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Nietzsche capta intuitivamente esta situación y nos advierte que el conocimiento ejerce una
suerte de tortura sobre la realidad con el objeto de obligarla a revelar su verdad. Al hacerlo,
nos señala Nietzsche, el conocimiento distorsiona la realidad que busca entender. Esta es una
imagen adecuada. Sin embargo, no nos permite comprender la especificidad del mecanismo
de la distorsión. Para captar lo que está en juego, es importante reconocer que, siendo los
seres humanos seres lingüísticos, el lenguaje nos tiende trampas y éstas se expresan como
distorsiones en nuestro proceso de conocimiento.
Una de estas distorsiones que acometemos sobre la realidad apunta a una de estas trampas
del lenguaje. En efecto, buscando servir al conocimiento, el lenguaje establece distinciones,
separa y corta aspectos de la realidad, colocándole nombres a las distintas partes así
generadas. Pero esta separación es muchas veces una suerte de desmembramiento de la
realidad, pues al distinguir y separar cortamos las relaciones que esas partes mantienen entre
sí. Evidentemente no es la realidad, en sí misma, la que queda desmembrada, pues ésta, como
tal, sigue incólume. Es la manera como ella se presenta en el conocimiento la que se ve
afectada. La distorsión se manifiesta, por lo tanto, como una distorsión del conocimiento.
En el dominio de las ciencias, estas distorsiones se expresaron como dificultades para explicar
adecuadamente determinados fenómenos. Entre tales dificultades, cabe mencionar, por
ejemplo, el comportamiento que muchos de ellos registraban en el transcurso del tiempo.
También, la capacidad de entender situaciones altamente complejas, debido a la multiplicidad
de factores que en ellas intervenían, como sucedía, por ejemplo, con las condiciones
meteorológicas, No se entendía por qué, a partir de una cierta velocidad, los fluidos alteraban
su comportamiento uniforme anterior y desarrollaban turbulencia. Había, asimismo, un
conjunto de condiciones biológicas que no lograban ser adecuadamente explicadas. En fin, las
dificultades se multiplicaban.
Fue en el dominio del desarrollo científico donde se encontró un camino para hacerse cargo de
estos problemas, dando lugar al nacimiento de lo que hoy conocemos como el enfoque
sistémico. Una vez que ello se produce, éste se extenderá no sólo al conjunto de las disciplinas
científicas, sino también a otras modalidades de conocimiento. Hay quienes sostienen que el
enfoque sistémico ha perdido la relevancia que tuvo en un determinado momento, dado que
ya no se habla de él como se hacía antes. Pero esto último es sólo la expresión de su éxito.
Para entender el enfoque sistémico es conveniente situarse en el curso del desarrollo de las
ciencias. Para hacer es primero importante reconocer el impacto histórico que tuvo el
nacimiento de las explicaciones científicas. A diferencia de todas las demás explicaciones que
los seres humanos ofrecían para dar cuenta de lo que sucedía a su alrededor, el quehacer
científico alcanzaba lo que ningún otro tipo de explicación lograba producir. Para hacerlo,
establecía algunos criterios.
Uno de ellos consistía en explicar los fenómenos sólo a partir de fenómenos. Cualquier intento
de ir más allá de ellos (como lo hacía, por ejemplo, la religión o la metafísica) quedaba por
consiguiente clausurado. Conocida es la anécdota sobre el encuentro que tuvo el astrofísico
Pierre-Simon Laplace (1749-1827) con Napoleón, luego que publicara su obra Tratado de
mecánica celeste, en la que daba cuenta de las leyes de funcionamiento del universo. El
Emperador asombrado con el libro, le pregunta al científico cómo puede pretender explicar el
universo sin referirse a su Creador. Laplace le responde escuetamente, “Sire, je n’ai pas eu
besoin de cette hypothese” (“Su Señoría, esa hipótesis no me fue necesaria”). El Creador no
pertenece al dominio fenoménico.
A partir del criterio mencionado, las ciencias buscaban leyes generales del comportamiento de
los fenómenos, que permitían no sólo entenderlos, sino anticiparlos y, por lo tanto,
predecirlos. Pero lo más importante es que esa explicación posibilita también producirlos. La
explicación científica no sólo daba cuenta de ellos, a la vez permitía generarlo o impedirlo. Eso
no lo lograban las explicaciones no científicas.
La explicación científica, por lo tanto, no sólo otorgaba tranquilidad al alma, como acontecía
con otras, sino, por sobre todo, poder de intervención. Lo dicho no es trivial pues coloca el
énfasis no en el criterio de verdad, como suele hacerse, sino en el criterio del poder. Las
explicaciones científicas son sólo verdaderas hasta que se demuestra lo contrario. Ello significa
que sus verdades son siempre provisorias. No son nunca absolutas; son siempre relativas,
sujetas al desarrollo científico en el tiempo. Lo que las hace excepcionales es su poder. Vale
decir, lo que ellas permiten, no es sólo entender, sino, sobre todo, hacer. Nietzsche nos lo
reitera múltiples veces: lo que decide que determinadas interpretaciones se impongan sobre
otras no es una función de su verdad sino de su poder. En palabras del físico teórico
estadounidense, Richard Feynman (1918-1988), “lo que no puedo crear, no lo entiendo”. El
criterio básico de validación científica es la capacidad de intervención, de poder crear aquello
que se explica.
En su desarrollo histórico, las ciencias establecerán tres supuestos que, en el futuro, serán
cuestionados. El primero, es el supuesto del análisis, utilizado para enfrentar fenómenos
complejos, en los que intervienen múltiples factores. Éste criterio sostenía que, enfrentado a
una situación compleja, el científico debía desagregarla en sus partes más simples, explicar
cada una de estas partes y luego juntar sus explicaciones parciales para así dar cuenta de la
situación global que se configuraba.
El segundo supuesto sostenía que una explicación se expresa al interior de una matriz causa-
efecto, en la que el fenómeno explicado aparecía como el efecto de otro u otros que asumen el
papel de causa. Hacer ciencia implicaba, por lo tanto, considerar el fenómeno que se
procuraba explicar como efecto y buscar aquellos otros que lo causaban.
Por otro lado, en la Unión Soviética de la década de 1930, algunos biólogos, como P.K. Anokhin
(1898-1974), procuraban desarrollar un marco adecuado para comprender el comportamiento
de las plantas en su relación con el entorno y postulaban, inspirándose en la dialéctica de la
naturaleza desarrollada en su momento por Frederick Engels, lo que llamaban “sistemas
funcionales”, expresión ajena al léxico científico de esa época.
En ese contexto, surgen dos figuras que devendrán pioneros en el desarrollo de un enfoque
diferente. Se trata del biólogo austríaco-canadiense, Ludwig von Bertalanffy (1901-1972), que
desarrolla lo que llamará la “teoría general de sistemas”, sugiriendo caminos diferentes para el
quehacer científico, y del matemático norteamericano Norbert Wiener (1894-1964), quién
inaugura lo que, en su momento llamará, la cibernética. El de mayor influencia posterior será
Wiener y sobre éste último nos detendremos.
