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LA AUTONOMÍA QUEBRADA.

BIOÉTICA Y FILOSOFÍA

Corine Pelluchon

Traducción de
Alejandra Marín Pineda

Colección BIOS Y OIKOS 10


Catalogación en la fuente
WB60
P35a

PELLUCHON, Corine
La autonomía quebrada. Bioética y filosofía [recurso electrónico] / Corine Pelluchon; traduc-
ción de Alejandra Marín Pineda; editor Jaime Escobar Triana. – Bogotá: Universidad El Bosque,
2011. – 416 p.

1. Bioética 2. Etica Médica I. Marín Pineda, Alejandra, tr. II. Escobar Triana, Jaime, ed. III.
L´Autonomie brisée. Bioéthique et philosophie

Título original: L´Autonomie brisée. Bioéthique et philosophie. ISBN 978-2-13-057371-5


© Presses Universitaires de France, 2009.
Traducción al español: Alejandra Marín Pineda. Filósofa. Magíster en Filosofía. Teaching
Assistant. Department of Hispanic and Italian Studies. University of Illinois at Chicago.
La autonomía quebrada. Bioética y filosofía. 1ª Edición en español. Enero de 2013. Colec-
ción Bios y Oikos, volumen 10.
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Editor
Jaime Escobar Triana, M.D., Ph.D
Coordinador Editorial
Luis Alberto Sánchez-Alfaro, M.Sc
Diseño Carátula:

Diagramación e Impresión:
Editorial Kimpres Ltda.
PBX: 4136884
ISBN: 978-958-739-027-8 (Volumen 10)
Segunda parte
Ontología y política

“Una ontología aún es posible en nuestros días, en


la medida en que los filósofos del pasado permanecen
abiertos a reinterpretaciones y a apropiaciones, a favor
de un potencial de sentido aún inutilizado, incluso
reprimido, por el proceso mismo de sistematización
y academización al que debemos los grandes cuerpos
doctrinales que comúnmente asociamos con sus autores:
Platón, Aristóteles, Descartes, Spinoza, Leibniz, etc.”

Paul Ricœur, Soi-même comme un autre,


Paris, Le Seuil, 1990, pp. 346–347.
Introducción

La ontología (ὄν, ὄντος) es el estudio del ser en cuanto al ser. El término


data del siglo xii1, pero la disciplina que ésta designa es anterior. Según
Aristóteles, la ontología es una parte de la metafísica, que se ocupa de los
objetos generales y abstractos que vienen después de la física. La metafí-
sica se divide en metafísica general y en metafísica especial. La primera,
que puede ser llamada ontología, es una doctrina general cuyo objeto es
el ens quatenus ens est, en la medida en que puede ser dicha del ente2, es
decir, de todo aquello que es, mientras que en la segunda se comprende
entre teología, psicología y cosmología, de suerte que Dios, el alma y el
mundo son los objetos de esta metafísica especial. Christian Wolff rom-
pe la unidad formulada por Aristóteles entre la filosofía primera u onto-
logía –doctrina del ens qua ens– y la metafísica en el sentido de la teología
natural3. Así, da paso a Kant y a su filosofía trascendental, ciencia de
los conceptos más generales y propedéutica de la metafísica. Mientras
que para Aristóteles la ontología se ocupaba de la realidad misma, Kant
escribe que “el noble término de ontología debe ceder su lugar a una ana-
lítica de la razón pura”4. El autor de la Crítica de la razón pura acuña el

1 Kremer, Klaus. Ontologie. In Historisches Wörtenbuch der Philosophie. Orgs. Joachim


Ritter, Karlfried Gründer, Gottfried Gabriel, Basel, Schwabe Verlag, Band. 6, 1984, pp.
1189-1198.
2 Ibíd., p. 1190. El autor cita a Johannes Clauberg, Opera omnia philosophica (1656),
Amsterdam, 1691, reeditado en dos volúmenes, Hildesheim, Olms, 1968.
3 Wolff, Christian. Philosophia prima sive Ontologie. Frankfurt-Leipzig, 1730,
Gesammelte Werke, Jean École et al. (eds.), Hildesheim-New York, Olms, 1962.
4 Kant, Immanuel. Crítica de la razón pura, 1781-1787, B303. Citado por Kramer, K. Op.
cit., p. 1192.
Corine Pelluchon

término “onto-teología”5 y rechaza esa parte de la metafísica que vincula


la teología a la definición de lo que existe independientemente de la ex-
periencia. La metafísica, que pretende ofrecer un conocimiento sintético
a priori de las cosas suprasensibles, no es un ciencia. La existencia no es
un predicado, sino un postulado del sujeto. Así, la existencia de Dios y la
inmortalidad del alma no pueden ser demostradas por la razón ni con-
vertirse en objetos de nuestro conocimiento, el cual se limita a aquello de
lo que podemos tener experiencia en el tiempo y el espacio. La filosofía
trascendental de Kant es un pensamiento de las barreras (Shranken) y de
los límites (Grenzen) de nuestro conocimiento, es decir que la relación
del hombre con el ser es definida en términos de la finitud.

Con Husserl, la ontología permanece separada de la metafísica, pero la


dupla formada por la fenomenología y la ontología se convierte en un
elemento importante en la filosofía contemporánea. La intencionalidad
designa el modo en que el sujeto apunta hacia lo real. Aplicando esta
teoría de la conciencia a todos los campos, el autor de La filosofía como
ciencia rigurosa desea construir un saber verdadero y universal y anclar
la ciencias en la filosofía. Este anclaje del objeto en el sujeto que designa
la noción de noema da lugar a la idea de una ontología formal, distin-
ta de las ontologías regionales o materiales que le están subordinadas.
Las ontologías regionales son el fundamento de las ciencias empíricas,
las cuales mantienen “en esferas de intuición directa” que permiten la
“aprehensión fenomenológica de la esencia, es decir, la aprehensión de
las “necesidades eidéticas incluidas de modo indisoluble en el noema de
la cosa y correlativamente en la conciencia que da la cosa”6. Retomando
el método cartesiano de la duda y el retorno radical al ego cogito, Husserl
elabora el mundo de las cosas en general y constituye al otro, variante de
mi ego psíquico, a través de la percepción analógica. La aporía de la V Me-
ditación cartesiana conducirá a Lévinas a buscar una vía distinta a la in-
tencionalidad para pensar la alteridad del otro hombre. Adicionalmente,
el intento de Husserl de volver al mundo de la vida (Lebenswelt) abre el

5 Ibíd., A632-B660.
6 Husserl, Edmund. Ideen zur einer reiner Phänomenologie und phänomenologischen
Philosophie (1913), traducción al francés de Paul Ricœur, Idées directrices pour une
phénoménologie, Paris, Gallimard, 1950, § 149, pp. 502-503.

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Ontología y política

paso a una fenomenología de la pasividad y a una fenomenología de lo


vivo, aun cuando, el mundo de la vida, según el autor de la Krisis, desig-
na sobre todo el mundo psíquico vivido y no la vida biológica. Como lo
veremos al seguir a los autores que han sido influenciados por Husserl,
ya sea que se trate de Lévinas, de Merleau-Ponty o de ciertos etólogos, “la
filosofía actual se encuentra en la transición de una fenomenología del
sentido hacia una renovación de la ontología”7. Tal renovación resulta
particularmente importante cuando se busca una filosofía que esté a la
altura de los desafíos actuales de la bioética.

Mientras que para Aristóteles la ética depende de una cosmología y


existe una escala de los seres que determina su estatuto ontológico, el
fin de la metafísica va de la mano con la idea de que la conciencia es la
nueva autoridad sobre la cual han de fundarse la teoría y la práctica.
Este nuevo comienzo se remonta a Descartes y es ilustrado por el Siglo
de las Luces, tanto en el plano teórico como en el práctico. Pero la feno-
menología marca un nuevo punto de partida en el modo en que el hom-
bre se relaciona con el ser. La reducción no implica solo poner entre
paréntesis las representaciones metafísicas, sino que además, el retor-
no radical a la conciencia, al modo en que ella apunta hacia los objetos
(intencionalidad) y permite describir los fenómenos tal como aparecen
los estratos de lo vivido que son anteriores a la reflexión y a la ciencia.
La fenomenología es particularmente fructífera cuando se debe tratar
con personas, con seres vivos, así como con fenómenos que muestran
la insuficiencia de nuestro poder constitutivo y, en consecuencia, de la
intencionalidad, poniendo de relieve nuestra pasividad, como el dolor y
el envejecimiento. Esa es la razón por que el pensamiento de Lévinas re-
sulta tan interesante para la bioética. Su fenomenología de la pasividad
renueva nuestra manera de ver a los pacientes que ya no son personas
en el sentido de Kant ni ego psíquicos en el sentido de Husserl.

La confrontación de la fenomenología de Lévinas con ciertas situaciones,


como el acompañamiento de personas que se encuentran al final de la

7 Van Peursen, Cornelis Anthonie, “Phénoménologie et ontologie”, in Rencontre,


Encounter, Begegnung. Contributions à une psychologie humaine dédiées au Pr F. J. J.
Buytendijk, Utrecht, Uitgeverij het Spectrum, 1957.

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Corine Pelluchon

vida, la atención a los enfermos que padecen enfermedades degenerati-


vas del sistema nervioso, como la enfermedad de Alzheimer por ejemplo,
hará visible una concepción de la subjetividad como sensibilidad que
rompe con la definición clásica del hombre como animal racional que
todavía se encuentra en Husserl. Así, en el primer capítulo, el acompaña-
miento de las personas al final de la vida ilustrará la noción levinasiana
de sustitución y dará paso a una ética de la vulnerabilidad que contri-
buye a la elaboración de una concepción diferente de la humanidad del
ser humano. Si bien Lévinas rompe con la ontología entendida como un
pensamiento de lo mismo y le opone la ética como des-interesamiento,
nos guía hacia la descripción de nuevos existencialismos que invitan a
pensar de un modo novedoso la relación del hombre con el ser. La des-
cripción de las dificultades enfrentadas por los pacientes que padecen
esclerosis lateral amiotrófica y esclerosis en placas nos permitirá, en pri-
mer lugar, examinar la ontología del cuidado de Heidegger.

El autor de Ser y Tiempo realiza la fenomenología de Husserl. Pero evitan-


do volver a una onto-teología en la que el ser es pensado en relación con
un ente supremo con el cual se identifica (Dios o las Ideas), y distingue así
lo óntico, esto es, lo que se limita al ente, de lo ontológico, que se refiere al
ser. Ahora bien, el hombre es un ente que se diferencia de todos los demás,
en la medida en que él es el único que se plantea la pregunta por el ser y
lo comprende (verstehen) por el hecho mismo de existir o de ser–ahí (da-
sein). En la experiencia de la angustia, el Dasein, siempre y cuando no esté
en la huida, comprende la posibilidad de un ser-ahí puro, de una existencia
auténtica. Sin embargo, la temporalidad determinada a partir del éxtasis
del futuro y del ser–para–la–muerte, y la idea de la retirada del mundo co-
tidiano, en el que los hombres se abandonan al ente presente en el cual en-
cuentran certeza, ¿corresponden al modo en que los pacientes lúcidos, pero
completamente paralizados, se relacionan con el ser y lo comprenden? El
acompañamiento de personas que se encuentran al final de la vida y el
encuentro con enfermos que deben reconstruirse tras el anuncio de una
enfermedad evolutiva nos invitarán a preguntarnos sobre el ser–para–la–
muerte del que habla Heidegger y del modo negativo en que concibe el
ser–uno–con–el–otro. Se trata igualmente de identificar las consecuencias
éticas y políticas del hecho de que, en Heidegger no se tome en cuenta la
alteridad del propio cuerpo ni la fragilidad.

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Ontología y política

Esta reflexión nos conducirá, en el capítulo II, a reflexionar sobre el vín-


culo entre la ética de la vulnerabilidad y la justicia, y a articular el “cogito
roto” con el mundo público en el marco de una fenomenología política.
La ética de la vulnerabilidad, que implica una ruptura radical con las
representaciones negativas, de la vejez y de la discapacidad, divulgadas
por la filosofía de la autonomía, renueva nuestra concepción de la vida
moral y política. Un nuevo humanismo, una nueva manera de fundar
los derechos en el sujeto-de-vida que designa a todo ser sensible al dolor
y que tiene la experiencia de una vida que se desarrolla bien o mal, se
perfilan en el horizonte de esta ética de la vulnerabilidad, como lo ve-
remos en el capítulo III, consagrado a una cuestión política y ontológica
fundamental, a saber, la cuestión animal. Finalmente, atribuyendo una
dimensión a la vez fenomenológica y ontológica a las observaciones de
Jacob von Uexküll, quien piensa a los seres vivos en relación con su mun-
do circundante, se replanteará la pregunta acerca de la responsabilidad
humana. Pensado a la luz de una ontología de la vida, el privilegio huma-
no del conocimiento hace más significativa su responsabilidad de cara
a los otros seres vivientes y a la naturaleza, e invita a reconsiderar las
relaciones entre la ética, la ciencia y la filosofía.

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Capítulo I. La ética de la vulnerabilidad

Responsabilidad, sustitución y proximidad


Ricœur se preguntaba dónde estaba él en los libros de Lévinas. “¿Acaso soy
el que dice: ‘Yo’?, ¿o aquel del que se habla bajo el nombre de ‘el otro’?”8. En la
cabecera de un enfermo, la respuesta a esta pregunta se muestra como algo
evidente: el hombre postrado sólo tiene derechos, y yo sólo tengo deberes9.
Yo, es decir el doctor que atiende al paciente después de la operación, el per-
sonal médico que busca una solución adecuada a su dolor, y se preocupa por
su cuidado una vez que vuelva a su hogar, pero también el simple visitante.
Cuando la doctora Michèle Lévy-Soussan, quien dirige la unidad móvil de
cuidados paliativos en la Pitié-Salpêtrière, me presentó a J…, hospitalizada
por un cáncer de seno 7 años después de su primera quimioterapia, sentí que,
para nosotros que estábamos de pie en su habitación, se trataba de un asunto
de justificación, de nuestro derecho a ser.

Esta pregunta no interpela al intelecto, y ni siquiera a la conciencia, sino que


se impone, más allá de todo intercambio de información, en el encuentro
con el otro, que Lévinas llamó la rectitud del “delante de él”10. Ésta parte de
nuestro lugar, del Da de nuestro Dasein. No se trata, en realidad, de pregun-
tarnos si el Da de nuestro Dasein no es ya la usurpación del lugar de alguien

8 Citado por Malka, Salomon: Emmanuel Lévinas, La vie et la trace. Paris: J.-C. Lattès, 2002,
p. 203.
9 Haciendo eco de la fórmula de Lévinas: “Los demás sólo tienen derechos y yo no tengo más
que deberes”. Este imperativo figura en el preámbulo de las ordenanzas hospitalarias de
1995: “El Hospital es un lugar de humanidad, porque el hombre de pie está obligado por el
que yace acostado. El enfermo es el centro de nuestra acción”.
10 Lévinas, Emmanuel. Éthique et infini. Dialogues avec Philippe Nemo (1982). Paris: Le
Livre de poche, col. « Biblio-Essais », 1996, p. 50.
Corine Pelluchon

más, aun si la percepción del cansancio y del dolor de aquella pacien-


te que se levanta cada quince minutos para ir a vomitar y que, en cada
ocasión, trata de interrumpir la conversación a tiempo, nos hace sentir
algo como la mala conciencia. Esta mala conciencia no es la culpabilidad
del sano frente al enfermo, sino que la conciencia se ve “afectada a pesar
suyo”, tocada en lo más profundo de su ser, concernida. Este concerni-
miento que, en De otro modo que ser, Lévinas llama sustitución, constitu-
ye ya mi responsabilidad hacia el otro. La noción de sustitución no es ex-
cesiva11, sino que significa que la humanidad no se define esencialmente
por estar vuelta hacia sí misma ni por el esfuerzo por perseverar en el ser.
El derecho al ser se refiere al para-el-otro de mi no-indiferencia ante la
muerte y el sufrimiento del otro. “La palabra Yo significa: heme aquí”12.

