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MARÍA CASAL

UNA CANCIÓN DE JUVENTUD


Mi vida tras los pasos de san Josemaría

EDICIONES RIALP, S. A.
MADRID

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© 2019 by MARÍA CASAL
© 2019 by EDICIONES RIALP, S. A.
Colombia, 63. 28016 Madrid
(www.rialp.com)

Realización ePub: produccioneditorial.com


ISBN (versión impresa): 978-84-321-5138-5
ISBN (versión digital): 978-84-321-5139-2
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Me tropecé con un querer
que sin saber
de luz me cegó.
Y al despertar de aquel soñar
yo vi, como tú,
que mi ilusión era verdad
en mi canción de juventud.

[versos de una canción compuesta y cantada ante san Josemaría, sobre el modo alegre de responder a la llamada
de Dios]

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ÍNDICE

PORTADA
PORTADA INTERIOR
CRÉDITOS
DEDICATORIA
PRÓLOGO
I. INFANCIA EN ANDALUCÍA. LA GUERRA CIVIL
II. LA SEGUNDA GUERRA MUNDIAL
III. VOCACIÓN PROFESIONAL
IV. ESTUDIOS DE MEDICINA. ENCUENTRO CON EL OPUS DEI
V. LEJOS DE LAS DOS ORILLAS
VI. REMANDO EN LA NUEVA ORILLA
VII. EL GERMEN DE UNA AVENTURA
VIII. LA ESCUELA DE ENFERMERAS
IX. LA CERCANÍA DE UN SANTO
X. A ROMA “DEFINITIVAMENTE”
XI. SUIZA, UN VOLCÁN CUBIERTO DE NIEVE
EPÍLOGO
ARCHIVO FOTOGRÁFICO
AUTOR

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PRÓLOGO

HAY EN ESPAÑA UN DICHO POPULAR que dice que «es de bien nacidos ser agradecidos»,
por lo que, reconociendo mis orígenes y mirando mi vida hacia atrás, he querido escribir
este libro. No es una autobiografía, es —como dice el título—un modo de expresar mi
agradecimiento. ¿Agradecimiento a quién? Agradecimiento a todos los niveles de la
paternidad:
En primer lugar a mi Padre Dios, que jugó conmigo a la «parábola del hijo pródigo».
Ningún libro puede bastar para poner de relieve todas las gracias, algunas grandes y
otras —en apariencia— pequeñas, que Dios da a cada uno de los hombres, pero intentaré
en estas páginas “cantar” un poco las maravillas de mi Padre Dios.
Agradecimiento también a san Josemaría, el Padre, nuestro Padre, como le llamamos
habitualmente los fieles del Opus Dei. Gracias a él descubrí esa paternidad divina
cuando menos lo esperaba; y también, gracias a él, aprendí a querer más a mi padre,
como se lo conté a san Josemaría en cierta ocasión en una carta que le envié:
Mi padre me pregunta mucho por usted. ¿Sabe que desde que le tengo a usted quiero mucho más también a mi
padre? Fue un descubrimiento de lo que es la filiación, también en la tierra[1].

Y agradecimiento también a mi padre que, con su gran corazón, puso en mí, sin
advertirlo, la semilla para que pudiese germinar —y echar raíces duraderas— la alegría
de saberme hija de Dios.
Quisiera centrarme en este libro, de modo especial, en la figura de san Josemaría[2].
Con gran gozo escribiría una biografía detallada sobre él, pero, aunque para mi inmensa
suerte lo conocí personalmente, no tuve ocasión de coincidir con él durante demasiados
años. Por eso, los datos directos que puedo ofrecer sobre el fundador del Opus Dei y que
aquí recojo —desde la primera vez en que alguien me habló de él, hasta el día en que
recibí la noticia de su fallecimiento en el año 1975— son escasos, y solo trataré algunos
de los datos indirectos, puesto que han sido ya relatados por muchas otras personas. Sin
embargo, reconozco que la trayectoria de mi vida —unida al Opus Dei desde hace casi
setenta años— sí puede reflejar la personalidad de san Josemaría a través del cúmulo de
gracias que me llovieron por su fidelidad a la paternidad que Dios le había confiado. Así,
mi relato —como decía— no es una autobiografía, sino un modo de expresar mi
agradecimiento a este santo, reconociendo la impronta que han dejado en mí su vida y
enseñanza en la tierra y su continua intercesión desde el Cielo.

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San Josemaría decía que el Señor le había hecho ver cómo lo había llevado —a lo
largo de su vida— de la mano. Del mismo modo, a medida que pasan los años, al mirar
mi propia vida hacia atrás, contemplo admirada las pequeñas “casualidades”, las
distintas circunstancias, los pasos más o menos conscientes que me han conducido a un
determinado camino y a una determinada meta. Cuando, además, una está persuadida de
haber tenido una vida afortunada, que la ha hecho feliz, el panorama contemplado se
hace aún más nítido y se ve en todo la mano de Dios. Y solo queda ya agradecer, como
aprendí del propio san Josemaría: ¡Hay que romper a cantar!, decía un alma
enamorada, después de ver las maravillas que el Señor obraba por su ministerio. —Y
yo te repito el consejo: ¡canta! Que se desborde en armonías tu agradecido entusiasmo
por tu Dios[3].
Para el hilo de esta historia, he contado con puntos de Camino, el libro que, con solo
leerlo, ya me cambió la vida. Durante muchos años, fue la única publicación de san
Josemaría, por lo que ha sido —junto con el Evangelio—alimento continuo de mi trato
con Dios y línea de trazo para mi vida cristiana. Finalmente, quisiera dar las gracias a
quienes han contribuido a que este libro llegara a su término, especialmente a María Del
Rincón, que ha revisado y enriquecido el texto. También quiero agradecer a quienes,
desde el Archivo histórico de la Prelatura del Opus Dei, me han facilitado el acceso, en
primer lugar, a las cartas que durante años —mes tras mes— escribí a san Josemaría, en
las cuales he podido comprobar —sin que los meros recuerdos me engañaran— que
siempre he sido feliz en el Opus Dei, y, en segundo lugar, a documentos históricos donde
he comprobado datos, nombres y eventos.
He empezado hablando de paternidad, pero como todo padre supone también una
madre, no quiero dejar de mencionar, ya desde la primera página, a mi Madre del Cielo
—Madre de Dios y Madre nuestra, decía siempre san Josemaría— que me ha mimado
hasta en mi nombre, y a mi madre de la tierra, de cuya fortaleza y abnegación tanto
pudimos aprender sus hijos.

[1] Carta dirigida a san Josemaría en marzo de 1960.


[2] También por eso, he querido resaltar visualmente en el libro las palabras de san Josemaría con un estilo
diferente al del resto de citas.
[3] Camino, n. 524.

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I.
INFANCIA EN ANDALUCÍA. LA GUERRA CIVIL

NACÍ EL 22 DE FEBRERO DE 1929 en el sur de España, en el seno de una familia suiza


protestante, cuando el Opus Dei tenía apenas cinco meses de vida, y san Josemaría,
veintisiete años recién cumplidos, la gracia de Dios y buen humor[1], como él solía
decir. Era el día de la cátedra de San Pedro, cuya belleza y trascendencia había yo de
descubrir veintiún años más tarde: las pequeñas “casualidades” empezaban bien.
Con el apellido de la familia, Casal, tuvimos mucha suerte, pues parecía español, y
con él era siempre más fácil presentarse a los ibéricos que otros suizos que se llamaban
Ehrensperger o Eisenring. Nuestro apellido tiene su origen en el cantón suizo de los
Grisones, donde aún hoy día se hace sentir con fuerza la influencia romana. Quizá
signifique casa salis, “la casa del sauce”, aunque en el escudo familiar figura más bien
una rueda de molino, que según otras versiones sería una rosa o un círculo con una cruz
encerrada dentro. Mis padres, Emilio y Trudi —don Emilio y doña Gertrudis, como los
llamaban en España—, eran la segunda generación de Auslandsschweizer (suizos en el
extranjero) de la familia, pues ambos habían nacido en Florencia, Italia. Al casarse
decidieron que seguirían hablando italiano entre ellos, para que los hijos pudieran
aprenderlo. Me pusieron el nombre más bonito que pueda llevar una mujer, y no es
jactancia: María. No es un nombre muy frecuente en familias suizas protestantes, y, en
efecto, la razón de que me llamara así no fue en este caso la Doncella de Nazaret, sino
una primera novia de mi padre, católica y francesa, que no se quiso casar con un
protestante, y sobre quien mi padre habló a mi madre poco antes de su boda. Mi madre,
con su habitual generosidad, prometió que, si tenían una hija, se llamaría María. Cuento
esto porque a mis padres les divertía evocarlo, y porque demuestra que muchos detalles
decisivos de mi vida sucedieron sin que los protagonistas conocieran su importancia. A
la primera hija, sin embargo, le pusieron el nombre de la madrina de mi padre, a quien él
quería mucho: Ana Margarita.
Mi padre trabajaba como ingeniero electricista en la Compañía Sevillana de
Electricidad, y llegado el momento de fundar una familia, se acordó de su antigua
compañera de juegos de Florencia —que tenía su misma edad—, a quien siempre había
tenido gran cariño, pero con quien de pequeño nunca hubiera pensado en casarse, entre
otras cosas, porque ella era de familia muy acaudalada. Pero, por aquella época, mi

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abuelo materno perdió todo lo que tenía y se vio obligado a mantener incluso a la viuda
de su socio, culpable de la quiebra y que se había suicidado. Mi padre no vio ya
obstáculo y decidió pedir la mano de mi madre. La boda fue en junio de 1924, en
Gibraltar, ante un ministro anglicano, porque la presencia del protestantismo en España
era entonces prácticamente inexistente.
A la joven pareja le tocó vivir en diversos lugares en que mi padre dirigía la
construcción de centrales eléctricas, con el pantano correspondiente. Se puede decir,
exagerando un poco, que, al principio, en cada uno de esos pantanos nacía un hijo. Mi
hermano Federico (Fritz) abrió la marcha, pero por ser el primero nació en Suiza. El
segundo falleció al nacer, debido a una grave infección que tuvo mi madre; le siguió mi
hermana Anita, cuando mis padres vivían en la central eléctrica de Buitreras, cerca del
pantano de Montejaque, cuya construcción había dirigido mi padre a los pies de Ronda
(provincia de Málaga). Yo fui la cuarta. Nací en un lugar que ni siquiera es pueblo: se
trataba del campamento para los trabajadores que construían el pantano de Cala, a unos
kilómetros de Sevilla. El pueblo más cercano se llama Guillena, y es el que figura como
mi lugar de nacimiento, aunque jamás he estado allí. La casa en que nací era muy bonita
y espaciosa, y se destinaba al ingeniero jefe. Pasado el tiempo, algún sucesor de mi padre
debió preocuparse, con muy buen sentido, de la atención religiosa de sus trabajadores, y
habilitó la casa como capilla. Me conmueve pensar que ahí, en mi casa, ha querido el
Señor estar realmente presente en el Sagrario.
Tenía yo apenas un año cuando, llegado el momento en que los dos mayores debían
empezar a ir al colegio, mis padres decidieron trasladarse a la capital, Sevilla, donde
nacieron los otros dos hijos: Mirta y Bernardo. También en Sevilla vivíamos en un
bonito chalet, la villa Ana María, en las afueras, en el barrio Nervión, bastante lejos del
centro. Mi padre no quería ahorrar en lo que le parecía importante para sus hijos: en este
caso, espacio suficiente para una vida de familia agradable, y jardín para corretear. Nos
enseñó a plantar flores y cada uno tenía su pequeño arriate, organizado a su gusto. A mí
me encantaba plantar girasoles porque crecían más deprisa. En la fachada anterior de la
casa, en el balcón central, mi padre había mandado poner unos azulejos; una imagen de
Cristo con la cruz a cuestas: un Jesús del Gran Poder, la escultura más conocida de las
procesiones de la Semana Santa sevillana. Lo había encontrado en Triana, donde solía ir
porque le gustaban mucho los azulejos. Delante de la imagen colgaba un pequeño farol
que no recuerdo haber visto nunca encendido. Estaba tan acostumbrada a ver esta
preciosa imagen que no me paré nunca a pensar en su significado hasta que fui católica.
Mis padres no practicaban mucho la fe, pero sí nos inculcaron —a mis hermanos y a
mí— una serie de virtudes humanas que ellos vivían con naturalidad: honradez,
sinceridad —aunque nos costara algún castigo—, respeto a todas las personas de
cualquier raza, credo o posición social... Recuerdo la cara de desencanto —más que de
enfado— de mi padre, al descubrir que uno de nosotros le había mentido por miedo a
que le riñesen: le importaba menos el hecho de que se hubiera estropeado algún objeto,
que la falta de sinceridad por parte de un hijo suyo. Tampoco olvidaré nunca la reacción
airadísima de mi padre —estaba lívido de ira— un día que alguien vino a proponerle un

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negocio sucio. Enseguida lo puso “de patitas en la calle”, no entrando a ningún tipo de
diálogo con aquella persona.
En cuanto a mi madre, tenía un corazón “universal”: lo mismo atendía las quejas o las
súplicas de la mujer de algún trabajador, que las de cualquier persona de alto rango.
Aconsejaba del mismo modo a alguna de nuestras amigas sobre cómo arreglarse o cómo
encontrar marido, como a la mujer y la niñita de un colega de mi padre recién llegadas a
España. Recuerdo que mi madre ayudó a una madre de familia cuya criatura acababa de
fallecer por la escarlatina. Tiempo antes, mi madre había insistido a la mujer de que
avisara al médico, pero aquella señora —de origen muy humilde y un tanto supersticiosa
— había preferido curar a su hija con “brujerías”. A pesar de todo, mi madre no le
recriminó nada y asistió a la madre a la hora de amortajar a la pequeña, aunque esto le
supuso contagiarse también ella de la escarlatina. Tiempo antes de la fiesta de Reyes,
solía preparar un regalito para los niños del campamento, pensando individualmente en
cada uno, cosiendo vestiditos de muñecas o pintando de colores vivos cualquier otro
juguete para mejorarlo: juguetes siempre nuevos, no los desechados por sus hijos. Todo
el mundo quería a mis padres y los respetaba, a pesar de que el ambiente hostil hacia los
que llamaban “ricos” era cada vez más marcado en la España de entonces.
Mi padre decía a veces de mi madre, en broma, que era la “sirvienta de las sirvientas”.
Lo suyo era siempre lo último. La única vez que se compró un vestido —mi padre tenía
que traerle siempre telas a casa para que se los hiciera ella misma— fue cuando a él lo
nombraron cónsul de Suiza en Sevilla. Su abnegación era ejemplar: aún la recuerdo, a
los ochenta y cuatro años, corriendo por la calle, a las siete de la mañana y en pleno
invierno, poco antes de morir de una gravísima enfermedad cardiaca, para que a mi
padre no le faltasen los panecillos calientes en el desayuno. Para no hacernos sufrir, no
nos había dicho nunca una palabra sobre su enfermedad, que yo descubrí tras su muerte
al encontrar una radiografía entre sus cosas.
Mis padres vivían un auténtico y sano paternalismo cuando estábamos en el
“campamento” del pantano, en aquel lugar de trabajo a pie de obra, cuando éramos
pequeños, o también más adelante, cuando íbamos allí durante las vacaciones. Así, por
ejemplo, mi padre no se perdonaba nunca no recoger a un obrero en el camino, cuando él
pasaba en coche. No dudaba ni un instante en ofrecer su coche si había que trasladar a
algún trabajador al hospital con urgencia. Sé también que más de una vez tuvo que
apaciguar una reyerta entre dos buenas mujeres que se habían enfrascado en una
discusión airada, del mismo modo en que trataba de que sus hijos no discutieran.
Admiraba mucho a los Hermanos de San Juan de Dios, vecinos nuestros de Sevilla,
dedicados al cuidado de niños pobres enfermos, a quienes también extendía su cuidado
paternal. Cuando los hermanos hospitalarios venían a pedir ayuda económica, nunca se
marchaban sin una limosna, por pequeña que fuese, aunque no nos sobraban los medios.
En la familia había además otro miembro muy notable: mi abuela materna, la nonna,
que había venido para ayudar a mi madre cuando nació su segundo nieto. Era una mujer
muy recia y fuerte, de baja estatura, llena de energía y de sentido común. Había salido a
los dieciocho años de casa de sus padres, campesinos acomodados que vivían en el

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cantón de Neuchâtel con su numerosa prole, para ganarse la vida como institutriz. Poco
antes de emprender su marcha se había prometido con un joven de Kloten, localidad
cercana a Zúrich. Estuvo en Viena, Praga y Budapest, sin ver a su novio más que una
sola vez —en Venecia— en catorce años: ¡esto se llama fidelidad! Después de la boda se
instalaron en Florencia. En la Primera Guerra Mundial, mi abuela organizó guarderías
para los hijos de los soldados italianos que luchaban en el frente. Durante la Guerra
Civil, vivía ya en España, pero seguía siendo la misma mujer fuerte y valiente. Una vez
nos sorprendió una batalla naval cuando atravesábamos en barco el estrecho de Gibraltar.
Lógicamente, la reacción de los pasajeros fue de pánico, pero mientras algunos corrían a
refugiarse en las bodegas, mi abuela, en cubierta, reloj en mano, contaba los segundos
que transcurrían desde el destello de cada disparo hasta que se escuchaba el cañonazo.
Calculaba la distancia del atacante, llegando a la conclusión de que estaba a kilómetro y
medio. Ni el mar ni el aire suponían un impedimento para ella. A los ochenta y ocho
años tuvo su bautizo del aire, embarcando por primera vez en avión para ir a Suiza. Mi
tía, que fue a recogerla al aeropuerto, no la encontró enseguida porque la nonna estaba
en el bar, con los pilotos, celebrando aquella “hazaña” con una copita. A pesar de una
dolencia cardiaca que la aquejaba desde muy joven, murió a los noventa y nueve años.
Bastante tiempo después podíamos los nietos tropezar en cualquier rincón de Andalucía
con andaluces de edades muy diversas, que preguntaban por la nona, como se la conocía
allí.
Formaban parte de la familia, además, Agustina, la niñera, y sus primas Carmela, la
“cuerpo casa” e Isabel, la costurera. Carmela era también una mujer de una pieza, recia
como mi abuela. La recuerdo durante la guerra, en Punta Umbría, contando conchitas de
todas las formas, tamaños y colores que había recogido a la orilla del mar mientras se
escuchaban las bombas en la lejanía. La cocina, sin embargo, era dominio indiscutido e
inexpugnable de la nonna. Teníamos mucho cariño a las tres mujeres, cariño al que ellas
correspondían. Ninguno de los cinco hermanos —hace muchos años que dejamos todos
de vivir en Sevilla— regresaríamos nunca a esa ciudad sin hacer todo lo posible para
visitarles. Había también en la casa otros habitantes: el perro Tenorio y su sucesor Tabú,
el gato Mini y algún que otro inquilino ocasional, como tortugas, palomas, gallinas y
gusanos de seda, y hasta renacuajos que traíamos de la calle cuando la lluvia había
formado charcas en la carretera.
Los niños Casal, por tanto, no podíamos quejarnos de que nos faltaran buenos
ejemplos que imitar. El hogar de mi infancia fue, siempre lo he pensado, un buen
entrenamiento para lo que el Señor me tenía preparado. Al echar la mirada atrás,
comprendo que todo lo aprendido en mi familia fue crucial. Como decía san Josemaría a
los miembros de la Obra, yo debería a mi familia el noventa por ciento de mi llamada al
Opus Dei, puesto que ellos me educaron y me enseñaron a ser generosa[2]. En mi casa
éramos una familia feliz. El ruido de cinco niños en la mesa solía ser considerable, pero
en vez de regañarnos, cuando el tono alcanzaba niveles difíciles de soportar, mi padre
decía en voz aún más alta: Ora, un minuto di silenzio! («¡Ahora, un minuto de
silencio!»). Naturalmente, no era fácil obedecer a esta orden en lugar de estallar de risa,

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pero nos ayudaba saber que, acabado el minuto de esfuerzo, iba a seguir una segunda
orden: E ora, Mirta —se dirigía a mi hermana, que era muy alegre—, una bella risata!
(«Y ahora, Mirta, ¡una buena carcajada!»). Y entonces todos reíamos como locos, sin
saber bien por qué: debía ser de felicidad.
En aquella época, prácticamente toda la colonia suiza de Sevilla, que era bastante
numerosa, enviaba a sus hijos a la escuela primaria alemana de la ciudad. Aquella
escuela tenía muy buen nivel docente y, además, facilitaba familiarizarse con la lengua
germana desde una edad muy temprana. Los suizos-sevillanos teníamos la suerte de
aprender otros muchos idiomas con facilidad. Así, durante unas vacaciones de verano
cuando tenía nueve años, aprendí también el dialecto suizo-alemán jugando con mis
primos. Este dialecto es bastante distinto del Hochdeutsch (alto alemán o alemán
estándar). Una vez terminados los años de la primera escuela, cuando los chicos llegaban
a los catorce o quince años, era una tradición muy arraigada enviar a los hijos a Suiza. Si
por algún motivo esto no era posible, se consideraba como una renuncia grave. La
felicidad pronta y espontánea que vivíamos empezó a tener pequeñas fisuras cuando mi
hermano mayor, y poco después también mi hermana, se marcharon a “la patria” —así
decíamos siempre al nombrar a Suiza— para estudiar, con el inconveniente de que las
circunstancias —pronto estalló la Segunda Guerra Mundial— les impidieron venir de
vacaciones, de modo que tardamos cuatro años en volver a verles. Mis padres los
echaban muchísimo de menos, aunque no lo decían, y todos notábamos que la familia no
era la de antes. Como era necesario para su bien, todos tratábamos de cargar con aquella
pena con soltura y, en realidad, nadie habría podido cambiar el curso de los
acontecimientos. Más tarde, con visión sobrenatural, comprendí que incluso aquellas
pequeñas dificultades, aquellas contrariedades, formaban parte del cuadro hermoso que
Dios pintaba en nuestras vidas. San Josemaría sabía ver detrás de los detalles dolorosos
la mano amorosa de Dios: ¡Qué alegría damos a Dios cuando sabemos renunciar a
nuestros garabatos y brochazos de maestrillo, y permitimos que sea Él quien añada los
rasgos y colores que más le plazcan! [3]. Como suele ser normal en la vida, la familia
había de sufrir también por enfermedades, especialmente la de mi padre y la de una de
mis hermanas, que nos afectaron mucho a todos y, en cierto modo, también nos
ayudaron.
Aquella primera experiencia, un poco indirecta, de la guerra, nos preparó para los
eventos que viviríamos más tarde.
En verano, repartíamos los días de vacaciones entre alguna playa andaluza del
Atlántico (unos años fuimos a Rota, otros a Punta Umbría) y alguna central eléctrica en
la que mi padre hubiera construido el muro de contención. Mientras estábamos de
vacaciones en Punta Umbría estalló la Guerra Civil española, en julio de 1936. Hasta ese
momento, por mi edad, no me había hecho mucho cargo de la gravedad de la situación
política y social del país. Un día llegó mi padre con la expresión muy alterada y nos dijo
que no podíamos volver a Sevilla, que teníamos que hacer enseguida las maletas y huir a
Gibraltar. Viví aquel momento como si me hubiese despertado de golpe, y a mis siete
años me di cuenta de que aquello no iba a ser tan solo una aventura divertida. Recuerdo a

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la gente colgando banderas o trapos rojos en las fachadas, porque iban a llegar los
milicianos. Un día aparecieron en nuestra casa dos hombres de aspecto muy sencillo y
preguntaron a mi madre por qué nosotros no habíamos puesto esas banderas, y al
decirles mi madre que porque éramos suizos, uno preguntó al otro: «Dicen que son
suizos. Y eso, ¿qué es?». También recuerdo a mi madre entregando toda la comida que
había en la casa a una de las sirvientas, que por ser de allí, no venía con nosotros como
las demás; y tengo grabada en la memoria la extraña sensación de dormir en un estrecho
banco de madera, en el camarote del marinero inglés en cuyo barco de carbón cruzamos
el estrecho de Gibraltar. En pleno Estrecho nos pasaron a un buque de guerra, también
inglés, el Wild Swan, y nos llevaron a Tánger, una ciudad situada en el extremo norte de
Marruecos. Permanecimos allí poco más de un mes. A las mujeres y a los niños nos
alojaron en un internado italiano que, por ser época de vacaciones escolares, estaba
vacío.
Cuando la situación se calmó un poco, pudimos volver a Punta Umbría sin más
inconvenientes. El hecho de que Sevilla fuese tomada muy pronto por el general Queipo
de Llano nos ahorró parte de las penalidades más crudas de la guerra. Aparte de algún
bombardeo esporádico, en que teníamos que salir al campo porque la casa no tenía
sótano —mientras la nonna se quedaba preparando la comida para que estuviese lista a
la vuelta—, gracias a Dios, no nos tocó vivir de cerca los horrores de la guerra. Recuerdo
de aquella época, una ocasión en que mi madre —que de cobarde no tenía nada—, al oír
un bombardero se puso muy pálida y exclamó: Le bombe! («¡Las bombas!»). La nonna,
que estaba leyendo el periódico, le dijo: Bambina, tu lo sai, siamo in guerra («Hija, tú ya
lo sabes, estamos en guerra»), y siguió leyendo tranquilamente la Neue Zürcher Zeitung.
Sin embargo, aunque nos salvamos de momentos crudos, nuestra infancia de esa época
estuvo marcada por la preocupación y la tristeza de los adultos, que había comenzado ya
antes de la guerra. En el año 1931 habían ardido en Sevilla —ciudad dominada entonces
por la izquierda extremista— los primeros conventos e iglesias. En la Semana Santa de
1934, por ejemplo, solo salió en procesión la cofradía de la Estrella, y hubo alguien que
disparó contra la imagen de Nuestra Señora. También recordaré siempre el semblante
desencajado de mi padre una vez que volvió a casa contando cómo, unos minutos antes,
había visto asesinar a un colega suyo en la calle. Su amigo aún había tenido tiempo de
dirigirle una sonrisa de despedida... Siendo ya un anciano, mi padre contaba sucesos
tristes de esa contienda fratricida, y siempre se emocionaba profundamente.
Cuando los militares del bando nacional fueron avanzando por el sur del país, mi
padre empezó a acompañarlos con otro señor suizo, no como militar, sino con la misión
de restablecer servicios e instalaciones. La Sevillana de Electricidad tenía centrales por
casi toda Andalucía, y ellos debían conseguir que volvieran a funcionar con normalidad,
para devolver a aquellas tierras, que habían sido disputadas en la contienda, una cierta
estabilidad. A la vez, gracias a su trabajo, tuvieron ocasión de salvar a muchos de sus
obreros de la cárcel o de la muerte, explicando que los conocían, que se trataba de
buenas personas que habían sido arrastradas por los acontecimientos, o alegando que
tenían muchos hijos, o cualquier otro argumento que pudiera servir. Muchas veces se

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arriesgaban seriamente ellos mismos, pues ni el uniforme del ejército de Franco —sin
grado militar—, ni el fajín con la bandera suiza que llevaban en el brazo ofrecían mucha
protección en un tiroteo ocasional o ante las autoridades militares a quienes
acompañaban. El capitán que encabezaba el pelotón llegó a amenazar a mi padre,
tratando de disuadirle de realizar aquella labor para salvar a los obreros: «Don Emilio, si
sigue así, le va a tocar a usted».
A mis padres, como a tantos en esa época, les preocupaba mucho que algún suceso
inesperado dispersara a la familia y que algún hijo pudiera perderse en una huida
precipitada o en un bombardeo. Por eso, mi padre nos hizo unas fotografías individuales
bastante grandes, escribió detrás el nombre de cada uno y nuestra dirección, y las sujetó
con una cinta para que pudiésemos colgárnoslas del cuello. Al acabar el día, las
dejábamos cada noche al pie de la cama, junto con el abrigo y los zapatos, por si había
que salir corriendo. Aun con la inconsciencia propia de la niñez, estos detalles no
dejaban de impresionarnos. Las noticias del frente de personas conocidas que morían por
la guerra; los discursos en la radio (la televisión aún no existía) —como los famosísimos
del general Queipo de Llano—; las escenas bélicas en el NODO, el reportaje de
actualidad que solía proyectarse en el cine antes de las películas… Todo aquello, sin
duda, ayudaba a reflexionar sobre el sentido de la vida y de la muerte ya desde edades
muy tempranas.
Aquellos años duros en España, comprendí más tarde, me ayudaron a profundizar un
poco y a tomarme más en serio la vida. Creo que en tiempos de violencia, escasez y
tensión, como los vividos en momentos de guerra, uno busca menos la satisfacción
inmediata de caprichos y bienes materiales, y empieza a preocuparse de asuntos más
trascendentales. En aquellos años, aprendimos a vivir sin alimentos como los huevos y
las patatas, que hoy parecen absolutamente imprescindibles. El año 1940, el primero de
la posguerra, fue terriblemente duro, tanto, que los andaluces le llamaron el “año de la
jambre[4]”. El racionamiento de víveres, por ejemplo, duró hasta los años cincuenta. A
temporadas, cada familia recibía una cierta cantidad mensual de algunos alimentos,
como harina o aceite. Mi madre, que sufría como todas, por no poder alimentarnos
debidamente —las únicas proteínas que recibíamos venían del bacalao y del tiburón—,
nos repartía el azúcar (morena, de grano muy gordo) y cada uno se lo administraba como
quería, de modo que a los más golosos se les acababa siempre mucho antes del fin de
mes. Había que alegrarse si, como producto al que sacarle un poco de dulzor, se disponía
de algarrobas (de esas por las que suspiraba el hijo pródigo), de las que teníamos un
árbol en el jardín, o de boniatos, que sustituían a las patatas. Aunque fuesen dulces, se
freían como su sucedáneo y se condimentaban con sal. Y, como siempre, el sentido
práctico de la nonna hizo también milagros: en el jardín desaparecieron las flores para
dejar sitio a patatas, verduras y otros vegetales para ensaladas. Se aprovecharon muy
bien los melocotones, membrillos, nísperos, granadas y la uva del jardín. Fue entonces
cuando llegaron las gallinas, y hasta se instalaron unas colmenas en el techo del garaje.
Uno de los empleados de mi padre, que era un experto apicultor, recogía la miel, y con la
cera, mi abuela hacía velas para solucionar los frecuentes apagones que dificultaban el

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estudio de sus nietos. Desde esos años me ha quedado la sensación de que es fácil
prescindir con naturalidad aun de cosas que parecen importantes: No lo olvides: aquel
tiene más que necesita menos. —No te crees necesidades, dice san Josemaría, siempre
muy amigo de la pobreza evangélica, en el punto 630 de Camino.
Apenas terminada la Guerra Civil en abril de 1939, estallaría, pocos meses más tarde,
un conflicto de proporciones mucho mayores que sacudiría al mundo entero hasta los
cimientos, causando un número incalculable de víctimas: la Segunda Guerra Mundial. A
mi padre siempre le daba mucha pena, según decía, que sus hijos hubiésemos pasado
tiempos de guerra durante casi nueve años de nuestra vida, hasta el punto de que
Bernardo, el menor de mis hermanos, no recordaba otra cosa. Nuevamente, al menos
para mí, veo en estas vivencias la intervención de Dios, que me iba preparando, como a
todos mis hermanos, para tomarme en serio la vida.
Si me he detenido a contar estos detalles, que parecen salirse de mi propósito, es para
mostrar cómo el Señor tenía previsto ya todo para la tarea que pensaba confiarme más
adelante: unos padres buenísimos, la experiencia de una familia unida, cuatro hermanos
mejores que yo, una abuela con coraje... De modo que, cuando Dios un día me dijese:
Hazme esto y lo otro, estaría preparada para escucharle y para seguirle. Además, como
he contado, el Señor me fue “enseñando idiomas” que más tarde me serían utilísimos: en
mi casa se hablaba el italiano, en la calle el español, el alemán en la escuela alemana,
con algunos miembros de la familia el suizo-alemán... Puedo decir, por lo tanto, que en
mi familia aprendí a querer a Dios, y que fue en mi hogar donde me puse en situación de
entregarle, años después, mi vida entera. San Josemaría, como ya he dicho, nos enseñó
siempre a cuidar y querer mucho a nuestros padres, lo llamaba el dulcísimo precepto,
sabiendo que todos los amores humanos, y en especial el que tenemos a nuestra familia,
son camino para amar a Dios: No tengas miedo de querer a las almas, por Él; y no te
importe querer todavía más a los tuyos, siempre que queriéndoles tanto, a Él le quieras
millones de veces más[5].

[1] Conversaciones, n. 32.


[2] Conversaciones, n. 104. «Suelo decir, a los miembros de la Obra, que deben el noventa por ciento de su
vocación a sus padres: porque les han sabido educar y les han enseñado a ser generosos».
[3] Amigos de Dios, n. 138.
[4] Modo coloquial, marcado por el acento del sur de España, de denominar al hambre.
[5] Forja, 693.

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II.
LA SEGUNDA GUERRA MUNDIAL

TRAS LA GUERRA CIVIL ESPAÑOLA, nuestra vida continuó su ritmo normal en Andalucía.
Europa convulsionaba, y aunque las olas del conflicto no alcanzaron nuestra tierra de
forma directa, sí hubo algunas influencias que encontraron lugar en nuestras cabecitas y
corazones de niños. Ya antes de que estallara este espantoso conflicto, nuestros padres
empezaron a preocuparse ante la admiración manifestada por sus hijos, aún pequeños,
hacia el nacionalsocialismo. Como ya dije, íbamos todos a la escuela alemana. Debía ser
sorprendente para mis padres cuando les contábamos que, antes de cada clase, había que
gritar «Heil Hitler!», brazo en alto. Yo me daba cuenta de que, teniendo mis padres —y
los hijos también— buenísimos amigos alemanes, no había ninguna simpatía por ese
aspecto de Alemania, por lo que yo, en lugar de «Heil Hitler!» decía por lo bajo «Heil
Etter!», como se llamaba entonces el presidente de la Confederación Helvética.
Teníamos también algunos amigos judíos a quienes apreciábamos mucho, pero que no
iban al colegio alemán, por razones obvias.
Un día, debimos llegar todos a casa contando con entusiasmo cómo Alemania había
anexionado Austria a sus territorios mediante el llamado Anschluss[1]. Repitiendo las
ideas de los profesores que simpatizaban con el nazismo, afirmábamos que «Alemania,
con su habitual generosidad, había querido ayudar a los austriacos». Fue la gota que
colmó el vaso: todos los suizos tomaron la firme y unánime decisión, con mi padre a la
cabeza, de sacar a sus hijos del colegio alemán, decisión que alguna vez me gustaría
comentar con algunos de los que en estos últimos tiempos han tachado a Suiza de
simpatizar con el nazismo. Durante la Guerra Mundial, mi padre figuró en la lista negra
de los servicios secretos alemanes y, por este motivo, durante un viaje a Suiza, se vio en
la imposibilidad de volver a España, con la consiguiente angustia por parte de mi madre.
Las cosas se resolvieron cuando ella se encontró casualmente en la calle con un vecino
nuestro, conocido falangista —se llamaba Escandón—, que prometió intervenir. En
efecto, así fue: poco después mi padre pudo regresar de Suiza sin percances.
Por todo esto me gustó siempre oír a san Josemaría desestimar todo tipo de racismo y
de discriminaciones sociales:
Nuestro Señor ha venido a traer la paz, la buena nueva, la vida, a todos los hombres. No sólo a los ricos, ni
sólo a los pobres. No sólo a los sabios, ni sólo a los ingenuos. A todos. A los hermanos, que hermanos
somos, pues somos hijos de un mismo Padre Dios. No hay, pues, más que una raza: la raza de los hijos de

16
Dios. No hay más que un color: el color de los hijos de Dios. Y no hay más que una lengua: esa que habla al
corazón y a la cabeza, sin ruido de palabras, pero dándonos a conocer a Dios y haciendo que nos amemos
los unos a los otros[2].

San Josemaría sustentaba ese rechazo al racismo en la enorme dignidad de cada persona
de ser criatura amada de Dios: Cada alma es un tesoro maravilloso; cada hombre es
único, insustituible. Cada uno vale toda la sangre de Cristo[3]. Gracias a Dios, en mi
casa, siempre habíamos entendido esa gran dignidad de cada persona al ver cómo
trataban nuestros padres a todas las personas, fueran quienes fueran.
También recuerdo cuánto nos impresionó en esa época que mi padre fuera convocado
desde Suiza para incorporarse al ejército y tomar parte en la Grenzbesetzung, la defensa
de la frontera suiza. El pequeño país helvético se encontraba rodeado por el furioso mar
de las naciones en guerra, como una isla perdida en medio del océano. Fritz, el mayor,
nos dijo que teníamos que ser muy buenos, porque mis padres estaban muy preocupados.
Mis padres se conmovieron al saber del sentido de responsabilidad de mi hermano, que
por ser el mayor se daba más cuenta de la situación y quería evitarles disgustos
adicionales. Fuimos todos a despedir a mi padre en la puerta de la casa donde pasábamos
las vacaciones, cerca de Ronda, y vi a las mujeres de los obreros llorar de pena. Gracias
a Dios, aquella convocatoria fue una falsa alarma, y mi padre pudo regresar casi
enseguida.
Pasado un año muy difícil con profesores particulares, en que nos volvimos
indisciplinados y perezosos, y en que olvidé hasta las tablas de multiplicar, empezamos a
ir a la escuela francesa. En un primer momento, mi padre no había querido enviarnos a
esta escuela, al contrario que los demás padres suizos, porque le parecía faltar a la
neutralidad, pero ante la situación no tuvo más remedio que ceder. Afortunadamente,
durante ese año mi padre, que era un apasionado de la historia y la literatura —pasión
que también yo he heredado—, nos hacía ejercitar el alemán para que no olvidásemos
esa lengua: le gustaba hacernos leer un capítulo de un libro clásico, y luego teníamos que
resumirlo en cinco páginas, después en tres, después en una y finalmente en media.
También nos hacía traducir poesías al castellano, sin exigir que los versos rimaran, pero
sí que fuesen de la misma longitud. Estos ejercicios de lectura y redacción me han
servido mucho en la vida. También de esa época datan mis primeros conocimientos de
inglés, que mi padre me enseñaba leyendo una novela conmigo.
Una vez en la escuela francesa, las cosas se normalizaron. Aprendimos el idioma con
bastante facilidad por ser aún pequeños, y porque teníamos profesores de gran calidad,
que también ponían el acento en la literatura y en la historia, además de enseñarnos muy
a fondo la gramática y la sintaxis. Como es lógico, insistían principalmente en lo
referente a Francia: la lengua, la historia, la geografía... Muchos años más tarde, pasé
unos meses en París para hacer prácticas en hospitales de esa capital. Me fue facilísimo
orientarme, porque, por la escuela, conocíamos París como nuestra propia casa, sin haber
estado nunca. En cambio, las Ciencias no se enseñaban con el mismo nivel, por lo que
supusieron una dificultad para mí durante el bachillerato.

