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LA MISERIA DEL POSCOLONIALISMO

Hace cuarenta años apareció el libro Orientalismo del intelectual palestino Edward
Said (1978). El libro contenía una crítica a las representaciones caricaturescas y
prejuiciosas del mundo oriental por parte de escritores y filósofos occidentales
que, con sus imágenes de oriente, justificaban abierta o encubiertamente su
dominación. Basándose en la filosofía de Michel Foucault -lo que será un
denominador común de su legado-, el orientalismo de Said dio origen a un
movimiento intelectual mucho más amplio llamado poscolonialismo. Este amplió la
crítica a todos los lugares donde occidente (Europa o EEUU) ejerció influencia,
especialmente donde hubo colonias. Así, lo que Said había explicado en su
orientalismo podía aplicarse a las nuevas repúblicas independientes africanas, a
otras regiones de Asia y a América Latina.

El poscolonialismo se dio a la tarea de documentar prolíficamente las formas de


dominación basadas en la violencia física o representacional cometidas en
antiguas colonias occidentales, el padecimiento de personas y grupos, así como el
sometimiento de sus formas de vida. La crítica poscolonialista debía superar a
Marx -conspicuo orientalista para Said- y no solo mirar la opresión material de una
clase sobre otra, sino todas las dimensiones de la dominación que ha ejercido una
parte del mundo sobre la otra. Sin embargo, el pensamiento crítico en América
Latina se mantuvo fiel al maestro treveriano por varias décadas. Las dictaduras
militares en la región, apoyadas por Estados Unidos en plena guerra fría, el
aplastamiento de toda forma de gobierno socialista o socialdemócrata, y la tortura
y asesinato sistemático contra los partidarios de la izquierda, hicieron que la crítica
fuese acá una empresa mucho más arriesgada y que su foco se haya mantenido
en la estructura económico-política de la dominación.
Si bien es cierto que hacía tiempo se estaban trabajando propuestas
complementarias al marxismo más ortodoxo en América Latina, como la teoría de
la dependencia (Furtado 1964, Cardoso y Faletto 1969) que era economicista,
pero también contenía un pensamiento globalizado y acaso weberiano, recién a
inicios de los 90 toma fuerza el movimiento poscolonialista. Junto con la
democracia que llegaba a la mayoría de los países de la región, se abría paso una
nueva forma de crítica comandada por toda una generación de intelectuales
(Escobar 1996; Castro-Gómez 1996, Mignolo 1996a). En pleno auge del
movimiento, antiguos teóricos de la dependencia se reinventaron como
poscolonialistas (Quijano 1968, 2000), se revisaron con nuevo interés teorías
emancipatorias más antiguas, como las de Enrique Dussel (1973), y se interpretó
la literatura de Galeano, Martí e inclusive la de Octavio Paz a la luz del nuevo
enfoque.

En casi dos décadas de apogeo, el poscolonialismo apenas ha tenido que hacer


frente a críticas. A lo sumo, fuego amigo por parte de la facción interna a veces
más activista llamada “decolonialidad” (Walsh 2004, Mignolo 2007), quienes han
reprochado un excesivo academicismo y escasa acción política concreta. El
poscolonialismo se ha expandido al punto de volverse una postura hegemónica en
el milïeu de las ciencias sociales y humanidades de la región, y la disidencia o
crítica es apenas visible. Sin embargo, este triunfo contiene también un fracaso
que no ha sido evaluado.

El poscolonialismo se presenta en varios formatos y sus autores transitan libres


por sus sub-corrientes internas. El poscolonialismo se presenta a veces como
tendencia política, moda literaria, enfoque historiográfico, como una teoría socio-
antropológica o una mezcla parcial o total de todo lo anterior. A diferencia de otras
tendencias más arraigadas en una u otra disciplina, se trata de una imagen de
mundo cultivada por algunos académicos e intelectuales que ha mantenido la
forma, pero variado el contenido, de la crítica social divulgada hace poco más de
un siglo por Karl Marx.

La primera y más evidente paradoja de esto es que la visión de mundo


poscolonialista que quiere ir más allá que Marx, termina por formatear su
argumento en la misma manera que el conspicuo eurocentrista G.W.F. Hegel hizo
famosa en su Fenomenología: la dialéctica del amo y del esclavo. La segunda
paradoja es que el idealismo de Hegel era justamente lo que Marx quiso superar,
invirtiéndolo: “En Hegel la dialéctica anda de cabeza. Es necesario ponerla sobre
sus pies para poder descubrir el grano racional encubierto bajo la corteza mística”
se lee en la edición revisada de El Capital (Marx 1872).

