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Arte femenino / arte feminista: reflexión desde la crítica cultural Jornadas de


Investigación de Unearte. Saberes y creación artística en la soberanía cultural,
Mesa Arte y socieda...

Conference Paper · November 2018

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Carmen Hernandez
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1
Ponencia
Arte femenino / arte feminista: reflexión desde la crítica cultural
Jornadas de Investigación de Unearte. Saberes y creación artística en la soberanía
cultural, Mesa Arte y sociedad: arte, salud y diversidad, Aula 7, C.E.C.A. Plaza Morelos,
Unearte, 26 de octubre de 2016, 1:30 PM
Carmen Hernández

A pesar del largo camino recorrido por los feminismos tanto en su labor
reivindicativa como en la producción teórica, literaria y artística, parece difícil
entender que todavía exista un numeroso contingente de hombres y mujeres,
que defiendan la noción de lo femenino sin problematizar su origen diferenciador
y excluyente derivado de una economía de los signos.
Cuando se inauguró la muestra Desde el cuerpo: alegoría de lo femenino
en el Museo de Bellas Artes, en 1998, bajo mi curaduría, varias personas del
público me comentaron de manera decepcionada que en las obras exhibidas no
se percibían “verdaderas” alusiones a la feminidad, como poses intimistas o
miradas nostálgicas hacia la maternidad y la naturaleza, según los ejemplos de
las artistas Anna Scavone y Celia Lacayo, que representarían un arte
tradicionalmente “femenino”.
En ese momento me planteaba hacer una revisión del estallido de esa
noción desde el arte, sin asumir explícitamente el término “feminista” en el título,
para evitar prejuicios. Hoy en día haría más evidente esta perspectiva crítica y
emplearía la idea de políticas de representación, pues lo “femenino” todavía
opera como signo discriminatorio y esto oscurecería la orientación subversiva de
mi propósito curatorial, que recurrió al término “femenino” para visibilizar una
insubordinación artística frente al sistema androcéntrico1, que se venía gestando
desde los años 70 del siglo XX. Hoy en día también incluiría obras realizadas por
hombres que cuestionan la noción de virirlidad, así como planteamientos de
personas identificadas como sexo-diversas que abordan problemáticas relativas
a la teoría queer y a la pospornografía.

1
Amparo Moreno describe la existencia de un arquetipo viril que, en su calidad de construcción
ideológica, ha permitido articular el poder con el saber para privilegiar un modelo sobre el cual se
ha ordenado jerárquicamente la cultura, propiciando un sistema androcéntrico. El arquetipo viril
protagonista de la historia es un sujeto masculino que actúa como agente de la historia -considerado
ser humano superior- y que no representa a cualquier hombre. Cfr Moreno, 1986, 98.
2
Desde la conducta social, lo femenino naturalizado como representación
hegemónica, continúa afirmando una posición de minusvalía sobre las mujeres.
En 1972, Susan Sontag nos ofreció una reflexión todavía vigente cuando señaló:

Ser mujer es ser actriz. Ser femenina es una especie de teatro, con sus
trajes apropiados, decoración, iluminación y gestos estilizados. Desde la
primera infancia, las chicas están capacitadas para cuidar de una manera
patológicamente exagerada su apariencia y se mutilan profundamente
(hasta el punto de quedar inhabilitadas para primera etapa de la edad
adulta) por la magnitud de la tensión puesta en la presentación de sí
mismas como objetos físicamente atractivos. Las mujeres se miran en el
espejo con mayor frecuencia que los hombres. Es, prácticamente, su
deber mirarse a sí mismas- mirar a menudo. De hecho, una mujer que no
es narcisista se considera poco femenina. Y una mujer que pasa
literalmente la mayor parte de su tiempo dedicada a su cuidado, y
haciendo compras para favorecer su apariencia física, no es considerada
en esta sociedad como lo que es: una especie de idiota moral2. Ella se
cree que es bastante normal y es envidiada por otras mujeres cuyo tiempo
es mayormente empleado en su trabajo o al cuidado de su numerosa
familia (1972).

