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Taller de Letras N° 51: 235-254, 2012

issn 0716-0798

El neobarroso camp de Perlongher para una estética


perfo-política*

Biviana Hernández
Universidad Austral de Chile
biviana.hernandez@postgrado.uach.cl

El presente artículo explora la escritura poética de Néstor Perlongher (1949-1992),


mediante la estética del camp. Para nuestros propósitos, una estrategia discursiva
que traslada a la escritura la discusión teórica sobre la representación estética como
un mecanismo de producción política, en el contexto de aquellas prácticas (performa-
tivas) de resignificación de la construcción normativa de las convenciones de género.
Utilizaremos esta figura, entonces, como eje discursivo, retórico, pero respetando la
discusión teórica y política que está en su base, para abordar la textualidad neobarroc(s)
a de Perlongher como una escritura de la proliferación significante (en su forma), como
del cuerpo y de la violencia (en su contenido). Una escritura de la performance, de
la crítica y de la resistencia política contra los modelos de pensamiento y conductas
socialmente codificados por el biopoder o las biopolíticas, que determinan los dispo-
sitivos de control de la sexualidad.
Palabras clave: Néstor Perlongher, escritura neobarroca, neobarroso, camp.

This article explores the poetic writing Néstor Perlongher (1949-1992), through aes-
thetic camp. For our purposes, a discursive strategy that translates to writing the
theoretical discussion of aesthetic representation as a political production mechanism
in the context of those practices (performative) of redefinition of the normative con-
struction of gender conventions. We will use this figure, then, as the axis discursive,
rhetorical, but respecting the theoretical and political discussion that is at its base, to
address neobarroc(s)a textuality of Perlongher as a significant proliferation writing (in
form), as body and violence (in content). A performance writing, criticism and politi-
cal resistance against the thought patterns and behaviors socially coded biopower or
biopolitics, which determine the control devices of sexuality.
Keywords: Néstor Perlongher, neobarroca writing, neobarroso, camp.

Recibido: 23 de abril de 2012


Aprobado: 23 de julio de 2012

*  Este trabajo forma parte de las actividades realizadas en el marco de una pasantía doctoral
en la Pontificia Universidad Católica de Chile, durante el primer semestre de 2011, con el
apoyo del Ministerio de Educación a través del Programa MECE Educación Superior, Proyecto
MECESUP AUS 0809; y del proyecto FONDECYT REGULAR Nº 1100446: “Neovanguardias
de la poesía hispanoamericana (1960-1988): heterogeneidades, mutaciones, migraciones”,
a cargo del Investigador, Dr. Oscar Galindo Villarroel.

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El neobarroso para una poética del camp o perfo-política


porque la literatura aquí es carnaval
y todo carnaval es travesti y pagano,
un flujo esquizo, una corporalidad deseante y en fuga
acuática.

R. Echavarren

Si con la dicción “figuraciones del nómade”, Rosi Braidotti (2004) se refería


a una interpretación situada, posmoderna, culturalmente diferenciada del
sujeto en general y del sujeto feminista en particular, podemos hoy extrapolar
esa noción para referirnos, con Perlongher1, a una estética y a un tipo de
subjetividad “perfo-política”, que en una de las varias interpretaciones del
sujeto queer, nos ofrece una particular mirada sobre el neobarroco a partir
del modo cómo en su poesía se problematiza el topos sensible del cuerpo y la
violencia por la experiencia vital del yo travesti, andrógino, homoerótico. Una
mirada que estaría a la base de su neobarroso como aquella “textura” que
buscó el forjamiento de una lengua poética autónoma. Una lengua marucha
en su desenfado homoerótico, erotizante, blasfema, frenética, furiosa, lúbrica,
boquisuelta, abyecta, callejera, prostibularia (López 2002)2. Herencia de una
“escritura de época” (Genovese 2006) que no sería posible de concebir sin
el forzamiento (a)gramatical que promoviera la ruptura y la transgresión de
la norma y prosodia clásicas. Barroco áureo y jergas lúmpenes, lenguajes
y materiales reos en una expresión lujosa, coloquialismos, neologismos y
lunfardismos para una textura de roces, rasguidos, chispazos, al decir del
propio autor3. Elementos con los que la escritura transformaría el barroco de
la tradición en actuación y mostración del deseo homoerótico, conforme una
mirada políticamente incorrecta sobre la historia argentina, la sexualidad,
el orden del discurso, en suma, que dictan los dispositivos socioculturales
del saber/poder.

1  Su obra poética incluye: Austria-Hungría (1980), Alambres (1987), Hule (1989), Parque
Lezama (1990), Aguas aéreas (1990), El chorreo de las iluminaciones (1992), y la recopilación
Poemas completos (1997), hecha por Roberto Echavarren. Entre sus ensayos: El fantasma
del SIDA (1990), La prostitución masculina (1993) y El negocio del deseo (1999), que
luego fueron publicados conjuntamente en Prosa Plebeya (selección de Christian Ferrer y
Osvaldo Baigorria, 1997), y Papeles insumisos (selección de Reynaldo Jiménez y Adrián
Cangi, 2004). Los poemas aquí citados corresponderán a Poemas completos (1997), edición
de 2003, hecha por Roberto Echavarren.
2  Refiriéndose a Tengo miedo torero (2002), de Pedro Lemebel, Berta López arguye que la

lengua marucha no es sino la creación de un lenguaje propio, “dueño de una intensidad que
trae a la superficie una marginalidad de naturaleza sexual y donde el sujeto de la enunciación,
situado en el margen de la sociedad, se ve imposibilitado de escribir como los maestros de
su lengua, por lo que debe explorar otros medios lingüísticos, expresar otra sensibilidad y
otra línea de acción que permite nombrar, sentir y vivir el amor entre personas del mismo
sexo. Esta lengua homoerótica, homosexual “desterritorializa” el amor heterosexual e implica
no solo un programa vital sino también un proyecto político” (2005: 125).
3  En palabras del autor: “Algo que parece constitutivo, en filigrana, de cierta intervención

textual que afecta las texturas latinoamericanas: texturas porque el barroco teje, más que
un texto significante, un entretejido de alusiones y contracciones rizomáticas, que transforma
la lengua en textura (…) Digamos que el barroco se “monta” sobre los estilos anteriores por
una especie de “inflación de significantes”: un dispositivo de proliferación (…) saturación,
en fin, del lenguaje “comunicativo” (Perlongher 1993: 49-50).

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i.