La pregunta por el sentido del ser no corresponde a una ontología en


donde el Dasein existe de acuerdo con sus propios designios o está
envuelto en el mundo y con los otros, pero siempre de cara a sí mis-
mo. Cuando Heidegger escribe que al Dasein siempre le concierne su
propia existencia, no quiere decir que estemos encerrados en nosotros
mismos, sino que el hombre existe de modo tal que comprende (vers-
teht) el ser. No es un ser que se encuentra ahí (ein Daseindes) sino que
su manera de cuidar de su existencia, aquí y ahora, es el acontecimien-
to que revela al ser –como temporalidad–13. El hombre es un verbo:
Dasein, ser-ahí. No obstante, la sustitución sugiere que lo que se re-
vela como las estructuras ontológicas del Dasein no es el hecho de
ser arrojado, es decir, el abandono, ni el hecho de debatirse en medio
de las propias posibilidades o el impulso hacia aquello que no se es
todavía.

11 A diferencia de lo que dice Paul Ricœur, en Soi-même comme un autre, Paris, Le Seuil,
1990, p. 392, y en « E, Lévinas, penseur du témoignage », texto de 1989 retomado en
Lectures 3. Aux frontières de la philosophie, Paris, Le Seuil, 1994, pp. 99-100.
12 Lévinas, Emmanuel. Autrement qu’être ou au-delà de l’essence (1978). Paris: Le Livre
de poche, col. « Biblio-Essais », 1996, p. 180. Esto es lo que, en Soi-même comme un
autre, Ricœur llama atestación, la seguridad recibida de otro, pero que sigue siendo
atestación de uno mismo.
13 Lévinas, Emmanuel. En découvrant l’existence avec Husserl et Heidegger (1949). Paris:
Vrin, 1988, pp. 77–89.

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La ética de la vulnerabilidad

Dos aspectos fundamentales del pensamiento de Heidegger merecen


ser recordados. Si, para Heidegger, la comprensión no es lo mismo que
la contemplación ni que la introspección, ello no impide que la apertu-
ra al ser que es el Dasein por definición –por el hecho de que existe– lo
reduzca a sí mismo. La posibilidad de existir de manera más auténtica,
en lugar de vivir en la huida y la distracción, es para Heidegger, por
otra parte, un movimiento centrípeto. El Dasein es trascendencia y va
más allá de sí mismo, pero busca expresarse y, de cierto modo, vuelve
sobre sí mismo. Este primer punto es esencial y se pone a prueba en la
experiencia que permite ilustrar la sustitución. No solamente esta ex-
periencia remite al “yo”, al profesional de la salud que se ve concernido
por el otro y no retorna sobre sí mismo, sino que, además, la angustia
del enfermo no sólo lo redirige a la indiferencia de las cosas, sino a la
resistencia y a la extrañeza (Unheimlichkeit) de su cuerpo. Cuando es
confrontado a la inminencia de su muerte o debe reconstruir un pro-
yecto de vida tras recibir el diagnóstico de una enfermedad particular-
mente discapacitante, no se comporta como lo describe Heidegger en la
analítica del Dasein.

El segundo punto tiene que ver con el modo en que Heidegger piensa
el ser-en-el-mundo y, a través del análisis de la angustia, identifica las
estructuras ontológicas del Dasein, desarrollando así sus ideas sobre
la finitud. Dichas estructuras remiten al abandono (Geworfenheit), al
proyecto (Entwurf) y a la caída (Verfallen) o al perderse en las cosas
del mundo. Ahora bien, si la confrontación con pacientes que se en-
cuentran al final de la vida o gravemente incapacitados subraya la
profundidad de los análisis de Heidegger sobre las tonalidades afec-
tivas, sobre los estados de ánimo que son modalidades de la compren-
sión, de las maneras de ser-ahí y de “encontrarse” (Befindlichkeit), no
es seguro que la angustia revele toda la verdad de nuestra relación con
el mundo. El modo en que Heidegger concibe el proyecto a partir de
la conciencia de nuestra propia muerte, por un lado, y su negación del
mundo público, y el que la pertenencia al mundo cotidiano de las co-
sas y el ser-uno-con-el-otro sólo aparezcan en su lado negativo (como
caducidad), serán cuestionados y evaluados a la luz de ciertas situa-
ciones clínicas.

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Corine Pelluchon

Así, en el encuentro con el paciente el Dasein no se revela14 esencialmen-


te como cuidado (Sorge). Para Heidegger, el Dasein, que “es un ente al que,
en su ser, le va su ser mismo”15, está siempre “adelante de sí mismo”, en
búsqueda de “su perfectio”, por así decirlo, “de convertirse en aquello que
puede ser en su ser libre para sus posibilidades más propias”16 en el pro-
yecto. Por el contrario, al lado de la cabecera de un enfermo, el concer-
nimiento, la afectación de mi subjetividad que es una destitución del sí
mismo, implica que “el temor por el otro no me remite a la angustia por
mi muerte” ni a la búsqueda de mi autenticidad o de mi poder ser lo que
me es más propio (Eigentlichkeit). La expresión “destitución de sí” sig-
nifica que yo renuncio a mi soberanía y que se opera una inversión del
Yo en Sí, puesto que personalmente me encuentro a cargo del otro pero
mi unicidad radica en esta responsabilidad o en ese estar–para–el–otro.
Así pues, nosotros no estamos en el cuidado. Mi identidad no reside en
mí, sino en una alteridad que hay en mí, y eso rompe la intencionalidad
que opera en el conocimiento, el cual es siempre “relación con lo que se
iguala, con aquello cuya alteridad se suspende”17. La autonomía del sujeto
pensada en el retorno a sí también se rompe. Y, si hay una búsqueda de sí,
ella pasa, lo mismo que en Kierkegaard, por el otro. Ciertamente, Keirke-
gaard habla de llegar a ser uno mismo pasando por una inversión de la
subjetividad que es verdad porque es no-verdad. Para él, el yo sólo puede
librarse del desespero si, a través de su propia transparencia, se sumerge
en la potencia que lo ha puesto allí, es decir en Dios. Para Lévinas, Dios
es lo absolutamente otro, lo no–sintetizable, pero es la aprehensión de la
trascendencia del otro hombre la que, antes que todo, hace que el yo salga
de sí, lo que significa que la moralidad, lejos de ser “una capa secundaria
por encima de una reflexión abstracta”18, es filosofía primera.

Esta experiencia desborda la ontología del Dasein heideggeriano y su


buena conciencia incluso para ese mismo ser. Ella revela que “no es como

14 Heidegger, Martin, Être et Temps, § 41, trad. E. Martineau, Paris, Authentica, 1985, p.
147. El ser del Dasein se revela como cuidado.
15 Ibíd.
16 Ibíd., § 42, p. 151.
17 Lévinas, Emmanuel. Éthique et infini. Op. cit., p. 52.
18 Ibíd., p. 71.

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La ética de la vulnerabilidad

libertad que la subjetividad se impone como absoluta”19. Esta renuncia


a la soberanía, esta inscripción de la fraternidad en mi libertad implica
que el sentido de nuestra existencia no debe ser conquistado como si se
tratara de afirmarnos en aquello que nos es más propio. Aquí se revela
otro sentido de la humanidad que tiene consecuencias sobre el modo de
relacionarse con la propia muerte y con la de los demás. Además, esta
experiencia de encuentro con el otro, experiencia que es aún más vívida
en “la rectitud del cara-a-cara” cuando el otro está en su habitación en el
hospital y no lleva su ropa de trabajo, sino que está desnudo, significa que
la identidad no es identidad de la conciencia, es decir, la de un yo dotado
de saberes y de poderes. Yo, que miro al enfermo, yo, “a quien él mira, aun
si no me mira”, como dice Lévinas, estoy igualmente despojada de mis
cualidades no humanas.

Tal es el sentido del concernimiento, que es una experiencia que inte-


rrumpe la intencionalidad y la voluntad, razón por la cual Lévinas afir-
ma que la responsabilidad es pasividad. Es cierto que el saber y el poder
o, más bien, la autoridad, son importantes en la situación clínica. Estos
tienen que ver con la competencia médica y con la experiencia de los
psicólogos y el personal de la salud encargado del acompañamiento. Sin
embargo, la humanidad a la que hace referencia la proximidad es aquella
que se define por la exposición al otro. No se trata de una apertura al otro,
sino a la afectación por el otro que hace de mí un rehén20. El secreto del
acompañamiento debe ser buscado, precisamente, en esa exposición al
otro. Ella puede enseñarnos a ocuparnos de las personas que se encuen-
tran al final de la vida y de todas aquellas que son dependientes o con las
cuales la comunicación verbal es casi imposible, como los dementes o los
pacientes con enfermedad de Alzheimer.

Esta disyunción de la identidad en la que lo mismo no alcanza a lo mis-


mo –ese “para-sí de la identidad que ya no es para-mí”– y esa no–síntesis,
quizás yo las he sentido más que el personal médico durante mis visitas
a los enfermos hospitalizados en la Pitié–Salpêtrière. Como filósofa, no
tenía ninguna competencia para hacer valer a J… No tenía voz para pro-

19 Lévinas, Emmanuel. Autrement qu’être. Op. cit., p. 99.


20 Ibíd., p. 186.

237
Corine Pelluchon

ponerle remplazar la morfina que ella no soportaba, no me correspon-


día interponerme entre J… y la psicóloga, quien, conociendo la historia de
esta paciente encerrada en la imagen de una mujer fuerte e independien-
te, “que no le pedía nada a nadie”, no quería llamar a sus hijos, quienes,
“acostumbrados a contar con ella”, “vivían sus vidas en Franche–Comté”
sin sospechar que su madre los necesitaba ni que, esta vez, podía morir.
Como yo estaba, por así decirlo, desnuda, sin ninguna autoridad que de-
mostrar; como era pura sensibilidad, experimenté la posibilidad de la
muerte de esta persona sin representármela. A pesar mío, fui sensible a
su dolor, porque me encontraba, sin decirlo, próxima a ella y en la mayor
pasividad; ésta, a mi parecer, corresponde a aquello que Lévinas llama el
paso del “para-el-otro” y, en consecuencia, del sentido, al “por-el-otro”21.

En ocasiones tuve la impresión de que las competencias de quienes con-


formaban el personal médico les impedían desnudarse22 y dejarse in-
vadir por el otro, como si respondieran las preguntas de J…, pero dieran
la espalda a su decir, a “lo que el sufrimiento significa bajo las formas
del dar”23. No estoy diciendo que los gestos técnicos y el principio de
no intervención tan valorado por los psicólogos sean barreras que
permitan al personal médico conservar la distancia necesaria para
tratar al paciente de modo efectivo. Tampoco podría ver allí medios
de defensa psicológicos que evitan involucrarse demasiado con el pa-
ciente y lo que suele llamarse el Burn-Out–Syndrome o síndrome de
agotamiento profesional. La proximidad no es lo mismo que la fusión.
La proximidad es la exposición al otro, es decir que la subjetividad es
aprehendida en su alteridad: la del otro, no sintetizada ni reducida a
lo mismo, pero también la mía, afectada por el otro, alteridad en sí que
hace posible la escucha, la proximidad y la compasión24. Es un asunto

21 Ibíd., p. 85.
22 Ibíd., p. 84. En el sentido en que “la aproximación absoluta al otro exigible por el ‘juicio
final’ –para Platón, modo fundamental de la aproximación, Gorgias, 523 c-e– es una
relación entre muertos. El otro –hombre de calidad u hombre de nada– se encuentra
allí despojado de toda vestimenta que lo cualifica, de toda cualidad, hasta la desnudez
de aquel que pasa de la vida a la muerte”.
23 Ibíd., p. 85.
24 Ibíd., p. 186. “Es debido a la condición de rehén que en el mundo puede haber piedad,
compasión, perdón y proximidad”.

238
La ética de la vulnerabilidad

de pasividad, pues en ese “para los demás” no cabe ninguna reflexión,


positiva o negativa, ni ninguna voluntad. Por eso, la experiencia del
encuentro con un paciente, experiencia vivida en toda su pasividad
por una visitante que simplemente estaba ahí y no tenía ningún papel
que desempeñar, hace comprensible lo que escribe Lévinas cuando
habla de la responsabilidad como “una pasividad más pasiva que toda
pasividad”25.

Me siento responsable de entrada por aquello que el yo no ha querido, por


otro. Esta pasividad, que quiere decir que me es imposible dejar atrás to-
das las cosas para ocuparme sólo de mí mismo, es “padecida en la proxi-
midad a causa de una alteridad que hay en mí”26. Ella me convoca más
allá de mí mismo, como si “la unidad atómica del sujeto se expusiera al
exterior al respirar, al despojar hasta a la mucosa pulmonar de su sustan-
cia última, y no dejara de agrietarse”27. No tengo nada que explicar. Y, sin
embargo, como se ve con la atención propia de los cuidados paliativos,
ciertas palabras, ciertos gestos dan muestra del hecho de que la humani-
dad del hombre no reside en su conciencia. Tampoco reside en el tipo de
apertura de la que habla Heidegger cuando define el cuidado como modo
de ser de un Dasein que, sin importar lo que se diga, vive según sus de-
signios, y cuando confirma la equivalencia entre el ser y el conocimiento
que la filosofía raramente cuestiona.

El fin de la vida y la crítica del ser–para–la–muerte


La pasividad padecida en la proximidad sugiere que yo no me defino
esencialmente por la voluntad y la autonomía. La verdad de la subjeti-
vidad y de la existencia no es la conquista del poder–ser lo que es a uno
más propio, sino la afirmación de sí por fuera de la caída en el anonimato.
Aún más, el acompañamiento de los enfermos al final de la vida mues-
tra que ellos no está estructurados fundamentalmente por el ser-para-la-
muerte (Sein zum Tode). Idealmente, puede pensarse que un ser que sabe
que va a morir buscará retomar el control y hacer una elección extraída

25 Ibíd., p. 31.
26 Ibíd., p. 181.
27 Ibíd., p. 170.

239
Corine Pelluchon

del Sí-mismo “más propio”28. Para Heidegger la conciencia de la propia


finitud, lejos del “uno se muere”, y de la negación de la muerte, es un lla-
mado de la conciencia que con-voca al Sí-mismo del Dasein o lo pro-voca
a buscar sus posibilidades más propias impulsándolo a crear una obra o
a construir su vida por medio de elecciones fuertes y personales. Pero, si
la resolución precursora (die vorlaufende Entschlossenheit) es pertinente
para un hombre en buena salud que accede, por decirlo así, a su madurez,
saliendo de la irresolución o incluso de aquello que Kierkegaard llama
el estadio estético, no es seguro que quien se encuentra al final de la vida
sienta este llamado del cuidado que, en Heidegger, va de la mano con la
primacía de la libertad: “El adelantarse le revela al Dasein su pérdida en
el Uno-mismo y lo conduce ante la posibilidad de ser él mismo sin la pro-
tección primaria de la solicitud ocupada, y de serlo en una libertad apa-
sionada, libre de las ilusiones del uno, libertad fáctica, cierta de sí misma
y embargada por la angustia”29.

Para aquel que se encuentra al final de la vida lo que prima no es la liber-


tad, sino la humanidad. Es más, la verdad del ser humano no se revela en
una experiencia en la que, por el hecho mismo de existir, a él le va su ser,
sino que ella es recibida por el otro hombre. El paciente al final de la vida
siente una necesidad de autenticidad y ya no necesita de las ilusiones
que, ordinariamente, sostienen nuestros proyectos, nuestras ambiciones
y nuestros esfuerzos; ese deseo de ser él mismo no es idéntico a lo que Hei-
degger denomina el Eigentlichkeit, que designa la apropiación, es decir,
un doble movimiento de recuperación de mí mismo en aquello que me es
más propio y que me libera con respecto a lo que no soy y que me aliena.

