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¿Y los padres de Paula?

Era el año del Mundial de Argentina. Mónica Grinspon y Claudio Logares se habían conocido
estudiando Agronomía. Militaban en Montoneros y para ese entonces ya se habían casado.
Eran tiempos extremadamente peligrosos. Ellos lo sabían. Por eso, tras un breve paso por Mar
del Plata decidieron instalarse en Uruguay, tratando de escapar de la dictadura de Videla.
Partieron los tres, como familia, junto a su pequeña hija Paula Eva, quien aún no había
cumplido dos años.

El jueves 18 de mayo de 1978 era feriado en el país vecino, donde “reinaba” el macabro Plan
Cóndor. En Montevideo, el matrimonio decidió llevar a Paula hasta el Parque Rodó. Esa tarde
una patota secuestró a toda la familia. Los trasladaron a la Brigada de Investigaciones de San
Justo. Allí, el subcomisario Rubén Lavallén se apropió a Paula, y la anotó –en complicidad con
su mujer– como hija biológica con dos años menos de edad, como “nacida” al momento del
operativo.

Elsa Pavón, la abuela de Paula y mamá de Mónica, no se quedó quieta. Viajó a Uruguay, al
departamento que habitaban los jóvenes. Allí faltaba todo, hasta la ropa de la bebé. Buscó por
cielo y tierra. Llegó hasta el vicario castrense, monseñor Emilio Graselli, quien le mintió en la
cara, como lo hiciera con otras miles de madres desesperadas.

Elsa gastó sus suelas en hospitales, cárceles, ministerios, iglesias. No dejó puerta sin golpear.
En La Plata conoció a Chicha Mariani y a Licha de la Cuadra. La invitaron a sumarse a
Abuelas. Nunca más se separó. Dejó de trabajar para dedicarse de lleno al desafío de
encontrar a su nieta. Desde entonces, la búsqueda de Paula (como la de todo el resto) fue
colectiva. Qué no hicieron ese puñado de mujeres valientes por ubicar a la niña, sería muy
largo de contar, como para escribir un libro. Hasta lo inimaginable llegaron a hacer en esa
pesquisa de tono detectivesco y dramático, a la vez. En Brasil les acercaron una foto. Era
Paula. Llegaron a ubicar la casa del apropiador. Elsa viajaba todos los días desde Banfield
hasta Chacarita solo para estar cerca, para tratar de ver a la pequeña, para rondar el domicilio.
Así, un año y medio. Hacía compras cotidianas en ese barrio que no era el suyo pero en el que
un criminal tenía lo más preciado de su vida. Se cambiaba de peinado, de ropa, de zapatos,
para no despertar sospechas cuando compraba en la verdulería cercana a la casa de Paula.
Un día llegó a verla, de espaldas. Regresaba de la escuela, enfundada en un extraño
guardapolvo rosa. La emoción y el shock la envolvieron por completo. Aquella vez no se animó
a hablarle.

Aún faltaba para que la Justicia decidiera a fondo en el asunto. El primer día hábil del regreso
de la democracia, en 1983, Abuelas de Plaza de Mayo hizo la primera denuncia. Había mucho
que probar: identidad falsa, papeles, trámites interminables y cierta pereza judicial para
avanzar. Mientras tanto, el represor Lavallén seguía mudándose de casa en casa, huyendo
(“Lo hacemos porque una mujer mala nos molesta”, llegó a decirle a la niña). Al mismo tiempo,
avanzaban las muestras de sangre y estudio de ADN en el Hospital Durand.

Recién a fines de 1984 Elsa Pavón pudo sentarse ante el Tribunal Oral Federal N°6 y contar
durante tres horas su historia y la de Paula Logares. No solo lloró ella mientras narraba aquel
infierno sino que no podían ocultar el llanto ni los abogados, ni los propios jueces ni la sala
desbordada.

Elsa se sentó al lado de Paula, reacia a reconocer una historia que le habían ocultado con
malicia. “Vos no sos nada mío, no te conozco” dijo furiosa la pequeña, ahora de ocho años. Su
abuela le había llevado fotos de ella y de sus papás, para que se reconociera. Paula lloraba.
Luego decidió detenerse en las imágenes. Cuando reconoció a su padre, se estremeció. La
niña repitió en voz baja el apodo que le recordó su abuela, como apelando a su memoria
emocional. Fue un instante. Y rompió en un llanto desesperado.

