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UNA MUJER PARA LA ETERNIDAD

(Biografía de la Hermana Clare Crockett)

¿Por qué a mí? Cuando yo tenía 16 años, vino a mi ciudad un hipnotizador conocido. Yo ya lo
había visto otros años y me encantaba la función. Quería que me hipnotizara a mí también.
Antes de empezar el espectáculo, el hipnotizador nos dijo que solo ciertas personas con ciertos
estados mentales podían ser hipnotizadas. A continuación, dijo que toda la audiencia –éramos
unas 800 personas– tenía que hacer un sencillo ejercicio con las manos, al final del cual, las
que quedaran con las manos entrelazadas tendrían que subir al escenario, porque ellos sí
podían ser hipnotizados. Yo estaba con un grupo de amigos en una de las primeras filas del
teatro. Ninguna de sus manos quedaron juntas; las mías tampoco. Pero yo actué como si
estuvieran pegadas. A coro, todos mis amigos, animosamente, me dijeron: “Sube, Clare, que te
va a hipnotizar”. Yo subí al escenario con unas 30 personas más. Formamos una fila horizontal
mirando hacia el público. El hipnotizador se paraba delante de cada uno de nosotros y, con la
palma de su mano, tocaba cada una de nuestras frentes rápidamente, diciendo con voz grave:
“¡Relájate!”. Yo veía cómo algunos se caían encima de una silla que estaba preparada para esa
gran caída detrás de ellos. A los que no se caían, el hipnotizador les mandaba regresar a sus
sitios mientras la audiencia les daba un aplauso compasivo, ya que ellos no podían ser
hipnotizados. Llegó mi turno. Me hizo exactamente lo mismo que había hecho a los demás, y
me “caí” encima de la silla que tenía detrás. “Estoy totalmente consciente –pensé–, no me
siento hipnotizada”. Efectivamente… Es que no estaba hipnotizada. A la cuenta de tres, el
hipnotizador nos dijo que teníamos que abrir nuestros ojos y que estaríamos todavía bajo el
efecto de no sé qué. De espaldas al público, nos decía mientras guiñaba el ojo: “Bueno, ya
sabéis lo que tenéis que hacer”. Ninguno de los que estaban en el escenario estaba
hipnotizado; o bien eran actores, o era gente como yo, capaz de seguir el juego al “insigne
hipnotizador”. La audiencia, como me había pasado a mí en otras ocasiones, creía totalmente
que todos estábamos hipnotizados. El apogeo del show llegó al final, cuando “don Relájate”
dijo que iba a dar a cada uno de los hipnotizados un regalo. El regalo era un duende que solo
nosotros podríamos “ver y tocar”, nadie más. Este duende estaría con nosotros hasta las doce
del mediodía del día siguiente. Al bajar del escenario, la gente me rodeó preguntándome cosas
sobre el duende: “¿Qué ropa lleva?”. “¿Tiene barba?”. “¿Cómo se llama?”. “¿Me está mirando
ahora mismo?”... Todos me creyeron. Me fui a mi casa con el duende “Dominic” y fui al
instituto también con él. Los profesores, hasta los más estrictos e inflexibles, terminaron
tragándose el cuento. Unos años después, yo estaba en casa con mi familia y unas amigas. Allí
estábamos todos metidos en la cocina, como buenos irlandeses, bebiendo té mientras
teníamos conversaciones que empezaban por la frase: “¿Os acordáis de aquella vez que…?”,
seguida de una carcajada general y de palmetazos en las rodillas. Ya que todos estábamos de
tan buen humor, dije: “¿Os acordáis de cuando yo actué como si estuviera hipnotizada y
tuviera un duende?”. Todos me miraron; silencio total. “¿Os acordáis?”, repetí con una risa
nerviosa. “No, no. Tú tenías un duende de verdad, lo que pasa es que, como estabas
hipnotizada, ahora no te acuerdas… Pero sí, sí, lo tenías en la palma de la mano”. Y todos
empezaron a hablar a la vez, convenciéndome de que era así. Cuento esta historia porque,
cuando yo supe que Dios me estaba llamando a la vida religiosa, nadie podía creerse que Dios
llamara a una chica como yo. Según muchos, era imposible que yo pudiera tener vocación,
pero, sin embargo, sí que podía tener un duende. El escritor Chesterton dijo: “Cuando se deja
de creer en Dios, enseguida se cree en cualquier cosa”. ¡Tremenda frase! ¡Triste realidad! Dios
puede llamar a quien quiera, como quiera, donde quiera… Y, ¿por qué? Porque es Dios.
Nuestro fundador, en una poesía que escribió, titulada “¿Por qué a mí?”, dice: “No preguntaré
ya más por qué a mí, simplemente reconoceré tu libertad y daré gracias sin parar”. La verdad
es que nunca pensé en ser monja. Miles de otras cosas sí, pero… monja, ¡jamás! Sin sitio para
Dios

Soy de una pequeña parcela del mundo que se llama Derry, en Irlanda del Norte. Vengo de una
familia católica, pero por razones políticas simplemente. En Irlanda del Norte hay una división
muy grande entre católicos y protestantes. Nacer en una familia católica no significaba
necesariamente que fueras a misa o recibieras formación en la fe católica. Los católicos, que
querían una Irlanda unida, mataban a los protestantes; y los protestantes, que no querían una
Irlanda unida, mataban a los católicos. Esta discordia se podía palpar claramente. Siempre he
vivido en una zona predominantemente nacionalista, que luchaba por una Irlanda libre, lo cual
consistía en una ruptura radical con Gran Bretaña. Para mí, eso era lo que significaba ser
católica.

