá que otra vez la obligase a
subyacer tras mi voluntad, después quebrado de matices, broncos, débiles,
cortos y largos que llenaron el cuarto, que semejante a insectos ciegos
tropezaron contra los muros, descendieron y se levantaron en un incesante
vuelo que me encontraría más dúctil, y lo comprobé al deslizarme sin
ninguna pereza por el corredor, atisbando por todos los lugares, que de otra
parte conocía a la perfección, con el ánimo de comprobar si a la par que se
había elaborado mi hilaridad se había fabricado algún otro acontecimiento
digno de registrar en mi memoria. No, el afuera era idéntico salvo que mi
pensamiento resultaba tan pasado, casi similar a un detalle de un sueño que
pese a repetirse nunca logra plena justificación en el conjunto. Fui al retrete,
miré el espejo, escruté mi rostro, Gaspar es Gaspar, me dije ante la
reproducción de lo que ya conocía y, sin embargo, un ápice de modificación
creo que hallé en la lisa superficie del espejo del gabinete. Una línea del
perfil, tal vez, una leve reducción de mi fosa nasal derecha, quizá un color
menos oscuro de la piel, no estaba seguro, y no era fácil verificarlo. Tuve el
sentimiento de que con todo lo que yo había reafirmado el conocimiento de
mi aspecto, obedeciendo las indicaciones de mis hermanas, había dejado
escapar algo que en el momento se me presentaba y que no sabía dónde
colocar, si desechar o dejarlo existir en mi rostro para, cuando estuviese
maduro, estudiarlo con todas sus consecuencias. Seguía siendo tosco en lo
esencial, los dos perfiles se negaban a la simetría, el cabello se engomaba
sobre los parietales y las cejas brillaban como la pez sobre el doble arco de
mis párpados, arrasados y rojos. Pero no importaba y otra vez me reí ya sin
crisis de convulsión y babeo. Risa de lo más convencional que bastaba para
rubricar un cariz de mi pensamiento y que enmarcaba a la perfección mis
recientes observaciones. Lo que no estaba aceptable dentro de la identidad así
ratificada era la vestimenta: la camisa sin cuello que dejaba al descubierto
ciertos cabellos hirsutos de mi pecho, los tirantes de mi pantalón cuyos
cauchitos asomaban a lado y lado como cabezas de delgados gusanos.
Comprobé que los tenis dejaban al descubierto los dedos mayores de mis pies
y que la altura de las bocas del overol me llegaban escasamente a las
espinillas. Otra risa, y esta vez fue fuerte, muy parecida a la que efectuaba sin
saber por qué Égloga cada vez que se cruzaba conmigo en horas no previstas
y en las cuales reincidimos llevados de la mutua distracción, sobre todo
distracción de ella que se olvidaba por completo de mi existencia y se
permitía deambular por esta forma de extramuros, ya que no mía, que en
ningún instante iba a cometer la ingenuidad de ignorar que mi familia estaba
en todas partes, que poseía el don de la ubicuidad, que obraba como puente
de comunicación respecto de Cunio y Alter.
¡Oh!, debía cambiar de aspecto, me dije, mas ¿por qué? Mi pensamiento
se encontró confuso. Barajé dos o tres hipótesis sin conseguir respuesta
adecuada. Sin embargo, la necesidad de asumir otro talante se hizo ansiosa y
me llevó a caminar sin sentido entre el baño, las escaleras y el cuarto, a hacer
un ruido desproporcionado con mi transitar sobre el desvencijado entablado,
tanto que podía atraer la atención de cualquiera de los habitantes, y esto
constituía un peligro puesto que hallarían en mí los estragos de la dubitación
y comprobarían que era un inepto para responder los interrogantes más
sencillos. A estas alturas de mi conciencia, sabía, vía intuición, que mi deber
era ocultar mis más espontáneas manifestaciones y crear sobre ellas un
lenguaje coherente donde no se expresara ninguna inseguridad, absurdo de
pensamiento y, en especial, un tipo de debilidad como la que me apresaba.
Naturalmente, cavilé, subir donde Moriz y solicitarle algo de su ropero, o
llamar a Falopia y remitir con ella un mensaje de pedimento a mi hermano
Tel acerca de la etiqueta, el vestuario y lo demás (¿dónde estaban las palabras
exactas para tales súplicas?). No me decidí a lo primero por cuanto Moriz me
podía responder con alguna plebeyada que en mi nueva situación me
derruiría, mi gusto no lo soportaría. A Falopia, tampoco, porque mediaría su
servicio consultando con alguien de abajo y la demora en la respuesta me
arrinconaría más y más en la zozobra y con Tel era correr el riesgo de que
cualquiera de sus bienes se ajustara a mí y con ello se fundara la evidencia de
semejarnos demasiado, hiriendo su amor propio. Opté, entonces, por aplazar
cualquier decisión en tanto no estuviese medianamente en condiciones de
reflexionar en calma y concluí que si en el antes el sueño me alisaba los
pliegues del miedo, ahora un cabeceo de quince minutos era suficiente para
recobrarme. Así que ingresé a la alcoba. Me disponía a tenderme sobre el
catre pero mi cuerpo rechazó la intención, se replegó rehuyendo el contacto
con la lona, y mis sentidos se hostilizaron contra las cobijas que yacían
arrugadas en la cabecera. Mi olfato se rebeló contra los pringues de mugre
que tachonaban de manchas parduscas la almohada, la madera de la mesita de
noche y el bombillo que colgaba del techo. Me acurruqué en el corredor y
cerré los ojos sin lograr ni un instante siquiera de duermevela pues mi cabeza
parecía una olla hirviente que jugaba con mi imagen y los objetos que,
encostrados de mugre, atentaban contra la paz que me urgía. Ya no había en
mi interior aquella zona de seguridad donde antes me resguardaba mientras
pasaba la tempestad. Esta se había inoculado en mi sangre y se reproducía
con prodigalidad innegable en mi cerebro. Estaba ad portas de la civilización
y aún no dominaba los principios más elementales de comportamiento. No
pasaría inadvertido al arribar al salón de visitas. Miles de ojos me observarían
y mis oídos escucharían el clamor soterrado de la desaprobación. Sabrían sus
cuchicheos ubicarme, sus memorias grabar esa primera impresión y
conservarla siempre lista para sacarla a relucir el resto de mis días. Poseerían
algo con que amedrentarme. Podrían decir de te fabula narratur. Imaginé que
sería factible eludir el compromiso. Esperaría que subiera Égloga y le
manifestaría que me hallaba indispuesto, sí. Ella no tendría más remedio que
aplazar mi asistencia al convite, disculparme, al fin de cuentas todavía es un
niño, diría. Esperé como antes nunca lo había hecho, es decir, relacioné mi
estar aguardando con el tiempo y averigüé que afuera también las cosas
transcurrían, que la persistencia no era más que una suposición producto de
mi ignorancia y que un obcecado trabajo distribuía y alimentaba
incesantemente personas y cosas. Escuché el trajín que un tanto sordo llegaba
desde abajo a través del patio, que la ciudad vivía más cerca de lo que hubiera
creído en otras oportunidades y que unos y otros se conectaban mediante
emisiones precisas de su quehacer, reordenándose sin mayor confusión pero
no en fácil ajuste. Pude hacerme la representación de un espacio de continuo
ocupado y desocupado, donde el mismo reposo era una forma de actividad, el
sueño una prolongación de la vigilia en el cual cada uno custodiaba su
persona y su contorno y que, en verdad, sería un tanto imposible que yo no
saliera de mi seminercia sin ocasionar una laceración en el tejido de la
actividad. Esto, de contera, me imponía la febril necesidad de contemplar de
otra manera a mis hermanas, de escurrirme sobre el recuerdo de Tel, de girar
alrededor de Cunio y Alter y replantear todo. ¿Era susceptible lograrlo? ¿No
sería más inteligente inventarlo sin tomarme la ardua tarea de iniciar el
pensamiento, la evaluación y de encadenar efectos? Con esta aprensión se me
ocurrió subir y comentárselo a Moriz. Me había erguido ya cuando otra duda,
menos sensible y breve pero más intensa, me detuvo pues sospeché que mi
amigo no lo entendería, que no podía precipitar en él algo que no se hallase
aún reglado por los mayores, que entraría en una suerte de colisión que
afectaría el delicado mecanismo de él, ahora lo sabía frágil, sumiso y cuya
agresividad ya no me tocaba: era artificial y por tanto exhibía la deleznable
linfa de sus sentimientos. Ya ni amigo lo llamaría, no tendría derecho mi
certidumbre de lo que significa la palabra pronunciada por el nuevo individuo
que era yo. Nada de aproximarle y cuchichearle sobre Falopia, ni de crear con
su ayuda tal o cual estratagema contra Roma y Égloga. No, ciertamente no.
¡Vaya!, la cuestión se había convertido en un embrollo y me encontraba
como un renegado que había perdido la pista de su rebeldía. Otro motivo de
risa, me dije, y en efecto me percaté que hacía ya un buen rato que estaba
riéndome bajito, sin exageración y arrebato. ¡Bien!, había aprendido la
primera lección: la hilaridad debe guardarse dentro de los límites del recato.
Sí. Sí, reía para mí, había hecho del acto un asunto íntimo. Otro pensamiento
que jugaba en su interior con la materia de la risa y su fluidez de significados.
Era mía y por lo tanto apropiado ubicarla en la columna de los actos privados
como... como... el de meter las narices en la entrepierna de Falopia, silbar
aquellas ideas obsesivas que buscaban su expresión con sonidos. Íntimo: un
vocablo que me resentía de desconfianza en la medida en que jamás había
tenido realización práctica en mi experiencia puesto que ningún acto personal
se había ejecutado sin la aprobación u orden de cualquiera de los mayores. Y,
sin embargo, ahora sí captaba su posibilidad.
Estando en estas cavilaciones vi a Falopia ingresar en la escena pero
ejecutando un papel que no estaba previsto por mí y que hizo recular mis
urgencias en pos de la curiosidad. La nodriza, nuestra nurse, ni siquiera se
emparentaba con Falopia y no obstante era ella, no cabía duda. ¿Falopia?
–Joven, le he traído su traje y le ruego me acompañe a sus habitaciones
para que esté a tiempo en el salón. Tiene justo treinta y cinco minutos, dijo y
exhibió en sus manos una pulcra camisa de cuello de pajarita. Se corrió para
darme paso.
Así que me tragué mis quejas infantiles, inhibí mis deseos de olerla
como antaño y, muy obsecuente, le ordené que me condujera a mis aposentos
pues en verdad era un tanto tarde para mi toilette. Cruzamos el pasadizo sin
que ella o yo nos molestáramos en mirar hacia mi antigua alcoba, del lado del
retrete, y sólo percatamos el goteo de la llave del lavado sobre la lata de la
cañería. Descendimos las escalinatas y lo que me había temido se hizo
realidad ante mí ya que todo relucía: búcaros, cuadros, sillas, aquí y allá
adosadas como en una galería de muebles antiguos, puertas que atraían mis
ojos y que sin embargo Falopia y yo contemplábamos más de la cuenta.
¿Cuál el mío? Tenía el vago recuerdo que madre habitó durante unos pocos
meses uno de esos cuartos, que en él se efectuaron cambios para que su
puerta no se pudiera abrir desde adentro y ella se viera obligada a llamar si
quería algo, y hacerlo dentro del horario dispuesto y no antes o después a fin
de que los sirvientes la atendieran. Que habían, recordé, revestido de corcho
paredes y maderas para acallar sus gritos y despropósitos y que de allí salió
en procura de una auténtica atención en una seria y distinguida institución
para señoras locas. ¡Vaya!, ¡Vaya!, me dije, sorprendido de que se me
hubiera adherido la palabreja y que esta me bastase como síntesis de mis
sentimientos. Falopia se adelantó unos pasos y en una especie de gesto
solemne que estuvo a punto de provocarme una basca de risa, me invitó a
entrar en mi habitación; algo natural, parecía que me indicaba con esa
rectitud de su columna, perpendicular ingeniosidad de hacerme
semintangible. Sumercé, pensé decirle y pellizcarle uno de sus gordozuelos
brazos, mas me di cuenta que andaba forrada en un uniforme almidonado,
que portaba cofia y que expedía un olor a canela que obraba como repelente
de mis acercamientos. ¡Claro!, Cunio sabía de mi fobia al olor de canela de
los medicamentos caseros contra las fiebres. Así que mis manos se limitaron
a tomar la camisa, el corbatín y mis pasos a guiarme instintivamente por la
estancia, ubicar el butaco, depositar en él mi ligero cargamento y sin afán
pero seguro de lo que realizaba, me fui desnudando: dril al suelo, tenis al bote
de la basura, camiseta también al tacho, camisa otro tanto, pantaloncillos no
usaba y ya viringo iba a hacer un comentario ocasional a Falopia y no la
hallé, habíase fugado en puntillas. Alcancé la puerta y mirando con cautela
hacia afuera pude vislumbrar que ese trasero era el de Falopia, que allí se
llevaba el movimiento universal y que quizá no la volvería a ver y mucho
menos a tener a causa de mi ingreso a la civilización. Sin embargo, la deseaba
y sentía envidia de que Moriz estaría con ella arriba en su cubil, mientras yo
no sólo creía verla por última vez sino que me había dado cuenta que el deseo
no modificaba mi príapo, que este yacía inmóvil e indiferente entre el fresco
tejido de algodón de mis pantaloncillos y se negaba de plano a responder a
mis órdenes, que rechazaba la evidencia de mi conciencia, ocupada en
apremiar mis recientes recuerdos sobre Falopia y propios y solitarios
manejos, y no obedecía los mandatos de mi inconsciente y en tal actitud de
rebeldía que me prometí una averiguación al respecto, una charla con Moriz,
un alegato con la jerarquía familiar y un memorial de agravios a Cunio y a
Alter. ¡Vanidad de vanidades!, pues no se me dio tiempo a otro cálculo
cuando ya estaban llamando a la puerta: que bajara, joven, es su turno. De
nuevo puesta la atención sobre mí mismo, cuerpo, inteligencia y miedo
anduve los trescientos metros más largos de mi vida, zancadas que me
pertenecían pero que en el momento se mantenían en la rigidez de los
pantalones cuya línea debía conservarse sin una arruga, ¡ah, sin una! Las
calzonarias me tallaban los hombros, la pechera me aprisionaba el respiro y
los aceros filosos del almidón del cuello de la camisa levantaban ampolla con
cualquier movimiento involuntario de mi cabeza. Rodé, propiamente dicho,
entre el pasamanos de la escalera y los hombres de la lateral izquierda que
recibían los abrigos, pieles, sobrepellices de los invitados, quienes con una
furia contenida hacían gestos sincronizados y transitaban en el primer círculo
a lo largo del hall. ¿Dónde ubicarme?, me pregunté sin pizca de temor aunque
un poco acoquinado por el calor que caldeaba las dos chimeneas antípodas, la
del norte menos azuzada que la del sur pero ambas con bocas azules de fuego
eterno. La mano superleve y tintineante de pulseras de Égloga tocó mi codo,
presionó y me condujo, sin pronunciar palabra, emitir orden o amenaza a una
esquina centrípeta de columna y mueble, de vidrieras iridiscentes que, en
relación con los espejos incrustados de esa zona de paredes me repetían hasta
el delirio. Gaspar por todas partes y gente que lo cruzaba en todas
direcciones, cortaban, dividían, reintegraban y otra vez la soledad y la
repetición que me empujó a hablarme de mí mismo como si estuviera
gesticulando frente a aquel sordomudo tan idéntico a mí, que sacaba de su
sobrio traje smoking una lamentable cabeza de cabellos hirsutos y ojos de ave
zancuda. Un tipo rechoncho de nariz veteada de venitas moradas me trajo un
trago, inclinó la testa e impulsó su culo por entre el gentío que deambulaba
con preciso destino de un lado a otro. Muchedumbre que hacía lo mismo que
yo sin necesidad de repetirse en los espejos, sin detenerse más allá de un
segundo de contemplación automática que nada tenía que ver con lo que me
acontecía: Gaspar de frente, Gaspar de perfil, agachado, sorbiendo, asustado,
Gaspar, Gaspar, ¿qué culo haces?, oí que me decía y respondí que ahí, nada,
das sein, acotó otra voz que no hallé identificable entre el maremagno de
vocablos que se propinaban los asistentes y que eran repartidos de forma muy
equitativa, así que si una frase se había compuesto de cuatro palabras y dos
verbos transitivos más una onomatopeya, podía estar seguro que al terminar
el ciclo de su dispersión el conglomerado se compensaba con ocho
interjecciones y un murmullo, obedeciendo a la ley de que la materia se
transforma y no se destruye. Oye, otro trago, me dije, y de inmediato como si
se hubiese adivinado mi pensamiento, esta vez un individuo menos solícito
que el anterior, me cambió de vaso y además me obsequió con un pasaboca
de galletas soda y caviar. Seguro, seguro que esa masita entre verde y
carmelita que tenía ojillos de espinilla era el caviar sobre el cual Falopia
otorgaba tanta fábula y actitud religiosa cada vez que refería las fiestas y
reuniones que armaban las señoritas. Sí, sorbo y mordisco con lo que
comprobé que mis aficiones etílicas se mantendrían, pasara lo que pasara, en
el güisqui, y en cuanto a los bocados me daba un tiempo para adoptar
providencia alguna. Pese al hecho realmente tortuoso de contemplarme en el
reflejo de cuanto vidrio me abarcaba y que el anonimato con el que se me
trataba había reducido en gran parte el miedo y la inseguridad, me
preocupaba la circunstancia de que aún no había hallado explicaciones
plausibles a mi pereza príapica y que mi bálano no se avivara ante la
exhibición de la tetonería múltiple de las damas del convite, avieso trasero
que se distinguía de otros, brazos de todos los contornos y provincias,
capitalinos, de la costa, híbridos de lo internacional y nativos, ni ante los
cuellos que hubieran desempolvado al más antiguo de los vampiros, las
cervices de Rumania y aláteres, los lánguidos de Popayán. Sí, el muestrario
era de supermercado y nada, lo mío entre el prepucio y el algodón como una
jeringa desechable. ¿Era acaso un fenómeno transitorio o debía temer que
efecto de un choque traumático con la realidad a causa de mi débil
personalidad, flaco yo y poco de identificaciones paternas? No se preocupe
usted, escuché que decía un caballero inclinado ligeramente sobre el rostro de
una mujer, quien agregaba que todo en la vida es pasajero y que la
humanidad cuenta siempre con el magnífico recurso del olvido, el olvido que
todo lo cura, decía el gentleman con cierta consonancia de bolero, que sin
embargo no producía mayor impronta sobre la dama que tenía fijos sus ojos
de azul inobjetable en otros que la miraban desde dos cuerpos más adelante,
que a su vez eran punto de referencia de los míos, y esto, como ya lo sabemos
de cuanto vidrio y superficie reflejante me circundaba. Entonces, me pregunté
si de una u otra manera mi mirada era el centro de las otras y, a su vez, no
más que otra. ¡Claro! ¡Vaya! ¡Vaya!, diciendo y sintiendo pues algo
tímidamente se comunicó a mi prepucio. Si la primera dama del salón, a
quién no tenía al gusto de conocer, estaba mirando, tarde o temprano sus ojos
recaerían en los míos y me conectarían con el lenguaje universal que en los
tres salones se desarrollaba de manera frenética y dominante. Sin excepción
cada cual miraba a su semejante y extraía comparaciones, emulaba y se
apoyaba en el gesto y la palabra y se mantenía en la convicción de que el
cotejamiento era una razón vital, de que sin ella el mundo se desharía por sus
cuatro costados, se levantarían las cañerías, el detritus y las aguas de los
adustos caballeros y los dorados orines de las finas mujeres brotarían como
fuentes pútridas, dañando la propia opinión que se merecían y que
subrayaban con aquello de que su labiecito de carmín importado clasificaba
la posesión de los territorios de ganado vacuno en el litoral, aquel otro, que
era casi un picotazo de boquita de almíbar, el balance de los bienes raíces en
las cuatro ciudades de la patria y unos cuantos ranchos de marginalidad rural,
aquella postura de un traste hermosísimo, propietaria de dos bancos en
Miami, la mano enjoyada que repasaba las cuentas de un collar luminoso y –
no sólo abría la bragueta de un vecino, un adolescente albino con vejez
prematura– sino, además, era el índice que las miradas perseguían por la
certidumbre de cuánto significaba en las altas esferas de los organismos
internacionales.
Otros dos tragos de güisqui y me sentí con la capacidad suficiente de
franquearme trocha, camino y comprensión entre las claves de la cultura y el
poder. ¡Vaya! ¡Vaya!, poseía unas tendencias etílicas hasta el momento
ignoradas, que me permitían compensar el hecho lamentable de que aún mis
reacciones fálicas eran de un rudimento vergonzante, y de mi habla que se
había limitado a murmullos y a producir agradecimientos cada vez que
arribaban con una bandeja de pinchos de calamar y de otras variedades de la
exuberante riqueza natural de las naciones del trópico, había dicho el
camarero con una cultura digna de cualquier universitario europeo, gracias,
gracias. ¿Y el agregado de hielo? Con gusto, me respondieron de inmediato
pese a que era innecesaria la respuesta pues los ojos indígenas de estos
portadores de comestibles y bebidas no descansaban de descifrar las
emisiones de órdenes que cada gesto de los invitados lanzaban en todas
direcciones y en forma incesante. Perspicacia y malicia que imité a fin de
aprovecharme de esa cultura popular que llegaba, por trayectos más cortos, a
comprender a sus patrones y señores.
Sin embargo, lo que era evidente se había escapado a mi captación. Lo
obvio y de bulto había tan sólo rielado sobre la marejada de voces,
expresiones, miradas ocultando a mi inexperta aprehensión el que las manos
de los presentes volantinaban de continuos sobre las mismas zonas corpóreas
y se empeñaban en el desarrollo de una empresa indiscutible y muy eficaz.
Los caballeros, sin distinción de edad, origen de clase y posición política se
tocaban en rápidos roces sus genitales, que eran recepcionados por similares
gestos que las damas efectuaban de los senos a las ingles y glúteos. ¿Verdad
o fantasía alcohólica?, me pregunté, y el gárrulo abuelo, que habían traído en
andas cerca de la chimenea sur para entibiarlo y cuya prominente barriga
hacía inútiles sus esfuerzos de alcanzar con sus manitas llenas de pecas sus
correspondientes genitales, me contestó, chasqueando los labios contra el
vaso de oporto que le acababa de llenar, sin duda hijo, la fantasía tiene tales
lazos de unión con la realidad y con la más cruda de las empirias que es
inteligente darle total crédito, eso sí, advirtió dándome pausa a fin de que
tuviese la idoneidad de seguirlo por lo abstruso, siempre y cuando no se trate
de guarismos de bolsa que allí no hay ilusión que valga ni ficción que
merezca la pena. Pero en todo lo demás, insistió, hazle caso. Calló e hizo otro
esfuerzo para rascarse la ingle derecha, hasta tal extremo que la nieta que lo
acompañaba le acercó con elegancia angelical su abanico oriental y el
anciano, con un ronroneo coqueto que puso colores de satisfacción en las
mejillas pomarrosa de la niña, se palpó con el mango del adminículo su
próstata. Yo intenté la imitación de un ademán similar y, tratando de
mantener una de mis imágenes quieta en el espejo del frente, acomodé mis
testículos hacia la izquierda, bruscamente como le ocurre con la dicción al
nené que está aprendiendo a leer. El resultado fue un clamor mudo de gestos
de hombres y mujeres que emitieron desde todos los rincones con auténticas
salvas por mi actuación. Falta delicadeza no más, parecía indicarme la mano
de un distinguido funcionario que de pie, a cinco metros de mí, sostenía una
exquisita conversación en francés con los miembros de la embajada soviética.
Un signo de V de viril, me dijo con su morse, es decir, colocar la mano en el
bolsillo del pantalón y mejorara la posición genital en el concierto de la
muchedumbre, pues la acción deletreada por su parte, acotó el silencio, se
asemeja a la vulgaridad de cualquier sirviente o chofer. Repetí el acto con las
indicaciones recibidas y conseguí la respuesta de una femenina mano que,
con diplomacia dieciochesca, tocose la línea adorable de sus teticas. ¡Qué
locura!, me dije. ¡Qué alegría el presente! ¿Qué hacía yo en mi rebeldía de
buhardilla y con rencores contra la familia y la sociedad? ¡Oh, obtuso de mí!