Por lo tanto, usando el radar, a los ingleses les era posible establecer con relativa exactitud la
velocidad y la dirección de los bombarderos alemanes, lo que los habilitaba a dirigir sus misiles,
ajustando su dirección de acuerdo al tiempo que éstos tomaban en llegar a sus blancos. Los
misiles, sin embargo, raramente daban en los bombarderos. Los aviadores alemanes,
conscientes de lo que hacían los ingleses, alteraban permanente su dirección y velocidad,
eludiendo así los misiles que se les disparaban. Ello implicaba que, cuando en la pantalla del
radar aparecía un bombardero alemán, la acción más segura que se ejecutaba era la de
encender la alarma en la ciudad, para que sus habitantes acudieran a los refugios anti-aéreos
para salvar sus vidas.
Enfrentando esta situación, el Pentágono le pide a Wiener que resuelva este problema, del
que, en gran medida, dependía el resultado de la guerra. Wiener se da cuenta de que requería
desarrollar una modalidad de intervención sustentada en aportes científicos que la ciencia de
su tiempo no entregaba. Necesitaba ser capaz de intervenir en un proceso en marcha, proceso
cuyo curso no era posible anticipar en sus inicios, pues éste cambiaba de acuerdo a las
decisiones que tomaban los agentes que en él participaban. La cibernética – uno de los
primeros nombres que asumirá el enfoque sistémico – nace, en importante medida, de la
resolución que Wiener hace de este problema.
Toda una nueva terminología va a abrirse camino a partir del trabajo de Wiener y su equipo,
acuñándose conceptos tales como los de información, control, retroalimentación, etc. La
solución ideada por Wiener consiste en no perder el control sobre el desplazamiento del misil
una vez que éste ha sido disparado, de manera de poder hacerle llegar información para que
éste reoriente su dirección, de acuerdo a la nueva información registrada por el radar. Ello
significaba tener capacidad de retroalimentar constantemente el misil. Hoy, todo aquello nos
parece simple y casi obvio. Sin embargo, en su época ello implicaba una manera
completamente novedosa de enfrentar los problemas.
Una vez terminada la guerra, luego del triunfo de los aliados sobre los alemanes y japoneses,
Wiener decide convocar a amplia gama de científicos, representantes de las más diversas
disciplinas, una serie de conferencias que fueron llamadas las Conferencias Macy, dado que
fueron financiados por la Fundación Macy, asociada con la influyente familia del mismo
nombre. Estas conferencias fueron diez y se realizaron desde 1946 hasta 1953[1]. El objetivo: a
partir de lo realizado por Wiener y su equipo, desarrollar conjuntamente modalidades
diferentes y más poderosas de hacer ciencia, generando lo que más adelante tomará el
nombre de enfoque sistémico. De 1954 a 1958, se realizaron otro conjunto de conferencias
sobre procesos grupales.[2]
Las Conferencias Macy marcan, en rigor, el punto de inicio más significativo del enfoque
sistémico. A ellas acuden matemáticos, físicos, químicos, biólogos, ingenieros, psicólogos,
antropólogos, filósofos, etc. A partir de ellas, el enfoque sistémico deviene una perspectiva
crecientemente dominante en el desarrollo del quehacer científico en prácticamente todas las
disciplinas. Hoy en día, el enfoque sistémico ha devenido lengua corriente en el conjunto del
quehacer científico.[3]
Hasta ahora, hemos enfatizado una mirada histórica frente al desarrollo del enfoque sistémico.
Desde los tiempos de von Bertalanffy y Wiener ha corrido mucha agua y éste enfoque se ha
desarrollado y crecido. Ya no estamos en la era que necesario intervenir en las trayectorias de
los misiles antiaéreos, sino, por ejemplo, en los problemas que plantea el acelerado cambio
climático en nuestro planeta, en la manera como diseñamos nuestras vidas en común en las
ciudades, en cómo operamos en un mercado globalizado y competitivo o, simplemente, cómo
diseñamos nuestra existencia. Para entender cómo el enfoque sistémico alteró la forma
tradicional de hacer ciencia es necesario especificar sus rasgos fundamentales. Es lo que
haremos enseguida.
Las relaciones se desarrollan y despliegan en el tiempo y, por lo tanto, situar los fenómenos al
interior de sus dinámicas temporales resultaba fundamental para entender la generación de
los resultados alcanzados. A diferencia del enfoque científico tradicional, el enfoque sistémico
privilegia el factor tiempo, factor que representaba uno de los principales obstáculos de las
explicaciones científicas anteriores. Ello implicaba no sólo comparar dos o más situaciones en
el eje del tiempo, sino poder comprender el flujo de la dinámica en el tiempo, vale decir el
evolucionar ininterrumpido de las relaciones en el tiempo y el carácter de las transformaciones
asociadas. Una herramienta para poder analizar estos flujos en el tiempo, serán los diagramas
de flujo, de uso habitual del enfoque sistémico.
Uno de los problemas que planteaba este cambio de enfoque consistía en disponer de un
conocimiento matemático que lo hiciera posible. Afortunadamente los primeros pasos del
enfoque sistémico se encuentran con importantes desarrollos matemáticos anteriores en los
cuales apoyarse. Cabe mencionar, por ejemplo, las contribuciones realizadas por Jean-Baptiste
Joseph Fourier (1772-1837) y las llamadas series de Fourier que permiten el estudio de
dinámicas de flujo, y, más adelante, por Jules Henri Poincaré (1854-1912) en el desarrollo de
las matemáticas no lineales. Ellas servirán de base para su arranque inicial. El propio enfoque
sistémico estimulará importantes nuevos desarrollos matemáticos posteriores.
De los dos rasgos descritos previamente (el énfasis puesto en las relaciones y en la
temporalidad) surge el reconocimiento de la importancia que el enfoque sistémico le confiere
a los procesos conducentes a determinados resultados. Nuestra tradición cultural –
incluyendo en ella el desarrollo científico más temprano – se caracterizaba por buscar causas
que remitían a agentes, los que muy frecuentemente eran identificados como personas,
órganos, sustancias, cosas o elementos.
Había, por lo tanto, una tendencia a cosificar o “sustancializar” las causas. Con el enfoque
sistémico, se produce un giro importante en relación a esta modalidad explicativa. Las causas
son vista crecientemente como procesos capaces de producir los efectos que se buscan
explicar. Se deja de colocar énfasis en las cosas y se busca ahora entender los procesos a partir
los cuales se generan los fenómenos seleccionados.