Recibí los sacramentos del bautismo, la confesión, la comunión, la confirmación, pero nunca
entendí –tampoco tenía mucho interés– lo que estaba recibiendo. Dios no tenía ningún papel
en mi vida. En una sociedad donde prevalecía el odio, no había sitio para Dios. Quizás es por
haber venido de un entorno tan radical y guerrero por lo que siempre he sido muy de “o todo,
o nada”. Una “cabra loca” Cuando tenía unos seis años, había una imagen de la Virgen que se
llevaba de casa en casa y se rezaba el rosario. Yo pensaba que era una oración eterna. Yo
decía: “¡Qué rollo!”. No me gustaba nada. Y, además, tenía que hacerlo de rodillas… También
tenía que ir a misa todos los domingos. Me llevaban mi madre y mi padre. Estaba ahí todo el
rato mirando las vidrieras, mirando el pelo de la gente, las narices de la gente… Estaba
mirando a todos sitios, menos al sacerdote y al altar.

Lo que sí recuerdo es que una vez, cuando tenía unos siete años, fui a la iglesia con mi madre y
con mis hermanas. Era cuaresma; todas las imágenes estaban cubiertas con telas moradas.
Subimos al coro y, desde allí, vimos el viacrucis proyectado sobre una tela blanca en la zona del
presbiterio. Mientras ponían imágenes de la Pasión del Señor, la música de fondo decía:
“Jesús, acuérdate de mí cuando llegues a tu reino”. Aunque era muy pequeña, todo lo que
estaba viendo y oyendo me tocó profundamente, y me eché a llorar, porque no entendía por
qué trataban así a “ese hombre”. Para la primera confesión me dijeron que tenía que contar
los pecados al sacerdote. Yo pensaba que no tenía pecados, porque solo tenía 7 años, y no
puedes tener pecados con 7 años, ¿verdad? Eso es lo que pensaba yo… Yo siempre fui muy
“cabra loca”.

En el colegio siempre estaba haciendo el payaso. “Oye, Clare, imita a tal profesora”. Y yo
imitaba a la profesora. No hacía los deberes; otros los hacían, y yo, a cambio, les daba
cigarrillos. Fui a un colegio de monjas, y siempre me decían: “Clare, los cacharros vacíos hacen
mucho ruido”. Siempre me decían eso. Igual ellas me enseñaban la verdad, pero yo estaba tan
en las nubes que no escuchaba. Yo siempre estaba hablando cuando ellas estaban hablando,
no por maldad, sino simplemente porque hablaba mucho. Fui a misa hasta que tuve 15-16
años, cuando mi madre dejó de ir a misa. Mis hermanas y yo teníamos que ir, pero íbamos a
un parque hasta que la misa terminaba y volvíamos a casa. Mi madre pensaba que íbamos,
pero no.

En el mundo del teatro y de la televisión Desde muy pequeña, animada por mis profesores,
empecé recitar poesías en el “Feis Ceoil”, un festival tradicional de Irlanda en el que se recitan
poesías, se canta, se baila la danza irlandesa, etc. También empecé a cantar en un coro y a
escribir historias. Puede que por la insistencia de mis profesores y de mi familia en que yo era
una “elementa” me viniera el pensamiento de que quería hacer algo muy grande con mi vida.
Yo quería ser actriz, y no cualquier actriz, sino una actriz famosa. Y no solamente famosa en
Irlanda, sino en todo el mundo –mi meta era Hollywood, en serio–. Y, además, tenía mucha
confianza: “Esto es lo que quiero hacer, y lo voy a hacer”. Supongo que esto se basaba en lo
que mis profesores me decían: “Tú vas a llegar muy lejos”. Cuando tenía catorce años, vi en el
periódico un anuncio que decía algo así, más o menos: “Para aspirantes a actores que sueñan
con llegar un día a la pantalla grande: este taller es tu oportunidad para ganar experiencia y
consejo en orden a poder trabajar en la televisión y en el cine”. Asistí al taller y, gracias al éxito
que tuvo aquello, empecé a formar parte de una compañía de teatro y tenía un “manager”.

