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Sorprendidos, angustiados, pálidos, casi ensimismados estaban esa mañana los habitantes de

diversas regiones del planeta. Jamás pensaron que había llegado ese terrible día que las
autoridades pronosticaron tiempo atrás: el agua se agotaba. Los rostros desesperanzados se
combinaban con la sorpresa de ver fotos de antiguas praderas ahora paso a paso transformándose
en desiertos, o al leer en los periódicos que los dulces sabores de la humedad del invierno se
convertían en meros recuerdos de avisos publicitarios. El intenso calor devoraba las pocas reservas
de agua que quedaban en un pueblo perdido del desierto, mientras en otro extremo todos los
habitantes de Sunshine leían el boletín semanal Ondas del Campo y escuchaban en la emisora del
mismo nombre las más tristes informaciones sobre el fin del fluir del vital líquido; entre silencios y
consternación, los periodistas lanzaban un SOS por el agua y registraban que había comenzado el
camino inminente hacia su desaparición de la faz del planeta. No era la primera vez que recibían
una advertencia, pero si la primera en que las recomendaciones y predicciones, que para algunos
eran consideradas exageraciones y especulaciones, se hacían realidad, ya en un viaje sin regreso,
sin reversa. En Sunshine, ese fin de semana por los grifos no caía la misma cantidad de agua, y en
los últimos veinte días las cascadas habían comenzado a secarse, el campo a verse triste y
abandonado, y solo unas pequeñas gotas que salían de un sumidero parecían llorar por lo que se
avecinaba. Para este pueblo, perdido en el Amazonas, que le hace honor al sol a través de su
nombre, y que cualquiera pensaría que es un lugar próspero e industrializado de una nación
desarrollada, el brillo y la alegría parecían opacarse; sus habitantes, familias campesinas, solo
amaban la tierra y la sentían como propia y ahora debían pagar por la falta de conciencia de otros
pueblos aledaños y, sobre todo, de los citadinos, que se dedicaron más a desperdiciar el preciado
líquido que a atender los llamados de las autoridades. El resultado: ríos contaminados con
residuos, bosques destruidos para convertirlos en rascacielos ante su impotencia y la sordera de
los señores de traje y corbata que tomaban decisiones y solo fingían escucharlos cada cuatro años
para obtener sus votos, pero nunca para entender las heridas de muerte de la naturaleza, los
mudos gemidos de dolor de los árboles caídos o los lamentos moribundos de criaturas que
merecían el mismo derecho a vivir que sus hermanos racionales. Todo esto confirmaba que las
encuestas y los estudios de la Organización de Naciones Unidas, de Conservación Internacional, de
la Organización Mundial de Meteorología, de la Red de Acción Climática y de Emproamazonas
(autoridad local en el tema), no estaban erradas, y que los llamados insistentes desde hace más de
15 años para proteger el agua, iban muy en serio, tanto como las consecuencias de lo que podía
pasar si esto no se hacía: se transformaría el ciclo del agua, habría escasez, sequías, sed, angustia y
hasta una guerra por el preciado líquido. ¿Sería este el momento? Las evidencias científicas eran
contundentes. Bastaba recordar el más completo informe al respecto que se publicara el 31 de
marzo del 2014, una década atrás, en el que se presentaba un balance triste y desesperanzador, lo
que permitía entender que era una crisis anunciada. Pero, pocos lo creyeron. Había una
desmedida confianza, respaldada por las cifras anteriores a esta fecha: la tierra está cubierta de
agua en un 70%, bañada en cinco océanos, con cascadas, fuente, lagos, lagunas, ríos, mares…
Nadie se detuvo a preguntarse si realmente se acabaría o se transformaría y qué pasaría incluso
con nuestro cuerpo, conformado en más de un 70% por agua, clave para sobrevivir en la tierra.