Para dar cuenta de los procesos, es preciso, primero, destacar la importancia de las relaciones
por sobre las entidades y, enseguida, colocar tales relaciones en el eje de la temporalidad. Ello
implica un cambio radical en relación a la mirada tradicional que desplaza la importancia
previamente conferida a las personas y a las cosas, y se preocupa más por los contextos, por el
carácter de las relaciones y por las modalidades específicas que ellas asumen en el tiempo. Ello
permite descubrir la existencia de procesos virtuosos a través de los cuales se logran
resultados y se generan productos que dependen más del carácter de tales procesos, que de
las personas o cosas que en ellos participan.
Con ello la mirada sistémica se hace cargo de otra importante restricción de nuestro lenguaje:
su carácter secuencial y lineal. Ello oscurece la simultaneidad que, por lo general, se registra en
un marco de interdependencia entre factores diversos. Una de las ventajas de los diagramas es
su capacidad de presentar simultáneamente el conjunto de factores relevantes asociados y
situarlos en una dinámica temporal.
La opción por las formas que exhibe el enfoque sistémico se expresa, adicionalmente, en la
importancia que éste le concede a la búsqueda de patrones recurrentes en el comportamiento
de una entidad. Ello implica reconocer que el comportamiento no suele ser plenamente
aleatorio. Más allá de remitir a la estructura del sistema en cuestión, éste sigue también
formas relativamente estables en las que los distintos factores que en él participan se agrupan
al interior de modalidades tipos, las que permiten ser identificadas con antelación.
Ello implica reconocer que los comportamientos de los miembros de una determinada clase no
se distribuyen en rangos de posibilidades infinitas dentro de continuo cuantitativo, sino que,
por el contrario, se agrupan en tipos de comportamientos que se diferencias cualitativamente
entre sí, en los que los factores relevantes asumen formas restringidas de articulación, que
reconocemos como patrones. En el caso de los seres humanos, no sólo es posible reconocer
patrones diferentes a nivel de sus comportamientos, sino también en el plano de sus
interpretaciones.
5. La perspectiva de totalidad.
Como lo hemos señalado, el enfoque científico tradicional acudía al análisis como mecanismo
para abordar los problemas asociados a la complejidad. Un fenómeno asociado a una
multiplicidad de factores, configurando una totalidad compleja, era, mediante el análisis,
desagregado en sus distintas partes con la expectativa de que, explicando sus partes, y luego
juntando estas explicaciones, se obtendría la explicación de esa totalidad compleja. Pues bien,
ello muchas veces no se cumplía. La explicación de las partes no conducía a una explicación
adecuada del fenómeno complejo.
Relacionado con lo anterior y casi como un corolario de ello, el enfoque sistémico reconoce
que, como resultado de la estructura, cultura y dinámica de funcionamiento de un sistema
complejo, éste último manifiesta propiedades que simplemente no se encuentran en ninguna
de sus partes. La relación entre las partes y el todo, por lo tanto, no sólo presenta diferencias
cuantitativas, sino también cualitativas. Hay dimensiones del fenómeno global que surgen
estrictamente del operar de las partes, sin que las encontremos en ellas. Desde el enfoque
científico tradicional no había cómo dar cuenta de esta situación.
Para hacerlo, el enfoque sistémico requiere acuñar nuevos conceptos, nuevas distinciones. Ello
da lugar a términos como propiedades emergentes, para aludir a aquellos atributos del
fenómeno complejo que no se encontraban en sus componentes. Pero muchas veces se
reconocía también que aquello que emergía no eran tan sólo algunos atributos, sino dominios
fenoménicos completamente nuevos, los que, nuevamente, tampoco guardaban referencia
directa con el comportamiento las partes.
A partir de lo anterior, surge la necesidad de acuñar la noción de organización, para dar así
cuenta de la aparición de una unidad de comportamiento que es cualitativamente distinta de
las partes y de la estructura y dinámica de funcionamiento que éstas conforman. Esta
distinción entre estructura y organización devendrá un aspecto característico del enfoque
sistémico.[4]
Todo esto implicaba aceptar distintos niveles de análisis. Uno era aquel que se situaba al nivel
de la estructura de funcionamiento de las partes de una entidad. Éste tomaba como unidad de
análisis los componentes individuales del sistema. Otro nivel diferente era aquel asociado al
tipo de comportamiento de la unidad que se conformaba a partir de los comportamientos y
relaciones de sus componentes individuales, generando fenómenos que no podían reducirse a
tales comportamientos y relaciones.
Cabe reconocer que antes del nacimiento formal del enfoque sistémico hubo planteamientos
que anticiparon este tipo de situaciones. Tres figuras son importantes a este respecto. Nos
referimos, en primer lugar, a Adam Smith (1723-1790) y su análisis sobre la relación que
mantiene el comportamiento individual en la emergencia del mercado[5], generándose dos
lógicas diferentes de comportamiento. Una primera que se orienta por los intereses
individuales y una segunda que, de acuerdo a las propias condiciones del mercado, sirve el
interés social de la comunidad.
En segundo lugar, cabe mencionar los escritos tempranos de Frederick Engels y, muy
particularmente, su análisis de la relación entre los comportamientos individuales y la
organización de la ciudad de Manchester[6]. Nuevamente siguiendo una lógica de intereses
particulares, desconectados entre sí, se produce un orden urbano, de una riqueza y
complejidad que nadie ha diseñado.
Por último, tenemos el caso de Charles Darwin y su teoría sobre la relación entre los
comportamientos individuales y la sobrevivencia y evolución de las especies[7]. En todos ellos
percibimos de manera implícita la noción de organización que luego, de manera sistemática,
desarrollará el enfoque sistémico.
Nuestro lenguaje es secuencial y lineal y ello nos impone una trampa en nuestra capacidad de
entendimiento en la medida que nuestras explicaciones tiende a asumir la linealidad del
lenguaje en las que se expresan. Ello se traducía en el hecho de que las explicaciones que se
generaban desde el enfoque científico tradicional asumía esta misma linealidad. Ello se
expresaba de muy distintas maneras.
Una de las formas que asumía esta linealidad era a través del supuesto de una
proporcionalidad entre causa y efecto. Si se produce una variación menor en la causa, cabía
esperar una variación menor en el efecto y si la variación en la causa era mayor, el efecto que
debiéramos esperar era también mayor. Sin embargo, ello no se cumplía así en múltiples
instancias. Muchas veces grandes incrementos en las causas, producían efectos menores o
poco significativos, mientras que en otras oportunidades una pequeña variación en la causa,
generaba cambios cualitativos como efecto.
Lo anterior plantea la necesidad de detectar cuáles son los puntos en un sistema en los que la
linealidad se ve afectada, en los que se rompe el carácter acumulativo de los efectos, o bien,
en los que las intervenciones deben dirigirse a determinadas áreas del sistema, pues no resulta
indiferente desde la perspectiva de los efectos, si la intervención se dirige a un determinado
punto o a otros. En los sistemas suelen existir lo que se llama “puntos de palanca” (en inglés,
“leverage points”) en los que las intervenciones que el sistema recibe resultan mucho más
efectivas.