17
Pero lo más relevante de aquellos años fue que, en la escuela francesa, descubrí algo
que más tarde irrumpiría en mi vida con fuerza inusitada y que casi no conocía entonces:
la religión, concretamente el catolicismo. En mi casa, aunque reinaba un profundo
respeto y caridad, no había una especial piedad. Sí recuerdo que cuando mis hermanos y
yo éramos pequeños, mi madre venía a rezar una pequeña oración infantil cuando
estábamos en la cama. Pero después dejó de hacerlo, quizá porque íbamos siendo
mayores. Siempre se hablaba con mucho respeto de todas las religiones y desde luego,
de Dios, pero sin profundizar. Más adelante, no recuerdo cómo, aprendí el Padrenuestro
en alemán. Me parecía una oración bonita, y la recitaba sola todas las noches, antes de
dormirme, porque era lo único que sabía hacer por Dios. Pero ni la entendía demasiado
ni le daba tampoco mayor importancia.
Aunque en la escuela alemana apenas habíamos oído hablar de Dios, allí tuvo lugar un
hecho de gran trascendencia, por más que entonces para mí no lo fuera: mi bautizo por
un pastor protestante alemán que vino de Madrid. Antes, casi no había sido posible
celebrar esta ceremonia, o al menos no con un pastor conocido por mis padres. Yo tenía
algo más de cinco años, y conmigo recibieron este sacramento mis dos hermanos
menores, Mirta y Bernardo. Lo que más me impresionó fue el bonito vestido blanco. El
agua para la ceremonia fue presentada en una especie de fuente profunda, de estaño, que
tenía grabadas unas palabras del Salmo 127: «Mirad que del Señor son los hijos, merced
suya es el fruto de la entraña». Mi padre conservó este objeto hasta su muerte y después
lo heredó una de mis sobrinas. Además de esta ceremonia, que tuvo lugar durante los
años de estudio en el colegio alemán, recuerdo tan solo a un profesor, uno de los que
más quería, que un día —debía ser por Semana Santa— nos contó la Pasión del Señor
con mucha piedad. Tengo que confesar que no entendí gran cosa pero, no sé por qué —
tal vez por ser un tema poco tratado en casa de mis padres—, me dio tal respeto que no
lo comenté con nadie.
Después, con la llegada del nacionalsocialismo, desapareció todo vestigio de religión
en la escuela. Efectivamente la ideología nazi, lejos de las tierras alemanas, iba
empapando poco a poco aquella sede educativa. Había, por ejemplo, un profesor que era
conocido como uno de los más afines, que tenía unos métodos nada delicados. Un día
prometió abofetear al primero que hablase y tuve la desgracia de ser yo: me dio un
manotazo que pensé que quedaría sorda para toda la vida. Pero peor me pareció el día en
que se burló de un alumno español porque llevaba al cuello una medalla de la Virgen.
Dijo que aquello no era cosa de hombres. Aunque nosotros, los suizos protestantes, no
llevábamos “esas cosas”, el hecho me pareció muy poco delicado y me indignó, y el
apuro de mi pequeño compañero me dio mucha pena. No cambiamos de colegio por el
asunto religioso, pero este se ponía de relieve en nuestras nuevas aulas del colegio
femenino francés.
Hasta aquel entonces no le había dado excesiva importancia a la religión, pasaba
desapercibida en nuestro día a día, pero en la escuela francesa era un asunto cotidiano.
Así, por ejemplo, en aquella escuela se rezaba cada día un Avemaría en francés antes de
las clases. Nunca me interesé por su significado, pero cuando mi amiga Luz Gómez —

18
hija del pastor protestante— dijo que no lo quería rezar, me pareció que exageraba. Un
profesor le aconsejó rezar como si cantase una canción con una letra cualquiera, por
ejemplo, Qué bella es Viena. No me pareció un razonamiento muy inteligente, pero no le
di más vueltas. Pienso que mis padres nos hubieran reñido si nosotros no hubiéramos
querido rezar, porque había que respetar las costumbres de las demás religiones.
En la escuela había profesoras muy piadosas, algunas pertenecían a una institución
llamada las Damas Catequistas. La religión se hacía especialmente presente en algunos
momentos específicos del año. En el mes de mayo colocaban un altar en el salón de
actos y todas —alumnas y profesoras, incluyendo las protestantes— íbamos a cantarle a
la Virgen y le llevábamos flores. Además, los sábados por la tarde (en aquella época
había clases los sábados y durante todo el día) las Damas nos reunían en el patio de
recreos a todas las chicas y nos leían algo de un libro. No tengo idea de qué libro era,
pero con el tiempo me pareció entender que contenía comentarios del Evangelio. Yo no
ponía mucha atención y más bien me aburría, pero recuerdo un día específico en que sí
agucé el oído. Ese sábado, el libro trataba sobre la fe protestante, y argumentaba que,
puesto que cada uno podía interpretar las Escrituras libremente, podía llegar a haber
tantas opiniones como creyentes. El comentario terminaba con la pregunta: «¿Cómo
puede haber tantas opiniones diferentes sobre la fe, si la verdad solo puede ser una?».
Aquella pregunta me impresionó, y quedó grabada en mi mente porque me pareció una
cuestión de lógica.
Pero si a algo era yo sensible, era a un posible “ataque” a mi religión. Algunas veces,
alguien me había preguntado si no me quería convertir. Me molestaba cuando me hacían
aquella pregunta, especialmente cuando me invitaban a “hacerme cristiana”, pues yo ya
era cristiana. Ante aquellas preguntas que consideraba poco adecuadas, siempre
reaccionaba con cierta vehemencia y orgullo, diciendo que no tenía la menor intención.
Y prometía luego a Dios que nunca cambiaría de fe, a la vez que le pedía su ayuda para
conseguirlo. Recuerdo que una vez hice esta promesa estando sola en la azotea de mi
casa, y tengo aún presente el aspecto del cielo, nublado y de un gris plomizo, que me
parecía marcar la solemnidad del momento. Para entonces, como se puede intuir, el
hecho religioso ya empezaba a preocuparme más, quizá simplemente porque me iba
haciendo mayor, y en parte también por mi amistad con Luz, que necesariamente me
llevaba a plantearme algunas cuestiones acerca de la trascendencia. A la vez que iba
pensando más en Dios, iban aumentando mis prejuicios contra el catolicismo, quizás
animados por un libro sobre la Inquisición que me prestó Luz o su padre.
En aquellos momentos, con Europa revuelta, también mi alma comenzaba a
inquietarse. En cierto modo me encontraba frente a frente con Dios, o más bien, lo
observaba desde un poco lejos, tratando de dejar claros mis presupuestos y condiciones
para acercarme. Entonces me inquietaba mi fe, pero no buscaba los porqués: más bien
me aferraba a unos esquemas vividos que consideraba, sin demasiados argumentos, los
únicos aceptables.
No estaba yo empeñada en desentrañar las cuestiones relacionadas con la fe verdadera,
y mucho menos pensaba en establecer algún diálogo ecuménico. Sin embargo, aunque

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yo no ponía demasiado afán ni en mi alma, ni en aclarar mis dudas, el Señor iba
haciéndose hueco poco a poco, esperando al momento oportuno.

[1] Hitler, siguiendo el programa de expansionismo totalitario que había trazado en su libro Mein Kampf, había
empezado a actuar para unir a todos los alemanes en una patria común. Después de recuperar lo que habían
perdido en la Primera Guerra Mundial, se pasó a la integración de Austria, llamada Anschluss, de un modo solo
parcialmente espontáneo y violento en la forma. Algunos austriacos estaban de acuerdo, pero no pocos se daban
cuenta de que se trataba de un sometimiento a los nazis.
[2] Es Cristo que pasa, n. 106.
[3] Es Cristo que pasa, n. 80.

20
III.
VOCACIÓN PROFESIONAL

SIN DUDA, POR INFLUENCIA DE LOS diversos sucesos de mi primera juventud —el ejemplo
de mi familia, el ambiente religioso de la escuela francesa y la confrontación con la
pobreza, el dolor y la muerte—, cuando cumplí trece años empecé a preguntarme por el
sentido de la vida. Sobre todo, me planteaba qué quería hacer cuando fuera mayor, a qué
quería dedicarme. Me imaginaba casada, con un buen marido protestante, y
dedicándome a los idiomas, a la literatura y a la historia.
Por supuesto, siempre pensé que el matrimonio sería parte de mi vida, y que, al igual
que mis padres, sería madre de varios niños. En mi casa, los niños daban alegría al
hogar, a mis padres les gustaban mucho y siempre recibían con alegría los nuevos
embarazos. Mi padre tenía un don especial para tratar bebés: en cuanto tomaba uno en
sus brazos, aunque estuviese llorando desconsoladamente, se calmaba. Incluso, durante
la Guerra Mundial, y sobre todo después, llegaron a plantearse varias veces adoptar a
algún niño huérfano a causa del conflicto, aunque el plan no llegó a realizarse. Yo
también soñaba con una familia numerosa, con un mínimo de ocho hijos; me ponía ese
límite sin ninguna razón especial. Me indignaba que algunas compañeras de clase me
preguntasen si no me habría gustado ser hija única, para gozar así de todos los mimos de
mis padres. La verdad es que me entristecía la posibilidad de tener que renunciar a
alguno de mis hermanos e imaginaba lo que me hubiera aburrido sin ellos.
Pero antes de casarme quería hacer algo por la humanidad. Sabía que la vida era breve
y había que aprovecharla bien. Años más tarde, cuando leí por primera vez el primer
punto de Camino, lo entendí perfectamente, porque correspondía a mis reflexiones:
Que tu vida no sea una vida estéril. Sé útil. Deja poso. Ilumina, con la luminaria de tu fe y de tu amor.
Borra, con tu vida de apóstol, la señal viscosa y sucia que dejaron los sembradores impuros del odio. Y
enciende todos los caminos de la tierra con el fuego de Cristo que llevas en el corazón.

En realidad, siempre he pensado que aquello era un primer barrunto de mi llamada al


Opus Dei: quería poner mis capacidades al servicio de la sociedad, no con afán de fama
u honor, sino con la ilusión de poder contribuir a hacer de este mundo un lugar mejor,
aunque fuera desde algo pequeño y ordinario. Cuando me planteaba qué podría yo hacer
en beneficio de la humanidad, solo se me ocurría ser enfermera: curar a personas que
sufren, ayudarlas en lo que necesitasen y darles algún consuelo en medio del sufrimiento

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y del dolor me parecía el máximo al que podía llegar la utilidad de una vida. Incluso
pensé en ser diaconisa: esas enfermeras protestantes que no se casan para dedicarse a la
cura de enfermos. No conocía nada bien esta realidad de las diaconisas, por lo que en mi
casa tan solo hablé de estudiar enfermería.
En aquella época, tenía un profesor de francés —el que nos enseñó a enamorarnos de
la literatura francesa— que me tenía bastante simpatía y que conocía bien a mis padres.
Al enterarse de mis planes, nos sugirió, a mis padres y a mí, que estudiase Medicina. Me
encantó la idea y recordé mi antiguo interés por la anatomía: ya de pequeña solía
observar en la cocina cómo desplumaban y vaciaban los pollos, y me interesaba por la
función de cada uno de sus pequeños órganos.
Pienso que a mi padre le gustó mi decisión, pero no dejó de poner algunas pegas. Era
normal que mi ilusión le dejara algo confuso, puesto que en aquella época eran aún
pocas las mujeres que estudiaban una carrera universitaria. Cuando más tarde me
examiné de reválida, a los 17 años, pregunté a una de mis compañeras de examen, que
era de otro colegio, qué pensaba estudiar. Me contestó muy digna que ella no lo
necesitaba. Esa era entonces la mentalidad dominante: las mujeres solo estudiaban si lo
necesitaban para sacar a su familia adelante. Pero mi padre tenía, además, otros “peros”.
¿Y si se trataba únicamente de una ilusión de juventud, un sueño que dejaría de lado en
el momento de casarme? Antes de comenzar la universidad, había que cursar el
bachillerato; quedaba un camino todavía largo de estudios. Mi padre me recordó que
ciertas mujeres estudiaban con esfuerzo una carrera, que luego abandonaban al casarse.
Así había ocurrido con mi prima Laura, hija de la hermana mayor de mi padre, quien
había estudiado precisamente Medicina y nunca ejerció la profesión. Pero además de
todas sus objeciones, había un obstáculo más cercano y material: convertir las pesetas en
francos era un negocio muy caro, y mi padre pensaba que no me podría pagar una carrera
tan larga, salvo que la estudiase en España. Tendría pues que renunciar a estudiar en la
patria, como hacían, sin excepción, todos los chicos y chicas de la colonia suiza.
Ya he relatado la preocupación de los padres de la colonia suiza si por algún motivo
no podían enviar a sus hijos a estudiar a la patria. A mí, por el contrario, me alegró la
posibilidad de quedarme en España, porque a pesar de la diferencia de religión, tenía una
gran “pandilla” de amigas y amigos con la que lo pasaba estupendamente, sobre todo en
la escuela y durante la Feria de Abril, fiesta típica de Sevilla en primavera, con mucha
gente por la calle, guitarras y baile, vino, caballos con chicas vestidas de sevillanas a la
grupa, alegría. Mis amigos y yo teníamos mil planes juntos, nos encantaba divertirnos y
pasar por encima de cualquier dificultad juntos. Así, por ejemplo, durante los meses de
invierno, representábamos una obra de teatro a la que acudían familiares, amigos y
conocidos. El precio de la entrada nos permitía ir ahorrando para poder montar una
“caseta”, una especie de tienda de lona, donde reunirnos los amigos durante la Feria.
Pensar que, además de estudiar Medicina, podría seguir disfrutando de todo aquello me
llenaba de gozo. A mi padre, aunque nunca lo dijo, estoy segura de que le ilusionaba
tener una hija médico y que al menos uno de nosotros permaneciera más tiempo con
ellos en casa. Y, por supuesto, pienso que mi madre sentía lo mismo.

22
Yo entonces no lo sabía, pero una vez más el hilo conductor tendido por Dios en mi
vida se iba desenrollando. Si me hubiese marchado a Suiza, como todos mis
compatriotas, probablemente no habría conocido nunca el Opus Dei, o si acaso, mucho
más tarde, puesto que, como relataré más adelante, no se comenzó en aquel país hasta el
año 1964. Pero antes de encontrarme con esa espiritualidad, Dios me fue preparando.
Con la pandilla de amigos solía ir a ver los pasos de Semana Santa. Por esa época leí
una novela en la que el protagonista, precisamente un suizo protestante, se convertía al
catolicismo al asistir a esas procesiones. No sé si esto ocurriría alguna vez en la realidad,
pero yo seguía ciega en cuanto a la belleza del culto y sobre todo en cuanto a lo que
aquellas celebraciones de Semana Santa expresaban. Lo que sí comencé a captar era que
algunos de mis amigos tomaban muy en serio esa semana y todas aquellas
manifestaciones de la religiosidad popular. Yo respetaba el recogimiento y piedad de mis
amigos, y aunque no lo compartía, alguna vez sentí que aquellas imágenes removían
algo dentro de mí. Fue al ver pasar un paso procesional que representaba al Crucificado,
una estupenda imagen de Martínez Montañés —supongo que sería el Cristo de los
Gitanos, según la costumbre sevillana de dar un nombre especial a cada imagen—. Me
fijé de pronto en que aquella representación de Jesús tenía las rodillas heridas, como de
haberse caído camino del Gólgota. Sentí mucha pena.
Sin embargo, como buena protestante, el culto a las imágenes no me atraía en
absoluto. El pastor me contó un día que el Cristo de los Gitanos se llamaba así porque el
escultor se había inspirado en un gitano moribundo. Me pareció penoso, como una falta
de respeto a Jesucristo. Años más tarde, recordando esta anécdota, ya no vi
inconveniente en que se hubiese copiado la cara de un hombre moribundo, puesto que
Jesucristo era —y es, como le gustaba recordar y decir a san Josemaría— verdadero
hombre además de verdadero Dios. Siendo ya católica aprendí a amar a Jesús en su
divinidad y en su humanidad, y por eso, ya no volví a asustarme al ver el parecido de
Jesús con los hombres normales. San Josemaría lo expresaba en Camino, haciéndonos
caer en la cuenta de ese inmenso amor humano del Señor: Jesús es tu amigo. —El
Amigo. —Con corazón de carne, como el tuyo. —Con ojos, de mirar amabilísimo, que
lloraron por Lázaro... Y tanto como a Lázaro, te quiere a ti [1]. Con el tiempo
comprendí que, pese a los posibles abusos que se puedan dar en la veneración de
imágenes, representar al Señor, a su Madre y a los santos, o tener un crucifijo colgado de
la pared, puede hacer mucho bien. También aprendí del Padre a utilizar las imágenes
como medios para acordarme de Dios durante el día y procurar un diálogo continuo con
Él y con su Madre, la Virgen.
Al pasar a bachillerato, el cambio de clase supuso también conocer nuevas
compañeras. Con Esperanza Carrasquilla y las hermanas Angelines y Conchita García
Gordillo formé enseguida un cuarteto muy unido. Sabíamos pasarlo muy bien a pesar de
los apuros del estudio y de los exámenes. Eran chicas buenísimas y piadosas, que
frecuentaban los sacramentos. El profesor de Literatura de la escuela era ateo, cosa que
preocupaba mucho a mis compañeras, y un poco también a mí. Ellas solían defender la
religión ante él con mucho ardor, pero entre nosotras nunca hablábamos del tema, quizá

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por temor a una desunión. Solo una vez recuerdo que me preguntaron si rezaba, y
empecé a recitarles la oración infantil que mi madre nos había enseñado. Les causó risa,
por lo que me sentí profundamente ofendida y nunca más quise tocar el tema.
Además de mi pandilla, Dios también aprovechó los estudios que todavía tenía
pendientes para ir metiéndose en mi vida. Antes de comenzar los estudios universitarios,
como ya he dicho, tenía que cursar el Bachillerato. Debido a las “idas y venidas” de las
distintas escuelas a las que había asistido, al comenzar el bachillerato tenía bastante
retraso en mis conocimientos respecto al resto de mis compañeras. Por eso tuve que
estudiar más intensamente y concentrar contenidos de varios años para poder
presentarme al examen de reválida. No me importó demasiado, ya que me gustaba
mucho aprender y estudiar. El bachillerato era muy completo, sobre todo desde el punto
de vista humanístico. Estudié de nuevo con alegría la historia y la literatura —ahora a
nivel mundial, y no ya solo francés—, así como el latín y un poco de griego. Además, en
esa época se cursaba toda una serie de asignaturas comunes sobre Religión: Historia
Sagrada, Dogmática, Moral, Sacramentaria, e incluso Liturgia. Estas clases venían
precedidas de unas bases de Filosofía, materia que no había estudiado antes y que me
apasionó.
Estudiaba la Religión como una materia más, y me examinaba siempre pensando: “Sé
que esta es la Religión católica, pero no va conmigo”. Como si se tratase de Física o de
Geografía, procuraba entender los conceptos, y nada más. Teníamos como profesor de
estas asignaturas a un anciano sacerdote, muy santo, que me tenía un gran afecto: don
Alfonso Espinosa. Solía decir que yo explicaba el tema de la gracia mejor que nadie. Mis
padres también le apreciaban. A lo largo de aquellas clases y de las conversaciones
surgidas a raíz de dudas —meramente teóricas— que yo planteaba, nunca me insinuó la
idea de la conversión: probablemente se daba cuenta de que aún no había llegado la hora.
Cuando mi padre finalmente se mostró de acuerdo con que me quedase en España para
cursar mi carrera universitaria, me hizo prometer que, terminado el bachillerato y antes
de empezar mis estudios de Medicina, pasaría un año en Suiza para conocer bien mi
país. Al menos, tendría así la oportunidad de conocer la patria y, entre otras cosas,
recibir la Confirmación protestante. Aunque mi padre no practicaba demasiado su fe, y
el protestantismo no considera la Confirmación como un sacramento, comprendía que
ese evento era de una importancia decisiva desde el punto de vista social. Por supuesto
yo accedí a aquella petición, me parecía justo, y me alegraba la oportunidad de conocer
mi país de origen.

EL AÑO SABÁTICO
En julio de 1947 aprobé la reválida, el examen final de bachillerato, con una edad algo
mayor de la habitual en España para esta prueba, pues tenía dieciocho años. En octubre
de ese mismo año, partí hacia Suiza con mi hermana Mirta, para iniciar lo que considero
mi año sabático. Estuvimos un año en un internado protestante para chicas en el pueblo
de Horgen. Casi todas las habitaciones eran individuales, pero como a mi hermana y a

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mí nos encantaba tener muchas amigas y hacer pandilla, con asombro de la dirección,
pedimos dormir en la única habitación de ocho camas que había en el instituto. Nos
divertimos muchísimo, aunque en realidad aprendimos bastante poco: algunas nociones
de inglés —siempre he lamentado no saberlo mejor— y bastante economía doméstica.
Debo reconocer que lo más enriquecedor fue descubrir mi afición por la cocina.
Evidentemente, aquellas clases de cocina estaban marcadas por una creatividad propia
del contexto de la inmediata posguerra, que llevaba a hacer platos muy sencillos, como
mermeladas con edulcorantes artificiales. Una nueva “ingeniosidad” del Señor, que
seguía preparándome para comprender y hacer propio cada uno de los aspectos del
espíritu del Opus Dei. San Josemaría consideraba como verdaderamente importantes —
por ser oportunidad de encuentro con Dios— todas las profesiones, incluyendo el trabajo
propio del hogar. Insistía en la profesionalidad que tienen esos trabajos de servicio en el
hogar, y en su trascendencia:
Yo os digo que esta es una gran ocupación, que vale la pena. A través de esa profesión —porque lo es,
verdadera y noble— influyen positivamente no sólo en la familia, sino en multitud de amigos y de conocidos,
en personas con las que de un modo u otro se relacionan, cumpliendo una tarea mucho más extensa a veces
que la de otros profesionales[2].

Por eso, proponía que aunque se tuviese otro trabajo profesional, todos deberían
colaborar de algún modo en las tareas de la casa, para mantener el hogar como un
ambiente luminoso y alegre, sencillo y sin lujo, en donde poder sentirse a gusto después
de bregar en otras tareas durante todo el día. Así que me vino muy bien haber dedicado
ese “año sabático” precisamente al cuidado de la casa.
Enseguida comenzaron también nuestras clases preparatorias para la Confirmación.
Casi todas nuestras compañeras del internado, aunque eran más jóvenes, ya se habían
confirmado, a excepción de Claire Lüscher —una suiza procedente de Argel—, por lo
que recibíamos nuestras clases en la escuela del pueblo, junto con los chicos del lugar
que se iban a confirmar. Daba las clases un pastor joven muy simpático, que me pareció
muy convencido y entregado. Me sorprendió mucho enterarme de que no íbamos a
recibir un sacramento, del mismo modo en que tampoco el pastor había recibido el
sacerdocio, ya que en el protestantismo ni el sacerdocio ni la confirmación son
considerados sacramentos. En las clases recibidas en la escuela francesa, había oído que
los sacramentos eran siete, entre ellos precisamente los dos mencionados, por lo que
aquella diferencia me produjo cierta confusión. Un día, durante aquellas clases, el pastor
nos dijo que, si teníamos preguntas, las escribiéramos para que él nos pudiese contestar.
Lo primero que se me ocurrió fue mi famosa pregunta sobre aquello de que la verdad
solo puede ser una. Nunca recibí contestación, cosa que me desilusionó mucho.
Finalmente, en la primavera de 1948, hicimos mi hermana y yo la confirmación en la
iglesia protestante del pueblo. La ceremonia consistía en recibir el Abendmahl, la cena,
que no fue precedida por nada parecido a una Misa, sino solo por un sermón. Yo sabía
que, como protestantes, tampoco creíamos en la presencia real de Jesucristo en el pan y
el vino, a diferencia de los católicos. En la ceremonia, también se hace la promesa de ser
fiel a la fe, que yo tomé enormemente en serio. Otro momento importante se produce

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cuando el pastor adjudica a cada confirmando un verso de la Biblia. A veces, es posible
que un protestante no vuelva a tener prácticamente contacto con la religión, pero no
olvidará su Konfirmandenspruch (lema de la Confirmación). El mío me gustó
muchísimo, y me sigue pareciendo precioso: eran las palabras del Señor en el Evangelio
de San Juan, capítulo 14, versículo 6: «Yo soy el Camino, la Verdad y la Vida. Nadie
viene al Padre sino por Mí». Entonces no me di cuenta, pero tiempo después me pareció
que ya entonces el Señor quiso darme la respuesta a mi famosa pregunta sobre la verdad:
solo Él podía ser la Verdad, la Verdad con mayúscula; y la vida solo tenía sentido con Él
y si se ponía a su servicio, ayudando a otras personas a encontrar el camino que conduce
a Dios.

[1] Camino, n. 422.


[2] Conversaciones, n. 88.

26
IV.
ESTUDIOS DE MEDICINA. ENCUENTRO CON EL
OPUS DEI

EN SEPTIEMBRE DE ESE MISMO AÑO volvimos mi hermana y yo a Sevilla. Aunque había


jugueteado un poco con la idea de quedarme en Suiza y estudiar alguna carrera de letras,
pronto regresé a mi plan original de estudiar Medicina, con gran satisfacción por parte de
mi padre, que después de todo se había encariñado con esta posibilidad. Después he
agradecido mucho aquella decisión, pues fue la ocasión de la que Dios se sirvió para que
yo conociera qué era lo que Él quería de mí, y el camino para realizarlo: el Opus Dei.
La noche de regreso a Sevilla, en aquel septiembre de 1948, vino a verme una gran
amiga mía: Ángeles Flores. Ella, aunque era más joven que yo, iba a comenzar a estudiar
Letras porque me había “alcanzado” debido a mi ausencia de un año. Charlamos de todo
lo ocurrido durante ese tiempo. Me contó que ese mismo día había hecho un examen
para conseguir una beca, pero no la había obtenido porque su único rival era un chico del
Opus Dei. Fue la primera vez en mi vida que oí estas dos palabras. Según me contó,
algunas personas tenían la idea de que se privilegiaba a personas de la Obra en los
exámenes. Después comprendí que, si tenían mejores notas o recibían más fácilmente
becas, era “cuestión de codos”: es decir, que el ideal de la santificación del trabajo
llevaba —y lleva— a los fieles del Opus Dei a tomarse cualquier tarea en serio: en el
caso de los estudiantes, la de estudiar. Pero en ese momento me quedé sorprendida, y
pregunté intrigada: «Pero ¿qué es eso del Opus Dei?». «Mira —me dijo mi amiga, muy
bien informada—, yo tampoco lo sé bien, pero parece ser que tienen por lema todo sin la
mujer». De la sorpresa pasé a la indignación, y pregunté si no tenían madres, si no tenían
hermanas… La impresión de que no contaban con las mujeres aumentó cuando mi amiga
añadió que, un momento en que se había quedado a solas con su contrincante, este le
había dicho: «Tú eres mi peor enemigo». Solo algún tiempo después comprendí que el
pobre había hecho una broma para aliviar la tensión del examen, y que, en ese momento,
era verdad que el enemigo que le podía quitar la beca era, sin duda, mi amiga Ángeles.
Por fin, comencé mis estudios de Medicina. Era la única chica entre muchos
compañeros (quizá más de cien), con excepción de María Eugenia, que por estar casada
asistía muy poco a clase. Como mi formación científica no era muy buena, y además
había olvidado cosas en el año transcurrido en Suiza, busqué apoyo en aquellos

27
compañeros que eran buenos estudiantes y me daban más confianza. Formábamos un
grupo de seis o siete: éramos «la niña» —como se llamaba entonces en Andalucía a las
chicas, aunque ya fueran mujeres— «y su grupo». Yo pensaba, más bien, que éramos «la
niña y sus caballeros», pues me llamaba la atención la delicadeza con que me trataban,
sin el menor asomo de falta de respeto o de querer aprovecharse de alguna situación más
o menos comprometida. La ayuda que me prestaban era incondicional.
Con frecuencia, teníamos grandes conversaciones sobre todos los temas imaginables.
La clase de disección y las enormes salas del Hospital sevillano, llenas hasta rebosar de
pacientes, muchos de ellos tuberculosos o desnutridos, así como la pobreza de los
enfermos, sobrecogedora —faltaban hasta los medicamentos más necesarios, como los
que precisamente entonces se iban descubriendo contra la tuberculosis—, se prestaban a
charlas profundas, en que no faltaba la referencia a Dios y a la fe. Ya desde el segundo
curso podíamos quedarnos de guardia por las noches voluntariamente como alumnos
internos, y mientras no nos avisaban para atender a un enfermo, era fácil explayarse en
estos temas, también porque el cansancio no facilitaba estudiar en esas altas horas de la
noche.
Lógicamente, surgía muy en primer plano la pregunta sobre el dolor. Cuando era aún
pequeña, recuerdo que mi abuela, que había oído algunas noticias sobre la persecución
de los nazis contra los judíos y los campos de concentración, había dicho en voz baja:
«Y luego dicen que Dios existe, y que es bueno…». A pesar del respeto que le tenía,
protesté vivamente: «¡Nonna, no digas eso!», porque nunca he dudado de la existencia
de Dios. En aquel entonces, solo me explicaba el sufrimiento como obediencia a la
voluntad divina: «Dein Wille geschehe!», decía el Padrenuestro que yo me sabía, y esta
postura es también la de todo buen protestante.
Pero ante el dolor constante del que era testigo, esa explicación se me hizo entonces
insuficiente. El dolor, pensábamos mis amigos y yo, había de tener una explicación más
profunda que buscábamos entre todos en nuestros ratos de “filosofía”. Debía tener algún
sentido, pues un Dios Creador y Salvador no podía hacer cosas absurdas ni tampoco
permitirlas. Pronto me di cuenta de que ellos ya conocían esa respuesta, o por lo menos
la intuían, aunque no la supieran expresar como luego le oí a san Josemaría.
Bendito sea el dolor —dice el punto 208 de Camino—. Amado sea el dolor.
Santificado sea el dolor... ¡Glorificado sea el dolor! Y poco después, el punto 219, da
una primera explicación a aquella inquietud que teníamos en el hospital y que mis
amigos entendían mejor que yo: Si sabes que esos dolores —físicos o morales— son
purificación y merecimiento, bendícelos. El punto 182 es aún más explícito y ofrece la
explicación completa:
Bebamos hasta la última gota del cáliz del dolor en la pobre vida presente. ¿Qué importa padecer diez años,
veinte, cincuenta... si luego es el cielo para siempre, para siempre... para siempre? Y, sobre todo, mejor que
la razón apuntada “propter retributionem”-, ¿qué importa padecer si se padece por consolar, por dar gusto a
Dios nuestro Señor, con espíritu de reparación, unido a Él en su Cruz, en una palabra: si se padece por
Amor?

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Pero entonces yo no podía comprender aquellas palabras. Aunque sabía que Dios existía,
no lo trataba como a un amigo cercano, por lo que el dolor seguía pareciéndome algo
extraño e imposible de aceptar de un modo distinto a la mera resignación. Más tarde,
solo al acercarme a Dios de una forma personal, comprendería aquel misterio que
encontraba diariamente en mi trabajo con pacientes.
Este no poder dar sentido al dolor me llevó a notar una vez más el muro que siempre
había percibido en relación con los católicos, sobre todo si se trataba de personas a las
que quería mucho. Había algo, que no acertaba a descubrir, que me separaba de ellos, y
que percibía cuando hablábamos sobre esto. Aquella ligera diferencia me hacía sufrir un
poco, y me recordaba una historia que contaba mi padre sobre su infancia: cuando era
niño, vivía en Florencia, por lo que tenía muchos amigos católicos. En aquel contexto,
cuando le preguntaban qué quería ser de mayor, contestaba muy serio que papa, para
poder unir en una sola religión a católicos y protestantes. Pero mis nuevos amigos
católicos no ponían ninguna barrera voluntariamente, sino que trataban de explicarme
sus opiniones con total sencillez y afecto.
La confianza con ellos me llevó a rescatar una costumbre propia de mi infancia y
adolescencia: el álbum de poesías. Consistía en tener un bonito cuaderno donde las
amistades y conocidos escribían algunas frases en prosa o verso, propios o no,
acompañados a veces de un dibujo, y firmaban con su nombre. De este modo se acababa
teniendo un recuerdo imborrable de todos ellos. Me había llevado mi álbum al internado
suizo, pero aún quedaba bastante sitio, por lo que se me ocurrió la romántica idea de
hacer escribir también a mis compañeros de estudio. Todo lo que escribieron me pareció
bonito, pero el párrafo que más me llamó la atención —escogido sin duda por su relación
con la Medicina— fue el siguiente:
Me preguntas: ¿por qué esa cruz de palo? Y copio de una carta: «Al levantar la vista del microscopio, la
mirada va a tropezar con la Cruz negra y vacía. Esta Cruz sin Crucificado es un símbolo. Tiene una
significación que los demás no verán. Y el que, cansado, estaba a punto de abandonar la tarea, vuelve a
acercar los ojos al ocular y sigue trabajando: porque la cruz solitaria está pidiendo unas espaldas que
carguen con ella».

Debajo, el nombre del autor y el libro: Josemaría Escrivá de Balaguer. Camino, punto
277. Me gustó muchísimo, y pregunté quién era ese autor. «¡Cómo! ¿No lo sabes? Es el
Fundador del Opus Dei» —contestó mi amigo que había escrito aquella cita—. Por
segunda vez oía mencionar la Obra, pero ¡en qué contexto tan distinto! Esa misma tarde
compré Camino y lo leí de un tirón durante la noche. Recuerdo que algunos puntos me
hicieron llorar. Aquel libro me impresionó profundamente por su seguridad en la fe y en
la caridad, y en parte también porque veía retratados allí a mis compañeros, “caballeros
cristianos”, aunque, según entendí mucho más adelante, tan solo uno de ellos era de la
Obra. Procedían de familias cristianas piadosas, pero estoy segura de que lo que más
percibía en ellos era la formación humana y espiritual que recibían en la residencia del
Opus Dei.

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Desde entonces, fue frecuente que habláramos del Opus Dei abiertamente. Me
contaban historias sobre la residencia a la que acudían y sobre lo que allí hacían, de un
maravilloso panorama de amor a Dios, de alegría, de generosidad. Empecé a pensar que
en el catolicismo no todo eran exterioridades, sino que detrás había una postura valerosa
y alegre ante la vida, que me estaba llamando poderosamente la atención. Recuerdo que
para las clases de Medicina, en ocasiones, teníamos que correr de un lado para otro de la
ciudad, pues estaban un poco mal organizadas y repartidas en diversos edificios. En una
de estas carreras, a uno de mis compañeros se le cayó del bolsillo un crucifijo y un
rosario. Los recogió enseguida, y al ver mi cara de estupor dijo:
—¿Qué pasa? Todos los católicos llevamos siempre con nosotros un crucifijo y un
rosario.
—Ah, sí, sí, muy bien —repuse confundida, recordando lo que había leído en Camino,
en el punto 302: Tu Crucifijo. Por cristiano, debieras llevar siempre contigo tu
Crucifijo. Y ponerlo sobre tu mesa de trabajo. Y besarlo antes de darte al descanso y al
despertar: y cuando se rebele contra tu alma el pobre cuerpo, bésalo también.
Pero otro del grupo comentó bromeando al dueño del rosario:
—¡Ay, ay, que los del Opus Dei te van a pescar!
—¿A mí? —preguntó aquel—. No, a mí no me pescan.
No entendí mucho lo que significaba esa escena, pero como en tantas ocasiones, la
entendí mucho después. El dueño del crucifijo era el único de quien me consta con
certeza que llegó a ser de la Obra, por lo que la contestación era lógica: no lo podían
pescar porque ya estaba “pescado”.
Siendo yo ya del Opus Dei, en un viaje que hice a Suiza, mi tía Mimmi, que era
buenísima, se sintió en el deber de advertirme en el mismo sentido que a mi compañero
Diego: «Mira que esas personas lo que quieren es pescarte». Me hizo gracia, porque
aparte de que yo también estaba ya en la “red”, o más bien en la barca de Pedro, no
imaginaba ella hasta qué punto estaba diciendo la verdad: en la evangelización del
mundo se trata, en efecto, de ayudar a todos los hombres, respetando su libertad, a
salvarse en la barca del Señor o, mejor dicho, en la barca que le prestó san Pedro, para
poder predicar alejándose un poco de la orilla.
Cada vez admiraba más a mis compañeros, y poco a poco se fue consolidando mi
convicción de que la gente del Opus Dei no era lo que había imaginado en un principio,
sino que se trataba de personas normales y alegres, con una alegría que se contagiaba.
Esto, por un lado, era para mí un disfrute, por otro, me parecía que el abismo entre el
catolicismo y yo se había hecho aún más profundo. No obstante, casi sin proponérmelo,
pensaba que también les debía ayudar en la medida de mis posibilidades.
No sé si ellos se dieron cuenta, pero recuerdo una anécdota significativa que ahora
puede resultar sorprendente, pero entonces a nadie le llamó la atención. Un día, me
parece que era poco antes de Navidad, vino a hablar conmigo aquel que había perdido el
crucifijo y el rosario. Me informó de que en la residencia iban a tener lugar unos días de
retiro, y quería que yo animara a otro amigo nuestro, José López Ruiz, que
habitualmente se fiaba de mí en todo, para que asistiese. Primero quise saber qué era eso

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del retiro. Me explicó que se trataba de unos días dedicados a un encuentro más personal
con Dios, facilitado por un horario que ayudaba a rezar y acercarse a los sacramentos
con mayor tranquilidad y profundidad. En concreto, me explicó que en el retiro se
trataría de asistir a Misa todos los días, de escuchar meditaciones, o ratos de oración, que
dirigía un sacerdote en el oratorio de la residencia, de leer el Evangelio y libros que
ayudaban a reflexionar..., y de guardar silencio para poder rezar con mayor
recogimiento. Pregunté durante cuánto tiempo era eso, y cuando me dijo que durante
cinco días, me quedé horrorizada: ¡cinco días sin hablar! Siendo esta una de mis
ocupaciones favoritas, no lo podía comprender. No obstante, viendo el interés que tenía,
traté de convencer a mi amigo: «Anda, Pepe, mira que debe ser una cosa muy buena, ya
que tanto se empeñan en que asistas». Pero por una vez no me valió mi influencia, y
Pepe decidió no acudir a aquellos días de retiro.
Pasaba el tiempo, avanzábamos en nuestros estudios y nuestra amistad iba creciendo.
Nuestras conversaciones giraban con frecuencia alrededor de lo mismo: la vida, la
muerte, el sentido del dolor... y el amor de Cristo por los hombres. Y, por supuesto, no
dejábamos de hablar sobre el Opus Dei y san Josemaría. Mis amigos me explicaban
cómo, a través del espíritu de la Obra, profundizaban más y más en su relación personal
con Dios. En ocasiones me contaban historias sobre san Josemaría y me explicaban
cosas, más bien accesorias, de sus enseñanzas y de su vida. Así, por ejemplo, recuerdo
haberles escuchado relatar cómo el Padre —así es como llaman habitualmente a san
Josemaría las personas de la Obra—ofrecía penitencias generosísimas a Dios para que
saliera adelante aquella nueva institución que era “obra de Dios”, Opus Dei. Decían
también que en España ya había muchas personas que habían visto su vocación a la Obra
y que eran ya hijos del espíritu del fundador (como ya he dicho, me parece que la
mayoría no sabíamos que hubiese también mujeres en la Obra).
Por supuesto, en nuestras conversaciones no podían faltar referencias a la fe católica.
Ellos no intentaban discutir sobre mi religión ni convencerme de que el protestantismo
no era la fe plena y verdadera, pero me daban tal sensación de seguridad y de saberse
plenamente protegidos por esas verdades sobrenaturales, que sentía cierta envidia
creciente hacia ellos. Un día compartí con otro de mis compañeros, Luis Salvador —un
chico muy divertido que a primera vista podía parecer un tanto superficial, aunque estoy
segura de que no lo era—, estas inquietudes y envidias que sentía:
—Pienso que los católicos tenéis mucha suerte, porque siempre sabéis lo que tenéis
que creer. Los protestantes casi lo tenemos que buscar nosotros mismos y, según en qué
lugar estemos, quizá tenemos que empezar de nuevo a adaptarnos a las creencias de la
iglesia local.
Ese chico me hizo entonces una propuesta que con toda certeza le inspiró el Espíritu
Santo, por la que le estaré eternamente agradecida, porque la considero como el punto de
partida de mi camino hacia la felicidad:
—Mira, si tienes esas dudas, ¿por qué no vas a la residencia —se refería a la que
dirigía gente del Opus Dei— a hablar con un sacerdote?

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En realidad, en ese momento, me indignó un poco que hablase de dudas, pues no era
lo que yo le había querido explicar, y en el primer momento me negué rotundamente. Sin
embargo, después, pensándolo despacio, me pareció que sería interesante esa entrevista,
y le pedí que me informara cuando hubiese esa posibilidad. Por primera vez me planteé
que quizás fuera importante conocer el catolicismo mejor de lo que ya pensaba
conocerlo.

