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UN DISPARO EN LA LUZ

Verano de 1978. Yo recorría el sudoeste de Estados Unidos trabajando como vendedor


de joyas y objetos de regalo. Vendía una amplia variedad de cosas, desde cristales
austríacos hasta pendientes hechos con plumas. Cuando iba de Las Vegas a Los Ángeles
paré para ayudar a un conductor cuyo coche se había averiado en el desierto de Mojave.
El pobre estaba de mala racha, no tenía planes ni ningún sitio adonde ir, así que le dejé
que viajase conmigo. Se llamaba Ray y aparentaba veintipocos años. Era bajito, fibroso,
ágil, aunque algo delgado y demacrado, como si estuviese desnutrido. Me daba pena y,
en los tres días que estuvimos juntos, comencé a confiar en él. Incluso empecé a
encargarle que hiciese algunos recados mientras yo visitaba las tiendas para vender mis
productos. Un día le regalé ropa mía y se le veía feliz por tener algo nuevo que ponerse.
Parecía tranquilo y contento. La tercera noche acampamos cerca de la reserva de
Puddingstone, al este de Claremont. Yo estaba sentado en la parte trasera de mi enorme
furgoneta, acomodando cosas dentro de los armarios para dejar sitio libre para la ropa,
los libros, la comida, los muestrarios y para el saco de viaje y demás bártulos de mi
pasajero. De pronto sonó una fuerte explosión y sentí un estallido seco y punzante en la
parte de arriba de mi cabeza. ¿Había explotado el hornillo de gas? Pero miré hacia arriba
y vi que estaba intacto. Después miré a Ray, que estaba sentado en el asiento del
conductor, y vi la pistola negra en su mano. Tenía el brazo apoyado en el respaldo del
asiento y me estaba apuntando a la cara. ¡Me había alcanzado una bala! Al principio
pensé que me estaba amenazando, que iba arobarme. Bueno, me dije, las cosas son así.
Vale, quédatelo todo, pensé. Quédatelo todo. Con tal que me dejes ahí fuera, por mí
puedes coger la furgoneta y marcharte. Otra explosión me sacudió y un silbido
insoportablemente agudo pareció atravesarme los tímpanos. Sentí como si me fuese a
estallar la cabeza de dolor y la sangre empezó a gotearme por la cara. No me está
amenazando, pensé. Va a matarme. Voy a morir. No había ningún sitio donde
esconderse. Yo estaba encajonado en una postura incómoda, rodeado de pequeños
armarios. No podía hacer nada. Me oí susurrar a mí mismo: «Relájate. No puedes hacer
nada. Respira. Mantente despierto». Me puse a pensar en la muerte y en Dios. «Hágase
tu voluntad, no la mía». Aflojé el cuerpo y comencé a relajarme, a dejarme caer hacia
atrás. Me concentré en mi respiración, en el aire entrando y saliendo, entrando y
saliendo, entrando y saliendo… Empecé a prepararme para morir. Rogué que todos
aquéllos a los que había hecho daño me perdonasen y ofrecí mi perdón a todos los que
me lo habían hecho a mí durante el transcurso de mi vida. Era como si proyectasen
hacia atrás una película a todo color de mis veintiséis años de vida. Pensé en mis padres,
en mis hermanos y hermanas, en mis amantes, en mis amigos. Dije adiós. Dije «Te amo».
Otra explosión sacudió la furgoneta y encogí el cuerpo. La bala no me dio. Pasó a apenas
unos milímetros y atravesó el armario en el que estaba apoyado. Volví a relajarme y a
caer en un estado de ensoñación. Mi suerte ya no podía durar más. Si era un revólver
todavía le quedaban tres balas. Esperaba que no fuese una pistola semiautomática. Lo
único que me importaba era estar en paz. Mi furgoneta, mi dinero, mi negocio, mis
conocimientos, mi historia personal, mi libertad, todo se convirtió en algo sin valor, sin
significado. Polvo en el viento. Lo único que tenía de valor era mi cuerpo y mi vida, y eso
iba a desaparecer dentro de poco tiempo. Mi atención estaba clavada en la chispa de luz
a la que llamé mi Yo, y mi conciencia empezó a expandirse hacia el exterior,
extendiéndose en el espacio y en el tiempo. Oí mis instrucciones con toda claridad:
MANTENTE DESPIERTO Y SIGUE RESPIRANDO. Le recé a mi Dios, al Espíritu Supremo,
y le pedí que me recibiese con los brazos abiertos. La luz y el amor me inundaban y se
proyectaban fuera de mi cuerpo como el haz luminoso de un faro, alumbrándolo todo a
mi alrededor. La luz crecía en mi interior y empecé a inflarme como un enorme globo
hasta que la furgoneta y todo su contenido parecieron diminutos. Me inundó una
sensación de paz y de resignación. Sabía que estaba a punto de abandonar mi cuerpo.