Quien va a morir siente la angustia que embarga al Dasein como un he-


cho y revela la insignificancia de todos los objetos intramundanos, de las
herramientas, de las actividades profesionales por las cuales renuncia-
ba a su identidad. Sin embargo, si, más que otro, es enfrentado a la posi-
bilidad desnuda de su existencia, no es seguro que se relacione consigo
mismo como con una verdad que habría de recuperar y, por así decirlo,
celar. El desenlace del hombre que ha llegado al final de su existencia

28 Heidegger, Martin. Être et Temps, § 53, op. cit., p. 192.


29 Ibíd., p. 194.

240
La ética de la vulnerabilidad

no va acompañado del deseo de proyectarse hacia “lo más propio”, pues


a juzgar por los últimos gestos y las últimas palabras de los moribun-
dos, en particular cuando alcanzan cierta serenidad, puede verse que el
sentimiento de la nada ligado a la idea de que el mundo de las cosas es
decadencia, pérdida de sí, dispersión –sentimiento propio de un Dasein
saludable que conoce la angustia– es reemplazado por un cierto placer li-
gado a las pequeñas percepciones del mundo, a la frescura del viento que
atraviesa la ventana de la habitación, al canto de los pájaros que se oye a
lo lejos. Finalmente, y sobre todo, la vuelta sobre sí mismo es más bien el
hecho de que la humanidad le es dada a uno por otro, el volver a confiar
en la vida, incluso en el momento de morir y a pesar de la angustia.

Así, el desenlace del hombre que recibe los últimos cuidados no tiene ese
carácter voluntarista y solitario que está presente en la resolución pre-
cursora. La libertad de un hombre que muere ya no es búsqueda de sí,
sino abandono y desposesión. No tiene la soberbia del yo vigoroso que
toma distancia frente al mundo y rompe con la curiosidad (die Neugier),
la habladuría (das Gerede) y el equívoco (die Zweideutigkeit) del ser-
uno-con-el-otro, sino que es una retirada. Esta retirada, este alejamiento
no es la distanciación del Dasein que se afirma liberándose de las ilusio-
nes del uno, sino que designa una pasividad más pasiva que toda pasi-
vidad, un esfuerzo que es, más aún que el envejecimiento y el dolor, un
padecer. En ese momento, los ruidos del mundo, aunque sean molestos,
no son escuchados como amenazas contra la propia integridad. Se con-
vierten como en un fondo sonoro, un elemento del decorado que incluso
es posible apreciar y que se difumina. Esta dimensión del padecer hace
que la libertad cambie de plano.

Así pues, lo que dice Heidegger sobre el ser-para-la-muerte vale para un


Dasein con buena salud y tiene que ver con la dimensión propiamente
individual de la existencia, de suerte que la dimensión ética y, sobre
todo, política queda reducida al máximo en esta ontología que va de la
mano de una definición del mundo público como decadencia. Como
lo señalan numerosos profesionales de la salud que tienen a su cargo
a personas que se encuentran al final de la vida, no es extraño que los
enfermos traten de arreglar sus problemas antes de morir. Conscientes
de que sus días están contados piden ver a ciertas personas con el fin de

241
Corine Pelluchon

poner término a conflictos familiares y de partir con el corazón ligero.


Algunos de ellos fallecen justo después de haber hecho lo que querían
hacer, como si hubiesen esperado que todo estuviera en orden para irse.
Estas últimas decisiones no tienen nada que ver con la resolución pre-
cursora, la cual, para Heidegger, pasa por una especie de recapitulación
de uno mismo, ya que el Dasein se recupera a partir del futuro (de la
posibilidad de la imposibilidad de su existencia) la forma más limpia e
integral de volver a su ser30.

A diferencia del individuo saludable que busca hacer algo de su vida y


se pro-yecta (sich ent–werfen) a partir de este futuro, el hombre que se
encuentra al final de la vida se concentra en aquello que le queda de vida,
en su presente. Ya sea que tenga o no miedo de morir, lo que cuenta para
él es la calidad de lo que le queda de vida. La mayor parte del tiempo, las
personas que vienen a consulta a las unidades móviles de cuidados palia-
tivos no hablan directamente de su muerte y se preguntan sobre su coti-
dianidad, sobre la vida que llevan con sus seres queridos, sobre la imagen
que dejarán en los otros. La calidad de la vida presente es lo más impor-
tante para el enfermo que necesita cuidados de confort que le permitan
aliviar su dolor. Igualmente, las personas dementes son particularmente
receptivas a la calidad de la presencia real, pues, “psíquicamente, para la
edad avanzada, lo único que cuenta es el presente”. Pero, aún en un estado
avanzado de demencia, “los ancianos saben quién se ocupa bien de ellos
y quién presta poca atención a su comodidad” y, en ausencia de comuni-
cación verbal, expresan “su agrado o su desagrado”31.

Los pacientes al final de la vida, sean estos personas de edad o enfermos


de cáncer, suelen ser sorprendidos por la vida y por sus propias reaccio-
nes durante los últimos meses o las últimas semanas de su existencia.
Sus sentimientos y sus sensaciones son distintos de los que experimen-
taban cuando estaban sanos y se preguntaban cómo se comportarían
cuando la muerte estuviera cerca. La experiencia de la enfermedad y

30 Ibíd., § 58.
31 Penlaë-Fochlay, Élisabeth. Le grand vieillard, l’institution gériatrique et les relations
humaines. In: Repenser ensemble la maladie d’Alzheimer. Paris: Vuibert, «Espace
éthique», 2007, p. 225.

242
La ética de la vulnerabilidad

del fin de la vida son eminentemente singulares. Exigen una respuesta


singular y una atención integral del enfermo que sea adecuada a sus
necesidades específicas. Pero, ya sea que la persona se encuentre encole-
rizada o logre estar más tranquila, es forzoso constatar esa prevalencia
del presente y ese gusto por lo inmediato que son propios de quienes
sienten que sus fuerzas se reducen. El gusto por lo inmediato, que es
siempre un paréntesis, un momento robado entre dos períodos de sue-
ño provocados por sedantes, se manifiesta en el placer experimentado
cuando el sol acaricia su mejilla o cuando la enfermera les aplica una
nueva pomada o les hace un masaje. También puede venir de una co-
mida, de aromas o de la música. Por ello, los cuidados paliativos, que
en principio son prodigados a “todo enfermo cuyo pronóstico vital está
en juego, cualquiera que sea el resultado de la enfermedad, que se salde
con la muerte, con una remisión o con la curación”32, “echan raíces en la
resistencia de la vida a su propio fluir hacia la desaparición”. Estos cui-
dados, que deberían ser llamados cuidados continuos, se enfocan “me-
nos en la muerte que vendrá que en las condiciones de vida, por tenue y
frágil que ésta sea, que aún la preceden”33.

No sólo es cuestión de tratar a alguien que aún está vivo, en lugar de con-
siderarlo como ya muerto, sino que, además, esta aproximación a la per-
sona que se encuentra al final de la vida manifiesta una ética de la fragi-
lidad en la que la humanidad del hombre no se reduce a su capacidad de
decidir de manera autónoma. El hombre no se define esencialmente por
el proyecto. “Aceptar las mil y una formas de la dignidad en sus circuns-
tancias” y, “cuando lo posible parece tan pobre”, alejar la soledad con “un
signo o un gesto, una palabra, una mirada”, “éstos son simplemente actos
de vida que en sí mismos justifican, tanto para el que se aleja como para
nosotros, seguir ahí. Se crea así, de humano a humano, esta relación única
del adiós”34.

32 Informe sobre los cuidados paliativos y el acompañamiento, llamado Informe


Neuwirth, Comisión de Asuntos Sociales, 1998-1999. Ver en el glosario: Cuidados
paliativos.
33 Hirsch, E. Les soins de l’accompagnement. In: Jusqu’au bout de la vie. Pratiques en
unité de soins palliatifs, Espace éthique / ap-hp, cd-rom, hors-série 4, livret, p. 11. Ver
también: Partir. L’accompagnement des mourants, Paris: Cerf, 1998.
34 Ibíd.

243
Corine Pelluchon

Si los cuidados paliativos son “el paradigma de la relación de cuidado”,


ello no es solamente porque, al “elevar las reglas de la hospitalidad al
punto más alto de deferencia”, dan sentido a lo que se vive, a la relación,
“incluso cuando todo parece indicar su ruptura, su futilidad”35 y aun
cuando el paciente fallece y su cuerpo es preparado en la funeraria para
ser luego presentado a la familia36. Los cuidados paliativos pertenecen
también a una cultura. Esta cultura corresponde a lo que Lévinas llama
la ética como filosofía primera, es decir, a una ética de la fragilidad que
invita a pensar la humanidad más allá o más acá de la autonomía de la
voluntad. Esta concepción del sentido de la humanidad del hombre nos
concierne a todos, tanto dentro como fuera del hospital. Ella tiene conse-
cuencias sobre el modo en que entendemos nuestra relación con los otros
hombres en la ciudad y en el mundo, y nuestra relación con los otros
seres vivos y con la naturaleza.

Antes de abordar estos campos que serán el objeto de los próximos capí-
tulos, es necesario mostrar la importancia de esta ética de la fragilidad en
situaciones que están en el límite del cuidado, como cuando se está en pre-
sencia de una persona que padece la enfermedad de Alzheimer o incluso
de un paciente gravemente discapacitado para el cual no existe ningún
tratamiento curativo. Estos ejemplos que muestran lo que es posible hacer
cuando la medicina llega a sus límites, dictan buenas prácticas de cuidado.
Estas últimas nos enseñan sobre cómo pueden ser el acompañamiento de
las personas de edad y la atención de la dependencia. En cada ocasión, la
ética de la fragilidad que constituye el espíritu de éstos supone que el pro-
fesional de la salud, la familia y el enfermo superen la comprensión del
hombre ligada a la ética de la autonomía, que es un verdadero obstáculo
epistemológico para la difusión de la cultura paliativa. A través de esos
ejemplos también se cuestionará la ontología del cuidado.

35 Ibíd.
36 Ver al artículo 2º del Código de Deontología Médica: “El respeto debido a la persona
continúa imponiéndose después de la muerte”. Ver también Noël, Jean-Yves, «Le
group Info », Journal du Groupe hospitalier de la Pitié-Salpêtrière, no 71, avril 2003. A
los difuntos que estas personas preparan se les llama pacientes.

244
La ética de la vulnerabilidad

En los límites del cuidado. La ética de la caricia


Los síntomas de la enfermedad de Alzheimer (ea) confrontan al personal
de la salud y al entorno del paciente con “la alteridad radical que trae
consigo el déficit de la memoria. Nos encontramos frente a lo inesperado
de los “a” privativos: afasia, apraxia, agnosia, apatía”37. Se trata de una ver-
dadera terra incognita, porque la medicina es impotente para combatir
la enfermedad y la relación con una persona que padece esta afección
neurodegenerativa hace flaquear todas nuestras convicciones. ¿Esta mu-
jer que no reconoce a sus hijos sigue siendo la persona que yo conocía?
¿Sin memoria, seguimos estando vinculados con nuestro auténtico yo?
¿Cómo aceptar que una persona que antes era tan dulce se vuelva agresi-
va, o que se halle ausente, como si nada más le importara?

Esta enfermedad neurodegenerativa del tejido cerebral provoca una pér-


dida progresiva e irreversible de las funciones mentales. Tal proceso de-
generativo se debe a la aparición de placas amiloides que desencadenan
una reacción inflamatoria y de ovillos neurofibrilares en los cuerpos ce-
lulares. La atrofia neuronal afecta primero el lóbulo frontal (en especial
el hipocampo), y luego las cortezas asociativas frontales y temporo-pa-
rietales. Los primeros síntomas no son demasiado alarmantes, en la me-
dida en que la persona no se acuerda de eventos recientes, pero recuerda
bien el pasado. En ocasiones, las distracciones de la abuela divierten a sus
nietos. Pero el déficit de los lóbulos frontales del cerebro es el responsa-
ble de los trastornos cognitivos antes mencionados. Al cabo de algunos
años, el enfermo es incapaz de ubicarse en el espacio o de realizar tareas

37 Cordier, Alain, « Éthique et solidarité nationale » in Repenser ensemble la maladie


d’Alzheimer, Paris, Vuibert, Espace éthique, 2007, p. 27. “La agnosia es la incapacidad
para recordar la identidad de un objeto percibido. Esta deficiencia no afecta el núcleo
de la conciencia, sino las cortezas visuales y auditivas. La anosognosia, trastorno de
las áreas corticales somatosensoriales, provoca un fenómeno de ausencia debido a
la perturbación del proto-yo: la mayoría de las veces, el enfermo no se percibe a sí
mismo como tal. Los pacientes que padecen la enfermedad de Alzheimer sufren en
ocasiones de mutismo aquinético, es decir que no sólo pierden el habla sino también
la capacidad para realizar el menor movimiento (apraxia). La conciencia se suspende,
lo que provoca igualmente una suspensión emocional”. Ver Malabou, Catherine, Les
nouveaux blessés. De Freud à la neurologie, penser les traumatismes contemporains,
Paris, Bayard, 2007, pp. 98-100.

245
Corine Pelluchon

complejas, como llenar su declaración de impuestos o utilizar la lava-


dora. Igualmente, tales déficits cognitivos están asociados a cambios de
humor. La persona no tiene los mismos gustos ni el mismo carácter: una
mujer que en otro tiempo era elegante y afectuosa puede empezar a odiar
el agua, negarse a bañarse o vestirse, volverse completamente asocial y,
en ciertos casos, ponerse violenta. El avance de esta enfermedad lesiona
de modo significativo el entorno de quien la padece, pues más allá de la
dependencia y de la necesidad de ocuparse del enfermo velando por la
seguridad del hogar, los hijos y los nietos ya no lo reconocen y en ocasio-
nes se alejan de él. Entre la aparición de los primeros síntomas que dan la
imagen de una persona distraída pero entrañable, y la fase tardía, mar-
cada por una alteración del estado general que requiere hospitalización
y que va hasta la parálisis, la desnutrición y la muerte, los seres queridos
presencian aterrorizados cómo la enfermedad y la demencia se instalan.

La memoria, el estar presente y la capacidad para reaccionar de modo


apropiado, así como el lenguaje y las emociones son elementos privile-
giados de nuestra identidad social y el soporte de la comunicación con
los demás. Pero quienes padecen la enfermedad de Alzheimer pierden
esas facultades progresivamente, incluida la posibilidad de comunica-
ción, especialmente con los seres queridos que, a medida que el tiempo
pasa, pierden la esperanza y espacian sus visitas. Sin embargo, una cier-
ta filosofía que identifica la humanidad con la autonomía y la ausencia
de una aproximación adecuada al daño cerebral constituyen obstáculos
para el acompañamiento de estos enfermos. Este error explica el maltra-
to del que pueden ser objeto algunos pacientes. Y, en general, explica el
que la familia se aferre a “hablarle al enfermo de cosas normales, como
si estas pudieran tener todavía algún sentido”38 para él. Igualmente, algu-
nos profesionales de la salud se escudan en los procedimientos técnicos,
como administrar un medicamento, lavar las sábanas, bañar ese cuerpo
que está vivo pero que parece abandonado, escuchando únicamente el si-
lencio y los refunfuños de estos enfermos que viven en un mundo aparte,
más enigmático y espantoso que el de la infancia, al cual se parece pero
del que, en definitiva está tan lejos. En realidad, la demencia no es lo úni-

38 Malabou, C. Les nouveaux blessés. Op. cit., p. 13.

246
La ética de la vulnerabilidad

co que nos perturba; el obstáculo al acompañamiento de estos enfermos


proviene igualmente de nuestra dificultad para aceptar que el ser huma-
no nos sea desconocido.

