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Antes que nada, debo admitir que no presté mucha atención a los cambios que me

sucedieron cuando atravesé el período de adolescente. Quizás esto haya sido así debido a que mi
familia no hubiera permitido ningún tipo de “rebeldía adolescente”, por lo que la solución más, o
menos inteligente ante este impedimento era la de reprimir lo que fuera que me estaba pasando.

Sin embargo, debo reconocer, concordar y citar a las autoras diciendo que fue “No […]
solamente un período de adaptación a los cambios corporales, sino una fase de grandes
determinaciones hacia una mayor independencia psicológica y social.” Estaba muy contento con
el hecho de haber pegado el “estirón puberal” y haber adquirido nuevas o mejoradas habilidades
con respecto a las destrezas físicas. Sin embargo no podía tolerar que la gente de mi entorno
notara más otros cambios propios de la pubertad. Me daba mucho pudor escucharlos comentar
sobre mi aumento del vello corporal o mi cambio de voz y esto hacía que viva en constante “enojo
con la sociedad”.

Mis cambios de humor fueron abismales y prefería pasar más tiempo fuera de casa que
soportar sus pequeñas discrepancias. En cierto modo mi “evolución del pensamiento abstracto”
me permitió comenzar a comprender las cosas de otra manera. Aun así, mi autoestima fue algo
que me costó mucho trabajarla ya que mi familia, pero sobre todo mis padres, me apoyaba y me
presionaba en lo que ellos creían era lo mejor para mí.

A pesar de cada crisis, enojo e incomprensión cada etapa y cada vivencia fue necesaria
para formarme como persona. Y tal y como dicen las autoras “El apoyo de la familia, aún en
situaciones donde no se compartan todos los puntos de vista de los hijos, es fundamental en
esta etapa del desarrollo del adolescente del adolescente […]”.

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