Tras la ya consabida inscripción de una era neobarroca, a la que dio vida


el crítico italiano Omar Calabrese en las postrimerías de los 80 del siglo
pasado, resulta de perogrullo sostener que el neobarroco latinoamericano
(re)surgiera en el marco de un nuevo renacimiento a escala global en las
tres últimas décadas del siglo XX, en el contexto de la así llamada crisis de
la modernidad, el florecimiento del discurso postmoderno, y las múltiples
lecturas crítico-teóricas en torno a su estatuto (Buci-Glucksmann 1984;
Echeverría 1994; Moraña 1998); y todo ello junto a la emergencia de di-
versas prácticas artísticas sobre lo espectacular y los métodos electrónicos
de reproductibilidad técnica, que solventaron la etiqueta, hasta su auto-
denominación en diversos ámbitos de la producción artístico-cultural. Nos
referimos a un amplio conjunto de hechos que bien define la concepción
de Carlos Rincón (1996) sobre la existencia de un fenómeno cultural que
puede designarse como Retorno del Barroco, y a una producción en los más
diversos campos de la cultura y las artes que cabe designar, y, sobre todo,
se autodesignaría como neobarroca. Tratándose de una lectura, que además
del consenso nos permite el trazado barroco-neobarroco-neobarroso como
parte de un rizoma, en que el neobarroco constituiría una línea móvil que
comparte con el barroco la tendencia al pliegue y a cierto manierismo “que
deriva en fuga” como expresión de una mirada crítica y deconstructiva del
mundo” (Piña y Moure 2005).

Ateniéndonos a los postulados de Perlongher, hablaríamos de un estilo


rioplatense de escritura. Su neobarroso como un montaje del barroco sobre
estilos anteriores, para construir un dispositivo de proliferación y de satu-
ración de los lenguajes “comunicativos”, tal como advirtiera en la escritura
de sus mayores influencias, El fiord, de Leónidas Lamborghini y La partera
canta, de Arturo Carrera, en quienes percibía la estética de lo interdiscipli-
nario, pero con el gesto de lo irreverente que practicaran los mientras de la
Revista Literal4.

Para Eduardo Milán, sin embargo, el de Perlongher no se trató más de un


estilo que de una formación escritural emergente en diferentes lugares de
Latinoamérica, con cierta simultaneidad y con influencias muy difíciles de
establecer, al ser la obra de Lezama su máximo punto de eclosión e inflexión:

Lo que revela que hay una especie de flujos microscópicos


que están atravesando de una manera medio subterránea
las lenguas y los países (…) También se puede pensar que
la propia escritura de Haroldo de Campos, por lo menos
la última etapa, Galáxias, también se aproxima mucho
a esa especie de neobarroco, que, en el caso del Río de

4  Literal
fue una revista de literatura, psicoanálisis y crítica literaria y de la cultura, fundada
en Buenos Aires por Germán García, y editada entre los años 1973-1977. En lo que respecta
al periodo de los 70-80s en Argentina, en que la cohesión de grupo fue casi inexistente,
el mismo Perlongher destacó la figura “marcante” de Leónidas y Osvaldo Lamborghini, así
como de los demás miembros del grupo de la revista, Luis Guzmán y Luis Thonis.

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la Plata, yo lo llamaría “neobarroso”, porque hay como


una especie de ilusión de profundidad, que los escritores
rioplatenses siempre estamos como debiéndole a eso, al
producto de la “tos del tango’” (1986: 23).

Lo que explica para el autor que el poema neobarroso oculte algo más
obvio que su revelación del simulacro estético, social e histórico de la época.
Una deuda, bajo parodia, arguye, con el concepto de neobarroco acuñado
por Lezama Lima, mas no como algo a pagar cuanto a reconocer. Por lo que
no podría considerarse la propuesta neobarrosa como un movimiento esté-
tico organizado. Lo que existiría como antecedente de su “formación”, sería
simplemente la tentativa de “conjuntar” una serie de prácticas poéticas,
encaminadas a poner en cuestión una o varias concepciones de la poesía de
los últimos tres decenios del siglo XX.

El neobarroso de Perlongher constituiría, así, desde la postura del escritor


uruguayo, un barroco posible en el contexto de la escritura poética de este
momento histórico –afín a la concepción de Bolívar Echeverría (1994), que
lo entendiera como una actitud o modo de actuar en la coyuntura histórica
del capitalismo tardío–. Un neo-barroco que no podría recusar su perfil re-
sidual, si atendemos al modo en que se articuló como tendencia dentro del
repertorio textual y crítico latinoamericano, luego de exploraciones radicales
que estremecieran el canon de la tradición en las décadas de los 50 y 605.

Perlongher quiso sustituir el neobarroco histórico, transculturizado y


encarnado en nuestras regiones, por un neobarroso que acentuara la au-
toconciencia explícita del lenguaje o, lo que es lo mismo, su materialidad,
en la línea de lo que Enrique Mallén (2009) ha denominado “poesía del
lenguaje”6, una tendencia que junto a la poética de su precursor, T.S. Eliot,

5  Oscar Galindo ha identificado algunos de los ejemplos más notables de este nuevo repertorio
en las artes visuales y la poesía del periodo: “Diagonal Cero, Tucumán Arde, Nosferatu y El
Lagrimal Trifulca en Argentina, Hora Zero en Perú, el Infrarraelismo en México, El Techo de
la Ballena en Venezuela, el Nadaísmo en Colombia, CADA en Chile, aparecen en la escena no
solo como un quiebre en las disciplinas provocando expresiones heterogéneas y mutantes, sino
también que directa u obliteradamente expresan el gesto político de su ruptura (…) Los 60
dan lugar a un tipo de textualidad ambivalente, que cuestiona las dimensiones taxonómicas,
genéricas y disciplinarias convencionales. Con la generación de “los nuevos” en Perú (Antonio
Cisneros, Rodolfo Hinostroza, Mirko Lauer) ingresan a la poesía hispanoamericana los aportes
de la tradición anglosajona y una preocupación sociológica, histórica y antropológica que
atraviesa el discurso poético en busca de nuevos mecanismos de representación de lo
real. En el caso de la poesía argentina de los 60 los críticos suelen coincidir en su marcada
tendencia al realismo, a las preocupaciones sociopolíticas, pero también supone abrirse a la
cultura de los mass media, el cómic, la publicidad. Fundamentales por su aporte renovador
fueron El saboteador arrepentido (1955) y Al público (1957) de Leónidas Lamborghini (…)
y Violín y otras cuestiones (1956) de Juan Gelman. En Chile la renovación y revisión de la
vanguardia se inicia con la publicación en el año 54 de Poemas y antipoemas de Nicanor
Parra; el 63 se publica otro libro fundamental: La pieza oscura de Enrique Lihn; también en
esta década aparecen los primeros libros de Oscar Hahn y Gonzalo Millán y al iniciarse los
70 los primeros poemas de Juan Luis Martínez y Raúl Zurita, aunque su poesía se desarrolla
con propiedad a partir de fines de esta década” (2009: 68).
6  Los autores que reúne la antología de Mallén bajo este membrete son: Carlos Germán

Belli, Carmen Berenguer, Coral Bracho, Gerardo Deniz, Roberto Echavarren, Eduardo Espina,
Reynaldo Jiménez, José Kozer, y David Rosenmann-Taub.