Di tres resueltos pasos sin ninguna dirección, ni buscando semejante, amigo o
familiar con quien compartir mi plan, sino porque sí, acción vital, acción de
gracias al creador que me otorgaba la posibilidad de vivir.
La nieta y el abuelo se habían enfrascado en su propia comunicación. El
abanico cambiaba de manos de una a otro con tal presteza que acepté que yo
estaba todavía en las primeras letras de un alfabeto de yiddish o de cirílico.
Pensé que mirando príapo y devolviendo el correspondiente ademán me
vinculaba con todo el universo en sus diferentes niveles, sin que mujer alguna
se restara con sus dotes y acotaciones. Sin embargo, mi persona se
encontraba en la inicial averiguación de los signos, de su estructura y de su
uso. El porvenir me anunciaba arduas tareas y responsabilidades, así que un
rasgo de abstinencia no estaba de más y rechacé lleno de convicción otro
servicio de güisqui.
Segunda parte
Deus ex machina
Hacia la aventura

Lo que acecha y es ineludible. El coto de caza de la canalla, es cierto,


conviene, pero también la múltiple imagen de nosotros en un continuo
desdoblarse para rechazarnos o recibirnos. Y esto de ser aceptados por la
ciudad, argüí a la triada, es sinónimo de principio de dominio. Allí, agregué
todo se prueba y es juzgado aunque el veredicto no perdura porque asimismo
en ella se da el anonimato y el extravío.
Tel afirmó que sabía muy bien que gran parte de la entereza y méritos de
voluntad de los funcionarios del Estado, se derivaba precisamente de ese
trasunto de barriada que había hecho de sus razonamientos adiestrados
instintos de pervivencia. Lo que no tenía muy claro, dijo, es si esto resultaba
condición indispensable para quienes no se destinaban al servicio sino al
mando.
Le respondí de inmediato con la ecuanimidad que me es habitual y a la
que mi corazón prestaba todo el ritmo de su vehemencia, que los valores se
mantienen pero que a la vez se truecan, lo que asegura la dialéctica del amo y
el sirviente. No me gustaban estas afirmaciones, señalé, mas era necesario
que el fruto de mi experiencia como consejero oficial siempre se tuviera en
cuenta, y eran, sin duda, los años de servicio, de actividad en la calle y en el
envés de ella, la oficina y el hogar, los que me habían conducido a tan
inequívoca conclusión. Recalqué, para tranquilidad de las damas, que no
había peligro en que la movilidad de roles fueran un trastoque de las esencias
sociales porque, al fin y al cabo, y era un punto sobre el cual poseía
experiencia considerable, desde que el mundo es mundo siempre ha habido
amos y sirvientes. Esto se podía leer de corrido y no se requería especial
perspicacia el constatarlo a diario. Tranquilidad señoras, aconsejé, que la
canalla permanentemente ha querido adueñarse de la ciudad, reinar en ella,
pero de la misma manera cada vez se la ha podido mantener en un gueto,
barrio, plaza, centro de diversión o lugar de extroversión política. Se ha
sabido administrar respuestas y acciones. Ambos medios han ido juntos y así
deben continuar. La razón para entendimiento y la fuerza contra la
desobediencia. De otra parte, proseguí a sabiendas de que Roma ya no me
escuchaba por abstraerse mirando por los visillos de la ventana hacia la
ciudad, una educación por intermedio de la familia como el realismo práctico
que allende de las puertas de la seguridad del hogar campea con perfecta
sincronización, orden y finalidad, a manera de segunda naturaleza hecha por
el hombre y para él, en las calles y lejos de la mano de Dios. Antes que Tel
introdujera objeciones y se pusiera suspicaz por lo solemne de mi estilo, me
levanté y fue en busca de Gaspar y Moriz.
Transmitida la decisión y luego de colocarnos los impermeables que
tendrían varia función en lo sucesivo y de que Gaspar logró imponernos su
deseo de usar para la lluvia inminente una cachucha de paño, partimos hacia
la ciudad.
Moriz se nos aproximó tanto que parecía fuera la primera vez que pisaba
las aceras o tuviera mención de ellas, viera la multitud y se percatara de los
coches. Corazón con corazón, inteligencia con inteligencia, dijo para
disculparse de su incómoda actitud, que nos hacía tropezar y perder la
sindéresis de porte y ademán que son definitivos en el tránsito por la urbe.
Gaspar, en cambio, prefirió ir un paso atrás y muy alineado a los muros
sin que por ello lograra evitar los continuos momentos de confusión que nos
creaba la torpeza de Moriz. Este se había caído al intentar hacer equilibrio
sobre el bordillo de una larga acera que nos enfilaba hacia el norte y que
resultó tan recta y prolongada que suscitó esa regresión infantil en nuestro
amigo. Cayó y al ayudarlo Gaspar a sobreponerse pisó las faldas de su
impermeable y también se fue de bruces, lo que nos obligó a hacer súbitos
cambios en la división del trabajo, por lo que a mí y a mis auxiliares
respectaba, y a propinar amonestaciones a Gaspar y Moriz. En tanto se había
formado un corrillo en torno a nosotros, algunos transeúntes prorrumpía en
todo tipo de comentarios, crítica y objeciones al comportamiento disoluto y
maleducado de jóvenes y adultos en la actualidad, peroraban, otros, por el
contrario, nos daban estímulo, dos se reían y sus perros ladraban
gozquemente, lo que nos humilló más e hizo de nuestro ridículo un escarnio
de clase. Como era de temerse esto debilitó la voluntad de propósito que
hasta el momento nos había guiado y llevó a Moriz a manifestar que
encontraba estúpida la correría, que la ciudad era asaz cursi, calles y más
calles, gente común y corriente conducida por una prisa inexplicable y
animal, que no le iba a otorgar ni un segundo de reflexión a semejante
adefesio. Sólo el miedo de retornar sin nuestra compañía, aplacó su
determinación de considerar terminada su experiencia urbana, aunque nos
detuvimos en el tópico y tratamos de darle solución vía intelecto y mediante
el método deductivo que era por completo afín a su pensamiento.
Optamos entonces por abandonar la línea recta, o sea, el teorema de la
economía de las distancias y cruzamos por la derecha, eludiendo el tráfico del
centro y lo arduo de caminar en grupo compacto ya que a medida que nos
acercábamos todo se estrechaba, las aceras se convertían en zaguanes, los
edificios se perforaban con más ventanas y puertas por donde emergían
gesticulantes habitantes, mujeres ataviadas con trajes típicos de la zona,
dueñas y señoras del territorio, y no distinguía uno quién era quién y qué
hacía a ciencia cierta, ni a qué clase social pertenecía, pues no obstante la
variedad de conductas y vestimentas, se encubrían unos a otros con los
mismo idiomas vociferantes y parafernalias.
Así que podríamos ser confundidos con cualquiera, dijo desde atrás
Gaspar. Perderíamos identidad, no tendríamos confianza en ninguno de
nosotros, agregó sin denotar angustia, dominado por la frialdad de su
observación. A lo que repuso uno de los auxiliares que dicha circunstancia no
era mal de morir y que mirándola bien era conveniente saber utilizar. Ser el
mismo y sin embargo no parecerlo, era casi la perfección del disfraz. Moriz,
que había escuchado atentamente, afirmó que él no se quejaba en estricto
sentido, que tampoco argüía, pero tenía la convicción de que la experiencia
de la ciudad era una soberana güevonada. Un individuo que se había detenido
cerca de nosotros interesado por la polémica, montó en cólera ante las
palabras de Moriz y espetó que a tipos así deberían encerrarlos o enviarlos a
la selva de regreso a su vida arbórea, y sin darle tiempo a Moriz de réplica se
fugó bajo el chaparrón. Con su andar diminuto y a saltitos se trasladó a la
acera opuesta desde donde entabló un susurrante diálogo de diatribas contra
el pupilo.
El desarrollo de la tarea me pareció acorde con los contratiempos que se
dan en el ejercicio de la profesión y era un gaje del oficio entender que el
pequeño hombre tenía en su haber algún rol de vigilancia sobre los
ciudadanos descontentos, renuentes y dignos de sospecha, que debía no
entrabar.
Reiniciamos la marcha que Gaspar acató con cierto aire irónico pues se
tocó la visera de la cachucha imitando un gesto militar e indicando que su
inicial rebeldía contra la uniformidad de nuestras vestimentas le había servido
para protegerse de la lluvia y con ello salvaguardarse de una reincidencia en
su crónica bronquitis.
Tuvimos que empujar a Moriz bajo la lluvia ya que había aflorado en su
personalidad una tendencia violenta y se cruzaba con el ciudadano toda clase
de miradas injuriosas. Moriz recorriendo la pequeña estatura del hombre con
rápidos visajes que iban de los tacos de sus altos zapatos a la coronilla, y el
hombrecillo fijando sus ojitos en la cabeza de fríjol de Moriz y de esta
manera cada uno sacando a la luz pública, un tanto deformada por la niebla,
tal o cual defecto.
Avanzamos tres o cuatro cuadras más hasta cuando nos detuvo una
tropilla que venía en dirección contraria, portando sombrillas y paraguas,
unas veces en lo alto para protegerse de la lluvia y, otras, blandiendo a diestra
y siniestra a fin de proseguir el mismo ritmo sin que ninguno de sus
miembros pudiera salir del grupo ni extraño ingresar a él. Nos pegamos al
muro del edificio y le abrimos espacio sin lograr entender el lenguaje que los
mantenía comunicados pues obedecía a un sistema de claves que los
identificaba, posiblemente, como uno de los tantos grupos políticos o
fracción que iban o retornaban de una asamblea en el Palacio de los
Congresos. Una cofradía, afirmó uno de los nuestros. No, no, acotó el
siguiente, una división de la línea oriental del partido o, tal vez, una unidad
de choque que persiste en el uso de traje negro y sombrero de ala caída. No
efectuamos más especulaciones pese a que Gaspar mostró un especial interés
y metió sus húmedas narices entre nosotros y dejó en claro que si no le
respondíamos a sus inquietudes qué hacía con ellas, a sabiendas de que
pronto las olvidaría conforme se sucedieran más acontecimientos a lo largo y
ancho del periplo. Todo a su tiempo, respondí a nombre propio y en el de los
demás y le aseguré que a mí no me alcanzaría el olvido pues al fin y al cabo
parte de mis funciones consistía en conservar cualquier cosa que pudiera
tener importancia o ganarla con el tiempo. Nada era en absoluto despreciable,
dije, tratándose de asuntos sociales.
Tan pronto la lluvia amainó y de los cafetines, restaurantes y cafeterías
surgió la primera oleada de parroquianos que se habían refugiado en ellos,
decidimos que era el momento de nuestro refrigerio. Ingresamos en El
Napolitano, nos sentamos y cada cual sacó su avío y demandamos servicio de
doble café tinto y respectivos vasos con agua. Mordimos lentamente nuestros
emparedados de queso, jamón serrano y rajas de tomate. Sin excepción, tanto
el dueño del establecimiento, que nos espiaba tras una inmensa y anacrónica
registradora, como las camareras y los clientes daban indubitables muestras
de disgusto, afectados por los chasqueos de Moriz y por el ruido de lija que
producían los envoltorios de nuestras raciones. Mordisco y sorbo, silencio y
mordisco, sorbo y chasqueo y pujos de progresiva satisfacción porque las
escasas dos horas de jornada nos habían fatigado y abierto el apetito, que no
es lo mismo moverse y corretear por los pasillos de la casa que transitar por
la urbe, concluyó uno de los auxiliares en voz alta, adelantándose a la
pregunta que había insinuado Moriz con la boca llena de la masilla de queso
y jamón. Los comensales, entonces, apremiados por nuestra inusitada actitud,
pidieron con toquecitos inobjetables de sus dedos sobre las mesas, otro
renovado servicio de té, tostadas, mermelada y mantequilla, bizcochos. Hubo
uno que otro, que con dicción impecable y deletreo de locutor inglés, exigió
el muestrario de las colaciones, y uno más que solicitó un helado doble, en
copa y aderezado de nueces. Sí, ni más faltaba que se llegue a un sitio como
este y lo conviertan en parque público, ¡vaya qué costumbre!, exclamaron
algunos.
Mis auxiliares y yo estábamos conscientes que las censuras eran justas y
que en el fuero interno hacíamos otro tanto y nos sometíamos por adelantado
a severas autocríticas, sólo mitigadas por el hecho de sabernos cumplidores
de nuestro deber, aunque en sí mismo fuera grosero y despreciable. Por lo
tanto, estoicamente y pese a que nos frunciéramos por la tensión, seguíamos
entre sorbo y mordisco, departiendo y escapando al sinnúmero de quejas que
habían llegado a las mesas vecinas a las orejas del dueño, que a su vez
intentaba responder una por una con el argumento de que nos hallábamos en
una democracia con economía de concurrencia libre de mercados, así,
concluía, si no vienen órdenes del Estado hay que saber soportar a los
consumidores contestatarios.
Gaspar buscó el orinal y se dirigió a él seguido por uno de los auxiliares.
Moriz intervino para quejarse de que el agua estaba descompuesta, que
hubiera preferido el agua de lluvia que todavía chorreaba sobre el piso desde
las faldas de su impermeable. De regreso del urinario, Gaspar se detuvo a
observar las magníficas piernas de una clienta que se asomaban con
generosidad por debajo de la mesa. Se caló las gafas y tuvimos la esperanza
de que sus reacciones se estaban manifestando en el tiempo normal, lo que
auguraba el que quizá con él terminaríamos pronto, no así con Moriz que
persistía en su extrañamiento con el medio. Era un desarrollo desigual de la
contradicción secundaria, me dije, y mentalmente lo anoté para tenerlo a
mano en el informe correspondiente. Gaspar salió airoso de su voyerismo y
sonrió a Moriz como invitándolo a una confidencia.
Abandonamos el lugar y acordamos que la visita a la gran casa del
Congreso la aplazaríamos hasta tanto las comparaciones políticas se
derivaran de una voluntad expresa o, al menos, de la curiosidad apremiante.
Por lo tanto, la ruta y el objetivo lo dejaríamos al azar, manifesté, a sabiendas
que esa palabreja atraía a Moriz y lo hacía más dúctil a la dirección y a la fe.
Un vocablo que buscaba como si poseyera la clave de por qué el lenguaje
representa a los objetos y diseña la comprensión de la realidad. Entonces,
giramos cogidos de las manos y con los ojos cerrados, según la peregrina y
absurda idea de Gaspar para quien el azar significaba desorientación, tres
grados derecha, dos y medio izquierda, una carrerita en círculo ritual y luego
apertura de los ojos hacia esa calle pendiente que nos había determinado el
juego y que vanamente se desprendía del conglomerado para a los cien
metros caer en redondo en otro nudo de almacenes, ventas callejeras, tránsito
de emboladores y mercachifles de peinetas, redecillas, velos de viuda,
afrodisíacos chinos y condones de importación gringa.
Ascendimos por la estrecha acera oriental contemplando las vitrinas de
las joyerías hasta cuando, dando un respingo y separándose de nuestra vera,
Moriz se colocó frente a una pequeña vitrina de interiores femeninos que
titilaban ante nosotros con lucecitas de diferentes colores. Moriz, arrobado y
curioso, escrutó las prendas: las pantaletas depositadas sobre soportes de
baquelita que giraban exhibiendo su textura, los adornos, los encajes de
finura miniaturista, los grupos de medias transparentándose por el cruce de
las insidiosas iridiscencias de la luz. Pegó su rostro a la vitrina, lo que
provocó de inmediato que nosotros mismos lo imitáramos y que algunos
transeúntes, allí casi todos de pulcros trajes y ademanes ostentosos que
dejaban entrever su provincialismo, se empinaran y buscaran el punto de
nuestra atención y preguntaran ¿qué ocurría?, ¿qué se vendía?, ¿qué se
compraba?, ¿era una subasta, efectos de una quiebra, alguna exhibición lo
suficientemente importante para gastar unos minutos de su valioso tiempo?,
¿cómo era que ellos nada habían notado pese a que discurrían esa calle a
mañana y tarde? No respondimos, desde luego, preocupados como estábamos
de que se dejara en pleno sosiego a Moriz para su contemplación, meditación
y exégesis. Como quiera que nuestro silencio fue nuestra única respuesta,
impelieron para ganarse un lugar junto al pupilo, forcejearon e intentaron
arremeter en grupo. Lo que nos obligó a emplear el método de represalia del
manual apropiado de manera que alguno de los nuestros se avispó de una
repentina nostalgia y se embriagó con el olor de la sangre. Arremetimos por
los flancos, arrinconamos a los más fuertes y acallamos a dos oradores
espontáneos que poseían las características de agitadores profesionales. En
esta precaria paz, obtenida como cualquiera de que se tenga conocimiento por
los méritos de la pendencia, tranquilo en el breve círculo de una ciudad no
tomada por los ejércitos de la chusma, ignorante de que la lucha de los
compañeros le aseguraba el aislamiento, Moriz seguía entretenido con las
nuevas prendas que presurosas mostraban las empleadas del almacén. ¡Y
cómo habían eliminado todo signo prosaico del examen artístico de Moriz!
Nada de rotulitos con los precios, tampoco las calcomanías de propaganda de
tal o cual firma, menos los eslóganes sobre sus cualidades y tamaños. Los
corpiños y calzoncitos continuaban volantinando en su carrusel bajo el juego
de luces que emigraban de los neones. Moriz tomó la resolución de comprar
un puñado. No preguntó si podía. ¿Estaba en regla su decisión? ¿Debía,
acaso, consultarla y someterla a votación? Por fortuna era un evento previsto
y un auxiliar ingresó a la tienda y vimos desaparecer del cielo artificial tres
delicados biquinis, dos sostenes de talla de adolescente y unos grande,
volumen matriarcal, ya que el colega había tenido la inteligencia de que
ningún matiz de la atracción de Moriz quedara sin respaldo fáctico, tacto,
vista y olfato, pues pese a que hacía poco uso de ese sentido, intuíamos que
Moriz, al contrario de su par, a la primera oportunidad pondría su roma nariz
en la preciosa mercancía.
Desembarazados de los curiosos que se agolparon en el ventanal tan
pronto nos retiramos, subimos un tramo más para buscar respiro en la tibia
rectangularidad de un sol que se tamizaba tras la lluvia. Allá el norte, dije, a
fin de acercarnos al punto de partida, salvo, desde luego, si se ha pensado en
otra ruta. Alcanzamos a dar unos pasos en esa dirección, que por otra parte no
había sido estratagema para que tanto Gaspar como Moriz se percataran que
su determinación ya estaba ajustada a la secreta experiencia de la ciudad de
cuya existencia estaban obligados a deducir las consecuencias. Sí, afirmó
Gaspar y en puntillas sobre dos láminas de agua que nos reproducían
acefálicos nos susurró que le parecía bien un teatro de tercera categoría y que
había oído hablar de algunos que eran una suerte de club del manoseo y la
provocación, es decir, experimentó global en condiciones de precario nivel
tecnológico. Moriz, por su parte, expresó que prefería una manifestación, que
esa seudoprivacidad de las salas de cine era no solamente hipócrita sino de
mal gusto, pero sobre todo, estaba seguro que en la oscuridad, libre la
imaginación, se podría engañar respecto a su identidad y a la adaptación a su
nueva vida. Es, agregó, mantener la odiosa privacidad y con ello no aceptar
que la vida pública los esperaba en el umbral de la casa, que luego entrarían,
que los acorralaría y no dejaría resquicio desocupado de su presencia. Por lo
tanto, tomar la delantera, afincar los pies en lo más duro del foro, la plaza y la
emulación, era lo aconsejable. Por eso, amigos, dijo, para mí una
manifestación, un mitin, o la sala mayor de la Bolsa de Valores. Exijo este
como mínimo.
A nuestro parecer ambas cosas debían ponerse en práctica, y no en aras
de irrespetar los derechos de cada cual o de no estimar sus juiciosos
razonamientos, ni por oportunismo, sino en virtud de que la adquisición de la
identidad y la particularidad, nos lo decía la experiencia, era un tópico que
cada día se restringía más a la academia y como tal nada o casi nada tenía que
ver con la política, el comercio y el sexo. ¿El sexo?, preguntaron al unísono.
Moriz apretó contra su cuerpo el paquete de los interiores y Gaspar
afanosamente buscó en la calle dos piernas femeninas, un trasero, un busto
bifronte que capeara su añoranza de Falopia. Entonces, lo que se iba a
efectuar, ¿qué relación guardaba con el sexo? ¿No era en principio una
prueba eficaz para determinar una vez por todas las escogencias y la voluntad
para hacer de la sexualidad un fundamento, un derrotero? Claro, sin duda que
sí lo es, respondimos todos, todavía a sotto voce y manteniendo el aire de que
no dialogábamos y que nos complacía estar bajo la tibieza del sol, agrupados
por instinto gregario y nada más. En efecto, esto también hace parte de la
membra disiecta, arguyó uno de los auxiliares, pero lo fundamental es lograr
la conciencia del valor, el dato comprobado de que cada uno está dispuesto a
hacer lo conveniente, siempre lo conveniente. Todos escuchamos y
asentimos. Gaspar borró su sonrisa y Moriz miró dentro del bolsillo del
impermeable, con lo cual admitía que lo concreto de su indisposición no
poseía prestancia frente a ideas tan generales y convincentes como las
expresadas por el colega.
Gaspar se dirigiría al cine Lux, acordamos, en las estribaciones de la
parroquia de Las Nieves, pero una vez allí debía ubicarse entre la quinta y
décima tercera fila y en medio de dos acompañantes. Por ningún motivo
arriesgarse en otras filas o irse sin compañía de los auxiliares al urinario de la
sala, que es zona y territorio de maricones, travestis, lesbias y pajuelos sin
misión histórica alguna. Bajo ningún pretexto se podría mezclar Gaspar con
ellos y permitir que se confundiera su papel con la mera condición del vulgo.
Las instrucciones sobraban, desde luego, por lo que hacía a mis colegas, pero
era necesario recalcarle a Gaspar que su actuación debía caracterizarse como
propia así se debatiera en el asedio, la curiosidad, el conocimiento o el asalto
físico de la entropía del recinto. Sí, sí, entropía, Gaspar, ratificamos todos,
incluso Moriz. Ve con Dios, dijo este y contemplamos con los corazones
tensados entre el deber y el afecto cómo la comitiva emprendía por la carrera
Cuarta hacia su destino. Se habría podido pensar en el teatro Atenas, dije,
centro legendario de las más atinadas y profesionales prácticas de la
satisfacción erótica, pero se hallaba tan próximo a donde de regular
producíanse manifestaciones y mítines que no prestaba toda la seguridad
deseada. Incluso el cine Imperio, pero tenía la particularidad de ocupar su
sala con elemento muy homogéneo, la mayoría de los barrios aledaños,
jóvenes y viejos de la misma clase social, lo que probablemente restringía la
experiencia y deformaba con parcialidades acerca de los agentes actuantes,
personajes y situaciones.
Vimos al último de los acompañantes perderse por la callejuela y,
afectados por la separación, bajamos hacia la carrera Séptima, preocupados
por la unidad, por el concepto así como por el hecho de que efectivamente
nos habíamos debilitado y que, por tanto, era necesario redoblar la vigilancia
sobre el insólito Moriz, que luego de la exultación frente a la vitrina del
almacén y de haber conseguido su propósito fetichista, había ingresado en
cierta actitud apática que no era la adecuada para meterse en la anarquía de
una manifestación, en la bronca de un mitin. Para Moriz, la solución adoptada
no amenazaba ninguna de sus metas pese a que jamás había llegado a estimar
que el distanciamiento físico de Gaspar, un distanciamiento acrecentado por
el entorno real de la ciudad, pudiera anonadarlo y postrarle su espíritu como
si se hubiera desprendido de una de sus partes o suspendido específicas
funciones y hallara la ausencia como un horror al vacío, más cierto y
apabullante que el miedo que ya conocía. No hay semejante horror, le dijimos
adelantándonos a sus cavilaciones, pues el miedo es indivisible y sólo posee
artilugios de apariencias distintas que engañan a los menos perspicaces.
Además, era factible aguardar a que se recuperara un tanto, le propusimos.
¿Un rodeo antes de adentrarnos en la vía central de la historia, en la capital de
la capital, en la calle Mayor, la calle Real? Bien, bien, nos respondió, y vimos
en sus ojitos opacados el tamaño de una cerilla encendiéndose ante la
perspectiva de aplazar el temido contacto. Fuimos, entonces, al edificio de
correos que se debatía en ese momento en cuatro fenomenales hileras de
ancianos y ancianas que en la fecha cobraban la mensualidad de sus
pensiones de jubilación. Transitamos entre ellos reprimiendo nuestro asco,
evitando hasta donde era posible el roce con sus ropas impregnadas de olor a
sudor, las grandes bufandas, los gorritos cursis y pasados de moda, eludiendo
la vista de los ojos pintarrajeados de las mujeres que se tensaban de la
angustia de no alcanzar en el horario previsto las ventanillas de pago.