Me encantaban mis clases de teatro. En estas clases te decían que tú eres la mejor y que no
hay nadie como tú. Y yo lo creía todo, claro. “Tú eres la mejor”. Y todo giraba en torno a la
vanidad de cómo eres físicamente. Tenía que ir a castings y audiciones. Cuando vas a las
audiciones y te presentas delante de los directores, tienes que tener mucha confianza en ti
misma; así te preparan. Yo pensaba que era mejor que todo el mundo. Me encantaba el
teatro, tanto hacerlo como escribirlo, leerlo y dirigirlo. Conseguí mi primer trabajo de
televisión en el “Channel 4” de Inglaterra con quince años. Era un programa cuya traducción al
español sería “¡Espabila”. Lo ponían los domingos a las diez y media de la mañana. Después,
hice un trabajo de presentadora en otro programa del mismo canal. Cuando tenía 16 años, me
llamaron para ser presentadora en un canal muy grande que se llama “Nickelodeon”. En este
mundo hay un ambiente de pecado, es terrible. Mis amigas eran así, vivían en pecado mortal,
les gustaba beber, fumar, iban con chicos, no obedecían a sus padres, o sea, estaban viviendo
mal, y yo también.

Encuentro con el Santísimo Sacramento Dos amigas de mi clase fueron a un encuentro de un


fin de semana, y me dijeron que por qué no iba. Yo dije que no, porque era algo religioso y yo
no quería saber nada de eso. Entonces, ellas fueron a este retiro y, después, me dijeron:
“¡Tienes que ir! Porque ahora mi vida ha cambiado. ¡Qué experiencia!”. Estuvieron hablando
así mucho tiempo y yo dije: “Vale, al próximo retiro voy yo”. Fui a este retiro y, la primera
noche, no me gustó nada, porque hablaron de que Dios era la luz del mundo, y yo decía: “¿Qué
es esto?”. No me gustaba nada. Hubo tiempo para rezar delante del Santísimo. Esta era la
primera vez que yo lo hacía, es decir, que estaba delante del Santísimo Sacramento, que
hablaba con el Señor. Debajo del Santísimo había un cuadro grande del Señor que decía:
“Jesús, nuestro salvador”. Yo pensaba: “¿De qué va esto?”. Un sacerdote estaba explicando
qué significaba que el Señor era nuestro salvador, que había muerto en la cruz por nuestros
pecados, etc. Yo no sabía nada de eso. El sacerdote nos dijo que teníamos que hablar con el
Señor. Yo decía: “¿Qué voy a decir a este pan?”. Yo no sabía que era el Señor, no lo sabía. Yo
no sabía cómo hablar con Dios. Empecé hablando con Él de cosas tontas. No recuerdo qué dije.
A lo mejor que me ayudara con un examen… Creo que fue en el silencio de aquel pequeño
oratorio cuando por primera vez fui consciente de que Jesús me quería decir algo. Sentía una
voz intentando hablar conmigo de que tenía que cambiar y convertirme. Yo no sabía qué era
eso y pensaba que me estaba volviendo loca. Sentía mucho que tenía que cambiar, pero no
cambié. “El Señor no tiene derecho a pedirme esto de cambiar. ¿Qué derecho tiene? Solo es
Dios…”. Yo pensaba esto porque era muy superficial. Yo decía: “Me quieres quitar toda la
felicidad que tengo”. No quería cambiar aunque el Señor me estaba llamando a cambiar,
porque estaba “feliz”.

Principio de la llamada Después de esta experiencia sí que rezaba. Empecé a hablar más con el
Señor y con la Virgen, pero nada... Como hice muchos amigos en el retiro, me invitaron al
grupo de los domingos. Después de un tiempo, me pidieron dar charlas y ser monitora de un
grupo en los siguientes retiros. Yo seguía bastante “inmadura” en el ámbito religioso. La
verdad es que no sé de qué hablé en mis charlas o qué testimonio di, porque realmente no
tenía nada que decir. Tenía muchas ganas de vivir, de realizar mi ideal y mi meta, pero Dios no
formaba una parte central de mi vida para nada. Una vez vinieron unas religiosas a hablar de la
vocación, de cómo tenemos que seguir a Jesucristo, de cómo tenemos que vivir
cristianamente, etc. Y sentía dentro de mí que todo lo que estaban diciendo yo tenía que
vivirlo. Hablaron de la vocación, y yo sentí que tenía vocación, aunque no tenía ni idea de lo
que era. Decían que era una vocación especial en la que Dios elige a una persona para ser
totalmente de Él. Yo pregunté sobre la vocación y me dijeron que, si tenía vocación, tendría
que meterme a monja. Pero yo tenía la idea de que todas las monjas tenían 82 años y estaban
rezando avemarías todo el día, y no quería vivir esa vida, quería ser famosa… No quería ser
monja y no quería la vocación. Recuerdo que le había dicho al Señor que iba a cambiar de vida
por Él y que quería ser totalmente suya y, al día siguiente, le dije: “Cambio de planes. ¡Adiós!”.