En todas sus versiones, la comunicación del poscolonialismo aparece como un


complejo semántico moral que, bajo el símbolo de lo (pos)colonial, divide al mundo
en dos magnitudes de signos opuestos: dominantes o dominados. Los dominados
son, sin excepción, el lado apreciado. La racionalidad moral poscolonialista se
obtiene de una aplicación del código solo en el lado positivo, de modo que el
objeto apreciado aparezca en una denuncia apreciada hecha por una agencia
apreciada (Luhmann 2008). El lado negativo sirve solo como descriptor, pues en
ningún caso se reintroduce en el objeto, la descripción o la agencia. Se trata así
de una racionalidad parcial. El símbolo de lo (pos)colonial protege de la auto-
aplicación, señalando que la semántica ha escogido un lado de la moral y que
atravesar no es crear sino abandonar (cf. Spencer-Brown 1979). Se trata siempre
de una racionalidad auto-limitada; una distinción que prohíbe su auto-aplicación,
pues colapsa si tiene que cargar su propio peso. La advertencia es clara: exit only,
no re-entry.

El problema de este tipo de discursos lo formuló con precisión Jürgen Habermas


(1982a, 1982b) en su teoría de la acción comunicativa. Si se pretende dar validez
moral a un discurso se debe (1) transparentar la veracidad del hablante a través
del examen de consistencia de sus acciones en el pasado, (2) contrastar la verdad
de sus aseveraciones por medio de sus enunciados similares hacia objetos
similares y (3) verificar que sus normas pretendidas sean aplicables a los oyentes,
pero también al hablante. Si el primer criterio reduce el alcance del discurso a
solamente un reducido número de conocedores del hablante, ¿de qué serviría
buscar los otros dos? ¿Para qué un juicio moral verdadero y consistente, si no
podemos determinar que este aplica también al que lo enuncia? ¿Quién necesita
literatura de una moral tan estrecha? ¿Cui prodest?

El poscolonialismo es incapaz de comunicar su propia virtud. Por lo tanto, requiere


una buena dosis de familiaridad con los autores para aceptar sus postulados. No
puede evidenciar que detrás de su propia obra no hay intereses ocultos o
dominación disfrazada, y esto no sería una dificultad si no fuese su objetivo y
leitmotiv investigar en estas zonas. Así, por ejemplo, quien desconfía del autor ya
puso un pie afuera, pues está en la zona donde no hay respuestas. Quizás por
eso sea tan importante para esta corriente verificar la consistencia moral en las
biografías de sus autores en desmedro de la coherencia de sus proposiciones.

En cierto modo, este es un viejo cuento. Hace décadas la antropología cultural se


dio cuenta de este tipo de problemas y una parte de ella se abandonó al activismo
o la poesía (Clifford 1988). Si se dejaba al nativo escribir su propia etnografía y no
se le imponía la descripción y dominación del etnógrafo, ¿se le había liberado o
solo se le había entregado el arma para usarla contra los suyos? Pero el
poscolonialismo no quiere darse por enterado de paradojas de este tipo. La crítica
al “eurocentrismo” (Amin 1989, Dussel 2000) no se ha molestado en reparar que el
pensamiento crítico europeo que utiliza es el mismo que luego denuncia y la
“epistemología del sur” que declama De Sousa Santos (2009) es un pomposo
nombre borgiano: es lo que no es, no es una epistemología ni proviene del sur.
Siendo justos, este tipo de problemas no es exclusivo de estos dos últimos casos,
sino que es congénito en neologismos como posoccidentalismo (Mignolo 1996b),
subalternidad (Spivak 1988) u otros.
La miseria del poscolonialismo no es la de una filosofía despreocupada del mundo
material, como acusó bufonesco Marx a Proudhon, ni tampoco la de disciplinas
incapaces de contestar una falsación, como criticó Popper a la historia y la ciencia
social. No se trata, pues, de una carencia epistemológica o metodológica.

La miseria del poscolonialismo es, como toda miseria, un asunto más moral que
material. Se la ha podido mantener bien oculta gracias a que nadie ha intentado
todavía llevar su codificación tan lejos que termine aplicándose a sí misma. Si tal
intento se llevase a cabo, aparecerían las figuras de la opacidad y la irreflexividad
como almas en pena en el edificio inconcluso de su racionalidad moral.

Hace casi un siglo Max Weber (1919) ejemplificó esto en su clásica distinción
moral entre intención y responsabilidad. La primera refiere al imperativo kantiano
de la buena voluntad, mientras que la segunda atiende a las consecuencias de la
acción mentada o consumada. La moral poscolonialista es opaca en el primer
criterio e irreflexiva en el segundo. No se pueden determinar sus intenciones, pues
no contamos con suficiente información subjetiva, objetiva o social (Habermas
1982a, 1982b), y no se puede siquiera determinar sus resultados. Si su mensaje
fuese un mandato, tendría que poseer prohibiciones a priori como las de la ley de
Moisés: imposible de cuestionar e insensato desobedecer.