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V.
LEJOS DE LAS DOS ORILLAS

CONVERSIÓN Y VOCACIÓN
Había entonces pocos sacerdotes del Opus Dei. Los tres primeros se habían ordenado en
1944, cuando san Josemaría, con su mente clara y sus conocimientos jurídicos, ayudado
por la luz sobrenatural del Espíritu Santo, encontró la solución para que pudieran
ordenarse algunos laicos miembros del Opus Dei[1]. Cada año, desde entonces, se
habían ordenado varios. Pero, como el mismo san Josemaría decía, la labor apostólica se
desarrollaba a tal ritmo, que se los “tragaba” como la tierra reseca se traga el agua. Por
este motivo, en la residencia Guadaira de Sevilla, donde vivían jóvenes universitarios y
se impartía formación cristiana para aquellos que lo deseaban, aún no había sacerdote
fijo, sino que pasaba alguno de vez en cuando —me parece que una vez cada mes o cada
dos meses— para atender la labor pastoral. Por aquel entonces, a finales de los años 40,
no había ningún centro del Opus Dei[2] para mujeres en Sevilla, pero esto ni lo sabía ni
me llamó la atención, pues en ese tiempo yo pensaba que solo los hombres podían
pertenecer a la Obra.
Un día mi compañero me avisó: «Ha venido don Teodoro». En el primer momento,
como haría casi siempre en los meses venideros, yo decía que no pensaba ir a conversar
un rato con el sacerdote sobre cuestiones de fe. Y, como haría siempre también, por fin
iba. La sencillez y la afabilidad de don Teodoro Ruiz, entonces de mediana edad,
enseguida hicieron que me encontrara muy a gusto. Empezaron unas conversaciones
profundas en las que yo exponía todas mis dudas y prejuicios. A veces se prolongaban
mucho, y yo, egoístamente, no me daba cuenta de que don Teodoro tendría otras mil
cosas que hacer en el poco tiempo que estaba en Sevilla. Tratábamos sobre varios puntos
de la fe católica que yo no conseguía comprender, o enseñanzas de la Iglesia sobre las
que tenía una opinión diversa. Uno de mis puntos difíciles era la existencia del
purgatorio. Yo no podía concebir que Dios te enviara a un lugar de sufrimiento tras la
muerte, en espera de la recompensa de la salvación y la gloria. Don Teodoro me hizo
comprender que en el Cielo no puede entrar nada sucio, y que por eso era necesario un
período de purificación si no se había reparado todo en la tierra. Acudiendo a las
Escrituras, le pregunté por la promesa que el Señor había hecho al buen ladrón desde la
cruz: «Hoy mismo estarás conmigo en el paraíso». Recuerdo que aquel sacerdote me

33
contestó con otra pregunta: «¿Crees que una crucifixión es poco para expiar una vida no
demasiado edificante?».
Don Teodoro me habló de los sacramentos, de la gracia, de la Santísima Virgen.
Cuando mencionó la confesión, espontáneamente le conté las cosas de mi vida que no
habían sido buenas. Noté una enorme confianza y una gran alegría, como si de verdad
aquello hubiese sido mi primera confesión, cosa que no era posible hasta que fuese
católica. Aquello no había sido más que una conversación en la que compartí los hechos
de mi vida que pesaban en mi conciencia, pero comencé a intuir que esa comprensión
que encontraba en el sacerdote era tan solo un reflejo de algo más profundo que Dios
hacía en el alma. Entonces solo podía percibir algunas muestras de cariño de Dios, pero
aún quedaba tiempo hasta que experimentara en primera persona lo que era la
misericordia y el perdón efectivo de Dios. Tras aquellas conversaciones con don
Teodoro, a veces regresaba sobre algunos puntos de Camino, buscando explicaciones o
reflexiones acerca de los temas tratados. Las palabras de san Josemaría me interpelaban,
generando en mí algo que iba más allá de esa envidia hacia mis compañeros. Deseaba
poder alcanzar ese amor de Dios que percibía en lo que escuchaba y leía. Tras aquel
momento que consideré una “confesión”, releí un punto de Camino, que me sorprendió
pues abría un panorama mucho más apasionante que la simple tranquilidad personal de
compartir mis miserias con un sacerdote:
¡Mira qué entrañas de misericordia tiene la justicia de Dios! —Porque en los juicios humanos, se castiga al
que confiesa su culpa: y, en el divino, se perdona.

¡Bendito sea el santo Sacramento de la Penitencia! [3]

He oído en bastantes ocasiones que los conversos al catolicismo se han sentido atraídos
sobre todo por la Virgen, con la impresión de que habían descubierto tener una madre en
el Cielo. A mí, por el contrario, era un punto que también me costaba comprender y
aceptar, por un temor excesivo —típico de la mentalidad protestante— a quitar gloria a
Jesucristo. Don Teodoro me explicó que era el mismo Señor el que nos había regalado a
Su Madre y que no teníamos derecho a rechazarla. Había escogido como Madre a la
mujer más perfecta, y lo natural era que la amáramos, le debíamos amor y respeto,
mucho más que a todas las demás figuras femeninas de la Biblia —como Esther, Rebeca,
Judith...— a quienes los protestantes no tienen miedo de venerar o cuyos nombres no
dudan en poner a sus hijas.
Y así como discutía estos temas con don Teodoro, a la vez los trataba con mis
compañeros. Algunos me prestaron libros para que yo misma pudiera abordar mis dudas
y para que tuviera nuevas perspectivas sobre la fe católica: llegaron a mis manos tanto
libros sobre apologética que trataban sobre distintos aspectos de la fe, como novelas —
como Cuerpos y Almas de M. van der Meersch— que llevaban a plantearse muchos de
esos temas desde una perspectiva más personal. Hablando sobre la Santísima Virgen,
uno de mis amigos me dejó el Viaje a Lourdes de Alexis Carrel. El libro recoge la
experiencia del propio autor, un sabio médico de París que, siendo ateo, había
acompañado a Lourdes a un grupo de enfermos reemplazando a un amigo católico que se

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había visto impedido a hacerlo. Carrel contó a su vuelta que había asistido a la curación
repentina de una chica joven enferma de tuberculosis intestinal en el último estadio, en
esa época una dolencia imposible de curar. La chica tenía el vientre muy hinchado, su
estado era gravísimo, tanto que Carrel temió que no llegara a Lourdes con vida. Cuando
por fin estuvo tendida en su camilla delante de la gruta, Carrel, que la observaba desde
lejos con aprensión, vio cómo de pronto bajaba la manta que cubría el hinchadísimo
vientre, y la joven se levantaba radiante como si jamás hubiera estado enferma. Me
impresionó mucho el final de la historia, aunque no recuerdo si lo contaba Carrel o lo he
leído después. Los periodistas preguntaron a la chica qué pensaba hacer ahora que estaba
curada, y ella respondió que estaba feliz porque por fin podría irse al convento, como
venía deseando desde antes de estar enferma. A Carrel, a raíz del libro que publicó, sus
colegas ateos y librepensadores le hicieron la vida imposible en París, por lo que emigró
a Estados Unidos, pero nunca se retractó de lo que había visto con sus propios ojos. Más
adelante llegaría a la fe. Me impresionaba e intrigaba aquel signo milagroso atribuido a
la Virgen, a la vez que también me preguntaba cómo era posible que Bernadette, esa
chica piadosa pero ignorante, hubiese sabido descubrir una fuente donde solo había
terreno seco, simplemente obedeciendo a las órdenes de aquella hermosa Señora que
decía ver.
Hasta ese momento había abordado mis reparos y cuestiones sobre la Virgen de una
forma un tanto fría e intelectual, pero recuerdo el argumento sobre la Virgen que me dio
Diego Díaz Estévez, otro de mis compañeros, que cambió mi forma de tratar el asunto. A
un pintor —me explicaba Diego— no le cuesta, sino todo lo contrario, que alaben su
cuadro; así, como la Virgen es la obra maestra de Dios —“el primer opus Dei”, la llamó
una vez Juan Pablo II en un encuentro con el Beato Álvaro del Portillo[4]— y como a
todo el mundo le gusta que se respete a su madre, era lógico que tuviéramos veneración
por la Virgen, Madre de Dios. Me explicó también que los católicos veneramos a la
Virgen María, pero que, por supuesto, no se trataba de adoración, porque tan solo Dios
merece adoración. Diego me aconsejó rezar cada noche un Avemaría pidiendo la
verdadera fe. Empecé a hacer esto enseguida, pues pensé que diciendo “ruega por
nosotros” no hacía nada en contra del amor de Dios y que Él escucharía las súplicas de
Su Madre. Descubriría después también la clarísima enseñanza del milagro en las bodas
de Caná, realizado ante la súplica de la Virgen, aunque «aún no hubiese llegado su
hora»[5].
Yo aún desconfiaba porque me parecía sospechoso que, si Dios había querido esa gran
veneración por su Madre, no lo hubiese explicitado claramente, y sobre todo me llamaba
la atención que ella no apareciera mucho más en la Sagrada Escritura. Sin embargo, con
el tiempo descubrí que lo sospechoso hubiera sido precisamente que se hablara mucho
de Ella, ya que la Ancilla Domini tenía que desaparecer, aunque «el Señor hubiese hecho
grandes cosas en Ella»[6], porque lo importante era su Hijo, el Redentor, y Ella, en su
humildad, siempre lo vivió así. Finalmente, ¿a quién sino a Ella, podía referirse san Juan
en su visión del «gran prodigio que apareció en el Cielo, una mujer vestida de sol, y la
luna debajo de sus pies, y en la cabeza una corona de doce estrellas, que dio a luz un hijo

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varón, el cual había de regir todas las naciones con cetro de hierro»[7]? Más tarde, mi
vida quedó profundamente marcada por la devoción a la Madre de Dios. San Josemaría
siempre aconsejó a todos los cristianos que tuvieran un trato cordial, lleno de confianza,
con la Santísima Virgen, y yo aprendí de él a querer mucho a nuestra Madre. Cuando me
acerqué a las enseñanzas de san Josemaría, entendí que cuando se tiene ese trato con
quien está unida a esa manifestación máxima del amor de Dios —la Encarnación—, la
figura de María llega derecha al corazón:
La relación de cada uno con nuestra propia madre, puede servirnos de modelo y de pauta para nuestro trato
con la Señora del Dulce Nombre, María. Hemos de amar a Dios con el mismo corazón con el que queremos
a nuestros padres, a nuestros hermanos, a los otros miembros de nuestra familia, a nuestros amigos o
amigas: no tenemos otro corazón. Y con ese mismo corazón hemos de tratar a María[8].

Con ese mismo compañero que me había aconsejado rezar a la Virgen pude empezar a
descubrir otra realidad del catolicismo, ya que con él asistí por primera vez a una Misa.
Me dio muchísimo respeto, aunque me apenó un poco que se celebrara con una cierta
rapidez, ya que me hubiera gustado poder seguir bien toda la ceremonia ayudada del
misal. Conocía la importancia de esa celebración en el catolicismo por mis
conversaciones con don Teodoro y por mi lectura atenta de Camino, donde se encuentra
todo un capítulo dedicado a este tema. Especialmente me gustaba el punto 533:
Humildad de Jesús. En Belén, en Nazaret, en el Calvario... Pero más humillación y más anonadamiento en
la Hostia Santísima. Más que en el establo, y que en Nazaret y que en la Cruz.

Por eso, ¡qué obligado estoy a amar la Misa! (“Nuestra” Misa, Jesús...).

Lo cierto es que la fe en la Eucaristía nunca me fue tan difícil de aceptar como otros
asuntos, tanto es así que ni siquiera recuerdo cómo ni cuándo empecé a creer
íntimamente en esta verdad tan trascendente y de importancia capital. Casi sin darme
cuenta iba acercándome a la orilla del catolicismo, al interrogarme e ir aceptando
algunas de las cuestiones que eran nuevas para mi formación protestante. Además de la
Virgen y la Eucaristía, otro asunto que me distinguía por completo de mis amigos
católicos era la adhesión filial que ellos manifestaban hacia el Papa. Por lo que se refiere
a esta comprensión de que el Santo Padre es, no solo cabeza de la Iglesia, sino Vicario
de Cristo, tampoco tuve mucha dificultad, pues me parecía que una garantía de unidad
era absolutamente necesaria si una fe afirmaba de sí misma que era la única y verdadera.
Me parecía que, efectivamente, tenía que haber una instancia prevista por Dios para
asegurar la famosa Verdad, la integridad de la doctrina y de la moral. ¿Y para qué
habíamos de buscarla lejos, si el mismo Cristo ya nos la había señalado? Sus palabras en
el Evangelio de san Mateo tenían claridad suficiente para que comprendiera y comenzara
a mirar al Papa con otros ojos: «Y yo te digo que tú eres Pedro, y que sobre esta piedra
edificaré mi Iglesia»[9].A la vez, me parecía lógico que el Señor no se hubiera limitado a
la inmediata sucesión de ese bienaventurado, sino que quisiera cuidarnos y guiarnos
hasta el fin de los tiempos, en esa Iglesia contra la que «no prevalecerían las puertas del
infierno».
La realidad de los ángeles, y concretamente del Ángel Custodio, tampoco me fue

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difícil de aceptar, para empezar porque muchos protestantes creen en la existencia de los
ángeles. Yo me decía que, si Dios había hecho criaturas tan complicadas como el
hombre, compuesto de carne y de espíritu, por qué no iba a poder crear espíritus puros.
Además, recordaba las palabras del Señor que recogía san Mateo después de hablar de
los que escandalizan a los pequeños: «Mirad que no despreciéis a uno de esos pequeños,
porque en verdad os digo que sus ángeles ven de continuo en el cielo la faz de mi Padre,
que está en los cielos»[10]. Empecé a tener trato con mi Ángel Custodio y, por si aún
hubiese dudado de su existencia, en el verano siguiente a mi conversión me hizo un
favor muy marcado, que nunca olvidaré y que contaré más adelante. Quedaba también la
veneración a los santos, pero, habiendo entendido bien la devoción a la Santísima
Virgen, esto tampoco presentaba una dificultad especial. Me decía que, cuando mi madre
muriese y se fuera al cielo, yo seguiría hablándole con la certeza de que me escuchaba,
por lo que también podía hacer aquello con otras personas que estuvieran gozando ya de
la cercanía con Dios en su gloria. Como también de esto hablé con mis amigos, pronto
supe que las personas que conocían bien la Obra pedían favores a Isidoro Zorzano, un
joven ingeniero de origen argentino que pertenecía al Opus Dei y que había muerto unos
años antes con fama de santidad. Después de que me contaran algunas historias sobre él,
también yo empecé a pedirle pequeños favores, y él a concedérmelos[11].
Esa época universitaria fue un tiempo de búsqueda e inquietud, en que muchas veces
me sentía como perdida en medio del mar, lejos de las dos orillas: la que apenas había
empezado a dejar ya no se veía, sabía que no podría volver nunca a ella; mientras que la
que debía haber sido la meta no se divisaba aún con claridad y evidencia. Tenía la
impresión de que había una persecución amorosa por parte del Señor y de Su Madre. Por
algunas calles de Sevilla se veían entonces en la fachada dos enormes letras pintadas: F.
E. Eran las siglas del partido político “Falange Española”, pero a mí me servían de
recordatorio para intensificar la petición de fe. Empecé también a hacer oración mental,
que, como me habían explicado mis compañeros, se trataba de un trato personal e íntimo
con Dios, un rato para hablar con Dios directamente, sin fórmulas fijas. Así la oración no
consistía ya para mí en algo frío y ritual, sino que me iba acercando personalmente a
Dios aunque, al principio, estos ratos de oración se me hacían muy largos, incluso de
cinco minutos.
En mis ratos de oración, también pedía a Dios por el Opus Dei y por el Padre, y me
preguntaba cómo sería mi relación con la Obra, que tanto empezaba a gustarme, si no me
convertía al catolicismo. En esa temporada casi me hubiera gustado ser un chico porque
así podría pertenecer al Opus Dei si me convertía al catolicismo. Claro está que en aquel
entonces no tenía ni idea de que existiesen ya mujeres en la Obra, ni de que algunos
fieles fueran personas casadas. Fue justo entonces cuando uno de mis amigos me dijo
que se había enterado de que, efectivamente, había también mujeres en la Obra. Me lo
contó en un tono algo crítico, pues le extrañaba que ellas vistiesen como las demás
mujeres. Me sorprendió su crítica, porque aquel nuevo descubrimiento me alegraba y, a
la vez, me ayudaba a entender más sobre aquella realidad de la Iglesia Católica. Comenté
a mi compañero que a mí no me sorprendía que si había mujeres en la Obra vistieran

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como cualquier mujer, puesto que entendía que los hombres de la Obra tampoco se
distinguían de los demás miembros de la sociedad, ya que tanto los hombres como las
mujeres del Opus Dei eran fieles corrientes.
Aunque me planteaba aquellas cuestiones sobre cómo sería mi trato con la Obra en
caso de hacerme católica, no lo había contemplado nunca como una llamada divina
particular. Sabía que el Opus Dei tenía un gran papel en mi acercamiento a la fe y a
Dios, pero no consideraba que Dios quisiera pedirme nada particular en mi vida, más allá
de encontrarle en la verdadera fe. Además, en mis conversaciones con don Teodoro casi
no habíamos hablado sobre el tema de la vocación, y menos de vocación a la Obra. Solo
recuerdo que una vez me preguntó si en algún momento me había planteado dedicar toda
mi vida a Dios. Le contesté —porque así era— que me impresionaban mucho las
Religiosas de la Caridad que trabajaban en el Hospital: mujeres que habían renunciado a
todo, incluso al matrimonio y a la familia, para dedicar toda su vida a cuidar enfermos,
en ese ambiente casi tétrico, de gran pobreza y lleno de gérmenes.
Estábamos en segundo curso de Medicina —que se desarrollaba entre los años 1949 y
1950— cuando mi informador habitual me dijo un día: «Ha venido el sacerdote de la
Residencia. Pero no es don Teodoro». Me espantó la idea de conocer a un sacerdote
nuevo y tener que recomenzar desde cero, por lo que una vez más dije que no pensaba ir,
para acabar yendo también esa vez, como hacía siempre. El nuevo sacerdote se llamaba
don Juan Antonio González Lobato. Era un sacerdote audaz, con gran visión
sobrenatural y a quien no se le ponía nada por delante. En nuestra primera conversación,
enseguida me habló como si ya estuviese decidido todo lo referente a mi conversión, por
lo que empezó a hacerme preguntas y a proponer cómo se podían organizar las cosas. En
un primer instante me quedé un poco parada, porque para mí no estaba aún todo tan
claro. Pero la gran fe y confianza en Dios que manifestaban sus palabras hicieron que, al
cabo de un rato, siguiera su discurso, por lo que fuimos poco a poco concretando los
detalles para el paso a la fe católica. Don Juan Antonio me comentó que, suponiendo que
el bautizo protestante hubiera sido válido, tendría que pronunciar la fórmula de
retractación, confesarme y, si quería, hacer la primera Comunión. Como era difícil
averiguar lo primero por la situación en la que se había dado mi Bautismo (celebrada por
un pastor alemán que había viajado desde Madrid para la ceremonia), consideró que lo
mejor sería que me bautizaran sub conditione (es decir, suponiendo la condición de que
el primer bautizo no hubiera sido válido), y me explicó que esa era una formula prevista
por la Iglesia para casos como el mío.
Aquel arrojo del sacerdote, que en primer lugar me había paralizado un poco, fue el
impulso que necesitaba para decidirme a dar el paso hacia la fe verdadera. La realidad es
que ya vivía casi como si fuera católica, lo único que Dios me pedía era un salto de
confianza, el paso definitivo de aceptarle plenamente en mi vida, decidiéndome por
aquella orilla que yo pensaba estaba todavía lejos. Quizás yo estaba esperando un detalle
evidente o un argumento tumbativo que fuera el paso definitivo hacia la fe, pero Dios
nos quiere plenamente libres y siempre deja que seamos nosotros quienes demos el paso.
Pensé que Dios me tendía la mano, invitándome a decirle que sí, dándome la

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oportunidad de poder ofrecerse Él mismo como la solución a todas mis dudas y
preguntas. Hay un punto de Camino que parece adecuarse a lo que pasaba por mi mente
cuando me decidí a dar el paso a ser recibida en la Iglesia Católica: ¡Qué hermosa es
nuestra Fe Católica! —Da solución a todas nuestras ansiedades, y aquieta el
entendimiento y llena de esperanza el corazón[12]. Sin ningún acto explícito ni externo,
puedo decir que fue en aquella conversación cuando me convertí al catolicismo en mi
alma y en mi corazón, diciéndole a Dios —de modo indirecto, a través de mi aceptación
a lo que don Juan Antonio me proponía— que me fiaba de Él y de su Iglesia.
Desde ese primer momento, aquel sacerdote al que acababa de conocer empezó a
hablarme también de la vocación al Opus Dei, y yo no hacía más que fascinarme ante el
hecho de que semejante posibilidad pudiera concretarse en mi vida. Pienso que Dios
puso una luz clara en mi alma, una fe humana y sobrenatural en el beneficio que aquel
camino hacia Dios tendría para mi alma. Con todas estas nuevas ideas en mente, había
de ir concretando mis decisiones, por lo que, ya convencida de mi deseo de convertirme
al catolicismo, enseguida decidí hablar con mi padre. Primero me confié a mi madre, de
la que no esperaba resistencia. Se quedó muy impresionada y preocupada por lo que
pudiera decir mi padre. Le pedí que preparara el terreno y me ayudara, diciéndole que
era lo más grande que podía hacer por mí. Prometió interceder ante mi padre. Mi padre
se disgustó muchísimo, no tanto por convicciones religiosas, como porque le parecía que
estaba planteando un hecho que generaría un gran distanciamiento de la familia. Se echó
a llorar: Nous ne serons plus logés à la même enseigne, me dijo, queriendo hacer notar
que con mi decisión me separaba de lo que se creía, o al menos nos unía, en mi familia.
Mi padre consideraba que ese querer convertirme en católica era algo motivado tan solo
por mi desconocimiento de la religión protestante, y concluyó sentenciando que si daba
aquel paso me convertiría en una perjura. Esto último no me parecía justo, no estaba de
acuerdo con aquella respuesta de mi padre, aunque entendía que —no siendo
especialmente piadoso— no comprendiera mi inquietud más allá del plano humano.
Naturalmente, me dio muchísima pena y, aunque no me volví atrás en mi decisión, sí
consulté con don Juan Antonio si consideraba prudente retrasar mi entrada en la Iglesia
Católica hasta el momento de terminar la carrera. Me aconsejó decidirlo con completa
libertad, a la vez que me recordó el pasaje de los Hechos de los Apóstoles en que el
funcionario etíope conoce el Evangelio aleccionado por el diácono Felipe, y cómo al
acercarse a un río, aquel hombre que había descubierto la verdad pregunta: «Aquí hay
agua. ¿Qué impedimento hay para que yo sea bautizado?»[13]. Consideré aquellas
palabras del Evangelio y en mi oración personal comprendí que aquella oposición de mi
padre era parte de aquel salto de fe que me pedía Dios. Entendí también que Él me
presentaba una oportunidad para demostrar mi confianza; bastaba con que creyese, todo
lo demás lo arreglaría Dios.
Mis conversaciones con don Juan Antonio continuaron durante aquel curso académico
hasta que se acercaron las vacaciones del verano de 1950. La última vez que acudí a la
Residencia antes del parón estival fue el 29 de julio. De nuevo me acompañaba a la
residencia Diego Díaz Estévez. En aquella última entrevista del curso con don Juan

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Antonio, ultimamos algunos aspectos concernientes a la ceremonia de la profesión de fe.
Me preguntó algunas cosas más y me hizo recitar de memoria algunas oraciones que
sabía por las clases de Religión. Finalmente me dijo que, si lo deseaba, bien podía
escribir a san Josemaría ese mismo día, pidiendo formar parte del Opus Dei como
numeraria[14]. Dije inmediatamente que sí, para gran sorpresa de don Juan Antonio.
Pienso que él lanzaba el asunto para que lo considerara durante el verano, pero yo sentía
una gran ilusión de entregar mi vida por completo a Dios. Mi pronta respuesta le llevó a
repetirme los compromisos que asumiría al incorporarme a la Obra: luchar por alcanzar
la santidad en medio del mundo, a través del trabajo ordinario y tratar de acercar a otras
personas a Dios. Me explicó de modo sucinto lo que era la pobreza evangélica —la
sobriedad en el uso de los bienes materiales— y el modo en que habría de amarla siendo
de la Obra; me aseguró que tendría que trabajar mucho y me recordó que si Dios me
llamaba a ser numeraria, me pedía el corazón por completo, por lo que suponía renunciar
al matrimonio. Le conté que ya había entregado a Dios mis antiguos planes de tener ocho
hijos. Al abandonar mis planes e inquietudes, Él me daba la gracia y me agrandaba el
corazón para poder seguir sus caminos. En aquel momento me atraía enormemente la
idea de tener el Amor más bueno y más grande que se pudiera imaginar; un Amor que
nunca me defraudaría y que siempre me haría feliz. Entendía que lo que se necesita para
conseguir la felicidad, no es una vida cómoda, sino un corazón enamorado[15], como
decía san Josemaría.
Me decidí a escribir aquella carta pidiendo mi incorporación a la Obra, y prometí a
don Juan Antonio que lo haría esa misma noche en mi casa, como así fue. El “caballero”
de turno, Diego, esperaba fuera para acompañarme, pues era ya de noche. Mis amigos
siempre tenían esta delicadeza cuando me acompañaban a la residencia. Normalmente,
cuando acababa mi conversación con el sacerdote, él mismo avisaba a mi amigo —el
que me hubiera acompañado en aquella ocasión— para que me recogiese en la puerta.
En efecto, esa noche escribí la carta en cuanto llegué a mi casa. Aún tenía algunas dudas,
Dios no se iba a imponer a la reacción normal quitándome la libertad, pero tenía un gran
deseo de poder pertenecer a la Obra, sin la cual me parecía que ya no podría vivir.
Siempre he considerado ese día como la fecha en que entré a formar parte de la bella
famigliola del Opus Dei, como la llamaba cariñosamente san Josemaría. Así que aquel
día, al comprometerme con Dios, entré a formar parte de ella —o al menos así me lo
parecía a mí— en espera de poder pertenecer a la gran Familia de Dios, como llamaban
a la Iglesia los primeros cristianos.
Al día siguiente, 30 de julio, llevé la carta a don Juan Antonio. Aquel paso me llenaba
de alegría y de una paz profunda. Don Juan Antonio me preguntó si estaría interesada en
contactar con otras chicas que habían pedido la admisión al Opus Dei... Pronto recibí una
carta desde Córdoba, puesto que allí sí había un centro de la Obra, La Alcazaba, que era
la Administración[16] de una residencia de estudiantes. Más tarde, cuando formal y
jurídicamente comencé a formar ya parte de la Obra, comprendí con luces nuevas que
ese salto de fe en Dios se había visto recompensado y que Dios, con aquella paz,
confirmaba mi amor. San Josemaría escribiría en Surco un punto que tiene ecos de esa

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confirmación divina ante el alma generosa: Para ti, que no acabas de arrancar,
considera lo que me escribía un hermano tuyo: «Cuesta, pero una vez tomada la
“decisión”, ¡qué respiro de felicidad, al encontrarse seguro en el camino!»[17]. Sin
embargo, por mucho que yo me considerara ya miembro del Opus Dei, estrictamente no
se puede decir que lo fuera. Ahora, al mirar aquel ímpetu del pasado para responder con
prontitud a la llamada divina, me doy cuenta de que aquella carta me convertía en la
primera —y única, evidentemente— persona que pedía la admisión al Opus Dei sin ser
católica, cosa que era, sin lugar a dudas, un tanto peculiar. Naturalmente, nuestro Padre,
que era un excelente jurista y tenía un profundo respeto a las leyes de la Iglesia, no podía
tener en cuenta aquella carta para mi incorporación al Opus Dei, aunque supongo que le
daría mucha alegría y no dejaría de hacerle gracia. Sabía que no era válida, puesto que
aún no había recibido yo el bautismo católico. Tardó pues en contestarme, y tan solo en
el mes de noviembre siguiente, habiendo sido ya incorporada a la Iglesia Católica, me
hizo saber que podía ya ser hija suya.
Volviendo, pues a mí relato, mi vida ordinaria comenzaba a adquirir nuevos tintes. A
primeros de agosto salimos de vacaciones a la central eléctrica de Buitreras, en la
provincia de Málaga, donde la casa del ingeniero jefe era muy cómoda y bonita. En los
últimos años habíamos ido a pasar las vacaciones de verano allí, al pueblo de Gaucín,
sede de la central, que se encuentra a poca distancia del pantano de Montejaque. Al lado
de este había un campamento de milicias universitarias: los estudiantes españoles, en esa
época, hacían el servicio militar durante las vacaciones de verano —que en España duran
tres meses—, para no interrumpir los estudios. Probablemente, don Juan Antonio
consiguió matar dos pájaros de un tiro: la atención a los chicos de la Obra o de san
Rafael que hubiera en ese campamento y la preparación de mi bautizo. El Pantano de
Montejaque se encuentra al pie de la pequeña, pero preciosa ciudad de Ronda: la ciudad
está dividida en dos partes por lo que en Andalucía se llama un tajo, una profundísima
hendidura de más de cien metros de altura, salvada por hermosos y pintorescos puentes.
En Ronda me encontré una vez con don Juan Antonio, que me explicó los últimos
detalles de la ceremonia de mi bautismo, que tendría lugar en la parroquia de Santa
María la Mayor, y de la que se ocuparía el joven párroco, a quien don Juan Antonio
conocía. «¿Ves lo que te quiere la Virgen? Hasta la parroquia de tu bautizo lleva su
nombre», añadió, antes de comunicarme que él no podría estar presente en aquel acto.
Aunque el asunto estaba decidido, mi padre seguía sin entender ni aprobar mi
decisión, por lo que resolvía tratar de hacerle comprender, o por lo menos aceptar, mi
incorporación a la Iglesia Católica. Volví a la carga con mi padre, que tal vez pensaría
que se me había olvidado el asunto, pidiendo ayuda al Señor y a su Madre. Volvió a
disgustarse mucho, pero esta vez ya no se opuso. Es más, me facilitó encontrar un
alojamiento para la noche que habría de pasar en Ronda, puesto que la ceremonia estaba
prevista para primera hora de la mañana (entonces aún no se celebraban misas
vespertinas). No quise pedirle que asistiera por lo disgustado que estaba, pero le agradecí
enormemente aquel gesto. Mi madre sí se ofreció a venir, pero no quise que viniera, no
por mí, sino por no aumentar la pena de mi padre, que podría sentirse más separado de

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su familia. Durante aquellos días escribí a Córdoba para comunicarles la fecha de mi
bautismo y pedirles que rezaran por mí y por mi familia. Pienso que en esos momentos
previos a un evento decisivo, las dudas afloran y sentía que necesitaba el apoyo de su
oración. Recuerdo que escribí al centro de Córdoba con bastante frecuencia en esa época,
y además de compartir con ellas mis inquietudes ante la posición de mi padre, también
preguntaba con frecuencia si habría inconvenientes en ser admitida en el Opus Dei por
haber sido protestante, ya que todavía no tenía respuesta a mi carta.
Así pues, con cierto nervio, el día 21 de agosto salimos por la tarde hacia Ronda. Y lo
digo en plural, porque casualmente pasaban el verano con nosotros mi amiga Ángeles
(aquella que por primera vez me había hablado de la Obra a raíz de su “enemigo” en un
examen), y también Ilde Díaz, una amiga de mi hermana que era también católica. Ellas
me acompañaron a Ronda. Estaba previsto que Ángeles fuera mi madrina, mientras que
mi padrino sería un empleado de mi padre, Juan Rodríguez Mora, muy buen católico,
igual que su mujer, que también venía con nosotras a Ronda. Estos me regalaron mi
primer rosario. Recuerdo que aquel día hacía mucho calor, por lo que, después de cenar,
salimos a dar un paseo por el pueblo, como es habitual en Andalucía. Caminando por la
plaza nos cruzamos con un anciano sacerdote, y con gran sorpresa reconocí a don
Alfonso, el profesor de Religión de la escuela francesa. Sabía que procedía de un pueblo
cercano, pero nunca lo había visto por esos parajes. Otra “casualidad”, o más bien
“regalo” del Señor. Lo saludé amablemente y seguimos caminando sin detenernos. Mi
padrino me preguntó quién era aquel sacerdote, y cuando supo quién era me animó a
contarle lo que iba a hacer al día siguiente: «Mujer, ve y díselo, que le dará mucha
alegría». De modo que giré en su dirección, corrí y al alcanzarlo, se lo dije. Aquel buen
hombre se conmovió muchísimo y me hizo una confesión que me dejó muy removida:
«Mira, desde que te conocí, cuando tenía al Señor sacramentado en mis manos en la
Santa Misa, le decía: “Haz que se convierta María”».Después, he comprobado más de
una vez, que en toda conversión hay una persona buena (un pariente piadoso, un
profesor, una empleada de la casa...) que pasa inadvertida, y que reza con perseverancia
por aquel o aquella a quien quiere acercar a la fe.
Por la mañana del 22 de agosto (entonces fiesta del Corazón de María), llegué a la
iglesia de Santa María la Mayor. Pasé primero a confesarme. Me había preparado muy
bien la noche anterior con un guión que encontré en un misal. Después de aquella
primera confesión, tuvieron lugar la ceremonia de profesión de fe y el bautizo, todo muy
sencillo y conmovedor. A continuación empezó la Santa Misa y, por fin, recibí al Señor
por primera vez con gran ilusión. Dios se había acercado a mí y se había metido en mi
barca, como hizo con san Pedro, animándome a alejarme de la orilla y seguirle de cerca.
A pesar de ser una ceremonia muy sencilla, estaba profundamente agradecida a Dios,
que había ido preparando el camino para llevarme hasta Él. El Señor me esperaba en la
otra orilla, no solo desde mis años en el colegio francés, ¡sino desde mucho antes!:
Cuando te acercas al Sagrario piensa que ¡Él!... te espera desde hace veinte siglos[18].
Después de aquella primera comunión, el joven párroco tuvo la delicadeza de
ofrecernos el desayuno. Estábamos todos muy contentos y emocionados. Todos mis

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acompañantes se habían confesado también. De pronto, Ángeles dijo: «Ahora ya se
podía hundir la iglesia». La miré asustada, pero me explicó que de ese modo todos nos
habríamos ido directamente al Cielo. Pensando en aquella meta final que nos esperaba,
recuerdo que aproveché para pedir mucho al Señor por mis padres, también para que no
sufrieran demasiado a causa de mi decisión. Y pedí gracia y ayuda a Jesucristo, pues
entendí que aquel día, aunque especial, no era más que el comienzo de un camino; La
conversión es cosa de un instante. —La santificación es obra de toda la vida[19], decía
san Josemaría. Pero aquello no me desanimaba, todo lo contrario: me prometía una vida
de caminar junto a Jesús, de dejar las barcas en la orilla, abandonar todo, y seguir al
Maestro[20]. Lo que Dios me pedía en aquel momento era un continuo decir sí al Amor
de Dios, como recordaba el fundador del Opus Dei: Desde que le dijiste “sí”, el tiempo
va cambiando el color del horizonte —cada día, más bello—, que brilla más amplio y
luminoso. Pero has de continuar diciendo “sí” [21].

[1] San Josemaría pronto advirtió que la novedad del espíritu del Opus Dei implicaba la necesidad de sacerdotes
provenientes de los laicos de la propia institución, que se dedicaran de modo especial a atender pastoralmente a las
personas de la Obra y a sus apostolados, aunque sin excluir a ninguna otra alma. El 14 de febrero de 1943,
mientras celebraba la Santa Misa, san Josemaría tuvo una particular luz de Dios que le presentó la solución que le
permitiría la ordenación presbiteral de estos fieles del Opus Dei. Se trataba de erigir, dentro del fenómeno pastoral
de la Obra, un cuerpo sacerdotal proveniente de su laicado y formado según su espíritu, que quedaría integrado en
la propia institución, con una plena condición secular, para la atención pastoral de sus miembros y de sus
apostolados. Nacía así la Sociedad Sacerdotal de la Santa Cruz, que fue erigida el 8 de diciembre de 1943 tras
haber recibido el nihil obstat de la Santa Sede.
[2] Los centros del Opus Dei son sedes desde donde se organizan los medios de formación y la atención pastoral
de los fieles de la Prelatura de su ámbito. Los centros son de mujeres o de hombres. En cada uno hay un consejo
local, presidido por un laico —la directora o el director— y con al menos otros dos fieles de la Prelatura.
[3] Camino, n. 309.
[4] Juan Pablo II recibió al beato Álvaro del Portillo en una audiencia informal el 28 de octubre de 1978. El
Papa explicó al sucesor de san Josemaría que la Iglesia superaría todas las dificultades gracias a la Virgen
Santísima, «el primer opus Dei, la más importante obra de Dios». Estas palabras se recogen en una entrevista de
Javier Echevarría a la revista italiana Studi Cattolici (n.º 602: abril, 2011) y pueden encontrarse también en
Romana, el Boletín de la Prelatura de la Santa Cruz y Opus Dei, n.º 52, enero-junio 2011, p. 85.
[5] Cfr. Jn 2, 4.
[6] Cfr. Lc 1, 49.
[7] Ap 12, 1, 5.
[8] Es Cristo que pasa, n. 142.
[9] Mt 16, 18.
[10] Mt 18,10.
[11] Isidoro Zorzano Ledesma nació en Buenos Aires (Argentina) el 13 de septiembre de 1902. Conoció a san
Josemaría Escrivá en 1916, en el Instituto en Logroño en el que ambos estudiaron el bachillerato. Años después,

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en agosto de 1930, volvieron a encontrarse y tuvieron en Madrid una larga conversación. Josemaría le explicó el
mensaje del Opus Dei, fundado en 1928. Isidoro advirtió enseguida que aquel panorama respondía plenamente a
sus aspiraciones y decidió formar parte del Opus Dei. Tras años de amistad y cercanía con el fundador de la Obra,
fallece con fama de santidad en 1943 tras una larga y dolorosa enfermedad. En el año 2016, el papa Francisco
autoriza que la Congregación de las Causas de los Santos promulgue el decreto sobre las virtudes heroicas del
siervo de Dios Isidoro Zorzano.
[12] Camino, n. 582.
[13] Hch 8, 36.
[14] El Opus Dei está constituido por un Prelado, un presbiterio o clero propio y laicos, tanto mujeres como
hombres. En el Opus Dei no existen distintas categorías de miembros, existen simplemente modos diversos de
vivir la misma vocación cristiana según las circunstancias personales de cada uno: solteros o casados, sanos o
enfermos, etc.La llamada divina al Opus Dei es la misma para todos sus miembros. También son idénticas para
hombres y mujeres las tres modalidades generales en que la vocación es personalizada según la disponibilidad
(numerarios, agregados y supernumerarios).
[15] Surco, n. 795.
[16] En las casas de la Obra se designa como Administración la parte del edificio en que se organizan y dirigen
los trabajos domésticos, así como el conjunto del personal que realiza estos trabajos.
[17] Surco, n. 6.
[18] Camino, n. 537.
[19] Camino, n. 285.
[20] Cfr. Lc 5, 11.
[21] Surco, n. 32.