Un viaje gratis a España Lamentablemente, desde muy joven, con 12 o 13 años, empecé a salir
a fiestas y discotecas, y a meterme en el ambiente malo del mundo. Fumaba y bebía. No era
capaz de vivir sin un paquete de cigarrillos. Y, cuando tenía 17 años, el alcohol llegó a ser un
problema para mí, sí, un problema bastante gordo. Digo todo esto para que sepáis en qué
ambiente estaba yo. Mis fines de semana consistían en emborracharme con mis amigos.
Gastaba todo mi dinero en alcohol y tabaco. Un día, mi amiga Sharon Dougherty me llamó y
me dijo: “Clare, ¿quieres ir a España? Está todo pagado”. “¡Un viaje gratis a España! –pensé–,
diez días de fiesta en España con el sol”. “¡Claro que voy!”. Yo, sinceramente, pensaba que
iríamos a una isla turística como Ibiza, pero este viaje resultó ser un encuentro de Semana
Santa en un pueblecito de España donde no había nada de playa, ni de sol, ni de fiesta, ni nada
de nada… El hombre que pagó los billetes había conocido el Hogar de Madre el año anterior,
cuando él asistió al encuentro de Semana Santa. Se quedó tan impresionado que quiso llevar
allí a jóvenes para que tuvieran la misma experiencia. Sharon me dijo que todos los que
querían ir a España, tenían que ir a una casa para recoger el billete. Entonces me dio la
dirección y dijo que ella iba a estar. Llegó el día y fui a la casa donde iban a estar mis amigos, y
entré en una habitación con gente de 40 y 50 años, todos con rosarios en las manos. “¿Van a
España?” –les pregunté–, casi con miedo de oír la respuesta que iban a dar con todo
entusiasmo tres segundos después: “Sí, vamos a la peregrinación”. “¿Cómo? ¿De
peregrinación? ¿Eso no significa que tienes que ir a misa todos los días?”. Yo no sabía lo que
era una peregrinación, pero me sonaba a algo de ir a misa. Y mi amiga, que estaba sentada en
el suelo, dijo: “Clare, no te lo he dicho, pero es en un monasterio”. Inmediatamente le dije que
no quería ir, y me dijo: “Clare, tu nombre está en el billete. Ya sabes que para cambiar el billete
hay que perder el dinero y todo eso”. No hubo más remedio, tuve que ir. Ahora veo que fue la
manera que usó la Virgen para traerme a su casa, a su Hogar, al de su Hijo. ¿Qué vas a hacer
por mí?

El monasterio donde se celebró la semana santa de 2000 El encuentro de Semana Santa era en
un monasterio del siglo XVI. No era, ciertamente, lo que yo había imaginado cuando pensé en
ir a España. Yo no quería estar allí. Me acuerdo de la llegada al monasterio. Yo era una chica
muy superficial. La primera cosa que busqué fue mi cigarrillo y un espejo. No quería ser
molesta, pero lo era. Cualquier chica que solo piensa en sí misma, en su pelo y en sus cejas, es
una molestia muy grande. Yo no sabía lo que era la Semana Santa, pero estaríamos 5 días en
ese monasterio, donde íbamos a participar con mucho recogimiento para centrarnos en la
Pasión, la Muerte y la Resurrección del Señor. Durante este encuentro hubo charlas de
formación, reuniones por equipos, oración, misa…Yo solo iba a las cosas en las que sabía que,
si no iba, lo iban notar, por ejemplo, a las reuniones por grupos. Allí conocí al padre Rafael
Alonso, nuestro fundador. Él estaba en mi grupo. Todas las chicas de mi grupo hablaban de las
maravillas de la Eucaristía, que creo que era el tema del encuentro. Cuando me pidieron mi
opinión, me saqué el cigarrillo de la boca y pregunté: “¿Qué es la Eucaristía?”. Cuando me
explicaron lo que era, no experimenté ninguna iluminación de la fe, simplemente respondí con
un: “Ahhh”. Pero, el Viernes Santo, alguien me dijo: “Hoy es Viernes Santo, Clare. Hoy tienes
que entrar en la iglesia”. Entonces yo fui a los oficios y me senté en los bancos de atrás, en una
actitud pasiva. Se presentó el momento en el que todos los que estaban en la iglesia se
pusieron en fila en el pasillo central de la iglesia para la adoración de la cruz. Yo también me
puse en la fila con las manos en los bolsillos. Yo no estaba pensando en la Pasión del Señor ni
nada, estaba pensando: “¿A qué hora acabará esto para ir a fumar?”. Pero Dios no necesita de
ti para trabajar en tu alma. Cuando me tocó a mí besar la cruz, no me acuerdo si me arrodillé o
hice la genuflexión, solo recuerdo que besé el clavo que estaba en los pies de Jesús y recibí la
gracia de ver que Dios había muerto por mí en la cruz, por mis pecados, por mis vanidades, por
mis infidelidades, por mi impureza… Vi que yo había clavado al Señor en la cruz y que la única
manera en que yo podía consolarlo era con mi vida. No valía con contar chistes, ni hacer un
teatro bonito para consolarlo. Nada de lo que yo pudiera hacer podría consolarlo, solo el darle
mi vida. Y esto sin tener yo ninguna formación religiosa. Yo era una “cabra loca” de discotecas
que pensaba que iba a Ibiza y, en este momento, al besar la cruz, el Señor me tiró totalmente
del caballo. Yo no entendía lo que estaba pasando; era la primera experiencia fuerte que tenía.
Aquel sencillo acto no duró más de unos diez segundos. Besar la cruz, algo aparentemente
trivial, tuvo un impacto muy fuerte dentro de mí. Tertuliano escribió: “En la acción de Dios no
hay nada que desconcierte a la mente humana tanto como la desproporción entre la sencillez
de los medios usados y la grandiosidad de los efectos obtenidos”. Yo no sé explicar
exactamente lo que pasó. No vi ningún coro de ángeles ni vi ninguna paloma blanca que venía
desde el techo hacia mí, pero tuve la certeza de que el Señor estaba en la cruz por mí y, junto
con esta convicción, sentí un vivo dolor similar al que había experimentado de pequeña
cuando hacía el viacrucis. Al regresar a mi banco, yo ya tenía una huella dentro que no tenía
antes. Y empecé a llorar, y a llorar, y a llorar... Y, claro, yo tenía reputación de chula… Pero no
podía parar. Dios me había mostrado claramente que había muerto por mí y que yo tenía que
darle algo, y ese algo no era simplemente un avemaría, una misa, un compromiso pequeño,
sino que era mi vida.