Comprendí la trayectoria temporal de mi vida, tanto la pasada como la futura. Vi cómo
la siguiente bala, a corta distancia del futuro, salía de la pistola, se dirigía hacia mi sien
izquierda y salía, junto con trozos de cerebro y sangre, por el lado derecho de mi
cabeza. Estaba totalmente sobrecogido. Ver la vida desde aquella perspectiva ampliada
era igual que mirar una casa de muñecas desde arriba y ver todas las habitaciones a la
vez, todos los detalles, tan reales e irreales al mismo tiempo. Observé aquella luz
dorada, tibia y acogedora con calma y aceptación. La cuarta explosión hizo añicos el
silencio y sentí cómo mi cabeza era empujada violentamente hacia un lado. Un pitido
ensordecedor me traspasaba las orejas. La sangre tibia me corría cara abajo, me caía por
los brazos y muslos y goteaba sobre el suelo. Pero, extrañamente, me encontré otra vez
en mi cuerpo y no fuera de él. Todavía rodeado de luz, amor y paz. Comencé a mirarme
el cráneo por dentro, en un intento de descubrir dónde estaban los agujeros. ¿Podría
ver cómo entraba la luz a través de ellos? Pasé revista rápidamente al estado de mis
sentimientos, capacidades, pensamientos y sensaciones, para comprobar si faltaba algo.
Seguro que la bala me había afectado. La cabeza me estallaba de dolor, pero me sentía
extrañamente normal. Decidí mirar a mi asesino; mirar a la muerte cara a cara. Levanté
la cabeza y volví los ojos hacia él. Se quedó horrorizado. Pegó un salto en el asiento y
gritó: —¿Por qué no estás muerto, hombre? ¡Tendrías que estar muerto! —Pero aquí
estoy —le dije con tono tranquilo. —¡Esto es alucinante! ¡Es igual que el sueño que he
tenido esta mañana! ¡Yo no paraba de disparar pero el tipo no se moría! ¡Pero no eras tú
el del sueño, era otro! Todo aquello resultaba muy extraño. ¿Quién habría escrito el
guión?, me pregunté. Empecé a hablarle despacio y con calma, intentando
tranquilizarle. Si logro que hable, pensé, tal vez no vuelva a dispararme. —¡Cállate!
¡Cállate! —chillaba él todo el rato, mientras miraba por la ventanilla hacia la oscuridad de
la noche. Se acercó a mí, nervioso, con la pistola en la mano y examinó mi
ensangrentada cabeza, intentando descubrir por qué las cuatro balas que me había
metido en el cuerpo no habían acabado conmigo. Yo todavía sentía cómo la sangre
resbalaba por mi cara y la oía gotear obre uno de mis hombros. —No entiendo por qué
no estás muerto, tío. ¡Te he disparado cuatro veces! —dijo Ray. —Será que todavía no es
mi hora — contesté tranquilamente. —Ya…, ¡pero te he disparado! — dijo, entre confuso
y desilusionado—. No sé qué hacer. —¿Qué es lo que quieres hacer? — le pregunté. —Lo
que quería era matarte, tío, coger esta furgoneta y marcharme lejos de aquí. Pero ahora
no sé. —Parecía preocupado, indeciso. Empezaba a moverse más despacio y ya no
saltaba de un lado a otro. —¿Y por qué querías matarme? —Porque tú lo tenías todo y yo
no tenía nada. Y ya estaba cansado de no tener nada. Ésta era mi oportunidad de
quedarme con todo. —Todavía seguía moviéndose de un lado a otro dentro de la
furgoneta, mirando por las ventanillas hacia la oscura noche que nos rodeaba. —¿Y
ahora qué quieres hacer? —le pregunté. —No lo sé, hombre —dijo con tono quejumbroso
—. Tal vez debería llevarte al hospital. Mi corazón dio un vuelco al considerar la