Más allá de lo que decimos al paciente para sentirnos más tranquilos o


hacer como si éste no hubiera cambiado para nosotros, somos ante todo
y en la mayoría de los casos impotentes porque estamos en presencia de
un traumatismo que no está ligado a un evento y porque no compren-
demos bien el daño cerebral y el sufrimiento que trae consigo. De modo
similar a quienes han sufrido traumas de guerra y se encuentran en es-
tado de estrés post-traumático, las personas que padecen la enfermedad
de Alzheimer manifiestan una indiferencia y una frialdad afectiva que
están ligadas a la metamorfosis total de la identidad39. Esta enfermedad
que afecta la psiquis del individuo trastorna su economía afectiva. Los
puntos del cerebro que conducen las emociones son afectados, lo que
provoca un daño en el cerebro afectivo, parte hasta ahora desconocida
de la psique, como dice Catherine Malabou. No solamente estos “nuevos
heridos” hacen necesaria una redefinición del traumatismo, sino que,
además, requieren un tipo de acompañamiento que tome en cuenta sus
necesidades específicas.

“Comprendí demasiado tarde que la ternura habría sido la única respues-


ta, que la incoherencia del comportamiento y la visible indiferencia de
mi abuela eran también reacciones a la conmoción de la hospitalización.
Hubiera tratado de llevarla de vez en cuando, durante algunas horas, a su
casa. Le hubiera permitido volver a su entorno familiar, encontrar sus co-
sas. No hubiera buscado a toda costa y de manera absurda “refrescarle la
memoria”, sino que la hubiera dejado tranquilamente y sin esperar nada,
asistir a su propia ausencia”40. Estas palabras hacen eco de los testimo-
nios de las personas que se ocupan de este tipo de pacientes. Estos últimos
ponen a los profesionales de la salud y a los auxiliares en los límites del
cuidado, confrontándolos a aquello que pueden verse tentados a conside-
rar como un fracaso, el fracaso de la voluntad de controlar el mundo, de
curar a un enfermo o incluso de comprenderlo y de saber que él nos com-

39 Ibíd., pp. 102-107.


40 Ibíd., p. 13.

247
Corine Pelluchon

prende. Lo que dice Lévinas acerca de mi responsabilidad por el otro, que


es una responsabilidad sin reciprocidad, es especialmente cierto cuando
uno se encuentra frente a un individuo que padece la enfermedad de Al-
zheimer. No hay que buscar una respuesta a las preguntas que uno se
plantea ni sobre el enfermo ni sobre uno mismo, sobre sus cualidades
como médico o como voluntario. No hay que buscar en el silencio o más
bien en la ausencia del otro la oportunidad para hacer valer las propias
palabras y convicciones, pues ello equivaldría a violentar al enfermo y lo
conduciría a replegarse sobre sí mismo. Sin embargo, mi responsabilidad
por otro que se encuentra sin memoria y sin voz es total. Debo responder
por este ser que interpela una parte de mí mismo que tal vez no he tenido
la costumbre de descubrir, al menos en esas circunstancias y a tales ex-
tremos. Lo que significa que la comunicación de ser humano a ser huma-
no es posible, aun sin pasar por el lenguaje articulado.

Al comunicarme con una persona que parece haber cambiado de siste-


ma, porque sus palabras han sido dejadas a un lado, soy invitado a descu-
brir un lenguaje inédito y una relación diferente con la vida. La relación
de este tipo de enfermos con las palabras “se describe como la relación
entre unas ruinas arquitectónicas y el edificio del que estos restos provie-
nen. Aún adivinan su magnitud pero sin poder apropiarse de su uso”41.
Igualmente, los objetos se vuelven desconocidos pero su apariencia re-
sulta familiar: el paciente ve un bolígrafo y tiene la impresión de conocer
ese objeto, pero no sabe para qué sirve y puede utilizarlo para cepillarse
los dientes. Esta situación explica que el paciente oscile entre la desmo-
tivación y el repliegue sobre sí mismo (la depresión) y la agresividad, al
oponerse a un mundo que se ha vuelto demasiado extraño. El enfermo
es determinado por esa pérdida y “se vuelve cada vez más indiferente a
la búsqueda permanente de una satisfacción que jamás será alcanzada.
El sujeto demente debe ser situado en un universo en donde los objetos
del deseo ya no son representables, mientras que la dinámica de ese de-
seo permanece presente como un eco de aquello que estaba relacionado
en el momento de la separación”. Así, este es “llevado a dirigirse al otro
pues este otro es el lugar de una diferencia que puede ofrecerle una cierta

41 Pellerin, Jerôme, Catherine Ollivet. Toute pensé est-elle bonne à (faire) dire? In:
Repenser ensemble la maladie d’Alzheimer, op. cit., pp. 97-98.

248
La ética de la vulnerabilidad

satisfacción”42. Mantener esta diferencia y afirmar la posibilidad de un


intercambio equivale a mantener el deseo y a mantener la vida.

Hay algo más que el espacio y el tiempo para ubicarnos en la vida. La éti-
ca de la caricia de la que habla Marc–Alain Ouaknin43 permite establecer
una nueva forma de relación que contribuye al bienestar de estos pacien-
tes. Esa nueva forma de relación explora lo que no es conceptualizable,
lo que no pertenece a la patología, y hace posible el contacto, la proximi-
dad. “Nada de lo dicho es igual a la sinceridad del Decir, no es adecuado
a la veracidad ante lo verdadero, a la veracidad de la aproximación, de
la proximidad, más allá de la presencia”44. Solo la caricia, que “no sabe
lo que busca, que juega con lo que se escapa, sin proyecto ni plan”, per-
mite esta proximidad. Quienes se ocupan de los pacientes constatan que
el hecho de tocar a otro, de buscar su mirada, tranquiliza al enfermo y le
da referentes. Los masajes procuran igualmente un sentimiento de rela-
jación en estas personas particularmente frágiles que quieren confirmar
que no han sido abandonadas. Necesitan sentirse acompañadas: sentir
que hay alguien a su lado que los apoyará sin pedirles nada.

Es posible hablar de una filosofía de la caricia a propósito del acom-


pañamiento de los pacientes dementes. Esta relación con el otro que es
propia de la caricia, relación que no es “con algo que puede convertirse
en nuestro y en nosotros, sino algo diferente, siempre otro, siempre inac-
cesible, siempre por venir”45, es igualmente importante en el caso de las
personas que se encuentran al final de la vida, incluso cuando no están
dementes. En efecto, “en el momento en que la persona deja de ser com-
prensible a partir de un concepto resultante de un análisis clínico, deja de
ser conceptualizable”46, ésta tiene necesidades que de no ser escuchadas
y satisfechas, se convierten en factores de estrés y de desorden psíquico.

42 Ibíd., pp. 97–98.


43 Ouaknin, Marc-Alain, Lire aux éclats, Paris, Seuil, 1994, p. 18. Citado por Ellenberg,
Eytan. Approhe éthique de la caresse en fin de vie. In: Face aux fins de vie et à la mort,
Paris, Vuibert, «Espace éthique», 2006, pp. 192–195.
44 Lévinas, Emmanuel. Autrement qu’être. Op. cit., p. 225.
45 Lévinas, Emmanuel. Le temps et l’autre. Op. cit., pp. 82–83.
46 Ellenberg, Eytan. Op. cit., p. 193.

249
Corine Pelluchon

La manera en que atendemos a las personas que van a morir, en que cui-
damos su cuerpo después de la muerte, y en que reconocemos el duelo
y su impacto a la vez individual y social constituyen las marcas de una
civilización. El modo en que tratamos a las personas que padecen de-
mencia revela nuestra capacidad para asumir lo incognoscible y la falta
de conocimiento, y pone en evidencia la fuerza de una civilización, su
confianza en la vida y el grado de apertura del que es capaz. La falta de
imaginación en la materia no es excusa para la falta de diligencia. Remi-
te también a una concepción estrecha de la humanidad que no permite
tener fe en el futuro de esta civilización ni esperar que ella pueda dialo-
gar con los otros. Se puede hablar aquí de generosidad o de solidaridad,
con la condición de añadir que esos valores provienen de una cierta com-
prensión de la humanidad del hombre. Esta comprensión, que Lévinas
expresa a su modo cuando habla de la ética como filosofía primera, tie-
ne implicaciones políticas importantes y supone que se supere la ética
de la autonomía. La ética de la fragilidad que se pone en marcha en el
acompañamiento de las personas que se hallan al final de la vida y de los
pacientes que padecen enfermedades neurodegenerativas hace posible
dicha superación. Esto implica, igualmente, una crítica de los otros exis-
tenciales característicos de la analítica del Dasein.

Las afecciones degenerativas del sistema nervioso


La atención de los enfermos que padecen una afección degenerativa del
sistema nervioso cuestiona una vez más la ontología de Heidegger en la
que la apertura del Dasein así mismo se lleva a cabo bajo la forma del
proyecto (Entwurf). La confrontación con pacientes con Alzheimer mos-
tró que tener en cuenta las necesidades específicas de estas personas y la
posibilidad de llegar a ellas, de establecer una comunicación con ellas,
de alcanzar su Decir, no pasaban por la búsqueda de una autenticidad
definida por la salida del “Uno”. El bienestar que procura el contacto y el
establecimiento de una forma de relación que no supone ninguna equi-
valencia entre el ser y el saber ponen en evidencia nuesra dependencia
mutua y muestran que la humanidad del enfermo, en la que se revela la
humanidad de todos los hombres, no reside en la búsqueda de uno mis-
mo, es decir, en la libertad.

250
La ética de la vulnerabilidad

Finalmente, la idea de que el Dasein, arrojado en el mundo y perdido


de entrada, encuentra su verdad a partir de una retirada del mundo
público, considerado como el lugar de la decadencia o de la caída, no
corresponde a la experiencia que tenemos del acompañamiento de es-
tos enfermos. La noción de autenticidad como apropiación de sí mis-
mo (die Eigentlichkeit), la representación negativa del mundo públi-
co y del ser-uno-el-otro cotidiano, pero también la concepción de la
verdad como desocultamiento o como puesta al descubierto (aletheia,
Entdecktheit), se encuentran igualmente en el centro de esta confron-
tación de la ontología del cuidado con una experiencia en la que el
hombre –el paciente, pero también el visitante o el personal de la sa-
lud– , en la medida en que ya no se encuentra a sí mismo, da cuenta de
una verdad más originaria que aquella de la que se ocupa la analítica
del Dasein. Para el enfermo y para quien se ocupa de él, la búsqueda de
su autenticidad, la apropiación de sí, tal como Heidegger las define, en
realidad no tienen sentido. Eso no significa que el paciente, al menos
en un estadio precoz o intermedio de la enfermedad de Alzheimer, no
tenga ninguna autonomía ni que un Dasein que no tiene memoria no
diga nada de nuestro ser–ahí. La proximidad y aquello sobre lo que se
basa la compasión, es decir, el reconocimiento por parte del médico o
el enfermero de que él mismo está expuesto al sufrimiento, permiten
al enfermo encontrar su verdad como humano. Éste último expresa su
confianza al mostrarse tranquilo y relajado. Este acceso a una huma-
nidad más allá de la búsqueda de sí mismo o de la propia autenticidad
supone que el médico o el voluntario se desnuden, esto es, dejen en la
puerta de la habitación del enfermo todas las representaciones que le
hacen valorar la calidad de vida de alguien de acuerdo a su producti-
vidad, su racionalidad, su autonomía e incluso su capacidad de volver
sobre sí mismo y de proyectarse hacia el futuro. Pero esta verdad del
enfermo, que también puede ser llamada dignidad, es dada por el otro,
y no conquistada por una especie de retirada del mundo público. El
profesional de la salud que dice “buenos días” al anciano postrado en
la cama o demente y manipula su cuerpo con precaución incluso si el
paciente es incontinente, es garante de esta dignidad. Es así como él
se la da.

251
Corine Pelluchon

La ontología de Heidegger en la que la autenticidad de Dasein es su


verdad, una verdad que le es relativa y no necesita del otro, es cues-
tionada igualmente por la atención de pacientes que padecen enfer-
medades evolutivas que producen discapacidades severas, pero no
la desaparición de (todas) sus facultades cognitivas. A priori, podría
decirse que, cuando un individuo debe reconstruir un proyecto de-
bido a que pierde progresivamente la movilidad de sus miembros, el
esquema de Heidegger es pertinente, pues es individuo, a diferencia
del que está demente y apráxico, no (sólo) recibe su verdad del otro,
sino que debe inventarla, crear lo posible con normas diferentes a las
del hombre sano y del deportista. Desde el anuncio del diagnóstico, se
encuentra ante esta obligación que remite a su libertad y a su soledad.
Atraviesa la angustia y experimenta estados afectivos como el miedo,
la tristeza o la esperanza que no están dirigidos únicamente a un ob-
jeto del mundo, sino también a sí mismo y revelan, en cada ocasión el
modo en que el comprender está marcado por una cierta tonalidad.
En el caso de los pacientes que se hallan ante alguna incertidumbre
sobre la evolución de su enfermedad y sobre los cambios que ella va
a provocar, el objeto del miedo, de la tristeza y de la misma alegría
se encuentra en el mundo, como “algo amenazante” con respecto a lo
cual habría que tomar una decisión o como “algo positivo” a lo cual es
posible aferrarse. Pero, aunque sean distintos, esos estados afectivos
están rodeados por la angustia, como si el miedo de perder la movi-
lidad de un miembro o la esperanza de conservar el trabajo sirvieran
para alejar aquello que es particularmente agotador en la angustia –a
saber, la ausencia de un objeto determinado–. En ese sentido, el aná-
lisis heideggeriano de la angustia es más bien confirmado que invali-
dado por las afirmaciones de los psicólogos que se ocupan de este tipo
de enfermos y por lo que hemos podido constatar. Sin embargo, si la
descripción del sufrimiento característico de la angustia es siempre
la misma, el ser–en–el–mundo y la verdad de lo humano que ésta re-
vela no necesariamente le dan la razón a Heidegger. Por el contrario,
la concepción de la elación del hombre con el mundo que subyace a
la ontología del cuidado es un obstáculo para la reconstrucción de sí
mismo y para la aceptación de la propia enfermedad.

252
La ética de la vulnerabilidad

El ser–en–el–mundo como precariedad. La esclerosis lateral


amiotrófica (ela)
Lo mismo que las enfermedades de Alzheimer o de Parkinson, la escle-
rosis lateral amiotrófica (ela) es una afección degenerativa del sistema
nervioso central que se traduce en la pérdida progresiva a irreversible
de un tipo determinado de células nerviosas. Son las motoneuronas
o células motoras de la médula espinal y del tallo cerebral las que
son afectadas. Esta enfermedad neurológica degenerativa, causante
de discapacidades severas y evolutivas, suele afectar a personas que
tienen de 55 a 65 años, es decir, que en la mayoría de los casos tienen
una familia, un empleo y una vida social. La ela inicia con la paráli-
sis de un miembro o por problemas de la fonación o de la deglución.
El daño de las motoneuronas genera un déficit motor progresivo con
una atrofia muscular, pero sin alteraciones sensitivas, esfinterianas
ni intelectuales. Un poco como las personas que sufren del locked-in
syndrome (LIS)47, la mayoría de estos enfermos conservan sus faculta-
des cognitivas, si bien es cierto que algunos de ellos desarrollan tras-
tornos frontales que producen comportamientos agresivos. Presos en
sus propios cuerpos, presentan discapacidades graves que afectan los
miembros, el habla y la deglución, y sienten dolores de decúbito aso-
ciados a la posición acostada. Finalmente, de modo más o menos rápi-
do, sufren de insuficiencia respiratoria, debida a un daño progresivo
de os músculos respiratorios. No existe ningún tratamiento curativo
para esta enfermedad que, en la mayoría de los caso (80%) evoluciona.
Al cabo de algunos años (de tres a cinco años por lo general), si se trata
de una forma evolutiva de la enfermedad, será necesaria una asisten-
cia respiratoria permanente para que el paciente, postrado en la cama
y con frecuencia incapaz de hablar o de deglutir, pueda sobrevivir. De
los 7.000 enfermos que, en Francia, padecen ela, únicamente a alrede-
dor de 150 se les practica una traqueotomía. Los otros mueren antes de

47 En inglés en el original. En castellano se conoce como “síndrome de cautiverio”, “de


encierro” o “de enclaustramiento”. [N. del T.].