La cruz que besó la hna. Clare No fue algo que yo hubiera pedido, yo no sabía rezar. Vino de Él:
“Yo he muerto por ti, ¿qué vas a hacer por mí?”. Ante esta invitación a darme, yo me asusté.
Pensaba: “Para seguir al Señor, tengo que dejar todo. Yo no estoy preparada para esto: tengo
un novio, tengo una carrera, tengo dinero, tengo maquillaje, tengo cigarrillos…”. Y yo entendí
que lo que Él me estaba pidiendo era algo que superaba mis propias fuerzas, que era una
llamada a seguirlo a Él totalmente, dejando todo –dejando nada por todo, en realidad, porque
Él es el Todo–, y pensaba que no iba a poder hacerlo. Lo que a mí me pasaba antes con el amor
humano es que yo sentía que no me llenaba. Yo sabía que el Señor me estaba llamando a un
amor más grande, a un amor total, a una entrega total, a tener un corazón indiviso solamente
para Él. Y yo pensaba que no lo podía hacer, porque mi manera de pensar del amor estaba
muy equivocada. El amor para mí era el placer, el buscarme a mí misma, un amor vano. Yo
pensaba que en esa entrega iba a ser desgraciada. Pero es una cosa que el Señor me ha
enseñado, que el que pierde su vida y el que se olvida de sí mismo y muere a sí mismo es feliz.
Y esto es verdad. Yo he vivido la vida y sé que, como dice santa Edith Stein, “la esencia del
amor es la donación”, es decir, entregarse, olvidarse de sí mismo. Cuando sigues al Señor,
entras en una escuela de amor donde tienes que aprender de Él, y se aprende a amar mirando
a la cruz. A mí me dio muchísima luz mirar a Jesús en la cruz y saber que eso lo había hecho Él
por amor y que me estaba pidiendo a mí la misma cosa, aunque me asustaba. No es fácil amar,
porque somos muy egoístas. Siempre estamos buscándonos a nosotros mismos, siempre,
siempre. Pero yo he visto lo que Él ha hecho por mí y le digo: “Señor, me dejas sin palabras. Si
tú has muerto por mí, ¿cómo no voy a morir yo a mí misma?”. Después de esta experiencia, yo
le decía al Señor: “Haré lo que quieras”, pero volví a Irlanda y me olvidé de la gracia que Dios
me había dado. Es tan fácil, durante un retiro o cuando “sientes” el amor de Dios, decirle:
“Haré todo lo que me pidas”... Pero, cuando “bajas del monte”, no es tan fácil. Todo esto que
le decimos, incluso con lágrimas, cuando estamos “en el monte Tabor”, también lo tenemos
que recordar, repetir y vivir cuando “bajamos del monte”, cuando volvemos a nuestra vida
cotidiana, a nuestro ambiente. Decía Santa Edith Stein: “El Crucificado, entonces, nos mira y
nos pregunta si aún seguimos dispuestos a mantenernos fieles a lo que prometimos en una
hora de gracia”. Quiero que vivas como ellas La Hna. Clare en la peregrinación de 2000. En
el encuentro de Semana Santa, el padre Rafael me invitó a ir con los jóvenes del Hogar a la
Jornada Mundial de la Juventud en Roma; era el año 2000. Yo acepté, aunque no sabía muy
bien ni quién era Juan Pablo II ni qué era una Jornada Mundial de la Juventud. Fue en esta
peregrinación por Italia donde la inconfundible voz de Dios me volvió a hablar muy dentro de
mí. Confieso que no viví muy bien el viaje. Me atraían más las tiendas de Italia que las iglesias y
catedrales. Voy a dar un ejemplo de cómo era yo. Todo el mundo iba comprando rosarios,
estatuas del Sagrado Corazón para su abuela, cosas así… Y, ¿qué compré yo? Pues un mechero
en forma de váter, que levantabas la tapa y salía la llama. Otra cosa que compré fue una
pulsera naranja con unas letras chinas que decían que te daba unas energías creativas. Me
acuerdo de que una chica dijo que iba a ir a preguntar al padre si podía bendecir sus rosarios y
estatuas, y yo dije: “Pues yo llevo esto”. En este plan estaba yo en la peregrinación. Me
sentaba siempre en la parte de atrás del autobús con otras chicas y nunca rezábamos el rosario
con las demás. Pero, ¿no es verdad que el Buen Pastor deja a las noventa y nueve ovejas para
ir a buscar a la oveja despistada? Pues lo mismo hizo conmigo. Me buscó hasta que encontró el
momento oportuno para decirme: “Yo quiero que vivas como ellas”. Yo sentí fuertemente otra
bofetada en el alma. Yo entendía que tenía que vivir la vida de las hermanas y que Él me