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VI.
REMANDO EN LA NUEVA ORILLA

MIS PRIMEROS AÑOS EN LA OBRA


El verano de 1950 avanzó y tras las vacaciones regresamos a Sevilla. Ahora volvía a
aquella ciudad siendo católica y con una gran ilusión por querer cada día más a Dios y
por hacerle más partícipe de mi día a día, por continuar diciéndole “sí” allí donde
estuviera. Tenía ilusión también por saber más sobre el Opus Dei, que ya consideraba mi
familia. Aunque yo todavía no había conocido personalmente a ninguna joven de la
Obra, estando ya de regreso en Sevilla, recibí una nueva carta desde Córdoba. Desde que
de La Alcazaba se pusieron en contacto conmigo, Carmen, que era con la que me
escribía con bastante asiduidad, me había ido explicando aspectos de la llamada al Opus
Dei. Por ejemplo me explicó algunas de las normas de piedad propias de una vida
cristiana, que me aconsejaba vivir para crecer en mi trato personal con Dios. Así, por
ejemplo, me recomendó acudir con confianza a la Virgen María a través del rezo del
Santo Rosario y me enseñó a rezar el Rosario, ya que para mí aquella devoción no iba
más allá de la curiosidad de mi compañero que lo llevaba en el bolsillo. Para explicarme
cómo hacerlo, recuerdo que hasta hizo un dibujo en la carta. Me gustaba rezarlo, sobre
todo después de haber oído que san Josemaría lo comparaba con una serenata que se la
ofrecía a la Virgen. ¿No había cantado también himnos siendo protestante? Ahora
entendía que la Virgen, por ser Madre de Dios, era camino seguro hacia Él. Poco
después de ser admitida en el Opus Dei, en una de las numerosas cartas que dirigía al
Padre, compartí con él mis reflexiones sobre el Rosario:
Padre, ¡qué milagro diario es el Rosario! Creo que los que, como yo han aprendido a amarlo de mayores, aún
lo ven más claramente. Me parece imposible el cometer un pecado mortal si por la mañana se ha pensado un
momento, siquiera sea durante una sola de las Avemarías, en la oración en el huerto, la flagelación o muerte
del Señor[1].

Mis padres, con una bondad extraordinaria, me dieron toda clase de facilidades para que
pudiera asistir diariamente a la Santa Misa, aunque todavía no compartían mi decisión de
haberme convertido. Poco a poco iba cultivando mi trato con el Señor, en los
Sacramentos, en la lectura atenta del Evangelio, en la oración personal… Yo quería

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acercarme más a Dios, e iba aprendiendo cómo hacerlo. Mi madre incluso me compró un
misal y un crucifijo.
Mis padres también me dejaron ir a Córdoba, a La Alcazaba. Recuerdo perfectamente
la ocasión. Fue el 1 de octubre de 1950. La directora de aquel centro era Sabina Alandes,
que había conocido a san Josemaría en uno de los viajes que había hecho a Valencia,
ciudad de donde ella procedía. Durante mi breve estancia en Córdoba encontré también a
don Juan Antonio, quien dirigió la oración y celebró la Misa en la casa el día que estuve.
Recuerdo que en aquella primera Misa en un centro de la Obra, me llamaron la atención
los ornamentos, tan bonitos y bien cuidados, así como el recogimiento y la solemnidad
del celebrante y de las asistentes. Entendí bien, a través de lo que veía en aquel oratorio,
que en el Opus Dei se cuidaban mucho los detalles de cariño y delicadeza con Jesús
Sacramentado. San Josemaría siempre manifestó ese amor a la Eucaristía procurando los
mejores materiales y decoraciones para el oratorio, aunque el resto de la casa careciera
de cosas básicas.
Aquella mujer que en casa de Simón el leproso, en Betania, unge con rico perfume la cabeza del Maestro,
nos recuerda el deber de ser espléndidos en el culto de Dios.

—Todo el lujo, la majestad y la belleza me parecen poco.

—Y contra los que atacan la riqueza de vasos sagrados, ornamentos y retablos, se oye la alabanza de Jesús:
“opus enim bonum operata est in me” —una buena obra ha hecho conmigo[2].

Conocí también en este primer viaje a Helena Serrano, a Falili, a Loli Serrano... Desde
entonces me sentí enormemente acompañada y ayudada, y sentía ya como propio el
espíritu del Opus Dei, que iba conociendo cada día más. No había tenido respuesta sobre
mi admisión en la Obra, por lo que con confianza total en san Josemaría, y con el ímpetu
propio de la juventud, escribía al Padre con insistencia, abriéndole el alma y
manifestándole —con gran naturalidad y confianza— mis deseos de poder ser hija suya.
Aunque ya había escrito al Padre, aquella estancia breve en el centro me confirmaba en
mi deseo de pertenecer definitivamente a la Obra y me animó a volver a poner unas
letras a san Josemaría, al día siguiente, a mi regreso a Sevilla, en la fecha del aniversario
de la fundación del Opus Dei:
Querido Padre, hace tiempo le escribí para rogarle que me admitiera en la Obra. Entonces no era yo aún
católica. El día 22 de agosto, fiesta del Corazón Inmaculado de María, fui bautizada en Ronda, en la Iglesia de
Santa María la Mayor. Dios tuvo misericordia de mi ceguera y me abrió los ojos a la luz.

Durante todo este tiempo no he dejado de pedir ni un solo día para que se cumpliese mi mayor deseo: el de
ser una sierva más del Señor en la Obra. Ayer estuve en la casa de Córdoba y volví aún más convencida de lo
que ya estaba. El espíritu maravilloso del Opus Dei hace milagros auténticos y no ha sido menor el de mi
conversión.
Pensé que hoy era la mejor fecha para volverle a escribir. Padre, si Vd. quisiera… solo deseo servir, dónde
y cómo Vd. quiera. Pero eso sí, cuanto antes. No quisiera que pasaran en balde estos años de juventud: estos
son los mejores que puedo ofrecerle a nuestro Jesús. […] Padre, no sé cómo decirle cuánto lo deseo. Soy
suiza, y quizás exprese mis sentimientos con cierta frialdad. […]
Estudio Medicina, y sería una gran felicidad para mí que mi querida carrera pudiera ser útil en algo a la
Obra del Señor. Pero le aseguro que con la misma ilusión fregaría platos o barrería suelos. Lo que quiera Vd.,
Padre […] Y sobre todo lo que pida Él. […]

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Como sé que para todos ustedes es una realidad vivida la comunión de los santos, me atrevo a pedir que
ruegue un poquito por mí. Con el más respetuoso afecto le pide su bendición su hija,

María Casal [3]

Entendí que la Obra era un camino para hacerse santo a través de la vida ordinaria
descubriendo a Dios en las cosas pequeñas y viviendo con gran amor mi vida cotidiana,
mis clases en la Facultad de Medicina, el trato con mi familia, con mis amigas… Así,
poco a poco fui comprendiendo en mayor profundidad aquel consejo de san Josemaría:
¿Quieres de verdad ser santo? —Cumple el pequeño deber de cada momento: haz lo
que debes y está en lo que haces[4]. A través del cariño que sentía por las personas de la
Obra y de mi trato con el Señor en la oración y los Sacramentos, mi vida iba tomando
nuevas luces. En mis ratos de oración descubría cosas de mi carácter que podía mejorar.
Vivir con el convencimiento de que Dios estaba a mi lado continuamente, me daba una
gran confianza y me llenaba de esperanza y alegría. Así, me empeñaba en estudiar con
mayor empeño, convirtiendo mis clases y horas de estudio en una ofrenda agradable a
Dios. Luchaba por tratar a la gente que me rodeaba con más cariño, con el
convencimiento de que todos son hijos de Dios, almas queridas por Él. Incluso mi modo
de afrontar las dificultades pequeñas del día se iba suavizando. Una vez contaba al Padre
en una carta cómo aquella nueva mirada me sorprendía en ocasiones: «Hace un tiempo
muy triste, con lluvia y mucho frío, cosa que antes me hubiera puesto de un humor de
perros. Por eso a veces me parece mentira poder estar tan contenta»[5].
En el camino hacia la santidad, cuando se descubre el amor de Jesucristo, se suma un
afán de acercar a más personas a ese gran tesoro encontrado. Aquella alegría que me
inundaba, me llevaba naturalmente a compartirla con mis amigos y conocidos. Ya en los
meses que precedieron a mi admisión en la Obra en noviembre, tanto mis compañeros
como los dos sacerdotes con los que había hablado me habían animado a considerar la
misión que todo cristiano tiene de ser apóstol. Este apostolado al que el mismo Cristo
nos urge es una llamada a acercar a otras personas a Dios, a comunicar a otros la
felicidad que trae consigo. San Josemaría entendía el apostolado como una
“sobreabundancia de la vida interior”. Naturalmente comencé a hablar con mis amigas
de siempre y con otras nuevas sobre mi descubrimiento de la fe y del amor de Dios.
Rezaba para que todas las personas que conocía, e incluso las que no, descubrieran a
Dios en sus vidas y se enamoraran de Él tanto como yo, para poder ser muy felices.
Continuamente le hablaba al Señor de mi familia y de mis amigos en mi oración,
deseaba que fueran entendiendo la profunda alegría de la verdadera fe. El
agradecimiento que debía a Dios por todos los cuidados que había tenido conmigo me
llevaba a entender que no podía guardar aquel tesoro para mí sola, tenía que compartirlo;
y con frecuencia en mí vida sentía aquella impaciencia que también sentirían los
primeros cristianos a la que alude san Josemaría:
¡Qué compasión te inspiran!... Querrías gritarles que están perdiendo el tiempo... ¿Por qué son tan ciegos, y
no perciben lo que tú —miserable— has visto? ¿Por qué no han de preferir lo mejor?

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—Reza, mortifícate, y luego —¡tienes obligación!— despiértales uno a uno, explicándoles —también
uno a uno— que, lo mismo que tú, pueden encontrar un camino divino, sin abandonar el lugar que ocupan
en la sociedad [6].

Con el tiempo, algunas de estas amigas descubrieron también su vocación al Opus Dei,
como Mariquilla Linares, que se incorporó al Opus Dei entonces y fue más tarde a
trabajar a México. También Concha Luna, que entonces había mostrado una actitud más
bien reservada, fue acercándose más a Dios y pidió la admisión en la Obra tiempo
después.
Con confianza, continuaba escribiendo a san Josemaría pidiéndole ser admitida en la
Obra. Incluso, me tomé la libertad de “tomar prestadas sus palabras” para insistir:
Querido Padre, con esa ‘santa desvergüenza’ que usted mismo aconseja, me he propuesto presentarle de
nuevo mi súplica. Créame que ya no sé cómo expresarme. No consigo encontrar variaciones nuevas para
decirle siempre lo mismo, que deseo servir a Dios en su Obra. […][7].

Durante aquellos días estaba disfrutando mucho mis estudios. A mi ilusión profesional
se había sumado una nueva realidad sobrenatural: entre mis apuntes y libros de Medicina
podía encontrar y amar a Dios. Pero, de la misma manera, lo único que quería entonces
para mi vida era servir a Dios y a su Iglesia allí donde hiciera falta. Cada día me
convencía más de que cualquier profesión, hecha por amor, sería camino de santidad, y
así confiaba al Padre mi disponibilidad. A los pocos días, recibí con gran emoción la
noticia de que había sido admitida en la Obra. Sabina me llamó por teléfono desde
Córdoba el día 19 de noviembre para contármelo. ¡Yo estaba felicísima! Di muchas
gracias a Dios y, enseguida cogí papel y pluma para escribir al Padre:
Querido Padre:

¡Qué felicidad! Acabo de saber que finalmente se ha cumplido mi deseo. Estoy loca, realmente loca de
contenta. Si alguien me viera reír y cantar aquí sola en mi cuarto, no dudaría de que lo estoy. Pero ¡qué
locura tan maravillosa, Padre! […] Nunca había sentido una felicidad tan intensa y sobre todo tan serena.
¡Qué bueno, qué bueno es Él! No podía haber hecho las cosas con mayor bondad y… elegancia, digámoslo
así, que como las ha hecho. […] Padre, le doy a usted un millón de gracias por haberme proporcionado esta
seguridad, y sobre todo por su confianza[8].

En enero de 1951 logré organizarme para ir a un curso de retiro en Molinoviejo, una casa
situada a las afueras de Madrid. Experimenté en primera persona la maravillosa vivencia
de unos días de retiro espiritual, en los que finalmente fui yo quien se dedicó a rezar más
intensamente. Recordaba la primera vez que escuché hablar sobre los retiros a mis
amigos, y me divertía pensar que ya no me importaba, ni me costaba en exceso, el
silencio que se trataba de fomentar para vivir el recogimiento y poder mantener un
verdadero diálogo con el Señor. Fue también en esa ocasión cuando tuve la suerte de
conocer en persona a san Josemaría. Entre dos meditaciones, oímos un coche que paraba
en la plazoleta frente a la entrada. Se bajaron dos sacerdotes que se dirigieron al lugar
donde estábamos. No esperábamos ver al Padre allí durante aquel retiro, así que la
emoción que todas sentíamos era manifiesta. Si yo no hubiera imaginado enseguida que
aquel sacerdote que acababa de llegar a la casa debía ser el Padre, me lo habrían revelado

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las caras felices de las presentes, sobre todo la de Julita, que vivía en Portugal y que en
ese momento salía del oratorio. Acompañaba al Padre don José María Hernández
Garnica[9], a quien ya había visto yo alguna vez.
Lo primero que me llamó la atención del Padre en aquel primer encuentro con él fue la
rapidez y decisión de su caminar que, sin embargo, no era precipitado ni ruidoso. Se
dirigió al oratorio para saludar al Señor en el Sagrario, como tenía por costumbre al
llegar a un centro o a cualquier sitio donde estuviera el Señor Sacramentado. Dijo
después que quería estar un rato de tertulia con nosotras, que esto no nos quitaría el
recogimiento del retiro. Nos había traído un gran paquete de caramelos e indicó que los
repartiéramos con las que se ocupaban de la administración doméstica de la casa. Poco
después pasó también a aquel salón otro sacerdote, don Ignacio Echeverría, que era de
San Sebastián. Se sentó el Padre en uno de los sillones del cuarto de estar, y los dos
sacerdotes a su lado. También ellos escuchaban con gran atención e ilusión cada palabra
de san Josemaría.
Fue la primera vez que pasé uno de esos ratos deliciosos de conversación con el Padre,
en los que lo divino se mezclaba con lo humano de modo tan armonioso, que no se podía
tener más sentimiento que el de felicidad. Lo mismo nos hablaba de Dios con gran fuego
y naturalidad, como hacía bromas cariñosas a unas y a otras, o nos hacía reír con
anécdotas de Roma, donde vivía ya establemente. Le gustaba también darnos alguna
noticia que nos alegraría saber o nos produciría gran sorpresa. Así, nos dijo que Icíar
Zumalde, una chica que también estaba haciendo el retiro con nosotras, se marcharía a
vivir a Roma. Después se volvió hacia don Ignacio, y dándole golpecitos en el brazo, nos
comunicó: Y este curica mío se me marcha ahora a la Argentina. Los años cincuenta
fueron de una gran expansión apostólica por distintos países. El mensaje del Opus Dei
empezaba a llegar a los cuatro puntos cardinales, siempre con el apoyo de las oraciones
de todos nosotros, que deseábamos que cada vez más gente conociera ese maravilloso
camino de amor divino en la Tierra. Poco tiempo después, Sabina, la directora del centro
de Córdoba, también marcharía a colaborar con su trabajo al otro lado del Océano. En
una ocasión, un periodista preguntó al Padre por la fundación del Opus Dei y san
Josemaría le explicó que aquella expansión estaba ya presente en cierto modo, con el
primer brote de la Obra:
Las obras que nacen de la voluntad de Dios no tienen otro porqué que el deseo divino de utilizarlas como
expresión de su voluntad salvífica universal. Desde el primer momento la Obra era universal, católica. No
nacía para dar solución a los problemas concretos de la Europa de los años veinte, sino para decir a
hombres y mujeres de todos los países, de cualquier condición, raza, lengua o ambiente —y de cualquier
estado: solteros, casados, viudos, sacerdotes—, que podían amar y servir a Dios, sin dejar de vivir en su
trabajo ordinario, con su familia, en sus variadas y normales relaciones sociales[10],

En aquella tertulia con san Josemaría pude ver no solo su faceta de fundador de la Obra,
sino también por qué nos dirigíamos a él como el Padre. Su cercanía y preocupación
sincera por cada una eran las propias de un padre de familia. El Padre bromeó respecto a
Paula Gómez, que tenía mucho talento para procurar víveres en aquellos tiempos de
relativa escasez. Solía ir a los pueblos, donde era más fácil encontrarlos y eran más

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baratos, por lo que el Padre la llamó “mi estraperlista”, utilizando con buen humor el
nombre que se daba entonces a los que ejercían el mercado negro. Le daba mucha alegría
que consiguiera esos alimentos, pero le advirtió: Pero cuando hagáis flan, que sea
genuino, de huevo, no de polvos. El Padre siempre aprovechaba las ocasiones para
enseñarnos a hacer las cosas bien, con perfección, y no una chapuza, como llamaba a las
cosas hechas a medias. Al final se acercó a mí y me dijo con mucho cariño: El Señor
está muy contento. Me emocioné mucho, pero me dio un poco de vergüenza y me
pregunté qué querría decir. Solo más adelante supe que yo era la primera persona de la
Obra de Suiza, y quizá —esto no lo sé seguro— la primera que se convertía al
catolicismo a través del Opus Dei.
Tras aquel retiro, volví a Sevilla más feliz que nunca, dándole vueltas a cómo podría
hacer realidad mi deseo de vivir en un centro de la Obra. Intenté proponer esta idea a mis
padres, pero no parecían dispuestos a ceder en esto. Fue en aquel año cuando, en una
breve estancia que realicé en Madrid, desde donde viajaría rumbo a Suiza, me entregaron
una breve carta de parte de san Josemaría:
Para María C.

Que Jesús te me guarde.


Leo con mucho gusto tus cartas, y vuestras andanzas sevillanas. Que estés siempre contenta, aunque
hayas de paladear esas contradicciones de que me hablas. Estoy seguro de que, quizá pronto, en Sevilla mis
hijas harán grandes cosas por las almas, por la Iglesia. ¡Adelante, sin ruido! A pegar esta locura nuestra a
muchas almas.
Te bendice tu Padre
Mariano[11]

Mi familia no terminaba de comprender mi deseo de ir a vivir a un centro, en parte


porque el mismo hecho de que una hija suya entregara su vida a Dios les resultaba un
hecho extraño y en cierto modo incomprensible. En ocasiones su oposición a mi decisión
se hacía un poco más manifiesta y a mí me hacía sufrir. Me daba pena que mis padres no
entendieran mi felicidad desde que me había decidido a estar más cerca de Dios. En el
verano de 1951, cuando ya pensaba que iba a conseguir mi objetivo, mis padres me
pidieron que fuese a Suiza donde se encontraba mi hermano mayor bastante enfermo.
Querían que alguien le hiciera un poco de compañía y pudiera atenderle en el sanatorio
al que iría a tratarse. Mis planes eran en aquel momento ir a vivir a Madrid, pero la
enfermedad de mi hermano revestía cierta gravedad, así que decidí trasladarme a Suiza
con la idea de plantear a mis padres la posibilidad de ir a vivir un centro de la Obra a mi
regreso. En Suiza continué viviendo del mismo modo que en Sevilla, no abandoné mi
vida espiritual a pesar de encontrarme en un país protestante. Me sentía en casa en
cualquier parte, con tal de tener cerca una iglesia católica donde oír Misa y seguir
manteniendo con la oración un trato íntimo y cercano con Dios.
Aquella estancia en Suiza me llevaba a pedir a Dios por aquellas personas que, en su
mayoría, no conocían el amor de Dios. Escribía a san Josemaría y le contaba cómo, con
mis oraciones, yo trataba de ir poniendo una primera semilla del espíritu de la Obra entre
aquellas gentes. El orden y limpieza de aquel lugar, y el modo de trabajar con

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profesionalidad y exigencia, me hacían pensar en que aquellas personas, si descubrían a
Dios en sus vidas, podrían entender la santificación en la vida ordinaria y el trabajo
profesional a las mil maravillas. Al mismo tiempo, mi familia continuaba sin entender
mis proyectos. Reflejaba esa preocupación al escribir al Padre:
Padre, ¿pedirá un poco por mí estos días? En mi casa saben que soy de la Obra y no sé decirle la
desesperación y la tristeza con que han recibido la noticia. Ellos no saben ni lejanamente lo que es vocación,
no pueden saberlo como unos padres católicos. […] Me llaman loca, me dicen que jamás haré nada útil, que
fracasaremos por completo. […] No saben lo que es la fe[12],

A pesar de aquella dificultad, yo estaba contenta y segura de mi vocación y de la ayuda


que Dios me prestaba. Además me sabía siempre acompañada y sostenida por la oración
y cercanía de todas las otras personas de la Obra. Escribía con frecuencia y las cartas que
recibía me ayudaban mucho. Me consolaba releer aquellas palabras de san Josemaría en
Camino:
¡Solo! —No estás solo. Te hacemos mucha compañía desde lejos. —Además..., asentado en tu alma en
gracia, el Espíritu Santo —Dios contigo— va dando tono sobrenatural a todos tu pensamientos, deseos y
obras [13].

Los primeros días de mi estancia en Suiza los pasé en Zúrich, pero después acompañé a
mi hermano a un sanatorio en los Alpes, concretamente en Davos. Me alojé en casa de
una prima que estaba ausente. Cerca de allí, en un pequeño pueblo de la montaña, vivía
otra prima mía. Una tarde decidí ir a visitarla y tomé el tren hasta el pueblo más cercano,
desde allí había que subir a pie hasta la casa y, por lo visto, se tardaba bastante en llegar
al destino. Llamé por teléfono a mi prima que se disgustó mucho de que no la hubiese
avisado y se preocupó por lo avanzado de la hora. No obstante, me explicó qué camino
debía tomar, y me dijo que tenía que pasar por el segundo puente que encontrase.
Prometió salir a mi encuentro. Empecé a subir la cuesta, pero al poco rato me empezó a
entrar miedo ya que no había hecho ese camino nunca, la montaña estaba solitaria y ya
era prácticamente de noche. Empecé a correr monte arriba, pidiendo ayuda a mi Ángel
Custodio casi a gritos. Pasé de largo un primer puente y llegué por fin al segundo. Y fue
ahí donde mi Custodio tuvo la oportunidad de “lucirse”: inexplicablemente para mí
misma, me dije: «No, no es el segundo, es el tercero». Seguí corriendo hacia arriba, casi
sin aliento, y atravesé el tercer puente. Nada más pasar oí ya las voces de mi prima, que
me llamaba. Nunca he dudado de que mi “guardia de tráfico” fuera mi Ángel de la
guarda. Ese favor me llenaba de confianza en mi Custodio, y desde entonces acudo a él
para todo tipo de asuntos, como enseñaba san Josemaría: Ten confianza con tu Ángel
Custodio. —Trátalo como un entrañable amigo —lo es— y él sabrá hacerte mil
servicios en los asuntos ordinarios de cada día [14].
Al terminar el verano regresé a Sevilla y comencé mi cuarto año de la carrera de
Medicina. Aquel año, como parte del programa de estudios, comencé a atender turnos de
noche en el hospital, cosa que me encantó. Entre Navidad y año nuevo de 1952 pude
hacer mi segundo curso de retiro, esta vez en Granada. Allí conocí a varias chicas más de
la Obra. Siempre experimentaba la misma sensación de conocerlas de toda la vida. Una

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vez más, después de aquel curso de retiro, regresé a Sevilla con la firme determinación
de trasladarme a un centro, a fin de estar más disponible para las tareas apostólicas. Mi
padre aún no estaba dispuesto a ceder. Entre otras cosas, decía que no estaba de acuerdo
con el celibato que vivíamos algunas personas de la Obra. Como ya expliqué, en la
sociedad española de aquel momento era difícil entender que una mujer viviera por su
cuenta y que no se casara. Yo no entendía entonces esa resistencia a dejarme hacer algo
tan bueno como formar parte del Opus Dei, pero continuaba ofreciendo a Dios el
sufrimiento que me producía la oposición de mis padres, y confiaba en que Él
solucionaría las cosas del mejor modo. Seguía rezando por mis padres, para que
comprendieran mi vocación.
Durante aquel curso, gané una plaza como alumna interna, cosa que no hacía sino
acrecentar mi ilusión profesional y mis ganas de poder servir a muchas personas a través
de la Medicina. Además, gracias a las cartas que recibía contándome novedades sobre
nuevos países en los que el espíritu del Opus Dei comenzaba a arraigar, comprendí la
responsabilidad que tenía de apoyar a aquella gente desde las aulas de mi ciudad de
Sevilla. Pensaba en toda esa gente de distintos países que podrían acercarse a Dios a
través de la Obra, y rezaba por ellos, con ilusión de que muchos participaran de la alegría
profunda de la fe y la vida cristiana. De san Josemaría aprendí ese convencimiento de la
eficacia de la gracia de Dios. Tanto quienes se habían ido a nuevos países, como yo, en
mis clases de la Facultad de Medicina, estábamos sirviendo a la Iglesia, aportando cada
una nuestro granito de arena. También en mayo de aquel año, tuve la oportunidad de
viajar a Barcelona para participar en el Congreso eucarístico internacional. Desde
Córdoba me habían animado a que asistiera, pues podía suponer una gran ocasión de
profundizar en la fe recién recibida. Dolores Díaz, una amiga supernumeraria[15] de
Sevilla, fue tan generosa que se ofreció a pagarme el viaje a Barcelona. Agradecí
muchísimo aquel gesto de cariño sin el cual no hubiera podido asistir a aquel evento.
Durante mi estancia en Barcelona, me alojé en la Administración de la Residencia
Monterols, donde conocí a algunas de la Obra más mayores, que fueron un gran ejemplo
para mí en esos pocos días que pasé en la capital catalana: Rosario Orbegozo, María
Jesús Domingo, con quien trabajaría estrechamente años más tarde, las hermanas Anina
y Carmen Mouriz... También estaba allí Sabina, que se había trasladado tiempo antes a
aquella ciudad desde Córdoba. Me la encontré pintando la pared del ascensor, porque iba
a ir el Cardenal Tedeschini a visitar aquel centro. El Cardenal participaba en el Congreso
y tenía un gran cariño por san Josemaría. En el último momento, el Cardenal cayó
enfermo y no pudo venir, por eso me sorprendió ver cómo el trabajo de pintura en el
ascensor continuaba. Ante mi sorpresa, Sabina me explicó que al fin y al cabo, ese
trabajo era de cara a Dios, no de cara al Cardenal. Naturalmente, lo que más me
impresionó aquellos días fue ver esas multitudes de católicos de todo el mundo, unidos
en adoración y amor a la Sagrada Eucaristía. Y, por supuesto, también me ayudó mucho
escuchar las conferencias y seminarios sobre diversos temas teológicos y participar en
los distintos actos. Comprender algunas cuestiones de la fe más a fondo, me ayudó a que
mi amor a Jesús en la Eucaristía aumentara.

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Por distintos motivos, había surgido una oportunidad de trasladarme definitivamente a
Barcelona, donde podría seguir con mi carrera universitaria a la vez que colaboraba en
una Escuela Hogar como profesora de idiomas. El curso académico 1951-1952 estaba
llegando a su término. Por eso, a mi regreso del Congreso Eucarístico, traté de hacer ver
a mi padre que sería una buenísima oportunidad tanto para mi vida profesional como
personal, por lo que también iba explicándole más aspectos sobre mi vocación. Llegaron
los exámenes y, a mi estudio intenso, añadí la ayuda de la intercesión de Isidoro
Zorzano, a quien suplicaba que me ayudara a conseguir tanto unos buenos resultados
académicos, como una ayuda del Señor para que mi padre cediera y me diera permiso
para ir a Barcelona. Realmente, comprobé la ayuda, siempre eficaz, de la intercesión de
Isidoro, como le contaba a san Josemaría en una de mis cartas:
Al final se han terminado los exámenes. Isidoro me ha ayudado muchísimo. Me acordaba de él antes de cada
examen, incluso antes de cada pregunta. Yo creo que han sido verdaderos milagros porque no se puede usted
figurar cómo han estado de “huesos” este año[16].

Así terminó el curso, las clases y las prácticas de Medicina. Durante aquel verano tuve la
oportunidad de hacer un curso en Bilbao, y ya en el mes de septiembre pude ir también a
Madrid, a participar en otro curso de formación más intensiva que disfruté enormemente.
Estando en Madrid tuve noticias de que un sacerdote de la Obra fue a Sevilla y estuvo un
rato con mis padres. Me emocionó pensar que aquel era su primer contacto con la Obra,
y soñaba y rezaba por su conversión. Además de rezar por mis padres, pedía
incesantemente al Señor por las ciudades que estaban en mis raíces y en las que todavía
no había ningún centro del Opus Dei. Rezaba con insistencia por Sevilla, y confiaba mi
impaciencia a nuestro Padre, preguntándole en mis cartas sobre cuándo se abriría algún
centro femenino en aquella ciudad andaluza. Asimismo rezaba por la nación suiza,
donde una gran parte de la población desconocía la fe católica.
Tras el verano retomé mis estudios en la Facultad de Medicina en Sevilla, todavía con
la esperanza de poder trasladarme a Barcelona en algún momento. Como ya había
empezado el curso de Medicina —en España los estudios no se cuentan por semestres,
sino por cursos académicos de un año, que terminan antes de las largas vacaciones
estivales— no era sencillo trasladar la matrícula a otra ciudad debido a las materias
clínicas y quirúrgicas, que comprendían ese curso y el siguiente. La legislación vigente
exigía hacer esos cursos en la misma Universidad —para no interrumpir materias
fundamentales—, excepto si un estudiante era reclamado por un profesor de otra
Universidad para que trabajara en su servicio. Así, aunque todavía no contaba con la
aprobación de mi padre, yo estaba convencida de que finalmente cedería, por lo que
comencé a tramitar mi posible incorporación al departamento del doctor don Juan
Jiménez Vargas, que había solicitado mi colaboración para trabajar en su equipo. Don
Juan era profesor de Fisiología en la Universidad de Barcelona, médico de profesión y
también uno de los que habían acompañado a san Josemaría en su huida de la zona
republicana a Francia, a través de los Pirineos, durante la Guerra Civil Española. Tenía
interés en que yo fuese a su servicio porque, además de necesitar a alguien que supiera
idiomas, quería ampliar el número de colaboradores en su laboratorio y también estaba

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interesado en que algunos médicos le ayudaran en la atención de la Escuela de
Enfermeras que él dirigía.
Intensifiqué mis oraciones y mis conversaciones con mi padre. Con gran alegría, en
octubre de 1952 me dijo que ya no se oponía a mi traslado a Barcelona. Estaba
emocionada y profundamente agradecida, tanto a Dios como a mis padres. Entendía que
aquel cambio iba a ser para mí una nueva aventura a la vez que me ofrecía una
oportunidad estupenda para hacer más propio el espíritu del Opus Dei que tanto estaba
ayudando a mi vida. Así que, una vez conseguido el permiso de mi padre —no hubiera
querido desobedecerle aunque ya era mayor de edad—, terminé de gestionar lo necesario
para trasladar mi plaza universitaria a la universidad en Barcelona y para incorporarme al
departamento de don Juan Jiménez Vargas. Me preparaba para dejar Sevilla, con la
determinación de estar siempre disponible para trabajar por Dios allí donde hiciera falta,
con plena confianza en que Él no pierde batallas y, eso sí, sin intuir todavía las grandes
aventuras y sueños que empezarían a tomar cuerpo en aquellos años en Barcelona.

[1] Carta dirigida a san Josemaría el 17-XII-1950.


[2] Camino, n. 527.
[3] Carta dirigida a san Josemaría el 2-X-1950.
[4] Camino, n. 815.
[5] Carta dirigida a san Josemaría en enero de 1952.
[6] Surco, n. 182.
[7] Carta dirigida a san Josemaría el 9-XI-1950.
[8] Carta dirigida a san Josemaría el 19-XI-1950.
[9] Don Josemaría Hernández Garnica fue uno de los tres primeros miembros del Opus Dei que recibieron el
orden sacerdotal. Sacerdote, ingeniero de Minas y doctor en Ciencias Naturales y en Teología, colaboró con san
Josemaría en los primeros tiempos de la Obra y en la expansión del Opus Dei por Europa, con gran alegría y
espíritu de sacrificio.
[10] Conversaciones, n. 32.
[11] Carta de san Josemaría para María Casal. Fechada en Roma, el 27 de junio de 1951. El fundador del Opus
Dei había empezado a firmar con este nombre —el segundo que le habían puesto en su bautismo— durante la
Guerra Civil Española, por prudencia ante la persecución religiosa. Después lo mantuvo por devoción a la
Santísima Virgen.
[12] Carta dirigida a san Josemaría desde Davos el 23-VIII-1951.
[13] Camino, n. 273.
[14] Camino, n. 562.
[15] Los supernumerarios son fieles de la Prelatura que, sin el compromiso del celibato, trabajan en las labores
apostólicas de la Obra con la disponibilidad que les permiten sus propias circunstancias.
[16] Carta dirigida a san Josemaría de junio de 1952.

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VII.
EL GERMEN DE UNA AVENTURA

AÑOS DE FORMACIÓN EN BARCELONA


A finales de 1952 me llegó la documentación en la que el profesor Jiménez Vargas me
reclamaba para trabajar en su Departamento, por lo que, una vez obtenido el permiso de
mi padre, me trasladé a Barcelona. Aunque no me detendré en exceso a contar esos
escasos años pasados en la capital catalana, sí he de reconocer que ahí se forjaron
algunos de los sucesos de mi vida de los años posteriores. En Barcelona iba a poder
hacer compatible mi vocación profesional —los estudios de Medicina—, con la ayuda en
un nuevo centro de la Obra: Llar, una Escuela de Hogar. El interés de san Josemaría por
la formación de la mujer en el campo doméstico se había concretado en el impulso de
estos centros, en los que las chicas jóvenes recibían clases de todas aquellas materias que
les permitirían profesionalizar el trabajo del hogar, además de algunas asignaturas de
cultura general, pintura, dibujo, música e idiomas… La Escuela contaba con un centro
adyacente, que era donde yo viviría. Llegué a Barcelona cuando todavía no se había
terminado de instalar, por lo que esos primeros días fueron apasionantes.
Nada más llegar a Barcelona, me incorporé a la Facultad de Medicina. Al principio
aquel nuevo panorama se presentó como un reto, puesto que tenía que acostumbrarme a
nuevos profesores, modos de enseñar y, también, a diferencias en el modo de ser.
Cataluña tiene fama de ser tierra de gente seria y trabajadora, y así lo noté. En la
Universidad pronto experimenté la exigencia profesional, tanto que a las pocas semanas
de incorporarme a las aulas tenía ya algún examen. También encontré que mis
compañeros de clase eran más reservados que los de Sevilla, aunque pronto hice buenos
amigos allí. Algunas de las estudiantes con quienes tuve un mayor trato trabajaban como
yo en el Departamento de Fisiología con don Juan Jiménez, por lo que pronto intimamos
mucho. Empecé traduciendo textos de Fisiología del alemán al castellano. Utilizaba uno
de los primeros magnetófonos que habría entonces en España. Las traducciones que
hacía suponían un ingreso económico que, aunque modesto, era de gran ayuda en Llar,
puesto que, como acababa de abrir sus puertas, todavía no contaba con muchos ingresos
por matrículas de alumnas. Así, don Juan se convirtió efectivamente en mi jefe, como le
llamábamos todos los del servicio. Un jefe muy parco en palabras, pero muy rico en
humanidad y deseoso de ayudar a sus alumnos, por lo que todos lo querían, a pesar de su

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fama de “hueso”. Recuerdo una anécdota que sucedió poco después de Navidad y que
prueba el ambiente amable del Departamento, así como la personalidad del jefe. Un día
descubrí en su mesa de trabajo una perita en dulce, envuelta en papel de lija. Comprendí
que debía ser una broma amable, hecha por algún compañero, que aludía a su modo de
ser.
Como decía más arriba, aquellos inicios de Llar fueron una verdadera aventura. Cada
nueva matrícula conllevaba un gran trabajo, así como cada nueva asignatura del plan de
estudios, que requería cierta preparación y trabajo para quien la impartía. Quienes
vivíamos en Llar nos repartíamos el trabajo de docencia y el del funcionamiento y la
administración de aquella casa. Recuerdo, por ejemplo, el empeño que pusimos, en los
comienzos del mes de febrero, en poner a punto el oratorio. Habíamos decidido que el 14
de febrero tendríamos la inauguración del curso de la Escuela, y para ello habíamos
invitado al Arzobispo a celebrar allí la Santa Misa. El único problema era que todavía no
teníamos altar, puesto que estaban terminando de prepararlo en los talleres de arte
litúrgico. Por supuesto tampoco teníamos preparados los manteles del altar, pues
desconocíamos la dimensión exacta que tendría. Hicimos nuestros cálculos y nos
pusimos a confeccionar los manteles; pronto descubrimos que las medidas no
correspondían, por lo que la víspera del día 14 de febrero fue de trabajo de costura a
contrarreloj, y para añadir emoción al asunto, también llegó a la casa una gripe que dejó
a varias en cama. La verdad es que, a pesar de aquellas incomodidades, siempre lo
pasábamos bien, y con gran sentido del humor nos poníamos manos a la obra para
afrontar cualquier obstáculo. Además, en aquella ocasión, podía más la ilusión de tener
finalmente al Señor en el Sagrario de aquel oratorio.
La Escuela de Hogar iba saliendo adelante poco a poco. Carecíamos a veces hasta de
lo más necesario. La falta de dinero nos hizo agudizar el ingenio. Para conseguir algún
dinero extra, además de mi trabajo de traducción, empecé a bordar sábanas para señoras
conocidas, cosa que, tengo que reconocer, no era precisamente mi fuerte. Yo iba
descubriendo con fascinación el trabajo de la Administración: lo que suponía cocinar,
mantener la casa limpia y agradable, el cuidado de las cosas. En esos años en Barcelona
en que compaginaba mis estudios con el trabajo en el laboratorio y en Llar aprendí
muchísimo, no solo sobre Medicina, sino sobre cómo convertir mi trabajo en oración.
Cuando estudiaba, lo hacía con empeño, sabiendo que ese era el lugar donde encontraba
a Dios. Ahora me parecían más actuales aquellos consejos de san Josemaría en Camino:
Una hora de estudio, para un apóstol moderno, es una hora de oración [1].
A medida que avanzaba el curso, me iba adaptando más a la nueva Facultad y a los
nuevos compañeros. También iba conociendo a las chicas que venían a Llar a recibir
medios de formación cristiana o a las chicas que asistían a las clases de la Escuela. Del
trato nacieron buenas amistades. Muy pronto algunas de ellas pidieron ser admitidas en
el Opus Dei, pues habían descubierto un nuevo camino de santidad que se abría frente a
ellas. Disfrutábamos de las historias —todavía no había nada escrito— sobre los
comienzos de la Obra y con las noticias que nos llegaban del Padre. Recuerdo que una
vez nos preguntábamos cómo era posible que quisiéramos tanto al Padre sin apenas

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conocerlo, y es que todas nos sentíamos parte de esa familia de lazos sobrenaturales. De
alguna manera, esa filiación al Padre y esa fraternidad que me unía a otras personas de la
Obra acrecentaron mi cariño hacia mi propia familia. Les escribía con frecuencia, e
incluso vinieron en alguna ocasión a visitarme a Barcelona. Allí tuvieron ocasión de
conocer mi casa y a la gente con la que vivía, y aquello les hizo desmontar un poco
algunos de sus prejuicios. Mi madre pronto cogió cariño a aquellas chicas, pues como
buena madre, veía el cariño que yo les tenía y no podía menos que estar contenta ante mi
felicidad. Desde luego, en aquella casita en Barcelona había mucho trabajo y
dificultades, pero nunca faltó el buen humor y la alegría. También mi padre nos visitó en
alguna ocasión, e incluso nos regaló una máquina de escribir para la casa.
En el verano del año 1953 también pude dedicar un par de meses al estudio intenso de
la Filosofía y de la Teología —como había hecho el verano anterior en Bilbao—, para
mejorar mi formación cristiana, conocer mejor los fundamentos de la fe, la historia de la
Iglesia, la misión del Opus Dei… De la misma manera en que san Josemaría animaba a
ser responsables en el estudio y en la carrera profesional, también se empeñaba en
transmitir un afán por conocer en profundidad la doctrina católica, las verdades de
nuestra fe. Nuestro Padre veía que, para que pudiésemos extender el amor a Jesucristo
por el mundo entero con más eficacia, era necesaria una profunda formación filosófica y
teológica, cada uno al nivel de su formación profesional y cultural, porque cada uno ha
de esforzarse, en la medida de sus posibilidades, en el estudio serio, científico,
delafe[2]. San Josemaría entendía que aquel estudio ayudaría, no solo a la propia vida
intelectual, sino especialmente a la vida de piedad de los miembros de la Obra. Así que
pasé unas semanas en Los Rosales, una casa cerca de Madrid. Éramos casi todas muy
jóvenes. Fueron unos días luminosos, llenos de alegría, de amable exigencia y de espíritu
de servicio. El sacerdote que nos atendía espiritualmente y que impartía las clases de
Teología y sobre el espíritu de la Obra era don José María Hernández Garnica,de quien
aprendimos además a tener buen humor, aunque fuesen muchas las contrariedades. No
tenía buena salud, pero nunca lo oímos quejarse o dar muestras de impaciencia. Por citar
un pequeño detalle: solía decir que se había comido el primer huevo frito cocinado por
cada una, ya que preparábamos por turno el desayuno. Él desayunaba en Los Rosales
porque no tenía tiempo de regresar a Madrid a desayunar tras la Misa y antes de las
clases, y como la mayoría no había tenido ocasión de cocinar en su vida, es fácil
imaginarse el resultado de cada experimento… En ese mismo año, recuerdo que don
José María fue a Barcelona y pudimos tener una breve reunión con él en Llar. Nos contó
muchas cosas sobre el Padre y sobre las personas de la Obra que habían ido a comenzar
la labor apostólica en otros lugares. Esas conversaciones con él siempre tenían ese tono
familiar que brotaba de su manera delicada, tan cariñosa y tan suya, que debía haber
aprendido del Padre, como este lo había aprendido de su contemplación de la vida de
Cristo.
Después de esos días en Los Rosales fui a Sevilla a visitar a mis padres unos días. Mi
padre tenía algún problema de salud, por lo que iba a someterse a una operación en unos
días. Mis padres, aunque más abiertos, seguían igual de indiferentes ante mi vocación y

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aquello seguía haciéndome sufrir un poco. La operación de mi padre fue bien y antes de
regresar a Barcelona le aseguré que le tenía presente cada día en mis oraciones.
Efectivamente, cada día deseaba más ver a mis padres cerca de Dios. Estaba feliz desde
que había decidido convertirme al catolicismo, por lo que solo deseaba que también ellos
pudieran llenarse de esa profunda alegría. Continuaba rezando con insistencia y pidiendo
oraciones por ellos. Tan solo habían pasado tres años desde mi conversión, pero cada día
me convencía más de que aquello había sido un regalo de Dios que no cambiaría por
nada. Cada nueva fiesta litúrgica me llenaba de alegría, cada medio de formación
cristiana que escuchaba me confirmaba en mi fe y cada día crecía más mi ilusión por
llevar aquel gozo a muchos hombres y mujeres. Recuerdo que en la Semana Santa de
aquel año me emocioné de manera especial. Así se lo conté al Padre en una carta que le
envié entonces:
Esta es la cuarta Semana Santa que vivo desde que soy católica. No puedo explicarle el acontecimiento que ha
sido para mí cada una de ellas, pero sí sé que usted me comprende. A medida que el tiempo pasa en vez de
acostumbrarme a la idea me voy asombrando más de la bondad de Dios conmigo, y me voy explicando menos
por qué me dejó encontrarle. Si lo pienso despacio, ni siquiera se lo pedí [3].

