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Por el lado económico, los gobiernos civilistas propiciaron el desarrollo de las exportaciones, que
se vieron alentadas en dichos años por la demanda de los nuevos países europeos que accedían a
la industrialización y la apertura del Canal de Panamá. Al azúcar, algodón y cobre se añadieron el
caucho de la Amazonía, el petróleo, las lanas del sur andino, el café y la cocaína (que hasta 1911
fue una exportación legal, por sus aplicaciones terapéuticas y medicinales).
La explotación de las materias primas demandó capitales que comenzaron a provenir del
extranjero, con la consiguiente desnacionalización de las empresas. La Cerro de Pasco Corporation
y la International Petroleum Company desarrollaron gigantescas explotaciones en la sierra central
y la costa norte, respectivamente, erigiendo los típicos “company towns” que la literatura
social denunciaría más tarde como enclaves imperialistas. Las haciendas azucareras y algodoneras
permanecieron en su mayor parte en manos de hacendados nacionales (muchos eran
descendientes de inmigrantes), pero para la comercialización de sus cosechas dependían en
ocasiones del crédito de las casas mercantiles extranjeras.
Estas transformaciones volvieron el sector exportador menos nacional, no solo porque ocurrieron
en gran medida bajo la conducción de capitales extranjeros, sino porque la moderna tecnología
desempleó muchos recursos internos que hasta el momento habían conseguido que las
exportaciones transmitiesen efectos multiplicadores al resto de la economía. Los ganaderos de
Huancavelica que producían llamas para el transporte de los minerales; los talabarteros de
Huamanga, Tarma y Jauja que fabricaban las riendas, alforjas y aparejos de los animales; los
arrieros que conducían los productos, así como lo veterinarios, salineros y artesanos que
colaboraban hasta los inicios del siglo XX con la actividad exportadora quedaron
desenganchados del crecimiento
económico. Sólo con muchas dificultades conseguirían algunos reciclarse como trabajadores
ferroviarios u obreros modernos en las unidades productivas.
La adopción de nueva tecnología ocurrió también porque la bonanza exportadora demandó miles
de trabajadores que, al comienzo, el país no estuvo preparado para proveer. La falta de hombres
dispuestos a vender cotidianamente su trabajo a cambio de un salario había sido un problema
crónico en el Perú desde la época colonial. En el siglo XIX la quietud de la economía, desgarrada
apenas por la locura del guano y la fiebre constructora de los ferrocarriles, no logró impulsar la
formación de un mercado laboral. Esclavos africanos hasta 1854, coolíes chinos primero y japonés
después atendieron hasta los inicios del siglo XX las demandas laborales que esporádicamente hizo
el sector empresarial. El auge exportador de las primeras décadas del siglo XX cambiaría este
panorama.
El enganche se convirtió así en un tema de denuncia social. Los casos más graves de abuso de los
trabajadores ocurrieron en las plantaciones de caucho de la Amazonía, donde el Estado carecía de
presencia. Los nativos eran ahí esclavizados y forzados a trabajar bajo amenaza de castigos físicos.
Lentamente, los enganchados aprendieron a ser obreros dóciles y disciplinados ya apreciar las
ventajas de un empleo estable que les rendían un salario monetario. Al final de la primera Guerra
Mundial los obreros contratados por la economía de exportación sumaban alrededor de 150000
hombres, que incluidas sus familias se acercaban al millón de personas. Añadido a este número el
de los trabajadores que indirectamente creaba el sector de exportación, como el de las tiendas de
comercio en las ciudades y los empleados públicos, podríamos decir que una mitad de la población
peruana quedaba inscrita dentro de la modernidad.
Bibliografía
Contreras, C. y Zuloaga, M. (2014). Historia mínima del Perú. México, D.F.: Turner, El Colegio de México.
Páginas 214-217.