estaba llamando a eso. Ya sabía que tenía que darle mi vida, pero ahora me estaba mostrando
cómo la tenía que dar: como las hermanas, en pobreza, castidad y obediencia. Subí el volumen
de la música que estaba escuchando en el autobús, para ver si así no podía oír nada y podía
olvidar lo que Dios me estaba pidiendo. El Señor no compitió con mi música; no me gritó,
simplemente me repetía la misma frase. Inmediatamente le dije que me era imposible. “¡No
puedo ser monja! No puedo dejar de beber, de fumar, de salir de fiesta, mi carrera, mi
familia…”. Sin embargo, el Señor me aseguró que si Él pide algo, siempre da la gracia y la
fuerza para vivirlo. Sin su ayuda nunca podría haber hecho lo que tuve que hacer para
responder a su llamada y seguirlo. Una pregunta frecuente de los jóvenes es: “¿Cómo sabes si
tienes vocación?”. Uso aquí las palabras de la Madre Teresa de Calcuta cuando le preguntaron
eso mismo: “Cuando una chica ha experimentado la llamada, ella lo sabe. Igual no sabe cómo
explicarlo, pero lo sabe”. Yo tenía 17 años cuando me pasó esto. Regresé a Irlanda por un año
para terminar los estudios en el instituto. En ese año recibí dos gracias muy grandes que me
hicieron reaccionar. ¿Por qué me sigues hiriendo? Como decía antes, yo bebía mucho, me
gustaba mucho la marcha, las discotecas y todo eso. Al volver a Irlanda seguí viviendo igual que
antes, vivía en pecado mortal. “Con el peso de mis miserias volví a caer en estas cosas terrenas
y a ser reabsorbido por las cosas acostumbradas, quedando cautivo en ellas” (San Agustín).
Seguía con mis amigas, con mi novio…, porque no podía cortar con todo eso, sentía que no
tenía la fuerza. Pero claro, no tenía la fuerza porque no había pedido al Señor que me ayudara.
Yo quería hacer todo sola, y no podía. Sin embargo, nunca podía olvidarme de la hermanas.
Durante todo este año, el Señor estaba llamándome, estaba intentando hablar conmigo,
estaba gritándome. Pero yo no quería. Era como una lucha interior muy fuerte. El Señor estaba
diciéndome: “Tienes que dejar esto, tienes que dejar a tu novio. No puedes dar tu corazón a tu
novio, porque tu corazón es para mí”. Y yo no quería. Quería, pero no quería. Me parecía
absurdo, allí estaba siempre rodeada de gente, de fiesta en fiesta, metida en todo el mundo
del teatro, y no podía dejar de pensar en las monjas. Poco a poco, también todo lo que antes
pensaba que me hacía feliz, perdió valor para mí y experimenté el tremendo peso del vacío.
Una noche, en una discoteca, yo sentí fuertemente, realmente, la mirada del Señor en un
baño, cuando estaba muy mal, a punto de vomitar. Bebía tanto que no controlaba y, por eso,
siempre estaba en un estado bastante malo y, al final, siempre dos hombres tenían que
llevarme desde donde estaba hasta la calle. Y muchas noches estaba en la calle como una
pobre chica. Es muy triste, muy triste. Y esa noche, allí, en el baño de una discoteca, cuando
pensaba que iba a vomitar, sentí fuertemente la mirada del Señor. La sentí tan fuerte que
pensé que una amiga mía estaba en el otro baño encima del váter –había tres baños y yo
estaba en el de en medio–, mirando si yo estaba bien o no; tan fuerte era esta mirada. Y
enseguida oí dentro de mí al Señor que me decía: “¿Por qué me sigues hiriendo?”. Sabía que el
Señor estaba allí y me estaba mirando. Sentir la mirada del Señor es algo que te desgarra. Vi de
nuevo que estaba clavando al Señor con mis pecados, con mis borracheras, otra vez en la cruz.
Yo entendí que mi manera de vivir y mi falta de respuesta a lo que el Señor me estaba
pidiendo me hacían mucho daño a mí misma y a Dios también. No sé si habéis visto la película
de la Pasión, pero hay un momento en el que el Señor está en Getsemaní y Judas va a darle un
beso, y el Señor lo mira con una mirada de amor, pero de dolor, como diciendo: “Tú eres mi
amigo, ¿cómo me haces esto?”. Lo tengo todo… y no soy feliz Cuando tenía 18 años, rodé una
película no muy buena. Era una película política basada en Irlanda, de mucha violencia, mucha
agresión, que produce mucho odio. Tenía un papel muy pequeño, porque, para ser famosa,
tienes que empezar poco a poco, no es que de la noche a la mañana llegues a Hollywood. Tuve