Como contrapartida al narcisismo de confrontarse frente al espejo con el


modelo de belleza vigente, desde los años 70 muchas mujeres decidieron
abordar su propia representación a partir del análisis contextual, confrontando
sus interrogantes y deseos frente a las economías fundacionales del Estado-
moderno que las había destinado a identificarse con lo privado y doméstico,
condenándolas a una situación de minusvalía frente a lo masculino asociado con
lo público y el orden productivo. El catedrático español José Lorite Mena
sostiene esta tesis cuando aclara: "El nuevo deseo de la mujer es inseparable de
la desarticulación del orden de los signos que llenaban su ausencia de ser"
(Lorite Mena, 1987:12).
Hoy en día esta perspectiva disruptiva signada por la herencia del
feminismo, puede entenderse como “crítica a la cultura” en cuanto potencial
analítico de la construcción de identidades en tiempos marcados por la muerte
de los grandes relatos que han consolidado los procesos sociales, económicos,

2
Cursivas mías.
3
políticos de la modernidad y que han puesto en entredicho la noción de
ideología, hasta llegar a ignorarla.
La trayectoria del feminismo nos ha heredado una “mirada advertida” que
contribuye a reinterpretar la realidad cultural y por extensión, el campo del arte,
pues ofrece perspectivas liberadoras para redimensionar los roles sociales,
incluyendo redefiniciones en el campo teórico, como ocurre con la noción de lo
ideológico. El marxismo relacionó la ideología con el surgimiento de las clases
sociales y su consabida división social del trabajo, sin tomar en cuenta que
previamente a las diferencias de clase, ya existía la división sexual del trabajo
que permitió la emergencia e instauración del sexismo y su identificación del
signo de lo femenino con el mundo doméstico, mientras el espacio de lo público
y lo productivo quedó identificado con el signo de lo masculino. La investigadora
mexicana Eli Bartra nos advierte que desde la revisión cognitiva heredada por la
teoría feminista debemos estar atentos a definiciones tradicionales. Para ella,
por ejemplo:

La ideología es, en cuanto a lo que se ha llamado la estructura interna, un


conjunto de opiniones sobre el mundo. No se puede considerar un cuerpo
de ideas y de pensamientos bien estructurados ya que está integrada por
prejuicios más que por juicios racionales; las opiniones se expresan con
base en una jerarquía de valores que se ha ido modificando parcialmente
a lo largo de la historia de acuerdo con las necesidades de la clase o el
grupo social dominante que la escoge. Estas opiniones valorativas tienen
como función condicionar o determinar ciertas actitudes, costumbres,
hábitos, en suma, algunos objetivos de la acción en sociedad. Además,
contribuye fuertemente al proceso de enajenación y crea una hegemonía
y un consenso social (Bartra, 2003: 24).

Esta reflexión advierte que la perspectiva de género permite ampliar el


análisis sobre las relaciones de producción, pues los paradigmas epistémicos
clásicos, como el positivismo y el materialismo-histórico, no ofrecen
herramientas teóricas que permitan analizar la sociedad desde las
desigualdades de género sexual y género discursivo que dejan huella en el
cuerpo por una violencia física y simbólica ejercida por un sistema signos
heteronormativo. Asimismo, es necesario contar con nuevas perspectivas de
4
análisis para el campo del arte y allí la teoría feminista nos aporta herramientas
para detectar las premisas organizativas de la mirada.

Arte femenino y arte feminista

En este orden de ideas, se pueden establecer diferencias entre una


estética “femenina” y una estética “feminista” que ha sido descrita
oportunamente por la teórica latinoamericana Nelly Richard. Ella valora
positivamente el carácter marginal de lo femenino en su capacidad de asumir
fácilmente posiciones límites, sobre todo cuando debe enfrentarse a las
tensiones que le imponen los discursos dominantes. En el capítulo “Estéticas y
políticas del signo” de su libro Masculino/femenino, Nelly Richard plantea esta
diferencia:

“Arte femenino sería el arte representativo de una femineidad universal


o de una esencia de lo femenino que ilustra el universo de valores y
sentidos (sensibilidad, corporalidad, afectividad, etc.) que el reparto
masculino-femenino le ha reservado tradicionalmente a la mujer (…) sin
poner en cuestión la filosofía de la identidad que norma la desigualdad de
la relación mujer (naturaleza) / hombre (cultura, historia, sociedad)
sancionada por la ideología sexual dominante. En cambio, el arte
feminista sería el arte que busca corregir las imágenes estereotipadas de
lo femenino que lo masculino-hegemónico ha ido rebajando y castigando.
Un arte motivado, en sus contenidos y formas, por una crítica a la
ideología sexual dominante. Y más complejamente: un arte que interfiere
la cultura visual desde el punto de vista de cómo los códigos de identidad
y poder estructuran la representación de la diferencia sexual en beneficio
de la masculinidad hegemónica.” (Richard, 1993: 47).