253
Corine Pelluchon

que esta decisión sea necesaria. O bien no han querido o no han podido
recibir asistencia permanente por parte de sus familiares48.

Para las personas que padecen esta enfermedad el principal problema


consiste en aceptar que van a morir. Muchos de los familiares, en par-
ticular los hijos de pacientes hoy fallecidos, señalan la importancia que
tiene para el padre o la madre y su entorno no encerrarse en sí mismos
creyendo que es posible conjurar la enfermedad, al no hablar sobre el
tema. El silencio pone rápidamente a la familia ante la exigencia de to-
mar decisiones e impide a los seres queridos disfrutar el tiempo que les
queda para vivir juntos. Sin embargo, la confrontación con los enfermos
y el estudio de cada caso invitan a no sacar conclusiones demasiado apre-
suradas a partir de esa constatación. Si bien es cierto que los momentos
que compartimos con alguien son preciosos y que nos permiten recons-
truirnos tras su muerte, es posible que la libertad del enfermo que padece
ela consista igualmente en no saber. Así, no es necesariamente deseable
exigir que, desde el momento en que se conoce el diagnóstico, el enfermo
se pronuncie a favor o en contra de la traqueotomía.

El derecho a ignorar si su enfermedad va a agravarse o no puede ayudar


a la persona a vivir mejor, disfrutando el presente. Sabiendo que no existe
un tratamiento que permita curar la enfermedad, los pacientes a quienes
se les pide de modo sistemático y demasiado pronto que tomen decisio-
nes se sienten abandonados. A pesar de sus dificultades para comuni-
carse49, esos enfermos necesitan expresarse y quieren ser escuchados. Los
problemas ligados a la alimentación y a la eventualidad de una gastros-

48 No existe una estructura institucional que acepte a estos enfermos, quienes exigen
tener mucho personal, tanto a nivel técnico como emocional. En Francia, la asistencia
a domicilio de estos enfermos y su atención por parte de sus familias son facilitados
materialmente, y los gastos son reembolsados. Quienes enfrentan dificultades son
los pacientes solteros o aquellos cuyos cónyuges tienen una edad muy avanzada.
La duración de vida de una paciente con traqueotomía puede llegar a ser de quince
años. La mayoría de los enfermos se rehúsan a la respiración artificial y mueren de la
enfermedad, aunque los cuidados de confort les evitan el sufrimiento. Las peticiones
de suicidio son muy raras. Agradecemos al profesor Vincent Meininger, director del
Centro ela del Hospital de la Pitié-Salpêtrière por esta información.
49 Debido al daño faringolaríngeo y a la parálisis.

254
La ética de la vulnerabilidad

tomía y la decisión de aceptar o rehusarse a la traqueotomía son temas de


conversación con el médico y con el psicólogo, pero estas conversaciones
no terminan allí. Lo que cuenta para estos enfermos, que suelen tener una
visión negativa de ellos mismos, es ser respetados.

“La exigencia de respeto es enorme”, afirma el Dr. Meininger refiriéndose


emotivamente a una paciente cuadripléjica que padecía una forma seve-
ra de la enfermedad. Ella era especialmente cuidadosa con su aseo perso-
nal y su peinado. En esos momentos, “el color y el aspecto de las sábanas
son de primordial importancia”. Esta mujer “quería agradar y sabía que
lo hacía”. El médico que se ocupaba de ella fuera del hospital la llama-
ba todos los días para recordarle que iba a morir y obligarla a firmar un
documento sobre su decisión de aceptar o rechazar la traqueotomía. Ella
no contestaba. Un estudiante de psicología podría decir que estaba en ne-
gación pero, desde otra perspectiva, ¿por qué no podría el médico arries-
garse a no imponerle esta decisión, al menos durante un tiempo, para que
ella pudiera expresar lo que necesitaba expresar?

Aún si a los pacientes les toma treinta minutos decir gracias, el personal
médico debe esperar a que hayan acabado. La relación consigo mismos
y con los otros y el ser–ahí no están determinados aquí por la búsqueda
de la autenticidad a partir de su poder ser más propio, sino por la po-
sibilidad de una verdadera comunicación en el presente. La libertad ya
no es lo mismo que la autonomía, pues las discapacidades y las moles-
tias ligadas a la ela exigen cuidados paliativos y hospitalizaciones de día
relativamente frecuentes, y, en última instancia, vuelven a la persona
totalmente dependiente (del personal médico, de las máquinas y de su
entorno). Se trata de una experiencia de heteronomía pues el sentido del
yo y la tranquilidad son dados por otro –el médico, el psicólogo, el fisio-
terapeuta, el enfermero, el padre o la madre–. Con mucha frecuencia, el
personal médico se encierra en los procedimientos técnicos o se defiende
de aquello que la dependencia revela acerca de su impotencia para curar
y de la fragilidad del hombre mismo. No obstante, algunos aceptan ex-
ponerse al otro. No se dirigen a él como a una persona que debe decidir a
favor o en contra de la traqueotomía, y, en lugar de ver en él únicamente
a alguien postrado cuyos ojos muestran un alma capaz de rebelarse, dan

255
Corine Pelluchon

al enfermo de ela consuelo y quizá felicidad, la certeza de estar ahí para


alguien y de existir.

En la medida en que el enfermo sabe que va a morir en un tiempo bas-


tante corto, se está tentado a afirmar que éste recupera su vida a par-
tir de un término que es su muerte cercana. Incluso es llevado a ver
las cosas de este modo, pues debe pronunciarse con prontitud sobre
aquello que considera compatible con una vida digna de ese nombre
y con lo que sus seres queridos podrán hacer para acogerlo cuando sea
completamente dependiente. El poco tiempo que les queda por vivir a
los enfermos que rechazan la traqueotomía parece ser una razón para
concentrarse en lo esencial. Podría entonces pensarse que estos pacien-
tes confirman lo que dice Heidegger sobre el proyecto y la resolución
precursora, que consiste en hacer elecciones concretas y en vivir sien-
do verdaderamente uno mismo en lugar de perderse en las cosas y de
perder su tiempo. Sin embargo, esta perspectiva es la proyección de un
Dasein saludable sobre el ser-ahí del enfermo de ela.

Para quienes tienen el alma más agrietada que los demás hombres50, el
estar–en–el–mundo es precariedad, lo cual nos cuesta imaginar cuando
nuestro cuerpo nos obedece o cuando no sufrimos físicamente, ni siquie-
ra de frío o de hambre. Heidegger pensó a profundidad la contingencia y
el abandono y llamó la atención sobre la temporalidad como trasfondo
del ser, pero pareciera que su pensamiento de la finitud estuviese deter-
minado a la vez por la afirmación de nuestra pérdida en el mundo y por
la voluntad de reaccionar contra el sufrimiento que viene con dicha con-
tingencia. El esquema de abandono/resolución es un modo de responder
a la contingencia y de experimentar la propia contingencia, en la que la
muerte constituye una prueba. La resolución precursora y el modo en
que Heidegger elabora la temporalidad auténtica y piensa la apropiación
y la recuperación de sí mismo a partir del haber-sido hacen eco de una
experiencia de la contingencia que es, en realidad, experiencia de la nada

50 Como decía el médico que atendió al filósofo Franz Rosenzweig, quien murió de esa
enfermedad en 1929, a los 43 años. Ver: Richard Koch: Einzelne Erinnerungen an
Franz Rosenzweig. Judaica, vol. 55, no 3, 1999, p. 183.

256
La ética de la vulnerabilidad

o de la nadificación. Se trata de una reacción ante la amenaza de una di-


solución del Yo. Quien experimenta su propia contingencia bajo la forma
de la precariedad y de la impotencia de su voluntad no puede adoptar ese
esquema. Su deseo de ser –y no de autenticidad en el sentido en que Hei-
degger emplea el término– es un deseo de ser reconocido por el otro y de
poder volver a estar en contacto con sus emociones. Lo que pone fin a la
precariedad no es la resolución precursora. No es el proyecto, y ni siquie-
ra la obra, sino la confianza. La verdad, para este prisionero (más o me-
nos) lúcido que no vivirá por mucho tiempo, no es ni un desocultamiento
ni un descubrimiento. No sólo ella no es independiente del otro, puesto
que la encuentra en un intercambio, tiene lugar en un intercambio; es,
por así decirlo, producida por éste. Sino que, además, es sorpresiva. No se
trata de un acontecimiento como advenimiento, sino de una sorpresa, un
regalo recibido contra todas las expectativas y que, sin embargo, tranqui-
liza, como si de nuevo se tuviera un techo; un regalo para el que sólo exis-
te una respuesta: gracias. En ese sentido, los enfermos, en especial los que
están discapacitados, se asemejan a los que no tienen techo. La ontología
del cuidado no les habla a ellos.

El ser–uno–con–el–otro y la reconstrucción de sí. La esclerosis en


placas (eep)
Este distanciamiento con respecto al pensamiento de Heidegger es aún
más visible cuando se examina un ejemplo que, a primera vista, podría
hacer creer que la ontología del cuidado proporcionaba la clave de una
hermenéutica de sí mismo. Las personas que padecen esclerosis en placas
(eep) deben reestructurar su proyecto de vida y crear posibilidades en su
existencia, si no quieren hundirse en la depresión. Incluso están obliga-
das a hacerlo, pues, a diferencia de los enfermos de ela, no mueren algu-
nos años después de ser diagnosticados. Sin duda, la fatiga neurológica
los vence y desconcierta a su entorno que, al principio, no los comprende
y puede acusarlos de perezosos. Los primeros meses, y a veces los pri-
meros años, de la enfermedad son marcados por crisis existenciales que
van desde la ruptura con su vida social anterior hasta la separación o el
divorcio y el distanciamiento de un buen número de amistades. Pero a
esos enfermos que son diagnosticados entre los 20 y los 40 años aún les

257
Corine Pelluchon

quedan muchos años de vida. Es necesario entonces adaptarse a las nue-


vas reglas impuestas por la enfermedad.

La esclerosis en placas es una enfermedad inflamatoria del sistema ner-


vioso central (que comprende el cerebro, los nervios ópticos y la médula
espinal). Puede afectar casi todas las funciones biológicas, conducir a la
parálisis y provocar trastornos en la percepción sensorial. A diferencia
de lo que sucede con la ela, las funciones esfinterianas del enfermo de
eep se ven afectadas, lo que provoca incontinencia, infecciones urinarias,
problemas de erección o sequedad vaginal. Por último, entre 40 y 60%
de los pacientes desarrollan trastornos cognitivos (razonamiento, aten-
ción, concentración, memoria). La mielina, que es un tejido que recubre
y protege las fibras nerviosas y cuya función es transmitir los impulsos
nerviosos, se endurece y es destruida paulatinamente. Es entonces cuan-
do se habla de “esclerosis” y las regiones afectadas por la enfermedad son
llamadas “placas”. Es como si el sistema inmunitario se volviera contra
el sistema nervioso y, considerando la mielina como extraña al cuerpo,
se propusiera destruirla. Como en una especie de corto circuito, los ner-
vios están expuestos, lo que genera una inmensa fatiga, así como dolor y
molestias, como la parálisis de un miembro o la cuadriplejía, la cual, en
algunos casos, es reversible.

Existen tres formas evolutivas que permiten comprender aquello por lo


que el paciente atraviesa. Entre el 70 y el 80% de los casos, de los cuales
dos terceras partes corresponden a mujeres, la persona se ve afectada por
la forma remitente recidivante, que se caracteriza por accesos (períodos
de aparición o de empeoramiento de los signos neurológicos durante al
menos veinticuatro horas y separados del acceso anterior por un lapso
de al menos un mes), seguidas de una remisión. Estos accesos son pro-
vocados por la inflamación y desmielinización de las fibras nerviosas.
Durante las remisiones, la mielina vuelve a formarse parcialmente al-
rededor de las fibras, lo que produce una regresión de los síntomas. Una
mañana, la persona se despierta cuadripléjica o con una pierna que se
arrastra, y luego se recupera. La mayoría de las personas que sufren esta
primera forma padecerán en los quince años posteriores al diagnóstico
de una forma crónica progresiva. En una segunda forma, la evolución
de la enfermedad es lenta pero continua, es decir que no hay accesos ni

258
La ética de la vulnerabilidad

períodos de remisión. La rapidez con que la discapacidad se instala de-


pende de cada individuo y de su entorno, en el que el estrés constituye
un factor de empeoramiento. Ciertas personas sufren esta forma crónica
desde el inicio51: la enfermedad ya se ha desarrollado cuando el enfermo
es diagnosticado, en general, cuando tiene 40 años, y avanza sin que se
presenten accesos. Por último, se habla de la forma progresiva secunda-
ria, que se caracteriza por una evolución lenta y constante de la enferme-
dad (forma progresiva primaria) pero marcada por recaídas.

Con frecuencia, las personas deben cambiar de profesión u organizar


su formación en función de su discapacidad y teniendo en cuenta los
problemas cognitivos que, en la mayoría de los casos, hacen parte de los
síntomas. La mayoría de las veces, la persona debe renunciar a los pla-
nes que había hecho antes de la aparición de la enfermedad. Una carrera
deportiva, o actividades muy exigentes con el cuerpo resultan imposi-
bles. Un oficio estresante en el que hay que manejar mucha información
o desplazarse frecuentemente no puede ser considerado. Pero, como lo
afirman los psicólogos que acompañan a estos enfermos y les ayudan a
superar su aislamiento psíquico52, lo importante es que sigan socializan-
do. Casi todos ellos pasan por un momento de desmotivación, asociado
con la rebeldía y la depresión. Para cada uno de ellos, lo esencial no es
tanto afirmarse en cuanto individuos que tienen uno u otro talento, sino
sentirse útiles y dignos de existir, dando muestra de la dignidad de quie-
nes no son Dasein rebosantes de salud.

Cuando uno se halla disminuido física e intelectualmente, y le toca revi-


sar sus objetivos para hacerlos más modestos, el deseo de afirmarse por
contraposición con otros es vano. La libertad y la decisión de dejar atrás

51 Esta forma es conocida como “progresiva primaria”. [Nota del Traductor].


52 En particular la alexitimia, o dificultad para experimentar emociones y expresarlas.
Muchos pacientes que tienen eep tienden a encerrarse en un discurso apegado a los
hechos que los protege de sus emociones. Contar con un apoyo terapéutico, que no
necesariamente debe pasar por una cura analítica y un seguimiento longitudinal,
puede ser sumamente valioso para construir un proyecto de vida, considerar una
estrategia de adaptación a la enfermedad e incluso aprender a vivir bien a pesar de
ésta. Agradecemos a Christophe Coupé, psicólogo perteneciente a la red sla-idf de la
Pitié-Salpêtrière, por esta información.

259
Corine Pelluchon

la autocompasión no son entendidos como la “posibilidad de apropiar-


se de la existencia y de disipar radicalmente todo autoencubrimiento
rehuyente”53. Quedarse con esta manera de comprender el mundo y de
comprenderse a sí mismo equivale a condenarse a la soledad, a la rebel-
día y a los pensamientos reiterativos: ¿Por qué yo? ¿Por qué no puedo ca-
minar, correr y hacer lo que hacen los demás? La disminución física e
intelectual y la experiencia de esa pasividad hacen que el deseo de opo-
nerse a otros como un sujeto, da lugar a la necesidad de sentirse útil y
al sentimiento de pertenecer al mundo, de hacer una comunión con la
humanidad a través de su propia fragilidad. La verdad, incluida la propia
verdad, no es el desvelamiento de una ilusión. La persona discapacitada
que logra incorporarse no tiene esa prominencia que se presenta en la
resolución y que viene del modo en que Heidegger piensa el mundo pú-
blico como una amenaza o como el lugar de una existencia impersonal.