que ir a Manchester (Inglaterra). Te ponen en hoteles muy grandes, muy elegantes, y te pagan
mucho dinero. Tienes a alguien que te maquilla, a alguien que te abre la puerta del coche, que
te pone el abrigo… Vas a comer a restaurantes con gente famosa, con los directores, conoces a
mucha gente, te dan muchas posibilidades… Una noche, volví a la habitación del hotel y estaba
sentada en la cama, mirando mi horario para el día siguiente. Decía que un chófer me vendría
a recoger. Mientras lo miraba empecé a llorar y a llorar. Estuve llorando horas, sin poder parar,
porque me di cuenta en ese momento de que tenía todo –un montón de amigos, un novio,
estaba teniendo éxito como actriz, tenía dinero…– y, al mismo tiempo, sentía un gran vacío
dentro de mí. “Yo estoy aquí y lo tengo todo”. Si alguien me viera, podría decir: “¡Qué suerte
tienes!”, pero sentía que nada de eso me podía saciar: ni éxito, ni fama, ni amor humano; todo
me parecía que llegaba a un límite, que tenía que haber algo más. Estaba consiguiendo todo lo
que siempre había deseado, y no era feliz; era una pobre miserable que no tenía nada. Sabía
que solamente haciendo lo que Dios quería para mí, sería realmente feliz. Todo lo que yo
pensaba que me iba a hacer feliz y libre me ataba y me engañaba. El Señor me mostró cuánto
hería su Sagrado Corazón con mi estilo de vida alocado. Sabía que tenía que dejar todo y
seguirlo. Sabía con gran claridad que me pedía confiar en Él, poner mi vida en sus manos y
tener fe. Yo sabía que el Señor me llamaba a ser suya en las Siervas del Hogar de la Madre, a
darle mi vida para que otros lo pudieran conocer, y yo estaba poniendo otras cosas delante de
Él. Entonces, en ese momento, hice, como decía santa Teresa de Ávila, una “determinada
determinación” de decir: “¡Se acabó!, la paz que yo he encontrado contigo y en el Hogar no la
encuentro en ningún otro sitio; yo tengo que dar este paso y es ahora o nunca”. Ciertamente,
es verdad lo que dijo San Buenaventura: “Voluntas Dei, pax nostra”, la voluntad de Dios es
nuestra paz. Esto pasó mientras estaba haciendo la película, en febrero o marzo. Yo sabía que
cuando terminara el instituto me tenía que ir a España a dar todo al Señor. Y el Señor me dio la
gracia y la fuerza para dejarlo todo. Cuando nos abrimos a Dios, Él nos quita el miedo y nos da
la paz, la verdadera paz y la verdadera alegría. Es lo que dice San Agustín: “Nos has hecho,
Señor, para ti, y nuestro corazón está inquieto hasta que descanse en ti”. El corazón nuestro
está hecho por Dios y para Dios, y solo Dios nos puede llenar. Vivir sin pensar en Dios es una
contradicción, una frustración; no podemos ser felices. Como también decía Santa Teresa:
“Solo Dios basta”. En el mundo buscas cosas para llenarte de felicidad, pero nada puede
llenarte de felicidad como el Señor. Las cosas del mundo no importan, porque pasan. Cuando
tienes a Dios, tienes todo, eres feliz. Y yo puedo decir esto, porque lo estoy viviendo y puedo
decir que soy feliz. ¡Voy a ser monja! Hna. Clare en sus votos perpetuos Cuando dije en el
instituto: “Chicas, tengo algo que deciros: voy a ser monja”, la carcajada general producía
sordera. Entonces, mis amigas, dijeron: “¡Estás loca!”. Mis amigos estaban llorando, mi familia
no entendía nada, porque yo no vivía muy coherentemente. Yo decía que iba a ser monja, pero
lo decía con una cerveza en una mano y un cigarrillo en la otra. “¿Dónde vas? Te van a echar
en dos semanas”. Entonces, el Señor me dio una gracia muy grande y una luz muy grande para
ver que, si Él me pedía eso, aunque yo era muy débil y muy pobre, Él me iba a dar la fuerza
para hacer lo que Él quería de mí. Y yo explico que es como que si estuvieras en un acantilado
y sabes que tienes que saltar, y tienes un montón de miedo, pero sabes que tienes que saltar,
porque las manos que te van a recoger son las manos de Dios. Yo sabía que tenía que dejar mi
país, que tenía que dejar todo; esto lo entendí perfectamente. Sabía que tenía que dejar todo
y era como si estuviera saltando de un acantilado. Ya estaba perdiendo el control de mi vida,
porque se lo estaba dando a Él. Y yo sabía que estaba saltando, pero no para llegar a la nada,