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operaría sobre una percepción abierta y polirreferencial del lenguaje. Lo que


el crítico ha desarrollado bajo el marbete de con/figuración en sus estudios
sobre la poesía de Eliot y Espina7. Un neobarroso camp o perfo-político, dire-
mos nosotros, que recoge la visión de Sergio Rojas (2010) de una escritura
neobarroca como emergencia del proceso de producción de sentido en tanto
proliferación significante y textualización consciente (desde el punto de vista
formal), así como de los procesos de subjetividad que activa la importancia
del cuerpo y los procedimientos de violencia a los que puede ser sometido
(desde el punto de vista del contenido).

ii.

No cabe duda que para la textualidad neobarroc(s)a existe una figura


central, la del exceso. Figura que encarna el (la) sujeto drag8 de Perlongher
en esa tradición sarduyana de una sensibilidad gay, que connotara un con-
junto de prácticas de travestismo y de prostitución masculina “exageradas”.
Prácticas que, en la concepción de Hutcheon (2000), constituyen un proceso
mediante el cual los márgenes de la cultura “homosexual”, en un sistema
político heterocentrado de valores y de normas, actuarían en los mecanismos
de construcción y significación de las convenciones e identidades de género,
toda vez que en ellas el camp (también como práctica) operaría deconstruc-
tivamente como intervención en el espacio que ocupan los discursos sociales.

El término camp, según Mayer, fue registrado por primera vez en un


diccionario que documentaba la jerga de la época victoriana, en el que se
cotejaba su proveniencia de la lengua francesa referida a acciones y gestos
de exagerado énfasis. De allí que, para la autora, el término contrapusiera
al concepto de sujeto victoriano, único, estable, continuo, una concepción
basada en la improvisación performativa y discontinua: “así, el sujeto camp
es un sujeto construido por un proceso de actos repetitivos y estilizados”
(1994: 112). De allí, también, su contraposición al kitsch como objeto esté-
tico: “al igual que en la semántica de la palabra española cursi, lo kitsch es
la objetivación de la vivencia camp, ya que una de las formas de ser camp
es rodearse de objetos kitsch” (Santos 2001: 122).

Desde un punto de vista queer –que diferencia el camp, como el uso


político de la performance, del kitsch, donde la parodia y la ironía estarían
vaciadas de intencionalidad política–, la noción de camp cuestiona la relación
excluyente entre arte y política que habría promovido el discurso de la mo-
dernidad, según Mayer (1994), al considerar la representación estética como
un mecanismo de producción política9. Por eso la autora aplica el término a
todas aquellas prácticas de resignificación que desenmascaran la construcción

7  Cf.el estudio crítico de Mallén, Con/figuración Sintáctica. Poesía del des/lenguaje (2002).
8  En su forma de uso corriente, el término procede de la sigla en inglés DRAG (dressed
as a girl), en alusión a los homosexuales que intentan representar, por su vestimenta y
maquillaje, una caricatura de mujer mediante el espectáculo o la actuación.
9  Moe Mayer (1994) define el camp como manifestación del discurso queer, en respuesta

a la emergencia de su teorización como subproducto de la batalla librada contra el Poder


(con mayúsculas) y la institucionalidad por parte de los grupos emancipatorios de la década
del sesenta en Estados Unidos.

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normativa de las convenciones de género10 –entendidas siempre con rela-


ción a otros factores como la “clase” o la “raza”– desde las prácticas drag
queens y drag kings a la cultura butch-fem11, en un recorrido que pondría
de relieve la presencia del deseo como un convidado de piedra, habiéndose
instalado como una de las claves expresivas para la aparición de los sujetos
“deseantes” de la era neobarroca (y no solo en poesía).

Recuérdese: “No queremos que nos persigan, ni que nos prendan, ni que
nos discriminen, ni que nos maten, ni que nos curen, ni que nos analicen,
ni que nos expliquen, ni que nos toleren, ni que nos comprendan: lo que
queremos es que nos deseen” (Perlongher 1997: 43).

No lejos de esta lectura, José Amícola (2000) arguye que el camp implica
la exacerbación de una teatralidad para la que el arte pop habría creado sus
condiciones de posibilidad, en su aparición como vuelta de tuerca de una
ruptura que se venía dando desde la época de las vanguardias históricas12.
Mientras que Ludwing Giesz (1973) lo define como un artificio de segundo
grado en la parodia neobarroca, en tanto que teatralización hiperbólica de la
feminidad en la cultura gay de los 60, sobre todo con relación a las prácticas
performativas de carácter colectivo y político de la época (se refiere a las
drag queens con su demostración pública del travestismo y la homosexuali-
dad exagerada, reafirmando la tesis de Mayer). Prácticas que exaltarían su
potencial subversivo en el gesto de exponer la artificiosidad de las diferencias
de género, que, a la postre, terminarían por desestabilizar la frontera entre el
ámbito cerrado de la representación escénica (o de la recreación doméstica)
y el espacio público de la reivindicación política.

El término llegó a convocar, así, tanto una forma representativa teatral


sobrecargada de gestualización, un cuestionamiento genérico, una sensibilidad
particular gay propia del siglo XX o de la era neobarroca, un proceso postmo-
derno de desnaturalización de las categorías de género o, más ampliamente,
una manera de hacerlas visibles. Todo lo cual sintetiza la visión de Celorio:

Camp es aquel estilo llevado a sus últimas consecuencias,


conducido apasionadamente al exceso. Camp es la exten-
sión final, en materia de sensibilidad, de la metáfora de la
vida como teatro (...) Camp es el amor de lo no natural,

10  Valga confrontar la noción de camp con el término gender, entendido por Laqueur
(1990) como estatus social del sexo, y como principio estructurante o mecanismo social de
regulación, por Butler (1990). Recordemos que esta propuso la categoría de gender trouble
a partir de la marca relacional que asumía el cuerpo diferencialmente sexuado, en vista
de asegurar la identidad y, de ese modo, determinar todo lo que hubiere de discontinuo,
anómalo o incoherente en el sujeto.
11  El término se aplica a las prácticas homoeróticas entre lesbianas, en las que una parte

de la pareja es aparentemente femenina y la otra aparentemente masculina. Para mayor


profundidad, véase el artículo de Jeannine Zambrano, “Estéticas camp: performance pop y
subculturas butch-fem”, en el sitio web: unavistapropia.blogspot.com
12  “Duchamp entra en diálogo con Warhol y el resultado es una radicalización; los que

aprovechan el río revuelto son los grupos sediciosos sociales que han hecho de la imitación
también un mito: con ellos se impone su nueva autodenominación en la escena ahora
apelada ‘gay’” (Amícola 2000: 65).

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del artificio y la exageración (...) Camp es el fervor del


manierismo y de lo sexual exagerado. Camp es el aprecio
de la vulgaridad. Camp es la introducción de un nuevo
criterio: el artificio como ideal. Camp es el culto por las
formas límite de lo barroco, por lo concebido en el delirio,
por lo que inevitablemente engendra su propia parodia.
Camp, en un número abrumador de ocasiones, es [...]
aquello tan malo que resulta bueno (Celorio 2001).