El enfoque tradicional tendía a suponer que tras estos sistemas complejos era preciso
encontrar un agente que los producía: que los diseñaba de arriba hacia abajo. Ello conducía a
la noción de un Ser Creador, de un diseñador, de un responsable, que a partir de una acción
intencional producía este tipo de sistemas. Las premisas del programa metafísico contribuían
sin duda a este acercamiento. El enfoque sistémico disuelve esa creencia a través de la noción
de la emergencia. Sistemas altamente complejos pueden ser generados sin que sea necesario
postular la noción de un diseñador intencional de los mismos. En ellos, el movimiento de
generación no es de arriba hacia abajo (“top-down”), sino, por el contrario, de abajo hacia
arriba (“bottom-up”).[10]
Uno de los problemas que conduce al fracaso de las experiencias socialistas guarda
precisamente relación con este punto. Para el pensamiento socialista el diseño, la planificación
centralizada, representan la mejor forma de conducir un sistema económico y político. Su
incapacidad de reconocer las ventajas de un sistema auto-organizado, con mecanismos
propios de regulación, como lo hace el mercado en la esfera económica democrático en la
esfera política, conduce a las experiencias socialistas a generar sistemas altamente rígidos en
ambas esferas, lo que culmina, en último término, precipitando su colapso.[11]
Uno de los méritos de Friedrich von Hayek (1899-1992), premio Nobel de Economía del año
1974 y uno de los tres grandes economistas del siglo XX[12], reside en haber insistido en esta
particular debilidad del enfoque socialista. La auto-organización, sin embargo, no es inmune a
deficiencias y fracasos. Por otro lado, la organización producida por diseño, como acontece
con las empresas y los partidos políticos, es muchas veces importante y necesaria, logrando
objetivos que la auto-organización no es capaz de alcanzar. Es importante no desconocer el
fenómeno sistémico de la auto-organización – con capacidad de auto-regulación – que surge
como resultado espontáneo, no intencional, de los comportamientos individuales.
10. Tres importantes criterios para la evaluación de los sistemas: conectividad, plasticidad,
adaptabilidad.
A partir de los puntos anteriores surgen diversos criterios para evaluar el carácter y potencial
de un sistema. De entre ellos, nos concentraremos en tres. El primer criterio es el de
la conectividad que mantienen entre sí los componentes de un sistema. Se trata de la
capacidad de afectación mutua que se registra entre ellos, a partir de sus respectivos
comportamientos. Hay sistemas de baja y de alta conectividad. Cuando la conectividad es baja,
las alteraciones que se producen en el comportamiento de un componente genera efectos
reducidos en el comportamiento de los demás componentes. Cuando la conectividad es alta
los cambios en el comportamiento de un componente logran producir importantes
alteraciones en la dinámica del sistema.
Pero, así como hay una conectividad positiva que incrementa el potencial de desempeño de un
equipo, hay también una conectividad negativa la que, en vez, promover el nivel de
desempeño, lo restringe. En este caso la influencia de un determinado miembro del equipo
tiene un efecto negativo sobre el desempeño de los demás y compromete el nivel de
desempeño del equipo como un todo.
Hasta ahora nos hemos referido a un sistema en su relación con su entorno. El cuadro suele
ser, sin embargo, más complejo. El entorno en el cual un determinado sistema se desenvuelve
es muchas veces, a su vez, un sistema. Sistema integrado, a su vez por múltiples sistemas
diferentes los que pueden operar con un cierto nivel de autonomía en relación a los demás, o
estrechamente imbricados entre sí. En la medida que se trata de un sistema, la autonomía será
siempre relativa, pues no cabe hablar de un sistema si sus componentes no están en relación y
si no mantienen entre sí determinados grados de conectividad, vale decir, de afectación
mutua.
Los sistemas se presentan muchas veces anidados (“nested”), contenidos unos al interior de
otros, conformados por subsistemas que, a su vez, remiten también a subsistemas. Ello implica
que para entender cabalmente un particular sistema es importante no sólo identificar sus
componentes, la estructura que ellos establecen entre sí y la dinámica de relaciones en la que
participan. Es también importante entender el carácter tanto de los subsistemas que nos
constituyen, como de aquellos en los que participamos, vale decir aquellos en los que somos
parte o componente. Éstos son referentes muchas veces necesarios para la adecuada
comprensión un sistema particular.
Los dos últimos rasgos del enfoque sistémicos a los que nos referiremos apuntan en
direcciones aparentemente opuestas. Pero entre ellos no hay contradicción. Esperamos poder
demostrarlo.
Así como podemos reconocer que los sistemas suelen anidarse, lo que implica que muchas
veces sistemas contienen sistemas que contienen sistemas, la noción de propiedades y de
dominios emergentes permite establecer una jerarquía en relación a distintos dominios
fenoménicos, apuntando con ello a la idea – anticipada también por Spinoza – de que la
realidad permite ser vista, no como una dualidad, sino como una amplia unidad. En otros
términos, que la realidad permite ser entendida como un gran sistema, conformado por
múltiples dominios fenoménicos, organizados jerárquicamente.
La noción de dominio fenoménico, como puede apreciarse, resulta en esto importante. Debido
a la capacidad de emergencia que exhiben los sistemas, su dinámica de funcionamiento genera
tanto propiedades como ámbitos de comportamiento que no se sitúan al nivel de los
componentes del sistema, generándose con ello fenómenos de un nivel diferente, producidos
por aquellos se situaban en el nivel inferior.
Tomemos un ejemplo. El ser humano participa en el dominio de los fenómenos físicos. Vale
decir, somos una entidad física que, en cuanto tal, se rige por las leyes de la física. Sin
embargo, su operar en ese dominio posee una especificidad, muchas veces expresada en
restricciones. a partir de lo cual se generan un conjunto de fenómenos químicos, que son
diferentes de los físicos y que poseen sus propias leyes de funcionamiento. Situados en ese
nivel, el ser humano participa de comportamientos químicos que, como tales, se rigen por las
leyes de la química.
Sin embargo, como sucedía en el nivel anterior, tales comportamientos químicos registran
especificidades y muchas veces restricciones, lo que habilita que, de ellos, emerjan
propiedades y fenómenos que trascienden el dominio fenoménico de la química y que van a
conformar el dominio fenoménico de la biología. La relación que marca la frontera entre la
química y la biología ha sido adecuadamente estudiada, dando lugar al ámbito del
conocimiento de la bioquímica. Y así sucesivamente. Ello implica que el ser humano permite
ser estudiados en distintos niveles de esta jerarquía fenoménica, conformada por fenómenos
de diferente carácter, partiendo de la física, la química, la biología y así sucesivamente.
Pero el enfoque sistémico no está limitado tan sólo a esas dos perspectivas. Es posible
considerar otras igualmente diferentes entre sí. Una perspectiva, por ejemplo, puede
centrarse en estudiar la estructura y dinámica de funcionamiento de un determinado sistema.