Para Heidegger, el Dasein está a primera vista y con mucha frecuencia


perdido en su “mundo”. Es no–verdad. Está encubierto por el “uno”. La
búsqueda de su autenticidad, la expresión de sí mismo en lo que tiene de
más propio no pasa únicamente por una retirada del “se piensa”, como en
el caso de Platón y del filósofo presentado en la alegoría de la caverna.
Heidegger no habla realmente de un despojamiento ni de una conversión
de la mirada, de acceder a otro modo de ver y de pensar que modifique la
relación con el mundo y que determinará el modo de ser cuando se esté
de regreso en la caverna. Para él, lo que prima es el Dasein mismo, “que
se expresa, que expresa el sí mismo”. Éste es insustituible y carga solo “el
peso del ser”. Adicionalmente, la retirada del mundo significa que es ne-
cesario develar o descubrir una verdad ocultada por la vida con los otros.
El mundo circundante en el que me encuentro con los otros, objeto de mi
solicitud (Fürsorge), y en el que me preocupo por las cosas, es esencial-
mente no-verdad. Puedo utilizarlo, conquistarlo, expresarme en él, pero
él en sí mismo no es significativo. Lo es para y por el Dasein individual.
No contiene ninguna verdad, ni siquiera infra filosófica. Es el conjunto
de las habladurías y de las actividades de los hombres. Ahora bien, no
sólo esta concepción del mundo circundante tiene consecuencias políti-

53 Haidegger, Martin. Être et Temps. Op. cit., § 62, p. 220.

260
La ética de la vulnerabilidad

cas, sino que es refutada por el modo en que las personas discapacitadas
(y su entorno) logran crear un vida y un estar-juntos.

La invención de sí mismo no es posible sin la participación en el mun-


do circundante. Éste no es un simple trampolín para el yo. No es única-
mente el motivo de una vuelta sobre sí mismo pensada como retirada de
un modo de ser inauténtico. Este modelo todavía romántico con el que
Heidegger piensa la autenticidad pone en evidencia un conflicto entre
el yo y los otros, una separación de las conciencias y, a pesar de lo que se
diga sobre el ser–en–el–mundo, una relación de exterioridad entre el yo
y el mundo. Dicho modelo es puesto en cuestión por las personas que, sa-
biendo que padecen esclerosis en placas, dan de sí mismas y contribuyen
con su aporte a este mundo. Sin preocuparse por el mundo, sin el senti-
miento de que tienen derecho a ser, el cual reciben a la vez de los demás
y del hecho de que, al sufrir, soportan tanto su sufrimiento como el de los
otros –pues las personas discapacitadas son también responsables por
los otros y son, a su vez, seres que no tienen más que deberes ante aquel
que sufre tanto o más que ellos–, estas personas empeoran o se encierran
en comportamientos tiránicos que alejan a su cónyuge y a sus amigos.
Sin el amor del mundo y de los otros no hay salvación para aquellos que
sufren y que deben reconstruirse54.

Pues es dando al mundo como ellos logran vivir con su enfermedad,


es decir, vivir bien, sin ver el mundo circundante como una especie de
mentira o de rival que debe ser vencido, como si la salvación de quien

54 Juan Pablo II, quien padecía la enfermedad de Parkinson, fue la encarnación de esta
verdad sobre nuestra pertenencia al mundo y nuestro concernimiento por los demás.
Decir que ello tiene que ver con la fe no aclara nada. Muchos creyentes y hombres
de Dios caen en la desesperanza cuando su cuerpo y su psique se ven afectados.
Es necesario haber sentido en lo más hondo de sí mismo la fragilidad de todos los
hombres para encontrarse a uno mismo y a los otros, y seguir amando el mundo y
participando en él con aquella humildad y aquel concernimiento. Los cristianos
harán referencia a la Pasión de Cristo, pero el filósofo tiene el deber de hacer explícito
aquello que está en juego en esta relación consigo mismo. Puede, así, citar a Juan Pablo
II sin por ello remitirse a los dogmas en los que él creía y considerarlo como un testigo
de la verdad de nuestro lazo con los otros y con el mundo, lazo que es reactivado
y revelado por nuestro cuerpo sufriente o susceptible al sufrimiento. Así se puede
incluso comprender que Juan Pablo II haya decidido continuar siendo Papa hasta el
final: quería dar testimonio de ese lazo, culmen del compromiso.

261
Corine Pelluchon

existe estuviera en la fuerza o en el vigor del gesto por medio del cual
un Dasein auténtico afirma su superioridad. No sólo este modo de ser ig-
nora la dimensión política de nuestra libertad, el hecho de que esta últi-
ma tiene su fundamento en una fraternidad que la noción levinasiana
de responsabilidad pone de manifiesto, sino que, además, no ayuda a los
enfermos. Con excepción de quienes están dotados de un talento artístico
excepcional, este modo de ser, en general, da poca cabida a las personas
discapacitadas e incluso a los ancianos. Aún más, tanto como la ética de
la autonomía de la que, desde cierta perspectiva, es solidaria y en la cual
sofisticadamente se inspira, la ontología del cuidado, marcada por el re-
chazo de toda trascendencia55, constituye un obstáculo epistemológico al
acompañamiento de las personas de edad. Les impide a los profesionales
de la salud, así como a las personas de edad y a sus seres queridos, ver la
vejez de otro modo que como una anomalía, un momento fuera de la vida
que casi da vergüenza, como si “los viejos” no tuvieran nada que aportar-
nos y fuera preciso apartarlos de la sociedad.

En Ser y tiempo, el Dasein “es un ente al cual, en cuanto ser en el mundo,


éste último le concierne. (…) Su ser posible tiene que ver con los modos de
la preocupación por el mundo, de la solicitud hacia los otros, y, envuelto
ya en todo ello, el poder–ser para sí mismo, hacia sí mismo, de cara a sí
mismo”56. Es en la preocupación por el mundo circundante donde los otros
se encuentran como son. Ellos son lo que hacen57 y son percibidos en fun-
ción de su identidad social y del papel que desempeñan en la sociedad. Esta
forma de pensar hace que, casi siempre, se haga caso omiso del otro. Y sin
embargo, ya no es posible ver el espacio público como una ilusión.

Heidegger piensa que el Dasein busca su salvación de modo solitario, aún


si lo hace aquí y ahora. Concibe el ser–ahí sin pensar en la dependencia

55 La de Dios, pero también la del otro. La ontología del cuidado va de la mano,


igualmente, de la ausencia de consideración de la alteridad del propio cuerpo. La nota
anterior sobre Juan Pablo II y la figura de Jesucristo sugieren que existe un vínculo
entre estos tres rechazos. Cuando elaboremos lo que entendemos por una “ontología
de la carne”, veremos se hace explícito el vínculo entre el rechazo de la trascendencia
del otro y el rechazo de la alteridad del propio cuerpo.
56 Haidegger, Martin. Être et temps. Op. cit., § 31, pp. 118-119.
57 Ibíd., § 27, p. 107.

262
La ética de la vulnerabilidad

del Dasein individual y del ser–uno–con–el–otro, lo que explica que, en


su pensamiento, no haya una filosofía política en el sentido estricto del
término. Esta ausencia de filosofía o, más bien, de fenomenología política
está ligada a la ausencia de una fenomenología del cuerpo. Heidegger no
da cabida a la precariedad ni a la fragilidad. A pesar de todos los aportes
radicalmente nuevos de Sein und Zeit, la experiencia de la contingencia
y del abandono que es la experiencia de la nadificación vivida por un
Dasein individual renueva la posición prominente del filósofo: éste mira
el mundo desde la distancia y sabe dónde se encuentra la verdad.

Heidegger pensó en lo artificial de nuestra existencia, la contingencia de


nuestro nacimiento y la finitud, y afirmó que nuestra libertad se ejerce
en el lapso de tiempo que va del nacimiento a la muerte. A diferencia de
Cassirer y de los herederos de la Ilustración, que aún creían en la posibi-
lidad del sujeto trascendental y en una fundamentación universal y ra-
cional de la moral y de la ciencia, él comprendió que “nuestra conciencia
se abría ante un abismo”. Él “enfrentó el problema”58 y no dejó de pensar
a partir de ese ser-arrojado, de lo artificial de nuestra existencia. Pensó la
extrañeza (Unheimlichkeit) de mi ser arrojado a un mundo que no ele-
gí y en el que con frecuencia me siento perdido, pero no dio cabida a la
fragilidad ni desarrolló una fenomenología de la pasividad que permi-
tiera pensar en la responsabilidad por el otro (sustitución) a partir de la
alteridad que hay en uno mismo, es decir del encuentro con el otro, pero
también de la propia vulnerabilidad. Así mismo, tampoco dio cabida a
la ciudad, que supone la pertenencia de los hombres a una comunidad y
el interés del Dasein individual por el bien común, definido en conjunto.
Por ello, para muchos, su pensamiento sigue siendo moderno y conduce
a un callejón sin salida en el plano político.

En Heidegger, la pasividad sólo es lo artificial de nuestra existencia y de


nuestro ser-arrojados. Esa plasticidad, unida al hecho de que el mundo
circundante es en primer lugar y la mayoría de las veces decadencia,

58 Tales son las expresiones utilizadas por L. Strauss a propósito de las conversaciones de
Davos de 1922 entre Cassirer y Heidegger. Ver « Une introduction à l’existentialisme
de Heidegger » (1956), en La renaissance du rationalisme politique classique, Paris,
Gallimard, 1993, pp. 78-79.

263
Corine Pelluchon

no da ninguna oportunidad a aquellos que no tienen la fuerza necesaria


para afirmar su verdad en la resistencia al mundo. Un pensamiento de
este tipo no motiva a acoger a aquellos seres que, por decirlo así, se en-
cuentran fuera de la existencia (y de su dimensión extática) y que sólo
viven o sobreviven. En esas condiciones, la solidaridad con los ancianos
y las personas discapacitadas sólo podría ser una forma de lástima, una
manera de proteger a los débiles, que no son nosotros pero que no pode-
mos o no nos atrevemos a eliminar, o de quienes decimos que, puesto que
somos fuertes, los protegeremos, con la condición de no encontrárnoslos
al salir de casa y de ponerlos fuera de nuestra vista, en espacios abando-
nados por el público, como esos hogares de ancianos o centros de cuida-
dos paliativos construidos lejos de los centros de las ciudades y a los que
nadie entra, a excepción de sus seres queridos. Por el contrario, de la feno-
menología de la pasividad de Lévinas podemos extraer un pensamiento
político fundado en la solidaridad y en una atención adecuada para las
personas discapacitadas y para los ancianos. Ello no se debe, en esencia,
a que Lévinas fuera un pensador más generoso que Heidegger, sino a que
pensó la alteridad que hay en uno mismo como vulnerabilidad y como
corporalidad, rompiendo con el esquema moderno y heideggeriano que
corresponde a un mundo en el que los individuos son separados por sus
proyectos respectivos, aún se definen por la libertad, y no por la fraterni-
dad, y no deciden juntos sobre el bien común.

La subjetividad como sensibilidad. El dolor y el envejecimiento


La fenomenología de la pasividad comienza por dudar de la equivalencia
entre el ser y el pensamiento que se halla aún en la noción de intencio-
nalidad59. No solamente puede decirse que “el trabajo del pensamiento da

59 Husserl, E. Ideen zur einer reinen Phänomenologischen Philosophie, 2. Buch:


Phänomenologische Untersuchungen zur Konstitution, in Husserliana IV, La Haye,
M. Nijhoff, 1953, § 32. El saber es completitud, satisfacción de una aspiración al ser-
objeto, cuyo original presente es dado y tomado bajo la forma de una representación.
Por el contrario, el saber de la conciencia de sí pre-reflexiva no sabe en sentido
estricto. Es pasividad pura. Lévinas critica a Husserl y, al mismo tiempo, profundiza
en la elaboración de su intuición.

264
La ética de la vulnerabilidad

razón de toda alteridad de las cosas y de los hombres”60, sino que, además,
la noción de responsabilidad ilustrada anteriormente sugiere los límites
de la intencionalidad. Se ha dicho con frecuencia que para el autor de To-
talidad e infinito la experiencia del otro es experiencia de la exterioridad.
Esa palabra significa que la responsabilidad por los demás no proviene
de una decisión, sin de la fraternidad, de una deuda que es anterior a mi
compromiso. Pero resulta aún más importante anotar que mi responsa-
bilidad por el otro es la experiencia en mí de una alteridad, que va de la
mano con la idea de que la subjetividad es exposición a los otros a través
de la sensibilidad. La pasividad del cuerpo propio y la definición de la
sensibilidad como vulnerabilidad constituyen, junto con la idea de mi
responsabilidad por el otro, el capítulo complementario de una ética de
la fragilidad capaz de inspirar una atención adecuada para las personas
discapacitadas y los ancianos. Dado que ésta revela una concepción del
hombre diferente de la que se encuentra en la ética de la autonomía y en
la filosofía del sujeto, y en la medida en que la relación consigo mismo a
través del otro está ligada con esa alteridad en uno mismo que es la del
cuerpo y la de la propia pasividad, hablaremos en adelante de una ética
de la vulnerabilidad.

Al atender la vulnerabilidad, tan manifiesta en el envejecimiento y en la


experiencia del dolor, se establece el vínculo entre la crítica de la onto-
logía del cuidado –es decir, del ser–para–la–muerte y del proyecto– y la
revelación de un sentido de la humanidad que excede el ser entendido
de cara a sí mismo y la relación entre yo y los otros que se deriva de esta
comprensión. Esta fenomenología de la pasividad como vulnerabilidad
permite igualmente aprehender el mundo público que, para Heidegger,
tiene que ver con la preocupación y con la solicitud, pero al cual no con-
cede un valor propio. Si el Dasein es vulnerabilidad, si esa exposición al
otro me lleva al mismo tiempo a interesarme por la justicia de este mun-
do y a trabajar para tener instituciones justas, ello significa que el dar y
el compartir son más importantes que la apropiación de sí mismo. Otra
ontología, enriquecida por otra política, es posible. Antes de establecer
lo que esta fenomenología de la pasividad revela de la humanidad de lo

60 Lévinas, Emmanuel. Éthique come philosophie première (1972). Paris: Payot &
Rivages, 1998, pp. 73–74.

265
Corine Pelluchon

humano y aquello que impone en el plano político, es necesario analizar


primero el vínculo entre la exposición al otro y la alteridad del propio
cuerpo.

La sustitución, esa pasividad del “para–otro” “en la que no cabe ningu-


na referencia, positiva o negativa, a una voluntad previa” sólo es posi-
ble “por la corporalidad humana viviente, en tanto posibilidad del dolor
– en tanto sensibilidad que es, por sí misma, la susceptibilidad a sentir
dolor (…), en tanto vulnerabilidad”61. El cuerpo es aquello que hace que
el Sí mismo sea susceptibilidad62. La experiencia del dolor hace de ese
contacto con los otros no una apertura, la ocasión para saciarse, sino una
exposición al otro. La exposición al sufrimiento del otro no me lleva a la
buena conciencia ni al temor ante mi muerte, sino a mi responsabilidad.
Y la experiencia de mi dolor marca la imposibilidad del sosiego y de la
vuelta sobre mí mismo de un modo aún más emotivo o primario. Es pre-
cisamente porque sufrimos y porque el sufrimiento es “pura quemadura,
para nada, pasividad que impide que este se transforme en sufrimiento
asumido”, “exceso de sinsentido sobre el sentido”63, que somos receptivos
frente al otro, sensibles a su hambre, a su aflicción. Pues el dolor es “puro
déficit, un aumento de la deuda en un individuo que no se sacia, que no se
completa”64. Se encuentra entonces “desnudo y desprovisto, como uno o
como alguien, expulsado más acá del ser”65. Mientras que de algún modo
el goce me aísla, el dolor me arranca a mí mismo y rompe “el placer o la
complacencia del juego”. La sensibilidad no juega ningún juego. Por ello
“la experiencia del dolor penetra en el corazón mismo del ‘para-sí’ que
late en el goce, en la vida que se complace a sí misma, que vive su vida”66.