Rodeando a Moriz, caminamos los pasillos abarrotados, dimos la vuelta a los
puestos de información, nos detuvimos ante las cuatro puertas de los
ascensores que habían llamado la atención de Moriz por lo compacto de la
masa que se introducía en cada coche. Estuvimos el tiempo necesario para
observar el lleno de subida y el retorno de tres viajes y Moriz no se perdió de
nada, como aquello de que una mujer entrada en carnes había intentado
limpiarse la pestañina que el calor del recinto había licuado sobre su mejilla
izquierda sin lograrlo a causa de que sus manos habían quedado atrapadas
entre la maletita de un joven esmirriado y el trasero monumental de una
vecina mucho más alta. Cuando la vio emerger de regreso la encontró fresca,
sin rastro de grasa de su colorete y con sus mejillas encendidas de
satisfacción y aferrando su pequeño carriel contra su agitado pecho, dos ubres
magníficas que sustentaban tanto las miradas de Moriz como su cálculo de
que el dinero hace milagros, nos lo dijo, pues resultaba evidente que la mujer
había rejuvenecido cinco años entre su arribo al ascensor y su retorno al
primer piso. Cosa que le corroboramos, muy satisfechos por la observación,
ya que en efecto algunos cheques se hacían efectivos en las cajas del cuarto
nivel y, sobre todo, el dinero era la panacea, sí mi estimado Moriz, la
panacea. No lo había asimilado con perfección hasta ese momento pese a que
había cavilado acerca de ello y cabía decir que conocía el ABC de la
economía contemporánea, como aprovechado sus beneficios. Pero lo
presenciado constituía la comprobación que precisamente su pensamiento
abstracto demandaba desde hacía algunos días. Animado por este hecho,
respiró hondo y su mirada opacada se ocultó tras la lumbre de un leño de
montaña canadiense en el fogón de una chimenea. Apretó el paso y nos dijo
que estaba en voluntad de adherirse al dogma que la providencia le dictase.
Eufórico parecía haberse olvidado del suave paquetito que yacía como una
segunda alma en el bolsillo del impermeable.
Atravesamos el gran salón, yo precediendo a Moriz, dos auxiliares a sus
flancos y uno guardando sus espaldas. Bajamos las escalinatas hacia la
carrera Octava, que sorprendió a Moriz porque la lluvia había cesado del todo
y el calor se desperdigaba expulsando la humedad en nítidas estrías de vapor.
¿Qué haría con el impermeable, con el paquete y con sus propias manos?, nos
preguntó al constatar que los peatones se desprendían de sus abrigos,
gabardinas y bufandas quedando en la sobriedad de una versión de terno
sastre de origen inglés, evidenciados tanto en su deteriorada elegancia como
en sus gestos que habían perdido el tinglado de su solemnidad y parsimonia.
Igual se exhibiría él, pensó y otra nube de su vocación depresiva atentó
contra sus intenciones y lo vimos dubitar entre lo conocido y el temible
espectáculo de lo desconocido. En tanto aclaraba el contenido de sus temores
y la lógica de que debía de armarse su espíritu, habíamos retornado a la
carrera Séptima y alcanzado la esquina de la Jiménez, vis a vis con la iglesia
de San Francisco, lo que nos impuso unos segundos de meditación cristiana y
otra dosis de extrañamiento de nuestro adolescente y pusilánime
acompañante. Unos instantes que nos permitieron otear la multitud que
asomaba al fondo de la calle 26 y que no era otra cosa que una gruesa
manifestación que arribó directamente a la mirada y aprensión de Moriz,
inmovilizado por un repentino encantamiento.
La triada se impone

Arreglármelas con la idea de que madre era una gorgona y siempre dispuesta
a todas formas de contradicción, según lo demostraba Cunio, que no por
llegarme sus reiteraciones cargadas de aliento de ron y picadillo de cola de
res, un apasionado de los platos típicos que hallaban magnífica preparación
en casa, tenía que elaborar yo tal resistencia a los hechos. Sin embargo,
¿dónde se encontraba la muy señora progenitora? ¿Menestaba de compañía o
simplemente, dechada de un ánimo de soledad en extremo abstruso, se
ocultaba dificultando el libre acontecer que la familia deseaba y necesitaba,
también para mí, absurdamente empeñado en desentrañar debajo de lo
evidente, escudriñar y hacer investigaciones que desdecían del talento y la
inteligencia una vez fui aceptado con todos mis defectos en el núcleo básico
de la consanguinidad? Gran favor, especial favor, decía Cunio y aflojaba otro
gramo de su digestión con un soplidito de sus labios de señorita coquetona, el
que se hubiera resarcido cualquier daño, olvidando las diferencias y
readmitiendo como el hijo pródigo. Comes, bebes, sostienen tu educación,
aseguran el periplo de tus experiencias y satisfacen tus economías, me decía a
mí mismo intentando reflexionar igual que Cunio y fijándome en que el yo
podría ser el tú, seguirme en cada paso, cavilación y duda y despachar el
asunto de si madre en efecto se había vuelto una contestataria de la sociedad
y simulado con artera metodología locura que, sin embargo, no le había
restado un ápice de su inteligencia calculadora. Eso de sostener, por ejemplo,
sin modestia alguna, que su comportamiento era auténticamente cristiano,
modelo de acción y continuidad del pensamiento heredado por línea paterna,
constituía, a todas luces, desfachatez porque estaba muy bien que presumiera
de avivada y suficiente ante sí, pero el expresarlo era hacer la afirmación de
que el resto del mundo se desenvolvía dentro de una estupidez
inconmensurable, y nada más chocante para las propias ínfulas de Égloga y
de Roma. Si se tratara de una llaga, lo de madre resultaba escupir en ella y
meter cualquiera de sus uñas para agitar sin piedad. Hasta ahí si no, habían
decidido los de la triada, hermanas y hermano y, sin más, dictaron la
resolución a la hora del almuerzo, en el salón refectorio, para que la
escucharan todos sin excepción y así mismo la cumplieran, hasta quienes se
hacían en el extremo de la mesa o en sus alrededores ejecutando sus
funciones, lo debían oír y acatar, también la sirvienta de adentro, Falopia,
institutriz y nodriza, la cocinera y el ayudante que asomaron sus cabezas al
umbral del comedor y, desde luego, Moriz y Gaspar, en particular Gaspar que
sufre inclinación edípica que obnubila su razonar. Dicho y repetido por
Falopia con aspavientos, aspavientos que se orbitaron en el humor como si
masticara con sus dientecitos la pepa de una almendra inglesa.
La triada, troica la llamaba Moriz de vez en cuando, no aceptaba ni en
broma pasar por estúpida y menos ser empujada con tanto melindre a tan
innoble asentimiento de estolidez, únicamente por la mala suerte de que
madre se postraba de enajenación falsa y desvariaba con mala intención,
intención licantrópica, contra sus descendientes directos, ¿qué había hecho en
su vida para merecer semejante castigo, Dios, expiar tal culpa, sobrellevar ese
karma? Nada y todo. En primer lugar la triada no podía tener queja pues era
un conjunto que soportaba cualquier examen social y que, por tanto, era
exhibible razonablemente en ámbitos selectos y, en segundo lugar, Gaspar,
que pese a ser marginadito, tenía la posibilidad de enderezarse y de
encaminarse hacia la ruta del bien y de la utilidad. ¿Merecía ese resultado la
ignominia de un castigo que no comprendía, era el misterio del mundo lo que
ella pagaba? Decía y repetía madre por los pasillos de la casa e interrogaba a
cuanta persona encontraba en sus insulsas correrías, que con todo eran
preferibles a esas peroratas de balcón que se le ocurrían. La respuesta de los
criados no se hacía esperar, quienes no sólo encontraban la explicación
elemental sino que dejaban en claro que eran asuntos sin importancia, con lo
cual ofendían a madre en su amor propio, es decir, rebajaban de esa forma el
status de su enajenación. Si el fundamento de cualquier locura que se respete
es la familia, ¿por qué cuanta fámula hallaba, gente prosaica y mucamo tenía
idéntica reacción y similar manera de despachar el tema con una inclinación
de cabeza y las malditas palabras de siempre? Esto, claro está, también
molestaba a la triada pues madre era referencia ineludible del presente e hilo
hacia el pasado, por lo que no debía reducirse su comportamiento a carencia
de sesos ni a caprichos vulgares aun así se resintieran de sus acciones. Verbi
gratia, eso de que cuando no le bastaba deambular en las estancias
revolcando sus fantasías con absoluta promiscuidad y confundiendo los datos
ciertos de la historia con subjetividades apócrifas, se abalanzara al balcón y
como cualquier silvestre político discurseara con una retórica inflamada que
se había ganado adictos, hecho de vagos y de peatones aburridos unos fieles
que se hacían presentes en la calle y que la alentaban con sus gritos. ¿Cómo
la estúpida gleba servidora, decía Égloga, puede entender con sus esquemas
simplistas lo que significa madre? Luego, Égloga se explayaba en
comparaciones acerca de la historia familiar y de la historia patria, o lo que es
lo mismo, de la historia de otras familias mucho más encumbradas que la
nuestra pese a los pujos y ascetismos de ascenso que habían empleado a fin
de mirar aquella cresta social en un ángulo menos irritante y esforzado. Hacía
con Roma inferencias y ambas elaboraban paralelos exagerados entre los
diferentes estudios oratorios que madre recogía con sencillez admirable. Que
hiciera el ridículo, sostenían al tiempo, era muy distinto a que en la forma se
trasuntara una gran tradición, testimoniada por los textos de crónicas
nacionales, los Anales del Congreso y la Historia de la Literatura Nacional.
También distinto, agregaban, a que en su fuero interno madre representara el
gorgonismo y este desquiciamiento de su moral la incitara a inmiscuirse en la
vida y éxitos de la triada con un anacrónico sistema de valores que
conllevaba el culto a la vejez, ¡vaya pretensión!, el respeto a los progenitores
y, sobre todo, el deber de velar por su congrua subsistencia, palabreja que
encerraba el concepto, según la sesuda explicación jurídica dada por Tel.
Todo esto era una contradicción que incomodaba a la triada y no a causa de
no encontrar tal ideología ajustada a los principios cristianos que profesaba,
sino porque poseía la esperanza y ausencia de elegancia de las cosas
impuestas, que atentaba contra la voluntad individual y colectiva, la fe en la
libertad y en el dogma del libre albedrío. Su ética estaba acorde con esas frías
disposiciones pero la triada, en fin, era soberana, así que madre era una arpía,
si señor, convine con Cunio, y pese a que no manifesté mi acuerdo a la troica,
esta estuvo en detalle gracias al informe presentado por Cunio, y pudieron
respirar con armonía, una armonía dialéctica, o sea, que no buscaba, con aire
y ademán afables, desvirtuar las contradicciones que encerraba mi actitud ya
que si había aceptado la conclusión por vía de inferencia y así mismo por el
tractatus de la deducción lógica, ¿por qué el bellaco sigue y sigue escrutando
aspectos casi olvidados o sin importancia?, ¿qué pretende con eso de visitar
su cuarto, reburujar álbumes, examinar las prendas y con qué intención
quieres visitar otros lugares? Preguntas que no tenían respuesta o por lo
menos satisfactorias, ya que yo mismo no poseía claridad sobre el embrollo y
me bastaban para mi empresa dos hechos palpables que encontraba a cada
paso: uno, la maldita veracidad de que mi comportamiento portaba un
desajuste mental cuya magnitud precoz me diseñaba como digno sucesor de
madre y otro, que no encajaba en la triada o que mi sincronización con ella
habría sido todo un arduo trabajo de adaptación al colectivo y un largo
aprendizaje por mi parte.
Me callaba estos razonamientos incluso frente a Cunio, maestro de la
pesquisa, la investigación y el interrogatorio. El tipo me hurgaba y no
conseguía más que mi resistencia a sus tufaradas de ron y picadillo, pues no
hacía más que aumentar en mí el apetito por el güisqui y los bocados de fauna
marina, debidamente enlatada y sellada con estampillas del exterior. Rechazo
que, sin embargo, no impedía que las preguntas se mantuvieran en mi cabeza
y me incitaran a interrogarme si el cuarto del fondo fue el mismo que le sirvió
de celda siete largas semanas, por la época en que la triada se desbordó en
exultación y ventura social, y que precisó de tal medida porque madre estaba
hecha un asco y su afectividad comprometida en el delirio. Me han dicho al
respecto que madre pasaba sin transición lógica a manifestarse satisfecha por
la decisión de cambio de casa y tan pronto se efectuó el preparativo del
traslado entró en crisis de añoranza y se empecinó en continuar allí, así que
cuando fue forzada a abandonar su terquedad se atrincheró en el baño
principal durante dieciocho horas que sitiaron la fortaleza de la triada y les
impuso la humillación de hacer sus necesarias en la letrina de la servidumbre
y en mi retrete. Sí, sin duda, me argüían, hubo exceso y simulación de un
amor por la vieja casona cuando sólo tenía mala fe y resentimiento de arpía.
Al fin había salido por su propia voluntad y medios y como si fuera
poco lo acaecido, bromeó, soltó risitas exentas de arrepentimiento e intentó
besar la atribulada frente de Tel, quien estaba ad portas de doctorarse. Justo
en la culminación de su disciplinado estudio, y madre en pleno uso de la
locura, arpía, que no únicamente con sus desquiciamientos mentales sino con
los desaciertos deliberados que produjeron penurias económicas al colectivo
en tantos años, se presentaba con esa estrategia del desespero para
interponerse en el camino del humanismo, el restablecimiento del prestigio
social del apellido y el bienestar, ¡qué frivolidad y ausencia de conciencia!,
con el inconfesable propósito de ser invitada a la ceremonia de grado que se
llevaría a cabo en el muy tradicional y señorial Club de El Rosario. ¡Vaya!
¡Vaya!, con lo iluso e inapropiado, si madre estaba lo que se dice hecha un
asco, palabras de Égloga que había pasado revista días antes y manifestado en
la asamblea, mejor muerta, queridos, si no da bola con su arreglo y si antes
dejó mucho que desear su aspectos y maneras, en la actualidad es la imagen
viva de la barbarie. Tel, siempre empeñado en que todo juicio poseyese
fundamento histórico, hechos y cronología la atisbó por la cerradura de la
puerta y lo que vio le fue suficiente. Íntimamente afectado por la evidencia de
que madre hablaba a solas e intentaba abrir los postigos de las ventanas y,
seguro, anunciar ante la audiencia, el populacho que abajo se aglomeraba los
viernes, el acontecimiento para poner en ridículo a la familia y a él mismo. Y
si antaño no había cruzado por la mente colectiva de la triada la desatinada
idea de concurrir con la loquita a bordo al examen de grado en el paraninfo
de la universidad y mucho menos acarrear con el vejestorio a la velada en los
distinguidos salones del Club, ahora se advertía que cualquier pensamiento
semejante hubiera revelado que la morbosidad síquica había invadido a toda
la familia. Tel suspiró largamente y evitando mi mirada, que sé bien que te
pones a favor de ella porque sí, sin hermenéutica alguna, sin principio que
debamos estimar como lógica, dijo, se ajustó el chaleco y expresó su acuerdo
con el resumen que en breve y concreto texto había administrado Égloga
horas antes. Pero madre lo averiguó o lo intuyó de manera admirable y se
armó del expediente de demostrar equilibrio y mesura en tal magnitud que
avivó las sospechas de Roma y de Cunio. No golpeó en cuatro días la puerta
de su habitación pidiendo lo imposible, ni formó alegato encaminado a
recabar ideas respecto a la libertad de locomoción, de expresión, de reunión y
de culto, esto último por su manía beata de ir a misa todos los días, que el
hacerlo constituía un derecho irrenunciable que no podía suplir con oraciones
en su cubículo, ni por la audacia de la ceremonia radial de las cuatro de la
tarde, no, la adoración debe ser en la casa de Dios, sí, presenciar el altar
rodeada de los iconos, arrodillada en el lugar de costumbre y en las primeras
filas, peroraba. La ausencia de tales exigencias, que reunían con marcado
acento político su fe católica y su espíritu liberal, hizo entrar en suspicacia a
Roma y calcular que lo que pretendía madre era obtener un instante de tregua
para formar la debacle y promover la subversión en el momento menos
esperado. Así que la triada contó con mi apoyo. No bastó que fuera tácito
sino que hube de expresarlo bajo la solemnidad del juramento al medio día,
cuando se adoptó la resolución: la mayoría democrática, dijeron, y yo
agregué: ¡la unión hace la fuerza!, ¡abajo las minorías disidentes!, punto
sobre los cuales fundamenté mi acuerdo de que a la arpía se le haría creer que
nos habíamos tragado su artimaña durante todo el tiempo que las
circunstancias lo aconsejaran. ¿Cuánto, Tel? Tres días antes, dos más que
comprenden examen de tesis y jolgorio y tres después que es cuando nos
mudamos de casa y de historia, respondió. ¡Viva la modernidad!, gritó Tel,
auténticamente entusiasmado con el proyecto. Entusiasmo que le insufló un
halo radiante de empresa, avivó su expresión y, quizá, calibró sus ímpetus
eróticos tan de costumbre limitados a las complacencias de Falopia.
Mas, como el fatum existe, me dije, el hecho de que le hubiera susurrado
a madre la tendencia general de los acontecimientos, sin entrar en detalles,
desde luego, para que no se creyera que había traicionado mi juramento y me
había convertido en un vulgar delator, y sostenido que sus estratagemas
adolecían de lecturas serias sobre política y prácticamente ninguna sobre el
desarrollo de la guerra en términos modernos, no era en forma alguna tomar
partido por ella y alejarme de la triada, esto jamás ya que tenía múltiples
favores en el haber y reconocimientos que sólo se cancelan con actitudes
morales y correspondencias afectivas, sin aceptar que el destino me empujaba
luego de varios rechazos de mi voluntad a ponerla al corriente de lo acaecido.
Cunio ha estimado que todo esto, pese a su fe en que lo escrito escrito
está y que cualquier acción humana para transformarlo es pura soberbia de
ignorante, mi intención era, en síntesis, un frívolo deseo de divertirme y una
clara muestra de que las pruebas acerca de mi identidad no habían bastado y
que los recursos gastados en mí eran casi un derroche. Frivolidad
incompatible con la inteligencia y con el verdadero sentido del humor,
agregó. De inmediato dejó de fluir hacia mí el tufillo de picadillo y ron como
si las palabras fueran insuficientes para que la materia de que estaba hecha la
persona del consejero se transformara en semántica y el rigor de lo alusivo
fuera cosa tangible. El auténtico humor no se queda en las primicias de la
broma y jamás en la vulgaridad del chiste, concluyó.
Para mis adentros el asunto se derivaba de un desajuste dialéctico –
palabreja de Roma– entre mi voluntad comunitaria y ciertos rezagos
afectivos, muy simbólicos por los demás, respecto de madre. Una no
correspondencia entre el principio de la realidad y mi conciencia. Un
esguince traumático, posiblemente. Tal vez un recuerdo trabajando mi
inconsciente, el instinto de Tánatos, ¿por qué no?, haciéndome virar en mis
intenciones y compromisos. ¡Ah!, la influencia hereditaria que permitía que
la gorgona de madre me tuviese contra mí mismo como su aliado. ¿Estaba
poseído por esta esclavitud?, le pregunté a Cunio y él me devolvió por toda
respuesta un gesto de desprecio, dejándome saber que la especulación, a la
que era yo afecto, constituía lo más preocupante de mi estado pues mediante
ella buscaba por caminos que no conducían a ninguna parte y, sobre todo,
desintegraba la unidad de los hechos. Que nada era gratuito, afirmó, y si bien
siempre hay una teoría para esto o aquello, es decir, fórmulas de comprensión
del caos y del desorden de la realidad, hasta el más torpe de los súbditos, un
siervo del alma, un colonizado del espíritu, sabe que dentro de lo tangible y
en lo imaginado subyace el principio regulador de toda unidad. Así que si
había fungido de traidor, resultaba ingenuidad ofensiva el intentar caer sobre
el hado, fatum, y apremiarme con una disculpa.
No, negó enfáticamente Cunio. La verdad estaba muy cerca. Mira el
bosque no los árboles, repitió, y movilizando su cuerpo en los rodachines de
la silla del escritorio donde se hallaba sentado, se desplazó por la habitación
con maestría funambulesca, transitó el cromado y las líneas abismales del
parqués, aceleró con dos portentosos enviones y pasó raudo frente a mí,
inalcanzable, bólido o ángel, me dije con mi apetito por los símbolos y
mitificaciones. Simplemente Cunio el consejero que ha querido expresar que
el mundo es semejante a esta cuadrangular estancia, allí la claraboya hacia la
totalidad, dijo, y aún girando en la silla me invitó a que contemplara el cielo
de mi ciudad, triste y nublado, pero que era en efecto indicio e interferencia
del cosmos. Y aquí adentro, agregó, tu quietud es otro movimiento y el mío
parte de esta globalidad que no es inerte. Gaspar, dijo tocándome la mejilla
con sus dedos pulgar e índice, ofensivo, pues yo no era ya un niño para
recibir ese trato de intimidación y reprimenda ambigua. ¿Acaso no había
quedado establecido que yo era varón varonil, tal como reza verso de poeta
nacional? ¿No había sorteado la dura prueba, la secreta ordalía, a satisfacción
o debía por el resto de mis días probarlo, meter cual caballero de saloon
tejano príapo y afán en cuanto a hembra estelar y también pedestre se
aproximara a mi órbita, retar al macho vecino, competir en amor, lecho y
pan? Vamos, vamos, expresé con el mejor tono de mi voz, cicatrizada por
entrenamientos y llegada ya a la sana rudeza de tonalidad de macho, pero
Cunio prosiguió con su demostración. Avanzó hasta la puerta y me invitó a
escuchar en la repentina campana del silencio y oí junto a él los sonidos de la
noche, la noche perpetua, la que se tiende bajo la luz en un engordamiento de
basilisco para saltar sobre el desatendido y cubrirlo de penumbra. Escuché
oído con oído, Cunio a la par conmigo, el ritmo de derruición de las cosas y
capté la imagen que mi cerebro construía vanamente con el propósito de que
lo pasajero fuera mío por más tiempo, que lo fracturado en lo inaprehensible
se configurara en mi mente como un concepto y que la semilla interior de su
corrupción contuviera mi propio transcurso y pudiera sentirme trascendente,
no sólo en el aquí y en el ahora, dije a Cunio tomado del miedo a la
desaparición pues no quería la mera continuidad en la transformación de la
materia anónima, electrón raudo, sino identidad y nombre, le expresé. Cunio
se detuvo y como si fuera la primera vez que lo hacía, y para mí lo era sin
antecedente ni prosecución, se rió en todas las gamas posibles, pero no con
risa que pretendiera ser pública, escuchada más allá de nuestro radio de
cuchicheo y confesionario. Me pareció que era mi propia risa que él imitaba a
la perfección, que poseía los matices de mi miedo y su íntima trivialidad.
Cunio franqueó la puerta y esperó que yo compusiera un aviso de
comprensión. ¿Qué tenía que ver todo esto con mi relación con la gárrula de
madre, gorgona y gárrula? No era propicio, entonces, engañarme. A lo sumo
podía resultar como normal el que estableciera la hipótesis pero no tantas ni
tan obsesivas para recalentar el caletre, estimar el presente en exceso y correr
una cortina de mala calidad en la escena. Dominio e incrustación en el
ascenso, dijo Cunio con una frase de corte imperial que, cosa habitual,
coqueteaba en la línea de lo solemne y la amenaza. Labor de consejero y
espía, acoté. En efecto Gaspar, afirmó, otra vez con aliento de mesonero
antioqueño, garra de cerdo y cebollitas mal asimiladas, y caminó junto a mí
por el pasillo hasta la pared de la escalera y retornó para subrayar lo
peripatético, la verdad en el trayecto y la traslación, telos y origen. Muchas
las significaciones, Gaspar, dijo y me tomó del brazo amistosamente, agachó
un tanto la cabeza para hacerse oír mejor y quizá escucharme sin perderse
nada y me insistió que había arribado a la idea del dominio, que allí se abría
el vasto territorio donde debía encajar las piezas, de incluirme en él como una
más, conforme se fueran transcurriendo umbrales. Tal vez, esto fuera vano
pero no debía permitirme ninguna sabiduría que se sustentara en la quietud, la
mansedumbre y el equilibrio de los pros y de los contras o sería tragado por
la sumisión y el escrúpulo. Homo Faber, Homo Politicus, agregó, y yo me
figuré que los pliegues de una capa visible se bamboleaban en su cuerpo cada
vez que se precipitaba sobre una frase inteligente, una solemnidad de tal
calibre.