En medio de tanta alegría, todavía no intuía las novedades que mi estancia en Barcelona
traería consigo. Don Juan Jiménez Vargas, además de encargarse de los estudios propios
de Fisiología, seguía la marcha de la Escuela de Enfermeras en Barcelona y sus alumnos
y alumnas de Medicina le ayudábamos a llevarla adelante. Empezó a pedirme ayuda,
junto con Gertrudis, una estudiante que trabajaba en su laboratorio y que era amiga mía,
para traducir libros de Enfermería, especialmente aquellos relacionados con la dirección
y organización de estas instituciones. Me dio algunos incluso en inglés, aunque le dije
que ese idioma no era mi fuerte. Aquellas experiencias ordinarias sirvieron de
catalizador para una de las grandes aventuras de mi vida. Tanto mi formación en el
Departamento de Fisiología, como aquella primera formación filosófica y teológica del
verano, sirvieron para afrontar los nuevos retos que estaban por llegar.
Debían ser los primeros meses de 1954 cuando me enteré de que se planeaba poner en
marcha en Pamplona, capital de la provincia de Navarra —donde ya en 1952 había
empezado a funcionar una Escuela de Derecho dirigida por personas de la Obra— una
Facultad de Medicina con una Escuela de Enfermeras anexa. De momento, ese centro
universitario se llamaba Estudio General de Navarra. Todo esto me daba mucha alegría,
entre otras cosas porque me constaba que las instituciones universitarias eran uno de los
“sueños” del Padre, y rezaba por esa intención, pero sin pensar que aquello pudiese tener
algo que ver conmigo. La Universidad había arrancado su labor en Navarra dos años
antes y, como más tarde leí en una entrevista a san Josemaría, era fruto directo de años
de su oración. Con la misma ilusión con que enseñaba a buscar la santidad en el trabajo
ordinario, había animado a algunos profesionales del mundo universitario a lanzarse a
aquella aventura con afán de servir a muchos hombres y mujeres:
La Universidad de Navarra surgió en 1952 —después de rezar durante años: siento alegría al decirlo— con
la ilusión de dar vida a una institución universitaria, en la que cuajaran los ideales culturales y apostólicos
de un grupo de profesores que sentían con hondura el quehacer docente. Aspiraba entonces —y aspira

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ahora— a contribuir, codo con codo con las demás universidades, a solucionar un grave problema
educativo: el de España y el de otros muchos países, que necesitan hombres bien preparados para construir
una sociedad más justa[4].

Un día, don Juan me comentó que en el Boletín Oficial del Estado se había publicado la
reglamentación sobre una nueva carrera: Asistentes Técnicos Sanitarios, en abreviatura
ATS. Por entonces, en España había muy pocas Escuelas de Enfermeras, a excepción de
algunas dependientes de alguna facultad de Medicina, la propia de la Cruz Roja y la de
Valdecilla (Santander). Las mujeres que se dedicaban a este trabajo aprendían sobre la
marcha lo que les enseñaban sus jefes, por lo que aquellas pocas enfermeras contaban
con poco prestigio profesional y estaban mal remuneradas. El gobierno ahora impulsaba
esos nuevos estudios y proponía iniciativas variadas para que se desarrollasen. Don Juan
me comentó el Reglamento de las nuevas Escuelas de Asistentes Técnicos Sanitarios —
yo no sabía por qué, pero como él era de muy pocas palabras, no me atreví a preguntar
nada—. «Aquí dice que el Director de una Escuela de ATS debe ser un médico.
Seguramente dará lo mismo que sea una médico, ¿no te parece?». Yo no veía ningún
inconveniente, y así se lo dije.
Desconocía entonces que aquella pregunta guardaba un interés particular y no era un
mero comentario curioso. Estaba yo cursando mi último año de Medicina, pero todavía
no me había planteado demasiado qué futuro profesional me depararía. Más bien, había
pensado alguna cosa no directamente vinculada con mis estudios universitarios, puesto
que sabiendo lo necesario que era atender los centros de la Obra desde el punto de vista
de los trabajos domésticos, una vez acabada la carrera, suponía que podría ayudar a la
Obra con mi ayuda en aquellos servicios, al menos durante algún tiempo. Así, a la vez
que me formaba muy bien en el campo de la Medicina, también tenía ilusión en adquirir
todos los conocimientos y habilidades que pudieran serme útiles en el trabajo con el que
yo pretendía ayudar a mi familia del Opus Dei.
Además de un interés personal hacia aquel trabajo, ya he explicado cuál era la
tendencia social en España en esa época: aunque había ya mujeres universitarias, las
intelectuales eran todavía una minoría. Lo general era que una joven que hubiese
estudiado una carrera universitaria, al casarse se dedicara exclusivamente a la familia, a
no ser que su trabajo fuese muy necesario por su situación económica. Esto, como es
lógico, ocurría más bien en las clases modestas, que buscaban entonces empleos fáciles
de encontrar, y que estaban mal pagados generalmente: maestras, modistas, dependientas
en comercios, telefonistas, empleadas de correos… Excepto para el magisterio, casi no
había escuelas profesionales, por lo que las personas que se dedicaban a esos trabajos
eran autodidactas, o habían aprendido la profesión de su madre u otro pariente. Las
familias más necesitadas enviaban a sus hijas a trabajar como empleadas del hogar sin
preparación alguna. Entonces, estas empleadas carecían casi de toda protección social: la
reglamentación de las horas de trabajo, los sueldos, los “permisos” —vacaciones en
general brevísimas—, las retribuciones en caso de enfermedad, despido o vejez... Su
situación dependía sobre todo de la buena voluntad de las familias para las que
trabajaban. Como en tantos otros campos, san Josemaría fue un pionero en sus esfuerzos

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por cualificar y dignificar la profesión de empleada del hogar. Tenía muy presente que
las labores de la casa habían sido las de la Santísima Virgen, y eran tan dignas de
alabanza y se convertían en un medio de santificación del mismo modo en que lo hacía
cualquier otro trabajo profesional noble.
A pesar de que en aquellos años se abrían centros y residencias grandes —con las
consiguientes exigencias de atención— y, por otro lado todavía éramos pocas para un
trabajo que absorbía muchos recursos, san Josemaría desde el principio dejó claro que
ese era un campo más, muy importante, pero había que impulsar la presencia de la mujer
en todas las profesiones, incluso en aquellas que aún eran dominio casi exclusivo de los
hombres. Así lo explicaba en una entrevista recogida en el libro de Conversaciones con
Mons. Escrivá de Balaguer, al responder sobre la mujer en la vida del mundo y de la
Iglesia:
Una mujer con la preparación adecuada ha de tener la posibilidad de encontrar abierto todo el campo de la
vida pública, en todos los niveles. En este sentido no se pueden señalar unas tareas específicas que
correspondan sólo a la mujer. Como dije antes, en este terreno lo específico no viene dado tanto por la tarea
o por el puesto cuanto por el modo de realizar esa función, por los matices que su condición de mujer
encontrará para la solución de los problemas con los que se enfrente, e incluso por el descubrimiento y por
el planteamiento mismo de esos problemas[5].

Por eso indicó, en cuanto fue posible, que cuando se comenzara en una nueva ciudad no
se empezaran a atender las administraciones de los centros de los varones hasta que las
mujeres no hubieran desarrollado una actividad de carácter profesional. Así quedaría
claro que las mujeres, al igual que los hombres, ejercían las más variadas profesiones,
sin discriminación alguna. San Josemaría siempre entendió que todos los trabajos vienen
a ser un modo de servicio a la sociedad, y que tenía la misma importancia el servicio
prestado por un experto cirujano y el de una experta administradora del hogar. Tenía
también ideas muy de vanguardia y a la vez tradicionales sobre este tema del servicio.
Cito solamente unas palabras suyas de Forja: Cualquier actividad —sea o no
humanamente muy importante— ha de convertirse para ti en un medio de servir al
Señor y a los hombres: ahí está la verdadera dimensión de su importancia[6].
Volviendo a mi relato, repito que yo estaba dispuesta a realizar trabajos domésticos en
alguna Administración, y pensaba concretamente que podría ayudar en la de La Estila,
una residencia de estudiantes de Santiago de Compostela, que tenía fama de ser una
buena escuela para intelectuales. Lo que deseaba era poner mi tiempo y mis capacidades
al servicio de la Obra para aquellos encargos que fueran más necesarios en un
determinado momento y lugar. El 15 de julio de 1954 acabé mis estudios, y con un poco
de pena me despedí de las aulas. Esa tarde lo celebramos en Llar, y también aproveché
para escribir al Padre contándole aquella recta final y diciéndole que después de aquello
me haría mucha ilusión poder dedicarme plenamente a la Administración, puesto que tan
solo lo había hecho en algunos ratos disponibles. De la misma manera en que compartía
con él aquella ilusión, también me ponía a disposición suya para lo que hiciera falta,
añadiendo que desde aquel momento había un médico más en el Opus Dei para lo que
hiciera falta. Así que con aquellas cosas en mente, en agosto me desplacé a La Estila,

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pensando que ahí había terminado mi aventura en tierras catalanas e imaginando que La
Estila se convertiría en mi nuevo hogar.
Con bastante frecuencia, al final del verano, solía hacerse una reorganización teniendo
en cuenta a cada persona y las necesidades globales. Cuando se proponían los nuevos
encargos, se comunicaba a la interesada y se le preguntaba si le parecía bien ese cambio,
contando siempre con su libertad para aceptar o no. Marisa Sánchez de Movellán, que
dirigía aquel curso en La Estila, un día, durante una conversación y como bromeando,
me preguntó: «Y… ¿adónde crees que podías ir tú?», para contestarse inmediatamente:
«¡De directora a la Escuela de Enfermeras de Pamplona!». Mi sorpresa fue enorme. Y lo
mismo le ocurrió a María Jesús Domingo, a quien le propusieron ir de Jefe de
Enfermeras a esa misma Escuela. Las dos aceptamos enseguida. Podíamos imaginar con
qué alegría san Josemaría habría pensado en ese establecimiento, y lo mucho que
esperaba de él. En seguida escribí al Padre compartiendo mi alegría:
Hace unos días que ya sé adónde me dirijo. La Escuela de Enfermeras de Pamplona. No sé cómo explicarle la
ilusión que me hace todo aquello. Es tanta la alegría que a veces no me deja ni dormir. […] Soy más
afortunada que nadie. Lo primero, la conversión, luego la vocación, luego la primera Escuela-hogar y ahora
la primera Escuela de Enfermeras. Siempre me acuerdo de lo que usted nos dijo: soñad y os quedaréis cortos.
[…] La única cosilla que por ahora se desvanece es poder trabajar de veras en alguna Administración, pero
ya llegará el día, todo no se puede tener a la vez[7].

A partir de ese momento, María Jesús y yo nos sentimos muy unidas, y nos
preguntábamos en qué consistiría nuestro futuro. Yo me sentía un poco abrumada por la
responsabilidad que se me había confiado, y a la vez me quedó clarísima, sobre todo y
para siempre, la confianza del Padre en sus hijas. Parecía que para él no existían barreras
de edad, ni de formación, ni siquiera de tiempo en la Obra, —o el antecedente, en mi
caso, de la conversión del protestantismo hacía solo cuatro años atrás—. María Jesús
decía: «María, yo siempre contigo y detrás de ti, como si te hubiera salido rabo». Y
efectivamente, desde ese momento siempre pude contar con ella para todo. María Jesús
era de Bilbao y tenía mucho sentido del humor. Se había titulado en Valladolid y contaba
con mucha práctica profesional, amaba su profesión, pero no contaba con experiencia
docente.
Cuanto más lo pensaba, más me impresionaba la confianza, no solo de san Josemaría,
sino de todas las personas de la Obra, incluyendo la propia María Jesús. Ella tenía
bastantes más años que yo, contaba con experiencia profesional en otros ámbitos y
llevaba más tiempo en la Obra que yo, y a pesar de todo me trataba como a una igual,
con plena confianza. Esa confianza humana me sorprendía. Era algo mucho más
profundo de lo que pensaba, tenía raíces sobrenaturales: Te escribí, y te decía: «me
apoyo en ti: ¡tú verás qué hacemos...!» — ¡Qué íbamos a hacer, sino apoyarnos en el
Otro! [8]. También el Señor me mostró y me dio esa confianza en la oración. Entendí
que, a pesar de mi corta edad, contaba con una buena formación académica y profesional
que iría desarrollando y que, sobre todo, también contaba con la ayuda constante de Dios
y de las personas que me había puesto cerca. Como decía María Jesús, «nuestra misión
era formar a las primeras promociones de enfermeras según el espíritu de servicio y el

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sentido del valor humano y cristiano del trabajo profesional que habíamos aprendido del
Padre». Así que puse aquella maravillosa aventura en manos de Dios, confiando en su
palabra y en las de san Josemaría: Sientes una fe gigante... —El que te da esa fe, te
dará los medios [9].

[1] Camino, n. 355.


[2] Es Cristo que pasa, n. 10.
[3] Carta dirigida a san Josemaría de abril de 1954.
[4] Conversaciones, n. 82.
[5] Conversaciones, n. 90.
[6] Forja, n. 684.
[7] Carta dirigida a san Josemaría de agosto de 1954.
[8] Camino, n. 314.
[9] Camino, n. 577.

62
VIII.
LA ESCUELA DE ENFERMERAS

ENSEGUIDA COMENCÉ A HACER ALGÚN VIAJE desde Barcelona a Pamplona para hacerme
cargo de la situación. Pero don Juan, que entonces era el decano de la Facultad de
Medicina de la Universidad de Navarra, urgía a comenzar ese mismo año la Escuela de
Enfermeras y, si lo hacía, era debido a la insistencia y aliento de san Josemaría. El Padre
tenía mucha ilusión en que la Medicina y la Enfermería nacieran en la Universidad de
Navarra de manera paralela, pero con la idea clara de la importancia independiente de la
enfermera. Mons. Javier Echeverría —segundo sucesor de san Josemaría al frente del
Opus Dei— explicaba las raíces de ese gran cariño de nuestro Padre hacia las
profesiones orientadas a la atención de los enfermos: «San Josemaría había aprendido en
el Evangelio que Nuestro Señor mostraba una especial predilección por los más débiles
—los niños, los enfermos—, y que a las personas que los cuidan con amor y espíritu de
sacrificio, les hace acreedores de una recompensa particular»[1]. Efectivamente, de san
Josemaría había aprendido a querer a los enfermos, a ver la inmensa dignidad y el
inmenso cariño con que hemos de cuidarles:
—Niño. —Enfermo. —Al escribir estas palabras, ¿no sentís la tentación de ponerlas con mayúscula?

Es que, para un alma enamorada, los niños y los enfermos son Él [2].

De modo que, ya en el mes de septiembre, María Jesús y yo fuimos a vivir al “pequeño


Goroabe”, una residencia situada en una de las plazas más céntricas de la ciudad de
Pamplona. Íbamos aún sin saber bien lo que nos esperaba, pero pensando que algo
haríamos entre todos los del Estudio General de Navarra, para sacar adelante aquella
iniciativa que seguro sería del agrado de Dios. A pesar del “miedo” a lo desconocido, me
alegraba poder vivir esos primeros tiempos. Las dificultades que iban presentándose
incluso antes de mi desplazamiento a Pamplona —como el asunto de mi nacionalidad
suiza, que planteaba problemas para ejercer la Medicina en España— no me quitaban la
paz, porque tenía presente que teníamos que abrir los caminos con la fuerza de nuestras
pisadas.
Pamplona me gustó enseguida, por ser una pequeña ciudad muy bonita, limpia y
tranquila. Una de las primeras intenciones al llegar e instalarnos era la de ir a visitar al
obispo de Pamplona, don Enrique Delgado, a quien las autoridades académicas (don

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Ismael Sánchez Bella, rector del Estudio General de Navarra, y algún otro profesor)
habían informado ya del proyecto de la Escuela de Enfermeras. Tras habernos reunido
María Jesús y yo con estos profesores, se vio oportuno que también nosotras fuéramos a
visitar al obispo, para hablarle directamente del proyecto. Monseñor Delgado nos recibió
con mucha cordialidad y nos animó a formar bien a esas jóvenes que, a su vez, tendrían
la posibilidad de ayudar a muchas personas en la sociedad. Nos instó a no olvidar que
san Josemaría quería que siempre diésemos liebre por gato, es decir que detrás de una
tarea en apariencia ordinaria, aportáramos una preparación profesional excelente, con
hondas raíces cristianas, de servicio desde las aulas de Enfermería. De que tú y yo nos
portemos como Dios quiere —no lo olvides— dependen muchas cosas grandes[3].
Pronto se incorporaron, como personal docente de la Escuela, Sagrario Aguinaga y
Mariví Tabernero, ambas enfermeras y miembros del Opus Dei. Mariví era de Bilbao,
como María Jesús, y como ella, había obtenido el título de enfermera en Valladolid. Era
vivaracha, rápida, decidida y alegre. Fue nombrada primera secretaria de la Escuela. De
este modo, ya desde el principio, la Escuela de Enfermería contó con una Dirección
compuesta por varios miembros: directora, jefe de Enfermeras y secretaria, para que
hubiese una ayuda mutua y las decisiones se tomasen de modo colegial. Sagrario, buena
navarra, era de la misma Pamplona. Dama de la Cruz Roja, tenía una muy buena práctica
profesional y, aunque en principio no iba a dedicarse a la docencia, se preparó para
lograr el título oficial de Enfermería en la Facultad de Medicina de Zaragoza y así estar
en disposición de dar clase si fuera necesario. Era más bien silenciosa y reflexiva, algo
tímida, y alegre. Como a las demás, se le podía pedir cualquier cosa. Fue siempre un
gran apoyo, sobre todo en momentos difíciles (que no faltaron) en los que se agradecía
tener cerca un “polo de paz” como ella. Éramos un buen equipo. Las cuatro teníamos
tanta buena voluntad como falta de experiencia docente y, a excepción de María Jesús,
también pocos años. Pero, entre otras cosas, recordaba para animarme las palabras del
salmo 119 que solía repetir san Josemaría: Super senes intellexi, quia mandata tua
quaesivi («Tengo más discernimiento que los ancianos, porque guardo tus mandatos»).
Empezamos por organizar prácticas en el mismo Goroabe, haciendo camas, poniendo
inyecciones, preparando vendajes... Por las tardes, María Jesús me acompañaba a la
Cámara de Comptos, una casona medieval donde funcionaba la Escuela de Derecho, y
que era entonces el único edificio del que podíamos disponer: gótico, precioso, pero
poco adecuado a su nueva función. Después, cuando los juristas se trasladaron a una
nueva sede en el museo de Navarra, aquel lugar sería durante bastantes años la Escuela
de Periodismo. Para trabajar, María Jesús y yo nos instalábamos en la biblioteca, una
habitación exigua, con estanterías y una mesa larga en el centro, de cuatro a siete de la
tarde. Como la prensa local ya había publicado el comienzo de la nueva Escuela,
empezaron a llegar los padres de las futuras alumnas para solicitar información e
inscribirlas en el curso. Mi juventud produjo el primer día algún quebradero de cabeza,
pues se trataba de un “gran problema”. En ese año de 1954, yo tenía veinticinco años,
pero parecía una estudiantilla mucho más joven: aquel día lucía un vestido celeste y el
pelo recogido en una trenza. Por eso, la cuestión que nos planteábamos era si debía

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recibir a los visitantes de pie o sentada. Sobre este dilema me iba aconsejando María
Jesús, según se tratase de la posible alumna o de sus padres, y dependiendo de si estos
fuesen jóvenes o un poco más mayores. Nos reímos bastante de aquel día por nuestro
“problema”.
Teníamos la ilusión de llegar a diez matrículas, pero, para esa primera promoción ya
se inscribieron veinticuatro chicas de Pamplona y alrededores. Veinticuatro jóvenes,
contentas, igual que sus padres —con los que siempre hubo muy buen trato—, al no
tener que trasladarse a otra ciudad para realizar sus estudios. Así que, el 6 de octubre de
1954, se inauguraron la Facultad de Medicina y la Escuela de Enfermeras, con la
asistencia del Sr. Arzobispo y de las autoridades civiles de Pamplona. Aún no teníamos
ningún local exclusivo para la Escuela, porque en el Hospital provincial, donde haríamos
las prácticas, se nos había recibido con bastante reserva. Y la Cámara de Comptos no era
adecuada. El Dr. Viñes, jefe de Sanidad y director del Instituto de Higiene, nos sacó de
apuros —como después harían tantos otros buenos amigos— poniendo a nuestra
disposición la sala de conferencias de ese Instituto para las clases teóricas. Días después,
la Diputación foral de Navarra confirmó ese ofrecimiento y por fin pudimos comenzar el
curso con cierta estabilidad.
Fui elaborando los guiones de las clases a medida, siguiendo los programas oficiales
de ATS (Asistentes Técnicos Sanitarios). Tenía algunos libros sobre cómo dirigir una
Escuela de Enfermeras, pero, prácticamente, su contenido no podía aplicarse a nuestra
situación. Más adelante, en 1955, haría un viaje a Suiza y a Roma —que narraré más
adelante— para visitar algunas Escuelas de Enfermería, pero llegamos a la conclusión de
que, aun con todas las dificultades y falta de medios, la Escuela que acababa de empezar
era la mejor. Yo impartía las clases teóricas, pues de momento no había nadie más que
pudiera hacerlo, con una excepción: don Félix Álvarez de la Vega. Este sacerdote se
había incorporado a la Universidad como profesor de Química —aunque su especialidad
era la Bioquímica— y se hizo cargo de las clases de Religión y Moral previstas en el
plan de estudios. Aunque no lo recuerdo con exactitud, puede ser que también impartiera
alguna clase don Ángel García Dorronsoro, el capellán de la Residencia Goroabe.
Además de las clases, había otras tareas de gestión que requerían bastante atención y
trabajo en aquel arranque de la Escuela. Mariví, como secretaria de la Escuela, se
encargaba también de la Biblioteca. Una de sus primeras tareas consistió en la
adquisición de libros, cosa nada sencilla dada nuestra falta de experiencia y de medios.
No sé cómo se las arregló pero, a pesar de la escasez de recursos, consiguió 197 libros en
ese primer año. Las cuatro profesionales que formábamos la Escuela atendíamos también
las prácticas de las alumnas. Don Juan Jiménez Vargas estaba pendiente de la marcha de
la Escuela, aunque su ayuda consistía sobre todo en darnos ánimo, porque él tampoco
disponía de muchos otros medios. Así, poco a poco, la Escuela iba consolidándose.
Antes de arrancar el curso académico hubo que elegir el uniforme que vestirían las
alumnas. Flora Villarreal, conocida modista de Madrid, diseñó los uniformes color
tabaco, que fueron entonces muy originales, puesto que las enfermeras solían vestir
siempre de blanco. Dibujamos la cofia, blanca y almidonada como los puños, que

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funcionaría para indicar el curso de las alumnas mediante el número de rayas color
tabaco cosidas en el borde. El uniforme se completaba con un broche de plata grande que
representaba el sello de la Escuela —una imagen del Arcángel san Miguel, patrono de
Navarra, sosteniendo el escudo de la provincia— y que nos servía para saber que las
enfermeras estábamos bajo buena protección. Para la calle, las alumnas llevaban un
abrigo de paño del mismo color tabaco que el uniforme, y zapatos marrones. Me ilusiona
saber que aquel uniforme de los primeros tiempos es el que se continuó usando hasta la
primera década de los años 2000. Siempre me pareció muy elegante —y aunque no era
lo principal—, un reflejo del estilo de la Escuela.
Además de los conocimientos científicos y técnicos, en la Escuela queríamos
transmitir no solo en teoría, sino por contagio, el valor de cada persona. Recuerdo que
tras la muerte de san Josemaría, tuvo lugar en la Universidad de Navarra un acto
académico en su honor, el 12 de junio de 1976, presidido por monseñor Álvaro del
Portillo, su primer sucesor. En esa ocasión, el Dr. Gonzalo Herranz —que había sido
compañero mío en la Facultad en Barcelona— pronunció un discurso en el que recogía
palabras y escritos de san Josemaría relacionados con el dolor y la enfermedad, sobre los
que tenía una intensa experiencia personal. Recordó su predilección por los enfermos, y
sus enseñanzas sobre el profundo sentido cristiano del dolor y del servicio hacia los que
sufren. Siempre nos enseñó que los primeros cuidados eran para los enfermos, y que, si
fuera necesario, robaríamos un pedacico de Cielo para dárselo, y el Señor nos
perdonaría [4]. Podría citar una infinidad de palabras con que subrayar esta afirmación,
pero quizá las mejores sean las que solía dirigir a médicos o enfermeras con ocasión de
algunos encuentros con ellos en la Universidad.
Así, por ejemplo, a un traumatólogo, que le preguntó cómo evitar la rutina en la
actuación profesional, le respondió:
Ten presencia de Dios, como ya lo haces. Ayer estuve con un enfermo, un enfermo al que quiero con todo
mi corazón de Padre, y comprendo la gran labor sacerdotal que hacéis los médicos... Cuando te laves las
manos, cuando te pongas la bata, cuando te metas los guantes, tú piensa en Dios, y piensa en ese sacerdocio
real del que habla san Pedro; y tú, entonces, no tendrás rutina: harás bien a los cuerpos y a las almas [5].

Carmen López, entonces jefa de enfermeras, pidió a san Josemaría un consejo para
mejorar su trabajo, a lo que él respondió:
Esta pregunta me la han hecho enfermeras de muchas naciones, muchas veces, y me da mucha alegría que
me dirijan esa pregunta u otras semejantes, porque es necesario que haya muchas enfermeras cristianas.
Porque vuestra labor es un sacerdocio, tanto y más que el de los médicos. Iba a decir que más, porque tenéis
la delicadeza —perdóname la cursilería—, la inmediatez, porque estáis siempre junto al enfermo... De
manera que ser enfermera es una vocación particular de cristiana. Pero, para que esa vocación se
perfeccione, es preciso que seáis unas enfermeras bien preparadas, científicamente, y luego que tengáis una
delicadeza muy grande... ¡Dios te bendiga, hija mía! [6].

Finalmente, las alumnas pudieron hacer las prácticas en las salas del Hospital, una vez
conseguido el oportuno permiso de la Diputación. Las enfermeras que ya trabajaban allí
tenían grados de formación muy variados: algunas se habían podido preparar a fondo
profesionalmente, otras habían aprendido bien los aspectos técnicos bajo la guía de un

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médico jefe, o incluso carecían de formación. Apreciaban la formación ofrecida por la
Escuela, pues entendían que la preparación era buena, pese a las limitaciones y
deficiencias de los primeros años. Además del apoyo de las enfermeras, la Escuela contó
desde el primer momento con la simpatía del director del Hospital y de otros médicos.
Las alumnas eran acogidas en los distintos departamentos, y aunque era algo nuevo e
imprevisto para todos, las cosas iban marchando. Las cuestiones de armonía y
coordinación entre los médicos del Hospital y las jefes de Sala y la Escuela de
Enfermeras se resolvían, no mediante normas —que no las había— sino a través del
trato personal y directo. María Jesús recuerda que cuando acababan de modernizar el
pabellón A del Hospital provincial, había una religiosa al cargo de las enfermeras que se
llamaba Sor Ángeles y fue la primera persona que estuvo de acuerdo en recibir alumnas
de la Escuela. Le asignamos una alumna que era un poco mayor que las demás. Poco
después también nos admitieron en el pabellón de geriatría y, poco a poco, pudimos ir
entrando en otros servicios.
Cuando todavía no contábamos con un local donde reunirnos con nuestras alumnas en
el Hospital, María Jesús pasaba lista al aire libre —aún en el crudo invierno pamplonica
— bajo el reloj situado en la fachada principal del pabellón de entrada. Después, cada
una marchaba al departamento que se le había asignado. Las profesoras iban pasando por
los distintos servicios, saludaban a las religiosas y hablaban con los enfermos y los
niños. Desde el primer momento insistimos en que hubiese un turno también los
domingos, para que las chicas se acostumbraran a las exigencias de la atención de
enfermos y no faltara a las religiosas esa ayuda, a la que iban acostumbrándose. Las
alumnas se portaron de maravilla: con su deseo de trabajar y su discreción se fueron
ganando tanto a las Hermanas y demás enfermeras como a todos los colaboradores. Y
con los retos que iban superando las alumnas, también yo iba descubriendo nuevos
frentes. Como también pasó en Llar, el arranque de la Escuela no estuvo desprovisto de
contrariedades, con alegría. En alguna ocasión mi falta de experiencia me dio algún
quebradero de cabeza, como contaba a san Josemaría en una de mis cartas desde
Pamplona:
Padre, desde que empezó todo lo de la Escuela he metido la pata tantas veces, a pesar de mi ardiente deseo de
hacerlo lo mejor posible, que sería aún más bruta si no pensara que todo lo hace Él. […] La más difícil de
todas las cosas es mandar, mandar con todo cariño y delicadeza, sin herir y sin exigir. Siempre pensé que era
más difícil obedecer, pero veo que estaba muy equivocada. Muchas veces le pregunto al Señor cómo lo hacía
Él, y espero que me enseñará [7].

A medida que el trabajo aumentaba, también el equipo de profesoras de la Escuela fue


creciendo. Al poco tiempo se incorporó Eileen Maher, una de las pocas médicos que
había entonces en la Obra y una de las primeras irlandesas del Opus Dei. En la Escuela
de Enfermería se encargó de las materias más científicas —Histología humana y
Microbiología, por ejemplo— no sin dificultades, pues tuvo que superar la barrera del
idioma al no dominar bien el español. Para que pudiese continuar formándose como
médico, a la vez que impartía clases en la Escuela, el Dr. Martínez Peñuela, jefe del
laboratorio, le dio un puesto de investigación a su lado. También Ángela Mouriz, médico

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y profesora de la Facultad de Medicina, supuso una gran ayuda en la Escuela,
impartiendo varias asignaturas. En el año 1957 llegaría Carmina Gómez Lavín, de gran
ayuda para mí. Con ella compartí penas y alegrías hasta que me marché de Pamplona.
También nos ayudaba Chus de Meer, una estudiante de Medicina que vivía en Goroabe.
El segundo curso presentó nuevas exigencias docentes, y el tercero aún más, puesto
que había que seguir cumpliendo los programas oficiales, incluyendo nuevas asignaturas
en los planes de estudio. La legislación del momento prescribía que las alumnas habían
de vivir en sus casas o en centros dependientes del lugar donde realizaban las prácticas,
por lo que, pocos años después, Goroabe resultó insuficiente, y hubo de abrirse una
segunda residencia, que se llamó Larrabide, en la avenida de Carlos III.
A pesar del intenso ritmo de gestión y docencia, procuraba no perder de vista que san
Josemaría no esperaba que sacáramos adelante una Escuela de Enfermeras, sino que
buscáramos la santidad con aquello. Tenía muy presente sus palabras: Cada alma es un
tesoro maravilloso; cada hombre es único, insustituible. Cada uno vale toda la sangre
de Cristo[8].
Algunas de aquellas chicas descubrieron a Dios o reforzaron su fe durante sus años de
estudio. Yo recordaba entonces las conversaciones con mis compañeros de Facultad,
cuando sus palabras de amistad calaban profundamente en mi alma, y entendía tal vez
más aquellas sugerencias de san Josemaría:
Esas palabras, deslizadas tan a tiempo en el oído del amigo que vacila; aquella conversación orientadora,
que supiste provocar oportunamente; y el consejo profesional, que mejora su labor universitaria; y la
discreta indiscreción, que te hace sugerirle insospechados horizontes de celo... Todo eso es “apostolado de la
confidencia” [9].

Y al igual que yo descubrí nuevos horizontes en mi vida a través de mis amigos, hubo
algunas alumnas que conocieron también el espíritu del Opus Dei y entendieron que
Dios les llamaba por ese camino.
Durante aquellos años, tuve ocasión de velar por la salud de algunas personas de la
Obra que vivían en Pamplona. Ya en Barcelona, cuando alguna de quienes vivían
conmigo había de ir al médico por algún asunto de importancia, yo la acompañaba y
seguía de cerca su enfermedad y su tratamiento. A la ilusión y el interés profesional, se
sumaba el cariño familiar, que me llevaba a cuidar con mayor empeño a quienes tanto
quería. Y como sabrán quienes se dedican a la Medicina, esta tarea de atención a la
propia familia no es sencilla, pues uno siente más el sufrimiento de su familia. Verlas
sufrir me inquietaba, a la vez que me hacía acudir con mayor intensidad a Dios,
pidiéndole que aliviara sus dolores. Cuando escribía al Padre le contaba también estas
pequeñas preocupaciones que sembraban mi labor en Pamplona:
He caído en la cuenta de que ser médico en casa [en la Obra] es algo muy serio. Siempre pensaba en gente de
fuera. Ahora comprendo mi responsabilidad y aún me gusta más la carrera, sabiendo que con ella puedo
ayudar a quien más quiero. A veces no es fácil, ya que casi siempre se trata de vivir de cerca el dolor de
personas tan queridas, incluso sin poder hacer gran cosa por aliviarlas. En fin, que se me han abierto nuevos
horizontes, como me ocurre a cada paso desde que soy de la Obra[10].

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La Universidad de Navarra aún no estaba reconocida oficialmente por el gobierno
español, que no preveía universidades privadas, por lo que otra de las aventuras de
nuestras alumnas era examinarse. A final de curso, viajaban a Zaragoza para hacer sus
exámenes en la universidad a la que quedaba adscrito el Estudio General de Navarra. A
pesar de los inconvenientes del viaje y de tener que enfrentarse a un tribunal
desconocido, en general pasaban muy bien los exámenes. Solíamos hacer el viaje en un
autobús antediluviano que no era demasiado rápido. Así, por ejemplo, una vez después
del examen de ingreso, regresamos a Pamplona a la una de la mañana. Las alumnas
llevaban bien las incomodidades y estaban convencidas de que una buena enfermera no
puede dejarse dominar por los imprevistos. Solo fuimos a Zaragoza los dos o tres
primeros años. Después, cuando el volumen de alumnos aumentó, los profesores de esa
Universidad comenzaron a desplazarse a Pamplona para examinar.
El director del Hospital nos insistía —y ese era también nuestro ardiente deseo— en
conseguir un edificio propio con la necesaria independencia del Hospital provincial.
Entretanto, pusieron a nuestra disposición un antiguo pabellón, destartalado, que se
utilizaba entonces como depósito de cadáveres. María Jesús y yo fuimos a inspeccionar
el local con don Juan y el arquitecto designado por la Diputación, para que lo adaptase.
Años después nos reíamos de la primera impresión: montones de legumbres podridas,
paja por los suelos, incluso algún agujero en el suelo por el que se divisaba el piso
inferior, maletines de urgencias de la pasada guerra, desechados y amontonados... El
arquitecto declaró que “aquello” no servía, y se marchó. Nos quedamos bastante
desanimadas, pues la situación económica era catastrófica y no veíamos aún
posibilidades de construir un edificio. En ese momento, don Juan, con la parquedad de
siempre, sacó en silencio de su bolsillo un papel bastante arrugado, pero que se veía
guardaba como oro en paño. Empezó a alisarlo hasta despertar nuestra curiosidad. Se
trataba de un esquema, hecho por san Josemaría durante el paso de los Pirineos en la
Guerra Civil, en el que esbozaba el proyecto de lo que sería la Universidad de Navarra.
Así nos convenció de lo maravilloso que iba a ser todo, porque siempre contaríamos con
la base de oración que había puesto nuestro queridísimo Padre. No hace falta decir que
se acabaron todos los desánimos e instamos al arquitecto a que hiciese lo imposible,
tomando el consejo que san Josemaría dejó por escrito en Camino: Confía siempre en tu
Dios. —Él no pierde batallas[11]. Así nació la entrañable “Escuela Vieja”, como la
llamaríamos con cierta nostalgia en tiempos de mayores facilidades. Allí tuve mi primer
despacho, las alumnas sus locales para clases, y don Juan su laboratorio de Fisiología.
También los estudiantes de Medicina, tan numerosos que desbordaban la Cámara de
Comptos, tuvieron allí sus primeras aulas. El día 27 de noviembre de 1955 recibimos la
visita y la bendición del nuncio de Su Santidad, monseñor Antoniutti. Don Juan dio un
discurso, que aun siendo breve y sobrio, resaltaba la heroicidad de los primeros alumnos
de Medicina y Enfermería, su disponibilidad y alegría incluso en ese “nuevo” pabellón
en el que, entre otras cosas, habíamos pasado los meses del crudísimo invierno navarro
sin calefacción.