posibilidad, una salida. —Me parece bien. —Fue lo único que dije, puesto que no quería
que pensara que estaba perdiendo el control de la situación. Quería que aquella idea
fuese suya y no mía. Yo sabía que su furia surgía de la sensación de que no podía
controlar las cosas y no quería enfurecerle. —¿Por qué eras tan amable conmigo,
hombre? —Porque eres una persona, Ray. —¡Pero yo quería matarte! No paraba de sacar
mi pistola y de apuntarte cuando estabas durmiendo o no me veías. Pero eras tan
simpático conmigo que no podía hacerlo. Mi sentido del tiempo estaba alterado. Me di
cuenta de que no tenía ni idea de cuánto tiempo había pasado desde que recibí el
primer balazo. Después de lo que me parecieron varios minutos, Ray se acercó hasta mí,
que seguía acurrucado en una postura que me impedía moverme, y me dijo: —Está bien,
tío, te voy a llevar a un hospital. Pero no quiero que te muevas, así que voy a ponerte
algo para que no te muevas, ¿vale? Ahora me pedía permiso. —Vale —dije en voz baja.
Cogió algunas cajas de muestrarios y las puso alrededor de mí. —¿Estás bien? —
preguntó. —Sí, estoy bien. Un poco incómodo, pero estoy bien. —Vale, tío. Te voy a
llevar a un hospital que conozco. Ahora no te muevas. Y no te mueras, ¿vale? —Vale —le
prometí. Sabía que no me iba a morir. Aquella luz, aquel poder dentro de mí era tan
fuerte, tan claro. Cada vez que respiraba sentía como si fuese la primera vez, no la
última. Iba a sobrevivir. Lo sabía. Ray cerró el respiradero del techo de la furgoneta,
ajustó las agarraderas y puso en marcha el motor. Sentí cómo la furgoneta recorría el
camino de tierra hasta llegar al asfalto y se encaminaba hacia mi libertad. Condujo y
condujo, yo no tenía ni idea hacia dónde me llevaba. ¿Iríamos a un hospital, como dijo, o
a hacia algún horrible desenlace? Si había sido capaz de dispararme con una pistola,
también era capaz de mentir o de cosas peores. ¿Cómo sabía hacia dónde ir? Estábamos
en Claremont. Los Ángeles quedaba a más de una hora de allí. Durante ese tiempo me
dediqué a repasar los acontecimientos y a analizar los últimos tres días, en un intento
por comprender qué era lo que había sucedido y por qué. De pronto sentí que la
furgoneta aminoraba la marcha, se salía del camino y se detenía. Apagó el motor. Todo
se quedó en silencio. Esperé. Fuera seguía oscuro. No nos habíamos metido en ninguna
entrada de edificio. No había luces. Aquello no era un hospital. Ray se pasó a la parte de
atrás de la furgoneta con la pistola en la mano. Apartó una de las cajas y se sentó sobre
la colchoneta de gomaespuma delante de mí. Miraba el suelo fijamente y parecía
angustiado. Sus palabras se clavaron como un cuchillo en mi nube de esperanza. —
Tengo que matarte, tío —dijo con calma. —Pero ¿por qué? —pregunté en voz baja. —Si te
llevo al hospital, me meterán en la cárcel. Y yo no puedo volver a la cárcel, hombre. No
puedo. —No te van a meter en la cárcel porque me lleves al hospital —dije lentamente,
fingiendo que me sentía débil y que no podía moverme. Sabía que se presentaría la
oportunidad de sorprenderle, reducirle y quitarle la pistola. Mientras él no supiese que
me sentía bien, yo contaba con cierta ventaja. —Claro que sí, tío. Se darán cuenta de que
he sido yo el que te ha disparado y me encerrarán. —Pero no tenemos por qué decirlo.