La áspera refulgencia del verbo imantado. Cuerpo, deseo,


violencia

soy este cuerpo perseguido por la gula erótica, la obscena


gula erótica sexual de la humanidad
para la que el dolor es un humus, el licor de un moco fértil.

A. Artaud

i.

En torno a lo abyecto del cuerpo y las figuras de la perversión de Kristeva


(1980/2006), la obra de Perlongher nos sitúa en la tensión del cuerpo de-
seante tanto de un sujeto camp (o perfo-político) como de una escritura
sexualizada, en la que intervienen distintos materiales –“reos”, al decir del
autor, donde carmesí valdrá por flema, ajorca por macetuelas, esmirna por
pingo…– así como distintos lenguajes y niveles de lengua, a fin de operar un
tipo de expresión “lujosa” al tiempo que “lunfarda”13 en el maridaje del kitsch
con la retórica clásica barroca. Esto es, una escritura neobarroca, siguiendo
a Rojas, por la forma de su expresión formal. Mezcla de alta y baja cultura
basada en jergas populares, dialectos y variables del idioma español, como
sucede con el uso del portuñol, en que el autor conjuga en un mismo nivel
de lengua variantes lingüísticas tanto del español como del portugués, un
“entre” lingüístico que, desde la lógica de una literatura menor (Deleuze y
Guattari 2001)14, emplazaría la des(re)territorialización de la lengua poética.

El poema “El polvo” es un magistral relato donde se articula el superyó del


sujeto ab-yecto kristeviano, al solicitar una convulsión, un grito, una descarga,
en circunstancias que lo abyecto determina en él ese don repulsivo “que el
otro, convertido en alter ego, deja caer para que ‘yo’ no desaparezca en él”
(Kristeva 2006: 18), y encuentre en esa sublime alienación una existencia
desposeída. Hablamos de un goce en el que el sujeto se sumerge, pero donde
el otro (su alter ego) le impide zozobrar, haciéndolo repugnante. Veamos:

13  Ellunfardo corresponde a la lengua del arrabal porteño: “una mezcla de voces italiano-
castellanas característica del lumpen, a veces al borde de la delincuencia. Lengua un poco
en clave que pasa al tango y a la poesía urbana” (Sebreli 2000: 74).
14  En atención a la obra de Franz Kafka, Deleuze y Guattari (2001) se refieren a una literatura

menor como aquella que desarrolla una “minoría” (sexual, étnica, de clase) dentro de una
lengua mayor (la desterritorialización del idioma), al tiempo que una literatura donde todo
es político y en que todo adquiere un valor colectivo.

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En esa encantadora soledad


–oh claro, estabas sola!–
en esta enhiesta, insoportable inercia
es ella, es él, siempre de a uno, lo que esplende
ella, su vaporosa mansedumbre o vestido
él, su manera de tajear los sábados, la mucilaginosa telilla de
los sábados
la pared de los patios rayada por los haces de una luz
encendida a deshora
ceniciento el terror, ya maculado, untuoso en esas buscas
a través de los charcos
los chancros repetidos, esos rastreos del pavor por las
mesetas
del hechizo
rápidamente roto
esos destrozos recurrentes de un espejo en la cabeza
de otro
espejo
o esos diálogos
“Ya no seré la última marica de tu vida”, dice él
que dice ella, o dice ella, o él
que hubiera dicho ella, o si él le hubiera dicho:
“Seré tu último chongo” –y ese sábado
espeso como masacre de tulipanes, lácteo
como la leche de él sobre la boca de ella, o de los senos
de ella sobre los vellos de su ano, o un dedo en la garganta
su concha multicolor hecha pedazos en donde vuelcan
los carreros
residuos
de una penetración: la de los penes truncos, puntos, juncos,
la de los penes juntos
en su hondura –oh perdido acabar
albur derrame el de ella, el de él, el de ellaél, o élella
con sus trepidaciones nauseabundas y su increíble gusto
por la
asquerosidad
su coprofagia
(pp. 31-2).

Tras la lectura y con Kristeva, podríamos, quizás, comprender por qué


tantas “víctimas” de lo abyecto, serían víctimas fascinadas, cuando no dóciles
y complacientes…

La abyección se presenta en el poema articulando esa estética del tajo15


que reconstruye la visión del cuerpo “en su coprofagia”, la putrefacción, el

15  La interpretación de Cangi (1996) sobre la estética del tajo y del tatuaje, tematizadas
por Perlongher en Prosa Plebeya, distingue dos cesuras de una lógica punzante: “(…) si la
inclinación al tatuaje robustece la pulsión ornamental, la pantomima y el travestismo (…)
la acción de tajear nos expone ante la pulsión destructiva y el mundo de sus desechos,
profundamente ritual y conectora entre la lengua y el cuerpo, entre la inscripción y la carne (…).

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Biviana Hernández El neobarroso camp de Perlongher para una estética perfo-política

detritus, el sujeto que literalmente se alimenta de excrementos o dese-


chos, en ese contacto que sugieren los penes juntos durante el acto sexual
homoerótico, per se, abyecto. En él, la retórica barroca del objet parure
(como ornamento, alhaja): penes truncos, puntos, juncos, en su hondura.
Ese contacto que es roce, escarceo, penetración dolorosa, violenta, pulsión
destructiva, aunque, simultáneamente, ritual y conectora entre la inscrip-
ción y la carne. Masacre de tulipanes, violencia reprimida del instinto, pero,
al mismo tiempo, experiencia del goce y la pasión. El albur derrame que
convoca el azar, la contingencia o la inminencia del orgasmo en ese ritual
efímero con su aire de provisionalidad.

La retórica del sujeto abyecto permite leer el principio de la abyección –que


destaca una de esas violentas y oscuras rebeliones del ser contra aquello
que lo amenaza– desde un afuera o, bien, desde un adentro “exorbitante”, al
margen de lo posible, lo tolerable, lo asimilable o lo pensable. No obstante,
esa fuerza de la violencia del cuerpo contra o sobre la piel, fascina, seduce,
atrae. El albur derrame, con sus trepidaciones nauseabundas y su increíble
gusto por la asquerosidad, “es atraído hacia otra parte tan tentadora como
condenada” (Kristeva 2006: 7). Sublimación y devastación del cuerpo vio-
lentado. Cuerpo tajeado en sus desgarros que fascinan, y que permiten al
sujeto reencontrarse consigo mismo en esa voluntad deseante que no puede
ser sino abyecta y perversa. Nos referimos ahora a la escritura neobarroca
por la expresión de su contenido, el cuerpo y sus mecanismos de violencia
(física y simbólica), así como a la construcción de subjetividad que ellos
activan en el texto o la textualidad.