Dicho informe era categórico al afirmar que si bien el cambio climático era el origen de esta
realidad, “la no despreciable cifra del 96% se relacionaba con la humanidad misma, con sus
descuidos, su inconciencia, su desperdicio”. Clamaban por los medios, y más por la caja mágica de
imágenes, la atención de la gente para que cuidara el agua, pero todos estaban ensimismados con
el reality banal de turno. Los Rodríguez eran los últimos estoicos del amor por la tierra, de sufrir
por lo que a ella le pasara, pero también serían víctimas de las temibles circunstancias que hoy en
día llevaban al mundo a su triste ocaso; ellos ‘pagarían’ las consecuencias por algo que no
causaron. Alba y Pedro eran los jefes de este hogar amoroso, lleno de valores, de principios y de
costumbres rígidas y estrictas, en donde no faltaba el baño diario, se turnaban para lavar la loza y
el agua era considerada uno de los tesoros más preciados. Una gota que representaba mucho para
cada uno de ellos, que cuando se reunían en épocas especiales como la Navidad o el día de la
madre, más parecían un jardín infantil que una casa, liderada por los abuelos, pero con las
ocurrencias de Luz Marina, Myriam, Daniel, Óscar, Johnny, Dabi, Juan, Paula y Emiliano, o de
cualquier otro de los 17 integrantes, incluidos hijos y nietos, algunos residentes en el exterior pero
siempre atentos a la suerte de cada uno y a revivir las tradiciones. Alba fue la primera en presentir
que la tragedia estaba cerca, y no se despegaba de la radio comunal ni descuidaba una sola línea
del boletín semanal, el único contacto que tenían con los medios de comunicación, excepto
cuando alguno de sus hijos la visitaban, provenientes de la ciudad. Allí estaba clara la realidad y lo
que se vislumbraba era temerario: las guerras o amenazas de guerras ya no solo eran por petróleo,
sino por el agua; ahora, era la sangre del planeta la que se derramaba para no alimentarnos más.
La naturaleza estaba pasando su cuenta de cobro por tanta contaminación que provenía del
mismo hombre. - “Lo sabía. Los ríos, las lagunas, las quebradas no podían más con tanta basura”,
pensaba tristemente Alba. No podía evitar que sus ojos se llenaran de lágrimas, mucho más
cuando imaginaba el futuro que tendrían sus nietos. Entonces, una solución desesperada llegaría a
su mente y afectaría la convivencia familiar: era el momento de las restricciones. - “De hoy en
adelante solo podrán bañarse una vez por semana; lavar la ropa cada 15 días, la loza cada 3 y
mantener la llave cerrada”, les dijo a quienes en ese momento estaban en casa. La primera
consecuencia no se hizo esperar: nadie aprobó esas decisiones, vinieron las discusiones, el fastidio
y los lamentos, pero al final no había más remedio que obedecer las ‘órdenes de la patroncita’,
como le decía su hijo Óscar. Lo que ninguno sabía era que sería el comienzo, porque la escasez de
este preciado líquido iba a crear una crisis mundial de la que no escaparía ninguna familia, y que
involucraría sequías, oleadas de calor extremas, inundaciones, muerte de peces, ganado y otras
especies y, lo peor, una reacción inesperada de la gente, que no iba a ser tan comprensiva a la
hora de saber que no tendría agua para su propio consumo. Por eso, mientras esa era la realidad
de los Rodríguez, en Sunshine, en otros lugares del planeta cercanos o a muchos kilómetros,
desesperados ciudadanos ya escarban la tierra moribunda en busca de los últimos rezagos de agua
pura que aún se rumoraban existían, recordando la otrora obsesión por el oro, que hoy era tan
inservible que nadie lo quería ni siquiera para transarlo por comida; y en otras tierras, la
pestilencia amenazaba con poblar la antigua limpieza de los pueblos y la asepsia se convertiría en
mera sobrevivencia. ¿Cómo evitar que Sunshine llegara a lo mismo? ¿Estaría su suerte echada?

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