69
Tiempo después, cuando ya había llegado don Eduardo Ortiz de Landázuri a
Pamplona, sustituto de don Juan como decano de la Facultad de Medicina, se vio
conveniente disponer de un lugar donde él pudiera tratar a sus propios pacientes,
dispuestos también a dejarse atender por los estudiantes de Medicina y por nuestras
alumnas de Enfermería como parte de sus prácticas. Por eso recibimos otro pabellón, el
famoso F, y dispusimos de las primeras camas. Poco a poco fuimos amueblándolo y
adecuándolo para el servicio que allí se prestaba. Recuerdo el entusiasmo de don
Eduardo ante la primera silla que llegó al pabellón F, vieja, de metal, con la pintura
desconchada. Un joven colega, el Dr. Asirón, fue el primero en quedarse de guardia por
la noche, durmiendo en un banco, para atender al primer enfermo, único internado del
pabellón. Asirón, que era muy original, tenía por curiosa costumbre probar todos los
medicamentos que recibíamos como muestras antes de administrárselos a los pacientes.
Cuando, a la mañana siguiente de su primera guardia, quisimos compadecerlo por haber
pasado la noche en el banco, nos contestó que había dormido muy bien, pues había
probado una muestra de somnífero... Fue otro de los personajes que, con buen humor y
saber científico, supuso un apoyo inestimable en la primera hora, igual que el Dr. Arroyo
y algunos más.
Carmina, los médicos jóvenes y yo nos alternábamos para hacer las guardias de noche
en el nuevo pabellón, en la sección de mujeres. A esas horas solía venir don Eduardo,
que era un hombre santo y un genio incansable de la Medicina, incapaz de olvidarse de
sus pacientes ni siquiera a altas horas de la noche. A veces lo acompañaba su esposa,
Laurita, que se quedaba con las enfermeras mientras nosotras acompañábamos al jefe en
la visita nocturna. Por esas guardias no cobrábamos nada. En cambio, una se sentía
ampliamente compensada por lo que solía expresar Carmina con mucha frecuencia:
«¡Cuánto estamos aprendiendo!». Algún año después se construyó la primera parte de
los nuevos edificios, la llamada “Escuela Nueva”, y después la primera fase de
“Postgraduados”, que más adelante sería la Clínica Universitaria. Todos aquellos nuevos
avances facilitaban la preparación de las nuevas enfermeras y también la mejora
constante de los profesores. Yo comencé a hacer una tesis sobre el asma de la cobaya,
para lo que viajaba a Barcelona con frecuencia. En aquella ciudad realicé unas prácticas
de obstetricia para poder transmitir esos conocimientos a las alumnas de la Escuela.
Disfruté mucho aquella oportunidad y me encantaba esa especialidad. A la vez, nos
empeñábamos en mejorar el plan de estudios y el modo de trabajar visitando distintas
Escuelas de Enfermeras, como contaré más adelante.
En octubre de 1958 llegó Obdulia Rodríguez, mexicana y dermatóloga, y me sustituyó
en la dirección de la Escuela. Así pude comenzar la especialidad de Ginecología, a la vez
que seguía impartiendo algunas clases en la Escuela. En aquellos primeros años de mi
carrera profesional, la Escuela me había absorbido de tal modo que mi propia formación
médica se estaba quedando atrasada, a pesar de las prácticas esporádicas en Barcelona y
algunas clases de Patología que impartía en Medicina. Mientras me especializaba en
aquella área, tenía bastante trabajo en la residencia Goroabe y viajaba cada semana a San
Sebastián. Tanto en aquella ciudad como posteriormente en Logroño, colaboré con el

70
primer desarrollo de la labor apostólica de la Obra allí. Me emocionaba pensar que podía
ayudar en la misión de expandir el mensaje del Opus Dei a las “merindades”, como
llamábamos con buen humor a esas ciudades cercanas en las que aún no había centro.
A veces recuerdo con emoción anécdotas de los primeros tiempos de la Escuela de
Enfermeras que señalan dos características esenciales de los comienzos de aquella
iniciativa: la falta de medios y nuestro optimismo (sobre todo el de don Juan y el de don
Eduardo, y también el del rector, don Ismael Sánchez Bella). Los años que pasé en la
dirección de la Escuela, desde septiembre de 1954 hasta junio de 1958, dejaron en mí
una profunda huella. San Josemaría siempre nos alentó a vivir aquellos momentos con
ilusión, con la mirada puesta en Dios. No juzgues por la pequeñez de los comienzos:
una vez me hicieron notar que no se distinguen por el tamaño las simientes que darán
hierbas anuales de las que van a producir árboles centenarios[12]. Efectivamente,
tanto en la Escuela de Enfermería como en el resto de Facultades del Estudio General de
Navarra, trabajábamos con la convicción de que aquella empresa valía la pena:
Es necesario que la Universidad forme a los estudiantes en una mentalidad de servicio: servicio a la
sociedad, promoviendo el bien común con su trabajo profesional y con su actuación cívica. Los
universitarios necesitan ser responsables, tener una sana inquietud por los problemas de los demás y un
espíritu generoso que les lleve a enfrentarse con estos problemas, y a procurar encontrar la mejor solución.
Dar al estudiante todo eso es tarea de la Universidad[13].

[1] Javier Echeverría, “Una labor maravillosa”, Prólogo de Enfermeras. Otro modo de ser, otro modo de hacer,
libro conmemorativo de la Escuela de Enfermeras de la Universidad de Navarra, 2016.
[2] Camino, n. 419.
[3] Camino, n. 755.
[4] Cfr. Herranz, Palabras de monseñor Josemaría Escrivá de Balaguer a médicos y enfermos, discurso del 12
junio 1976 en la Universidad de Navarra, Eunsa, Pamplona, 1978, p. 35.
[5] Palabras de san Josemaría, recogidas en Miguel Ángel Monge, San Josemaría y los enfermos, Palabra,
Madrid, 2004.
[6] Íd.
[7] Carta dirigida a san Josemaría el 28 de noviembre de 1954.
[8] Es Cristo que pasa, n. 80.
[9] Camino, n. 973.
[10] Carta dirigida a san Josemaría el 10 de abril de 1955.
[11] Camino, n. 733.
[12] Camino, n. 820.
[13] Conversaciones, n. 74.

71
IX.
LA CERCANÍA DE UN SANTO

DURANTE LOS AÑOS QUE PASÉ COMO DIRECTORA de la Escuela, y durante los siguientes en
Pamplona, en la facultad de Medicina, tuve la oportunidad de coincidir con san
Josemaría en tres ocasiones, y siempre durante aquellos años sentí la cercanía del Padre,
como si viviera en la misma ciudad que él. Desde que pedí ser admitida en el Opus Dei,
entendía bien que los lazos que nos unían a las personas de la Obra eran de cariño
fraterno. Teníamos un mismo Padre, que había recibido un encargo divino y que nos lo
transmitía con fidelidad, abriéndonos un camino divino en la tierra que llegaba al Cielo.
Un camino exigente, pero un camino de Amor, con mayúscula.
Interesa que grabemos a fuego en el alma la certeza de que la invitación a la santidad, dirigida por
Jesucristo a todos los hombres sin excepción, requiere de cada uno que cultive la vida interior, que se
ejercite diariamente en las virtudes cristianas; y no de cualquier manera, ni por encima de lo común, ni
siquiera de un modo excelente: hemos de esforzarnos hasta el heroísmo, en el sentido más fuerte y tajante de
la expresión[1].

Se notaba que san Josemaría vivía ese camino de santidad y su ejemplo movía a los
demás. Para mí, siempre fue un verdadero padre, acogía con ilusión sus noticias y
deseaba poder compartir más tiempo con él. Por eso aquellos encuentros con él durante
los años en que viví en Pamplona, fueron un tesoro para mí.

VIAJE DE ESTUDIOS, PASANDO POR ROMA


En 1955, poco después de haber arrancado nuestra aventura en la Escuela de Enfermeras,
don Juan Jiménez Vargas supo que el Consejo Superior de Investigaciones Científicas
concedía unas becas para colaborar en unos trabajos de Fisiología en Suiza. Me animó a
aprovechar esa beca y hacer un viaje para discutir con un científico de Lausana sobre
unos estudios de investigación que se hacían entonces en su laboratorio de Fisiología
relacionados con el asma. Además, interesaba que también visitara alguna escuela de
Enfermeras para poder compartir experiencias. En aquel viaje de estudios me
acompañaría Lolita Jurado, que había terminado conmigo la carrera en Barcelona y que
más adelante trabajaría también en la Facultad de Medicina del Estudio General de
Navarra, como anestesista con su marido, el profesor de Patología quirúrgica, Juan
Voltas.

72
Don Juan organizó este viaje, añadiendo una parada en Milán, donde había un buen
servicio de Fisiología. En cuanto me comunicó este plan, mi cerebro asoció
inmediatamente ese lugar con Roma: «Milán está a dos pasos de Roma, y en Roma está
el Padre». Por eso, después de pensarlo un poco, le propuse a don Juan la posibilidad de
llegar hasta Roma, donde también podría visitar una escuela de Enfermeras, mucho más
importante que la de Milán. Hoy casi me asombra mi atrevimiento, pero a don Juan le
pareció bien la idea, así que, con su visto bueno, Lolita y yo fuimos a Madrid donde,
después de mucho papeleo y muchas idas y venidas, conseguimos todo lo necesario para
nuestro viaje. Esto se dice rápido, pero nos costó mucho trabajo, y seguramente lo
habríamos dado por imposible de no haber sido por las enormes ganas que teníamos de
visitar la Ciudad Eterna.
Finalmente conseguimos resolver toda la burocracia necesaria y comenzamos nuestro
viaje. Era el mes de julio. En Suiza nos recibieron muy bien. Pudimos hablar con los
responsables del laboratorio de Fisiología y nos dieron toda clase de facilidades sobre
nuestro trabajo de investigación. Luego visitamos algunas escuelas de enfermeras en
Lausana y Zúrich. Me ilusionó mucho estar en ese querido país por motivos
profesionales y no dejaba de pedir a Dios por todos aquellos compatriotas míos que, en
su gran mayoría, no conocían la religión católica. Desde allí Lolita y yo enviamos una
postal a san Josemaría, en la que le pedíamos su bendición desde «aquel país que nos
esperaba». Yo ya soñaba con el momento en que el Opus Dei comenzara su labor
apostólica en ese lugar, para poder transmitir la alegría de la vida cristiana a mucha
gente. Tras nuestras reuniones con aquellos científicos en Lausana, compramos algunos
aparatos que nos había encargado don Juan para su laboratorio y emprendimos la
siguiente fase de nuestro viaje, poniendo rumbo a Italia. Pasamos la noche en la
residencia de estudiantes de Milán, la Viscontea. Me hizo mucha ilusión conocer a
italianas de la Obra. Hicimos los encargos consabidos, conocimos la Escuela de
Enfermeras y después visitamos el Duomo, la hermosísima catedral de Milán. Por la
tarde salimos para Roma.
El viaje se me hizo eterno, creo que por las inmensas ganas que tenía de llegar a la
ciudad de san Pedro. Estaba muy contenta, pensando en que, además de haber recibido
un nuevo impulso profesional, iba a conocer la casa en la que vivía san Josemaría. En
realidad, habíamos oído hablar mucho de ella. Marisa, que había vivido ahí algún
tiempo, mostraba planos y fotografías, por lo que enseguida, al doblar el taxi la esquina
de la calle Bruno Buozzi en que está situada la sede central de la Obra, Villa Tevere,
reconocí la puerta de Villa Sacchetti y el torreón de la Procura, dos de los edificios de
esa casa.
Al día siguiente, visitamos la Escuela de Enfermeras de Roma, donde pudimos
intercambiar ideas sobre el plan de estudios, la organización de las prácticas…
Aprovechamos algunas sugerencias para implementar en nuestra Escuela de Pamplona,
aunque después de nuestras visitas a aquellas escuelas en Suiza y en Italia, seguíamos
pensando, sin demasiada modestia, que la nuestra era la mejor, a pesar de nuestros
comienzos llenos de dudas y preguntas. A la hora de comer tuve la inmensa suerte de ir a

73
Castelgandolfo con María José Monterde —una aragonesa que trabajaba entonces en la
Asesoría Central[2], el órgano directivo central para las mujeres de la Obra—y con la
hermana de san Josemaría, a quien todos en la Obra llamamos tía Carmen. Siempre he
sentido profundo cariño y agradecimiento por ella, pues fue una ayuda extraordinaria
para nuestro Padre en los primeros años del Opus Dei, renunciando a toda clase de
planes personales. De “la Abuela” (así llamamos a la madre de san Josemaría) y de Tía
Carmen aprendimos mucho del cuidado y las delicadezas de madre y hermana mayor
que tanto contribuyen al hogar de familia. Yo me sentía feliz de conocer a Carmen y de
poder charlar con ella. Un detalle que recuerdo de esa ocasión es que la hermana de san
Josemaría lucía al cuello, ostensiblemente, un pañuelo que le había traído de regalo
desde Suiza. Yo llevaba sobre las rodillas una gran bandeja de pasteles que Tía Carmen
había comprado para sus “sobrinas”, y que fue acogida con júbilo cuando llegamos a
Villa delle Rose. Comimos y tuvimos un estupendo rato de conversación en el jardín,
con la vista maravillosa del tramonto que volvía de un rojo muy especial las aguas del
lago de Albano. Fue una tarde entrañable.
Recuerdo que cuando, en 1957, recibí la noticia del fallecimiento de Tía Carmen, sentí
mucho su pérdida. En seguida escribí a san Josemaría, para compartir en algo su pena:
Casi no sé de qué hablarle en esta carta, porque sé que la pluma se me irá a lo mismo: tía Carmen. Me
pregunto qué pasa con estas cosas, que incluso las que casi no le conocíamos, notamos el gran vacío que ha
dejado su marcha. A mí me pasa con tía Carmen lo que casi con ninguna otra persona, estoy convencida de
que me quería horrores[3].

Y con el recuerdo de aquel día que pasé con ella en Castelgandolfo, a la pena se unía una
gran paz, pues sabía que aquella mujer piadosa y entregada no había hecho más que
ganarse el favor de Dios a lo largo de su vida, y que ahora me querría y cuidaría desde el
Cielo.
Volviendo a aquel día en Villa delle Rose, recuerdo que me pesaba un poco no haber
podido ver al Padre todavía, y aunque no dudaba de que tendría esa posibilidad, mi
impaciencia crecía por momentos. Sin embargo, el Padre estuvo pendiente de que me
enseñaran Roma y, sobre todo, de que me acompañaran a visitar la Basílica de San
Pedro, el corazón de la Iglesia, antes de que regresara a España. Había escuchado contar
que cuando el Padre llegó por primera vez a Roma pasó la noche en vela, rezando por el
Papa, cuyas habitaciones alcanzaba a ver desde el apartamento donde se alojaba. De él
aprendí a querer mucho al Papa y a ver en la Iglesia el Cuerpo de Cristo. Católico,
Apostólico, ¡Romano! —Me gusta que seas muy romano. Y que tengas deseos de
hacer tu “romería”, “videre Petrum”, para ver a Pedro[4], había escrito en Camino.
Agradecí enormemente aquella invitación y lo siguiente que hice fue ir “a visitar a
Pedro”. Al regresar de mi paseo, tuve la alegría de descubrir el burrito de hierro forjado
que yo había traído de Suiza para el Padre en su despacho.
Finalmente, a la mañana siguiente, me dijeron que el Padre quería verme. En ese
encuentro estaba también Catherine Bardinet, la primera francesa de la Obra, que haría
conmigo el viaje de regreso a España, desde donde marcharía a Portugal para realizar
algunos encargos del Padre. Lolita, mi compañera, no pudo estar en aquel encuentro

74
porque había tenido que marcharse antes. Me llamó la atención el tiempo y el derroche
de cariño que me dedicó el Padre en aquel encuentro. Volví a comprobar, como ya lo
había experimentado al encargarme de la Escuela de Enfermeras, la enorme confianza
que tenía en sus hijos, pues trató con las directoras de la Asesoría Central temas
importantes delante de mí, aunque no eran de mi competencia. Esto me conmovió en
aquel momento, y había de sentir la misma confianza innumerables veces en lo sucesivo.
Me preguntó muchas cosas sobre la Escuela de Enfermeras. Se veía que estaba
ilusionadísimo con esa labor. Se alegró mucho cuando le conté que un grupo de alumnas
acababan de asistir a un curso de retiro.
El Padre no estaba pendiente tan solo de las cosas que podían parecer de mayor
relevancia, como podía ser el funcionamiento de la Escuela de Enfermeras, sino que se
mostraba cercano, preocupándose también de los pequeños detalles de la vida ordinaria
de sus hijos e hijas. Así, por ejemplo, en ese momento me impresionó la delicadeza y
rapidez con la que me pidió que ayudara a Catherine, que tenía que llevar algunas cosas
de bastante peso a España, repartiéndonos el equipaje. También me recomendó que
recordara a Catherine echar unas cartas en cuanto llegáramos a Barcelona. Por último,
recuerdo que pidió en tono festivo que nos hicieran unos buenos bocadillos para el tren,
y que nos dieran alguna bebida, pero no solo agua, también un poco de vino. Ningún
detalle le parecía excesivo para mostrar el cariño a sus hijos. Recuerdo que, un año
después, me envió un ejemplar de Camino traducido al italiano, pues lo acababan de
publicar en aquella lengua y sabía que me haría ilusión poderlo leer en el idioma de mi
familia. Al final, el Padre me dio la bendición. Después me entregaron de su parte, para
que guardara como recuerdo, un gran clavo que había sido utilizado durante los trabajos
de construcción de Villa Tevere. Era un recuerdo de aquella casa, construida con tanto
gusto y cariño, así como con esfuerzo y sacrificio, y que, como solía decir san Josemaría,
era una casa cuyos muros parecen de piedra y son de amor. El día antes de nuestra
marcha, Catherine y yo volvimos a ver al Padre, que nos dio la bendición de viaje. Sus
últimas palabras fueron de ánimo para la labor que llevábamos entre manos. No se le
ocultaba que la tarea no era fácil, y le “ocupaba”[5] un poco que sus hijas lo pasaran
mal. Puedo transcribir esas últimas palabras suyas con exactitud porque alguna que
estaba allí, con mucho cariño, las había escrito al terminar la entrevista y me las entregó:
Siempre seguras, serenas, optimistas. Todo se supera. No hay más que poner rectitud
de intención y ser fieles. Todo se supera.
Así que nos despedimos del Padre y de Roma llenas de fe y de alegría, dispuestas a
regresar a nuestras ocupaciones y encargos con una renovada ilusión y confianza en
Dios.

UN CURSO EN ROMA
Un año más tarde, en 1956, tuve de nuevo la dicha de ver a san Josemaría en Roma.
Quería que fuésemos a la Ciudad Eterna para “romanizarnos”, para universalizar nuestro
horizonte con corazón católico, pero también para tenernos a su lado y brindarnos unos

75
días de formación más profunda. Aquella era la primera vez que se organizaban unas
semanas de formación teológica y espiritual, que incluían descanso del trabajo habitual,
en Roma, junto al Padre. Me alegré mucho de tener esa suerte, también porque siempre
me parecía ir a la zaga de quienes habían nacido en familias católicas. Me ilusionaba,
por eso, pasar unos días en el corazón de la Iglesia Católica cerca del Santo Padre. Pensé
que esa era la causa de que me tocara a mí y lo agradecí mucho.
Durante aquellos días tuvimos la oportunidad de ver a san Josemaría todos los días y
recibir de él varias clases y sesiones sobre aspectos del espíritu del Opus Dei. Con su voz
fuerte y clara transmitía fuego sobrenatural y amor de Dios. Recuerdo especialmente su
acento vibrante cuando nos hablaba de caridad y de no pararnos en detalles sin
importancia que pudieran separarnos de las demás. Casi siempre daba las clases o
charlas de pie, incluso paseando por la sala en donde estábamos reunidos. Transmitía tal
convicción que invitaba y atraía a vivir una entrega sin condiciones a Dios. Otro de sus
temas favoritos en aquellas clases era el de la humildad y la docilidad. En muchas
ocasiones nos explicaba con imágenes sugerentes la fecundidad que tendría nuestra vida
si nos dejábamos guiar por Dios y si trabajábamos con amor y confianza allí donde
estuviéramos, aunque nos pareciera un trabajo pequeño y sin importancia: Que seáis
como esos grandes brillantes, que se quedan donde los colocan, sin protestar, sin
soberbia.
Aún considero aquellas clases como un verdadero tesoro para mi vida. Le doy muchas
gracias a Dios de haber podido recibir aquella formación directamente del fundador.
Ahora que ha sido canonizado y que la Iglesia presenta su vida y sus enseñanzas como
un ejemplo para la vida de cualquier cristiano, me doy más cuenta de que en aquellas
clases nos confiaba los asuntos propios de su oración, aquellos modos de acercarse a
Dios que él mismo vivía y de los que comprobaba su eficacia. Por supuesto no
perdíamos ninguna oportunidad de preguntarle nuestras dudas, pues queríamos
formarnos cada vez mejor para poder ser muy fieles al espíritu que nos transmitía. Y
¿cómo adquiriré “nuestra formación”, y cómo conservaré “nuestro espíritu”? [6].
Ahora puedo decir que aprendí de él a acudir siempre al Sagrario con confianza.
Durante esa estancia en Roma, san Josemaría nos explicó detalles de las obras de Villa
Tevere, que estaba en construcción en ese momento, detalles decorativos que se tenían
en cuenta, los jardines... En el Vicolo degli archi —un callejón en el jardín de la Villa
que termina en una pequeña plazuela— el Padre nos enseñó, escritos sobre el murallón,
los nombres de sus primeros hijos de cada país que habían estado en el Colegio Romano
de la Santa Cruz (centro internacional erigido el 29 de junio de 1948 por san Josemaría,
donde fieles del Opus Dei, provenientes de todas partes del mundo, realizan estudios
universitarios de Filosofía, Teología o Derecho Canónico). Más adelante haría lo mismo
en la terraza de Villa delle Rose, sede del Colegio Romano de Santa María (centro de
estudios internacional erigido por san Josemaría el 12 de diciembre de 1953, con el
objetivo de mejorar la formación espiritual, teológica y apostólica de mujeres
procedentes de todo el mundo). Cada uno de estos nombres se llama victor. Encabeza los
del Vicolo el de don Álvaro. Allí, junto a esos victores, en una imagen de la Virgen se

76
podía leer la jaculatoria Cor Mariae dulcissimum, iter para tutum [“Corazón dulcísimo
de María, prepáranos un camino seguro”], una invocación confiada y filial con la que san
Josemaría acudía a la Virgen en aquellos años en petición de un adecuado cauce jurídico
para el Opus Dei. Recé aquella jaculatoria con fe durante muchos años, hasta que la Obra
obtuvo por fin ese traje a la medida —la solución jurídica definitiva como prelatura
personal— que nuestro Padre vería hecha realidad ya desde el Cielo.
Recuerdo también otros pormenores de aquellos días en Roma que, aun siendo
pequeñísimos, no se me han borrado de la memoria. En una ocasión, mientras bajaba con
otra por una escalera, mi acompañante tropezó y fue a rodar a los pies del Padre, que
estaba abajo. Pasado el susto, y después de asegurarse de que no le había ocurrido nada,
san Josemaría nos aconsejó agarrarnos siempre al pasamanos al bajar una escalera.
Aunque hayan pasado muchos años, siempre tengo en cuenta aquel consejo. En esa
ocasión, el Padre refiriéndose a mí, dijo: Esta hija mía acaba de dar un discurso muy
bueno en la Universidad de Navarra. Ella no puede ponerse orgullosa, pero yo sí,
porque soy su Padre. Se refería a la inauguración del curso académico de ese año, en
que yo había tenido que dar la lección inaugural. No sé si los asistentes compartirían la
opinión del Padre, pues el tema de la conferencia —los mecanismos de defensa del
aparato respiratorio— no debía ser muy atractivo para la mayoría, sobre todo para los
que no eran médicos. Otro detalle simpático fue la foto que nos hicimos las primeras de
la Obra de ocho países: Alemania, Argentina, Estados Unidos, Francia, Italia, México,
Paraguay y Suiza. Impresionaba pensar que en tan poco tiempo la gracia de la llamada a
hacer el Opus Dei hubiera “alcanzado” sitios tan distintos del planeta. Aquella fotografía
llevaba a dar muchas gracias a Dios.
Sus últimas palabras, antes de despedirse al terminar ese curso de formación intensa,
fueron: Fieles, vale la pena. Rezad mucho por mí, para que sea bueno y fiel. Solía
repetir esa frase del Evangelio recordando el afecto del Señor hacia el hombre que ha
sabido servirle en la vida y a quien premia con el gozo eterno. Precisamente la alabanza
que está recogida en el Evangelio de San Mateo, 25, 21-23. «Muy bien, siervo bueno y
fiel; como has sido fiel en lo poco, yo te confiaré lo mucho: entra en la alegría de tu
señor», es la que la Iglesia Católica emplea en la fórmula de canonización.

SAN JOSEMARÍA EN PAMPLONA


Al dejar la dirección de la Escuela de Enfermeras me involucré más en la Facultad de
Medicina. En ese momento en que tanto la una como la otra crecían y se podía intuir su
proyección, compartía mi alegría e ilusión con el Padre escribiéndole con frecuencia,
haciéndole partícipe de los avances e historias más o menos significativas.
Continúa viento en popa el nuevo pabellón de Medicina. Me encantaría que pudiera verlo, sobre todo los
sábados cuando hay sesión clínica con los médicos de los pueblos. Por la mañana se comentan casos clínicos.
[…] Por la tarde Ortiz de Landázuri explica cosas a los médicos y van viendo juntos a los enfermos. […] Es el
día que todos acabamos rendidos, pero con una acción de gracias muy profunda en el alma. Quien ha visto
comenzar esto…[7]

77
Y como si el Padre no fuera a captar mis indirectas, a veces le manifestaba con total
claridad aquellas ganas que tenía de que pudiera visitar el Estudio General en Pamplona:
Cómo me gustaría que pudiera ver usted Pamplona por un agujerito. O mejor, venir aquí y estar con sus hijos
al menos unos días. Nos habíamos hecho la ilusión de que vendría por aquí a su vuelta de Londres, pero
nada... Pero es que le gustaría muchísimo ver el ambiente del Estudio General. Llueven solicitudes de
matrículas, peticiones de plazas, visitas de futuros alumnos con sus padres[8].

Llegó el año 1960, año en que se cumplían diez años desde mi bautismo. Eran pocos,
pero me consideraba la mujer más feliz del mundo, y así se lo conté a san Josemaría en
una nueva carta:
Mañana, día del Corazón de María, hace diez años que me bautizaron. Desde entonces, pasara lo que pasara,
no he dejado un solo día de agradecer al Señor el haberme traído de tan lejos y haberme hecho conocer la
Obra[9].

Lo que no esperaba entonces era que pocos meses después, por fin, el Padre tendría la
oportunidad de visitar Pamplona. ¡Qué alegría al recibir la noticia! El Estudio General de
Navarra había sido elevado por Juan XXIII a rango de Universidad de la Iglesia en 1960
y el Padre vendría para la celebración de ese hito tan especial. Recuerdo bien aquel
evento, aunque he de reconocer que lo que más me emocionó fue la asistencia de san
Josemaría, que en esa época residía establemente en Roma y no solía hacer demasiados
viajes.
La celebración de la erección de la Universidad de Navarra, en octubre de 1960, fue
particularmente brillante, con presencia de multitud de autoridades civiles y religiosas.
La ciudad se unió a la alegría y engalanó sus balcones con banderas y las calles con
arcos decorativos. Por las calles se oían la música y las canciones de las tunas de
estudiantes, y los chistularis navarros (el chistulari es un músico que interpreta, con el
chistu y el tamboril, la música de una danza vasca). Se cerraron las tiendas. Cuando llegó
el nuncio de Su Santidad, monseñor Antoniutti, empezaron a repicar las campanas, a la
vez que se lanzaron cohetes para darle la bienvenida. Los días previos pasé mucho
tiempo al teléfono, buscando alojamiento para los que venían de toda España. Más de
quinientas familias de Pamplona pusieron camas a disposición, y en todos los pueblos
cercanos los hoteles habían colmado su cupo de plazas. El acto académico tuvo lugar en
el Refectorio de la Catedral, preparado para la ocasión. La celebración comenzó con un
desfile del cortejo académico, más elegante que nunca, que salía desde el Museo
diocesano, sede de varias facultades, hacia la Catedral. Los profesores llevábamos los
trajes académicos, muy elegantes, con mucetas de distintos colores según la facultad a la
que pertenecíamos. La mía, de Medicina, de color amarillo. Habíamos estrenado esos
trajes en la apertura del curso 1956-57. A san Josemaría le gustaba cuidar los detalles
que realzaban el ambiente académico. En la Catedral, el señor arzobispo de Pamplona
celebró la Misa del Espíritu Santo. San Josemaría estaba en primera fila. Habían pasado
cuatro años desde la última vez en que había podido estar junto a él, por lo que traté de
acercarme lo más posible. Me animaba a buscar su cercanía tanto el cariño filial como la
convicción de estar junto a un hombre de gran santidad. Me sentía en el Cielo rezando a

78
su lado. Me impresionó su recogimiento durante la Misa y durante el rato que pasó en
acción de gracias tras la celebración de la Eucaristía.
Pasamos luego al antiguo Refectorio, donde se había colocado un estrado para la
celebración académica. Abrió el acto el nuncio de Su Santidad, que leyó tres decretos de
la Santa Sede por los que se erigía el Estudio General en Universidad, se nombraba a san
Josemaría gran canciller de la Universidad y se confirmaba al profesor José María
Albareda como rector. También durante la solemne declaración oficial tuve la suerte de
estar muy cerca del Padre, a algunas filas de distancia, como se ve en varias fotos de
esos momentos. Después habló el Padre, ya como gran canciller:
Permitidme unas palabras, pocas, pero muy sentidas, de acción de gracias. Vayan las primeras dirigidas a la
muy amada Persona del Romano Pontífice, a quien, en este primer acto académico de la nueva Universidad,
rendimos homenaje de filial adhesión y expresamos nuestro emocionado reconocimiento, por habernos
confiado una tarea de la que nuestra Madre la Santa Iglesia espera óptimos y abundantes frutos.

Su discurso dejaba entrever un profundo agradecimiento a Dios y la humildad de quien


se sabe simple instrumento en sus manos. Se le veía muy contento, a la vez que
recogido. Algunos de los que estábamos allí habíamos sido testigos directos de su honda
confianza en Dios y en el trabajo de cada uno de sus hijos. Sabíamos que teníamos que
esforzarnos y no dejar de poner ningún medio humano para que la Universidad se
consolidara, pero como había enseñado siempre el Padre:
Sirve a tu Dios con rectitud, sele fiel... y no te preocupes de nada: porque es una gran verdad que «si buscas
el reino de Dios y su justicia, Él te dará lo demás —lo material, los medios— por añadidura»[10].

Al finalizar el acto académico, el nuncio de Su Santidad iba a bendecir la primera piedra


del campus universitario, por lo que nos desplazamos a un solar a las afueras de
Pamplona, donde se había previsto que se construyera el primer edificio de la
Universidad. A pesar del chirimiri—esa lluvia menuda que te empapa sin que te des
cuenta—, había muchísima gente y, allí, monseñor Antoniutti bendijo aquella primera
piedra simbólica sobre la que se cimentaría una labor de años. Por supuesto no quise
dejar pasar esa otra oportunidad de estar materialmente cerca del Padre y de disfrutar de
su presencia. Por primera vez pude observar de cerca los detalles de delicadeza de don
Álvaro del Portillo con respecto al Padre, y cómo este lo buscaba cuando la multitud lo
hacía quedarse un poco rezagado. También me emocionaba el gesto de cariño y respeto
de quienes lograban acercarse al Padre.
Ese mismo día, san Josemaría fue nombrado Hijo Adoptivo de Pamplona en una
ceremonia en el Ayuntamiento. El Padre, gran canciller de la Universidad, expresó el
papel de aquella institución:
Queremos hacer de Navarra un foco cultural de primer orden al servicio de nuestra Madre la Iglesia.
Queremos que aquí se formen hombres doctos con sentido cristiano de la vida. Queremos que en este
ambiente, propicio para la reflexión serena, se cultive la ciencia enraizada en los más sólidos principios y
que su luz se proyecte por todos los caminos del saber[11].

Sin querer perderme nada, logré subir con algunas amigas a un piso de vecinos que
estaba justo enfrente del balcón del ayuntamiento, y desde ahí, por una vez,

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manifestamos públicamente nuestro cariño, aplaudiendo y gritando ¡Viva el Padre!
Nuestro Padre, que estaba en el balcón del ayuntamiento, dijo con voz fuerte: ¡Viva el
Papa! ¡Viva el Nuncio! Lo entendimos y repetimos los mismos “vivas”. Siempre me
impresionaron el cariño y la veneración de nuestro Padre por el Romano Pontífice sea
quien sea, solía repetir, pues lo importante era que representaba en esta tierra a
Jesucristo; era il dolce Cristo in terra, como lo llamaba siguiendo a santa Catalina de
Siena; el Vicecristo. Al día siguiente, celebró la Santa Misa en la catedral de Pamplona,
pero en esa ocasión no pude asistir. Su breve estancia en Pamplona dejó, en todos los
que allí trabajábamos, una huella profunda.
Al poco tiempo tuve la oportunidad de trasladarme a Francia unos meses para realizar
una estancia de investigación. Allí viví en una residencia universitaria y pude ayudar en
algo con el trabajo que hacían las personas de la Obra. Me impresionó mucho ver la
labor que se llevaba a cabo. Así como en España las residentes y las estudiantes de la
Universidad eran en su mayoría católicas, la cosmopolita ciudad de París ofrecía otro
marco para la residencia Rouvray. Vivían allí chicas de otras confesiones cristianas o de
otras religiones. Durante mi estancia en la capital francesa, viajé a Inglaterra para
acompañar a mi hermana, que se iba a someter allí a un tratamiento médico. Me quedé
con ella durante su recuperación y regresamos juntas a París. Mi padre fue a nuestro
encuentro y visitó la residencia. Escribí al Padre contándole tanto mis impresiones como
las de mi padre:
Padre, ¡cómo me gusta este espíritu amplio y comprensivo de la Obra! En este momento tenemos en Rouvray
una sueca protestante, dos persas musulmanas y una yugoslava ortodoxa. Mi padre se quedó boquiabierto
cuando le conté esto y casi no lo quería creer. Desde entonces tiene mucha más simpatía a la Obra. Lento,
pero seguro, creo que se va acercando a la Iglesia[12].

Tiempo después de mi paso por el país galo, tuve la gran alegría de descubrir que pronto
comenzaría el primer centro del Opus Dei en Suiza. Soñaba con que mis compatriotas
volvieran a descubrir a Dios mediante las personas que se trasladarían allí. Le escribí en
seguida a san Josemaría, diciéndole que me haría mucha ilusión mudarme a mi país de
origen en cuanto hubiera un centro allí. Sin embargo, con esa misma espontaneidad,
también le explicaba que, allí donde estuviera, estaría bien:
En todo caso, para mí la felicidad es ser de la Obra, pase lo que pase, y siempre seré feliz donde esté, en el
Estudio General, en Suiza… o en la cocina de la Estila. Esto se lo digo de corazón[13].

Por supuesto, nada me llevaba a pensar que tendría otras opciones. Cuando a finales de
1962 apareció la invitación de trasladarme a Roma, aunque dejaría la Universidad en la
que había puesto tanta ilusión, me alegró el pensar que trabajaría muy cerca del fundador
del Opus Dei.
Cuando dejé Pamplona, a finales de 1962, perdí un poco el contacto con Navarra.
Pero, aún hoy, no faltan las ocasiones para ponerme al corriente de todo lo que ocurre en
la Clínica o para notar algún detalle de cariño. Me siguen llegando todos los escritos que
se refieren a reuniones profesionales y Congresos, así como felicitaciones de Navidad de

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parte del equipo directivo de la Escuela de Enfermeras. Incluso de vez en cuando recibo
mensajes de alumnas, como esas de la promoción del año 75 —a quienes no he conocido
personalmente— que me enviaron una preciosa beca de honor en su XXV aniversario.
Me conmovió aquel gesto de agradecimiento hacia alguien que no conocían, pero que
sabían que había estado en los primeros momentos de la Escuela. En el mes de mayo de
2001 tuve ocasión de viajar hasta allí. Me dio una alegría inmensa ver cómo se ha ido
desarrollando todo: la Facultad de Medicina y de Enfermería (pues también la Escuela
de Enfermeras tiene ahora carácter universitario), la Clínica Universitaria, y el servicio
prestado a miles de pacientes y alumnos. A ojos humanos, los inicios de aquello habían
estado llenos de contrariedades, faltas de experiencia y dificultades; mientras que
viéndolo con ojos de fe, como aprendí de san Josemaría, esos esfuerzos fueron los
primeros pasos de una maravillosa labor que Dios haría fructificar.
«In te, Domine, speravi»: en ti, Señor, esperé. —Y puse, con los medios humanos, mi oración y mi cruz. —Y
mi esperanza no fue vana, ni jamás lo será: «non confundar in æternum!»[14]

Al dejar Pamplona, esas palabras del Padre en Camino resonaban con convicción en mi
alma.

[1] Amigos de Dios, n. 3.


[2] En el gobierno del Opus Dei, de naturaleza colegial, el prelado cuenta con la colaboración de un consejo de
mujeres, la Asesoría Central, y otro de hombres, el Consejo general. Ambos tienen su sede en Roma.
[3] Carta dirigida a san Josemaría el 23 de junio de 1957.
[4] Camino, n. 520.
[5] A san Josemaría no le gustaba el verbo “preocupar”, porque decía que quien se sabe en las manos de Dios
nunca tiene preocupaciones.
[6] Camino, n. 377.
[7] Carta dirigida a san Josemaría en febrero de 1959.
[8] Carta dirigida a san Josemaría en septiembre de 1959.
[9] Carta dirigida a san Josemaría el 21 de agosto de 1960.
[10] Camino, n. 472.
[11] Discurso del 25-X-1960. Pamplona. Nuestro Tiempo, n. 78, 1960.
[12] Carta dirigida a san Josemaría el 9 de abril de 1961.
[13] Carta dirigida a san Josemaría el 2 de noviembre de 1962.
[14] Camino, n. 95.

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X.
A ROMA “DEFINITIVAMENTE”

COMO DECÍA, EN EL AÑO 1962, yo no sospechaba que volvería a Roma, y para


“quedarme”. Siempre había pensado que quienes estábamos en la Universidad de
Navarra permaneceríamos mucho tiempo, puesto que en aquellos primeros años parecía
vital aprovechar bien la experiencia y la formación profesional que habíamos ido
adquiriendo los pocos profesores que allí enseñábamos. Efectivamente, para algunas
personas, como por ejemplo Ángela Mouriz, así ha sido. Me veía en la Escuela de
Enfermería por mucho tiempo. Pero como la vida en el Opus Dei está llena de aventuras,
y como san Josemaría dirigía la Obra con mucha flexibilidad para ir adaptando sus
planes a lo que el Señor esperaba de él en cada momento, con la misma confianza con la
que me propusieron arrancar la Escuela de Enfermeras, a finales de 1962 me preguntaron
si querría trasladarme a Roma.
En diciembre de ese año se supo que estaba a punto de empezar el Colegio Romano de
Santa María en Villa delle Rose, un centro internacional en Castelgandolfo. En esas
Navidades, se me ocurrió pensar que, como regalo de Reyes Magos, desearía ir a Roma.
Un día, en torno a la Navidad, estaba trabajando en la Universidad y recibí una llamada
telefónica de mi casa. Sin saber por qué razón, se me ocurrió pensar que estaba a punto
de ocurrir algo grande en mi vida. Cuando llegué a Goroabe supe que el Padre deseaba
que fuese a Roma. Empezaba la segunda fase del Colegio Romano de Santa María, y se
necesitaban profesoras y gente de muchas nacionalidades. La sorpresa y la alegría fueron
tales, que, en contra de mi costumbre, me quedé muda. Suele suceder que, cuando uno
deja atrás un sitio donde ha vivido bastante tiempo,siente un poco de pena, pero yo en
ese momento lo que sentía era una inmensa alegría. Al cabo de unas horas la emoción se
calmó y el tono de voz en que expresé mi felicidad tranquilizó a todas.
Pronto comuniqué mi decisión a don Eduardo, decano de la Facultad de Medicina y
director de la Clínica de Postgraduados. Él no se alegró tanto como yo, porque le costaba
perder médicos asistentes, especialmente aquellos a quien él mismo había formado. Sin
embargo, enseguida me felicitó por mi suerte de poder trabajar junto al Padre y
pronunció una frase castiza que aún no se me ha olvidado: «Donde hay patrón, no manda
marinero». Poco a poco fui conociendo en qué consistiría mi nueva tarea: ejercería como
médico y daría clases en el Colegio Romano. La actividad de este centro había

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comenzado ya unos años antes en Villa Sacchetti, el centro desde el que se atendía la
casa en que vivía san Josemaría. Sin embargo, el Padre deseaba que más gente de todos
los países donde el Opus Dei estaba desarrollándose fuera a Roma, cerca del Santo
Padre, a formarse bien en Teología y a empaparse del espíritu del Opus Dei. Villa delle
Rose era una casa grande en Castelgandolfo, no lejos de la Villa Pontificia. Nuestro
Padre estaba ilusionadísimo con ese centro, y dio personalmente toda clase de
indicaciones para que resultase un hogar adecuado para gente joven. Así, por ejemplo,
recuerdo que sugirió cambiar los cuadros de una de las zonas, la galleria romana, que
representaban unas marinas —estupendas pero un tanto tristonas—, y sugirió
reemplazarlas por unas vistas de Roma bellísimas. También propuso sustituir el color
oscuro de las puertas por unos tonos pastel mucho más alegres y luminosos.
Antes de salir de España, comentando mi suerte con alguien, dije que lo único que me
inquietaba un poco era si sabría trabajar bien junto al Padre. Aquella persona me animó a
que hiciera siempre lo que Dios me pedía con confianza y por amor, muy unida a nuestro
Padre. De eso, me explicó, dependía en gran parte la eficacia de nuestro servicio a la
Iglesia. Nuestro Padre había escrito ya en Camino un consejo que fue una ayuda
siempre:
Sé instrumento: de oro o de acero, de platino o de hierro..., grande o chico, delicado o tosco...