Pero una perspectiva diferente se constituye al estudiar la manera como ese sistema se
comporta en su entono y se relaciona con las distintas entidades que lo conforman. Ambas
perspectivas – aquella que observa, por un lado, la estructura y su dinámica y aquella que
observa, por el otro, su comportamiento o su actuar – son diferentes, aunque
complementarias. Los conocimientos que se generan en una, no son contradictorios sino
complementarios con aquellos que se generan en la otra.
A partir de las características más sobresaliente del enfoque sistémico, descritas previamente,
es posibles hacer algunos alcances que consideramos relevantes, orientados a una mejor
comprensión del fenómeno humano. Al primero de ellos le hemos dado la forma de un
postulado y lo hemos bautizado como el postulado de la doble determinación estructural del
comportamiento humano. Se trata de un nombre que asustará a algunos, pues considerarán
que se trata de algo de difícil digestión. No es así. En rigor, se trata de algo simple que se
sustenta en las ideas que ya hemos desarrollado.
Este postulado nos advierte que si deseamos comprender adecuadamente la manera como los
seres humanos actuamos (lo mismo puede aplicarse a cualquier otro sistema), es importante
referir ese comportamiento a la estructura que nos define como el tipo de ser que somos.
Digámoslo de otra forma: el comportamiento de todo sistema está determinado por su
estructura. Digámoslo ahora de una forma incluso diferente: un sistema sólo puede hacer lo
que su estructura le permite. El secreto del comportamiento de un sistema, reside, en una
primera aproximación, en su estructura. Ningún sistema puede hacer lo que no está
estructuralmente habilitado para realizar. Ello representa una primera determinación que
ejerce una determinada estructura sobre el comportamiento humano.
A muchos lo que acabamos de señalar les parecerá obvio. Sin embargo, no lo es tanto. Son
muchas las veces que buscamos explicar el comportamiento atendiendo, no a su estructura,
sino exclusivamente al juego de acciones y reacciones que mantenemos con otros o con el
entorno. No negamos la importancia de este acercamiento.
Pero nos parece importante reconocer que, si actuamos o reaccionamos de una determinada
manera, es por cuanto tales acciones y reacciones remiten, en una primera instancia, a nuestra
propia estructura. No entenderlo puede significar que terminamos por comprometer la
posibilidad de nuestra adaptación a cambios de los demás y del entorno. Desgraciadamente,
nuestra capacidad de intervención sobre ellos será siempre limitada en parte, por cuanto ellos
suelen operar con relativa autonomía. Cuando no nos es posible cambiar a los demás,
podemos intervenir sobre nosotros mismos y, de esa forma, alterar tanto nuestros
comportamientos como los resultados que ellos generan.[13]
Sin embargo, en la medida que el sistema que es todo individuo, está anidado a otros sistemas
de nivel superior, en los que él, esta vez, es un componente, es preciso reconocer también que
nuestros comportamientos, determinados en primera instancia por nuestra propia estructura,
están también determinados por la estructura de los sistemas de los que somos parte.
Participamos – somos parte – en múltiples sistemas sociales: la familia, la escuela, la empresa
en la que trabajamos, en la propia comunidad, etc. Todos estos sistemas sociales, dado los
niveles de conectividad que mantenemos en ellos, nos condicionan y lo hacen de muy distintas
maneras.
Cabe advertir que la capacidad de determinación de los sistemas de los que un determinado
sistema forma parte es el resultado, no de una ley abstracta que así lo determina, sino del
carácter de la estructura propia del sistema en cuestión. Es hecho de que esta determinación
exista y el grado que ella reviste resulta de la flexibilidad y, muy especialmente, de la
plasticidad de la entidad bajo estudio. No se trata, por lo tanto, de algo arbitrario.
Es importante reconocer, sin embargo, que así como los seres humanos estamos
determinados por nuestra propia estructura, al interior de esa determinación, estamos
habilitados para introducir cambios en dicha estructura, de la misma manera – dentro nos es
posible actuar y alterar aquellas estructuras que nos determinan, al interior de esa misma
determinación. Los seres humanos no somos entes meramente pasivos cuyos
comportamientos están totalmente predeterminados. Dentro de ciertos límites, nos es posible
modificar las estructuras que nos determinan. Con todo, esa capacidad de transformación se
sustenta al interior del espacio de determinación a los que estamos expuestos.
Los seres humanos, tal como ya lo examinamos, se diferencian de otras especies por su
especial capacidad de lenguaje y, a partir de ésta, de conciencia. Ello no es algo que provenga
de un regalo de los dioses, sino, de manera muy concreta, de la particular estructura biológica
que poseemos. Esta capacidad de lenguaje y de conciencia nos permite desplegar
comportamientos que son inherentes a nuestra particular forma de existencia. Entre éstos
cabe destacar, la capacidad de diseñar futuros y el desarrollo de modalidades de socialidad,
sustentadas precisamente en el lenguaje. Dicho de otra forma, generamos sistemas sociales
que se conforman, en parte, por la manera como los diseñamos.
Lo anterior, se traduce en el hecho de que las estructuras de tales sistemas sociales incluyen
múltiples elementos que son productos del diseño humano y que, por serlo, de los cuales
tenemos clara conciencia. Venimos, sin embargo, de una tradición que ha sobrevalorado el
papel de la conciencia en la comprensión de los fenómenos humanos. Primero Nietzsche y
luego Sigmund Freud (1856-1939), que se apoya en las ideas del primero, nos han insistido en
la importancia de los aspectos no conscientes de la existencia humana.
Nietzsche lo hizo a partir de su distinción entre persona y sombra, término éste último, que
reconocía que estábamos constituidos por un conjunto de elemento que excluimos, sin que
ellos desaparezcan, del proceso de generación del tipo de persona que devenimos. Freud,
apuntando a una idea equivalente, desarrolla la noción del inconsciente. Ambas
contribuciones tienden a relativizar el papel que previamente le otorgábamos a la conciencia
en la auto-comprensión que desarrollábamos sobre nosotros mismos.
Ello, sin embargo, representa una mirada insuficiente de la estructura de tal sistema social.
Además de su estructura formal, existe una estructura informal, que se ha ido constituyendo
en la propia dinámica de operar del sistema, generando restricciones y normas de
comportamiento que no son el resultado del diseño humano, que no están articuladas en
ninguna parte y que, por lo general, no son adecuadamente reconocidas por los miembros que
conforman tal sistema social. Éste ha sido un tema en el que profundizara el psicólogo
industrial, profesor de Harvard, Chris Argyris (1923-2013). Si deseamos una adecuada
comprensión de la estructura de un sistema social humano es imprescindible, por lo tanto, no
limitarnos tan sólo al levantamiento de su estructura formal, sino levantar también su
estructura informal. El trabajo de los antropólogos muchas veces avanza en esa dirección.