sino para que las manos del Señor y de la Virgen pudieran recogerme y devolverme mi
dignidad, mi libertad, la verdad de quién soy yo. Como actriz tienes que ponerte muchas
máscaras, y aunque no seas actriz… Lo hacemos siempre, delante de este chico, delante de
esta chica, delante de mi madre, delante del profesor, delante del cura… Siempre estamos con
máscaras. Entonces, el Señor, con mucha ternura, pero con mucha exigencia, también te quita
estas máscaras para enseñarte quién eres tú y, después, quién es Él. Y esto te llena de mucha
alegría. Años después, cuando un primo mío me vio, ya vestida con el hábito y a punto de
hacer mis votos perpetuos, me dijo: “Clare, yo te he conocido antes de que fueras monja y, al
verte ahora así, solo puedo decir que, o tú estás loca, o Dios existe realmente”. Isaías 55, 8
dice: “Porque mis pensamientos no son vuestros pensamientos ni mis caminos son vuestros
caminos, dice el Señor”. Dios sabe lo que hace, nosotros solo tenemos que fiarnos de Él.
Felizmente consagrada Entonces dejé Irlanda y dejé todo, gracias a Dios, en junio. Vine a
España sin saber español; solo conocía dos palabras: gusano y ajo. Entré como candidata el día
11 de agosto, el día de Santa Clara. Y aquí estoy, por la misericordia de Dios. Al principio sí que
tuve la tentación de volver para atrás, pero delante de la Eucaristía y de la cruz comprendía
que había encontrado un amor más grande. Por supuesto que se ama el propio país y que se
ama a la familia, pero Dios vale mucho más que todo eso. Una vez estaba diciéndole al Señor:
“Pero, ¿por qué tengo que dejarlo todo?”. Y Él me dijo: “Tú lo dejas todo para encontrarme,
pero yo seré tu madre, tu padre, tu idioma, tu país… Yo lo seré todo para ti”. Ahora estoy
felizmente consagrada en las Siervas del Hogar de la Madre. Nunca me deja de impresionar
cómo el Señor trabaja en las almas, cómo puede transformar totalmente la vida de uno y
conquistar su corazón. Agradezco al Señor la paciencia que ha tenido y que sigue teniendo
conmigo. No le pregunto por qué me ha elegido, simplemente acepto el que lo haya hecho.
Dependo completamente de Él y de la Virgen María, y les pido que me den la gracia de ser lo
que quieran que sea. Él es fiel y Él me está llamando a la fidelidad en el amor para siempre. Y
yo estoy dispuesta a amarlo para siempre. Aunque mi amor es muy pobre y muy débil, yo sé
que, si me pongo en sus manos, Él me dará la fuerza para amarlo como debo amarlo y para dar
la vida por Él. Porque el amor es dar la vida por el que amas. Yo me fío de Él. Él me ha llamado
a esto y Él sabe lo que está haciendo. Por mí misma, sé que yo no lo puedo hacer, pero,
confiando en Él, Él me dará la fuerza. La vocación religiosa es un don tan grande que,
realmente, confunde a la persona elegida. Dios fija su mirada en una pobre alma para que viva
con Él y en Él, y así lo ayude a salvar al mundo. Esto sí que es una locura, pero ¡bendita locura!
Estaríamos locos si no respondiéramos a lo que Dios pide de cada uno de nosotros, porque lo
que Él pide siempre es lo mejor. Hemos sido creados para cosas grandes, no para la
comodidad. Termino con unas palabras que el Papa Benedicto XVI dirigió con mucho ardor y
viveza a los jóvenes en su primera misa como sucesor de Pedro: “¿Acaso no tenemos todos, de
algún modo –si dejamos entrar a Cristo totalmente dentro de nosotros, si nos abrimos
totalmente a Él –, miedo de que Él pueda quitarnos algo de nuestra vida? ¿Acaso no tenemos
miedo de renunciar a algo grande, único, que hace la vida más bella? ¿No corremos el riesgo
de encontrarnos luego en la angustia y vernos privados de la libertad? Pero el Papa aún os
quiere decir: ¡No! Quien deja entrar a Cristo no pierde nada, nada –absolutamente nada– de lo
que hace la vida libre, bella y grande”. Doy fe de ello. ¡Viva el Señor! ¡Viva la Virgen! ¡Viva el
Papa! ¡Y vivan las monjas! A vosotros os toca decir: ¡Que vivan!Hermana Clare Crockett

https://www.goconqr.com/es/note/8551844/una-mujer-para-la-eternidad-biograf-a-de-la-
hermana-clare-crockett-

https://es.scribd.com/document/482451146/410832971

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