De las consecuencias del poscolonialismo que hasta ahora tenemos en nuestras


ciencias sociales latinoamericanas, la más sensible es la sistemática deflación que
experimenta hace décadas la teoría y su sistemático aislacionismo. Así, un intento
de desarrollo conceptual puede ser rápidamente desvalorado tan pronto aparezca
la imputación de “eurocentrismo” o sus equivalentes (“occidentalismo”, “neo-
colonialismo”, etc.). De este modo, se ha llevado a la academia latinoamericana al
provincialismo intelectual y al etnocentrismo teórico, y a caminar por el filo de la
eurofobia y el nativismo. Abundan los ejemplos de esto, no solo en la literatura
poscolonialista, sino en su abultada representación en la última década de
trabajos aceptados en los principales encuentros de científicos sociales de la
región. La última vistosa noticia al respecto es la polémica reciente en el congreso
de la Latin American and European Organization Studies celebrado este año en
Buenos Aires, donde sobresale una carta firmada por un centenar de académicos
(LAEMOS 2018), pero este debate no es una excepción.

Sea cual fuere el tema en cuestión, y como si bastase con conocer el origen para
saber el resultado, se atribuyen deficiencias a aquellas propuestas que, por su
procedencia, no tendrían justificado atender a la especificidad latinoamericana.
Por supuesto que esto apenas se argumenta en profundidad, ya que las
definiciones de dicha especificidad han desembocado en su mayoría en dialéctica
negativa (Adorno 1970), vale decir, en síntesis de lo que América Latina no es. Lo
mismo ocurre con sus propios conceptos, en tanto solo por sentido común o
costumbre –bis repetita plácent– se abandona la progresión de los análisis, dado
que no hay limitación teórica para detenerse, por ejemplo, solamente en lo
“eurocéntrico” y no avanzar a lo alemán, bávaro, alto-bávaro, muniqués, muniqués
del sur, de Starnberg, de Starnberg del norte, etc. Como si se intuyera que dicha
progresión no va a conducir nunca a un domicilio en particular.

Por otro lado, el intento poscolonialista tiene un interesante parangón histórico


europeo. Hace más de dos siglos, el filósofo alemán J.G. von Herder (1774)
acusaba la influencia externa de la Francia ilustrada en el desperdigado panorama
dejado por el extinto Sacro Imperio Romano Germánico. De manera análoga a los
poscolonialistas de hoy, Herder reprochaba a la filosofía de la historia de Voltaire
de vestir su provincialismo francés de universalismo racional. Herder propuso que
cada pueblo posee un espíritu propio particular [Volksgeist] y buscó el espíritu
germano que permitiera unir a la nación bajo un sentimiento común contra el
racionalismo galo. Los románticos lo siguieron y se lanzaron a recoger las
costumbres del pueblo, sus canciones, su arte y lenguaje, buscando ese espíritu
creativo y genuino. Los hermanos Grimm “descubrieron” una gramática para un
idioma común y recopilaron numerosos cuentos populares, otros siguieron como
enseñanzas al saber popular [Volkslehre] e idealizaron su pasado medieval y su
futuro como nación. Pero Herder nunca abrazó el nacionalismo, sino que fue un
cosmopolita. Para él, el saber debía conocer su origen y su límite, pero nunca
quedarse estanco en su propio presente.

La historia anterior tiene un motivo. Herder fue quizás el precursor menos


conocido de lo que hoy denominamos ciencias sociales. Su valoración de lo
particular, lo emocional y sintético pasó al romanticismo de Goethe y Schiller, a la
filosofía idealista alemana y la lingüística de W. von Humboldt, entre otros. Sería
impensable una sociología histórica como la de Max Weber o la geografía y
antropología cultural de Franz Boas sin este impulso. La historia enseña que que,
si la miseria del poscolonialismo va a tener salidas, estas se encontrarán en los
caminos que conducen directa o indirectamente al cosmopolitismo.

No sabemos con certeza si es que habrá ánimos de cambio en la segunda década


de este siglo. Los paradigmas establecidos se aferran firmes a sus raíces y los
críticos se vuelven de buena gana acérrimos conservadores con tal de preservar
su legado. De todos modos, no es necesario esperar la revolución. El desafío es
más bien aprender a reconocer que la crítica que se acomoda en la superficialidad
ha renunciado de antemano a su mayor potencial, y que la radicalidad solo se
alcanza cuando se miran de frente las paradojas y se avanza junto a ellas.

Cadenas, H. La miseria del poscolonialismo. Sistemas Sociales [en línea]. 2018


[Fecha de Consulta]. Disponible en http://sistemassociales.com/la-miseria-del-
poscolonialismo
Cadenas, H. (2020). La miseria del poscolonialismo. Sistemas Sociales.
Recuperado desde http://sistemassociales.com/ni-sociedad-ni-interaccion-sino-
organizacion
______________________

[i] Hugo Cadenas es Doctor en Sociología por la Ludwig-Maximilians-Universität-


München. Se desempeña actualmente como Profesor de la Universidad de Chile,
además de Investigador Responsable del Proyecto Fondecyt 11170014.

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