Yo no voy a decirlo. —No puedo confiar en ti, hombre. Ojalá pudiese, pero no puedo. No
puedo volver a la cárcel y se acabó. Tengo que matarte. Parecía desesperado. Aquello no
era lo que él quería. La pistola colgaba de su mano, apuntando hacia el suelo. Yo seguía
rodeado de cajas. No podía calibrar cuánta fuerza me quedaba y si era suficiente como
para incorporarme de golpe y reducirle. Él era pequeño pero fuerte. ¿Estaría todavía
lleno de adrenalina? Si era así, aquello le haría más fuerte. Mi poder estaba en las
palabras, en el manejo de la espada verbal. Si podía lograr que continuase hablando, no
emprendería ninguna acción violenta. —Tal vez pueda entrar solo en el hospital, Ray. Tú
no tienes por qué estar allí. Podrías marcharte. —No, tío —dijo, moviendo la cabeza de
un lado a otro—. En cuanto se lo digas, vendrán a por mí. Me encontrarán. Me quedé
callado. No ha funcionado, pensé. —¿Por qué no estás muerto, hombre? —volvió a decir
—. Te he disparado cuatro veces en la cabeza. ¿Cómo puede ser que estés vivo y sigas
hablando? ¡Tendrías que estar muerto! Sé que no he fallado. —Volvió a mirarme la
cabeza, cogiéndola con las manos y moviéndola a izquierda y derecha—. ¿Te duele? —
preguntó. Parecía preocupado de verdad. —Sí, me duele —le mentí—. Pero creo que me
pondré bien. —Bueno, es que no sé qué hacer. No puedo llevarte al hospital. Tampoco
puedo dejarte ir, así como así, porque irás a la policía. ¿Por qué te has portado tan
increíblemente bien conmigo, tío? Nadie me ha tratado así de bien en mi vida. Eso ha
hecho que fuese más difícil matarte. No parabas de comprarme cosas y de regalarme
cosas. Yo ya no podía ni decidir cuándo debía hacerlo. No dijo «si», sino «cuándo». —¿Y
qué harías con todas estas cosas si fuesen tuyas, Ray? —le pregunté. —Podría volver a
casa y ser alguien. Podría trabajar. Tendría suficiente dinero para abrirme camino, tío. —
Ray empezó a hablar. Habló sobre su casa al este de Los Ángeles, de la pobreza que le
rodeaba, de su ira, de los maestros que le hacían sentirse estúpido en la escuela, de su
padre que bebía demasiado y le pegaba y de cómo la calle le convirtió en un tipo duro.
Habló de sus planes de entrar en el ejército porque se suponía que podía ser una
solución, pero no pudo soportar que le dijeran continuamente lo que tenía que hacer,
así que se ausentó sin permiso. Habló del tráfico de drogas y de cómo el negocio de la
droga empezó a ir mal y acabó timando a sus colegas camellos. Por eso tuvo que
marcharse de Los Ángeles, porque le estaban buscando. Habló de cómo le robó a su
padre la pistola y el dinero antes de marcharse, entonces se dio cuenta de que no tenía
dónde esconderse y decidió regresar. Tal vez pudiera organizar otro robo y hacerse con
bastante dinero. Sólo necesitaba dar un golpe, encontrar a algún idiota. Si encontraba a
alguien lo bastante rico, podría devolver el dinero a los camellos y empezar otra vez. Así
que decidió matar al primero que parase. El primero que estuviera dispuesto a ayudarle.
Yo. Comenzaba a amanecer, el cielo pasaba lentamente del azul añil al azul celeste. El
canto de los pájaros hizo que me sintiese agradecido de estar vivo. —Estoy entumecido
y me duele todo, Ray. Me vendría bien levantarme y estirar las piernas. Llevaba seis
horas en la misma postura. Tenía la cara y el pelo cubiertos de sangre seca. Me dolían
las espinillas de tenerlas aplastadas contra el canto de la puerta de un armario y
también la espalda, que ya estaba totalmente tiesa. —Está bien, hombre, voy a dejar que
te levantes, pero no hagas ninguna tontería, ¿vale? —Vale, Ray. Tú dime lo que tengo que
hacer y yo lo hago. Recuérdale que es él quien manda. No permitas que sienta que no
controla la situación. Busca una oportunidad. Quitó las cajas que me rodeaban,
retrocedió con la pistola en la mano y abrió la puerta. Me arrastré lentamente y bajé de
la furgoneta, poniéndome en pie por primera vez. Qué hermoso me pareció el mundo
visto con mis nuevos ojos. Todo brillaba como si fuese de cristal reluciente. Nos
habíamos detenido en una calle de una zona residencial, cerca de un pequeño estanque,
al final de un terraplén. Me hizo un gesto señalándome el sendero de tierra que
conducía hasta el agua. Mientras bajaba la pendiente, pensé: «¿Otra vez la muerte me
dará unos golpecitos en el hombro? ¿Me disparará por la espalda para luego
tirarme al agua?». Me sentía débil y vulnerable, pero, al mismo tiempo, inmortal e
inmune a sus balas. Caminaba erguido y sin temor. Me siguió hasta el borde del agua y
se quedó de pie junto a mí mientras me arrodillaba, me lavaba la sangre de las manos y
del rostro y me echaba agua fresca por encima. Me incorporé lentamente y miré a Ray
cara a cara. Él me observaba con curiosidad. —¿Qué harías si te diera ahora esta pistola?