Entonces, ¿a la picota con la primogenitura? ¿Picota para la gárrula?
¿Acaso alguien había planteado los extremos y no se producían los
conocimientos por yuxtaposición aluvial? No respondí, desde luego, puesto
que no se trataba de preguntas sino de pensamientos en vilo que afloraban a
la boquita de Cunio para instarme a hablar y hablar. Mas, agregó sibilino,
madre es la naturaleza quiérase o no, gorgona y gárrula, sin duda, y tendría
cada cual que cargar con ella. ¿Hasta cuándo y cómo? Cunio se escurrió por
el foro y alcancé a ver su alta figura y sus descuidados andares perderse por
la boca del caracol. ¿Bajaba o, en sentido figurado, ascendía ante mis ojos?
De nuevo la soledad, me dije. Una soledad irrisoria ya que no había celdilla
posible del pensamiento que estuviese en exclusivo y destinada a mí mismo
pues siendo parte de la totalidad descrita por Cunio, auguraba la certidumbre
terrible de que ni la mejor de las paranoias establecería con mayor rigor la
contradictoria ligazón del todo ni la impermeabilidad de un punto, sin mezcla
y vínculo, en el cual yo existiera. ¿Entonces, qué virtud identificadora había
tenido la juiciosa masturbación ejecutada por mí en la quinta fila del cine Lux
aquella tarde de matiné, supervigilado por los auxiliares?, pregunté desde el
primer escalón. No obtuve respuesta, lo que me obligó a adelantar el cuerpo
hacia la curva del descenso y, rodeando mi boca con las manos, inquirir ¿si
debía dudar de los efectos de la comunicación logrados en aquella fracción de
hora, quince minutos, trece segundos y dos décimas de segundo, para ser
exacto, récord respecto de los adolescentes de mi categoría, y obtenido el
espasmo, la eyaculación y el elán? Constaban los testimonios. Se había
registrado el experimento y los rostros de los auxiliares, luego de un breve
excurso en el lavabo, fue la imagen de la complacencia por el deber
cumplido. Te ha ido de maravilla, dijeron al unísono, con lo cual la misión
efectuada podría narrarse como un buen parte de guerra a mis preocupados
familiares para quienes el temor había crecido en la misma proporción en
que, coincidencialmente, el mismo día habían adoptado la decisión de
encerrar a madre en un manicomio. Una casita para tales casos que
funcionaba en tierra cálida, no más de unos cuantos kilómetros al
suroccidente de la ciudad. Preocupación que yo creía despejada de manera
definitiva por los hechos y por mi propio comportamiento. Sabía, al fin, quién
era yo. Había dejado en claro mis fantasías sexuales para que no cupiera duda
de que en la tarea de mano y príapo me habían acuciado todas las formas,
unas nítidas otras no tanto, de la feminidad y mezclado en la búsqueda de un
recíproco goce, que la diestra manejaba e interpretaba con vigor y constancia.
Virtudes, en últimas, que servirían en otras ocasiones, ya solitarias o en
compañía de hembra en facto, cardumen y caderamen guindados a mi príapo.
Grité en el escalón subsiguiente y ni el eco devuelto fue signo de que alguien
del orbe familiar estuviera escuchándome o que a pesar de oírme quisiera
entenderse conmigo. No es que fuera vanidoso y de que de la experiencia
hubiera extraído por especulación más de lo que ella implicaba, pero la
identidad de mi persona se había mantenido dentro de la variable histórica y
la estadística del experimento. Además, y por encima de cualquier razonable
duda de la triada, no sólo había estado presente en mi proyección mental lo
mejor de Falopia, apoyándome siempre la fantasía onanista, sino mujeres que
acaso no había entrevisto más de unos segundos, trazos de sus presencias,
memoria de sus olores, recuerdo de un perfil, un dedo, la punta de una
naricita embalsamada en tics y sensibilidad extremas. También la repentina
aparición de Égloga jugueteando con sus acentos muy cerca o adentro de mi
ritmo. Así mismo la cabellera de Roma se enredó líquidamente en mis dedos
y conste, insistí, bajando una nota a la pronunciación, no había influido para
el desarrollo y final feliz del cometido, la abigarrada emisión de imágenes de
la pantalla, ni tampoco el hecho de que durante mi periplo en las demás filas
otros adolescentes demostraban sus artes a una atenta expectación de padres y
tíos, amigos y auxiliares. Nada, en el territorio de la igualdad, en las etapas de
la educación oficial, no había sido presa de ninguna inhibición imitadora, ni
de contratiempo práctico, ni de complejos ante unos más avisados que
describían sus figuraciones a la par que ligaban diestras y siniestras. No. Para
orgullo de mi familia y de propio fuero interno, yo era yo y mi particular
estilo. Prorrumpí en esta larga parrafada, ya en el descanso de la escalera,
porque había entendido que se convertía en memorial de agravios o en
documento de reserva contra quien intentara desvirtuar las consecuencias. Sin
embargo, en la estancia la incomunicación había invadido todo, hasta el
punto que temí que mi voz no hubiera salido de la garganta, que mis labios
no hubieran proferido nada, que de tal grado fuera mi situación que estuviera
siendo víctima de la imaginación de otro y, por tanto, que mi realidad no
consistiera más que en una proyección ajena, transitoria y poco confiable.
Toqué, entonces, mi cuerpo pero el pensamiento de que este acto fuera una
triquiñuela de quien me imaginaba, que en su soberbia creadora jugaba
conmigo, me hizo dudar pues sería cuestión de hacerme creer que yo existía
como realidad, res rei entre las otras, pero era como tocar un sonido, asirlo,
mantenerlo en la palma de la mano al igual a una abeja que se choca contra
las líneas del presente y del futuro, contra la turgencia del monte de Venus, el
signo de la muerte y el sinnúmero de claves impresas en los surcos de las
yemas de los dedos. No obstante, insistí en la exigencia de que se tomaran en
cuenta los resultados, que leyesen el producto, ¿no que el hombre es
ontológicamente expresivo, escritura que lo atrapa en significaciones, que sus
pensamientos más ocultos se manifiestan en el flequillo que ha peinado, en la
forma del bigote, en el número de sus erecciones, que nadie escapa de su
esencia y que esta no es otra cosa que trabajo, trabajo que deja su impronta en
todo cuanto lo constituye y abarca? En consecuencia, ya me había leído. Mi
onanismo dejado a las claras que era varón y que mi derrotero, para
tranquilidad de la ética doméstica, estaba asegurado, que mis retozos digitales
en el cofre de esmegmas de la nodriza delineado cierta sabiduría indeclinable,
que mi pasado infantil me había adiestrado para el trabajo, que sería un
cumplido y eficiente Homo Faber.
Así pues no había porque temer, dije. Agregué que entendía que desde
ese momento se dejaría vacante a Cunio, pero esto no era asunto mío y no me
sentía culpable por el hecho de que sus funciones de consejero hubieran
llegado al límite en virtud de mi acceso a la adultez. Me excusaría en su
debida oportunidad, balbucí, bajando otros peldaños e, incluso, le expresaría
mis reconocimientos por sus advertencias, guías y auxilios. Sí, podía estar
seguro de que con su labor había cerrado a perfección el capítulo de la
filiación, de progenitura y política. Lo había entendido y desde ese instante,
afirmé, mi tórax se expandió para dar lugar a los aires de emancipación que
fluyeron de todas partes. También, prometí, sabría obedecer y aprendería a
mandar.
Me detuve ansioso de una respuesta mas ni mi oído ni mi vista
anunciaron algo. Palmoteé y un sonido de vacuidad chocó en las paredes. La
profundidad del eco fueron círculos y más círculos que alcanzaba a percibir
por el camino de los cuartos solitarios, de muros desnudos, de ventanas
cerradas. ¿Y qué de mi vista, el tacto, las intuiciones?, me pregunté. Los
mismos círculos abasteciéndose en otros más pequeños de boca de pliegue,
de ojo. Mi razón no daba cabida a estos sucesos, de tal manera que reculé,
vade retro, me ordené, hacia los primeros escalones para hallarme con que
una penumbra gelatinosa era dueña de los altos de la casa. Además, me
pregunté, ¿qué sacaba con esperar la fatiga de tal fenómeno, la audición de la
palabra, el pronunciamiento de lo articulado, si lo que debía efectuar era el
asalto, el motín, la imposición de mi presencia? Con estos juiciosos
interrogantes volví a descender sobre la curva de la escalera que caía abajo en
forma de flor esponjada en la planicie del parqués y en la longitud de las
alfombras. Ya conocía ese mundo, me dije, así que podía prescindir de todo
afán y tomar las cosas con calma, casi con indiferencia, pues la soledad era
falsa, me argumenté, imaginación mía, turbación, confusión de mi espíritu
que, por tanto, en lo sucesivo sería sosegado y maduro. Bajé con lentitud
tocando con mi mano la baranda, contemplando los reflejos de la luz en la
multiplicidad de los círculos que aparecían y desaparecían en una incesante
transformación de vida muerte, muerte vida. Más abajo, rozando los primeros
escalones, un tanto difusos sus perfiles, la superficie estaba colmada de
opacos visos del tiempo y a sus lados las bocas de los cuartos aguardaban
tanto su arribo como el de mis palabras, que de nuevo repetía para
acompañarme y no caer en la tentación de pensar que otro estaba fantaseando
sobre mí, que me sacaba o colocaba en la realidad según sus personales
caprichos. No, no lo iba a permitir, me dije y, por tanto, busqué en mi
memoria el nombre de madre y como quiera que se hallaba en un estrato muy
profundo, me conformé con llamarla afectuosamente gorgona, gorgona.
En el foro

¿Quizá, alma encantada por la historia o, al menos, sugestionada por el circo


que se acercaba? No. Multitud, ciertamente, llena de unidades y centros de
significación de lo que es pero no carpa, saltimbanquis, payasos, locos,
charlatanes, como fuegos y mujeres que Moriz había visto en láminas sobre
el circo Ratzore. Nada de esto, mas sí la primera impresión que satisfizo sus
deseos y que le tocó el estómago, subió con su sangre hasta donde sus ojos
avizoraban y le permitió el espejismo de que el presente fuera lo que se
acercaba, pluricéfalo y congestionado. ¿Era esto posible? Alter, adivinando
su pensamiento, manos en el impermeable, le respondió que la suerte estaba
de su parte porque in situ la vida se manifestaba en su forma más moderna y,
a la vez, arcaica. Ni asomo de anarquía, acotó, pues estaba todo previsto, él lo
sabía, en alguna época había tenido la misión de prever y organizar actos
semejantes, más joven, desde luego, como muchos de sus colegas y, de ahí,
que no le cupiera duda de que toda esa gente había estado en plaza y calle
similares, había perorado y revelado y otra vez olvidado para aguardar otro
estímulo de la providencia o de los mismos hechos, sin pensar o creer que
alguien tan modesto como ellos aferraba las riendas del asunto, dirigía el
arisco caballo y, en ocasiones, inteligente. Sí, afirmó, doma de caballos. Era
captable, pese a la distancia, el hedor de establo, el tufo de sudor de crin, de
bosta de equinos de la conquista y de sus sucesores. Aquellas luces, señaló,
los aceros de sus cascos, la media luna de la buena suerte, algunos con los
signos del blasón de las caballerías de los castellanos independistas, aquellos
otros con los distintivos de los criollos rebeldes, esas bestias, yeguas que
lamían sus vulvas en preparación de las nuevas crías para estas tierras
alejadas de la mano de Dios por las argucias del Señor de la Oscuridad. Se
oteaba la misma salobre atmósfera sin que los vientos la hubieran renovado –
persistiendo, sin embargo, en sus estratos de intangibilidad– la parsimonia de
las mulas de la altiplanicie, los asnos cargadores, la yunta del caballo castrado
y el hombre. De niño, dijo Alter, había tocado el lomo de un zaino y sus
manos se comunicaron con un pulso alterado que parecía fuego listo a brotar
por ollares esponjados y relinchos de fatiga, tal vez en esta misma esquina de
la calle Real, aunque no pasó jamás rey alguno, quizá real de realidad, cierta
y negada a los sueños y a las fantasías. Ahora Alter lo repetía y Moriz se
afincaba en la encrucijada de esa calle y sentía que sus pies, protegidos por
botas de invierno, aun palpaban la ribera de un río de desperdicio, cloaca de
virreyes, escondite de fugitivos, apostadero de locos y prostitutas. ¿Cierto?,
se preguntó Moriz, ¿o era que su inteligencia estaba en la contienda de la
ilusión y la realidad y esta no era más que la fundación en nombre de la
corona española y en representación del supremo creador? El hisopo
consagrado, falo del rito, gotero de esa agua pura que creaba la calle, corazón
de la ciudad y de la patria por donde él había transitado hacia el sur y ahora
caminando en retorno en espera que por ella misma la multitud fuera tangible
como el olor que se había conjugado con el de las bestias, caviló Moriz pese
a que por la advertencia de Alter supiera que no era tolda de una imaginación
de quienes se disputaban lo de siempre.
Hedían y el aire se apergaminaba del vapor que exhalaba la
promiscuidad de manos, rostros, ingles y la gran cópula inconclusa y la
masturbación de los indígenas bajo los ponchos, de los extranjeros
enfundados en trincheras y gabanes, de blancos lúbricos que atesoraban en
sus dedos la corola de un pezón negro.
Sus compañeros se colocaron alrededor con el fin de aportarle sus
impresiones y que pudiera hacer del dato la idea del conjunto, de tal forma
que uno de ellos atisbó auxiliado por dos potentes aunque pequeños
prismáticos; otro se sentó en el bordillo de la acera y su mirada planeó tras
claves indescifrables. Alter se empinó mirando hacia el occidente un sol
estriado por grises visos a media altura sobre la Iglesia de San Francisco,
caliente e insidioso pues mostraba y velaba al mismo tiempo. Moriz se
acuclillaba y levantaba alternativamente para apreciar a los primeros que se
vislumbraban con sus banderas y pancartas. ¡Qué bien!, chilló Alter
entusiasmado con la visión, ya antelada por la experiencia, que en un frente
de la manifestación venía el orador del sector universitario, inflamado y
brillante como si una pluma de aceite se hubiera deslizado por su rostro,
barba y cabellera. ¡Ah!, los ojos de orate y su estudiado desaliñado que se
acomodaba a su olor a semen. Si bien aún no había lanzado arenga alguna,
Alter sabía cuántas paranomasias había elaborado a lo largo del trayecto,
referencias bíblicas y connotaciones de Marx habían brotado de su boca para
jolgorio de todos y cómo esto era el introito de su verdadera actuación. Así
que sus manos aleteaban por su cabeza, ya a manera de visera, ya atentos
pájaros de mal agüero, o sea, como signos que llegaban muy hondo a la
historia política de la Nación. Revoloteando con movimiento de poca factura
aerodinámica pero prolongando lo que él sabía hacer. Obsérvalo con cuidado,
le indicó Moriz, y presté atención pese a que otros aspectos me llamaban la
curiosidad, por ejemplo, aquel grupo de mujeres que se ondulaba y cantaba lo
que no alcanzaba a escuchar del todo pero que prefiguraba un contorno de
diferenciación con el resto. Mas si Alter decía: el punto es aquel, yo, Moriz, a
quien ahora se traslada la palabra, obedecía de inmediato pues era este mi
cometido, como averiguar la razón por la cual el ritmo de mi sangre se había
alocado cuando los sentidos me indicaron la posibilidad de sumarme a la
multitud y aprender ¿qué?, me interrogué ya que parte de la respuesta fue el
hecho de que emergió junto a las mujeres otro grupo, este más uniforme, de
cabezas semirrapadas, jeans y chaquetas de cuero, muy jóvenes, al parecer,
pero atléticos, que exhibían emblemas en sus cinturones, calaveras en sus
anillos y que se rozaban los genitales y soltaban risas de agresividad y, a la
vez, de seducción pues a hombres y mujeres mostraban sus dentaduras
equinas de una blancura sospechosa. ¿Quiénes son?, traté de interrogar a
Alter pero este llevado de la habitualidad o impregnado por algo que yo no
atinaba a percibir, estaba imbuido de seriedad y no había prestado
importancia a la tropilla de adolescentes que pugnaban por colocarse a la
cabeza de la marcha, como tampoco a quienes trenzados por los brazos
cantaban y marchaban a grandes pasos para dar la impresión que eran más
que unos cuantos comités regionales, el centralismo democrático, los
organismos del ejecutivo y que por lo que a marchas se refiere, llevaban
ventajas sobre los muchachos de chaquetas y cómo estos estaban pendientes
de las reacciones que sus actos producían en las mujeres que se hallaban en el
centro y de las curiosas que se habían detenido en las aceras. Contemplaba y
no entendían el porqué de la acuciosidad del Alter para que le prestara mayor
atención al orate, si era uno más entre quienes luchaban por ganarse las
masas, pese a su maestría, pues recaía en repeticiones y dejaba entrever una
debilidad de imaginación, una flaqueza de carácter, que señalaban qué, quizá,
su verdadero papel se hallaba en otro lugar. ¿Dónde?, me pareció que el tipo
me lo preguntaba, ahora encaramado en un landó que tiraba un asno
engalanado con la bandera de los Estados Unidos, grupa y costillar, digno
con la gorrita del Tío Sam. Vi allí el rojo de sus ojos cruzar en mi busca y me
arribó la pregunta como un garfio dispuesto a desatar mi lengua, un ramalazo
de estate quieto y contesta, un agotamiento que me insuflaba su aliento de
pescado al descabeche. Imaginación, miedo, me dije lleno de apetito de
acontecimiento y sorprendido de que a la vez se revelara la estructura de un
orden interno del cual yo era parte. Sí, todos decían lo mismo y se unían
invisiblemente por idénticos conductos que, intuía yo, yacían en esa
gesticulación colectiva que multiplicaba boca, cabezas y brazos y mediante
los cuales averiguaban, palpaban y se pronunciaban sobre el origen y el fin.
El tipo se obstinó en la comprobación de que era yo, Moriz, el iniciado, quien
le había espetado desde mi lugar de observación, loco de mierda, eres un
cobarde. Junto con su escrutamiento me llegó su baboseo de cólera, la
espuma que tarde o temprano fluiría de su boca para vejarme. Cierto, tuve la
convicción de que el sujeto estaba dispuesto a zaherirme una vez comprobara
que el feble individuo de impermeable gris le había metido el índice en el
ojete y le había hecho brincar uno de los resortes de su alma: el miedo. Le
había introducido la idea como si fuese un dedo en su esfínter y había
removido la mezcla de materia gris y vapor. Buscándome los ojos, ahora más
teñidos de su savia roja, verificó mi estatura, el tamaño de mi cabeza, la edad.
Soltó, entre tanto, un bufido de aliento a quienes lo secundaban pero sólo
para distraerlos de lo que en verdad lo urgía, y persiguió mi mirada, que supe
rehuir sin mostrar que a la vez un sentimiento de miedo me ceñía el pecho y
se colaba en mi pensamiento. Aterrado y sabiendo que no podía recurrir a
Alter ni a los auxiliares por iniciativa propia sobre lo que no se hubiera
previsto en el organigrama del consejero, encontré que mis pequeños ojos
azules se elevaban contra mi voluntad, dejaban de forcejear y se lanzaban a la
corriente de la materia de esa excrecencia de otros ojos que se topaban con
los míos, de las miradas del mismo orate que había logrado comunicarse con
aláteres y organizado una brigada de panzers contra la esquina donde aún nos
manteníamos.
Los primeros manifestantes estaban en la altura del Parque Santander y
se distinguían de los Adelantados, de los caballeros de los brazaletes, de las
mujeres de redecilla y de los muchachitos de jeans que avanzaban
resueltamente para apoderarse del megáfono y hacer uso del verbo puesto que
este don –ya fuera de origen divino, ya del perfeccionamiento de la materia,
ya resultado del rol de la mano en la evolución del cerebro, ya mero producto
social o, simplemente, medio de comunicación sobre el cual no es político
plantear discusión–, no cabía duda, era exclusividad del género humano y,
por consiguiente, de uso público como las calles, la plaza y el mismo aire que
se respiraba, de tal forma que forcejearon con la jerga al mismo tiempo que
metían mano a un pedazo de cable de la conexión, corrían la tarima de la
tribuna, distribuían consignas y chismes. Las mujeres, por su parte, reían y
pellizcaban las nalgas vecinas. Algunos grupos de choques soltaban dosis
compendiadas de pedos sobre un comité de anarquistas que habían arribado
de Monserrate portando grandes fotografías de Bakunin. Yo, en tanto, atendía
los diferentes frentes, sudaba la cuota de exceso de trabajo sintiendo que me
multiplicaba, que mi cerebro dividía y clasificaba sin descanso y disponía
criterios de coherencia para la asimilación de tanto dato y empiria, o sea, me
dotaba de método, sí, me dije, tenía que ser método esta unidad de cara a lo
heteróclito. Sin embargo, no descuidaba por estos menesteres de la ciencia y
la cultura, al tipo de marras que se había trepado unos centímetros más en el
coche y sonreía con unos gramos de triunfo y exhibía el panel de todas las
nicotinas y puchos de cigarrillos de producción nacional –abominaba por
principio las migas extranjeras y de los tabacos trabajados con la química de
la USA– en sus multicolores dientes y se hacían corear de los más próximos,
que a su vez le quitaban piso a los camaradas, quienes insistían en el
desafortunado hecho de que no podrían avanzar pese a que la Plaza Central,
la Plaza de Bolívar, era el lugar culminante de toda manifestación que en
verdad se reputara de tal y no la del leguleyo Santander, decían, situada entre
la iglesia de San Francisco y La Tercera. Ciudad triangular: iglesias y
próceres, pensé y el orate dijo que era una buena acotación y de inmediato,
sacando la lengua, soltó un chiste que recibió la aprobación unánime que
esperaba, lo que lo alentó a advertirme que me tenía cogido de los huevos y
que si no me portaba bien bastaba un tironcito para quedarse con mi dotación
y echársela a los perros de la policía que, efectivamente, habían llegado en
grandes camiones modelo cincuenta y tres, supérstites y saldos de la segunda
guerra, fabricación alemana puestos en funcionamiento con repuestos
gringos. ¡Qué ignorancia e irrisión!, exclamó el tipo, que parezcan más
inteligentes y humanos, hermosos y atemorizantes los canes –pastores
alemanes– que sus custodios de uniforme que languidecían tras sus ojillos
indígenas y que se mimetizaban con el pasado mediante su quietud de
monolitos precolombinos. Tan pequeños que hacen dudar de la genética,
agregó entre los aplausos de los congregados. Alter aplaudió, lo que quería
decir que también yo debía hacerlo no obstante que la segunda voz del sujeto
había pringado su aliento de retrete en mi oreja izquierda con la amenaza de
que podía pisotearme, delante de todos, los cotiledones y diseminar su polvo
en las cloacas que se deslizaban por el subsuelo de la avenida Jiménez de
Quesada. Notificado de su propósito, me dispuse a un contraataque más
vigoroso que dejara de una vez la seguridad de que, inmerso en semejante
caldo político, mis facultades, si existían, poseían expresión. Así que acaté,
agaché un tanto la testa en signo de obediencia hasta cuando el tío aflojó un
poco la presión y abrió la boca para iniciar su diatriba contra las teorías de la
independencia nacional, la caracterización de los nuevos instrumentos de
dominación política, la apertura a las vertientes de la Economía Política
contemporánea, y espacio por donde, con precisión de relojero, escupí un
reservado sentimiento de que el tipo no era más que un infiltrado. El bolo de
mi idea hizo su ingreso cuando el orate achicaba su voz para impulsar un
tono agudo y detener las palabras y abucheos que los camaradas tímidamente
organizaban objetando tanto abstraccionismo que el discurso inoculaba a los
manifestantes, cuando, contraargüían, lo que se necesitaba era el
levantamiento del Estado de sitio, la libertad de los presos políticos y un
frente democrático en la conducción del país. El individuo tragó con
verdadera resignación la viscosa masa de mi sospecha, la saboreó para
establecer características pues convencido de que el hombre es una totalidad
expresiva, y no que fuera existencialista, sino que era una útil concepción
para el trabajo de identificación –el bouquet, la categoría– tomó la muestra y
la colocó con la punta de la lengua en la puerta de su boca y asumió la sucia
labor de tragar otra vez, camino de su garganta, donde haría su segunda etapa
del análisis ideológico –policivo de mi escupitajo–. Sin embargo, con su voz
inalterada mantuvo el discurrir de que las enfermedades endémicas de las
democracias latinoamericanas como el Estado represor, no se eliminaría con
el totalitarismo marxista, ni con himnos de la Internacional, etc. Alter opinó
que tal tremolina de conceptos era de esperarse, al parecer perdiendo todo
interés por los acontecimientos y aguardando tan sólo que yo asimilara el
máximo de hechos y con base en ellos adoptara decisiones. Así que dio tres
pasos y se paró en mitad de la avenida, donde no circulaban más que
motocicletas militares y escuadras de jinetes de uniforme canadiense, policía
rural, me indicó uno de los auxiliares que también había avanzado y,
tomándome del brazo me miró, era la primera vez que tenía tan cerca su
carita de fríjol, ojos de tizne y sin expresión que quisiera yo registrar
especialmente en la memoria. Juntos dimos tres zancadas más, llegamos a la
acera de enfrente y fuimos recibiendo por aquellos que habían efectuado su
arribo a la plaza trenzados por los brazos y entendí, en consecuencia, que la
circunstancia de vernos cogidos de la misma manera nos convertía ipso facto
en compañeros de ruta, en sus simpatizantes. Pensado y ejecutado. Me
encontré entre ellos. Fui saludado con alegría, abrazado en medio de miradas
de complicidad, interrogado por todos aunque ninguno se interesaba en mis
respuestas o, mejor, en los balbuceos que enredaron las palabras y las ideas.