Pero hay algo más en los sistemas sociales humanos. Además de una estructura, como sucede
con todo sistema, los sistemas sociales que forman los seres humanos generan también una
cultura, una modalidad particular, propia del sistema, de conferir sentido y de establecer
normas de comportamientos para sus miembros. La cultura es el equivalente de nuestra
distinción de observador a nivel individual, pero trasladada al nivel del sistema social. En la
medida que los seres humanos actuamos y nos relacionamos con los demás orientado por el
sentido que le conferimos a la realidad y a las situaciones que enfrentamos, el sistema social
humano reproduce esta esfera de sentido al nivel del propio sistema.
No abundaremos en este punto. Basta con advertirlo. Ello es importante en la medida que el
comportamiento de los seres humanos, considerado a nivel individual, no está sólo
determinado por la estructura, formal e informal, de los sistemas sociales en los que se
desenvuelve, sino también – y de manera altamente significativa – por la cultura de tales
sistemas.
En enfoque sistémico representa un camino para resolver algunos enigmas que enfrentara
durante mucho tiempo el conocimiento. Me refiero a dos de ellos. El primero lo llamo el
enigma de las apariencias. El segundo lo denomino el misterio del alma humana.
Concentrémonos por ahora en el primero.
Desde muy temprano se reconocía la dificultad que enfrentábamos los seres humanos cuando
procurábamos explicar el comportamiento del mundo alrededor. Ya antiguamente Heráclito
nos advertía que “la naturaleza gusta ocultarse”. Más adelante, Karl Marx nos advertía que, si
la realidad se mostrara por sí misma, la ciencia no sería necesaria. Como puede apreciarse, el
problema que ambos visualizan es el mismo. Éste da cuenta de lo que llamo el enigma de las
apariencias. El comportamiento de los fenómenos no revela aquello que los genera.
Sin embargo, la solución que Aristóteles nos ofrece hoy nos resulta inadecuada. Se trata de
una solución que era conducida de la mano de la filosofía. El trayecto de las apariencias a
aquella zona más oscura de las esencias es uno de los rasgos característicos del quehacer
filosófico. Sería anacrónico culpar a Aristóteles por haber seguido este camino. El camino
alternativo desarrollado posteriormente por las ciencias sólo se abrió más de dos mil años más
tarde. Es cierto, sin embargo, que los antiguos filósofos griegos materialistas, como Leucipo y
Demócrito, primero, y más adelante, Epicuro y Lucrecio, van a intuir – aunque no desarrollarán
– un camino diferente y de mayor afinidad con aquel hoy desplegado por las ciencias.
Uno de los grandes méritos del enfoque sistémico es, precisamente, el haber corregido la
resolución que, en su momento, la metafísica ofreciera al problema del enigma de las
apariencias. A través del camino que hoy nos ofrece el enfoque sistémico, diremos –
parafraseando a Marx – que las apariencias no sólo son interpretadas de una manera distinta,
permitiéndonos conferirles sentido (lo que ya hacía la filosofía), sino que es ahora posible
generarlas y transformarlas. Pero lo que es todavía más importante: siguiendo el camino del
enfoque sistémico, nos es posible crear nuevas realidades, tal como hoy lo apreciamos en el
proceso en marcha desencadenado por la revolución digital. Esto distingue el camino de la
filosofía del camino de las ciencias.
Con el enfoque sistémico se disuelve, por lo tanto, el camino de “la metafísica de las esencias”,
sugerido por Aristóteles y la presunción de inmutabilidad de tales esencias[14]. Digámoslo
fuerte y claro: no existen tales esencias. Ellas no eran sino la expresión de nuestra ignorancia.
Cualquier referencia, por lo tanto, a “nuestra esencia” no es sino la manifestación de un
problema mal planteado y es contraria a la perspectiva ontológica que proponemos.
Durante largo tiempo los seres humanos hemos considerado que estábamos constituidos por
dos sustancias diferentes. Su reconocimiento nos parecía obvio. La primera de ellas
es el cuerpo. No podemos concebirnos sin un cuerpo, aunque algunos postulen que sea
posible trascender el cuerpo. Pero no contamos con evidencias sólidas para avalar tal
capacidad. Sin embargo, estamos también consciente de que somos más que nuestro cuerpo.
No podemos negar nuestra capacidad de conciencia, de memoria, el hecho de que ganamos
conocimientos, disponemos de creencias y valores, que desplegamos sentimientos, etc. En la
medida que todos estos fenómenos no podemos asignarlos a un determinado lugar en el
cuerpo, ello nos condujo que debían estar en una parte de nosotros distinta del cuerpo. La
llamamos el “alma” y asumimos que se trababa de una sustancia inmaterial que, junto con el
cuerpo, también nos constituía.
Una vez que conformamos la noción del alma, con la que ahora nos era posible dar cobertura a
las experiencias no materiales mencionadas que reconocíamos en nosotros, nos preguntamos
por el origen de esa tal “alma”. En la medida que aceptábamos que se trataba de una sustancia
no material, resultaba difícil de sostener que hubiese sido generada por el cuerpo y desde el
cuerpo. Muchos postularon entonces que su origen era divino. El alma nos era otorgada por
Dios, en el momento de nacer.
Se constataba que el cuerpo y alma estaban siempre presentes y que teníamos visos de que
esta no abandonaba el cuerpo incluso cuando éste dormía. Es más, parecían dormir juntos.
Ello condujo a sostener que debían estar unidos en alguna parte, evitando de esta manera que
se soltaran y que el alma pudiera tomar un camino, mientras el cuerpo tomaba otro. De ser
así, surgió otra pregunta: ¿dónde se producía tal unión? ¿en qué lugar? En la medida que
resultaba difícil señalar ese tal lugar en el alma, era aparentemente más fácil buscarlo en el
cuerpo. Ello es lo que conduce a René Descartes (1596-1650) a sostener que el lugar en el que
cuerpo y alma se unen, sería en la glándula pineal. La razón que puede haber tenido Descartes
para apuntar a la glándula pineal es difícil de precisar.
Todo lo anterior es expresión de las explicaciones que solemos generar los seres humanos
cuando disponemos de un conocimiento insuficiente para ofrecer una explicación rigurosa
frente a los problemas o las preguntas que levantamos. Lo interesante del caso es que ello no
nos detiene de entregar respuestas. Éste es un rasgo de los seres humanos, solemos responder
a todos los problemas, a todas las preguntas que levantamos, independientemente de que
estemos en condiciones de resolver esos problemas o de responder a tales preguntas.
Con el desarrollo del enfoque sistémico y los avances recientes en neurobiología se abre un
camino explicativo completamente distinto. El alma da cuenta de diversos dominios
fenoménicos que emergen a partir del operar biológico de los seres humanos. Ella no es, por lo
tanto, una sustancia adicional, diferente del cuerpo, que, junto con éste último, nos
constituye. Esta solución al problema del misterio del alma humana fue, por lo demás, intuida
tiempo atrás por algunos filósofos. Está presente, por ejemplo, en Baruch Spinoza, quién, en
oposición a Descartes, rechazaba el dualismo – la noción de la existencia de dos sustancias – y
postulaba que la única realidad que existía era la realidad natural y que todo lo demás
provenía de ella. De la misma forma, esta misma intuición vuelve a aparecer en Nietzsche –
influido por la de Spinoza – quien nos señala que el alma no es otra cosa que uno de los
nombres que le otorgamos al operar del cuerpo.