Confronto aquí dos retratos elaborados por artistas mujeres: la


pintura de la francesa Marie Laurencin y la fotografía de la mexicana Daniella
Rosell. En ambos casos hay complicidad con las retratadas, pero hay una
distancia crítica que las distingue a una como “femenina”, y a otra como
“feminista”, pues en la primera obra se confirma el ideal institucionalizado de
belleza femenina, armónico y atemporal, y en la segunda, se minimiza la figura
para destacar el contexto abigarrado de formas colonialistas, con lo cual la
retratada pierde nobleza porque se mimetiza como si fuese un elemento
decorativo más.
5
Hoy en día puede plantearse que el arte “femenino” es aquel que, en la
búsqueda de un lugar propio y supuestamente “universal” para esa sensibilidad
negada históricamente, reproduce, sin proponérselo, el modelo androcéntrico
que han hecho esas reparticiones binarias y jerárquicas y que finalmente han
convertido a lo femenino en objeto frente a lo masculino reconocido como sujeto
de la historia. En resumen, todas aquellas propuestas que no alteran las
tradicionales representaciones de la femineidad y su contexto, reproducen el
orden que las ha negado históricamente, aunque sus intenciones sean otras.
Desde la práctica artística el “eterno femenino” asociado a un mundo
privado idílico, donde las mujeres son eternamente hermosas y amorosas, sigue
estimulando la imaginación masculina, como se observa en los trabajos de los
artistas Alex Alemany y Karol Bak.
En cambio, el arte feminista se caracteriza por las estrategias
desconstructivas del desmontaje, tanto del sistema de valores de la sociedad
patriarcal como de los modelos representacionales del arte. Es por ello que no
basta con representar aquello que ha sido excluido para darle visibilidad, sino
también se debe hacer desde otras codificaciones, más fluidas y menos
deterministas, que reviertan o redimensionan la tradición.
El arte feminista asume un posicionamiento crítico frente a los valores
instituidos porque reconoce que la “neutralidad” discursiva, en la palabra y en lo
visual, forma parte de un enmascaramiento para sostener el orden androcéntrico
establecido que fue conformándose en nuestro continente desde el siglo XIX, a
través de formas escriturarias como: la gramática, las constituciones y los
manuales de conducta. Esta postura contribuye a comprender la distancia de
muchas artistas hacia la poética modernista, más concentrada en aspectos de
orden visual.

El arte feminista como propuesta plural


Desde los años 70 del siglo XX, lo “femenino” se asume como una
postura discursiva consciente en la producción artística y en el campo teórico, lo
cual se suma a las luchas reivindicativas en el terreno social, asociadas al
activismo sobre los derechos civiles y la distribución del trabajo. Desde
entonces, lo femenino se redimensiona significativamente en el campo artístico y
6
subvierte su rol pasivo por uno activo (según se observa en las obras realizadas
en la Womanhouse3, en el marco del Feminist Art Program, impulsado en 1972
por Judy Chicado y Miriam Shapiro, en el California Institute of the Arts (CalArts).
Si se quiere caracterizar el arte feminista emergente desde los años 70,
habría que reconocer su pluralismo y consciente alejamiento de la pintura y la
escultura como códigos hegemónicos del modernismo. Y se privilegió el arte
procesual caracterizado por el video, el performance y las instalaciones. Como
parte del cuestionamiento a la visión evolucionista y restringida de la historia del
arte, emergió un paulatino interés por los géneros menores como la
autobiografía, el testimonio y las crónicas, al mismo tiempo que se comenzaron
a hacer revisiones sobre la invisibilización de algunas mujeres por la
historiografía.
El arte feminista ha contribuido a recuperar formas expresivas periféricas
y a la vez, ha advertido sobre la no neutralidad del lenguaje y del arte,
apuntando sus marcas de género, etnicidad, sexualidad y clase social. Ha
puesto en duda la noción individualista de la supuesta “genialidad” artística para
propiciar experiencias colectivas (como los trabajos de Suzanne Lacy y Leslie
Labowicz) y ha valorado lo personal como político en contraposición a la
supuesta existencia del arte como expresión universal y trascendente (según se
observa en la obra de Ana Mendieta).
Vemos su herencia en la constante referencia al cuerpo como signo para
repensar la relación entre objeto y sujeto (lo cual se observa en Martha Rosler).
Esta actitud responde a un deseo de constante desafío a los cánones
establecidos en el orden social y artístico, lo cual ha propiciado una densidad
semántica que estimula una ambigüedad referencial sustentada en la rebeldía a
suscribirse a modelos previamente fijados. Muchas de estas experiencias
realizadas a lo largo de los años 80 y 90 del siglo XX, han contribuido a disolver
los límites entre los géneros artísticos, visible sobre todo en las combinatorias
entre desnudo, retrato y autorretrato, así como en las mezclas de modalidades