Alter, mientras tanto, se había introducido en el grupo de los anarquistas y
recibía idéntico trato pese a que le exigieron que se despojara del
impermeable. Lo vi zafarse el cinturón, una manga, la otra y quedar en su
traje azul de rayas rojas y pulcra camisa de cuello duro y corbata. ¡Qué
vejamen!, musité admirando la entereza del consejero al no inmutarse ante lo
ocurrido ni a causa de que el clan de rapados efectuaran una burla en forma
de música progresiva con palmas y zapateos. Inmutable y vana la realidad,
murmuró un auxiliar de mi equipo de vigías, que estaba a punto de dar a luz
unas lágrimas de condolencias por lo que podía sucederle a Alter en ese
grupúsculo. A pesar de que confiaba plenamente, dijo, en los principios
políticos de Alter era de lamentar que se viera obligado a compartir con esos
individuos los eslóganes, los cantos y su contacto. Posó su cabeza en el
hombro de un manifestante, quien al sentirlo le pasó su mano protectora por
la cabellera y le preguntó si pertenecía a algún organismo del movimiento,
¿militante?, ¿funcionario?, ¿activista? Simpatizante, contestó, lo que produjo
en el otro un precipitado ánimo de ser afectuoso, de sonreírle y asegurarle
que estaba bien, que así se comienza la lucha revolucionaria, que podía
continuar con la cabeza sobre su hombro. Solidaridad de clase, agregó, pero
mi acompañante se irguió, expresó su agradecimiento por la administración
oportuna de los primeros auxilios ideológicos y le manifestó que por el
momento sólo se hallaba en condiciones de atender el orden de los oradores.
Según y cómo, dijo aquel, se realizara la combinación de todos lo medios y
formas de lucha y subrayó el aserto llevando el brazo izquierdo con su puño
cerrado hacia adelante en el preciso instante en que los grupos enviaban sus
vanguardias hacía la tribuna en aras de obtener el micrófono y gritaban que el
monopolio sobre la tecnología de la información era un asunto que exigía
medidas drásticas. La acción, la insurrección, profirieron los de la ala
izquierda y se lanzaron sobre el entarimado siendo repelidos por los
moderados que estimaban que la modificación de las estructuras de poder
sobre los medios de comunicación no era más que un punto del arduo y largo
trayecto de la toma del poder político, así que deteneos en vuestro
espontaneísmo, bufaron, no confundáis la acción voluntarista con la paciencia
revolucionaria. ¡De derecha!, gritaron de otro extremo y husmearon sus
puntos de disidencias con una pasión tal que, me dije, mi choque de
inteligencia con el orate no era nada comparable con todo aquello, aunque me
entusiasmaba cuanto acontecía pues me arrastraba casi al arrobamiento, me
estimulaba improvisaciones y al hecho proferir indiscriminadamente en pro y
en contra de cada una de las consignas, avanzar con quienes querían tomarse
el tablado de la tribuna y apoderarse de los micrófonos, también con quienes
habían alzado a uno de los oradores por encima de otros que pretendían
impedirlo y, asimismo, actuando del lado de aquellos que se opusieron a lo
primero, intercambiando injurias, defendiendo y atacando, comerciando al
baratillo miradas de odio, amenazas mudas, colisionando formas más
desarrolladas de la competencia ideológica pues me habían citado a Marx y
yo les devolví una cita de Mao con gesticulaciones que me dejaban una
profunda satisfacción por la versatilidad expresiva que llevaba conmigo y que
había explotado como un pozo de petróleo de la Exxon, raudo, caliente y
espumoso y rozado el firmamento que en definitiva era de un azul de verano
tropical, y retornado con luces de fuegos artificiales y alumbrando mi
interior, despejando las brumas de mi conciencia y mostrando que era yo un
Homo Politicus, ¡aleluya!, grité hacía donde se encontraba Alter y él me
guiñó un ojo como un padre cómplice y satisfecho de los frutos de su
esmerada pedagogía. Sí reflexioné, esto es mi caldo de supervivencia, el
fundamento de mis gratificaciones. Entendía a la perfección la realidad.
Parecía como si fuera caótica y ordenada a la vez, contraria a mí, proclive a
destruirme bajo su peso, a eliminar la unidad de mi débil biología y, al mismo
tiempo, a dejarse doblegar y penetrar por mí audacia, violentar con mi
ingenio y ser obediente al poder que yo desarrollara. Mi cuerpo se encontró
libre entre los contactos y emanaciones de los manifestantes. Mi cerebro se
conectaba con la realidad y proliferaba en más y más ocurrencias, permitía
que mis ademanes fueran justos y apropiados, que mis palabras recorrieran
diferentes caminos sin extraviarse y supiera yo dónde estaba cada una de
ellas, cómo retomarlas y volver a lanzarlas hacia la multitud. Hice la prueba y
volantinaron por todos lados, acariciaron y golpearon, averiguaron dentro del
seno de una anarquista los golpeteos de su corazón y arreciaron allí un motín
de emociones que vi reproducido en los ojos de la dama que buscaban al
dueño de esas palabras. Entonces, se alzó sobre los hombros de sus
acompañantes y me prodigó odio y deseo, resistencia y entrega. Me moví con
soltura en el apiñamiento, el contacto me alimentó, el roce resultaba mítico,
una unión con centros nerviosos que me detectaban y se apropiaban de mí.
Me acerqué a uno de los nudos más compactos de la turba y me instalé en su
mitad en espera de que se produjeran los efectos secundarios de mi novísima
situación. Sentí que el orate se aproximaba. Su olor era inconfundible pero no
muy diferente al del resto de la gente. Y supe que se acercaba, que había
reducido su odio y que con ese lastre mermado podía entreverarse en la masa,
caminar en pos de mí y conseguir una tregua. Me sonrió. Mostró sus dientes
cariados y sucios de nicotina. Habló y preferí responderle incisivo para tocar
la linfa de su personalidad, que era esponjosa y ávida, materia grasa como un
hígado blanco que goteaba con cada incidencia de mis ideas, como si lo
pinchara y otra vez le metiera el índice en su ojete y lo humillara, pero lo
apretaba y me decía con su verborrea inteligente que en él privaba lo fálico,
que no lo vejara, que estaba, más bien, dispuesto a servirme y eran de función
varia sus facultades. Gracias, gracias, dije y me desatendí de él pues me
estaba poniendo a prueba y buscaba mi ojete insidiosamente, fruncía
llamados a los centros de mi adolescencia, inquiría sobre mi pasado
psicoanalítico, preguntaba acerca de mi padre, sugería sobre mi madre, supo
de Falopia por mis reacciones asociativas y me tocó con sus manos los
hombros y volvió a sonreír sin que yo entendiera muy bien por qué. Mas vi,
¡ah!, su rostro hipócrita marcado de sabiduría que medía mi miedo y lo lamía
con lengua versátil, lo sopesaba y degustaba, lo convertía en camino de
ordalía, pasillo de tribunales, salas de experimentación reflexológica, cuartos
de rezumada edad y piedra de anfiteatro. Codeé y braceé para seguir la ruta
del concienzudo análisis y me quedé rezagado, impedido por los obstáculos
que el tipo ponía a mi paso y agotado por la velocidad con la que lo había
extraído de la boca, luego del ojo, después del microscopio, lo había
extendido en el legajador, microfilmado, mientras susurraba una cancioneta
bíblica con un argot híbrido de cirílico e inglés del Bronx. Traté de
comunicarme con Alter pero se hallaba inmerso en el anonimato y sus
pulsaciones mentales me indicaron que se encontraba en estado de letargo,
casi en situación de rumiar una satisfactoria digestión que lo inhabilitaba para
prestarme ayuda o de explicarme por qué el orate se permitía con tanta
facilidad rebuscar mi inconsciente y extraer el miedo y manipularlo con todos
los medios que la ciencia ha puesto al alcance de cualquiera. Estaba a punto
de ceder a la curiosidad y arriesgarme a interrogar con palabra articulada al
tipo, cuando otro aviso se desprendió del contorno, un quedo llamado de
animal, un aleteo de pajarita, fémina en trance, y la mujer que antes había
recibido mi emisión estaba allí, sin fatiga por su periplo, distraída la
expresión por cuanto no perdía nada de lo que acontecía con los tres oradores
que se disputaban la audiencia con estridentes manejos de micrófonos y
megáfonos, disuelta en el caos reinante pero al mismo tiempo esferada en la
unidad que le había enseñado el camino exacto hasta mí. Ella, mezcla de
etnia global porque esa boca sin duda me traía a la memoria alguna foto de
mi abuelo negroide, y aquel cabello indígena parecía ser una reproducción de
la cabellera de Falopia, y sus manos recogían, en síntesis, lo singular de los
ademanes de Égloga y Roma. Sí, acepté, mientras me batía contra el orate
que había logrado entablar un memorial de pedimentos y me preguntaba tal
como en ocasiones lo hacía Alter y, a la vez, me respondía a mi manera o a la
de Gaspar, la limpia proximidad de la fémina. Así, cercana y meciéndose en
su propio viento, se adosó, durante un aproximarse que dilató el tiempo, a mi
fachada, se adhirió ocupando cada resquicio de mi pared, los ángulos, las
prominencias y me comunicó su anatomía, la proporción de sus pliegues y
eminencias, mas no el alma que se hallaba, como antes la mía, en el
arrobamiento del acontecer político, interesada hasta el punto de mantener en
su cabeza los tres y medio discursos que se desarrollaban en el tinglado, las
conversaciones de los militantes más cercanos, la información de los vigías
acerca de los movimientos de las tropas, cosa que se calculaba también por el
olor a bosta de caballos que se elevaba sobre la multitud. No perdía detalle: la
discusión de macroeconomía que había empeñado la actividad de dos
secretarios políticos, ni la disquisición de economía doméstica sobre la renta
del suelo urbano que dos sociólogos activistas de grupúsculos disidentes
sostenían mediante gritos y gestos por encima del grueso de sus compañeros.
Ella, sin embargo, maternal y ordenando la vida privada del hombre público
que yo comenzaba a ser, afincó su fabuloso trasero en mi dote genital y
esperó mi reacción, que no fue expedita, no tanto a causa de una improbable
sorpresa dado que Alter me había hecho las advertencias adecuadas, sino en
razón de que yo no alcanzaba a organizar mi ubicación in situ, y porque,
además, el orate había comenzado un discurso antifeminista de tales
contenidos y violencias que me imponía dejar en claro si era él un maricón,
bisexual, empedernido solitario, ¿qué?, pregunté dispuesto a zanjar cualquier
equívoco pero él rio, reculó sin miedo y aún mascando sus dichos y
conocimientos universales acerca de la esencia del terror que devora el alma,
volvió a su perorata política, encaramándose en cuanto objeto encontraba
para emerger y efectuar un mitin relámpago, hundirse en la turba y aparecer
un tramo más adelante y realizar otra inflamada diatriba. Tiempo y espacio
que fueron liberados para quedar en exclusividad de lo que con su trasero de
diosa hacía la mujer pegada a mí, que había levantado, sin desaprovechar el
encubrimiento de mi impermeable, la guinda de mi príapo y, si no muy
satisfecha, utilizable lo había encontrado. Sí, me dijo con una voz tan nueva y
cierta que temí la estaba imaginando, pero ella había hablado y tranquilizado
con el fluido de la flauta dulce de su voz. No, ella no existía en realidad allí,
me decía con su rostro siempre dirigido al frente según sus ojos desconocidos
seguían pendientes del horizonte, tal vez más allá, en tanto su julepe y una
mano luego otra tocaba mi dote y la endurecía, la conminaba y la dejaba en
mitad del ansia, así, para encantamiento personal, hasta que llegué a
vislumbrar que me estaba transmitiendo un conocimiento, que no hay acto
humano que no eduque, que siempre se da la pedagogía y que todo método es
apropiado para ese cometido pues sin duda aquel grupito de parejas estaba en
lo mismo desde la cintura hacia abajo mientras arriba elaboraban las
incidencias del numen político, lo eventos de la historia del poder y de la
esencia del liderato.
Tercera parte
Reveses
Guía de este mundo

Recinto bautismal, cariño, oí decir tan pronto traspuse el umbral y me colmé


de ese olor fantástico de creolina, medicamento de pobre, y ven encanto lejos
o cerca de la rocola que los viernes de tempranera aún se pueden escoger, y
asentí y me coloqué la máscara y acentué la voz para que hiciera juego dentro
de la banda sonora de una guaracha, quizá la que Bastida había puesto justo a
mi entrada no sin antes ejecutar ese mohín de gusto al transitar su dedo
pintado de rojo, Bastida un liberal de lo más obsesivo, por la lengua,
humedecerlo y con él limpiar la aguja del tocadiscos, pues todavía no se hace
funcionar la rocola, es la hora de los estudiantes, decía Campesina y ladeaba
la cabeza con el fin de atisbar mi rostro y máscara por debajo de su sombrero.
Ella no usaba más distintivos ni cumplimiento cortesano que el sombrero de
campesina boyacense, carmelito oscuro y de macho. Será que portas clítoris
excesivo, pregunté mentalmente a lo que ella respondió ídem, que si venía a
hacer preguntas o a culear, y con mano de auténtico macho me sugirió que no
se iba a quedar toda la tarde en esa antesala, cariño, una cerveza para el
cliente, habló y puedo jurar que su voz no tenía parangón y que, en definitiva,
era la esencia del teatro porque había hecho de lo hipostasiado e impostado
un metal indefinible que vibraba no para emitir signos sino en aras de golpear
con precisión de advertencia y de caricia ambigua y de retornar a la garganta
que, por cierto, cubría una bufanda, y cuando esto caldea, espero que así sea,
cómo actúa la matrona, dije de nuevo ahorrándome el hablar que ella sabía
leer los labios de la mente y me sonrió con un muestrario de dientes
enchapados en plata, al punto que temí que a su través saliera un certero
escupitajo sobre mí, de tal manera que mi yo y mi otro yo quieren cerveza,
Bavaria, agregó ella para satisfacerme si bien era reacia a esos consumos de
lo más barato de sus vituallas. Había calado que a un tipo como yo le
apetecen los excesos o mejor, estos se procreaban en mi alma a la menor
oportunidad. Será que ella de pronto subía al escenario, ejecutaba un desnudo
precolombino, folclorismo de consumo, se brindaba a mí, el único que le
podía cultivar el cuerpo, follar, regar simiente y extraer una piedra fabulosa,
extinguible en la misma admiración, ¿pero de las innobles piedras de sus
glándulas? Ilusiones son ilusiones, canturreó Bastida que grácil como un
andaluz había emergido con la música del Beny y arribado con el vaso, la
botella, las servilletas y el talón para anotar. Yo le presté esferográfica que
tanto dificultó sus manos al manipular que se impacientó. Dame acá, le
ordenó una mujer de máscara rubia, lentejuelas en el vestido y un escote que
dejaba al descubierto un gran ombligo pintado de azul, goda terca, susurró
muy cerca Bastida ya escribiendo el importe de la cerveza, cigarrillos Camel,
no, no sabía fumar pero el nombre me llamó la atención aunque una morena
de traje plateado que ceñía su sexo como un puño en un guante de obstetra,
me sugirió desde la esquina de una mesa distante dos o tres metros, que el
Lucky si era la berraquera, no deja ni los pulmones ni la cabeza como antes,
es decir, sonrió con boquita de mamadora insigne, Sofía Loren, te revuelca la
sesera, muchachito. De ambos, le ordené a Bastida y este rio de la manera
más agraciada, o sea, con lo mejor de cada una de las risas que hasta la fecha
habían sido en cada una de las personalidades y féminas que actuaban allí,
era un coleccionista o un cazador, un maricón, me confirmó una pizpireta a lo
Brigitte que se había adosado con su inmenso trasero en la silla de junto,
servido cerveza en mi vaso y saboreado del mismo. Entonces, las tres a
hacerme compañía, dije y me compuse la máscara que al comienzo se
acomodó a la perfección pero que repentinamente se desquiciaba conforme
mi rostro se adelgazaba y se estremecía de tics, ¿qué Parkinson venía a
atacarme en semejantes momentos y en la sala de entreacto bautismal? Sí, las
tres, y se formó el alboroto y Bastida, raudo, alegre y cinturita de andaluz
traía lo que para ellas eran sus tragos preferidos, la de blanco vodka con
zumo de naranja, pues la otra un daiquiri, y a la tercera, bajo la sanción
omnipresente de Campesina, un doble de aguardiente, porque ese día estaba
muy jodida con sus ideas y el aire se le cortaba justo cuando pensaba que una
buena respiración del mundo la arreglaría, y nada y que muy bien podían
echarla a la calle mientras tuviera lo suyo, dos tetas de la mejor factura,
cuello gordozuelo de cisne y un tarrito de miel que tragaba cualquier tamaño
a semejanza de un traganíquel de Las Vegas, no tenía por qué amilanarse.
Bastida estuvo de acuerdo, que ella era la más costosa allí, sólo que no
obedecía, la jodían los caprichos y que poseía, en fin, temperamento de artista
de cine, el Marlon Brando, por ejemplo, siguió Bastida con su discurso, que
ese un tremendo que nadie entiende y que jode a todos los directores de sus
filmes, igualita esta, dijo y buscó acomodo en un sillín que había aparecido
sin que yo me percatara de su origen y que por ser de pata alta dejaba por
encima de nuestro nivel a Bastida, así que los cuatro al hablarnos y mirarnos
teníamos que cruzar frente a él y siempre dirigirnos como a una pizarra que
mostraba nuestras letras y sus defectos. Ya estaba su lengua para borrar la
mala caligrafía y enderezarla con un cumplido, eso no es así sino de esta
manera y sacar de su memoria enciclopédica no sólo los acontecimientos
notables de ese lupanar sino de cuanto puteadero había a treinta leguas a la
redonda. Sí, a él lo habían apodado el gatito con botas porque en todos los
burdeles había estado casi al mismo tiempo y lo conocían más que a cada una
de sus dueñas y dueños, donde estuviera él era que había hembra buena, coño
recomendable, su espalda era de lo mejor. Expliquémonos, dijo, coqueteando
y efectuando un peligroso esguince en las alturas de la butaca, trae buena
suerte. Entonces, de qué cuentas el luto, inquirí, aplicado de nuevo a mi porte
de estreno y a la máscara que estaba consiguiendo el tono adecuado como si
cantara con el negro Beny. No es Beny, en primer término, sino un chusquito
de estas tierras que lo imita y en esta canción lo hace tan bien que la gente se
confunde, me explicó la del traje de plata que ya estaba prendiendo otro
Lucky, más bien mordisqueándolo pues lo humedecía y le sacaba las hebras
del tabaco, mascaba cuidadosamente y luego escupía dentro del cenicero. El
luto no es luto sino traje de faena, porque el luto, todo el mundo lo sabe y
muy pocos lo practican, el verdadero luto es el duelo de los sentimientos y
del corazón, chilló Bastida. Yo le aseguré que podría inventarle música a ese
bolero, ¿qué falo había periclitado para que le arrobara el corazón de negra
noche, tan negra como su traje de oficio y de baile?, ¿melodramático? Se
sonrojó, creció y adelgazó al mismo tiempo y sosteniendo la mirada de mi
máscara pero buscando la de mis ojos que yo precavido había velado ya con
unos síntomas de embriaguez, brumas diría que habitaban mi cerebro, por
demás perfectamente aceitado, múltiples bielas trabajando en el foso de Poe,
seguro, una armonía que no dependía de mí sino del alcohol y del combinado
de Camel y Lucky. Lo primero es arrechante, había afirmado la adicta a esa
marca, lo otro es para pulmón gringo. Había hecho una pesquisa inútil. Así
que, agregó, no vulgarizara sus sentimientos pues este país había jodido para
siempre su afecto y eso bastaba, manifestó. Entonces, más trago, demandó la
de lentejuelas y yo me negué a otra cerveza porque pasar al baptisterio, la
platea y conservar la línea directa hasta el urinario le restaba gran parte de
placer a la embriaguez y, de otro lado, en su trayecto corría yo el peligro de
regresar a la lucidez, total, Bastida, me traes una doble ginebrita con gotas
amargas y rodajas de limón. ¿Sirve?, pareció preguntar la colectividad
girando sus multifacéticos rostros tantos grados como eran indispensables
para atrapar mi decisión y antropomorfizar, caballero adolescente, sírvase
pues, ¿no es una insensatez con su metabolismo, a sabiendas que un exceso
en el índice de azúcar o un descenso del mismo enajena y lleva al ridículo a
cualquier macho? Lo sabía o, por lo menos, eso expresó mi máscara con
cierto gusto de subrayar que estaba por encima de la opinión de la gleba y de
la cultura de un lupanar, así que a callar que yo me hago cargo de mis
metabolismos, para la prueba, tan pronto Bastida, ya viviendo la paz del
catolicismo de Juan XXIII, sonriente y bonachón, el muy jodido, posó el vaso
con el pedido. Tomé un gran sorbo que para mi sorpresa bajó impoluto, sin
repulsa, rechazo consciente o inconsciente. Era yo mismo, me dije al borde
de la alegría por la posibilidad de que hubiera derrotado mi otro yo y pudiera
ufanarme de estar dotado para el consumo etílico como cualquier arquetipo
irlandés, mi modelo al uso en ese instante, porque ya entrado en la pretérita
tercera cerveza, adaptado al aroma de creolina y acomodado al arribo de uno
que otro parroquiano y al tráfico de las amazonas por los zaguanes de la casa
–todas estas mansiones tan similares como si la ciudad se obstinara en esa
arquitectura colonial, qué falta de imaginación, si podía ser con dos o tres
ajustes el hábitat de mi propia casa, qué dirían mis hermanas, expresé
riéndome con las dos bocas que se me habían superpuesto gracias a la
ginebra– me estaba urgiendo la idea de una pelea, gresca, escena violenta a
fin de entender lo que en mí pensamiento se anunciaba, un hurón, un lémur
sacando su hocico y pellizcando con sus dientecitos de alfiler una zona
obscura y gorda como un tumor. Por lo pronto, Bastida interrogó en voz alta
si dejaba el picó o colocaba los altoparlantes de la rocola, que a toda estas ya
es vespertina y a las noches de viernes se está destinado, palabras que yo
repetí en falsete y que conmovieron el auditorio y extrajeron otra venosa y
eléctrica mirada del andalucito luctuoso. Midió mi cuerpo y vibró como un
cuchillo entre los dientes. ¿Por qué buscaba zaherir? ¿No sabía acaso que el
lenguaje es la principal diferencia entre el hombre y la bestia común?, le
respondí con el interrogatorio por delante, método infalible con base en el
argumentum ad ignorantiam. Pequeño no se muerda la lengua que de pronto
se lleva una sorpresa, advirtió y solicitó protección de alguien caritativo y
cristiano, la que no se hizo esperar: el auxilio de un individuo en verdad
ancho y bajo, me olía a uno de nuestros especímenes típicos de las huestes
precolombinas que para su fortuna no había sufrido mayor cruce étnico fuera
de portar traje azul, corbata roja, chaleco y un pisacorbatas que de continuo
tocaba como si se tratara de un trasunto de la piedra filosofal. Se lo manifesté,
y una de las damas que se hallaba conmigo, vocecita ebria que simulaba para
demostrarme su solidaridad, sostuvo que la única piedra filosofal es la de una
hembra con su hombre, ¿no? El sujeto dijo que sí, deteniendo en los
meandros de su naciente cólera las ganas de aproximarse y catar mi valentía
con su naricita respingada, que debía ser un adminículo de precisión
inagotable en tales menesteres. Me tranquilicé pues el burdel poseía sus
principios de conducta y era una institución seria, lo atestiguaba la fe de los
adolescentes de que allí las habitantas hacían inspección sanitaria mensual y
eran, además, seleccionadas directamente por Campesina. Les metería su
dedo lésbico, les frunciría el clítoris en cada cateo, pensé, y olvidándome de
que allí se había prologado un enfrentamiento, acepté que el tipo pagara una
ronda, gracias, y que emitiera su juicio displicente de que lo mío era de
bisoño y señoritos no deberían venir los viernes, agregó al oído peludo de
Bastida. Inquirí a la de lentejuelas si Campesina era un macho disfrazado,
travesti o candorosa lesbia que colaboraba con la asepsia observando
receptáculos, husmeando y tomando muestras para después aislarse en su
aposento, rojo, alfombrado y dueño de una iconografía de tal carácter que
podía ocasionar la envidia de cualquier monje ortodoxo. Ella me espetó, una
dulce ventosa sus labios, que me ocupara más de lo que la entrepierna
sustentaba, a la dote, hijo, acotó alegre y desaprensivo Bastida, que no
pensara en otra cuestión pues ninguna iba a estarse indefinidamente a la
espera de ansias improbables, cariño, así que no encaminara inferencias
acerca de la patrona, argüía Bastida, la lealtad ante todo, no morder la mano
que le extiende el pan a uno, sentenció tan católico que me dieron deseos de
tumbarlo de su silla rectora, ¿qué hace aquí con su traste de señorita?,
demandé conmovido por mi inusitada fuerza moral, a la que opuso Bastida un
ingenioso odio que no descompuso su rostro en lo más mínimo pero que
cruzó por el viento a semejanza de un vientre abierto, llaga de aire, de
oxigeno tragado por la hoz de un acetileno. Ser amable y generoso,
respondió, y las chicas aplaudieron con solidaridad de masa sin dejarme otra
alternativa que asimilar el golpe y hacer las paces, y otra ginebra, pedí,
pretensión que fue como un armisticio que justificaba al vecino para que se
explayara en voz alta sobre las virtudes del sitio y de la capacidad
administrativa, honradez y gusto de Campesina, obteniendo plebiscito de
todas y cada una de las féminas, quienes, erguidas, dieron vítores a la patrona
y agradecimientos, que pese a todo la República Liberal les había otorgado el
derecho del sufragio, es decir, la facultad de acceder a las instituciones
públicas y privadas. El coño al fricasé, dije volcando con mi frialdad de ebrio
agua sucia sobre el entusiasmo reinante. Pero no seas cabronis, prorrumpió la
rubia y volteó trasero en busca de otro lugar donde la peste anarquista no la
contaminara, lo que es ni por el doble le doy un polvo a este, manifestó, y la
vi perderse por la Vía Veneto y me pregunté ¿dónde se había creado el
prodigio de la conciencia política que era dúctil a desarrollarse entre tanto
belfo, ollares y cuartos traseros? Está cambiando el criterio público, admití
resignado. Me apeé de mi caballo. Zafé mis pies de los estribos castellanos
con los que había aderezado a la noble bestia, bestia de importación chilena,
según dice toda familia que se respete, y fijé apoyo en la mano izquierda de
Bastida que a la hora del duelo había preferido servirme con el alma hecha
toda de nobleza, para atender como un caballero de sangre azul que ha
perdido sus batallas fundamentales y que, en consecuencia, está a punto de
capitular la sabiduría, la pureza de su ancestro y sacar el animal interior.