¿Él o ella? o ¿se trata de un mismo cuerpo perseguido por la obscena gula
erótica sexual de la humanidad?, ¿un cuerpo que porta en sí los significantes
(biopolíticos) de los dos géneros?, ¿la representación del tatuaje como artificio
que robustece la pulsión ornamental, la pantomima y el travestismo? o ¿el
tatuaje que satura de artificio mimético y efímero –como el maquillaje– las
superficies del cuerpo, en una densidad compulsiva, hipertélica, amanerada
y de fasto? Decir si esto o lo otro no es tan importante como acotar que
no se trata de la identidad sexual del abyecto (élella), como tampoco del
tecnocuerpo que construye genéricamente el sujeto del deseo, pues, valga
recordar, que el de la escritura neobarroc(s)a de Perlongher será siempre
un cuerpo auto-biografiado y sin órganos. En él-ella (cuerpo y escritura) no
hay lugar para los sexos ni la diferenciación genérica, puesto que los cuerpos
ya han devenido otros; y en ellos, solo puede actuar la violencia del deseo
que es la única fuerza operante, presencia o acontecimiento puro, lo que

El tatuaje satura de artificio mimético y efímero –a la manera del maquillaje– las superficies
del cuerpo, en una densidad compulsiva, hipertélica, amanerada y de fasto, con propensión
a lo definitivo. El tajo, sin embargo –violencia reprimida del instinto, ritual efímero con su
aire de provisionalidad–, consigue expresar los dezhechoz al recuperar en el gesto el “jaleo”
y sus apetitos y pasiones” (1996: 72-73). Ello explica que lo que se “distribuye” alrededor
del tajo o aquello que erosiona sus bordes, sean los instintos, los “grandes apetitos”, los
humores y las pasiones del cuerpo: “El tajo se actualiza en cada cuerpo en relación con
los instintos que le abren el camino. La operación del tajeo hace pasar el plano deseante,
ese ‘entre’, como magma fluido de conexión y agenciamiento –reino de androginia– que
enloquece y desmelena la escritura” (1996: 73). Lo destacado es nuestro.

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“esplende” frente a la inercia o la cotidianeidad de lo que aparenta ser pero


no es (¿hombre o mujer?).

No obstante, el deseo metaforiza la materialidad de los cuerpos anató-


micamente diferenciados, objetos de la cosmética travesti: mansedumbre y
vestido, la de ella. Acción viril y falocéntrica, la de él, “su manera de tajear
los sábados”, en alusión al modo concreto de la sexualidad anal de las prác-
ticas homoeróticas. El sujeto abyecto se interroga, se mira, se indaga en esa
sensibilidad particular, única, de la abyección, la que no deja de ser cursi en
la memoria de los encuentros fugaces, intempestivos, atravesados por esa
violencia que fascina, por el dulce horror vacui, don repulsivo, del dolor, el
desgarro del cuerpo desmembrado, ceniciento el terror, ya maculado, un-
tuoso en esas buscas a través de los charcos… Una alquimia que transforma
la pulsión de muerte en soplo de vida. Por eso quien habla en “El polvo” se
halla en esa suerte de crisis narcisista que atestigua lo efímero del roce vio-
lento con/contra el cuerpo, los chancros repetidos, esos rastreos del pavor
por las mesetas del hechizo. Pavor que es la fascinación del sujeto deseante
por la violencia sublime de ese contacto desgarrador cuerpo a cuerpo, en
ese instante mágico del hechizo, rápidamente roto…

ii.

Si para Oscar Montero (1988), la escritura de Sarduy es drag no tanto


porque hable de gays o represente un mundo gay, cuanto por su trabajo
de inversión y travestismo, o la teatralidad y la actitud performativa del
lenguaje, para nosotros, el neobarroso de Perlongher comienza a devenir
camp cuando un recurso característico de esta práctica –la inversión– cobra
sentido en varios niveles de representación: desde la inversión de valores, en
que lo “alto” se sitúa en lo “bajo” y viceversa, hasta los procesos lingüísticos
de inversión de sentido, como en la parodia o la ironía, que operan el juego
inequívoco del cambio genérico (otra vez, la condición formal de la escritura
neobarroca). Así, muchas de las características del camp: ironía, esteticismo,
humor y teatralidad, no solo se aplican al régimen de una escritura y lenguaje
sexualizados16, sino que también permean lo alto y lo bajo de este estilo.
Por un lado, el esteticismo barroco, el trabajo de pulido y de cuidado formal
y lingüístico, mientras que, por otro, la exageración, el mal gusto, lo chillón,
lo burlesco, lo melodramático y lo artificioso, si pensamos en algunas de las
características que ocupan la teatralidad del cuerpo travesti de la figura del
miché, que se deja leer en la obra de Perlongher, y con notable maestría en
el poema homónimo de Alambres (1987):

El travesti, drapeado entre fantoches de irisable mondura:


monda, monda: ronda, cercena y raspa: la mondura
montada en cardenales, en fetiches: pescuezo de lamé,
cuello de gata:
botella atravesada: el irisado almácigo: hortelano:
curva, cencerro y paja:
la travesti

16  Sobreel proceso de sexualización de la escritura, en clave culturalista y de género, Cf.


Richard 1998; 2008.

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Biviana Hernández El neobarroso camp de Perlongher para una estética perfo-política

echada en la ballesta, en los cojines


crispa el puño aureolado de becerros: en ese
vencimiento, o esa doblegación:
de lo crispado:
muelle, acrisolando en miasmas mañaneras la vehemencia
del potro:
acrisolando:
la carroña del parque, los buracos de luz, lulú,
luzbel: el crispo: la crispación del pinto:
como esa mano homónima se cierne
sobre el florero que florece, o flora: sobre lo que
florea:
(…)
superficies de un crol, de una piscina: en ella,
se zambulle el miché, zampándose la almeja:
en esa cosa
que pudorosa acecha: en esa rosa de un
peciolo lila: en esa tersa costra del pescuezo:
gillette y afeitadora: en esa barba
que desprendida cae: como babeando: y raya
(pp. 89-90).

El y la travesti. El miché, ¿él o ella? o ¿ellaél?. La fusión, confusión,


desdiferenciación genérica que metaforiza, nuevamente, la corporalidad del
deseo carente de sujeto, la función intransitiva del devenir deseante. No
obstante, el travesti se impone sobre la fragilidad del gesto defensivo de la
travesti, en ese vencimiento o en esa doblegación de lo crispado. El sujeto
que perfora la piel, penetrando el sexo de la travesti, en ella se zambulle el
miché, zampándose la almeja. Un sexo que repugna (porque es abyecto),
pero que al mismo tiempo fascina, esa cosa que pudorosa acecha, y que es
parte de su ser perverso.