3
Valencia, Los Ángeles, California.
7
técnicas y el uso de espacios a veces fuera de los marcos institucionales (como
las intervenciones de Jenny Holzer).
Frente a los gestos provocadores del feminismo de los años 70, las
artistas contemporáneas se interesan sobre todo por las articulaciones del
lenguaje, alejándose un poco del performance para manifestar preocupaciones
por los sistemas de poder, desde la crítica a la obra de arte como “monumento”
hasta los aparatos ideológicos representados por la exacerbación de la
tecnología (según se observa en los trabajos de Barbara Kruger). Es común que
muchas propuestas se desarrollen en diferentes formatos como instalaciones,
objetos, video y sobre todo, fotografía. Esta última se ha convertido en una
herramienta eficaz en la reflexión sobre la construcción de representaciones
sociales (lo cual se observa en las piezas de María Magdalena Campos), pues
posibilita la reflexión sobre la historia del retrato y el autorretrato confrontado con
el nuevo deseo de autoorepresentarse como sujetos.
En resumen, hay deudas en todo planteamiento que reconoce al cuerpo
como lugar de lucha donde se redimensionan las políticas de representación,
desde los imaginarios individuales hasta los colectivos, por medio de la creación
de metáforas nacionales o transnacionales (visible en las acciones de Diamela
Eltit). Se entiende que el cuerpo es el lugar donde se establecen todo tipo de
negociaciones y se activan representaciones múltiples y entramadas.
El arte feminista entiende a lo “femenino” como desafío cultural desde
una mirada construcccionista que define a lo femenino como lo negado y
subversivo frente a la norma, lo cual permite incluir a otros sujetos signados por
diferencias raciales, étnicas, políticas y de clase.
En este sentido, el arte feminista actúa desde una perspectiva crítica de la
cultura como producción de sentido pues confronta constantemente las
contradicciones del sistema logocéntrico, exhibiendo su tendencia
discriminatoria, visible sobre todo en la configuración centralista de las
disciplinas frente al conocimiento.
Tradicionalmente el campo representacional del arte se ha constituido
sobre relaciones asimétricas, pues se ha estructurado según un sujeto que mira
(generalmente varón) y un objeto que es mirado (mayormente el cuerpo
8
femenino) y así lo demuestra la historia del desnudo femenino con innumerables
propuestas que convierten a las mujeres en “espectáculo”.
Hoy en día las mujeres (y también algunos hombres) reflexionan sobre la
“mirada” y crean otras perspectivas que desafían la tradicional creación de
estereotipos para privilegiar otros rasgos más ajustados a sus propios deseos de
reconocimiento público como sujetos, según se observa en la ironía sobre la
noción de virilidad realizada por Alexander Apóstol.
Al respecto, la española Patricia Mayayo aclara: “Analizar críticamente las
representaciones del cuerpo femenino no consiste solamente en evaluar qué es
lo que aparece representado, sino quién lo mira y en qué contexto, en
preguntarse, en último término, dónde reside el poder de la mirada” (Mayayo,
2003: 182).
Esta observación nos advierte que la capacidad crítica de una propuesta
artística o literaria no solamente depende de aquello que se representa (que
entendemos como tema), sino también del contexto a que aluden los códigos y