Descendí y le entregué mi estandarte a la dama de compañía, que en la
confusión de la batalla se había limitado a resguardarse tras su vaso de
daiquiri y a mascar hebras de tabaco, ¡qué manía oral!, la sancioné una vez
estuve en condiciones de escapar de la oleada de recriminaciones que de
todos los contornos y graderías se volcaba. Todo, manifestó mi yo
desconocido y desbocado, la máscara de berilio, el blasón, el duelo, es
admisible menos el término medio, ¿putina mediocre me has salido?,
interrogué al tiempo que su mano ruda de descendiente de obrero me tomaba
de la solapa y me decía con su aliento de perfume barato pero con la lengua
versátil que removía con diestro estilo, que ella tenía un sexo para darle gusto
a un auténtico macho no a un orador. Demóstenes de prostíbulo, bufó. Deduje
de inmediato que detrás de ese envilecido cerebro se escondía la potencia de
una Ph.D. La inquirí al respecto. En efecto, había cursado dos años de
Filosofía en la Universidad Javeriana y tres semestres de Derecho en una
facultad nocturna, pero mientras no realizara la acumulación primitiva de
capital estaría allí unas horitas de cama y retozo, cariño, mas no tenía
intenciones de hablar de eso ni de ninguna otra cosa que fuera atinente a tal
tópico, su vida privada era privada, lo público aquí yace, concluyó y tomó mi
mano y la posó como la pulpa de una araña aterida sobre el montículo de un
hormiguero. Su sexo se hallaba en verano. Palpó mi mano y la hubiera
afincado allí e incluso arriesgado en la lid del placer sino hubiera sido porque
Bastida retenía mi otra mano pese a que hacía considerables minutos que yo
no menestaba de su ayuda. Le había permitido que fuera mi palafrenero
mayor pero en el momento estaba yo con la obsequiosa fémina de tal manera
¿qué haces con ella?, contemplándola, me respondió sin asomo de jactancia y
agregando que poseía la virtud de profeta, la facultad de augur y que me
leería las líneas de mi diestra si tenía yo tantos cojones como labia, a lo que
terció la dama acompañante, poniendo un tanto de frescura a su rozagante ojo
de bajo vientre, que esa afición por la palabra era síntoma inequívoca de
minetería, ¿trabajas bien con la lengua?, me preguntó la cortesana y atisbó
mis labios. Su frente, que ahora sabía yo escondía inteligencia y cultura,
lecturas y principios de hermenéutica jurídica, se frunció con preocupación
según su examen iba y venía. Finalizó su análisis afirmando que iba a tener
que lamentarlo pero que esos juegos con ella no eran permisibles pues se
corre hacia el peligro, un repentino mordisco, una desesperada ansiedad del
protagonista por retornar a la prenatalidad, así que retiró mi mano y con ella
su afecto, y dijo que partía a otro torneo de caballeros y demás. ¡Ah, no, no lo
podía aceptar!, y recuperando mi destino de la distraída lectura de Bastida, le
advertí que no pagaba un carajo de lo consumido si por lo menos no había
con nosotros dos mujeres, hetairas, dos cortesanas que valiera la pena todo
este vejamen. Ya lo leí en tu mano, habló con melodramático tono Bastida,
giró dos veces los trescientos sesenta grados en el sillín y suspirando
contoneó toda su mariconería y parlamentó al oído de Campesina, cuyo odio
había ganado en el umbral y que ahora era un grueso callo que cortaba en
rebanadas el talco que estábamos respirando, una corteza que cobró
ductilidad ante los ademanes y argumentos de Bastida. Incluso creí ver una
caricatura de risa que le plegó los labios, una cicatriz en el espacio, la herida
cauterizada de toda fe que no cupiera en la copa de su sombrero de macho, y
acató y él me guiñó un ojo mientras llamaba a otras dos mujeres, rubia una
nada auténtica en lo casi albino que resultaba su cabellera con relación al
cruce de indígena y costeña, y una morena de carnes aceradas que tenía los
ojos subrayados por pinceladas de plata iridiscente y labios hechos un
violáceo signo en su carne, siseante, escurridiza, de piel fría, y con sendos
vasos de daiquiri, vaya la modita, me dije molesto por la manía de beber lo
más snob de la lista de licores, enfrascadas en un aparente diálogo, aparente
porque no se dirigían la una a la otra aunque cada una esperaba que la otra
concluyera la frase, pero tejiendo en torno mío, enroscadas en sus trajes de
una pieza de teñido vertical, cambiante conforme la luz intermitente que
Bastida había conectado a esa hora. No obligatorio, afirmó enigmático, y
acercando su taburete de gurú me habló de lo incomprensible que le había
resultado al comienzo mi actitud, como si yo fuera dos o tres individuos al
tiempo, uno repulsivo, una bestia, el otro un ángel de lo más inexperto que le
avivó su natural instinto de protección, en esto era incurable no obstante los
problemas que tal virtud le había ocasionado en todas partes, acotó, un tercer
sujeto, continuó, que se debatía entre los dos primeros y que era lamentable
por los caprichos que satisfacían a uno y otro bando, ya prestando la voz para
los improperios de aquel, ya facilitando el cerebro para los razonamientos del
segundo. Bastida me aseguraba que lo había leído en los surcos de la palma,
unos milímetros ahondando sobre el monte de Venus, el amor, sobra
explicarlo, anotó, y había hallado un fundamento de comprensión y esto lo
ponía a mi servicio, que podía yo confiar en la influencia que ejercía sobre
Campesina o creía yo, ingenuo, ebrio ilógico que a otro que no estuviese
protegido por él se le hubiera permitido la décima parte de los desacatos,
ofensas, actos de perdonavidas y duelos medievales. No, a nadie. Y menos
que hubiera hecho de equino en mitad de la sala, luego de jinete sobre
Pegaso, tan inexistente como la verdad de cualquier realidad. ¡No! ¡Jamás!,
pero él había intuido que todo buen fin puede tener un mal comienzo, así
que... brindemos, le interrumpí, porque me cargaba la doble indiferencia que
las dos rayas humanas que atendían los flancos me prodigaban, casi móviles
y concentradas en sus palabras y en las analogías lingüística que alcanzaba a
reconocer con mis conocimientos de lenguas modernas. ¿Por qué ley?
Interrogué a las dos, que se limitaron a responder, si en verdad era una forma
de contestación, con un doble movimiento sincronizado de sus labios y
cuerpos, que me llegó igual a una doble fuga, filos evadiendo la espesura,
pensé, y por primera vez tuve la certidumbre de que me había
transubstanciado con la máscara y que atinaba por ese hecho a semejarme y
hasta a identificarme con quienes entre nosotros, las dos vestales, el bufón,
enemigo que hacía en mi máscara de loco, el primer Tarot y el último, creí
escuchar que trataba de explicarme Bastida aproximando su delgado rostro al
mío, metiéndome sus ojitos lujuriosos en las celdillas de mi cerebro. Asentí y
lo tomé por los hombros y le pedí el favor de..., desde luego, se adelantó a
mis palabras y sirvió otro vaso de ginebra, cortó las dos rodajas de limón,
aunque todo esto era inútil si continuaba buscando salidas de la casa cuando
era obvio que no había sino una y él tenía la llave de su candado, chapa,
cadena. Ellas no saben nada o lo pueden ocultar todo, dijo señalando a las
vestales, y fue obsequioso en llenar el vaso hasta el nivel que yo indicaba, y
me ayudó a su encantamiento. ¿De cuándo a esta parte se permitía tanto y con
tal intimidad?, interrogué con la voz atrapada por la borrachera, oliendo mis
personales tufos, estilando giros de comprensión en la lengua hirsuta de la
ebriedad, más entendible, sin duda, por la arrogancia de silencio que se había
instalado en el recinto y por el titileo que había cesado para ser quieta la luz
amarilla enterrándonos en el centro del salón, cavándonos en la medida que
era consciente que la rocola no funcionaba, que el diente de diamante del picó
se había quedado a medio camino en su trayecto y no rozaba el disco que
seguía circulando su redonda planicie de negrura para no expresar más que
los ciclos sin comienzo ni término. Cuando retorné de mi divagación no hallé
a las dos damas y sospeché que Bastida se había ocultado en alguno de los
patios, entonces palmoteé las ancas del corcel, lo injurié, le di de beber los
puchos de trago que recolecté de cada uno de los vasos, y pretendí sacarlo de
allí, conducirlo a alguna caballeriza, devolverlo a su género, reintegrarlo a sus
congéneres, y llamé a Bastida, que oferente y con una diligencia que
contrastaba con mi estado, activo como si la noche no lo hubiera trabajado ni
mellado con su tiempo corrosivo, claro de objetivos pues su cerebro era afín
con la realidad, me sirvió el último vaso de ginebra, muchachito, dijo, y
renovó su servidumbre con la servilleta en el brazo, los tres dedos
sosteniendo la bandeja, sirviendo, sirviente, comodín, llenando los recovecos
de la acción y las dos rodajitas que limpiamente cortó del cuerpo del limón, el
centro y el borde, examinó rápidamente la pulpa, que a mí me pareció que
palpitaba y se teñía de un blanco más intenso que el líquido del vaso, las dos
gotas y ya está, y lo bebí mientras el forcejeaba para dirigir al equino, la ruta
de la derecha al establo particular que no era más que un rectángulo pequeño
de baldosines irregulares, el lavadero descomunal y el tubo careado que
goteaba, y el cuarto de Bastida que emitía una luz rojiza, sanguinolenta, tras
la puerta ocre, porque aquí no te puedes quedar, susurraba a sus orejas
erectas, le musitaba muy cerca a los ollares serenos del animal, le rozaba con
cautela las ancas, le tocaba la crin. Yo, sin duda, encontraba especialmente
sugestiva la alberca, su sucia agua y la inminencia de la repetición de un
sacramento. No, no, simplemente la intención de efectuar abluciones de
recuperación. En tanto Bastida alisaba los pelos del cuadrúpedo yo sumergía
y emergía la cabeza de agua. Pedro, Simón, Angelino, Tonino, Madre, Padre,
decía y otra vez dejaba inmersa la testa en el líquido antiheraclitiano, que si
bien no servía para nada me sumía en una obscuridad amniótica, lo cercano a
la muerte, el equilibrio sobre los tiempos de la vida y la extinción. Otra vez el
cuello, el pecho. Me despojé de la camisa y zambullí el torso y llamé a
Bastida para que cumpliera sus cometidos, saliera de las bambalinas,
atravesara la pesebrera y descendiera en las aguas y, en efecto, lo intentó, ya
cuando se esfumaba el caballo tras el vapor. Las manos de Bastida habían
hecho el milagro de disuadirlo a retornar a la nada, eso sí con el miembro
semierecto y bamboleante como si hubiera en un momento determinado
procurado hendir con él para afincarse en la tierra y oponer resistencia a las
mágicas maneras del sirviente. Lo vi tres o cuatro veces, alternadas con mis
inmersiones, ya que no me limitaba a ese jugueteo a medias sino que había
optado por meter las piernas, nalgas, cintura, y bajar hasta el asiento de piedra
que me recibió con su tornasolada penumbra de musgo, de podredumbre
verde, de linfa de moco y babas, que se adhirió a mis manos, trepó como
nieve en torbellino y enturbió las aguas creando ante mi vista un cielo que se
desintegraba, un espacio al alcance de la comprensión pues se distinguía con
toda perfección que aquella masa de color de sol agónico no era otra cosa que
la trasunto de material nasal de alguna de las habitantas, aquello otro, que
circulaba raudo al menor movimiento de su entorno, una estrella recién
escupida por Bastida. A través de ese Cielo sin complicaciones, entreví el
equino ascender, recoger su verga y perderse tras el remolino que había
formado Bastida con su ímpetu de ayuda o de ¿ataque?, le pregunté, y sin
contestarme, quizá porque no me había escuchado o porque no le interesaban
en ese instante mis palabras sino el sacrilegio, volvió a entonar con ira
mística, semejando a un censor político de las artes y, esgrimiendo con
maestría sus manos, atrapó mi cabeza, tiró de mis cabellos, así que tuve que
contrarrestar su fuerza emergente con la voluntad de exterminio, voluntad
que se me había hecho evidente en la obscuridad del detritus navegante. Un
don de Dios sólo le pertenece a él, profería, y jalaba de mi cabello mientras
mi trasero se colocaba con todo mi peso en la superficie de moho y mocarro y
mis manos se aferraban a las paredes de la celda. No está permitido
autoeliminarse sin consentimiento del creador, peroraba, y su voz atiplada me
ofendió, sus maneras de rudeza femenina, ¿por qué los aruñetazos?, ¿de
dónde su crisis de tonalidades nasal? Que no estaba en un púlpito, maricón, le
grité desde las profundidades. Ya cohesionado en las tres personas que me
constituían, salí un instante del fondo y lo golpeé en el estómago, a lo que
respondió con tal prontitud que me produjo admiración, aunque en verdad no
había querido atacarme sino asirme de una oreja, tal vez de la boca como
había hecho con mi corcel, sólo obteniendo un tajo de mi piel que se llevó en
su única uña pintada, larga e insidiosa señal de que Bastida si había callado
sus admoniciones, injurias y amenazas era porque estaba acumulando fuerza
para sacarme. Entonces, esperé, reservando la mayor cantidad posible de aire
en mis pulmones y disponiéndome a cavilar que tan pronto se agotara el
oxígeno de mis acolchadas cámaras me hallaría en condiciones óptimas de
formularme interrogantes sobre mi personalidad, el valor, el deber, y tendría
razones inobjetables para la voluntad que me dictaba la necesidad de
permanecer allí y por nada, absolutamente por nada, retornar, ni cruzar otra
vez el salón bautismal, ni el umbral de la realidad. Sin embargo, Bastida no
procuró sacarme sino todo lo contrario, con breves ramalazos de luz de ese
cielo, sus manos bajaron y me empujaron. De manera que de salvador se
había convertido en criminal, me dije, e hinqué mis uñas en sus brazos y
luche para erguirme, pero todo el peso de Bastida estaba sobre mí. Se había
apoyado en el borde de la alberca y descolgaba la fuerza y la inercia, las leyes
físicas en su escala personal y a la vez todas las condiciones de la existencia
de las cosas: velocidad gravitatoria, principio de realidad y principio de
inercia, la economía de la energía, y el miedo, y la soledad, sí, la soledad
pues sentí que ese vientre amniótico me consumía para integrarme en sus
elementos como otra porción, célula, moco, viscosidad y detritus, que
disgregaba mis particularidades, que en esa medida dejaba de ser individuo,
que era aterradora la indiferenciación, horrenda la comunidad del todo y la
desaparición de mi conciencia. Entonces, mi cerebro dictó lo apropiado y fue
el alzarme de la profundidad empleando la misma fuerza que me mantenía en
ella: los brazos sin vellos de Bastida, quien al verse precipitado por mí hacia
la obscuridad abominable que le merecía todos sus espantos y analogías con
el infierno, las pesadillas y la humillación, me soltó y aguardó que yo
emergiera de las aguas, lo buscara en la latitud real, me abalanzara contra él y
descubriera que la gracilidad de su cintura era un quite de verónica de las más
perfiladas por la tradición taurina española, y que tuviera el tiempo y la
oportunidad de derribarme, caerme encima y golpear con saña de hembra
felina, tarascada allí, mordisco acá, cabezazo. Fuimos un nudo de identidades
y su aliento me soplaba lo promiscuo, me intimaba con sus palabras, así que
me quedé quieto, vencido ante la evidencia de que la soledad de un recinto de
extinción había caído de nuevo en la relación múltiple, en la red de los
contactos, y dejé que con sus artimañas de jugador de secretos quisiera
desintegrarme al igual que al equino y que sus suertes se contaminaran de una
risita. Sobre la fría lámina de cemento sentí sus dedos tocando mi sexo,
irguiéndolo como un triunfo y acercar su boca y llenársela con esa porción de
mí.
Vocación inusitada

Estaba en mora de poner término a su vida, le manifestó esa tarde y por


tercera vez Moriz a Alter. Dicha afirmación, en verdad, pertenecía a la clase
de pensamientos en voz alta que le sobrevenían involuntariamente desde su
desencuentro con la fortuna en el muy señorial lupanar de Campesina. Se
diría, sin embargo, que se hallaba filosóficamente satisfecho de lo acaecido
porque había con ello, ab ovo, calado en lo contemporáneo y liberado de esta
manera su espíritu de sentimientos de culpa pasados de tiempo, ya que
menesteres de lanza, auténticos torneos, defensas de cetros y coronas o
similares empeños de caballería y honor no eran viables más que en su
errática imaginación.
Además, Moriz cavilaba y permitía que las ideas fluyeran según su
propio e inescrutable orden y fueran luego pasto de sus labios, precipitada
dicción y sospechosa proclividad literaria, sin pretender ser escuchado,
mucho menos leído e interpelado, pues se había percatado, curiosamente a
causa de los mismos hechos, que era vana toda ambición de fe en la palabra y
en su virtud de revelación. De tal forma que su habitual mutismo ya no era la
estratagema adecuada para eludir las suspicacias de Alter, satisfacer los
deseos de Roma y contrarrestar las insidias de Tel. Tan desguarnecida había
quedado por la batalla sacramental que optó por la locuacidad aunque sin
ninguna confianza en ella.
Si lo haces callarías de una vez por todas, creyó que le había respondido
Alter. De pésimo talante el funcionario que enterado de las aventuras de su
pupilo, que por otra parte competían deslealmente con las suyas, se había
visto en la crisis y coyuntura de ajustar a sus moldes morales, experiencias y
convicciones, cuanta consecuencia se colegía de aquellos inopinados sucesos.
En primer lugar, no eran ciertos, fue la premisa que su instinto le dictó y que
su cerebro trabajó hasta hacerla lógica. En segundo lugar, existían serios
motivos para estimar que la cabeza de Moriz no marchaba bien, asunto por
completo previsto en la perspectiva que diseñaba los registros personales, los
dictámenes de los psicoanalistas de la familia y las espontáneas
observaciones de la servidumbre. Pero, no obstante, lo ocurrido excedía las
más funestas proyecciones, así que no cabía duda que la fantasía morbosa de
su pupilo estaba dominando por entero su alma. Por tanto, encariñado con
esta segunda hipótesis, repitió que si Moriz enmudecía tanto mejor pues
podría él estirarse en la chaise longue, leer la prensa, el compendio de lo más
fugaz, se dijo, dormitar en exactos intervalos de quince minutos mientras
transcurrían sus sentidos la lenitiva sucesión de la música. Gracias a su
paciencia de viejo, había descubierto que la música clásica no era la
disciplinada obediencia que por razones sociales se había impuesto, tiempo
ha, sino un placer, un placer puro, ya que no lo obligaba a esfuerzo de
comprensión, pese a que Moriz insistiera que semejante audición no difería
en nada a una vulgar digestión aderezada de duermevelas. No, no la entendía,
mas la impresión que la inundaba tan pronto ponía en funcionamiento al
gramófono era la gratificante de que la realidad se desvanecía y él cesaba de
pensar y se hacía inmaterial. En especial el sentimiento en bruto, semilla o
mineral, de que era rodeado de humo de incensario que lo aislaba y protegía
de las hostilidades del exterior y de la misma muerte.
En el fondo lo tenía sin cuidado el que Moriz enloqueciera del todo, o
que fuera una mera simulación de las que con cierto ingenio ponía en escena
cuando buscaba un provecho, o que, en efecto, llevara a feliz culminación su
melodramática y anacrónica intención de autoeliminarse, porque de lo que se
trata es del suicidio, le había recalcado Moriz por segunda vez paseándose
desde el pasillo de su aposento a su lugar de reposo, interrumpiendo no solo
la tranquilidad de mente y materia sino mandando al traste la Misa en re y el
mismo goce que a instancias de Moriz había conocido como una noche en
que compelido por su pupilo escuchó Las cuatro estaciones una vez, dos,
tres, hasta que perdió la cuenta y con ella la repulsión y el miedo, ganando en
entendimiento ético pues se sintió dueño de la imparcialidad, del don de la
total neutralidad frente a oponentes, así que cuando reflexionó sobre sus
insomnios creyó entender que si su cuerpo y mente se negaban al descanso,
que sus actuales condiciones y voluntad le permitían, e ingresaban en una
frenética actividad de vigilia en que las dos entidades se confundían con los
incidentes de su pugnacidad, no poseía él, sujeto y objeto de la lucha de los
contrarios, autoridad y argumento para ingeniarse una tercera criatura o
inteligencia, una verdadera sin misterio y exégesis, que arbitrara con las
peregrinas razones de que los pensamientos son malignos cuando se
mantienen en su metamorfosis de sueño y en las imágenes masoquistas de la
imaginación autodestructiva, caso de Moriz, y que el cuerpo, su materia
organizada por un arte magnífico e inimitable, llevara en sí el principio de su
propia destrucción, pugnara contra la unidad y estimulara la subversión de
sus componentes, el ojo ser el ojo solitario, la mano errar a su inclinación, el
pie perder su sitial el deslizarse por el vacío. Bastaba y además era lógico,
arguyó Moriz al instante, satisfacer los deseos sin urgirse de comprender sus
causas o sus fines, por tanto, oír música, dijo, y remplazar la conciencia,
agregó en plena exaltación.