—Todos son útiles: cada uno tiene su misión propia. Como en lo material: ¿quién se atreverá a decir que
es menos útil el serrucho del carpintero que las pinzas del cirujano?
—Tu deber es ser instrumento[1].

San Josemaría siempre me enseñó que cada trabajo bien hecho, por pequeño que pudiera
parecer, era obra gratísima ante Dios si se hacía con amor, y además se convertía en
servicio a los hombres y a la Iglesia.
Después de despedirme de mis padres, que entonces vivían en Huelva, emprendí el
viaje hacia Roma en tren desde Madrid. Me habían sugerido que procurase llevar
algunos libros de Medicina, que seguramente me servirían para mi nuevo trabajo. En
Barcelona se sumaron al viaje María Rosa Crooke, de Bilbao, que iba a ser alumna del
Colegio Romano, y Pilu de la Herrán, que trabajaría en Villa Sacchetti. Las catalanas
habían conseguido toda una serie de enseres para la nueva casa: mantas, sábanas, toallas,
una batería de cocina... Una vez empaquetado todo para el viaje, terminamos cargando
con catorce maletones enormes, que en el tren tuvimos que repartir por varios
compartimentos, con la condescendencia y las bromas amables de los demás viajeros.
Nos sentíamos las tres tan felices que no nos arredramos, ni siquiera al acercarse la
aduana francesa. Probablemente allí nos pondrían alguna pega sobre nuestro equipaje o
nos harían pagar alguna tasa para la que no contábamos con ningún dinero. No recuerdo
a quién nos encomendamos, si a los Ángeles Custodios o a Isidoro Zorzano, pero lo
cierto es que no nos hicieron abrir las maletas.
Llegamos a Roma por la mañana. Enseguida nos dijeron que el Padre quería
saludarnos y darnos la bienvenida. A nuestro trío se había añadido Joan MacIntosh, que
venía de Estados Unidos para ser profesora, como yo. Era una de las primeras mujeres

83
norteamericanas que habían pedido la admisión en la Obra y sería, de ahí en adelante, mi
compañera de aventuras, ya que las demás profesoras —Carmen Ramos, Catherine, la
mexicana Marta Zamorano y Cuqui (Francisca) Rodríguez Quiroga— se encargarían de
la dirección del centro. El Padre nos recibió en una sala de sesiones y nos explicó cuál
era la finalidad del Colegio Romano. Tenía la ilusión de que todas sus hijas estudiasen a
fondo la Teología, de modo que, con el tiempo, tuviesen tanta formación como la de un
buen sacerdote. Dentro de la seriedad con la que nos habló sobre la exigencia e
importancia de este proyecto, hizo también algunos comentarios simpáticos, llenos de
humor, que nos hicieron reír. Recuerdo haber captado la exigencia de lo que comenzaba
a ser nuestro nuevo encargo, a la vez que aquello me hacía más consciente de que Dios
me permitía ayudar a san Josemaría, siguiendo de cerca uno de los proyectos por los que
él había rezado tanto. Aunque nos esperaba un trabajo intenso, aquello solo me parecía
un motivo de alegría.
A los pocos días de nuestra llegada, el Padre quiso verme de nuevo. Me explicó, casi
como disculpándose, que en lugar de vivir en Villa Sacchetti, como estaba previsto en un
principio, lo haría en Villa delle Rose, puesto que impartiría allí mis clases como
profesora. Aquella flexibilidad que tenía el Padre para adaptarse a cada situación
teniendo en cuenta lo esencial me hizo recordar una frase que él decía y que pienso que
es un reflejo de su modo de vivir: La santidad tiene la flexibilidad de los músculos
sueltos[2]. En aquel encuentro, estaba presente también don José Luis Pastor, un
sacerdote que era médico y al que el Padre había pedido que asistiera para añadir lo que
considerara oportuno respecto al siguiente tema que quería trabajar conmigo: el material
que necesitaría para mi servicio médico. El Padre me entregó una octavilla y un
bolígrafo y me dictó personalmente todo lo que había pensado que podría necesitar para
los reconocimientos médicos: una báscula, una cinta métrica, un depresor de lengua, un
aparato de tensión, un fonendoscopio, un martillo de reflejos, un espejo frontal, un
espéculo auricular... Tras completar la lista con lo sugerido por don José Luis y por mí,
me recomendó salir cuanto antes para adquirir esos instrumentos y tener todo listo lo
antes posible. También por indicación de san Josemaría, don José Luis me había dejado
un modelo de ficha médica para que yo confeccionara las mías. El Padre insistió además
en que consiguiera libros para tener una biblioteca médica básica. Así, pedí ayuda a
personas de distintos países y enseguida comenzaron a llegar libros de lugares muy
distintos. Me fue muy útil sobre todo un grueso tratado de Medicina General que me
envió Ana Sastre, una médico autora de una conocida biografía de san Josemaría, con
quien también había coincidido en Pamplona.
Enseguida comprobé con alegría que, a pesar de vivir en Castelgandolfo, tenía ocasión
de ir a Roma al menos una vez a la semana, pues siempre había alguna enferma que
atender o que acompañar al especialista. Así pues, veía al Padre con bastante frecuencia.
De vez en cuando, me llamaba para preguntarme algo sobre alguna de las personas de la
Obra que estaba enferma. Aquellas preguntas evidenciaban su carácter paternal. El Padre
se preocupaba mucho si el pronóstico de alguna de sus hijas era serio. Se estaban
terminando entonces las obras de Villa delle Rose, y él solía venir para seguir de cerca el

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avance de los trabajos, dar directrices, indicar alguna modificación, etc. Trataba siempre
con cariño a los obreros, que se alegraban mucho de verle, aunque les exigiera
seriamente en su trabajo. Se interesaba por sus familias, por su salud... Me atrevo a decir
que dejó una huella en cada una de ellos. Aparte de muy buen gusto, el Padre tenía
mucho talento —y también experiencia— para las instalaciones, por lo que no me
extrañó saber más tarde que había sentido inclinación por la Arquitectura antes de
saberse llamado por Dios al sacerdocio.
Todas las que vivíamos en Villa delle Rose contribuíamos, de modo más o menos
directo, a la instalación de la casa. Por ejemplo, en la Scala delle Pigne, la escalera que
lleva hacia el Soggiorno llamado de los abanicos, hay un gran repostero dividido en
cuadrados, con muchas flores y plantas de diversos colores. Aquella composición de
trozos de tela aplicados sobre el fondo fue uno de los trabajos entretenidos en los que
toda la casa se involucró. Se veía que al Padre le gustaba mucho “ir ahí arriba”, como se
solía expresar en relación a Villa delle Rose, por estar en los Castelli, colinas próximas a
Roma. Joan y yo dedicábamos bastante tiempo a revisar el trabajo de albañiles y
carpinteros, asegurando que estuvieran atendidos y que pudiesen hacer cualquier
consulta. Era otra posibilidad de ver al Padre que, en ocasiones, venía incluso dos veces
al día para supervisar algo relacionado con las obras. Nunca dejaba de tener alguna
palabra cariñosa o alguna pregunta sobre los estudios o las alumnas. A mí me preguntaba
si comíamos y dormíamos bien, si las de países lejanos se habían hecho al clima y a la
alimentación, si hacíamos ejercicio... Me aconsejaba que diese indicaciones dietéticas
para que la gente comiera bien, pero que no engordara con la pasta. El consejo que
comáis, que durmáis, era muy frecuente. En una ocasión, añadió, bromista: Si no
coméis, me matáis a mí; y si coméis, matáis a don Álvaro. Se refería con esto a los
esfuerzos heroicos de ese hijo suyo para conseguir los medios económicos para las obras
que estaban en marcha y para el sostenimiento de Villa delle Rose. Pero no solo se
preocupaba por la salud, sino que también explicaba que el momento de comer había de
ser un momento de disfrute y de sentirse en casa. Recuerdo cómo sugirió que de vez en
cuando se les sirviera a las japonesas algún plato de su tierra, porque la diferencia con
nuestro modo de comer era muy grande.
El curso académico del Colegio Romano de Santa María se inauguró con una Misa
solemne celebrada por san Josemaría el día 14 de febrero, fecha del aniversario de la
fundación de la sección femenina de la Obra. Desde entonces, la presencia del Señor en
el Sagrario daba a aquella casa todo su sentido. Para mí, aquel día fue además otra
ocasión de ejercitar mi encargo de médico, aunque quizá tomándome ciertas libertades
respecto a los principios del arte. En ese crudísimo invierno de 1963 —recuerdo que
había salido de Madrid con una temperatura de diez grados bajo cero— bastantes
alumnas del Colegio Romano enfermaron con la gripe, sobre todo las que venían de
latitudes cálidas. Así les ocurrió a Silvia y Antonieta, las dos de Perú, que cayeron en
cama con fiebre muy alta. Contra todas las reglas hipocráticas, ante su insistencia, les di
permiso para que se levantaran a la Misa que celebraría nuestro Padre, con la única
condición de que se abrigaran mucho y se volvieran a acostar nada más terminar la

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ceremonia. Éramos conscientes de que se trataba de una ocasión única, que no se
repetiría. En la homilía, el Padre —a quien bastantes veían por primera vez— dijo que,
de lo que hiciéramos nosotras en esos comienzos, dependían muchas cosas buenas,
tantas cosas grandes... Nos animó a que nuestra actuación nunca defraudara al Señor, ni
a su Madre bendita, y añadió que para él nosotras éramos un orgullo y una prueba de la
magnanimidad de Dios. Luego anunció que dos semanas más tarde, en la fiesta de san
Matías, empezaría el trabajo intelectual. Y, efectivamente, así fue. El día veinticuatro de
febrero, don Amadeo de Fuenmayor dio la lección inaugural y leyó el decreto de
erección de aquella nueva sede del Colegio Romano, dando por inaugurado el curso
académico. Ahí comenzaron las clases y, sobre todo, unos años en los que disfruté
enormemente de la cercanía constante de un santo y de su desvelo por cada una de
nosotras.
El cariño del Padre se extendía, como es normal, a nuestras familias. Recuerdo que en
abril de 1964 me llegó la noticia de que mi padre había sufrido un infarto y estaba
ingresado en el hospital. Mi madre y él vivían entonces en Lausana, pues mi padre
siempre había soñado con volver “a morir a la patria” cuando se jubilara. El Padre lo
supo enseguida, pues, como cualquier padre, quería saber siempre lo antes posible este
tipo de noticias, y me sugirió salir inmediatamente para Suiza en avión para
acompañarlos. En aquella época, este tipo de viajes espontáneos no eran asunto sencillo,
pero él se adelantó y me animó. Además quiso entregarme un regalo para mis padres:
una medalla del Colegio Romano en bronce, bastante grande, y muy bonita. Con mucha
delicadeza, me preguntó si les haría ilusión, cosa que confirmé sin vacilar. Así que
marché a Suiza. Mis padres agradecieron la medalla, e incluso, para mi sorpresa, mi
madre tomó la iniciativa de enviar una carta en agradecimiento. La verdad es que aquello
me emocionó. Había ido viendo un cambio en la actitud de mis padres respecto a la
Obra, desde su primer rechazo, hasta una amable empatía, pero aquella carta me llenó de
agradecimiento, puesto que dejaba ver una alegría real ante mi vocación al Opus Dei,
pese a no comprenderla en plenitud:
Prilly, 5-V-1964

Querido Padre,

¡Ha sido para mí un gran honor recibir un regalo de parte de Usted, y además un regalo tan precioso! Lo
guardaré siempre como recuerdo de Usted y como símbolo. Símbolo de la Obra a la que se dedica mi hija,
símbolo del lugar donde ella ha encontrado su felicidad. Porque yo sé que ella es feliz y que el fin de su vida es
noble y bueno. ¿Qué más puede pedir una madre?
Ha sido para nosotros una gran alegría tener aquí a María unos días. Ella nos habla siempre mucho de
Usted y casi nos parece conocerle a Usted un poco.
Acepte, querido Padre, todo mi agradecimiento y los saludos respetuosos de mi marido y míos.

Gertrudis Wismer de Casal

También yo escribí al Padre durante mi estancia en Suiza, contándole cómo avanzaba la


enfermedad de mi padre y la ilusión que me hacía poder acompañarles. Años después,
cuando mi madre falleció, me conmovió enormemente encontrar aquella medalla entre la
ropa de mi madre al recoger sus cosas.

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Cuando mi padre se recuperó y la situación era ya estable, regresé a Villa delle Rose,
sin saber que pronto regresaría al país de los Alpes. Mi traslado “definitivo” a Roma
duraría tan solo dos años, y aunque fue una estancia breve, siempre me ha parecido un
oasis en mi vida. Fueron años de trabajo y servicio en el corazón de la Obra, con gente
de todas las partes del mundo, y sobre todo, con la presencia de san Josemaría, con un
ambiente de serenidad y alegría difícil de superar. Fue una sorpresa, en cierto modo, el
final de mis años romanos, aunque había ido pavimentando, con viajes periódicos, mi
camino hacia un nuevo destino: Suiza. Antes de abandonar —esta vez parece que sí—
definitivamente Roma, tuve la enorme suerte de poder ayudar a poner las primeras
piedras de la labor de la Obra en mi tierra. Antes incluso de comenzar aquellos viajes
periódicos para echar una mano en la labor en Suiza en septiembre de 1964, viví muy de
cerca la “prehistoria” del primer centro de la Obra para mujeres.

EL PRÓLOGO DE UNA HISTORIA EN SUIZA


San Josemaría entendió desde el primer momento que el Opus Dei tendría espíritu
católico, universal. Pero llegar a otros lugares exigía tiempo y paciencia. El Padre solía
comentar con gracia que si Dios le hubiera hecho ver al principio todo lo que tendría que
hacer, todo lo que le esperaba, se hubiera muerto del susto. Sin embargo, afirmaba, Dios
le había tratado como a un niño, a quien se le dan encargos poco a poco; como a un
pequeño que juega con bloques de madera de colores, le había ido diciendo que pusiese
uno aquí, y el otro allá, y luego ese rojo, y luego ese azul... Y al final ¡un castillo!
Así ocurrió también con Suiza. San Josemaría admiraba la laboriosidad y el orden tan
característicos de mi país, y aseguraba que esas virtudes humanas, vividas por Dios,
harían que muchos se sintieran atraídos por el mensaje de santificación del trabajo,
propio del Opus Dei. Él mismo conocía el país, casi —solía bromear— como los pasillos
de su casa, ya que había hecho varios viajes a Suiza, en los que aprovechaba siempre
para visitar a Nuestra Señora de Einsiedeln —la Madonna im finsteren Wald [la Virgen
en el bosque oscuro]— en su santuario. Estaba absolutamente convencido de que
también en estas tierras frías de Centroeuropa surgirían almas generosas, capaces de
entregar toda su vida al Señor, pues, según su propia expresión, Suiza era un volcán
cubierto de nieve…
Desde el año 1956 ya vivían de modo estable en el país algunos miembros del Opus
Dei, y los sacerdotes dirigían medios de formación para mujeres. A finales de junio de
1964, Begoña de Acha y Carla Arregui, ambas españolas, llegaron a Roma con la idea de
trasladarse a Suiza y comenzar un centro con actividades para mujeres jóvenes y menos
jóvenes. Begoña haría un breve viaje a Zúrich, donde se habían estado buscando posibles
inmuebles para una residencia de estudiantes femenina. Me alegré mucho cuando me
enteré de que el Padre quería que yo la acompañara, para ayudarla y hacer de intérprete.
No estaba previsto que yo me trasladara a Suiza, pero me agradaba colaborar de aquel
modo en los comienzos de mi país, al que me sentía muy unida.

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Begoña y yo llegamos a Zúrich el 12 de julio, sin grandes dificultades, puesto que
habíamos entrado con visado de turistas. En la estación nos esperaban “las dos
Annemaries”, ambas suizas, ¡ya del Opus Dei! Anna-Marie Schneider se había
incorporado a la Obra en Inglaterra, después de haber conocido a Máire, una agregada[3]
irlandesa, en la pensión en la que se alojaba. Anna-Marie le pidió a su nueva amiga que
le ayudara con unas clases de inglés, a lo que Máire accedió, recomendándole leer The
Way, la traducción al inglés de Camino, obra que Anna-Marie leyó con el diccionario en
mano y con mucha emoción. Poco después, a la vuelta de una excursión por el Támesis,
Anna-Marie escribió su primera carta a san Josemaría. Era el año 1956. Regresó a Zúrich
y allí conoció a la otra Annemarie (Birchler) que, después de asistir a algunos medios de
formación que impartía el sacerdote de la Obra, decidió incorporarse al Opus Dei en
1963, igual que Anna-Marie.
Después del Padre, que había visitado el país y rezado a los pies de la Virgen de
Einsiedeln varias veces, ellas hicieron la prehistoria del Opus Dei en el país.
Aprendieron italiano para poder comunicarse con algunas italianas —entre ellas,
Gabriella Filippone, la primera italiana, Rita di Pasquale y Maribel Laporte— a las que
el Padre había pedido viajar de vez en cuando a Suiza. Llenas de audacia y fe, habían
organizado en el Castello di Urio, una casa para retiros y convivencias situada en Italia
cerca de la frontera con Suiza, retiros para chicas en alemán. Además, en la escuela
hotelera que se estableció en Urio, estudiaban y residían alumnas suizas, pues la
Confederación Helvética ayudaba con subvenciones y convalidaba el título adquirido en
Urio por el curso Obligatorium.
Pero regresemos a aquel 12 de julio del 1964. Tras el recibimiento en la estación, las
dos “Annamaries” nos acompañaron al modesto hotel Urban, donde nos alojaríamos
aquellos días. Al día siguiente, Maria Linder, la primera supernumeraria suiza, acudió a
nuestro hotel para ofrecer su ayuda en todo lo que hiciera falta. Maria había conocido la
Obra a través de don Hans (primer sacerdote suizo del Opus Dei, pariente suyo), y se
había incorporado a la Obra en uno de los viajes que las italianas hacían a Suiza. Traía
una lista interminable de objetos y enseres que había ido reuniendo durante meses, desde
que supo que se abriría un centro de la Obra para mujeres de modo estable. Maria había
escrito al principio de la lista: für Begoña, zur Verfügung —a disposición de Begoña—.
Había conseguido cosas en buen estado y con cierta facilidad. Aún hoy hay en varias
casas de todo el país algunos de aquellos enseres aportados por Maria, que fue siempre
un apoyo inestimable durante los años siguientes, hasta su fallecimiento.
Begoña y yo fuimos a visitar la posible futura residencia, una villa en lo más alto de la
calle Susenberg. La casa no estaba en buenas condiciones, pero era bonita, con un jardín
lleno de flores, suficientemente grande para arrancar una pequeña residencia, y tenía una
vista maravillosa hacia el lago y los Alpes. Cuando sopla el Föhn, un viento del sur
relativamente caliente, el horizonte se despeja, y desde esa altura la vista es
incomparable. Tan solo nos preocupó la situación de la casa, bastante lejos de las
escuelas superiores y sin una buena comunicación, entre otras cosas porque el funicular
que había que tomar después del tranvía no llegaba hasta esa altura y había que hacer un

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buen trecho cuesta arriba a pie. Cuando estábamos a punto de volver a Roma —aún no
habíamos firmado el contrato de esta primera casa— nos ofrecieron otro edificio grande,
también bonito y situado a pocos metros de la Universidad. Fuimos a visitarlo con don
Juan Bautista Torelló, otro sacerdote de la Obra que estaba entonces allí, y quedamos
entusiasmadas. Sin embargo, el dueño no quiso firmar el contrato cuando se enteró de
que éramos católicas, por lo que hubo que volver a pensar en la villa anterior, en el
número 177 de la calle Susenberg.
A la vuelta a Roma, le contamos al Padre nuestras aventuras. Quedaba ya poco para
que Begoña y Carla partieran para instalarse ya definitivamente allí, y los preparativos
continuaban. Recuerdo que aprovechamos esas semanas previas para tener clases de
alemán. En agosto salieron hacia Zúrich. No pudieron despedirse personalmente de san
Josemaría porque él se encontraba de viaje, pero les había recomendado varios asuntos
que denotaban su preocupación y su cariño por sus hijas, desde animarlas a pasar la
fiesta de la Asunción en Roma, hasta aconsejarles que no salieran en fin de semana, por
si les pedían algún documento que no tenían y debían conseguir. Por eso salieron de
Roma el martes día 18, durmieron en Milán y llegaron a Zúrich al día siguiente, el 19 de
agosto de 1964.
Desde la estación llamaron a don Wladimiro, quien les indicó lo que debían hacer. Se
dirigieron en taxi a Susenberg 22, pues la casa que habían alquilado, en el 177 de esa
misma calle, aún no estaba libre ni en condiciones de ser habitada, y alguien les facilitó
en el número 22 un pequeño piso de una familia conocida, que estaba ausente. Debajo
del felpudo, en la puerta de entrada, les habían dejado la llave de la casa. Esa noche,
Maria, la supernumeraria, se presentó y las invitó a cenar en el restaurante Zürichberg,
que quedaba muy cerca.
Al día siguiente de su llegada sonó el timbre. Era una chica joven que preguntaba por
Carla Arregui, ¡con su nombre y apellido! Se trataba de Matilde, a la que don Wladimiro
había dado los datos de Carla, pues estaba dispuesta a ayudarles en la instalación de la
casa.
El 22 de agosto, como estaba previsto, recibieron a Jutta Lehmann, que venía de
Alemania. Fue fácil reconocerla en la estación pues sabían que era muy alta. Ese mismo
día don José Luis Múzquiz[4], acompañado de otro sacerdote, llevó un altar portátil, y
desde la mañana siguiente, se pudo celebrar diariamente la Santa Misa en casa.
Jutta era estudiante de Románicas, y enseguida fue con Carla a informarse sobre las
clases en la Universidad, aunque se encontraban en el periodo de vacaciones. Jutta por
aquel entonces no dominaba todavía el castellano, mientras que Begoña y Carla estaban
aprendiendo alemán. Para acostumbrarse a su nuevo idioma, don José Luis Múzquiz, que
era el consiliario[5], les propuso que un sacerdote les predicara una meditación los lunes,
miércoles y viernes en alemán.
El día 1 de septiembre les entregaron oficialmente la llave de lo que sería la
residencia. Al día siguiente tuvo lugar el traslado desde el número 22 al 177 de la calle
Susenberg. El nombre de la calle —y después de la residencia— puede corresponder a la
expresión “Das Haus am Berg” [la casa de la montaña], pronunciada en dialecto suizo-

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alemán: “S’Hus am Berg”, por lo que siempre me ha gustado, aunque había quien
afirmaba que se trataba del nombre de un beato alemán, Heinrich Seuse. Aunque no
había casi cosas en el piso del 22, hubo que alquilar un pequeño camión para poder
llevar todos los enseres, las maletas y los muebles conseguidos para la residencia.
Cuando Carla quiso pagar al conductor, se dio cuenta de que no tenía bastante dinero. Él
se enfadó un poco, como es lógico, porque no entendía que en un barrio residencial y
mudándose a una casa tan grande, aquellas señoritas no tuvieran para pagarle.
Precisamente, en ese momento incómodo, llegó el cartero con un giro de inscripción que
enviaba una futura residente norteamericana desde Alemania, para reservar plaza en la
residencia para el semestre siguiente. Carla pudo pagar el camión elegantemente,
convencida de la ayuda divina, y divertida al recordar cómo el Padre le había dicho que
con oración y sacrificio todo se soluciona, aunque sea de un modo casual. Aquella chica,
a quien no conocían de nada, nunca fue a la residencia ni reclamó su dinero.
Enseguida adecentaron la casa, con la ilusión de recibir aquella noche a Margarita, que
venía en coche con Paísa Zobel —una supernumeraria española casada con un suizo
converso— y su familia. Trajeron muchas cosas útiles. Además, dejaron el coche en la
residencia para que lo pudieran utilizar. El hermoso Mercedes negro fue un gran
instrumento hasta que Edwin, el marido de Paísa, regaló una furgoneta Volkswagen de
color burdeos, mucho más funcional. Los Zobel siempre fueron una ayuda preciosa,
sobre todo en esos primeros tiempos.
Otras cosas para la instalación de la residencia se consiguieron a través de unas
familias conocidas de Jutta, que había pasado una temporada en Berna durante la Guerra
Mundial. Jutta fue a visitarles y les contó el motivo de su traslado a Suiza y el proyecto
de Susenberg. Se fue instalando la casa con creatividad y maña, puesto que no había
demasiados recursos. San Josemaría, que tenía cierta experiencia en poner en marcha
iniciativas sin apenas recursos, recomendaba aprovechar al máximo lo poco que hubiera.
Así que pronto se pusieron a arreglar cosas viejas que parecían ya inservibles, pero que
con un poco de gracia podían dar buen resultado. En estos arreglos colaboraban también
amigas. Silvia, amiga de Jutta, se interesó por la casa y preguntó si la habían decorado
ellas. Enseguida se ofreció a llevar su frigorífico, pues en su casa iba a hacer trabajos en
la instalación eléctrica y podían adquirir uno nuevo.
En medio de aquella situación provisional y un tanto precaria, no perdían la alegría. Y
tampoco les faltaba la ayuda del Padre y de Roma. Se empieza como se puede, decía san
Josemaría, y después, la función crea el órgano. Tenían poco para comer y apenas
dinero para comprar. «Un día, pasando por el caminito de la parroquia —cuenta Jutta—,
nos encontramos una hermosa pera en el suelo. Nos pareció que, puesto que estaba en el
camino, no era injusto recogerla. Pero ninguna luego se la quería comer, porque la quería
dejar para las otras. Al tercer día, hicimos macedonia de frutas». La necesidad de
conseguir dinero era imperiosa, por lo que fueron muy bienvenidos los primeros francos
que Carla ganó haciendo traducciones y los ingresos que lograron reunir vendiendo
mermeladas hechas en casa.

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En Susenberg vivían ya cuatro mujeres de la Obra, y esperaban a otras: María Dolores,
María Emilia, María Amor, María Jesús y Angelines, que llegaron unos días más tarde
desde Roma. Algunas de ellas habían aprendido algo de alemán conmigo en Roma. El
día 9 de septiembre estuvieron con el Padre, que les dio algunos consejos prácticos y
algunos regalos: entre otros, ornamentos para el oratorio y unas figuritas de unas patitas
de color pastel preciosas. Les dijo que tenían que «aprender a nadar, nadando», es decir,
que la labor apostólica se iría haciendo sobre la marcha. El Padre estaba bastante
emocionado. Les recomendó cuidar sus ratos de oración, comer y dormir bien, y cuidarse
entre ellas. Además quiso tranquilizarles respecto al idioma, diciendo que habría días en
que no sabrían decir ni una palabra, pero que seguro que al día siguiente todo iría mejor.
Antes de darles la bendición de viaje y despedirse, las animó a ser muy fieles a su
vocación y a querer mucho a su nuevo país.
El día 10 de septiembre las esperaban Begoña y Margarita en la estación de Zúrich.
Mientras Margarita, en un taxi, se llevaba las maletas —una estaba llena de comestibles
—, Begoña enseñó a las viajeras el camino a casa, primero en tranvía y luego en
funicular. Todo les resultaba nuevo y divertido. Cenaron con unos platos verdes de
plástico —no había otros— que, después de fregados, sirvieron para el segundo turno. Al
día siguiente pudieron saludar también a don José Luis Múzquiz, quien fue a celebrar la
Santa Misa en un oratorio provisional, instalado en el primer piso. Preguntó enseguida
cómo estaba el Padre y se alegró mucho de que hubiesen pasado unos días en Roma.
Pocos días después consiguieron un Sagrario para la casa y ya pudieron tener al Señor en
el oratorio. Aquel mismo día llegué también yo a Suiza para acompañarles unos días, por
deseo del Padre. Desde entonces viajé varias veces de Roma a Zúrich.
La instalación de la casa exigía un intenso trabajo: hubo que lijar y pintar paredes y
puertas, empapelar, arreglar muebles usados... Excepto Jutta, ninguna tenía experiencia
en esos trabajos, pero manos a la obra se aprendió tanto, que unos años más tarde
pudimos organizar unas clases de decoración. Maria Linder seguía ofreciendo su ayuda
incondicional para todo cuanto se necesitara. En su trabajo —era militar y trabajaba en el
aprovisionamiento de instalaciones militares— aprovechaba las renovaciones de
cuarteles para pedir parte de la dotación que se iba a renovar, y aparecía en el centro con
muebles, ropa de casa, vajilla y demás enseres. Nos los podía dejar gratis o a muy buen
precio, de modo que no tardamos en disponer de las cosas de mayor necesidad. A María
se la veía feliz a medida que iba comprobando los progresos de la instalación. En uno de
sus viajes para ir a recoger cosas, la acompañó Carla: «Fue un viaje inolvidable. Un viaje
por tierras de Heidi subidas en un jeep del ejército suizo conducido por un soldado,
acompañada de una señora suiza mayor que llevaba su flamante uniforme militar». En
efecto, la cantina que visitaron estaba en Luziensteig, cerca de Maienfeld, el pueblo en
que la autora de Heidi sitúa las aventuras de la pequeña montañesa, que han servido para
regocijar a grandes y pequeños hasta en el Japón.
Otra gran ayuda fueron dos hermanas solteras, las señoras Graf. Venían una vez por
semana para enseñarnos a coser cortinas, visillos y tapetes, pues una de ellas, Mina,
trabajaba en una casa de decoración de mucho renombre en Zúrich. Sobre todo María

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Jesús aprendió muy bien. Sus fichas de experiencia siguen siendo útiles, pues por su
rapidez y eficacia se pueden aplicar a todo tipo de costuras. Mina Graf les recordaba un
poco a tía Carmen, la hermana de san Josemaría, pues les insistía en la importancia de
pequeños detalles de cuidado como rellenar bien una canilla de la máquina de coser y
recoger los hilos del suelo. Su hermana Gisela la secundaba en todo y era especialista en
cocina y colocación de flores. Otras hermanas que nos ayudaron mucho fueron las
hermanas de María Jesús que trabajaban en la Administración de la Residencia de
varones: María Victoria y Carmencita. Poco a poco fueron conociendo más la Obra y
aprendieron a encontrar a Dios en medio de su trabajo. En poco tiempo, Carmencita
pidió ser admitida en la Obra, y nuestro Padre, con gran cariño, le preguntó si querría ir a
Alemania. De ese país vecino vino entonces Maruxa Rey, que ya hablaba bien alemán,
aunque era de origen español.
Poco antes de Navidad, Begoña cayó enferma. Precisamente en esos días, el Padre les
envió una carta preciosa, escrita de su puño y letra:
Queridísimas: que Jesús me guarde a esas hijas.

Unas palabras de felicitación, por las fiestas de Navidad, que se acercan, y desearos un nuevo año lleno
de fidelidad al Señor, de frutos apostólicos y de alegría.
Nos espera mucha tarea, dentro del año 65: necesitamos corresponder a la gracia, que vendrá del Cielo,
abundante. Poneos, conmigo, cada día confiadamente en los brazos de Santa María; no dejéis de
encomendar mis intenciones, que la oración es el arma más eficaz y tradicional en la Obra. Así no faltarán,
en buen número y selectas, las nuevas vocaciones, de paso que nosotros maduramos en el servicio de Dios,
haciendo el Opus Dei y haciéndonos Opus Dei.
La más cariñosa bendición de vuestro Padre.
Mariano.

Seguían unas letras de don Álvaro:


Con nuestro Padre os encomienda siempre y os desea una santa Navidad y un feliz año nuevo,

Álvaro.[6]

Aquella carta fue una inyección de fe y optimismo que ninguna olvidaría fácilmente.
Begoña no conseguía recuperarse, por lo que tuvo que marcharse a Pamplona a primeros
de 1965 para tratarse médicamente. Afortunadamente, poco antes había llegado al país
Guadalupe Ferchen, también de la Obra y hermana de Paísa, que, por saber alemán y
conocer ya a algunas personas en Suiza, ayudó mucho en Zúrich desde el primer
momento.
Cada vez que regresaba a Roma después de mis viajes, el Padre quería conocer las
últimas novedades. San Josemaría les escribía de vez en cuando, y siempre me animaba
a llevarles algún detalle en mis viajes. Para mí fue una verdadera maravilla poder ver el
avance de la residencia en los siguientes meses. Conocí a las primeras residentes, a las
primeras chicas y señoras que comenzaron a frecuentar la residencia de Susenberg…
Desde Suiza solía escribir al Padre, para que tuviera noticias de sus hijas antes incluso de
que yo regresara a Roma. Tras la enfermedad de Begoña, el Padre había pensado que
sería necesario que alguien fuera de forma estable a ayudar en Zúrich. Por este motivo,

92
aunque en principio prefería que las profesoras del Colegio Romano de Santa María
estuviéramos en Roma con cierta estabilidad, me preguntó con mucha confianza si
estaría dispuesta a marchar a Suiza, a lo que, por supuesto, accedí con gran ilusión.

[1] Camino, n. 484.


[2] Forja, n. 153.
[3] Los agregados son fieles de la Prelatura que han recibido de Dios el don del celibato apostólico y pueden
ocuparse de las peculiares tareas apostólicas del Opus Dei, con la disponibilidad que permitan sus permanentes
circunstancias personales (de salud, por ejemplo, o familiares o profesionales). Ordinariamente viven con la propia
familia, y no en centros de la Obra.
[4] Don José Luis Múzquiz conoció a san Josemaría mientras estudiaba en Madrid. Respondió a la llamada de
Dios en enero de 1940, y desde entonces perteneció al Opus Dei. Fue uno de los tres primeros fieles del Opus Dei
en recibir, el 25 de junio de 1944, la ordenación sacerdotal. Ayudó a san Josemaría a extender la labor del Opus
Dei por numerosos países, especialmente por Estados Unidos.
[5] El consiliario o vicario regional ayuda en el gobierno de la Prelatura del Opus Dei. Esta se distribuye en
áreas o territorios llamados regiones. Al frente de cada región —cuyo ámbito puede o no coincidir con un país—
hay un vicario regional que gobierna colegialmente con sus consejos: Asesoría Regional para las mujeres y
Comisión Regional para los hombres.
[6] Carta de san Josemaría del 15 de diciembre de 1964.

93
XI.
SUIZA, UN VOLCÁN CUBIERTO DE NIEVE

CUANDO FINALMENTE ME TRASLADÉ A SUIZA en abril de 1965, comenzaba para mí una


aventura bien distinta. Me sentía muy afortunada. ¡Cuánto le había pedido al Padre,
durante años, en mis cartas, que rezara por Suiza cuando todavía no había allí ni una
persona de la Obra! Y ahora, Dios volvía a sorprenderme, llevando mis pasos hacia allí.
Una de mis primeras tareas en Zúrich fue conseguir que hablaran bien el alemán las que
no lo hacían. Además, comenzamos a cambiar los nombres que eran más inusuales en el
país —siempre que la interesada estuviera de acuerdo, naturalmente—, dándoles un
toque más suizo. Así, María Jesús pasó a ser Marie-José y María Amor, Hanni.
El ambiente de la residencia Susenberg fue desde el primer momento muy
internacional. Aunque el alemán era el idioma oficial de la casa, a temporadas se
llegarían a oír hasta trece idiomas distintos. La primera residente que llegó fue Dagmar,
alemana protestante que tenía que hacer un examen de ingreso al Politécnico,
conocidísima Escuela de ingenieros de Zúrich. Enseguida se hizo muy amiga de
Margarita y de Jutta, y empezó a ayudar en la instalación de la residencia. Estuvo solo
tres semanas con nosotras, tuvo que volverse a su casa porque no aprobó el examen, pero
fue escribiéndonos durante muchos años. Se marchó con un ejemplar de Der Weg
(Camino) debajo del brazo y nos regaló un ángel precioso para decorar la habitación de
dirección. Poco después llegaron Marianne, que quería especializarse en ciertas técnicas
de análisis de sangre en el laboratorio de Hematología del Hospital Cantonal, y Gisela,
estudiante de Farmacia, ambas alemanas. Pronto tuvimos chicas de muchísimos países
distintos: Nigeria, Finlandia, Indonesia… La verdad es que al principio no había ninguna
suiza, y tan solo dos de las residentes eran católicas. Theresia, indonesia, pequeñita y
muy lista, fue también de las primeras residentes. Abrió camino a toda una serie de
residentes de ese país: Rica Tjan, que al poco tiempo salió de nuestra casa vestida de
novia para casarse, porque las dificultades políticas en su país habían hecho imposible
celebrar la boda allí, y sus hermanas May-Ling y May-Lan; Joyce, Liane y Mie, que se
convirtió al catolicismo y fue bautizada en nuestro oratorio, y más adelante Christine, la
hermana de Theresia, que se incorporó a la Obra. Por cierto que, en relación con la boda
de Rica, se sitúa una anécdota sobre el funicular. Los conductores conocían a las
residentes y les tenían mucha simpatía, al verlas siempre alegres. Rica, antes de casarse,

94
buscaba una vivienda para después de la boda, y uno de los conductores la oyó comentar
su problema con otra residente. Aquel hombre se encargó de hablar con su hijo, en cuyo
inmueble quedaba vacío un pequeño piso, y se lo ofreció a Rica. Además de la amistad
con los conductores, los cobradores nunca necesitaban preguntar a las residentes dónde
querían apearse, pues ya sabían que iban “bis ganz ufe”, hasta arriba del todo. Esta
expresión siempre me recordó el usque adsummum del Evangelio, en las bodas de Caná,
que el Padre solía citar con frecuencia para referirse a la necesidad de entregar todo a
Dios, sin guardarse nada, para dejarle hacer milagros.
A estas primeras residentes se fueron añadiendo otras, como Margrit, alemana;
Brigitte, argentina; Carolina, de Guatemala; Seija, finlandesa pelirroja que quizá por
contraste se hizo muy amiga de Theresia; la noruega Ragnhild; la italiana Nicoletta;
Malou, de las Antillas francesas; la holandesa Yvonne; la griega Walia, y otras más. En
aquel rinconcito de Suiza parecía que todo el mundo se reunía y era fácil entender que, a
pesar de las diferencias, todas nosotras éramos iguales. Ante ese panorama tan
variopinto, solo cabía asombrarse de las amistades que surgían con naturalidad, y
convencerse más de aquello que dijo el Padre: No hay más que una raza en la tierra: la
raza de los hijos de Dios. Todos hemos de hablar la misma lengua, la que nos enseña
nuestro Padre que está en los cielos: la lengua del diálogo de Jesús con su Padre, la
lengua que se habla con el corazón y con la cabeza[1].
Las chicas pronto sintieron aquel lugar como su casa y empezaron a cuidar unas de
otras con naturalidad. Así, por ejemplo, Brigitte y alguna otra que estaban
acostumbradas a mucha vida social, solían salir por las noches, pero al darse cuenta de
que alguien las esperaba a que llegaran, acortaron sus salidas por iniciativa propia. A
Carolina le gustaba mucho estar con las que se ocupaban de los trabajos de la casa, y a
veces les leía algún libro mientras ellas cosían, o las acompañaba a la compra. Cuando
Gisela se dio cuenta de que solo teníamos un despertador en la casa, consiguió que entre
las residentes compraran otro, que nos regalaron junto con una caja de bombones. Todas
ellas estuvieron siempre dispuestas a ayudar, limpiando, cosiendo, colgando cortinas...
En cierta ocasión, esperábamos una inspección en la residencia, y todas las chicas
ayudaron la noche anterior a preparar todo, pues sabían que, si el efecto era bueno,
teníamos asegurada una buena subvención para mejorar la residencia. En efecto, se
consiguió, y las estudiantes estaban orgullosas de haber contribuido al éxito.
Sin cosas extraordinarias, pronto se consiguió tener un ambiente familiar en aquella
residencia. Gisela, que había previsto pasar en Zúrich solo un año, se mostró muy
contrariada cuando llegó el momento de la despedida; le apenaba tanto dejar aquella casa
que en la cena se produjo un ambiente un tanto melancólico. Gisela se levantó de la
mesa y se dirigió al teléfono muy resuelta para pedir a sus padres quedarse en Suiza toda
la carrera. Volvió radiante con la respuesta afirmativa, y organizó una fiesta para
celebrarlo. Cuando llegó la Navidad, algunas familias suizas, como suele ser tradicional,
nos dijeron que deseaban invitar a alguna residente de las que no podían volver a sus
casas para celebrar las fiestas con sus familias, pero Walia contestó amablemente que
prefería quedarse en la residencia, porque esa era entonces su familia. Esa alegría y

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verdadera preocupación por las demás era lo que cada una de las de la Obra habíamos
aprendido directamente del Padre. Me impresionaba comprobar cómo, a pesar de la
distancia, seguía tan de cerca todo lo que ocurría en Suiza. Sabía que contábamos con
todo el apoyo de la oración del Padre, como escribía en una carta a Susenberg:
Queridísimas: que Jesús me guarde a esas hijas... Rezo mucho por vosotras y por la labor en ese hermoso
país.