Cuando yo sufro, mi voluntad no es la única que es contrariada. Lévinas


llama “la dolencia del dolor presentido” a la paciencia misma de la cor-
poralidad, a la adversidad misma que no es ni la resistencia contra la ma-
teria ni la opresión del trabajo, sino “el contra sí en sí mismo”. Y, en este

61 Lévinas, Emmanuel. Autrement qu’être. Op. cit., pp. 86–87.


62 Ibíd., p. 173.
63 Ibíd., p. 186.
64 Ibíd., p. 93.
65 Ibíd., p. 91
66 Ibíd., p. 94.

266
La ética de la vulnerabilidad

esfuerzo que es sufrir, siento también en mi carne –pues sé que no estoy


presente para mí mismo– que el fundamento de mi ser no es la concien-
cia. El dolor, el cansancio –“singular ‘demasiado ser’ que es también un
faltar, pero en una deficiencia en donde el conatus no disminuye”67–, y el
envejecimiento constituyen la experiencia de la disyunción de mi iden-
tidad. Ella va más allá de la imposibilidad de coincidir consigo mismo
de la que habla Jean Nabert68 para referirse a la distancia que hay entre
la libertad y su expresión, entre el acto y el signo. El dolor y el envejeci-
miento no sólo son experiencias que hacen que la síntesis y el retorno so-
bre sí mismo sean imposibles. Ellas son esta imposibilidad; la identidad
es una identidad en la que el yo no se reúne con lo mismo. “El para–sí de
la identidad ya no es el para–sí”. La alteridad no está fuera de mí, sino en
mí. Ella hace que la percepción de los otros cuerpos sufrientes no me sea
familiar, sino próxima.

La compasión y el deseo de que el sufrimiento del otro sea aliviado, de


que éste no sea abandonado a su suerte, pues ello constituiría un daño a
la vida, adquieren todo su sentido a partir de esta experiencia del dolor.
Ella es ya un compromiso con los demás. En ella se hallan las raíces de mi
responsabilidad por el otro. Por eso, al hablar de la experiencia del dolor,
pero también de la maternidad y, en general, de la encarnación, Lévinas
habla igualmente de “un aumento de la deuda más allá del Sollen” y de
una privación que constituye a ese alguien y lo expone al otro69. En el do-

67 Ibíd., p. 91.
68 Nabert, Jean. Le désir de Dieu (1955). Paris: Cerf, 1996; Essai sur le mal (1955), Paris,
Cerf, 1997.
69 Lévinas, Emmanuel. Autrement qu’être. Op. cit., pp. 91, 173. El análisis del dolor,
en ese sentido, va más allá de la distinción –fundamental, sin embargo– que en las
meditaciones cartesianas establece Husserl entre Leib y Körper, “carne” y “cuerpo”.
Esta distinción es “una etapa en la dirección de la constitución de una naturaleza
común, fundada intersubjetivamente”. La noción de carne, como lo dice Ricœur, en
la página 373 de Soi-même comme un autre [Sí mismo como otro], “es elaborada para
hacer posible el emparejamiento (Paarung) de una carne con otra, sobre cuya base
una naturaleza común puede constituirse”. Pero “esta problemática sigue siendo la
de las constitución de toda realidad en y por la conciencia, constitución solidaria de
las filosofías del Cogito”. Por el contrario, en el análisis levinasiano del dolor como
exposición a lo otro, análisis al cual Ricœur no rinde un homenaje suficiente, es
precisamente en la medida en que el yo está roto, escindido, que está cerca del otro y
que esta proximidad no proviene de la intencionalidad.

267
Corine Pelluchon

lor, la subjetividad del sujeto es no-recuperación, pero al mismo tiempo


es un ofrecerse. La vulnerabilidad del otro hombre, la necesidad que tie-
ne de recibir ayuda, es el corolario de esta experiencia en la que me des-
nudo, pierdo mi autonomía. Al sufrir, expreso esta verdad que no es re-
lativa a mí mismo. La doy y me entrego en aquello a través de lo cual me
expreso como este Yo, como uno, y como todos los hombres. Allí radica la
posibilidad del perdón. Debido a mi sufrimiento, mi responsabilidad por
los demás es de entrada una obsesión, incluso si no lo digo abiertamen-
te, incluso si no quiero reconocerlo: “La subjetividad es vulnerabilidad,
pero también es sensibilidad. La sensibilidad, toda pasividad del decir, es
irreductible a cualquier experiencia que tuviera de ella el sujeto, incluso
si hace posible dicha experiencia. En cuanto exposición al otro, ella es la
significación misma, el–uno–para–el–otro hasta la sustitución, pero sus-
titución en la separación, es decir, responsabilidad”. Este análisis trata de
mostrar “la proximidad que significa la vulnerabilidad”70.

La subjetividad es vulnerabilidad, porque la vida, la mía, la de los otros,


pero también, como lo veremos, la de los demás seres vivos, es paciencia.
Está marcada por el “a pesar de sí mismo”, lo cual es ilustrado de modo
ejemplar por el envejecimiento, que hace aún más manifiesto “el llamado
o elección sin renuncia posible” de la que el sujeto no se separa71. La ma-
yoría de las personas tienen una visión negativa de la vejez, que conside-
ran como pura decadencia e incluso como un insulto a la vida, como su
fuera injusto envejecer. Por el contrario, la fenomenología de la pasividad
de Lévinas permite comprender qué enseñanzas sobre la vida y sobre el
sentido de la humanidad nos son ofrecidas por los ancianos. Mientras
que, en cada ocasión, el dolor es la tentación de un repliegue sobre mí
mismo, el “para nada” del sufrimiento y su exceso capaces de abstraerme
de mi pertenencia irreductible a la comunidad de los hombres y de mi
concernimiento infinito, la pasividad del envejecimiento, pasividad que
es ante todo la del tiempo, nos revela la humanidad del hombre y el sen-
tido de su vulnerabilidad.

70 Lévinas, Emmanuel. Autrement qu’être. Op. cit., p. 92.


71 Ibíd., p. 90.

268
La ética de la vulnerabilidad

Para Lévinas, el envejecimiento es el modelo de la síntesis pasiva, pues es


temporalización. La pasividad del tiempo no es “la iniciativa de un yo ni
un movimiento hacia un telos cualquiera de la acción”72. Ella es paciencia,
es un padecer, un pasivo en el “eso” del “eso pasa”73. La expresión “síntesis
pasiva” designa una operación de la conciencia que se efectúa sin aquel
movimiento de reflexión que hace que la conciencia se descubra como
constituyente. El envejecimiento es “el cansancio de los cansancios”74.
Este cansancio proviene del “esfuerzo que le está inextricablemente uni-
do y que es esfuerzo de presente en un demorarse en el presente”. La vejez
es desaceleración. La conciencia no constituye el tiempo, sino que éste
adviene, y lo hace como demora: “El envejecimiento efectúa la tempora-
lización como lapso”. Esta temporalización del tiempo, lapso irrecupera-
ble y ajeno a toda voluntad, es todo lo contrario a la intencionalidad”75. Es
“duración como pura duración, no–intervención, como estar en la punta
de los pies, ser sin dejar de ser”. Pero el que Lévinas compare la vejez con
la reserva del “extranjero en la tierra” y cite la expresión del salmista, del
“sin patria que no osa entrar”, no significa que las personas de edad no
tengan nada que hacer en este mundo ni que su existencia esté despro-
vista de sentido.

Por el contrario, los ancianos dan muestra de un tipo de compromiso


que es el nuestro. Este no tiene nada que ver con aquello que la ética de
la autonomía y toda representación voluntarista de la vida sugieren, en
la medida en que la responsabilidad no está relacionada con una deuda
contraída o decidida, sino que se deriva de nuestra vulnerabilidad y, an-
tes que todo, de nuestra exposición al tiempo, a la diacronía. “Es bajo la
apariencia del ser de este ente en tanto temporalidad dia-crónica del en-
vejecimiento, que se produce, a pesar mío, la respuesta a un llamado, di-

72 Ibíd., p.90.
73 Ibíd. (El original dice: “Un passif dans le « se » de « cela se passe »”. Se trata de un énfasis,
intraducible en castellano, en la partícula “se” que marca el carácter impersonal de lo
que pasa, o de lo que sucede. Puesto que en castellano “pasar” o “suceder” cambian
de significado si se los utiliza como verbos pronominales, sería erróneo conservar la
partícula “se” en la traducción. Para procurar conservar en algún grado el sentido de
lo impersonal, se ha optado por el pronombre “eso”). [Nota del Traductor].
74 De l’existence à l’existent (1947). Paris: Vrin, 2002, pp. 41 ss.
75 Lévinas, Emmanuel. Autrement qu’être. Op. cit., p. 90.

269
Corine Pelluchon

recto, como un golpe traumatizante; respuesta imposible de convertir en


“necesidad interior”, en tendencia natural; respuesta que responde, pero
sin ningún erotismo, a un ‘llamado’ absolutamente autónomo”76. Mien-
tras que para Heidegger el estar–en–deuda es un modo de ser propio del
Dasein y la responsabilidad está ligada al hecho de ser, por la existencia
y las elecciones propias, en el fundamento de sí mismo, incluso si “el sí
mismo nunca puede llegar a ser amo de sí mismo”77, la deuda que todo
hombre tiene con respecto a su prójimo no lo conduce a éste. La deuda no
sólo lo expone al otro y lo arranca a sí mismo, sino que, además, “esta deu-
da es ‘contraída’, si se puede decir así, más acá del tiempo memorable”78.
Ella está inscrita en el propio cuerpo. No proviene, en esencia, del hecho
de que el Dasein no se haya puesto a sí mismo, y no está ligada a la his-
toria en primer lugar, a los padres y a los ancestros, sino que es el otro
nombre de la proximidad. Es en la “paciencia de la senescencia”79, en el
envejecimiento y la sensibilidad donde se articulan la proximidad y la
responsabilidad.

Los ancianos dejan ver ese sentido de la humanidad. No sólo nos mues-
tran nuestra condición, marcada por la corporalidad y por el tiempo,
sino también nuestra humanidad como fragilidad, y el sentido de di-
cha fragilidad. La temporalización o paciencia del envejecimiento no
es “una posición que se asume ante la muerte, sino una lasitud, una
exposición a la muerte, invisible, prematura, siempre violenta”. Ella
es senescencia, y no auto-presencia ni voluntad. “Es como senescen-
cia, más allá de la recuperación de la memoria, como el tiempo (per-
dido sin retorno) es diacronía y me concierne”. Esta temporalidad del
tiempo es obediencia, y no anticipación80. La vejez nos enseña que la
vida no es dominio. El “a pesar mío” o la pasividad no se descompone
en voluntad contrariada por un obstáculo, sino que es la vida, el en-
vejecimiento de la vida, “un darse que no es ni siquiera asumido por la
propia generosidad” –un darse que es sufrimiento, “la subjetividad de

76 Ibíd., p. 90.
77 Heidegger, Martin. Être et Temps. Op. cit., p. 204.
78 Lévinas, Emmanuel. Autrement qu’être. Op. cit., p. 90.
79 Ibíd., p. 90.
80 Ibíd., pp. 88-89.

270
La ética de la vulnerabilidad

sujeción del Sí mismo”, “el sufrimiento del sufrimiento, el darse últi-


mo o el sufrimiento en el darse”, “una bondad a pesar de uno mismo”,
que es lo que Lévinas llama también un Decir81. Para acompañar a la
personas de edad y responder a sus necesidades, es necesario prestar
atención a ese sentido de lo humano, a esa impotencia que es al mismo
tiempo un testimonio.

Las representaciones negativas de la vejez


Lento, dependiente, incapaz ya de hacer lo que quiera con su cuerpo y
dependiente, el anciano hace volver sobre esa pasividad esencial que
nos entrega a los otros y nos muestra a la vez nuestra pertenencia a la
humanidad, una humanidad que es una, igual, una fraternidad que va
más allá de las diferencias culturales. Esta pasividad no suele ser vivida
como responsabilidad. Y con frecuencia no es bien vivida. Sin embar-
go, al aprender a tener el deseo de dominio por lo que es, al mostrar que
hace parte de una lógica que proclama que el otro es tan libre como yo,
pero de tal modo que yo resulto ser más fuerte o más noble que él, más
inteligente e incluso más moral, la vejez pone de manifiesto una relación
con el mundo y con los otros seres vivos que es precisamente aquello que
necesitamos para construir un estar-juntos justo, en el que la compren-
sión sea sensibilidad y consideración de la diferencia. Esta relación con
el mundo está implícita en la cultura paliativa y en el acompañamiento
de las personas que se encuentran al final de la vida. Igualmente, está
presente en la mayoría de los profesionales de la salud que se encargan de
personas con discapacidades graves. No obstante, fuera del hospital o de
las unidades de cuidados paliativos, esta cultura está, por así decirlo, sus-
pendida. La ética de la autonomía y los clichés que divulgan valores de
productividad, así como la primacía de la libertad y la concepción de la
existencia como apropiación de sí, se resisten a desaparecer. Por ello, las
personas de edad siguen siendo particularmente vulnerables en nuestra
sociedad, la cual dispone de instituciones públicas que hacen alarde de
los valores de la hospitalidad y la solicitud.

81 Ibíd., p. 92.

271
Corine Pelluchon

Las representaciones negativas de la vejez no sólo son contrarias a aquello


de lo que dan testimonio el acompañamiento de las personas al final de
la vida y la cultura paliativa promovida por los espacios éticos y relativa-
mente presente en los hospitales franceses. Estas concepciones negativas
de la vejez y de la discapacidad constituyen, aún más que la negación de la
muerte, un obstáculo epistemológico para la difusión de la cultura paliati-
va entre los profesionales de la salud e incluso entre las personas de edad.
Ellas hacen imposible dicho acompañamiento en la medida en que las
personas de edad, que suelen ser reconfortadas por sus familias y aun por
ciertos voluntarios, se convencen de que la enfermedad o, en su ausencia, y
la vejez son indignas y que sería mejor “ponerles fin”. El modo en que estas
personas interiorizan las representaciones negativas de la vejez y sienten
la dependencia y la discapacidad como humillaciones explica un buen
número de las peticiones de muerte. También explica la dificultad que tie-
nen los profesionales de la salud para responder a las “pro-vocaciones” de
ciertos pacientes que se encuentran en un estado de auto-conmiseración.
Estas representaciones negativas de la vejez ilustran un desprecio por la
vida que impide la integración de los ancianos y, en términos generales,
de todos aquellos que no son productivos o no gozan de buena salud. Sólo
una relación diferente con el ser podría ayudar a las personas de edad y a
todos los seres humanos a vivir mejor. Para romper ese círculo vicioso, con-
viene deconstruir la ética de la autonomía que se encuentra en el origen de
dichas representaciones y obstaculiza un cambio de paradigma del que la
ética de la vulnerabilidad constituye una etapa esencial.

Un ejemplo ilustra el peso de esas representaciones negativas sobre los que


se suele llamar el “estado psicológico” del enfermo. Comúnmente, los psi-
cólogos consideran que la desmotivación y la depresión son consecuencias
de la enfermedad misma o el reflejo de antiguos temores cuyos rastros se
encuentran en la historia del paciente. Ahora bien, más allá de controlar el
dolor y de proporcionar soluciones que brinden bienestar a las personas de
edad, ya sea que se encuentren o no al final de la vida, es importante eva-
luar los efectos perversos generados por la representaciones negativas de
la vejez y los clichés provenientes de la ética de la autonomía. Ese trabajo
constituye el aporte del filósofo a la atención brindada a las personas de
edad e incluso a quienes se encuentran al final de la vida.