Mediante la figura de la elipsis, el hablante describe con extremo detalle


y crudeza deliberada la situación del miché, pero asumiendo la presencia
del estereotipo de una identidad homosexual feminizada, que permitiría
abordar la condición de perverso, periférico o marginal, del sujeto travesti.
A renglón seguido:

el miché, candoroso, arrebolado


de azahar, de azaleas, monta, como mondando, la
prístina ondulación del agua:
crueldad del firmamento,
del fermento:
atareado en molduras microscópicas, filamentosos mambos:
tensas curvas
Pero no es acaso la curvación lo que crispa?: lo curvado?
el marqués de Courvel, en la corbeta, atándose el jabót
a una teta de almíbar:
palillo y siliconas

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Taller de Letras N° 51: 235-254, 2012

Pero no, no es así?: la curvatura, el glaceado pecíolo


el irisado almíbar de la teta que rancia se desploma
sobre el hombro del marqués que marcado
en esa teta rancio se desploma, cual sobre un pastillero:
es el marqués, la blanca jeta (recta) del marqués, la
pulsada:
esos cueros peludos que tan prolijamente depilados dejan
ver la cabeza
nudosa enano, de un enano grasiento y lujurioso:
prolijas, tersas grasas
–o grasosas
(pp. 89-90).

La curva, curvatura, curvación, de la escritura neobarrosa, operaría la


transgresión o desviación de la regla o norma social, moral o religiosa, a
la que se opone lo abyecto. La figura del sujeto travesti, que vemos actuar
en el personaje del marqués de Courvel, pone en escena los significantes
de la feminidad o su inminente proceso de feminización y travestimiento, el
jabót que se ata a una teta de almíbar, el glaceado pecíolo, las siliconas, el
cuerpo depilado, que, no obstante, deja ver la anatomía del sexo masculino
que se oculta: esos cueros peludos que tan prolijamente depilados dejan
ver la cabeza nudosa de un enano grasiento y lujurioso. Pero más allá de
estos significantes (barrosos), la imagen del travesti parece estar atravesada
por la visión “postmoderna” o, mejor, “espectacular” de Baudrillard (1989),
cuando no se trataría más del sujeto travesti o transexual, vilipendiado y
humillado, que circula por las calles de Buenos Aires o São Paulo, que del
sujeto andrógino como “cifra del deseo, tercera vía, fuerza ciega, hiato ante
cualquier ubicación simbólica significante” (Cangi 2004: 56)17. Un sujeto que
producto de la indiferenciación de sexos e identidades de género, etnia o
religión, no es ni blanco ni negro, ni hombre ni mujer, ni bello ni feo. Signo
de una época, más bien, en que la mayor “creatividad” posible residiría en el
juego de los disfraces, en tanto que tensión de la apariencia o puro simulacro
de lo real, aquello que en esencia definiría, bajo esta óptica, la condición de
posibilidad del travesti, tal como lo entendiera Moreano:

El travesti no es una máscara que oculta un enigma: debajo


no hay rostro ni piel. El enigma detrás de la máscara ha
cedido su lugar al carrusel de disfraces. Así, los travestis

17  Cangi advierte la inadecuación de remitir el travesti a una arqueología del cuerpo andrógino,
tal como lo entendiera Sarduy, situado en un tiempo adánico e, incluso, antes del tiempo
mismo y de la separación física de los sexos, en su indiferenciación latente, de donde el
travesti, como el transexual, aspiraría en estadios diferentes a una hipermujer, “uno por
vía del ornamento de modo mimético, el otro a fuerza de arreglos y artificios genéricos”
(2004: 22). Que el travesti sea el gran tema de la simulación barroca sarduyana, explica
para Cangi no solo la complacencia del autor cubano en reforzar un ícono femenino, sino
también su error de considerar lo andrógino (en su visión, más como cifra de un deseo
que postura homoerótica) en la misma arqueología del cuerpo travestido, por sugerir ese
reduccionismo y conservadurismo que advirtiera Echavarren al interpretar Cobra: “un relato
como este, que traduce el andrógino al homosexual, el homosexual al travesti y el travesti al
transexual –a la mujer modélica que no puede tener pene ni pies grandes– puede parecernos
conservador” (Cangi 2004: 22).

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Biviana Hernández El neobarroso camp de Perlongher para una estética perfo-política

expresan la orgía de los significantes: son la poesía del


universo virtual (…) El travesti transfigura la desoladora
contradicción de los sexos en circulación de identidades,
en arco iris de opciones: transexuales, homosexuales,
bisexuales, heterosexuales… (1994: 157)

“Miché” escenifica, de este modo, no más la desterritorialización del orden


familiar y laboral del joven prostituto, que la reterritorialización del código-
territorio del submundo que orbita. En el poema, nótese que la perspectiva
del hablante expresa la mirada en que aquel (en su faceta masculina) aborda
el cuerpo drapeado del travesti (en su faceta femenina), como invención
homoerótica en su pulsión por alcanzar la hipermujer, su antagonista en el
campo de la prostitución masculina. El devenir-mujer equivale, por tanto, a
la mujer “proliferante” o “en extensión”, “desdoblada en mueca o caricatu-
ra”, en circunstancias que la acentuación de los rasgos femeninos conduce a
una serie quasiejemplar: “mujer-mujer maquillada, mujer-máscara, hombre
travesti, hombre emasculado, son posibilidades del sexo femenino y del
género que trasciende su femineidad para hacerse más y más… mujer”
(Rosa 1997: 80-1).

Del mismo modo, en Parque Lezama (1990) actúa un proceso de ho-


moerotización del discurso poético, en un “flirteo” constante de aparentes
aventuras en ese parque casi mítico de Buenos Aires, mas no tratándose
de un mero “acueste promiscuo” e intrascendente, sino de la “dignificación”
de todo aquello considerado perverso (o abyecto) por el ojo panóptico del
aparato de estado. Un dispositivo de la sexualidad que desborda el sistema
biopolítico de alianza patriarcal y conyugal. Aquello que define la producción
deseante, la textura (en su forma y contenido) de lo sensual y de lo corporal.
La estética del tajo en la pulsión destructiva, ritual y conectora entre la lengua
y el cuerpo, entre la inscripción y los grandes apetitos, los humores y las
pasiones de la carne. Esa violencia reprimida del instinto, como ritual efímero,
que vemos proliferar, como en muchos otros, en el poema “Al deshollinador”:

¿He de seducir al deshollinador


sólo para asegurarme del fracaso del trámite.
pues la chimenea se seguirá atascando, él atrapado en
[los ijares
y yo sorbiendo de la bota
con el siglo que desata los cordones del ano con los
[dientes?
La lengua busca la caverna arenosa, hay barcos de
[ceibas haladas
en el retozo de las papilas en las lengüetas rosas
abiertas como mariposas al lengüeteo de la mosca.
(pp. 205-6)

El humor camp atraviesa el texto, festejando la frivolidad perversa de


seducir momentáneamente, en esa suerte de “levante” que emplea el ha-
blante, como en un trámite fallido, a un hombre que venga a “atraparse
en los ijares”, siendo esta cualidad extensiva al texto en su conjunto. Para
Torres (2010), esto resulta evidente cuando afirma que, de toda la obra del

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Taller de Letras N° 51: 235-254, 2012

escritor argentino, Parque Lezama es el más directo y transparente a la hora


de operar un ars poetica de contenido “homosexual”, conforme un lenguaje
carnavalesco, donde el uso de la ironía y el doble sentido sirven para articular
un sistema codificado de humor y parodia. Una voz ventrílocua, podríamos
añadir, que permite oír una lengua marginal, estereotipada y vulgar (y, si
acaso, menor). Una lengua poética que deforma el lenguaje, comprimién-
dolo y dilatándolo, porque las palabras al salir del ventrílocuo se convierten
en una masa de lenguaje, “incomprensible en su avalancha verbal y donde,
muchas veces, se dibuja una realidad informe que vale más por el acento,
por la inflexión, que por el significado” (Montecino 1993: 164).