formas empleadas y sobre todo, de la postura frente al contexto donde va a
circular, desde una perspectiva de poder. El mayor desafío para el arte feminista
es no permitir que se reproduzcan las asimetrías que confronta cualquier
proceso de exhibición, difusión e interpretación.
El arte feminista representa una crítica al canon artístico pues su actitud
desafiante visibiliza subjetividades y textualidades excluidas, y sobre todo, se
enfoca en evidenciar el proceso de producción de representaciones visuales
desde perspectivas oblicuas con relación al poder y en especial, al canon como
medida valorativa legitimada. El arte feminista entonces se orienta a rechazar los
modelos tradicionales porque cuestiona los géneros y sus estatutos
jerarquizantes (como la contraposición entre lo heroico y lo doméstico).
Al mismo tiempo, rescata elementos de la periferia, ya sean
representaciones o imágenes simbólicas de tradiciones no hegemónicas (como
la tradición oral). En esta vía también estimula hibridaciones, con la inclusión de
otras voces de sujetos pertenecientes a la periferia que ponen en duda los
modelos del “héroe” tradicional, con el objetivo de desenmascarar los estatutos
epistemológicos con los cuales se organiza y jerarquiza el saber. En general, las
9
estrategias discursivas del arte y la escritura feminista apuntan a procesos
abiertos y fluidos que no presentan soluciones definidas. Se identifican como
representaciones móviles y ambiguas, que se tornan polisémicas.
Los aportes del feminismo también han permitido reconocer el efecto del
sexismo4 en la formulación de la “Historia del arte”, escrita desde una mirada
patriarcal que ha ignorado la producción de las mujeres. Así se han podido
recuperar figuras como Claude Cahun, Hannah Hoch y Frida Kahlo, quienes no
fueron justamente valoradas por sus círculos culturales. Con todas estas
estrategias críticas el arte feminista contribuye en la ampliación de los límites del
canon artístico.
Propongo entonces ampliar las categorías de análisis para identificar
estas propuestas que cuestionan las polaridades del género sexual y del canon
artístico como políticas de representación5 capaces de enunciar nuevos sentidos
desde una postura no-androcéntrica, que desconstruye, reinterpreta y reinventa las
imágenes visuales hegemónicas, con el objetivo de afectar significativamente el
sistema valorativo del orden cultural y estimular formas más amplias y generosas.
En algunos casos esta acción asume una primera persona imaginaria que
brinda un tono autobiográfico como lugar de enunciación “ambiguo” pero
políticamente comprometido al autoconocimiento como sujeto individual y social.
En otros casos, la autoría se ve disminuida para favorecer una interacción
colectiva. Sin embargo, en todas estas propuestas susceptibles de ser
reconocidas como “feministas” se asume el arte como producción de
conocimiento dirigido a una transformación social.
Cuando se presentó la exposición Desde el cuerpo: alegorías de lo
femenino, elaboré un texto donde definí dos categorías de las políticas de
representación, que pueden ser complementarias:
A) la valoración de lo femenino como una dimensión más integradora que
trama el deseo de subvertir las relaciones de poder en nuestra cultura a partir de
dos posturas, como:

4
"SEXISMO: mecanismo por el que se concede privilegio a un sexo en detrimento del otro. La
persona que lo utiliza es «sexista» (Moreno, 1986: 22).
5
Cfr. Hernández, 2003: 50.
10
1- el rescate de valores relativos a un orden matriarcal, vinculados con una
posición más plural en la configuración de los roles sociales, o como una actitud
que aspira crear una unión armónica sin la existencia de las tradicionales
polaridades (Marina Abramovic)
2.- la apreciación de códigos femeninos o marginales en general, que subvierten
el orden del lenguaje, incluyendo el estético, para estimular nuevas posibilidades
expresivas capaces de incluir las voces negadas por la cultura o el lenguaje
periférico como agente desestabilizador. En esta línea reflexiva se observan
propuestas que reclaman el derecho al placer, tal vez por influencia de la teoría
quer y la pospornografía (Valeska Soares, Sandra Vivas, Katia Sepúlveda).

B) La crítica a lo femenino como construcción simbólica subordinada (que


incluye al modelo de lo masculino) se desenvuelve entre:
3.- el cuestionamiento de las disciplinas o campos del “saber” como sistemas
organizadores de desigualdades discriminatorias y (Jocelyn Taylor y Adriana
Varejao.
4.- la ruptura de las representaciones tradicionales de lo femenino (y de lo
masculino) en las cuales queda en evidencia la disolución de las fronteras entre
lo público y lo privado, especialmente por la violencia simbólica del mundo mass-
mediático (Argelia Bravo).
Ninguna de estas opciones niega a las otras y en ciertos casos, se cruzan
o complementan. Por ello, es común la referencia autobiográfica como recurso
para introducir las interconexiones entre las esferas de lo público y lo privado,
privilegiando la experiencia personal como vía alterna frente a la noción de
sujeto estable y trascendente.
Al asumir las políticas de representación como estrategia discursiva
sustentada en un tejido ético que permite reconocer las diferencias, se pueden
incorporar también los trabajos de artistas masculinos que cuestionan los
estereotipos sexuales (como la virilidad negra en René Peña), sociales y de
belleza corporal, o que cuestionan los estereotipos del exotismo o que
“occidentalizan” irónicamente las representaciones vinculadas al orientalismo
(como ocurre con la fotografía de Tseng Kwong Chi).
11
.Hoy en día presenciamos que la herencia del feminismo ha permitido
reconocer que las diferencias sexuales, étnicas, sociales, de clase, de edad,
sobre las cuales se ha jerarquizado lo social, obedecen a acuerdos previamente
fijados sobre un modelo androcéntrico y excluyente porque se impone como
lugar de privilegio para unos pocos sujetos.
La estética feminista ha contribuido y continuará contribuyendo a
desmontar la economía del deseo que condena a amplios sectores sociales al
sometimiento de un orden que no los identifica, y a la vez, ha advertido que lo
político y lo ideológico forman parte de los horizontes de nuestra cotidianidad.
Nuevos retos
Hoy en día el feminismo y el arte como política de representación tienen el
reto de superar la actitud reivindicacionista para abordar otros desafíos
emergentes asociados a las constantes transformaciones y reacomodos que se
experimentan en el campo cultural, para lo cual resulta significativo atender el
análisis del lenguaje y de las formas discursivas..
Entre estos retos se encuentran la revisión constante de la cultura del
cuerpo para poder ampliar los márgenes interpretativos y darle cabida al derecho
al placer como un valor social, en contraposición al modelo productivista
impuesto como ideal a las sociedades modernas por la noción de desarrollo
derivada del positivismo.
La necesidad de enunciar, representar, defender y reconocer el derecho
al placer para todos los individuos obedece a que todavía somos víctimas de las
representaciones impuestas por mecanismos disciplinarios que sostienen formas
ejemplarizantes de cómo debemos comportarnos en sociedad. Boaventura de
Sousa Santos, inspirándose en el pensamiento foucaultiano, reconoce que el
poder disciplinario “es la forma de poder dominante en la actualidad, generado
por el conocimiento científico, producido en las ciencias humanas y aplicado por
cuerpos profesionales en instituciones tales como escuelas, hospitales,
cuarteles, prisiones, familias y fábricas (55).
A diferencia del poder jurídico que se ejerce visiblemente a través de
normas explicitas, como las leyes, el poder disciplinario no tiene centro, según
plantea De Sousa Santos, y advierte que este poder:
12

“es ejercido en toda la sociedad; es fragmentario y capilar; se ejerce a


partir de la base y crea "blancos" propios como vehículos para su
ejercicio; parte de un discurso científico de normalización y de
estandarización. Aunque Foucault sea relativamente confuso en lo que
respecta a las relaciones entre estas dos formas de poder, no quedan
dudas de que (…) el poder científico y normalizador de las disciplinas se
convirtió en la forma de poder más difundida en nuestra sociedad” (55-
56).