///

Hace cerca de tres años, en los Tribunales Federales de La Plata y durante el juicio por los
crímenes de lesa humanidad cometidos en la Brigada de Investigaciones de San Justo,
pudimos escuchar a Elsa Pavón en una sala colmada.

Apoyada en su inseparable bastón marrón, se sentó frente a los jueces. Dijo su nombre, su
estado civil y su edad, 82 años. Luego habló más de una hora. Es que a eso fue. A contarle a la
Justicia su derrotero, que lleva 40 años sobre sus espaldas insobornables, y a esperar de
quienes tienen la responsabilidad de reparar desde el Estado el daño inconmensurable por las
atrocidades cometidas por la dictadura, que les apliquen las penas a ese grupo de genocidas.

En estos años, Elsa declaró varias veces, en distintos juicios. Sin embargo, la noche anterior no
pegó un ojo. Todo lo que tenía para contar era sumamente importante. Su lucidez se mantiene
impecable. No olvidó nada. La mamá de Mónica Sofía Grinspon y la suegra de Claudio
Logares, quienes continúan desaparecidos, le contó a esos hombres de saco y corbata, y a la
querella, a los fiscales y los defensores, cómo movió cielo y tierra desde 1978, cuando sus
‘hijos’ (así llama a Mónica y a Claudio) desaparecieron en Uruguay en mayo de 1978 a manos
de la dictadura, a través del Plan Cóndor. Aquel día también secuestraron a Paula Logares, su
nieta de 23 meses. A la pequeña también la encapucharon en el operativo. Los trajeron al país.
Los papás de Paula sufrieron torturas en la Brigada; luego fueron trasladados al Pozo de
Banfield. Supo por una ex detenida cómo estuvo su hija en ese centro clandestino. “Era una
persona serena; estaba segura de que la iban a matar. Mónica vivió muy triste y preocupada
por su hija”, declaró.

Elsa narró un sinfín de circunstancias, de entrevistas estériles, de peripecias investigativas, de


encuentros afortunados con Chicha y sus demás compañeras de Abuelas; también de sus
decepciones detrás de la maraña burocrática judicial, mientras los hombres del tribunal no le
sacaban la vista de encima, atentos a cada detalle que la presidenta de la Asociación Anahí iba
hilvanando con precisión, memoria y firmeza.

Nunca bajó los brazos. Siguió adelante, aún después de recuperar a Paula en 1984 (primera
nieta restituida en democracia, a través de la genética) y tener su guarda. “Paula se cría
conmigo, aunque no me gusta el término “se cría”. La acompaño a crecer, mejor” –dijo en un
momento, y tomó un sorbo de agua–.

El pico de emoción llegó cuando volvió a narrar su encuentro con Paula, de ocho años, en el
juzgado. El rechazo de la niña. El diálogo de su verdadera abuela intentando desobturar su
memoria, cuando le refrescó cómo la pequeña llamaba a su papá. “Calio, le decías”. “Él te
llevaba a cococho y a vos te gustaba mirar la luna”, le dijo. Paula estalló en un llanto, luego se
durmió una hora y media. “Mi esposo murió tres meses después, pero acá estoy yo”, dijo Elsa
mirando al Tribunal.

Sobre el final, tras una hora larga donde el auditorio parecía contener la respiración, la abuela
sostuvo: “Admiro que mis hijos hayan tenido ese coraje. Eran excelentes personas. ¿Qué pasó
en nuestro país? ¿Qué pasó con ellos? Quiero entender por qué no están con nosotros los
mejores de una generación”, cerró.
–Señora, su declaración ha terminado. Muchas gracias –dijo en un tono neutro el presidente.
La sala volvió a explotar en un aplauso estruendoso, en lágrimas, en abrazos y con el grito
habitual “Mónica y Claudio, ¡presentes!”, entonado a coro.

En la foto a color, la familia, con Paula dormida a upa de su mamá, cuando los sueños y los
proyectos parecían posibles.

Por Héctor Rodríguez

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