Hacer un paralelo entre la lengua marucha de Lemebel y el neobarroso


camp de Perlongher, nos permite advertir que la sexualización del lenguaje en
la escritura neobarroca, actúa en el sentido que apunta Nelly Richard (1998)
como feminización de la escritura, esto es, como un proceso ligado a una
violencia que atraviesa tanto el terreno de lo corporal como el de lo político,
lo histórico y lo social. Validándose en ello la premisa de Cangi (1996) sobre
la estética del tatuaje y del tajo, una como maquillaje (en su forma), otra
como abyección (en su contenido). Así, en los cuerpos amputados, cerce-
nados, desgarrados, proliferantes o en extensión, cuyas partes esparcidas o
disgregadas se “narran” por medio de palabras cortadas, siglas o significantes
que, en medio del juego de sus cortes, sugieren sentidos múltiples en torno
a la corporalidad y sexualidad del homoerotismo.

iii.

Podríamos añadir, a modo de resumen, que la estética del camp en


Perlongher da cuenta de ese neobarroco bulímico, explosivo y gay, que des-
tacaban Helder y Prieto (2006) para el neobarroco de los 80 argentinos, por
su gesto provocativo y su lengua llena de escatología y erotismo crudo. Una
escritura de la perversión (el cuerpo abyecto kristeviano, el cadáver y los
desechos) como necesidad de la transgresión –una articulación de la carne,
desde el “tiro clavado en la nalguita” hasta el viaje “por la cama de un extremo
a otro de vida”– pero sin el reclamo a priori de conquistar un espacio en el
cuerpo social, aun cuando ello no abdique el gesto político de la propuesta. El
camp de Perlongher, en su particular versión de una escritura neobarroca, no
sería apolítico y carente de compromiso como sentenciara Monsiváis (1970),
refiriéndose a esta “sensibilidad” en el campo cultural mexicano. En él se
destaca la crítica mordaz contra el aparato de estado y sus formas de panóp-
tico y la heteronormatividad foucaultiana (la heterosexualidad reaccionaria,
conyugalizada y monogámica), a la que resistiera el autor como militante
del FLH18 argentino en los años de la guerra sucia. De allí que cobre especial
relevancia la representación neobarrosa de su escritura como posibilidad de
actualizar la discusión sobre el autoritarismo, las políticas de la represión y
las dificultades de representación de una realidad, como ha señalado Galindo
(2010), ominosa y oscura. Porque aquella ha sabido articular la imagen de

18  Lasigla corresponde al Frente de Liberación Homosexual, heredero del Grupo Nuestro


Mundo (1969), fundado en 1971 en Buenos Aires, como una asociación izquierdista y
revolucionaria en defensa de los derechos homosexuales.

■ 248
Biviana Hernández El neobarroso camp de Perlongher para una estética perfo-política

un micro-terrorismo del doble cuerpo perverso: el de la escritura y el de la


acción social, a la base de una correspondencia entre los actos finales del
cuerpo y los movimientos extremos de la escritura (González 1996). Porque
en Perlongher, ciertamente, hablar y escribir son una acción del cuerpo y
un arte de la voz (Cangi 1996), un montaje de cuerpos inscritos, tatuados o
tajeados, donde el cuerpo es máquina de atraer y repeler. Acción del cuerpo
y arte de la voz, como sucede en el poema en prosa “MME S.”, de Alambres,
donde Perlongher nombra y al nombrar transgrede el tabú del incesto de
nuestra sociedad occidental:

… cuando lames con tu boca de madre


las cavernas del orto, del ocaso, las cuevas
y yo, ¿te penetraba?
(…)
cual lobezno lascivo, pude alzarme
tras tus enaguas, y lamer tus senos, como tú me lamías
los pezones
y dejabas babeante en las tetillas –que parecían titilar–
el ronroneo
de tu saliva rumorosa? El bretel de tus dientes?
pude madre?
(p. 91).

Deseoso es el que huye de su madre, nos decía Lezama en un verso del


“Llamado del deseoso”. Y aquí Perlongher parece asumir tal condición al re-
construir la escena edípica del incesto con la madre. Otra figura o variante más
de lo abyecto kristeviano y el poder de la perversión del sujeto deseante. La
descripción hiperrealista no solo del acto sexual, sino también de lo forcluido
o rechazado, que siempre compromete el deseo de lo prohibido,19 tanto por
la conciencia (desde el psicoanálisis) como por los dispositivos sociales de
control, represión y censura.

Otra figura del perverso que se ex-pone (obsceno) en el cuerpo del


hombre homosexual, afeminado y travestido, es la que vemos desplegarse
en ese quantum de puro hacer que encarna esa suerte de manifiesto drag,
“Por qué seremos tan hermosas”, con la faceta melodramática y kitsch que
determinan la actitud de sacrificio o masoquismo de sus hablantes marico-
nes (Torres 2010)20, así como la imagen narcisista que insinúa el carácter
especular de la mirada, toda vez que esos cuerpos travestidos constituyen
un objeto en palimpsesto, como diría Butler (1997/2007), para referirse a
una superficie en la que una serie de borramientos sucesivos habría dejado
la marca de una posesión:

19  “La abyección persiste como exclusión o tabú en las religiones monoteístas, particularmente
en el judaísmo, pero deslizándose hacia formas más “secundarias” como transgresión (de la
Ley) en la misma economía monoteísta. Finalmente, con el pecado cristiano encuentra una
elaboración dialéctica, integrándose como alteridad amenazadora pero siempre nombrable,
siempre totalizable, en el Verbo cristiano” (Kristeva 2006: 27).
20  Mediante las nociones de “verbo” y “carne”, Daniel Torres (2010) analiza un corpus de

textos de los escritores Enrique Giordano, Manuel Ramos Otero y Néstor Perlongher –a
los que denomina “maricones”, en un sentido deconstructivo del término– en torno a una
lírica homoerótica hispanoamericana, configurada desde la construcción cultural del sexo.