Ambos se complementan pues: “el poder jurídico oculta y legitima la


dominación ejercida por el poder disciplinario” (56). Particularmente las mujeres
hemos sido víctimas de una suerte de acción complementaria entre la ciencia y
el derecho cuando una perspectiva “científico-legal” nos ha condenado a la
invalidez mental (como locas) o nos ha proscrito a la invalidez moral o social
(como prostitutas), a partir de “los mismos presupuestos sexistas y clasistas
tanto de la ciencia como del derecho” (56).
Y es aquí donde quiero llegar: a la necesidad de introducir una mirada
advertida, consciente de estas tramas de poder vigentes en todo el campo
disciplinario, científico, jurídico, político para poder contrarrestar esa cultura del
cuerpo “heteronormativa” o androcéntrica que permanece imperante en las
disciplinas y en sus mecanismos reguladores con los cuales se valora positiva o
negativamente una conducta.
En nuestro país se ha enunciado la democracia participativa y la
construcción de la “máxima felicidad”, lo cual representa una imagen evocadora
del sentido emancipatorio de la modernidad. Pero cuando en la práctica, el poder
se torna abstracto e inalcanzable pues imperan dictámenes inamovibles que
desmovilizan e incapacitan la acción social, recordamos el sentido regulador
sobre los cuerpos que es el rostro oscuro de la modernidad.
Deborah Castillo: contra la cultura de la sumisión
Contra ese disciplinamiento de los cuerpos que hoy en día continúa
ejerciéndose a través de la palabra y de la imagen, Deborah Castillo, nos ofrece
una propuesta reflexiva sobre la necesidad de subvertir el orden dentro de un
reconocimiento del derecho al placer.
13
.En el video El beso emancipador representa un gesto iconoclasta que se
inscribe en una crítica al patriarcalismo derivado de las narrativas monumentales
sobre Simón Bolívar, pues la artista sitúa a esta imagen de frente a ella, como su
igual. La acción de la lengua y las caricias a la figura rígida del héroe, parecen
querer sacarlo de ese estado de “congelamiento” que lo condena la idea de
monumento contemplativo, de identidad masculina fija, hierático y solemne,
descontextualizado en el tiempo y el espacio (porque no tiene cuerpo) para que
“despierte” de ese letargo, como una metáfora emancipadora dirigida a la
nación. Se advierte así la necesidad de activar una feminización de la cultura,
pues la alegoría nacional ha sido sustituida por el patriarcalismo asociado al
héroe masculino y guerrero. Aunque inamovible, como corresponde a la
materialidad de la estatuaria con la rigidez del bronce, el busto de Bolívar, como
forma atemporal, queda expuesto a la intervención corporal de la piel y la saliva,
en gestos que van desde la ternura hasta la lascivia, para humanizar la
condición falocéntrica de su imagen.
Muchas de las representaciones del arte contemporáneo sobre íconos
heroicos, como la figura de Simón Bolívar, son comprendidas a partir de la
noción de “narrativas monumentalistas” que están determinadas por tres
conceptos clave que emergieron en el momento de la fundación de los estados
nacionales: la idea de progreso, la encarnación del principio patriarcal y la
metatextualidad sobre la integración latinoamericana.
Las actuales posturas críticas con relación al culto bolivariano emergen
sobre todo por el desencanto derivado del fracaso de los proyectos modernos
nacionales. En este marco, la acción de Deborah Castillo puede ser entendida
como una forma de desmitificar la pose autoritaria de esa figura fundacional de
la patria, que ha sido revitalizada como bisagra para impulsar una refundación
del estado nacional desde el ascenso de Hugo Chávez, pero desde
fundamentalismos colectivos que han activado una cultura de la sumisión.
Las interpretaciones del legado bolivariano pueden enfocarse en el
integracionismo, como sucedió con Chávez, o con la imagen monumentalista
patriarcal asociada al progreso, como ocurre con quienes la utilizan como
14
pretexto identitario para imponer una conducta social autoritaria y poco tolerante
a las diferencias sociales.
En la exposición Acción y culto de Castillo, había referentes de una
cultura patriarcal generalizada, asociada a la distribución de los cuerpos en la
sociedad y que continúa afectando a las subjetividades que no se ajustan a la
norma, como las mujeres. El machete, que tiene connotaciones fálicas, esperaba
al público en la entrada del espacio, obligando a que las personas tuvieran que
evadirlo para poder transitar. El cuestionamiento al poder verticalista y a la
cultura de la sumisión también está aludido en el apilamiento de las suelas de
las botas que apuntan a un falocentrismo generalizado y que nos afecta a todos
por igual.
Esa cultura de la sumisión es un producto moderno, impulsado desde el
siglo XX por las economías fundacionales escriturarias y las estrategias visuales
como las pinturas panorámicas y las galerías de héroes, además de “…los
desfiles militares, que familiarizaban a la colectividad con sensibilidades
proclives a la lealtad, a la sumisión, y al acomodo de jerarquías tradicionales
convenientes para los tiempos modernos” (González Stephan, 2008: 174).
La cultura de la sumisión en la actualidad
Creo que estamos inmersos en una cultura de la sumisión que se observa
en una tendencia a reprimir los deseos individuales para favorecer mandatos de
lealtad supuestamente colectivistas, de diversos colores políticos. La cultura de
la sumisión representa una cierta complicidad que se experimenta en las
relaciones intersubjetivas entre el dominado y el dominante, ante la necesidad
de ser reconocido por aquel o aquellos que ocupan posiciones de poder, según
los estudios de las psicoanalistas Julia Kristeva y Jessica Benjamin.
La sumisión puede llegar a convertirse en un modelo cultural que no da
paso al reconocimiento de individualidades para privilegiar la obediencia. Al
respecto, Julia Kristeva plantea que
….no existe reconocimiento de la alteridad sin una cierta dependencia, sin
una cierta deuda y un cierto don que supone una subjetivación al otro.
Pero, en el otro extremo de esta relación puede haber una sumisión total,
una abdicación del mismo por el otro, la esclavitud total, y, en ese caso, la
dependencia se transforma en una muerte del sí mismo que puede ser
dolorosa (Kristeva en Collin, [1985] 1991: 138).
15