A partir de lo anterior, la propuesta de la ontología del lenguaje toma el término del alma,
pero le confiere un sentido diferente del que nos entrega la tradición filosófica del dualismo.
Desde nuestra perspectiva, el alma es la forma de ser particular que asume un determinado
individuo. Pero este nuevo término nos permite ir también más allá del individuo y hablar del
alma o de las formas particulares de ser que caracterizan a sistemas sociales humanos, como
lo son la familia, las organizaciones, las asociaciones, o las naciones, entre muchos otros.
Quizás algunos, percibiendo que nos acercamos al final de este texto, se habrán preguntado
cómo es posible que, abordando el tema del enfoque sistémico, no nos hayamos referido a
Alan Turing (1912-1954). En efecto, éste representa una figura de gran relevancia en una de las
áreas en las que el enfoque sistémico tendrá uno de sus mayores impactos: el campo de la
inteligencia artificial. Nos pareció, sin embargo, que era conveniente abordar primero las dos
secciones anteriores, antes hacer referencia al trabajo de Turing. Ellas proporcionan, en
nuestra opinión, un contexto que nos parece importante.
Turing fue un matemático británico que dedicó parte importante de su corta vida a la ciencia
de la computación. Durante la Segunda Guerra Mundial, participó en resolver los códigos nazis
que utilizaba la máquina Enigma en la transmisión de sus mensajes. Se considera que éste fue
otra de las contribuciones que permitieron la derrota de los alemanes. Uno de los problemas
levantado por Turing es aquel de la construcción de máquinas inteligentes. Para tal efecto,
contribuyó al desarrollo de algoritmos matemáticos que permitían la resolución de problemas.
La idea de construir máquinas inteligentes era una cuestión que, en su momento, era vista con
gran escepticismo. La noción de una máquina inteligente, para muchos, representaba una
suerte de oximorón, lo que equivalía a sostener que ambos términos eran entre sí
mutuamente contradictorios. La noción misma de inteligencia estaba, hasta entonces,
reservada a los seres humanos y a algunos seres sobrenaturales. Resultaba muy difícil de
aceptar que una máquina, desprovista de conciencia, de capacidad de conferir sentido que
caracteriza a los seres humanos, pudiera ser capaz de exhibir siquiera algo cercano a lo que se
concebía como inteligencia.
Muchos señalaban que todo cuanto pudiera hacernos creer que una máquina era inteligente
no era sino la expresión de la inteligencia que en ella habían incorporado los seres humanos
que la habían diseñado y que ninguna máquina podía ir más lejos que las capacidades efectivas
de sus diseñadores. La capacidad de una máquina de resolver problemas por sí misma y dar
soluciones que ya no hubiesen alcanzado sus diseñadores, resultaba algo, por decir lo menos,
difícil sino imposible de concebir. Hoy este debate ha sido en los hechos superados y
actualmente no sólo se acepta el campo de la inteligencia artificial, sino que estamos
constantemente afectados por su desarrollo.
Detrás de estos avances nos encontramos con las contribuciones de Turing. Más allá de su
aporte al desarrollo de los algoritmos matemáticos en los que se ha sustentado el desarrollo
de las tecnologías de inteligencia artificial, uno de sus aportes más importantes fue el haber
reformulado el problema y, al hacerlo, haber abierto un camino que prescindía de los
argumentos en contrario que entonces se entregaba frente a este particular desafío. Esta
contribución se condensa en lo que se llamó el test de Turing. Lo que éste nos propone es un
determinado criterio para evaluar si una máquina permite o no ser considerada inteligente.
Si al participar en una interacción con ella, la máquina se comporta de una forma tal y resuelve
las situaciones y problemas que le planteamos, de una manera que nos impide establecer si se
trata o no de un ser humano, diremos que tal máquina es inteligente. El desafío para
determinar si lo es o no es, debe resolverse a nivel del desempeño, al nivel de los
comportamientos y de sus resultados. Éste, según él, es un criterio que posee plena validez
para todos los efectos prácticos. En su respuesta logramos percibir las sanas huellas del
pragmatismo anglosajón.
En enfoque sistémico busca corregir algunas limitaciones de nuestra mirada. Nuestra mirada
espontánea tiene múltiples limitaciones. Entre ellas cabes destacar lo que llamamos una
“miopía sistémica” que se expresa en nuestra dificultad para observar la lejanía, los efectos
que los comportamientos ejercen más allá de su ámbito inmediato. Ello se produce en una
doble dimensión. La primera posee un carácter más especial o topográfico. Tenemos dificultad
para detectar efectos en puntos más distantes y menos visibles de la estructura. Nos cuesta
identificar cómo, por ejemplo, acciones que nosotros mismos tomamos, afectan un espacio
estructural mucho más amplio de aquel que somos capaces de cubrir con nuestros ojos y nos
sorprendemos con resultados que muchas veces hemos contribuido a generar, pero que no
son aquellos más inmediatos.
Por otro lado, hay una suerte de miopía sistémica que se produce en la dimensión de la
temporalidad. También nos cuesta reconocer cómo las acciones que hoy tomamos, generan
efectos que se manifiestan en comportamientos muchos más tardíos. Tenemos dificultades
para reconocer cómo determinados comportamientos que tenemos con nuestros hijos, por
ejemplo, pueden terminar afectando a nuestros tataranietos, o cómo decisiones que hoy se
toman en una empresa afectan su desempeño futuro. La importancia de lo anterior se
extiende más allá del conocimiento de la cadena de conexiones involucradas y tiene efectos
significativos en el dominio de la ética, pues con ello se expande el dominio de nuestras
responsabilidades.
Habiendo hablado de esta “miopía sistémica”, asociada a nuestras dificultades para observar la
lejanía, permítaseme referirme a un efecto contrario, pero en cierta medida equivalente, que
apunta a nuestras dificultades para observar la cercanía. Esta vez no se trata de una miopía del
observador que somos, sino, más bien, de una hipermetropía, una dificultad para ver lo que
está encima. Para ilustrarlo, me referiré a un cuento relatado por David Foster Wallace (1962-
2008), en su discurso con motivo de la graduación de Kenyon College, en 2005[15].
Al iniciar su discurso Foster Wallace cuenta la historia de dos pequeños peces que nadaban en
una determinada dirección y que se cruzan con otro mayor que les pregunta, “¿Cómo está el
agua por allá?”. El mayor de los dos peces le responde, “Está bien”. Luego de continuar su
camino el más pequeño de estos dos peces le pregunta al otro, “¿Qué diablos es el agua?”. El
discurso de Foster Wallace se titula “This is water”.