—me preguntó, alargándome el arma. Le respondí lo primero que pensé: —La tiraría al
agua. —Pero ¿es que no estás cabreado conmigo, hombre? —preguntó. No se lo podía
creer. —No, ¿por qué iba a estarlo? —¡Te he disparado, tío! ¡Tendrías que estar cabreado!
¡Yo estaría tan cabreado que te cagas! Pero ¿es que no querrías matarme si te diera esta
pistola? —No, Ray. ¿Por qué iba a quererlo? Yo tengo mi vida y tú tienes la tuya. —No te
entiendo, tío. Eres realmente raro, realmente diferente de toda la gente que he
conocido en mi vida. Y no sé por qué no te moriste cuando te disparé. Silencio. Mejor no
contestar. Mientras estábamos de pie al borde del agua me di cuenta de que Ray había
sufrido una transformación tan profunda como la que yo había experimentado. Ya no
éramos las mismas personas del día anterior. —¿Y ahora qué hacemos, Ray? —No lo sé,
hombre. No puedo llevarte al hospital. No puedo dejarte ir. No sé qué hacer. Así que
seguimos hablando, buscando una solución para su dilema. Estudiamos las diferentes
posibilidades: ¿a qué acuerdo podíamos llegar? Yo le sugería cosas, él me explicaba por
qué no darían resultado. Yo sugería otras
posibilidades. Él escuchaba, sopesaba, rechazaba y, poco a poco, iba transigiendo.
Buscábamos un pacto. Al final, logramos acordar un compromiso: yo le dejaría marchar
y él me dejaría marchar. Prometí no denunciarle ni informar a la policía, pero sólo con
una condición: tenía que prometerme que jamás volvería a hacer una cosa así. Lo
prometió. ¿Qué otra elección le quedaba? Cuando el sol empezaba a asomar por detrás
de las colinas, nos subimos a la furgoneta. Yo iba sentado en el asiento del acompañante
mientras él conducía hacia un lugar que decía
conocer. Aparcó y le di todo el dinero en efectivo que tenía, unos doscientos dólares, y
un par de relojes que pensé que podría empeñar. Cruzamos juntos la calle. Brillaba el
sol. Era temprano pero ya comenzaba a hacer calor. Él llevaba su chaqueta del ejército y
el saco de dormir debajo del brazo y su bolsa de viaje colgada al hombro. En algún
rincón de esa bolsa había una pistola negra. Nos dimos la mano. Le sonreí y él parecía
seguir confuso. Después le dije adiós y me alejé. En la sala de urgencias del hospital del
Condado de Los Ángeles un médico
me quitó las esquirlas de metal y los trocitos de piel y pelo y me cosió el cuero
cabelludo. Me preguntó qué había sucedido y contesté: —Me dispararon cuatro tiros. —
Es usted un hombre de suerte — dijo—. Sólo le alcanzaron dos balas y las dos le
rebotaron en el cráneo y volvieron a salir. Ya sabe que tiene que informar de esto a la
policía. —Sí, lo sé —contesté. Ya sabía que había tenido suerte, pero, más que nada, me
sentía bienaventurado. No fui a la policía. Había hecho una promesa y había recibido
otra a cambio. Yo cumplí la mía. Me gusta creer que Ray cumplió
la suya.
LION GOODMAN San Rafael, California

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