Y es en los gestos corporales donde más se observa esa violencia


simbólica que está desplegándose abiertamente en nuestra cultura, debido a
que se ha ido despertando el miedo frente a la posible pérdida de derechos
como el trabajo, la salud, la alimentación, la educación, el descanso…
En general, en el ámbito público se ha favorecido la masculinización como
obediencia, mientras en lo privado, se privilegia un modelo femenino que oscila
entre el sacrificio tradicional y la plasticidad de la Barbie.
Esta sumisión ha afectado la capacidad liberadora de las mujeres en la
toma de decisiones y es así como la mayor parte de quienes ocupan lugares de
poder, muestran rasgos de masculinización, pues favorecen la obediencia
absoluta hacia sus superiores a fin de conservar sus privilegios, lo cual se
traduce en una baja autoestima y a la vez, en un autoritarismo poco productivo
pues se anula la posibilidad de estimular iniciativas a través del diálogo.
Desde el gesto amoroso propiciado por el arte entonces se puede
reflexionar sobre la naturalización colectiva de un modelo patriarcal nacionalista
jerarquizado que ha impulsado simultáneamente una cultura de la sumisión que
atraviesa simbólicaemnte todos los órdenes de nuestra vida social, incluyendo el
campo artístico con la vigencia del canon moderno. El formalismo sigue
imperando cuando se favorece la despolitización de las formas, ya sea la
supuesta “autenticidad” del llamado “arte popular” o la supuesta “universalidad”
de la herencia del cinetismo. Esto se observa tanto en las políticas del estado
como en las privadas. Es decir, seguimos viviendo bajo el imperio de un
pensamiento reticular que niega la corporalidad y la diferencia.
En este marco, e trabajo de Deborah Castillo representa un desmontaje
del lenguaje monumentalista para favorecer codificaciones afectivas de orden
corporal y otorgar.
Frente a esta cultura de la sumisión derivada del poder disciplinario que
continúa controlando los flujos del deseo y el placer, es necesario entonces
reflexionar desde la capacidad crítica del arte en el análisis de las políticas de
representación para contribuir a ampliar el horizonte de la cultura del cuerpo en
lo público y lo privado, pero desde una mirada siempre atenta a las constantes
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asimilaciones que el propio campo del arte impulsa para sostenerse como capital
simbólico institucionalizado. Si hay una característica específica en este arte
llamado feminista, es su capacidad de renovarse constantemente para sortear la
despolitización institucional y las tendencias canonizantes.

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