En efecto, comprobó Alter, el aspecto de su pupilo era lastimoso,
parecía al borde de una repentina vejez, la progeria que atentaba contra la
tradición de longevidad de la familia, de la lepra de los años que carcomería
sus mejillas de adolescente, cruzaría su frente, depositaría la nieve podrida de
las canas en su cabeza, a semejanza de mí, se dijo Alter con cierta luz
titilando en sus ojos de secreta reivindicación, pues cada uno de estos eventos
para él ya vistos como a través del cascarón del huevo de la serpiente,
reinaban en su propio rostro y, no podía olvidarlo, a causa de las tareas que
Moriz le había implicado a lo largo de su educación. Entonces, se había
sentado en la cama de Moriz, no sin antes recordarle que estaba en condición
de jubilado, que habían concluido sus obligaciones de protección y
enseñanza, que no tenía que hacer de padre, ni de tutor, ni de espía, ni de
instructor. Que estaba retirado, en uso de buen retiro, es decir, por el honor y
el mérito, y que anhelaba el descanso, el cuidado de sí, y, en consecuencia,
estaba allí por consideración a Moriz, quizá por curiosidad, también, admitió,
lo que le permitía, si le venía en gana, levantarse al momento, recalcó, y
retornar a su aposento, pero Moriz se impuso, lo llamó padre putativo, y
demostró tal convicción y fuerza, que no correspondía a sus delirios ni a su
aspecto, que avivó un íntimo interés en Alter. Vio sus párpados carcomidos
por un rojo sanguíneo y devastados por caspa seca, exento de pestañas que
sin embargo no habían mitigado su fija mirada de miope, la incisión de sus
movimientos cuando aletearon sobre su observación, acción que ejecutaba sin
dejar de hablar de tal o cual tema, de desviar hacia otros conforme intentaba
seguir el hilo de la música, lo podía jurar. Se percató, a la vez, que la imagen
que ahora obtenía de Moriz no se ajustaba en nada a la que él conocía y había
ayudado a transformar durante sus años en formación y, no obstante, tampoco
le importaba este hecho, como menos el que su pupilo repitiera que la
imposibilidad de conocerse era absoluta, que las doctrinas que pregonaban lo
contrario no eran más que ideologías políticas, apologías de la estupidez,
argumentaciones en pro de la mala fe y sustento de la mala conciencia. No,
no le importó esto ni la circunstancia de admitir que lo que antes y durante
mucho tiempo había sido un impulso leve, un embrión de odio para con su
tutelado, se exhibía ahora con su cabeza de salamandra, resoplando
cadenciosa en un rincón del cuarto, que atisbaba con sus ojos de celdillas de
fuego, rugosa y eterna. Era palpable su empeño de acometer contra Moriz, de
callarlo, de recuperar algo de sí que estaba en poder de Moriz pero que debía
ante todo reconocer, identificar, tal como hacía el propio Alter, porque
presentía que su inquina original se derivaba de la certidumbre de que su
pupilo le había hurtado algo con su mirada de miope y sus palabras. Pero,
también, estaba la música y él la escuchaba como nunca, así que no se movió,
ni acusó ningún cambio de cuando la salamandra dio sus nerviosos y cortos
pasos detectando el medio, el giro de su cabeza coronada de crestas verdes y
amarillas, y se dirigió hacia él, pasó junto a los pies de Moriz y se hizo
invisible para luego materializarse de este lado, continuar su cometido,
empujada por una fuerza prediluviana, con sus patas palmeadas, hasta sus
piernas y saltar ligera y a la vez torpe y alcanzar su garganta e instalarse en
ella resollando conforme su corazón dictaba a su pensamiento la certidumbre
de que todo era posible, que sus sentidos lo atestiguaban, tanto la paz que lo
invadía como el odio que continuaba creciendo en la misma proporción en
que Moriz decía conocer las compuertas del tiempo, que sabía de la inasible
prolongación de las cosas del exterior, que no había nada que identificar o
definir. Y ya no se inmutó, y quizá pensó que cuando estaba escuchando o
había escuchado de Moriz era fruto de su imaginación, de esa facultad tan
nueva en él, o renacida de las cenizas que le habían volcado su trabajo y su
recia disciplina de monje o de militar, que sin embargo, había hallado cobijo
en su espíritu y ahora buscaba sitio en su testa, metamorfoseando todo a su
alrededor pues su pupilo, seguro, no estaba haciendo semejante aspaviento
como él creía oír, ni efectuaba las carreritas de una pared a otra de la
habitación, ni mucho menos era cierto que portaba una pistolita calibre 22,
¿hablando aún? El no entendía o no debería hacerlo, aunque su razón pugnara
la obligación de responder y atender siempre las palabras de su educando.
Pero estaba, asimismo, su deseo: escuchar la música que otra vez formaba
una corriente ininterrumpida que lo conducía a un lugar laberíntico que, sin
embargo, él creía conocer desde mucho antes. ¿Cuándo?, se preguntó, y
Moriz le dijo que el día ya estaba establecido, de todas maneras antes de
cumplir años, posiblemente en el mismo mes, esto evitaría melodramas a la
vez que dejaría un símbolo. Mas no era esto lo que inquiría Alter, y
esforzándose por contestarle fue hacia la cabecera de la cama y atisbó el
tocadiscos. Sí, en efecto, caviló, reconoció el lugar pese a que los pasos que
ahora daba nada tenían que ver con ello ni con lo que veían sus ojos, ni
cuanto a las demás sensaciones que lo apremiaban. ¿Lo conocía de verdad?
No era cuestión de saber o de ignorar, para estos asuntos las respuestas
inventadas por los hombres no han servido, dijo Moriz y extrajo el peine de la
pistolita y escrutó por el orificio y halló en el extremo del cañón una oreja de
Alter que estaba especialmente roja, parecía afiebrada, allí se marcaban los
surcos de la música que giraba, las ondas sonoras se convertían en calor e
incendiaban con lentitud el pabellón, la pulpa colgante, se introducían en
espiral y con suavidad lo desintegraban como una materia en ignición, pensó.
Poco importaba porque si era una artimaña para desatenderse de su
responsabilidad y escurrirse después en su cubículo, no lo iba a permitir ya
que un testigo es un factor indispensable o de lo contrario las versiones que
circularan sobre la acción serían tan comunes, uniformes y de antemano
dichas, ensalivadas y proferidas, que no habría verdad ni falsedad,
simplemente versiones, es decir, nada, nada. Ese color violeta, por ejemplo,
que hería sus pupilas y que se encontraba en el borde circular, muy distante y
a la vez sensible a su observación, cabría jurar que era la primera vez que lo
veía y no obstante era parte del gesto que había efectuado, y tuvo que admitir
que la maldita salamandra luchaba por acercarse al calor que emitía el disco y
que la atraía halándola hacia abajo, pero él apretó los músculos abdominales
y él resolvió no permitírselo ya que había hallado la razón, muy
intuitivamente desde luego, entre el bicho y su personal actitud de caminar
por la elipses que la música diseñaba entre los extremos ejes del rojo y el
violeta, el diminuto violeta y el voluminoso rojo. Un sol, pensó. ¿Cómo
existe en tan reducido espacio? De la misma manera que en otro inmenso,
infinito, intervino Moriz, quien se había sentado en el rincón y jugueteaba
con el arma , la levantaba y la dejaba caer con movimientos bruscos como si
el metal se hubiera sumido en fogajes y tuviera la urgencia de tomarlo,
ocultarlo entre sus manos y de nuevo soltar para proteger sus dedos. Déjala
en cualquier lugar, ordenó Alter. Era lo aconsejable y lógico, ¿o no? Da igual
porque otra vez aparecerá en el bolsillo de mi chaleco y exhibiera su culata,
el rabo procaz de un chimpancé. Sí, ciertamente similar. Un ojete brillante, un
hueco lustroso y sus forcejeos y ánimos para escaparse y funambular por toda
la casa, prefiero esto, concluyó. La asió por la mitad y resistió. Hay que
resistir, balbuceó Alter al sentir que su mejilla derecha entraba, también, en
combustión y que su miedo y su sorpresa se compaginaban con el hecho de
que no había sentido más que un soplo tibio que abría su piel y destejía cada
punta de sus costuras, quemaba con sutileza, el arte por el arte, se diría, y
deshacía los nudos invisibles, hacía de cada núcleo un ojo palpitante, de cada
unidad de materia un punto de energía que se dirigía hacia fuera y se
expandía, una nebulosa, los giros de sus componentes, sus colores, la
multiplicidad de los prismas, nada de dolor, expresó desde el otro lado Moriz,
y confirmó su aserto mirándose las palmas de las manos que transparentaban
a Cloto, y esto lo apaciguó pues fue ostensible que sus hilos diseñaban la
totalidad y que por tanto era apenas natural el que su mano derecha terminara
por ajustarse a la culata del artefacto como si se hubiera efectuado una
prolongación de su sensibilidad, que esta lo comunicara más allá de sus
dedos, tendones y ligamentos, y pudiera manipular el arma como a una
bestezuela domesticada y no hallara la forma del ano del antropoide, su
vulgar pliegue, sino la adecuada para que se ajustara a su asimiento,
introdujera su dedo índice, accionara la amígdala de acero y... tal vez, le dijo
Alter mientras comprobaba que la música se había hecho plana, que por
donde él circulaba se entrecruzaban anillos intangibles, que los colores fluían
confundiendo los prismas, que el blanco era una corona hirviendo, así que
¿cómo quería el joven hidalgo le atendiera semejante estupidez?, pero Moriz
se apuntó a la sien derecha, ¡no!, quizá izquierda, aunque no podía asegurarlo
dado que él continuaba girando raudamente, produciendo la ilusión de que se
hallaba en plena inanidad, inmóvil, pensativo e, incluso, dormitando, mas la
verdad era que no se había detenido ni un segundo, ni siquiera cuando supo
que se desintegraba en partículas aún más veloces que él, y que sin embargo
conservaba su imagen como si se hubiera momificado en una urna de cristal
tan reveladora como la luz del sol, y aquella era su nariz, sin duda, esos sus
labios que habían temblado un instante el goce de su disolución y el miedo de
verse recreados al instante siguiente. Pero cómo explicárselo a su pupilo sin
entrar en hipótesis pues era caer en la confusión, en el credo, el dogma y en la
imperdonable pedantería de invitarlo a escuchar cambiando los papeles y
admitiendo que Moriz tenía razón por su pasión atonal, además que, por su
parte, no estaba seguro de los acontecimientos en la medida en que existía la
posibilidad de que se estuviera engañando en la transición oír-ver sin poder
denominar sus comprobaciones pues a la par había creído ver que la
salamandra se había erguido a su paso en el pico de una breve eminencia
sobre el mar de platino oscuro que circundaba ese sector, y que había abierto
su boca de tenaza y que él la había mirado con múltiples ojos, tanto como los
panales triangulares de las órbitas del animal, ¿o no? Sí, aceptó Moriz.
Avanzó hacia la mesita y extrajo un libro cuya lectura debía realizarse muy
rápido porque sus letras se borraban y pululaban de nuevo de manera
incesante, configurando otros idiomas, extinguiéndolos, elaborando signos
irreconocibles y figuras para dejar otra vez la página alba, limpia de toda
significación o tupida de caligrafías de fina pluma, ¿de qué siglo?, no sé,
respondió cuando precisamente iba a interrogar a Moriz acerca de la época de
Vivaldi, ¿pero acaso lo uno y lo otro existían? ¿Y dónde? Allí seguramente la
salamandra que había afincado en una hirviente roca donde se rompían olas
de acantilado u ocultado tras el crescendo que emitía el disco. Sin embargo,
no repitió las preguntas porque Moriz se había tendido debajo de la
coordenada inferior, muy meticuloso con su chaqueta de absoluto negro, casi
de un negro vacío, es decir, de contracción de toda luz, el libro en su flanco
derecho cuyas tapas de cuero húmedo, se diría que de piel viva, respiraba
levemente y se erizaban ante las oleadas de frío austral que arribaban
isocrónicas. ¿Mirando hacia dónde? ¿Veía él, quizá, un punto no fugaz e
idéntico? ¿Había encontrado algo inmutable? ¿Percibía en su obstinada mente
la proyección del cero absoluto, lo que contiene toda posibilidad y es fuente
incesante? ¿Lo había hallado?, inquirió Alter comprobando una vez más que
el jovencito Moriz se traía sus especiales talentos, que siempre hacía lo
indispensable para desconectarlo a él primordialmente y a través suyo a los
demás. Por ejemplo, había escrito una frase o vocablo incomprensible en la
pizarra. ¿Qué razón lo llevó a utilizar la tiza amarilla para dibujar con la
precisión de esa ceniza otra ceniza semejante a su rostro tantas veces
pulverizado y otras tantas rehecho y escribir qué? Sin muerte posible, había
escrito, y luego se tendió en dirección opuesta a la suya para observar el
punto donde había creído ver un mundo de explosión que había convertido en
impensable la claridad lo invisible, lo tenue, lo blanco, ¿o era que sus ojos se
habían llenado de oscuridad y se engañaba para darse la memoria de la luz?
Pero todavía conservaba a su lado la pistolita niquelada, en línea perfecta con
la vertical de su brazo, cuerpo, desplazamiento, sí, desplazamiento ya que el
conjunto de arma, libro y mirada se movía a la inversa de su rotación. Rotaba,
confirmó Alter, describiendo una amplísima circunferencia que producía la
falsa imagen de la quietud pues si se relacionaba con él era su pupilo quien
podía ser atisbado como un dedal suspendido desde todos los tiempos en un
lugar inmutable. Empero, la quietud lo duplicaba y maleaba su materia como
si fuera proclive, débil su esencia, fácil pasto de los cambios de la realidad
circundante. Así, dijo con resignación Alter, no podría eludir la tarea un tanto
intrascendente de contemplar los accidentes del jovencito, sus esfuerzos para
prestarse a las transformaciones y la voluntad suficiente en aras de forjar
alguna oposición contra ellas, sus vanas intenciones de poner término a su
vida, de cortar el hilo del tiempo porque al fin y al cabo, razonó Alter, la
conciencia sobre la existencia propia era lo más efímero que se logra concebir
y Moriz ni siquiera sabía esto. Pero Alter lo interpeló recordándole con
acritud que era viejo, que no podía hablar de perpetuidad un jubilado, un
retirado, un condenado a vagar en la sombra mientras él se regodeaba de
ludismo con la pistolita suicida, henchido como se hallaba todavía de
juventud.
Alter optó por retornar al lugar original que su recuerdo traía de lo
remoto. Fluyó entre las cambiantes ondas de luz y sonido y creyó divisar el
umbral del cuarto de Moriz y escuchar los llamados que este le hacía para
manifestarle que se hallaba en mora de acabar con el asunto, que solo tenía
que apretar el gatillo, puf, paf, seguro dos sonidos al colisionar la bala con el
hueso, la masa gris, las circunvoluciones del cerebro, en definitiva los efectos
sonoros eran de lo menos aconsejables, no poseía ni un ápice de la sutil gama
de notas que cualquier otro contacto de elementos producía. Verbi gratia,
reflexionó Alter, los efectuados por la manducación de la salamandra son
más ricos en matices, se alternan con los filamentos de los sonidos agudos del
clavecín, sí, sí, nada más por el momento, hasta otra vuelta e iba a despedirse
de su pupilo, recular hasta la imantada mansedumbre de la agonía en su
poltrona, un periódico sobre sus rodillas, pero ya estaba Moriz luchando
contra lo imposible y forcejeando consigo para deletrear, volver a articular
palabra, prenderse del árbol de los signos y hacer transitar sus ideas por el
cuerpo de los vocablos. Lo vio balbuceando y chorreando la baba inútil de
sus esfuerzos, buscando con lectura introspectiva los significados, leyendo
páginas deleznables de su libro con la intención de dominar las cosas. Moriz
recordó el juramento que una vez ejecutara en la antisolemne estancia del
baño frente al espejo cuadrangular, luego del examen intenso que lo llevó de
las deducciones e inferencias a la conclusión de lo que podría esperar el
dueño de esos rasgos, del tamaño de su cráneo, del arco de las cejas, de la
frente esmirriada y de cuanto, sin duda, se escapaba a su mirada de ojos fijos
y torpes, insidiosos los calificaba Alter con cierto desprecio que acompañaba
la emisión de la palabreja en sus apretados labios de funcionario, juramento
que hubo de designar con obediente actitud cristiana y palabra que se
prometió que antes de los veinte años debía autoeliminarse. Así que, había
proseguido Moriz, lo indicado dentro de su plan era que su maestro, envuelto
en su túnica de sabio, conociera del cometido, lo presenciara y tuviera la
gentileza de grabarlo en su muy ordenada memoria.
Entendámonos, le había contestado Alter, condescendiente y
disimulando una explicable cólera, él podía explayarse sobre algunos
excursos a propósito del tópico, estaba en condiciones, incluso, de referir
alguna espectacularidad, de describir métodos, de recordar debates sobre la
subjetividad del motivo y la causa eficiente, pero en suma nada había
cambiado su inteligente indiferencia, de tal manera, jovencito, dame, dijo
suspirando con benevolencia, y tomó la 22, la sopesó mientras esgrimía un tic
con su boca, se estaba mordiendo la lengua, pensó Moriz, accionó el cañón y
verificó la recámara, volvió a sopesar inhibiendo un bostezo y un fastidio de
que otra vez y por la desgracia de poseer una deformación profesional de
proporciones mayúsculas estuviera instruyendo y hasta sustituyendo a su
pupilo en las acciones que sólo atañían a este. ¡Pero la enseñanza, la sabiduría
que esclaviza, la verdad que es un demonio imperando en el alma, la fatiga!
¿Lo ves? Sí, tenía más disculpas que achaques, de tal manera que midió la
distancia, dio tres pasos atrás, no debía estar muy cerca, era preciso que el
acto viniera mediado por la precaución de que las cosas humanas, todas
pequeñas e intrascendentes, deben ejecutarse dentro de las maneras y
parafernalias adecuadas con el fin de ocultar a la conciencia estética y a la
inteligencia lo minúsculo, ridículo y melodramático. Levantó lo equitativo, ni
un centímetro más ni uno menos, descontada la modificación de la
perspectiva por los dos y medio metros que había retrocedido y los
centímetros que le llevaba a su pupilo de estatura, y disparó, aguardó algunos
segundos que la parecieron de una monotonía extrema que estiraban las fibras
de sus nervios y producía arpegios lamentables, hasta que Moriz cayó sobre
la alfombra del pasillo, constatado lo cual lanzó el arma al suelo. El joven no
había quedado del todo estirado sino en una absurda posición fetal que
reducía el tránsito por el corredor, observó Alter, entonces hizo equilibrio
camino de su cubículo, paladeando de antemano la serenidad de la audición
que se iba a prodigar sin escuchar a Moriz. Nada de cantinelas, dijo Alter y
silbó tres acordes.
Cuarta parte
Por fin un acceso al orden
Epílogo

Como la convalecencia no era una coyuntura histórica y mucho menos un


argumento con valor ético, aquella mañana Gaspar –mañana por lo demás
radiante y premonitoria igual a las que habían constituido sus mejores días–
tuvo el novísimo temor de que sus habituales actos no significaran lo de
siempre, o que no pudiera verlos con idéntica óptica (pese a que su miopía se
había dictaminado estacionaria) o, en el peor de los casos, que las
circunstancias hubieran cambiado y él no poseyera la inteligencia ni la
voluntad para adecuarse a los nuevos órdenes. No debía ser optimista luego
de haber constatado que era proclive a la reclusión que le habían impuesto
durante largos períodos como correctivo a sus desmanes autodestructivos. No
estaba medianamente seguro de ser capaz de ingeniarse los actos de ajuste
que demandaran los hechos. Sin embargo, creyó que los primeros impulsos
como el despertar, enseguida atisbar en rededor y maldecir –no sin cierta
complacencia ambigua– el hecho automático de que su cuerpo se aprestaba a
la existencia vigilante, diurna y cíclica, y que accionaba sin contar con su
voluntad y optaba por la acción semejante a un haz de metabolismos
intercambiados entre él y las cosas, eran los de siempre, mientras su
conciencia, también por costumbre, se rebelaba inocuamente, elaboraba
juicios y estimaba que su comportamiento era deleznable y ridículo como
hipócrita la especulación y la crítica de los actos cotidianos. Pero Gaspar
sentía temor porque había mirado hacia la calle en un momento por completo
inusual que reñía con su bien conservado sistema de reflejos y actitudes. Esto
era un pequeño detalle, sin duda, mas no por trivial menos preocupante. Así
que volvió a dirigir su mirada a la calle. Afuera el sol hervía y transfiguraba
las imágenes en una realidad maleable, fisiológica, que contaminaba de
imprecisión la geometría de la calle, la paralela de las aceras, la perpendicular
de los edificios y casas. Gaspar permaneció unos minutos frente a la ventana
contemplando hasta cuando el miedo le hizo pensar que con ello estaba,
quizá, alterando un mecanismo intangible de su inteligencia, trabando las
percepciones de su conciencia y dando lugar a que pisara en falso o a
encaminarse hacia algún insospechado abismo. Por tanto, se contuvo, se
ordenó meditar, ser ecuánime, liquidar toda suspicacia y, se alentó, era más
aconsejable emplear la fe que la tradición cultural había ya depositado en él.
Empero, cayó en cuenta que estaba rodeado por un silencio irreconocible y
fuera de lo común. Parecía como si la casa se hallara deshabitada. Más que
vacía daba la sensación de que se había hecho hostil, que se habían
clausurado repentinamente sus interiores umbrales, interpuestos y trastocado
la dirección de los pasillos y, tal vez, que sus moradores habían dejado el
rastro de un rechazo cuyas razones él no podía objetar ni tachar de
inapropiadas.
Luego logró comprobar que la fina intuición de sus instintos no había
errado pues la sirvienta no lo llamó joven, ni niño, ni señor, vocablos que
antes profería con especial solicitud y, por el contrario, había balbuceado,
trepando los ojos hacia un horizonte que nada tenía en común con el sucio
techo de la cocina, que todo hombre honesto, todo caballero, debe ganarse la
vida porque el ocio encanalla. Posiblemente acompañó la frase, tan estudiada
que estropeó todas las leyes de la dicción y del espíritu admonitorio, con el
ruido del llavero que había colgado en su cintura y que hizo tintinear contra
la loza en la que le había servido unos tragos de café negro y una hogaza de
pan, con el fin de subrayar el hecho de que los utensilios empleados eran de
su vajilla personal y que por tanto estaban por el momento igualados y que
como consecuencia de semejante accidente del desclasamiento y
proletarización ella solidariamente le suministraba advertencias
incuestionables.
Bastó, entonces, a Gaspar la maravillosa síntesis de los movimientos de
la cocinera para concatenar con su propio acto de avizorar en un instante tan
inopinado la calle. Una advertencia formulada por cualquiera de sus
familiares no hubiera sido tan concluyente. Su inteligencia le indicó que
debía tomar una resolución de inmediato. Emplear un imaginativo recurso de
salvación si quería evitar la misma suerte de otros, de madre, se dijo. De tal
manera que se encontró prodigándose soluciones, consideraciones llenas de
sindéresis y ejecutando actos que mitigaban el anuncio de ineluctables
circunstancias adversas. Cambiar el destino. Gaspar estaba decidido a ello
porque estaba en juego su pelleja. Él ya sabía lo suficiente y estaba
convencido que la maestría de sus instintos se hallaba sustentada por varia
experiencia y recuerdos de factura imborrable. Actuar con prontitud, se dijo.