El cuento de Foster Wallace nos ilustra la dificultad que muchas veces tenemos los seres
humanos para observar aquello que está más cercano. Por estar tan cerca de ello, muchas
veces no lo vemos, no logramos reconocerlo, ni menos dimensionar su importancia. Un caso
en cuestión para los seres humano ha sido el reconocimiento de la importancia del lenguaje.
Por mucho tiempo lográbamos reconocer la importancia que, por ejemplo, tenían en nosotros
la conciencia, el conocimiento o la razón. Pero pasaron muchos siglos para que lográramos
reconocer que todos ellos resultaban de nuestra capacidad de lenguaje, de su carácter y de
cómo nuestras modalidades de existencia y nuestras formas de ser remitían a él. Desde
nuestra perspectiva, uno de los aspectos que debemos incluir en nuestra respuesta de lo que
“es el agua” es, precisamente, el lenguaje.
Tal como hemos podido apreciarlo, el enfoque sistémico nos permite mirar la realidad con
otros ojos. A través de él, logramos hacernos cargo de aquella trampa del lenguaje que, para
conferirle sentido a la realidad, distinguía y separaba sus partes y, al hacerlo, destruía las
relaciones que estas partes mantienen entre sí. Con él, logramos corregir nuestras miopías que
nos impedían reconocer como las acciones que tienen lugar hoy, comprometen futuros lejanos
y, a la vez, afectan lo que sucede más allá de nuestros horizontes de visibilidad. Nos abrimos,
por lo tanto, a una realidad diferente de la que previamente observábamos.
Pero en esa nueva realidad estamos también nosotros mismos. Formamos parte de ella. Y, en
consecuencia, el enfoque sistémico no sólo nos muestra una realidad exterior diferente. Nos
permite mirarnos a nosotros mismos de una manera distinta. El ser humano es parte de
sistemas sociales y naturales y tales sistemas lo condicionan y muchas veces lo determinan, de
la misma manera como él incide en ellos. El enfoque sistémico nos permite reconocer, así
mismo, que eventos anteriores a nuestra existencia y acciones que se desencadenan en
lugares a los cuales nuestra mirada no llega, inciden en cómo somos y en mucho de lo que nos
pasa.
Todo ello conlleva implicancias éticas significativas. Al reconocer cómo nuestras acciones
afectan, desde una perspectiva tanto estructural como temporal, nuestros entornos sociales y
naturales, ello no impulsa al desarrollo de una conciencia de proyección ecológica. Nos es
posible ahora reconocer que afectamos el entorno de una manera que antes, muy
probablemente, no lográbamos visualizar. Ello nos obliga a asumir responsabilidad sobre ese
entorno. Esto no debiera sorprendernos. La disciplina de la ecología es uno de los frutos que
nos brinda el enfoque sistémico.
Al efecto anterior, sin embargo, se suma otro en dirección opuesta. Descubrimos ahora que
somos menos “yo”, menos “ego”, y mucho más el efecto de los sistemas en los que
participamos, que lo que muchos previamente creíamos. Somos responsables de nuestras
acciones, es cierto. Pero ellas están condicionadas por el comportamiento de los demás, por
las estructuras y las dinámicas de los múltiples sistemas en los que participamos. ¿Nos hace
eso menos responsables? De alguna forma. Podemos, en efecto, dosificar parte de la culpa en
la que se transforma tantas veces nuestro sentido de responsabilidad.
Pero tan sólo por un primer momento, pues enseguida descubrimos que, así como los sistemas
en los que participamos nos afectan y condicionan, a nosotros nos es dado también poder
transformarlos. ¿Somos, al final de cuentas, más o menos responsables? Esa respuesta la debe
ofrecer cada uno. Una cosa es cierta, hemos alterado nuestra mirada y el paisaje de nuestra
responsabilidad ética pareciera ser otro.
[1] Ver Steve J. Heims, The Cybernetics Group, The MIT Press, 1991.
[2] Entre los participantes a estas dos series de conferencias, cabe mencionar a John von
Neumann, Walter Pitts, F.S.C. Northrop, Gregory Bateson, Warren McCulloch, Margaret Mead,
Milton Erickson, Kurt Lewin, Paul Lazarfeld, I.A. Richards, Claude Shannon, Heinz von Foerster,
Y.Z. Young, Jerome S. Bruner, Erik H. Erikson, Erwing Goffman, Robert J. Lifton, Ernst Mayr,
Konrad Z. Lorenz, Karl H. Pibram y Niko Tinbergen.
[4] Cuando Humberto Maturana – formado con J.Z Young y Warren McCulloch, participantes
ambos de las Conferencias Macy – y Francisco Varela, definen un ser vivo como un sistema
autopoiético, apuntan a su capacidad de producirse a sí mismo continuamente. Ello equivale a
decir que su dinámica de funcionamiento y los cambios que se registran en su estructura,
reproducen su organización. Cuando esto no se logra, la organización se desintegra y el
organismo muere.
[6] Frederick Engels, La situación de la clase obrera en Inglaterra, 1845. Cabe advertir que en
ese entonces Engels estaba recién iniciando su colaboración con Karl Marx. Es pertinente
preguntarse, en un plano estrictamente especulativo, sobre el impacto que la asociación que,
desde entonces, Engels establece con Marx, ejerce sobre sus tempranas intuiciones sistémicas.
[8] La práctica del coaching ontológico nos provee de múltiples experiencias de este tipo. El
desarrollo de una simple competencia conversacional que hasta ese momento un determinado
individuo no poseía, puede representar un cambio cualitativo fundamental en sus relaciones
con los demás, en sus modalidades de existencia y en el tipo de ser que, a partir de ello, ahora
se configura. Una de las competencias más importantes que debe tener un coach ontológico es
saber identificar cuáles son estos estos puntos de inflexión o de “estados de fase” en las
personas en las que debe trabajar.
[10] Ver, por ejemplo, Steven Johnson, Emergence: The Connected Lives of Ants, Brains, Cities
and Software, Touchstone, 2001.
[11] El debate que hoy se libra en los Estados Unidos entre evolucionistas y creacionistas está
centrado exactamente en este punto y en la comprensión o ignorancia que se exhibe sobre el
fenómeno de la auto-organización.
[12] Siendo los otros dos, John Maynard Keynes (1883-1946) y Joseph A. Schumpeter (1883-
1950).
[14] Esta “metafísica de las esencias” alcanza uno de sus puntos culminantes en la obra de Karl
Marx. Éste sustituye, sin embargo, la matriz apariencia-esencia por la matriz equivalente de lo
concreto y de lo abstracto, inspirada en La ciencia de la lógica, de Hegel, tal como he
procurado demostrarlo en mi libro, La ciencia presunta de Marx, JC Sáez Editor, Santiago,
2012.
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