272
La ética de la vulnerabilidad

El 23 de octubre de 2007, me encontraba en la unidad móvil de cuida-


dos paliativos de la Pitié–Salpêtrière. La Dra. Michèle Lévy–Soussan ha-
bía aceptado que yo asistiera a una entrevista con un paciente. Quentin,
un joven interno que se dedicaba a la geriatría, también estaba presente.
Debíamos recibir a R…, un hombre de 78 años que padecía un cáncer de
estómago que se había generalizado. R… venía a consulta por sus dolo-
res. El tratamiento que recibía ya no lo aliviaba. Sentía dolor en el lugar
donde había sido operado y sufría de vértigos. Esos vértigos, que sobre-
venían de modo repentino, lo aterrorizaban. “Estoy relativamente bien
y, de repente, aparece como un velo delante de mí. Ya no puedo hablar
ni seguir una conversación. Es terrible. Tengo que acostarme”. “En esos
momentos, me pide auxilio”, dice su esposa, “está como perdido”. Al inicio
de la entrevista, R… había pedido una manta porque tenía frío. Durante la
conversación le dieron escalofríos. Media hora más tarde sentía oleadas
de calor y ni siquiera soportaba su chaqueta. Estaba absolutamente ate-
rrado por la aparición repentina del dolor, unas veces punzante, y otras
veces violenta como una puñalada.

Aparte de los momentos en los que casi perdía el conocimiento, este


hombre estaba en todo su juicio y se expresaba muy bien. Su esposa, una
antigua enfermera, era muy atenta. No le recordaba todo el tiempo su
condición de enfermo, pero parecía desarmada, y guardaba silencio cada
vez que él empezaba: “Estoy viejo, no sirvo para nada, sólo soy bueno para
que me tiren a la basura”. Hablaba y luego lloraba. La Dra. Lévy–Soussan
le explicaba su estrategia para combatir el dolor y evitar los vértigos, li-
gados sin duda a la combinación de varios medicamentos y al hecho de
que, al estar siguiendo un tratamiento para su diabetes, su tasa de insu-
lina debía variar, provocando dichos síntomas. Michèle les explicó con
mucha claridad la posología que se debía seguir, les informó que había
decidido reducir los medicamentos a la mitad y precisó por qué había
preferido suprimir uno y no el otro. Retomó el tema del tratamiento para
la diabetes y le dio a R… toda la información relativa a su estado, indican-
do a su esposa los números telefónicos de un médico cercano a su casa
que podría remplazar al que le hacía seguimiento hasta ahora y que se
había mudado. R… estaba de acuerdo, pero seguía quejándose. Luego, se
puso a llorar de nuevo. Se habló de recetarle antidepresivos. Su esposa

273
Corine Pelluchon

estuvo de acuerdo. Ella habló de la vida pasada de su esposo. Él había di-


rigido una empresa que fabricaba piezas de repuesto para aviones y para
la industria aeronáutica. Había viajado por todo el mundo. “Ahora, todo
eso se acabó”, dijo la esposa de R… con un gesto de la mano que expresaba
pesar y resignación. ¿Pero, ustedes tienen nietos que vienen a verlos?, pre-
guntó la Dra. Lévy-Soussan. “Sí, vendrán esta tarde”, respondió la mujer
del enfermo. Michèle se ausentó durante un cuarto de hora para llamar a
la oficina de secretaría del cirujano que lo había operado y pedir un taxi
que viniera a recoger a la pareja. La entrevista había durado más de una
hora. Yo me quedé sola con el enfermo, su esposa y el interno. Se nos in-
formó que el taxi tardaría al menos veinte minutos.

“No pensé que terminaría mi vida en semejante estado de degradación. Es


un final de vida triste para mí y para mis seres queridos”. Y un poco más
tarde: “Lo que me gustaría es que se le ponga fin a esto rápido y sin dolor”.
Quentin volvía a hablar del tratamiento para tranquilizar al enfermo.
Se dirigía a él con mucha solicitud, repitiendo lo que Michèle le había
explicado. De vez en cuando me miraba. No me animaba a intervenir y
con su mirada parecía preguntarme qué hacía allí una filósofa. Desde el
inicio de la mañana, yo había sentido que la presencia de “alguien cuyo
trabajo no se distingue muy bien del de un psicólogo” estaba de más para
este joven que, al principio, sólo había tolerado mi presencia por respeto
a Michèle. Pero, dado que R… repetía; “Ser viejo es algo miserable” y que
Quentin bajaba la cabeza sin oponer ninguna objeción, yo decidí lanzar-
me. Sentí que tenía algo que decir a ese enfermo y que era imposible de-
jarlo ir con todas esas ideas equivocadas en la cabeza.

Me presenté hablándole de un texto en inglés sobre las virtudes de la ve-


jez. Cité un pasaje y continué con la idea de convertir la angustia ligada
a la pérdida de control de su cuerpo y a la aparición repentina del dolor
en un estado mental en el que se trata de prestar atención al momento
presente y en el que se acepta la idea de ya no controlar nada. A pesar
del interno, que me miraba con desaprobación, yo continué con mayor
ahínco: “¿Por qué dice usted que no es bueno para nada? Está repitiendo
los clichés que se oyen en todas partes: hay que ser joven, sano, producti-
vo, eficiente, autónomo. ¡Ese tipo de clichés no da ninguna oportunidad
a quienes son dependientes, a los enfermos, a las personas de edad y ni

274
La ética de la vulnerabilidad

siquiera a los discapacitados! El dolor aparece de un momento a otro, no


avisa. Hay que tomar los momentos en que no hay dolor diciéndose a
uno mismo que son instantes preciosos, que le arrebatamos. Usted tiene
miedo porque no controla las oleadas de calor. Pero eso es así. Es necesa-
rio aprender a no tener el control de nada y vivir el día a día. Vivir cada
instante”. “Es difícil”, dijo la esposa de R… “Sí, pero es necesario –respondí–.
Es más: es lo que el mundo necesita”.

R… no decía nada y me miraba a los ojos. Yo continué: “Esas virtudes –


dejar de querer controlarlo todo, vivir el día a día, viajar ligero– son las
que hace falta adquirir para envejecer bien e incluso para vivir bien. Mire
todas esas imágenes que nos hacen creer que la vida es dominio, potencia.
Nos venden eso para que seamos productivos. Pero es falso. Las personas
de edad deben dar testimonio de esa verdad, dársela a conocer a la socie-
dad. Porque ese mensaje sobre la vida es más importante que el hecho de
tenerle o no miedo a la muerte”. El interno estaba pálido. Volviéndose
hacia su marido, la esposa afirmó: “Él le tiene miedo a la muerte”. Yo se-
guí, mientras lo miraba: “Ese no es el problema. El verdadero asunto es
seguir queriéndose, incluso cuando uno tiene muchos años y ya no con-
trola su cuerpo. La mirada de los seres cercanos no es suficiente. Es ne-
cesario cambiar las propias representaciones. De tanto interiorizar todas
esas imágenes negativas de la vejez y de la discapacidad que vienen de la
ética de la autonomía, ya no uno no puede soportarse cuando envejece”.

R… seguía mirándome. Le dije que, para mí, los grandes desafíos de la


ciencia y de la tecnología y las pruebas personales por las que atravesa-
mos, cuando nuestros padres o nosotros mismos debemos enfrentar un
final de la vida difícil, nos obligan a cambiar nuestra forma de pensar y
de vivir. Le expliqué lo que había venido a hacer en la unidad móvil de
cuidados paliativos de la Pitié-Salpêtrière y le hablé de mi estadía en Es-
tados Unidos. R… me hizo preguntas sobre ese país. Se puso más animado.

Hablamos de los viajes, de la emoción que se siente al visitar otro país, co-
nocer a otras personas, de los Estados Unidos de 1960 en donde, después
de bastantes dificultades administrativas, había sido el único en vender
una pieza de repuesto a una empresa dirigida por un afrodescendiente.
“¡En esa época había una discriminación terrible!” “Eso ha cambiado”, le

275
Corine Pelluchon

respondí, antes de contestar sus preguntas sobre el sistema de salud de


Estados Unidos. Habló de su trabajo y nos contó algunas historias. De un
momento a otro, ya no era un enfermo, sino un hombre que tenía opi-
niones sobre la educación y sobre la política. Su cara se transformaba.
Había recobrado sus fuerzas desde que empezamos hablar de temas que
le interesaban y mostraban que él no podía ser reducido a su enfermedad.
Cuando Michèle vino a avisarnos que el taxi estaba estacionado a 200
metros, R… y su mujer no hicieron ninguna objeción y se marcharon a
pie, uno al lado del otro, despidiéndose con una sonrisa. Yo me quedé un
momento con Quentin para tomar un café y conversar.

Seguramente R… atravesó por otros momentos de depresión. Y, aun si lo-


gré que la opinión de Quentin sobre la filosofía cambiara, no me habría
atrevido a decir que los filósofos son necesarios en los hogares de ancianos
y en las unidades móviles de cuidados paliativos, pues es posible que mi
discurso hubiera encontrado oídos poco receptivos. Sin embargo, aquella
no fue la primera vez que constaté el efecto saludable de una forma de ver
las cosas que puede parecer paradójica a las personas que tienen buena sa-
lud, pero que agrada a los más vulnerables. El trabajo del filósofo consiste
en rectificar las imágenes negativas de la vejez cuestionando los estereo-
tipos y proponiendo una manera distinta de ver la vida. Con frecuencia,
esta manera de pensar, que supone un cierto despojo, una percepción de lo
humano más allá de los hábitos sociales, es comprendida inmediatamente
por las personas que se encuentran al final de la vida, por los ancianos e
incluso por los niños enfermos. A menudo constaté que a ellos no les mo-
lestaba el talante grave del discurso filosófico ni sus referencias. Por el con-
trario, daba la impresión de que uno les mostraba nombres y palabras para
una experiencia que ellos creían ser los únicos en vivir.

Aún son escasas las ocasiones en las que las necesidades espirituales del
enfermo hacen parte del acompañamiento que se le brinda. Esas necesi-
dades van más allá de la psicología, del tratamiento del dolor e incluso
del problema de si el enfermo debe hacer frente a la eventualidad de su
muerte en el futuro cercano. Tampoco tienen que ver únicamente con la
religión. El anciano, el hombre enfermo, o quien está paralizado, siempre
y cuando no tenga déficits cognitivos demasiado graves, necesita escu-
char que se hable de cosas diferentes de la enfermedad. Necesita de algo

276
La ética de la vulnerabilidad

que lo eleve por encima de su psicología. Es feliz cuando se le pregunta


su opinión sobre el mundo y sus asuntos. Mi encuentro con ciertos vo-
luntarios me ha convencido de la necesidad de integrar esa dimensión
en el acompañamiento de los enfermos al final de la vida y, sobre todo,
en los hospitales y en los hogares de ancianos. Hay que dar un lugar más
importante a la cultura, al arte, a la lectura82 y, en términos generales, a la
emoción83. Algunas veces me he preguntado si los voluntarios, que sue-
len ser mujeres y personas con buenas intenciones, casi maternales, no
reafirman al enfermo en la idea de que él es su enfermedad. Es muy raro
que contradigan los lamentos de las personas de edad. No es frecuente
que se opongan a la forma de pensar que constituye un obstáculo para su
bienestar y, aun si sienten mucho respeto por los ancianos y les brindan
ternura, no les proponen otra perspectiva que pueda involucrarlos en el
mundo y volverlos más activos.

La cotidianidad de los hogares de ancianos es el aburrimiento. El abu-


rrimiento y el sentimiento de no tener más que distracciones poco in-
teresantes, de no tener un alimento sustancial para la mente, de ya no
tener un corazón que palpita, son, en parte, los motivos de la depresión de

82 No obstante, existen profesionales de la salud y asociaciones como “Cœur en fête”


[“Corazón en fiesta”] en París o “Se Canto” que hacen notables esfuerzos en ese sentido.
El hogar de ancianos de Hérisson, en Allier, desarrolló un proyecto de formación
del personal que se encuentra a cargo de los pacientes afectados por la enfermedad
de Alzheimer basado en la arte-terapia. Posteriormente, ese proyecto evolucionó
hacia la creación de talleres de pintura y de poesía que buscan la libre expresión y la
creatividad de los residentes. Algunos artistas plásticos pasan varios días en el hogar o
trabajan regularmente con los residentes, proporcionándoles pinceles, lienzos, etc. El
aporte de la música es muy importante, en la medida en que las personas que padecen
la enfermedad de Alzheimer conservan la memoria musical. El objetivo no consiste
únicamente en tratar a través de la música (arte-terapia), sino en suscitar emociones
en las personas de edad.
83 El personal médico de la Residencia Orpea, “La Vie continue avec nous” [“La vida
sigue con nosotros”], en Saint-Rémy-les-Chevreuses, y la Dra. Linda Benattar son una
muestra ejemplar de esta actitud de escucha y esta forma de valorar a las personas
de edad, incluidas las que sufren de demencia. La preparación de las comidas,
las actividades artísticas y la presencia de animales de compañía, pero también el
hecho de dar responsabilidades a los residentes, algunos de los cuales manejan un
restaurante dentro de la residencia, evitan que las personas de edad, que en muchos
otros hogares comen solas en su habitación frente a su bandeja de comida, se aíslen y
se encierren en sí mismas.

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Corine Pelluchon

las personas de edad. La pobreza de los intercambios con los otros hués-
pedes, a veces dementes, la vacuidad de la mayoría de los programas de
televisión y la focalización de los cuidadores en los problemas de salud
y de higiene no ayudan a las personas cuya vida termina en un hogar de
ancianos a dejar de estar encerradas en sus penas pasadas o a evitar una
preocupación exagerada por la felicidad, el éxito y los problemas de sus
hijos y nietos. Los años que transcurren entre la llegada al hogar de ancia-
nos y la aparición de la demencia suelen ser los más difíciles. La persona
no tiene espacio para tener un mundo propio. No tiene la posibilidad de
continuar desarrollándose y creciendo. Los cuidados médicos y la aten-
ción psicológica no son suficientes. Pueden servir para reparar la psique
y eventualmente preparan a la persona para ir superando las diferentes
etapas y aceptar la vejez y la muerte, pero no la alimentan. Es como si se
le explicara a alguien cómo manejar pero nunca se le diera un automóvil.
La persona se queda allí con su saber, sus buenas decisiones, una idea
relativamente clara acerca de lo que hay que hacer para estar mejor, pero
nunca puede hacer nada ni llega a estar mejor.

Así como la ética de la vulnerabilidad exige la deconstrucción de la ética


de la autonomía, un acompañamiento adecuado y efectivo de los enfer-
mos y de las personas de edad exige una rectificación de las representa-
ciones negativas de la vejez y de la discapacidad. Ese trabajo filosófico
permite proponer ciertas medidas concretas que van desde la formación
de los profesionales de la salud hasta la integración de la dimensión espi-
ritual y cultural del acompañamiento. Igualmente, éste va de la mano de
la promoción de una política que dé muestras de una cierta concepción
de la justicia. No sólo la ética de la vulnerabilidad que se opone a la onto-
logía del cuidado es una ética de la justicia, sino que, además, trae consigo
una cierta política. Si el Dasein es pensado como exposición al otro, debi-
do a su sensibilidad, por ello mismo le concierne la instauración de insti-
tuciones justas. Esa idea constituye el tránsito de Lévinas a Ricœur. Este
último le responde a Heidegger oponiéndose a su definición del mundo
público como decadencia y no–verdad. Y, a la vez que conserva el marco
de esta parte consagrada a la elaboración de un nuevo paradigma, nos
permite pasar de la ética como filosofía primera a la filosofía política.

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