Demostrar resolución. Ser feroz en la acometida. Saltó del taburete donde
había tomado su frugal desayuno y llegó a su cuarto y arremetió contra su
biblioteca. Por primera vez en mucho tiempo no se detuvo contemplativo y
maravillado, a la vez sumiso y modesto, frente a los anaqueles que cubrían
las dos paredes mayores de la habitación sino que dejando de lado la
estimación subjetiva de los lomos de la encuadernación, obviando la guía
alfabética y temática que le daba a los libros un orden universal y práctico
que antes había considerado el único veraz y digno de imitación, evaluó su
cuantía según sus tamaños, estado de conservación, vistosidad de las
carátulas y calidad del papel de sus páginas. Muy poco sobrevivió a su
examen. Un ojo mucho más experto, el de un librero, un editor, por ejemplo,
se dijo, reduciría las unidades y consecuencialmente el precio y sería irrisoria,
casi humillante la oferta. Sin embargo, prosiguió. Desarmó los estantes.
Inhibió todo sentimiento que acusara debilidad afectiva. Eliminó reacciones
tan vergonzantes como la de repasar los títulos de los volúmenes y evocar.
Rechazó las asociaciones a que se prestaba su inconsciente y se mantuvo en
la convicción de que en lo sucesivo al prescindir de la lectura sería una
magnífica empresa espiritual que produciría sus mejores frutos cuando menos
lo esperara. Ejecutó su resolución en completo silencio pues no quería
provocar equívocos en la sensible sociedad familiar. No buscaba halagos
prematuros, ni estímulos extraordinarios. Nada que diera lugar a la suspicacia
de que cuanto efectuaba se reducía a una corriente estratagema para perpetuar
la vida holgada de joven de clase media.
Ante todo, Gaspar reconocía que el aserto de la mucama había arribado
hasta su alma y conmocionado. Se sentía renacer. Por cada tramo vacío de su
biblioteca se hacía más fuerte. Sus músculos se activaban como émbolos de
una gran máquina puesta a su servicio para desempeñar trabajos de innegable
trascendencia. Además, pensó, él podría llegar a ser la reproducción exacta de
una diligencia integralmente provechosa. El futuro se había dejado atisbar
tras la hendedura de la intuición y le había señalado el éxito. Sí, aceptó, era
joven. Fuerte ahora, por cierto inteligente, podía afirmarse. Hasta, olvidando
oscuros accidentes y resentimientos, cabía sostener que era un individuo con
suerte o, por lo menos, no más vejado y usado que muchos otros. Había
tenido padre y madre como el resto de los mortales (razón suficiente en sí
misma). Lo habían instruido para el ejercicio de artes y oficios de acuerdo a
las metas históricas de la sociedad. Dado una moral y otorgado convicciones
políticas. En todo esto radicaba su auténtica fortuna. Ahora, proclamó, es el
momento de encaminarse en pos del dinero. La riqueza estaba en el umbral
de su habitación y bastaba descender a la primera planta y pisar con
seguridad y fe la acera, que el mundo le retribuiría con creces cada esfuerzo,
lo gratificaría por sus aportes, le daría más luz a su inteligencia en
reciprocidad a cuanto él entregara de sí. Se sintió inflamado por la verdad de
sus deducciones y no pudo inhibir la idea de que él se semejaba a un
condottiero, a un caballero de armas que asume el poder por mérito de su
audacia.
Cuando terminados estos pensamientos, asaz estimulantes, miró a su
alrededor y contempló su obra, se percató de cuán pequeño había sido su
mundo hasta ese instante. ¿Cómo se había encerrado en las estrechas
dimensiones de unos libros que cabían en tres cajas de cartón?, se preguntó
avergonzado ante la evidencia. Había jugado con la fortuna. Había
desperdiciado con una soberbia inculta la realidad y los dones de la
naturaleza. Por suerte, su alma había respondido puntual al captar la sutil
proposición de la sociedad. Ahora comprendía o, al menos, su voluntad no se
arredraba ante el conocimiento real, la ventura de lo concreto, el prodigio de
la vigilia. Al fin y al cabo, se dijo, el progreso del mundo es esencialmente
resultado de cavilar para la actuación inmediata, de estar vigilante, de
desalojar sueños innecesarios, subjetivismos, temores y cobardías. Gaspar
aspiró con auténtica fruición el tenue aire húmedo y sus pulmones se
oxigenaron como nunca antes. Estaba apreciando el don de vivir y cada uno
de sus sentidos se renovaba por este ajuste de cuentas con el mundo.
Con cautela, pero seguido por la inevitable diligencia de la sirvienta,
depositó en el desván los paquetes de libros con el fin de ocultarlos y no
provocar en los demás duda o aprensión. Ya tendría ocasión, se dijo, de
efectuar una venta gananciosa, un trueque o un obsequio que reportara
dividendos.
No vendré a almorzar ni a comer, no aguarden por mí, manifestó
enfáticamente y se encaminó hacia la puerta trasera de la casa por donde era
su precavida habitualidad salir y entrar, escapar y pasar inadvertido, pero de
inmediato la mujer se adelantó a su cometido, inclinada y poseída por el
regocijo, muda pero bullente de palabras que no brotaban de sus labios, le
indicó el pasillo principal, la Puerta Mayor, y lo socorrió con una mirada de
despedida que prodigaba toda clase de bendiciones, sincrética y
polidogmática. Un arranque de afectividad maternal que tomó desprevenido a
Gaspar y que lo hizo vacilar un momento: ¿preguntar o devolver el gesto pese
a que no estaba nada claro su sentido? Podía ser una especie de despedida
irreversible, caviló, y esta posibilidad lo aterraba aún a sabiendas de que
debía afrontarla. No obstante, reflexionó, era factible que semejante actitud
fuera de cumplimiento de una orden de la familia para señalarle con la
diplomacia en uso, cosmopolita e intrincada, que estaba satisfecha por la justa
y oportuna interpretación que él había realizado de los indicios y de las
claves. Estuvo tentando de interrogar a la mujer al respecto mas su ademán
era definitivo, una proposición sin más atributos, redonda y plena de
contenidos. Su inteligencia no acataría ningún cambio y el solo hecho de
formular cualquier reparo motivaría una de sus violentas reacciones, lo
ofendería, sabría administrar con un lenguaje de insólita procacidad las
opiniones de los demás como otras veces lo había hecho.
Ella lo observó a través de la claraboya de la puerta y aproximó tanto su
rostro al vidrio que Gaspar alcanzó a distinguir los pliegues íntimos de la piel
apergaminada que por ancestro guardaban todos los secretos de la raza
vencida. También, confirmó, exhibió la sonrisa de triunfo que resarcía y
reivindicaba la melancolía indígena de su rostro. Con este pensamiento, o
sea, con la certeza de que él debía imitar dicha expresión, anduvo varias
calles con dirección tres grados latitud Oeste, bordeando las más agitadas,
aquellas donde cualquier forma de ensimismamiento era virtualmente
aplastada según la actividad desplegada por amas de casa, sirvientes de
uniformes albos y culos apretados de dignidad conventual, perros husmeantes
que reproducían los torvos esguinces de amos y señores de soltería y
compartido pedigrí. Frente a una vitrina acomodó su corbata y se cercioró
que su cabello continuaba peinado gracias al fijador que había tenido la
precaución de untarse para no correr el riesgo de que en el momento menos
propicio una hebra de su hirsuta pelambre revelara a los ojos de un posible
patrón un desaliño de espíritu, la volubilidad de su carácter, la distracción de
su mente. A un patrón no se le debía ofensa tan zafia. Mediante esta reflexión
Gaspar llegó a la conciencia de que sus pasos y actos lo encaminaban hacia el
cometido que se había instalado en su pensamiento muy temprano aquel día y
que en el presente pronunciaba para sí a manera de reconocimiento.
Saboreaba el vocablo y trataba encontrar el quid de su secreto encanto, la
contradictoria presencia del gusto y del rechazo. Patrón. Patrón. Dijo,
también, Amo, Señor, Jefe, pero ninguno de estos apelativos era tan lleno y
exacto como el de Patrón. Su Patrón. ¿Cuál sería? Una sociedad, razonó, en
pleno desarrollo, alumbrada su ciudad capital por sol tan vivificante, tendría,
sin duda, para él y otros jóvenes el jefe apropiado, que por su parte estaba
confiado hallaría sin afanarse inconsecuentemente pues la premura era
síntoma de duda y él no podía dudar. Todo estaba previsto, arguyó, puesto
que el hombre no se plantea sino aquellos problemas que está en condiciones
de solucionar. Volvió a escrutar su aspecto y se dijo que era él un individuo
cabal y siempre dispuesto a empeñar el alma en la resolución de cuanto
problema le plantearan y cualquiera fuera su índole. Un Patrón, en pos de un
Patrón, canturreó Gaspar su himno. Presentía que estaba destinado por las
leyes de la convivencia y el trabajo. No existía motivo plausible que le
suscitara alguna duda, un matiz siquiera de escepticismo. Podía caminar
tranquilo y seguro por las calles de la ciudad que pronto sería llamado, tal
vez, divagó, en ese preciso momento lo estaría siguiendo un hombre de
empresa que analizaba sus facultades, su coeficiente de inteligencia, la
capacidad de aprendizaje que aún reservaba su juventud, la utilidad de los
conocimientos ya adquiridos, y calculaba el provecho que le aportaría a
ambos la coalición. Había oído hablar de esto en muchos como disímiles
lugares. Sabía, por ejemplo, que los hombres y mujeres se paseaban por
parques, avenidas y sitios semejantes (también desde luego, por los pasillos,
salas y jardines de la Bolsa de Valores) en días laborales a fin de que sus
posibles patrones, compradores, corredores de bolsa, honestos traficantes,
versátiles caballeros de industria, pudieran examinarlos. Más temprano que
tarde serían requeridos, ofrecidos en canje y remunerados según sus
necesidades y de acuerdo a sus capacidades. Bueno, recordó Gaspar, de cierta
manera había ya constatado tal metodología en su propio hogar y no creía
equivocarse al pensar que había sido aplicada en el reclutamiento de la
sirvienta, de su hermano y hermanas, e incluso, su progenitora había sido
sometida al riguroso tamiz del precio y la rentabilidad.
Así que Gaspar durante un largo trayecto oteó y husmeó tratando de
percibir los signos que indicaran que ya había sido, a su vez, estudiado por
varios patronos, que ese tramo de su venturoso destino se desenvolvía
meticulosamente sin transgredir ninguna norma. Tuvo, no obstante, la terrible
idea de que otros individuos más acuciosos y expertos que él estaban justo en
esos instantes compitiendo, deambulando por las calles y aplicando sus
particulares apreciaciones sobre la oferta y demanda de la fuerza de trabajo.
Temió que alguien se le hubiera adelantado pues bastaba que solo fueran dos
o tres pasos para ganarse la atención de un jefe de banco, que quizá aquel que
le había sonreído se había granjeado la apetencia de un gerente de
automotores, o que aquella jovencita escuálida había apretado su ritmo de
marcha y le había birlado a un camarero jefe de un restaurante de renombre
del centro de la ciudad. Debía, entonces, se alentó, obrar con más perspicacia,
ganar la contienda, estar alerta.
Así que Gaspar se detuvo, luego reculó unos metros, volvió a detenerse
y trató de comprobar el efecto de sus actos. Una masa apresurada de
individuos cruzó el mismo trayecto, alguno desertó del grupo pero Gaspar
captó que individual y colectivamente tenían la resolución marcada en sus
rostros y evidenciaban la posesión de una energía tal que él se encontró
inane, torpe e indeciso. Estaba fracasando y el miedo ganaba terreno en su
espíritu. No podía pasar toda la mañana en la zozobra de no hallar un trabajo
y un patrón que justificaran su existencia, que habilitaran el respeto de su
familia y hasta la posibilidad de que otra vez lo miraran con confianza y hasta
lo estimulase, reconciliadora. Pensó en pedir ayuda de inmediato.
Comunicarse con su casa y obtener alguna información, pero temió que sus
palabras desembocasen en el callejón sin salida de la burla, del interrogatorio
y del sarcasmo. Acudir, dubitó, a cualquier transeúnte, el más cercano sin
preocuparse del porte de este, ni su cara, ni su vestido, e inquirir sobre el
asunto del trabajo y facilitarse un dato esclarecedor, una esperanza. Estuvo
veinte minutos en la esquina, muy quieto como si gozara del sol, al cabo de
los cuales escuchó con perfecta claridad el zumbido de vocablos que las
personas proferían, susurrados y agresivos: holgazán, basura, pervertido,
vago, follón. Se sucedían y Gaspar no los había percatado ensimismado como
se hallaba en su objetivo. Puso más cuidado y comprobó, ya sin sorpresa
aunque con otra forma del pánico, lo que él representaba para los otros según
la elección de cada calificativo. Su inquietud incomodaba. El no estar
haciendo lo que correspondía a su esencia de Homo Faber malquistaba a la
muchedumbre. Se activó otra vez. Adoptó un gesto radical y prometió que
cualquier sentimentalismo y debilidad de su carácter desde ese mismo
instante quedaba eliminado para siempre. Ahora era otro, que podía ser más
duro que cualquiera de sus anónimos críticos, que no se arredraba ante
ninguno de los juicios proferidos. Aplastaría a quien se le opusiera. Se abrió
paso y volteó hacia su derecha. Una calle que le inspiró más seguridad se
enrumbó con él y le indicó que el azar venía en su ayuda y que por lo menos
había encontrado su calle. Las toldas de los almacenes como pabellones de
países desconocidos y la animación de los mercaderes en sus puertas le
parecieron una invitación a su persona. Allí le sería fácil hacerse a un jefe
bonachón, comprensivo y dispuesto a adiestrarlo en el oficio. ¿Pero cuál
sería? No le cruzaba por la imaginación la complejidad que suponía la
actividad más modesta, la labor que a ojos tan inexpertos como los suyos se
mostraba simple y, por tanto, confiaba en que comprendería los procesos del
trabajo que le destinasen en cuestión de pocas horas. Deambuló primero por
la acera occidental y se hizo una idea de ella, luego por la oriental y actuó con
mayor cuidado, memorizando y a la vez poniendo en juego la experiencia que
había obtenido en la acción precedente.
Gaspar transitaba de la fe a la duda. Creía haber comprendido lo
indispensable y luego un mínimo detalle hacía periclitar su sistema en la
nada. ¡Oh!, exclamó, la realidad le demostraba que los calificativos que le
habían propinado emanaban de la virtualidad de conocimientos más
profundos. Los seres que susurraron y atacaron se alimentaban de otras
certidumbres que a él le llegaban abruptas, anonadantes. Después cambió de
táctica y atravesando la calle cada cincuenta metros, verificó allí la tienda de
abarrotes donde tres empleados se afanaban en expender, liar paquetes,
cobrar, allá la tienda de electrodomésticos donde imperaba la asepsia de una
clínica maternoinfantil que le produjo el temor de que si se aproximaba lo
auscultarían, le tomarían el pulso y descubrirían que las dudas y
escepticismos persistían en su cerebro, aunque ahora tenía conciencia de que
las celdillas de una gigantesca colmena se llenaban y vaciaban con un ritmo
preciso, establecido y estudiado por todos los dioses, semidioses y hombres.
Gaspar prosiguió al borde de la fatiga absoluta, de ausencia de voluntad y de
fe en sí mismo, dispuesto ya a aceptar cualquier cosa, inclinado a recurrir a la
fórmula desesperada de solicitar una moneda, estirar la mano y rogar ayuda
pues aunque no era un alma mendicante, ni un cuerpo enfermo ni baldado, no
necesitaba más pruebas de que era un individuo inútil, que la competencia lo
había eliminado, que si se analizara con base en la teoría de la selección
natural, tendría que admitir que era miembro de una subespecie condenada a
desaparecer, en nada dotado con lo que sus congéneres exhibían detrás de
mostradores, en las casillas de los bancos, al timón de los raudos coches que
acarreaban las mercancías, frutos de tantos brazo hábil e inteligencia
despierta. Se detuvo, y zafándose el nudo de la corbata, abrió la palma de la
mano y esperó el ademán caritativo que le devolviera con una moneda la
razón de existir y el derecho de retornar a casa y demostrar que el día había
fructificado para él. Un anciano depositó un peso, una jovencita cinco
centavos, moneda amarilla fuera de curso hacía muchos años. Gaspar la dejó
escurrir en el bolsillo de su saco y, al tiempo en que disponía la mano
izquierda para cambiar de suerte, otra mano, de alguien a quien no había
percibido que se acercaba con cautela, tomó la suya, apretó sus nudillos y lo
trajo hacia el vano de la puerta de una tienda de comestibles. El caballero,
porque era un caballero el dueño de diestra tan segura, llamó a otros que se
aproximaron a Gaspar. El primero le propinó dos golpecitos en su plexo
solar. El segundo le pellizcó los carrillos mientras se reía con estrépito
mostrando una rutilante lengua entre sus cariados dientes. Una mujer alta,
gorda y de cara de niña, se mantuvo en un segundo plano observando la
escena. Una mujer acongojada, se dijo Gaspar. Su rostro tenía concentrada
una frustrada decisión de llorar. Le preocupó el que de su boquita de muñeca
no saliera una queja, la queja apropiada a su imagen y que estuviera a punto
de derrumbarse pese a su aire de dama fuerte y que le transmitiera la
sensación absurda de que esperara de él auxilio. Era, caviló, una revancha
que en el momento se promovía en su espíritu. Si él no había sido nada ni
nadie para detener ninguna de las acciones que habían conducido a la
claudicación y muerte a su progenitora, cómo podía ocurrírsele que podría
prestar ayuda a aquella mujer, que ciertamente estaba allí cumpliendo un
papel falso pues quienes comandaban la administración del negocio eran los
jóvenes. Así que cuando ella adelantó la mano enjoyada para que Gaspar
besara el anillo arzobispal, una piedra de ónix engastada en oro, no tuvo
ninguna duda de que en beneficio de la matrona y en suyo propio debía
acatar, arrodillarse con un elegante ademán, el que realizó con pulcritud y
gallardía, casi con alegría de que se acomodaba de pronto en la realidad de la
vida nueva que había emprendido esa mañana, y depositar un respetuoso
ósculo. ¿Renunciaría a toda forma de crítica y a la holgazanería a cambio de
un estipendio y de poder mencionar el nombre de la firma Comestibles y
Abarrotes Ciudad Luz? ¿Con absoluta efectividad?, le interrogó el de los
dientes cariados mientras Gaspar continuaba con una rodilla en tierra
aguardando que la mujer le indicase el siguiente movimiento. ¿Sería un
empleado digno de Comestibles y Abarrotes Ciudad Luz?, se preguntaron los
dos jóvenes y, con una vocecita de mimesis doble, la mujer dijo lo mismo y
zafó los dedos de los labios de Gaspar, a donde habían ido a parar sin objeto
luego de sucedido el beso consagratorio. ¿Acaso se habían imantado, una
especie de capilaridad los había adherido a sus labios? ¿Ya se estaban
suscitando modificaciones en su persona que encontraba natural el estar
prestando juramento, ordenándose como dependiente de la firma de víveres,
caballero auxiliar de la empresa? No respondieron pero tomaron la decisión
de emplearlo. Estaba destinado a la bodega. Le estaban asignando una
función envidiable y de vario aprendizaje. La mujer le alcanzó un delantal y
una gorra de lana. El joven de los dientes cariados le pellizcó otra vez las
mejillas y le entregó la estopa, plumero y linterna. La verdad es que Gaspar
sintió regocijo. Estaba en poder de los instrumentos de trabajo. Esto lo
enaltecía y borraba la penumbra en que minutos antes creyó sucumbir. Se
sintió comprometido a una integral fidelidad con su patrón y este no era más,
ni tampoco menos, que ese espacio físico que olía a cominos y se constituía
de una uniforme hilera de enlatados, carnes frías y cajas de granos y de un
nombre que se hallaba escrito en las cuatro paredes del recinto, en el papel
membretado, en los bordes de sus instrumentos de labor y en la puerta de la
bodega, hacia donde se encaminó. De tal manera que su patrón no era como
él lo había imaginado en las primeras horas –imagen que lo había colocado
en el trance de dudar de las virtudes de sí mismo y de la humanidad al no
ofrecer con prontitud las condiciones de sobrevivencia y superación de cada
individuo. No, el patrón era la abstracción de un nombre, la versatilidad de un
lugar, la función que se cumplía a muchos kilómetros de allí con quienes
estampaban otros nombres sobre las mercancías, sellaban con rótulos y
marcas de lujo nombres de otros entes poderosos, patrones invisibles que
existían por sus nominaciones, membretes y fechas. Entendía ya que quien no
sabía guiarse dentro de la complejidad de este hecho podía caer en la
enfermiza apatía de la mujerona. Esto seguro le había ocurrido a su
progenitora, se dijo, antes de enloquecer y ser encerrada. Carecía de cautela y
tenía desprecio por los nombres. A él no le acontecería nada semejante. Abrió
la puerta del sótano, rasgó con la luz de su linterna las sombras gélidas que
escondían la cultura contemporánea y la secreta historia de las cosas y
descendió. Todo era más o menos como había imaginado y sin embargo
intuyó que ninguna bodega se parece a otra, que como las personas cada una
tiene su personalidad. El intenso frío era vivificante pues lo requería la
conservación de los enlatados y de las botellas: vinos, champañas, tarros de
cerveza, güisquis. ¿Cómo no los había visto en las estanterías de arriba? Sus
ojos no se encontraban todavía en forma, su percepción se hallaba embotada
por la luz de la calle. Bajó otro tramo. Ahora notaba los contornos de su
camino y adivinaba lo que lo aguardaba. Eso era la auténtica luz, la
revelación. El descubrimiento le infundió nuevos ánimos. Prosiguió el
descenso en tanto percibía que su corazón, de emoción en emoción, adquiría
otro ritmo, se hacía pausado, calmo, el nuevo hábitat acoplaba su fisiología.
Gaspar comprendió que de no ocurrir tal simbiosis entre él y el trabajo todo
lo rechazaría. Llegó al recodo de la escalera y apagó la linterna. No la
requería y hasta parecía una suspicacia el que le hubieran dado un
instrumento por completo inútil allí porque la claridad que lo asaltó tan
pronto pisó el último escalón del descanso fue de luz solar, blanca y fina, que
no hirió sus ojos, que ni siquiera lo hizo parpadear pero que le confundió el
pensamiento. Miles y miles de mercancías emitían energía. Por sí solas
iluminaban el gran espacio de la bodega hasta el último rincón. Pese a la
miopía, Gaspar pudo atisbar el fondo del sótano, cerciorarse de lo impoluto y
claro, y de que estos valores eran la ley y suprema razón de ese reino. Su
nueva situación se revestía de una importancia tal que perfectamente podía
decir que era de trascendencia histórica. No obstante, no sintió la vana
necesidad de hacer público el hecho. Un auténtico súbdito debe poseer una
inquebrantable discreción. Al fin y al cabo ese reino pertenecía a su comarca,
a sus caballeros que con escudos variadísimos hacían guardia inglesa en los
regios escaños, estanterías y vitrinas. Él se encontraba súbitamente
convencido de que no tendría queja que provocar, ni pedimento que ejercer,
que no cejaría en el arduo trabajo para demostrar su íntima intención de
fidelidad. Él no era, se dijo, de quienes abjuran y cambian de fe. No, no era
un apóstata.
Gaspar se ajustó sus modestas vestimentas de trabajo, esgrimió el
plumero delicadamente como si montara guardia en los pasillos de la Corte,
decidido a dar la vida en toda lid que los ejércitos del detritus y el deterioro,
la chusma, le instaran. Se caló lo mejor que pudo las gafas y admitió que si
las Cortes emitían tan prodigiosa luz era para asegurar la visión de sus
súbditos, alumbrar sus pesquisas en busca del moho y la herrumbre,
facilitando con ello la acción veloz, mortífera, de la estopa y el plumero.
Gaspar reinició, entonces, su marcha en puntillas para no permitir que su
tránsito de vigilia previniera al enemigo, minucioso, también, acercando la
nariz a los travesaños de las estanterías pues sabía que la derruición huele, es
lo cariado soltando los malignos microbios que abren con cizaña las costuras
de las latas, ennegrecen el bello revestimiento de los empaques y corroen las
pastas de seguridad. Fue hasta el horizonte sin fatiga alguna. Pasó sin
desfallecer por las largas y claras calles de lo uniforme, saltando en ocasiones
con resolución y coraje, allí en lo alto y en lo profundo, ágil y feble,
mandoblando con su largo plumero de cuyo penacho de plumas de avestruz
se tuvo noticia en todo el reino.

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