—Rezaré cuatro paternóster por vos, no será pecado mayor si me curo.
¿No estará Dios
contento de no tener a su lado a una madre de seis retoños y de los tres que vienen? —Pero, señora, ¿es que solo sabéis parir en racimos de tres? Ella asintió. Maldita. Pensé en los seis huérfanos, eran demasiados para que ningún gremio o señor se encargara de ellos, y menos el siempre ocupado Teobaldo. Varias de esas criaturas aparecerían en los bosques de los alrededores, abandonadas a la noche y devoradas por las alimañas. Solíamos encontrar lo que quedaba de ellas cuando otros novicios y yo buscábamos troncos adecuados para los techos de las obras de San Denís. Me rendí, asumí otro pecado más y apoyé mi palma sobre la llaga. —Que sean cinco —dije. —¿Cinco? —Cinco paternóster por mi blasfemia, y un avemaría —le escatimé. Y a continuación le susurré al oído—: El rey te toca, Dios te cura. Ella inspiró y cerró los ojos, como si absorbiera el calor de mi mano en su cuello. Yo también noté algo. El olor a cebolla de sus palmas, la podredumbre que emanaba de los huecos de su dentadura. Su historia era sincera, siempre pude leer las mentiras en los rostros de los que me las contaban. Me asustaba ver el alma de las personas de manera tan diáfana, pero Suger me reconfortaba diciendo que Dios nos va armando por el camino con la panoplia adecuada. No esperé a que la mujer abriera los ojos, me zafé de ella y me colé en el templo. Algunos miembros de la escolta real me intentaron detener. Los comandaba el fiel Thierry de Galerán, el eunuco templario que se encargaba de la seguridad de padre. Eran eficientes y leales, a veces demasiado implacables, yo no soportaría tanta arma a mi alrededor todas las horas del día. Les enseñé el anillo real de mi mano diestra. Inclinaron la testa y avancé hasta el primer banco. Padre me vio, me dirigió una mirada afectuosa y prosiguió con la ceremonia. La misa había acabado ya y el obispo de París acompañaba a padre: su larga melena rubia, idéntica a la mía, cubría la pequeña capa que daba nombre a nuestro linaje, desde que Hugo Capeto se había acostumbrado a llevarla. —Acércate, anciano —dijo el obispo al primero de la fila. El viejo le ofreció el cuello. Padre, solemne, se inclinó con esfuerzo sobre él. Un sirviente le secaba el sudor que corría desde la frente hasta la papada. —El rey te toca, Dios te cura —pronunció con voz audible. El obispo se volvió hacia el sacristán, quien portaba un cofre con los sous tournois. Le entregó al enfermo las dos piezas de plata. —Llévalas siempre encima —le ordenó. La mayoría de los escrofulosos las agujereaban y las lucían con un cordel de cuero al cuello, a modo de amuleto. Padre se giró y se lavó las manos. El chambelán recogió el agua en un cubilete de madera. —Bébela en ayunas durante nueve días. Al noveno sanarás. Así ha sido desde Roberto el Piadoso, Dios ha elegido a la estirpe de los hijos de Hugo Capeto para sanar a su pueblo —recitó el obispo. El anciano agachó la cabeza, le temblaron las rodillas, miró a padre con veneración y abandonó la fila para dejar paso al siguiente milagro. Todos lo amaban, padre era el primero de