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Salami

La sirena antiaérea nos agarra en la autopista, conduciendo en dirección


a la casa del abuelito Yonatan, unos pocos kilómetros al norte de Tel Aviv. Mi
mujer Shira se detiene en el arcén de la carretera y salimos del coche, dejando
las raquetas de bádminton y la pelota de plumas en el asiento de atrás. Lev me
toma de la mano y dice: “Papi, estoy un poco nervioso”. Tiene siete años, y
siete es la edad en la que no se considera cool hablar de miedo, así que en su
lugar utiliza la palabra “nervioso”. Siguiendo las instrucciones del Comando
Home Front,* Shira se tumba en el arcén. Le digo a Lev que él también tiene
que tumbarse. Pero sigue ahí de pie, con su manita sudorosa agarrando con
firmeza la mía.
—Túmbense de una vez —dice Shira, levantando la voz para que la
oigamos por encima de la estrepitosa sirena.
— ¿Te gustaría que jugáramos al juego del sándwich de salami? —le
preguntó a Lev.
— ¿Qué es eso? —pregunta, sin soltarme la mano.
—Mami y yo somos rebanadas de pan —explicó—, y tú eres una
rebanada de salami, y tenemos que hacer un sándwich de salami lo más rápido
que podamos. Vamos. Primero, te tumbas encima de mamá —digo, y Lev se
tumba sobre la espalda de Shira y la abraza lo más fuerte que puede. Yo me
coloco sobre ellos, empujando la tierra húmeda con las manos para no
aplastarlos.
—Está increíble —dice Lev, y sonríe.
—Ser el salami es lo mejor —dice Shira, debajo de él.
— ¡Salami! —grito.
— ¡Salami! —grita mi mujer.
— ¡Salami! —grita Lev, con la voz temblorosa, de emoción o de
miedo—. Papi, —dice Lev, mira, esas hormigas se le están subiendo encima a
mami.
— ¡Salami con hormigas! —gritó.

*Comando Home Front: Comando regional de las Fuerzas de Defensa


de Israel, creado en febrero de 1992 tras la Guerra del Golfo.
— ¡Salami con hormigas! —grita mi mujer.
— ¡Guácala! —grita Lev.
Y entonces oímos la explosión. Fuerte, pero lejos. Nos quedamos
tumbados uno encima de otro, sin movernos, durante mucho tiempo. Los
brazos empiezan a dolerme de sostener mi propio peso. Por el rabillo del ojo,
veo que otros conductores que habían estado tumbados en la autopista se
levantan y se sacuden la suciedad de la ropa. Yo también me levanto.
—Túmbate —me dice Lev—, túmbate papi. Estás destrozando el
sándwich.
Me tumbo un minuto más, y digo:
—Listo, se acabó el juego. Hemos ganado.
—Pero me gusta —dice Lev—. Vamos a quedarnos así un poco más.
Nos quedamos así unos cuantos segundos más. Mami debajo del todo,
papi en lo alto, y en el medio, Lev y unas cuantas hormigas rojas. Cuando
finalmente nos levantamos, Lev pregunta dónde está el cohete. Señalo en la
dirección desde donde vino la explosión.
—Ha sonado como si hubiera explotado no muy lejos de casa —digo.
— ¡Híjole! —dice Lev, decepcionado—. Ahora Lahav seguramente
encontrará otra pieza. Ayer, vino al colegio con una pieza de hierro del último
cohete, y tenía escrito el símbolo de la empresa y el nombre en árabe. ¿Por
qué ha tenido que explotar tan lejos?
—Mejor lejos que cerca —dice Shira mientras se sacude arena y
hormigas de los pantalones.
—Lo mejor sería si fuera lo suficientemente lejos para que no nos
pasara nada, pero lo suficientemente cerca para que yo pudiera recoger
algunas piezas —resume Lev.
—Lo mejor sería jugar al bádminton en el jardín del abuelo —disiento
de él, y abro la puerta del asiento trasero del coche.
—Papi —dice Lev mientras le abrocho el cinturón—, prométeme que si
hay otra sirena, tú y mami volverán a jugar conmigo a Pastrami.
—Te lo prometo —digo—, y si nos aburrimos, te enseñaré a jugar a
Queso a la plancha.
— ¡Increíble! —dice Lev, y un segundo después, añade con seriedad—:
¿Y si ya no vuelve a haber sirenas?
—Creo que por lo menos habrá una o dos más —le tranquilizo.
—Y si no —añade su madre desde el asiento delantero—, también
podemos jugar sin las sirenas.

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