Os quiere y bendice vuestro Padre

Mariano

Rezad por mí, para que sea bueno, fiel y alegre.

Además de la actividad propia de la residencia, en Susenberg comenzamos a impartir


clases de formación cristiana a toda persona que quisiera. Venían por la residencia
jóvenes que habían conocido la Obra porque habían sido alumnas de la Escuela en Urio
o eran amigas de Anna-Marie Schneider y de Annemarie Birchler. Ida Tresch solía venir
a Susenberg desde el cantón de Uri. Ida había conocido la Obra en España en casa de
una familia, y al poco tiempo pidió pertenecer a la Obra. También teníamos clases y
sesiones para mujeres casadas, comenzando por las amigas de Maria Linder.
Con frecuencia, la gente que pasaba por Susenberg llevaba regalos para la residencia.
En una ocasión la madre de Paísa nos regaló un pollo para la fiesta del aniversario de la
fundación de la Obra, el 2 de octubre. La cocinera lo dejó en la despensa junto a unas
salchichas baratas muy típicas del país, llamadas cervelats. Aquel regalo se convirtió en
la anécdota de la fiesta, porque entró en la cocina el gato de los vecinos, y ante la
sorpresa de todas se comió las salchichas, y dejó el pollo: ¡era un gato muy suizo... o
muy comprensivo! La verdad es que aquellos regalos eran muy bienvenidos, ya que al
principio contábamos con muy escasos recursos.
Carla consiguió un trabajo como profesora de castellano en la Escuela de Intérpretes
de Zúrich, que tiene mucha categoría y que después alcanzaría nivel universitario.
Aunque ella tenía una buena preparación cultural, estaba nerviosa porque nunca había
sido profesora de idiomas. Sin embargo, después de pasar una mañana examinando
alumnos y de impartir una clase modelo a petición de los mismos alumnos, la aceptaron
y estuvo muchos años en aquella Escuela. A través de su trabajo en la Escuela de
Intérpretes, hubo varias chicas que conocieron la residencia y venían por Susenberg. Yo
estaba convencida de que aquello había sido un favor del Señor, que no dejaba de
ayudarnos en ningún momento en esos primeros años, en que a veces no teníamos dinero
ni para lo más necesario.
En verano de 1965, tuvo lugar el primer curso internacional de idiomas, durante las
vacaciones de la Universidad, entre otras cosas para seguir dando uso a la residencia. La
preparación de la casa volvió a correr a cargo de las residentes. Si en los primeros dos
semestres de funcionamiento las mejoras de la casa se concentraban en los interiores, en
vistas al primer curso internacional de idiomas nos lanzamos al exterior. La pintura de
las persianas nos llevó mucho tiempo (eran más de ochenta), pero ayudó un proveedor

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que, además de dejarnos su aparato especial, terminó implicándose él mismo. Al final de
una intensa jornada de trabajo no quiso aceptar más que un vaso de agua como pago.
Ruth, una de las residentes, se dedicó con Jutta al embellecimiento del jardín, mientras
Margarita, con algunas antiguas alumnas de Urio, ultimaba los detalles de la
Administración. Hubo tantas inscripciones para aquel curso de verano que rebasaban la
capacidad del inmueble. El problema se solucionó adquiriendo algunas literas y
señalando muy bien a cada una el sitio de que disponía para sus cosas.
Durante el curso de verano me encargué de las clases de francés, ayudada por
Annamaria, que al final del curso no quiso aceptar retribución. Jutta y su amiga Béatrice
se hacían cargo de las clases de alemán. A los cursos de idiomas, que tuvieron tanto
éxito que los desdoblamos en los años siguientes, solían asistir muchas chicas suizas,
porque a las suizas-francesas les interesa mucho aprender alemán, y a las ticinesas, de
habla italiana, alemán o francés. Las alumnas extranjeras procedían en gran parte de
residencias de otros países o de personas que conocían la Obra. Además, para preparar
ese curso, hubo que pensar también en las excursiones y conferencias, y hacer el plan de
meditaciones y retiros que daría el sacerdote, en los distintos idiomas.
Cuando finalizó el curso de verano y ya todas las alumnas se habían marchado de
Susenberg, quisimos que las que se dedicaban a atender los servicios de cocina, limpieza
y lavandería descansaran, y preparamos una actividad para ellas. Con gran sentido del
humor, el primer día, María Emilia y Marie-Jose se presentaron en la puerta de la
residencia con maletas, hablando portugués e italiano, bromeando y como si acabasen de
llegar. Fueron unos días para disfrutar, especialmente de la naturaleza. Muy cerca de la
casa hay un bosque precioso, por el que todos los días íbamos a pasear. Subiendo hacia
ese bosque, solían cruzarse con gente que venía cargada de flores, verdura y fruta.
Aunque lo parecía, no venían de tienda que hubiera por allí arriba, sino de una serie de
cobertizos, pintorescamente adornados, con un jardincillo delante. Un filántropo alemán,
Schreber, había puesto en marcha un proyecto para que las familias sencillas dispusieran
de un pedacito de tierra donde plantar verduras y flores, en lugar de pasar el tiempo libre
en la taberna. Había tenido enorme éxito en la Suiza alemana hacía tiempo. Lo que más
llamaba la atención de todas eran las flores: las había de todo tipo y color.
Pero lo mejor fueron unos días en Tannenboden, un pueblo situado a unos 1200
metros de altura. Allí, el tío de don Hans tenía un chalet, modesto y pequeño, que puso
generosamente a nuestra disposición. Hizo buen tiempo —suele hacerlo en septiembre
—, y disfrutamos con clases al aire libre y con los cencerros de las vacas al mediodía.
Después, ese lugar ha jugado un papel muy importante, ya que desde entonces se han ido
sucediendo numerosas actividades, sobre todo para gente joven, desde cursos de esquí
hasta retiros espirituales. Ahí solíamos organizar fines de semana de esquí con las
residentes. Solía ir antes alguna acompañando a Margarita para preparar la casa,
encender la enorme estufa de piedra, que funcionaba cuando se metía una moneda, y
hacer el té. Las pistas de esquí pasaban al lado de la casa y el deporte blanco era fácil de
practicar durante aquellos períodos de descanso y estudio. Además había oferta para
todos los niveles de esquiadoras: desde pistas difíciles para Ida, Marga y Maja, hasta

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Idiotenhügel o “colinas de los idiotas”, como llaman a las pistas para las principiantes.
En Tannenboden conocimos toda una serie de alojamientos, hasta que a finales de 1975
se pudo adquirir un antiguo hotel, modesto, muy familiar y simpático que llamamos
Tschudiwiese. El señor Tschudi seguramente nunca sospechó las actividades que
tendrían lugar en su prado. Y tampoco debió adivinarlo Lenin que, según nos dijo el
antiguo dueño —aduciendo como prueba unas fotografías de esa época—, había vivido
allí algún tiempo. En aquel entonces, nos contó que, dada la modestia del hotel, cada
huésped tenía un encargo en la casa y el de Lenin debió ser el de limpiar los zapatos de
todos. El caso es que en Tannenboden conocí a Elisabeth Nadig y su hermana Theres, las
hijas de un arquitecto de Flumserberg. Su familia se ocupaba de cuidar la ermita durante
la semana, y también alquilaban una casa de buenas condiciones que sirvió para
bastantes actividades. Theres llegaría a conquistar, más adelante, dos medallas de oro en
las Olimpiadas de invierno de Sapporo, en Japón, hecho que no le hizo perder su
sencillez ni nuestra amistad.
En octubre del 1965 llegó a Zúrich Mina Busse, de Portugal, para colaborar con el
desarrollo de la labor apostólica. Hablaba el idioma por ser su padre alemán. Poco
después, en enero del año siguiente, creció el equipo suizo con Marga Schraml, la
primera mujer alemana de la Obra, y Maja, que venía de Austria. Por esa época, empezó
también a venir, enviado por san Josemaría, don José María Hernández Garnica. Nos
contaba muchas cosas del Padre y nos animaba siempre a hacer todo procurando
mantener una presencia de Dios continua. Aunque ya le había conocido antes, no dejaba
de impresionarme su temple y el cariño que demostraba con todas. Recuerdo que en
aquella época escribí al Padre diciéndole que para mí don José María era como un
abuelo que velaba por sus nietas.
Más tarde, en el verano de 1966, alquilamos una casa en Friburgo para el curso de
francés, dado el éxito del curso en Susenberg. La casa se llamaba Villa Diana y era
bonita, aunque no estaba en muy buen estado. Se instaló, entre otras cosas, con muebles
de un hotel que se cerraba en Berna. Se repitió el trabajo de lijar, pintar y empapelar.
Mina y otras recuerdan con humor —y cierta exageración— los “kilómetros” de parqué
lijados. Las inscripciones al curso internacional sobrepasaron de nuevo todo cálculo.
Aunque solo estaba previsto tener esa casa para aquel curso de francés, cuando llegó el
otoño, secundando una sugerencia del Padre de empezar en otras ciudades, Villa Diana
se convirtió en una segunda residencia para jóvenes estudiantes.
La labor crecía en Suiza, y por este motivo vinieron a la región Cristina Martínez
Luengas y Nathalie Roldán. En esa época, viajábamos con frecuencia al Ticino y a
Ginebra, donde teníamos algunas amigas que deseaban recibir formación cristiana y
conocer mejor el Opus Dei. Una de las ventajas de nuestro pequeño país es que es
pequeño: no se puede ir más de cuatro horas en tren en la misma dirección sin salirse de
la frontera. Cada vez más estudiantes querían vivir en la residencia y conocíamos ya a
muchas personas que acudían con frecuencia a las clases, meditaciones y medios de
formación impartidos en Susenberg. Aquella primera residencia pronto se quedó
pequeña. Pasados tres años desde que nos instalamos, se encontró otra casa en el centro

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de la ciudad, cerca de la Universidad y de la Escuela Politécnica, que parecía perfecta
para abrir una nueva residencia de mayores dimensiones. Conseguir adquirir la casa
entera fue una verdadera odisea, pues estaba alquilada por pisos e incluso por
habitaciones, y había muchos inquilinos y oficinas. Fue preciso ir conquistando cada
zona para empezar los arreglos necesarios, mientras seguíamos viviendo en Susenberg.
Logramos entrar finalmente allí en febrero de 1968.
En aquella época yo había hecho un curso para ser Orientadora Profesional, pues me
dedicaba profesionalmente a aquello en vez de a la Medicina. El 2 de diciembre de 1967,
recibí unas letras del Padre en las que agradecía el ejemplar de la tesina que le había
enviado y compartía conmigo sus sueños para aquella tierra suiza:
¡Que Jesús te me guarde!

Te agradezco mucho el ejemplar de la tesina que me has enviado y estoy seguro de que servirá para que
puedas ayudar a muchas almas.
Me da alegría saber cosas vuestras. Estoy muy contento de vuestro trabajo y lo encomiendo
especialmente a la Santísima Virgen, para que haga nacer en muchos corazones el amor a su Hijo. Espero
que la nueva residencia sea un instrumento maravilloso para la labor apostólica que realizáis con tanto
empeño.
Para ti y para todas, la más cariñosa bendición de vuestro Padre
Mariano

Muy al principio de la nueva residencia, cuando las paredes todavía no estaban pintadas,
el Padre envió una imagen preciosa de la Virgen, con la jaculatoria Cor Mariae
dulcissimum, iter para tutum [Corazón dulcísimo de María, prepáranos un camino
seguro]. Además, aquella imagen sirvió también como un símbolo de la unidad con el
Padre, fuera quien fuera, ya que tras la muerte de san Josemaría, Marie-José pidió a don
Álvaro, sucesor de san Josemaría al frente de la Obra, una imagen de la Virgen para la
Administración de la nueva residencia de Ginebra. Marie-José le escribió, recordándole
que ya nuestro Padre había enviado una imagen para Zúrich y don Álvaro, “fidelísimo
hijo y sucesor de san Josemaría”, hizo llegar una imagen preciosa, con la misma
jaculatoria.
La nueva casa de Zúrich se llamó Sonnegg —rincón de sol—. Además del espacio
para la residencia, tenía zonas que se podían usar para las actividades con otras personas
y un espacio para clases de idiomas… Me mudé allí, en febrero de 1968, y aunque la
casa todavía no estaba instalada del todo, comenzamos la actividad. Pronto las residentes
llegaron a Sonnegg, y comenzaron también las clases de idiomas. Desde allí, junto con
algunas residentes, empezamos a tener actividades para hijos de inmigrantes,
ayudándoles con el idioma o con el estudio de las asignaturas que más les costaban… En
la Navidad de ese año, tuvimos la gran alegría de celebrar el bautismo de Mie, una de las
residentes indonesias. La mudanza a Sonnegg ha quedado en mis recuerdos como una
segunda etapa de la historia de la Obra en Suiza: desde aquel momento ya no puedo
hablar de primeros tiempos. Ahora, de vez en cuando, salgo a pasear colina arriba,
rumbo al bosque, y al pasar por delante del antiguo Susenberg, recuerdo con alegría esos
tiempos entrañables de los comienzos.

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Durante aquellos años que siguieron a la nueva etapa, siempre tuve la certeza de
contar con todo el apoyo de san Josemaría. De vez en cuando hacía viajes a Roma para
trabajar algunos asuntos y siempre volvía a palpar su confianza y cariño. Tiempo
después, en un encuentro con personas de la Obra en Suiza, monseñor Javier Echeverría
contaba los primeros viajes que hizo con san Josemaría a aquella tierra:
Empecé a acompañar a nuestro Padre en el año 1957. Tanto los viajes como la presencia del Padre eran siempre
muy agradables, muy divertidos, pues sabía sacar relieve sobrenatural y humano de las cosas más normales.
Dirigía sus observaciones a Dios o las hacía para divertirnos. ¡Cuántas veces supo mortificarse para tener en
cuenta lo que nos gustaba a nosotros! Y cuando veníamos aquí, apenas estábamos en el país y el panorama
cambiaba un poco, en el sentido de que las calles estaban un poco más limpias, los pueblos más cuidados,
nuestro Padre decía: ¡Qué potencial hay en este país si dirigen a Dios todas las buenas cualidades y todas las
virtudes humanas que tienen! Y esto que podían hacer los suizos se lo aplicaba enseguida a sí mismo. Nos
decía que debíamos poner en juego todas las buenas cualidades que el Señor nos había concedido para que se
pudieran aprovechar al cien por cien y trajesen fruto en nuestra vida y en las vidas de las personas con quienes
tuviéramos trato.

Con frecuencia íbamos a Einsiedeln, para rezarle a la Madre de Dios y poner todo en sus manos, y nuestro
Padre nos enseñaba los campanarios de las iglesias, también en las zonas protestantes, para que esa vista nos
llevara a suplicar que en todas partes se conociese al Señor con Su Verdad. Vivía en una continua presencia de
Dios, facilitada por las torres de las iglesias de aquí. Y luego, cuando íbamos a Einsiedeln, dejaba en manos de
la Virgen la labor en todo este país. Pensaba tanto en cada una de vosotras, en aquellas que habían de venir para
trabajar aquí... Pedía a la Madre de Dios que cada una de vosotras viviese con la generosidad con que vivió Ella
misma, con la alegría de la entrega en lo diario: sabía que ahí se puede amar a Dios con todas las fuerzas.

Aunque el Padre no pudo visitarnos en aquellos primeros años de nuestro trabajo en


Suiza, siempre supimos que estaba muy cerca, apoyando y sustentando con su oración y
cariño constantes la semilla de la labor en este volcán cubierto de nieve.

NO HAY CAMINOS HECHOS


Si quisiera contar todas las aventuras vividas en estas tierras alpinas, todo lo bueno y lo
que la gente llama malo, las risas, las lágrimas, la labor con estudiantes en los institutos
de Zúrich o los milagros de conversiones y vocaciones que han ido llegando, no acabaría
de escribir este libro en años. Como dije al principio, mi propósito no es escribir una
historia del Opus Dei en Suiza, ni una autobiografía, sino el de compartir mis recuerdos
para agradecer tantos regalos y dones que el Señor había previsto para mí a través de la
vida y de la santidad de san Josemaría. Por eso, no puedo terminar este capítulo sin
recordar cómo viví la marcha del Padre al Cielo. Aquel día 26 de junio de 1975 nada
hacía presagiar la sorpresa y el dolor que iban a abatirse sobre todos los fieles del Opus
Dei, seguidos inmediatamente por una aceptación gozosa de la voluntad de Dios y por
renovados propósitos de fidelidad al espíritu que Dios le confió.
Estaba en Sonnegg, en una conferencia organizada por Barbara Eggerschwiler, la
residente más veterana: me parece recordar que habló sobre algún conocido pintor. Fue
ahí donde recibí la noticia. El impacto fue tal, que tuve la sensación de que aquello no
podía ser real, y por el momento era imposible superarlo. Aunque sabíamos que esa
noticia había de llegar algún día, pensaba que aún faltaban muchos años, porque ¿cómo
nos las íbamos a arreglar sin la fortaleza, la clarividencia y, sobre todo, el cariño de san

100
Josemaría? De pronto, se hacía evidente una responsabilidad que tenía que aprender a
hacer propia: «¡Ahora soy yo la que tiene que hacer el Opus Dei!».
No conseguí dormir en toda la noche: era una sensación extraña, de un tremendo
vacío, a la vez que del convencimiento de una presencia distinta, más cercana, del Padre.
No sé por qué, en ese momento, a pesar del hondo dolor, no podía llorar, tal vez porque
aún no lo quería acabar de creer. Se me agolpaban en la cabeza muchos recuerdos de
momentos pasados con él, de cartas enviadas y recibidas, de textos suyos… Hacía poco,
en marzo, habían sido las bodas de oro de su ordenación sacerdotal y le había enviado
una carta en la que le aseguraba mi oración por él:
Le encomiendo constantemente y pediré muchísimo para que su sacerdocio siga siendo igual de eficaz. Le pido
a San José —a quien también nos ha enseñado a querer— que le quiera mucho, mucho, mucho, le mantenga
las fuerzas y el garbo todo el tiempo posible. Mire que ahora ya no solo le necesitamos sus hijos, sino el
mundo entero[2].

Efectivamente, cuando pensaba en el Padre mirando a todos sus hijos desde el Cielo, me
convencía de que ahora ya no le necesitábamos solo nosotros, sino también todas esas
personas que se habían acercado a la luz de Cristo —y seguirían haciéndolo— gracias a
su ejemplo y sus enseñanzas. Y aunque tenía mucha seguridad en que el Padre estaba en
el Cielo, su marcha continuaba doliendo. Pocos días después, llegó una preciosa carta
escrita por don Álvaro, que nos escribía como hermano mayor y nos contaba todos los
detalles de la muerte del Padre. Me costó mucho leerla, porque era como remover la
herida, según él mismo señalaba. Seguía sin lágrimas, tratando de hacer propia lo que
don Álvaro en su carta llamaba «la etapa de la continuidad en la fidelidad». En mi
oración interrogaba al Señor, queriendo entender por qué se llevaba al Padre, pero a la
vez, no dejaba de darle gracias por haber podido conocerle. Sabía que Dios había sido
muy generoso conmigo y que, si yo era feliz, se debía a la fidelidad de san Josemaría.
Ahora era más verdad que nunca lo que le escribía en 1962: Cada día deseo más hacer
solo lo que Él quiera, sin pesar ni medir, en todos los aspectos. Y como este deseo se lo
debo a la Obra, cada día la quiero más también. Todo me lo ha dado el Opus Dei, todo lo
que sé del Señor, de la Iglesia, de todo[3].
En septiembre, como nuestro Padre me había nombrado Electora, asistí al Congreso
convocado por don Álvaro —como está previsto por los Estatutos— para la elección del
sucesor. Lo primero que hice fue ir a la cripta de Santa María de la Paz, hoy iglesia
prelaticia del Opus Dei, donde estaban enterrados sus restos, a rezar ante esa sencilla
losa de mármol con la gran inscripción EL PADRE[4]. Y en ese momento sí que no
hubo más remedio que creérselo: el Padre estaba en el Cielo. Entonces vinieron las
lágrimas, imparables, aliviadas tan solo por la presencia de tantas otras personas de todo
el mundo, que sollozaban igual a mi lado, sin reparo, como quien ha perdido lo más
querido en esta tierra. Al mirar a quienes estaban también en aquella cripta, recordé
aquel punto de Camino en el que el Padre hablaba de la muerte del cristiano: Tú —si
eres apóstol— no has de morir. —Cambiarás de casa, y nada más[5]. El Padre había
cambiado de casa y desde allí, bien cerca de Dios y de nuestra Señora, nos cuidaría más
a todos sus hijos. Sabía que desde la Casa del Padre, san Josemaría estaba más cerca y

101
que todos mis deseos se podían convertir ya en peticiones y acciones de gracias directas.
Desde entonces, el trato con él ha sido bien fácil y connatural: para pedirle perdón, para
implorar su ayuda, para buscar consejo... y sobre todo para decirle ¡GRACIAS!

[1] Es Cristo que pasa, n. 13.


[2] Carta dirigida a san Josemaría en marzo de 1975.
[3] Carta dirigida a san Josemaría del 25 de noviembre de 1962.
[4] Tras la Beatificación de san Josemaría, sus restos fueron trasladados a la Iglesia Prelaticia de Santa María de
la Paz, donde actualmente reposan bajo el altar. En la tumba donde había estado enterrado san Josemaría, en la
cripta de la Iglesia Prelaticia, está enterrado ahora el beato Álvaro del Portillo.
[5] Camino, n. 744.

102
EPÍLOGO

COMO DECÍA AL COMENZAR ESTE LIBRO, san Josemaría ha estado siempre presente en mi
vida, también después de su fallecimiento. Reconozco que mi vida ha seguido
nutriéndose del espíritu que nos transmitió, y he podido palpar su continua intercesión
desde el Cielo. Tras el Congreso Electivo celebrado en Roma, regresé a Suiza, a mis
ocupaciones ordinarias. Sin embargo, la situación no era exactamente igual, puesto que
volví a la Residencia con la certeza de saber que toda la labor en nuestro país alpino
contaba ahora con un impulso mayor desde el Cielo gracias al cuidado de san Josemaría.
Desde aquel momento comencé a pedirle favores continuos de todo tipo y a acudir a su
intercesión para las distintas intenciones personales, profesionales o apostólicas. Estoy
convencida de que ha ido consiguiéndome las gracias necesarias para poder ayudar a
cada una de las residentes de Sonnegg, así como a mis alumnos de los institutos. Durante
años continué impartiendo clases de idiomas, tanto en la residencia, como en diversas
instituciones educativas. También me he dedicado desde entonces a labores de
formación y gobierno del Opus Dei, por lo que he tenido la suerte de trabajar tanto en
Suiza como en Roma, recordando siempre esos años en los que trabajé cerca de san
Josemaría en la Ciudad Eterna.
No puedo olvidar tampoco dos momentos que han supuesto un “encuentro” especial
con él: su beatificación y su canonización. Ver al Padre elevado a los altares fue, para
mí, un momento muy especial. A partir de entonces se hacía más real que la figura del
Padre y sus enseñanzas ya no eran solo una ayuda para sus hijos del Opus Dei, sino para
toda la Iglesia Universal. Me ilusionó escuchar las palabras de san Juan Pablo II en la
homilía de la Misa de la Canonización, animándonos a todos a seguir las huellas del
nuevo santo: «También hoy esta enseñanza suya es actual y urgente. El creyente, en
virtud del bautismo, que lo incorpora a Cristo, está llamado a establecer con el Señor una
relación ininterrumpida y vital. Está llamado a ser santo y a colaborar en la salvación de
la humanidad»[1]. Por supuesto, en aquellos momentos, no podía dejar de recordar todo
lo que había aprendido de nuestro Padre, su sonrisa amable y sus mil detalles. Me unía a
la acción de gracias de tantas personas que se han acercado a Dios gracias a la fidelidad
de san Josemaría, y no paraba de agradecer a Dios nuestro Señor mi vocación al Opus
Dei, y la oportunidad de haber conocido de primera mano a un santo.
Años después de la Canonización, ya en junio de 2016, tras muchos años asentada en
Suiza, no esperaba recibir otra sorpresa en mi vida. Esta fue la ocasión —que no hubiera

103
podido imaginar— de tener la oportunidad de poder viajar a Tierra Santa, a la tierra de
Jesucristo. Aún estoy convencida de que esta experiencia maravillosa ha sido un regalo
de san Josemaría ahora que casi he alcanzado el “límite” de los 90 años. San Josemaría
aconsejaba meterse en las escenas del Evangelio como un personaje más, para conocer
íntimamente a nuestro Señor y a la Virgen:
¡Cómo sería la mirada alegre de Jesús!: la misma que brillaría en los ojos de su Madre, que no puede
contener su alegría —«Magnificat anima mea Dominum!» —y su alma glorifica al Señor, desde que lo
lleva dentro de sí y a su lado.

¡Oh, Madre!: que sea la nuestra, como la tuya, la alegría de estar con Él y de tenerlo[2].

El regalo de poder viajar a los lugares por donde caminó Jesús, donde predicó a sus
discípulos, donde se cumplió nuestra Redención, ha sido una ocasión extraordinaria para
actualizar esa alegría de estar junto a Jesús. El motivo fue el comienzo de otro de los
sueños de san Josemaría que nunca vio hecho realidad durante su vida: Saxum. El Padre
siempre deseó visitar Tierra Santa durante su vida para seguir, también en eso, los pasos
de Jesucristo. Con palabras del beato Álvaro del Portillo: «Él tenía un gran deseo de ir a
Tierra Santa; rezó como un personaje más del Evangelio, tomando nota de cada detalle,
pero como nunca había estado ahí, creó el paisaje lo mejor que pudo según lo que había
estudiado y leído». Y ese deseo se extendía también a todos sus hijos y a sus familias y
amigos, pues quería que todos tuvieran la oportunidad de «rezar, arrodillarse y besar el
suelo que Jesús pisó». San Josemaría nunca visitó la tierra de Jesús, cosa que sí hizo don
Álvaro en los que fueron sus últimos días en la tierra: el 23 de marzo de 1994, tan solo
unas pocas horas después de haber regresado a Roma desde su peregrinación a Tierra
Santa, Dios le llamó a su presencia. Había celebrado su última Misa en la Tierra en la
Iglesia del Cenáculo, en Jerusalén. Ese mismo año, inspirado por el deseo de san
Josemaría y en memoria del beato Álvaro del Portillo, Mons. Echevarría impulsó la
puesta en marcha de un centro en Tierra Santa que se llamaría Saxum, “piedra” en latín.
El nombre era en recuerdo del apelativo usado por san Josemaría para referirse a don
Álvaro, en alusión a su firmeza y su fidelidad, en la que se podía apoyar como sobre una
roca para sacar el Opus Dei adelante. Por eso, ya desde que supe que tendría la enorme
suerte de ser una de las primeras en visitar aquel centro, que abría sus puertas en junio de
2016, me llené de ilusión. Sabía que todo en aquel lugar me recordaría los sueños de san
Josemaría, de que todos los hombres nos enamoráramos más de Jesucristo: Que busques
a Cristo. Que encuentres a Cristo. Que ames a Cristo[3].
Antes de emprender el viaje, comencé a prepararme para la gran aventura leyendo una
serie de artículos sobre “Tierra Santa y las huellas de la fe”. Saxum deja traslucir el gran
cariño con el que se ha preparado esa casa, con la cooperación de gente de todo el
mundo. La vista del paisaje desde el jardín te hace pensar enseguida en que ese mismo
horizonte era el que veía el Señor: a mí, sobre todo, me llamó la atención el color rosado
del cielo, tan distinto al de las latitudes suizas. Elia, el guía en nuestro viaje, sabía muy
bien el idioma porque había estudiado ingeniería en Alemania y se había casado con una
alemana que volvió con él a Jerusalén, se “ocupó” de mí desde el primer momento: la

104
edad se puede ocultar solo hasta cierto punto... Siempre estaba pendiente de si tenía
demasiado calor, si necesitaba agua, si el trecho a caminar era demasiado largo, si podía
subir unas escaleras... Se adelantaba para encontrar una solución que me ahorrara
esfuerzos.
Fueron días de oración, especialmente intensa cuando visité el Huerto de los Olivos,
desde donde se contempla toda Jerusalén, las murallas, las grandes mezquitas y
basílicas… El día que fuimos a Galilea fue fácil tener presente lo mucho que el Señor
tuvo que caminar por esos caminos polvorientos. Daba vértigo pensar en sus frecuentes
desplazamientos a Jerusalén, y no sorprende que los evangelistas mencionen su
cansancio, como en los pasajes del pozo de Jacob o de la tormenta en el lago de
Genesaret. Estando a la orilla de ese lago es fácil imaginar la silueta de Cristo frente a las
multitudes, y su voz rogando a Pedro que le deje subir a su barca y la conduzca mar
adentro. Duc in altum. A san Josemaría le gustaba repetir aquellas palabras del Señor a
san Pedro. Ahí, donde Jesús encontró a aquel Pedro pescador, resulta casi espontáneo
rezar por el Papa y la Iglesia. Me encantó poder estar ahí donde nació la Iglesia, con la
mente escapándose a tantos recuerdos de tierras romanas. Jesús disfrutaría de aquel
lugar, apreciando la belleza del lago, sus reflejos en todos los tonos del azul y del malva.
Recogí unas pequeñas conchitas y una piedra de la orilla para llevarlas como recuerdo a
Suiza. Es una experiencia emocionante recibir el sacramento de la Eucaristía en lugares
que han sido testigos de la Encarnación del Hijo de Dios. En Ain Karim, el lugar en el
que la Virgen pronunció el Magnificat, nos llenamos de alegría al considerar la Santa
Humanidad de Nuestro Señor: Un Rey con corazón de carne, como el nuestro; que es
autor del universo y de cada una de las criaturas, y que no se impone dominando:
mendiga un poco de amor, mostrándonos, en silencio, sus manos llagadas[4]. Y
finalmente, también recorrimos en nuestra oración los momentos de su Muerte y
Resurrección en la Iglesia del Santo Sepulcro, donde se puede ver también el agujero de
la Cruz en el Calvario y la losa sobre la que reposó el cuerpo torturado de Jesús al
bajarlo de la Cruz. Es el lugar más sagrado del mundo, donde agradecí de nuevo a
nuestro Padre el haberme ayudado a descubrir a Jesús a través del Evangelio:
Considera lo más hermoso y grande de la tierra..., lo que place al entendimiento y a las otras potencias..., y
lo que es recreo de la carne y de los sentidos...

Y el mundo, y los otros mundos, que brillan en la noche: el Universo entero. —Y eso, junto con todas las
locuras del corazón satisfechas..., nada vale, es nada y menos que nada, al lado de ¡este Dios mío! —¡tuyo!
— tesoro infinito, margarita preciosísima, humillado, hecho esclavo, anonadado con forma de siervo en el
portal donde quiso nacer, en el taller de José, en la Pasión y en la muerte ignominiosa... y en la locura de
Amor de la Sagrada Eucaristía[5].

En el río Jordán, aproveché para llenar una botella de agua, para llevarla a una amiga
mía cuyo nieto tenía ya cinco meses pero los padres no se mostraban muy dispuestos a
bautizarle. A mi regreso a Suiza aquel detalle la entusiasmó tanto, a ella y a los padres
del niño, que decidieron que Giovannino recibiera el Bautismo. Aquella agua recogida
donde el Señor fue bautizado, sirvió para que un niño se hiciera hijo de Dios, y a mí me
llenó de agradecimiento. En Tierra Santa se hace más evidente que lo único que importa

105
es ir al Cielo, donde seremos definitivamente felices. Termino por eso como empecé:
agradeciendo a Dios y a san Josemaría por las bondades que han derrochado conmigo a
lo largo de toda mi vida.

[1] San Juan Pablo II, Homilía de la Misa de Canonización del Beato Josemaría Escrivá de Balaguer, 6 de
octubre de 2002.
[2] Surco, n. 95.
[3] Camino, n. 382.
[4] Es Cristo que pasa, n. 179.
[5] Camino, n. 432.

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MARÍA CASAL nació en Guillena (Sevilla) en 1929, de padres suizos. Estudió
Medicina en Barcelona.
En Pamplona participó en la fundación de la Escuela de Enfermeras (hoy Facultad de
Enfermería) de la Universidad de Navarra. Más tarde fue profesora en el Colegio
Romano de Santa María (Castelgandolfo, Italia). Ya en Suiza, dirigió una residencia de
estudiantes y, desde entonces, vive en ese país.

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Salvador Canals
Méndiz Noguero, Alfredo
9788432151255
476 Páginas

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Salvador Canals fue un testigo cualificado de su época (1920-1975), en especial


en dos importantes esferas de la historia de la Iglesia en el siglo XX: la Curia
romana y el Opus Dei. Su biografía, por tanto, es historia de la Iglesia
encarnada en una trayectoria personal. Canals nace en España, pero su vida
discurrirá casi en su totalidad en Roma, en profunda unidad con el Papa y con
san Josemaría. Allí vivirá durante la Segunda Guerra Mundial y, ya ordenado
sacerdote, participará activamente en el Concilio Vaticano II y trabajará como
juez del tribunal de la Rota romana, dejando una huella profunda de ayuda y
amistad en numerosas personas.

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Roma, dulce hogar
Hahn, Scot
9788432150098
200 Páginas

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Scott y Kimberly Hahn -un matrimonio norteamericano- ofrecen el testimonio


cálido, alegre y realista de su conversión al catolicismo. Formados en la Iglesia
presbiteriana, inician una peregrinación espiritual que transforma toda su vida;
es un camino de búsqueda de la verdad y adhesión a la voluntad divina, que
culminó en la inmensa alegría de ser recibidos en la Iglesia católica. Desde
entonces, los Hahn ofrecen charlas por todo su país y graban cintas que se
difunden por el mundo entero. Miles de personas han podido así conocer tanto
su experiencia, como las verdades y la belleza de la fe católica. Éste es el relato
de su historia, y atrae al lector desde el comienzo. Es una motivadora invitación
a tomarse más en serio la fe, a vivirla de forma más plena, y a compartirla con
los demás. La edición original en inglés se ha traducido a otras muchas lenguas,
como el francés, el italiano, el alemán o el chino.

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En diálogo con el Señor
Escrivá de Balaguer, Josemaría
9788432148620
512 Páginas

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Este volumen de las obras completas, primero de la serie Textos de la


predicación oral, recoge el texto de veinticinco predicaciones de san Josemaría
entre 1954 y 1975. Dirigidas en su momento a miembros del Opus Dei, sus
palabras son ahora publicadas por primera vez para un público general, en el
contexto de sus obras completas, para que "muchas otras personas —además
de los fieles del Opus Dei— descubran una ayuda para tratar a Dios con
confianza y afecto filial". Su título "manifiesta bien el contenido y finalidad de
esta catequesis: ayudar a hacer oración personal", en palabras de Javier
Echevarría. El estudio crítico-histórico ha sido llevado a cabo por Luis Cano,
secretario del Instituto Histórico San Josemaría Escrivá de Balaguer y profesor
de Historia de la Iglesia en el Istituto di Science Religiose all'Apollinare (Roma) y
Francesc Castells i Puig, licenciado en Historia y doctor en Filosofía, y miembro
del mismo Instituto.

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Amar al mundo apasionadamente
Escrivá de Balaguer, Josemaría
9788432141812
80 Páginas

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Este libro es una edición especial de la célebre homilía predicada por San
Josemaría Escrivá en el Campus de la Universidad de Navarra, en 1967. Se ha
preparado con ocasión del 40º aniversario del día en que la pronunció. E n esta
edición, la homilía va precedida de un Prólogo de Mons. Javier Echevarría,
Prelado del Opus Dei, y acompañada de un análisis del Prof. Pedro Rodríguez,
que constituye una guía para su lectura actual. "El Fundador del Opus Dei
preparó esa homilía con mucho interés (...), deseoso de llegar al corazón y a la
mente de los que iban a escucharle en Pamplona. Ese texto, plenamente
embebido de las enseñanzas del Concilio Vaticano II y del espíritu del Opus Dei,
fue considerado por muchos comentaristas como la carta magna de los laicos
(...). Esta homilía de San Josemaría no sólo conserva su frescura y fuerza
originales, sino que se muestra más actual que nunca." (del Prólogo de Mons.
Javier Echevarría). Desde 1968 se incluye este texto en Conversaciones con
Mons. Escrivá de Balaguer.

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Escondidos
González Gullón, José Luis
9788432149344
482 Páginas

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El inicio de la Guerra Civil española, en 1936, sorprendió al fundador del Opus


Dei y a la mayoría de sus miembros en la zona republicana. Todos se
escondieron para evitar la dura represión revolucionaria. Con el paso de los
meses, los refugios y asilos dieron paso a las escapadas y expediciones. Gracias
al desvelo de José María Escrivá, el Opus Dei sobrevivió en medio de la tragedia
desencadenada por el conflicto armado.

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125
Índice
PORTADA INTERIOR 2
CRÉDITOS 3
DEDICATORIA 4
ÍNDICE 5
PRÓLOGO 6
I. INFANCIA EN ANDALUCÍA. LA GUERRA CIVIL 8
II. LA SEGUNDA GUERRA MUNDIAL 16
III. VOCACIÓN PROFESIONAL 21
IV. ESTUDIOS DE MEDICINA. ENCUENTRO CON EL OPUS
27
DEI
V. LEJOS DE LAS DOS ORILLAS 33
VI. REMANDO EN LA NUEVA ORILLA 45
VII. EL GERMEN DE UNA AVENTURA 55
VIII. LA ESCUELA DE ENFERMERAS 63
IX. LA CERCANÍA DE UN SANTO 72
X. A ROMA “DEFINITIVAMENTE” 82
XI. SUIZA, UN VOLCÁN CUBIERTO DE NIEVE 94
EPÍLOGO 103
ARCHIVO FOTOGRÁFICO 107
AUTOR 115

126

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