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Taller de Letras N° 51: 235-254, 2012

Por qué seremos tan perversas, tan mezquinas


(tan derramadas, tan abiertas)
y abriremos la puerta de calle al
monstruo que mora en las esquinas, o
sea el cielo como una explosión de vaselina
(…)
Por qué seremos tan sentadoras, tan bonitas
los llamaremos por sus nombres cuando todos nos sienten
(o sea, cuando nadie nos escucha)
Por qué seremos tan pizpiretas, charlatanas

Tan solteronas, tan dementes


por qué estaremos en esta densa fronda
agitando la intimidad de las malezas
como una blandura escandalosa cuyos vellos se agiten
muellemente
al ritmo de una música tropical, brasilera

por qué
seremos tan disparatadas y brillantes
abordaremos con tocado de pluma el latrocinio
desparramando gráciles sentencias
que no retrasarán la salva, no
pero que al menos permitirán guiñarle el ojo al fusilero

Por qué seremos tan despatarradas, tan obesas


Sorbiendo en lentas aspiraciones el zumo de las noches
peligrosas
Tan entregadas, tan masoquistas, tan
–hedonísticamente hablando–
por qué seremos tan gozosas, tan gustosas
(…)
Por qué seremos tan sirenas, tan reinas
abroqueladas por los infinitos marasmos del romanticismo
tan lánguidas, tan magras
(pp. 58-59).

El poema semeja un autoanálisis con una retórica de joda21 en una


suerte de monólogo dramático (el de una loquita partida cualquiera), donde
Perlongher (se) interroga sobre las conductas y prácticas homoeróticas, o,
bien, sobre un modo de ser particular que se expresaría en las diversas y
específicas manifestaciones del travestismo, pero como extremo del patetismo
kitsch de la contracultura gay, que, en este caso, es asumida en el orden
de los cuerpos travestidos y, por tanto, bajo la consigna de una retórica del
tatuaje y del maquillaje. No obstante, ¿apuntaría esto a cierto “determinismo
ortopédico”?, como sugiere Cangi (2000), cuando se pregunta si debemos

21  Deuso coloquial, el “joda” argentino se aplica a situaciones jocosas, burlescas o divertidas.


En este caso, la “retórica de joda” aludiría a una suerte de lenguaje carnavalesco o festivo,
o para connotar una situación de esta naturaleza.

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Biviana Hernández El neobarroso camp de Perlongher para una estética perfo-política

pensar que en esta condición de exacerbar el género como superhembras o


hipermujeres, los cuerpos travestidos asumirían un lugar más bien estático,
de “divinas orquídeas congeladas”, o deberíamos aceptar que solo se trata
de cuerpos que exponen una pantomima puramente espectacular, burlesca,
solapadamente transgresiva, más paródica que ritual.

Opera aquí la voz feminizada del travesti como sujeto andrógino22, antes
que “homosexual” u homoerótico, conforme la feminización de la escritura
en el sentido que suscribe Richard (2008), esto es, como una operación
que resulta cuando una poética o una erótica del signo desborda el marco
de retención/contención de la significación masculina con sus excedentes
rebeldes: cuerpo, líbido, goce, heterogeneidad, multiplicidad, etc., a fin de
impugnar la lógica del discurso de poder dominante. Una voz que se sitúa en
un lugar de crítica frontal al asumir el estereotipo gay “amariconado” desde
su cuerpo tatuado (o tajeado), para atacar por medio de la pregunta retórica
“¿por qué?”. Pregunta que pone en entredicho esa suerte de “encanalla-
miento” del sujeto ante los modelos de la sexualidad política y moralmente
correcta o establecida.

Al feminizar la escritura, el poeta asume todo o buena parte de lo que ella


encierra, recordando que el discurso femenino a menudo ha sido calificado
de balbuceo, de acto indescifrable o enigmático, de galimatías sin sentido,
como diría Nicolás Rosa; “de ahí al delirio no hay ni un paso”. En lo que no
habría necesariamente un juicio de valor, pero sí la exaltación de ese tono
“refractario” que polemiza con los regímenes de dominación, represión y
censura. “Por qué seremos tan pizpiretas, charlatanas/tan solteronas, tan
dementes”… es como si la escritura de la perversión necesitara la ley en su
sitio para poder oponerla y cuestionarla, mas no tratándose de una reflexión
de lo “homo” como marginado, cuanto de una “posesión” de esa marginalidad
para poder entenderla, leerla, complejizarla, burlarla. De allí que las fugas del
(élella) sujeto “drag” de Perlongher (llámese travesti, loca, hipermujer) y de
los espacios que atraviesa, muestren de qué manera en la deriva deseante
no hay sujeto ni objetivo estable ni unívoco, cuando ellas conducen a ciertos
lugares repetidos, que funcionan como puntos de encuentro reconocidos y
asociados con determinadas prácticas homosexuales y de prostitución mas-
culina. Espacios donde los juegos de miradas y de escarceos preliminares
llegarían a convertirse en actos de sexo fugaz, promiscuo, “a última vista”
y, sin duda, violento y abyecto. Espacios que en los poemas de Perlongher
escenifican el proceso desde la preparación del “personaje”, en su producción
(escenas de vestuario y maquillaje, en la retórica del tatuaje), pasando por
la excitación y la ansiedad del “levante callejero”, hasta los actos sexuales
más radicalmente perversos y obscenos (felaciones, penetraciones anales,
en la retórica del tajo).

22  Para
Echavarren, el andrógino es una figura ambigua y mutante por la mezcla de atributos
de género: “un rostro imberbe y suave enmarcado por bucles y resaltado por maquillaje
puede volverse ambiguo hasta un grado vertiginoso, que no se asimila sin problemas al
de la mujer, ya que el resto de la vestimenta puede dejar adivinar un cuerpo de hombre”
(2007: 45).

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Taller de Letras N° 51: 235-254, 2012

Para concluir

Como ficción anatómica de un cuerpo estético y político, la poesía de


Perlongher es proliferación textual, cuerpo, deseo y violencia, que emplazan
la condición neo-barroca y neo-barrosa de su escritura. Así, lo que hemos
explorado en estas páginas ha sido la escritura como objeto de esa tenden-
cia, estilo, sin-estilo, o práctica que ha recuperado la “barroquicidad” de una
literatura paródica, hiperbólica, artificiosa, sensualista, erotizante, blasfema,
donde el lenguaje descuella por su autoconciencia crítica, una percepción
abierta y polirreferencial de sí mismo y del mundo. Poesía del lenguaje, la de
Perlongher, sin lugar a dudas, como estrategia donde la figura del camp (en
su teoría y práctica) actúa como un microterrorismo del doble cuerpo abyecto
y perverso: la escritura y la acción social, la proliferación de significantes en la
voz (voces) de la protesta y la disidencia política, que es siempre sexual. En
esta escritura la representación deviene “figuraciones” del deseo intransitivo.
Figuraciones del homoerotismo que construyen la subjetividad de lo andrógino.

La escritura neobarroc(s)a de Perlongher es, aquí, metacrítica del deseo


homoerótico, poder de perversión, cuerpos de la violencia y de lo obsceno
que subvierten el régimen de las identidades y los géneros, las biopolíticas
del autoritarismo, la represión y la censura, los dispositivos de codificación
del biopoder, en suma. La gula erótica del neoabarroco en su poesía aún no
termina. La escritura deseante, hambrienta, fagocita.

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