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Hace casi exactamente 31 años - el domingo 10 de junio de 1990-,

un outsider de origen japonés sorprendía imponiéndose al


candidato que había liderado durante un par de años la intención de
voto en Perú, el multipremiado literato Mario Vargas Llosa. Aupado
sobre el derrotado aprismo e Izquierda Unida, dio vuelta el resultado
de la primera vuelta en el balotaje. Pocos presagiaban que poco
después Alberto Fujimori Pando aparcaría sus promesas a los
partidos políticos de izquierda, implementando un programa de
“shock” neoliberal, y menos que, al no ser apoyado por el Congreso
bicameral dominado por sus adversarios, decidiría asestar un
autogolpe de Estado el 5 de abril de 1992.
Se iniciaba el Fujimorato, el fin del sistema de partidos, y una
historia de autoritarismo que unió Fuerzas Armadas, empresariado
(trans)nacional y sectores pauperizados que recibirían gasto público
focalizado, típica alianza neopopulista de “arriba y abajo”. Dicho
experimento sería observado en primera fila por su joven hija Keiko,
sobre todo al asumir las funciones de Primera Dama luego de la
separación matrimonial de sus padres en 1994. Algunas décadas
más tarde el apellido Fujimori ya no es nuevo en la política peruana,
y paradójicamente pasó a ocupar la misma posición que Vargas
Llosa en 1990: la elegida del establishment para preservar el
modelo político económico amenazado por un maestro de primaria
y líder sindicalista, Pedro Castillo, cuyo único punto en común con
la candidata es compartir un pronunciado conservadurismo moral
respecto a la sociedad. Aunque no se trata de un político
desconocido, lideró la huelga nacional de su gremio en 2017,
Castillo no figuraba en las cuentas de los medios tradicionales, sin
embargo, a punta de las arengas antisistema y de exponer las
heridas del mundo andino rural, se hizo un espacio en la principal
competencia política. 
Desde que Alberto Fujimori dejara el poder hace 2 decenios, el eje
fujimorismo-antifujimorismo galvanizó de alguna manera cada una
de las cuatro elecciones presidenciales. Desde luego, el triunfo de
Alejandro Toledo en 2001, o en las segundas vueltas de 2011 o
2016, en que contendió Keiko Fujimori sin obtener la consagración
de las urnas. Lo primero que se constata entonces es que el
referido clivaje conflictual perdió cierto fuelle –aunque no
completamente– y que Keiko, en un escenario de alta criticidad
como este, lejos de ser una aparecida reciente, pasó a ser
concebida como “una de las nuestras” tanto para la rancia
aristocracia limeña como para sectores emergentes de las
modernas urbes de la costa peruana.

Su propuesta minimalista es la corrección del chorreo mediante un


mejor reparto con aire clientelístico. En cambio, el fantasma del
comunismo –que en la narrativa fujimorista representaría su
contrincante–, fue el antídoto esgrimido contra los anticuerpos que
despertaba Keiko por llevar la carga heredada de su apellido, y aún
más los déficits de credibilidad que supone por el derivado del caso
Lava Jato levantado por los fiscales del Ministerio Público Vela y
Pérez, que la involucran en dicho caso. Una bomba de tiempo en la
eventualidad de llegar a dirigir los destinos del Perú, si atendemos
la recurrente práctica del Congreso peruano de declarar la vacancia
por incapacidad moral.

Y aunque es de uso común la elección del “mal menor”, pocas


como la de ayer en Perú. Ante la previa posición escéptica de una
política visualizada como corrupta por la ciudadanía peruana,
cuajada por el espectro de una pandemia que está golpeando con
particular fuerza al Perú (180 mil muertos, decrecimiento de 11% en
2020 y sectores cada vez más precarizados), los electores se
inclinaron por la opción “menos dañina”, aquella que menor miedo
les trasmitiera, concurriendo la phobia como elemento decisivo del
rito electoral. De esta manera, ambas fórmulas presidenciales
poseían un núcleo antivoto que fue agitado con fuerza contra la
alternativa a presidir el Ejecutivo. La cuestión es que las dos
opciones recogieron casi la mitad del padrón electoral que votó,
despuntando el indeseado esquema del empate catastrófico.

Como ha sido la tónica de los últimos meses, la noche de ayer


comenzó con dudas cuando el primer sondeo de boca de urna
apuntó casi a una paridad en las preferencias, con -0,6% de
diferencia a favor de la Keiko. Más tarde otro ejercicio prospectivo
revirtió los resultados hacia Castillo, con apenas -0,4% sobre su
contrincante. Conocidos estos primeros conteos rápidos, las
miradas del interior del país se voltearon con desconfianza a la
Oficina Nacional de Procesos Electorales (ONPE), y los ronderos en
Cajamarca, cercanos al candidato Castillo por su actividad de
vigilantismo (ciudadanos organizados contra la criminalidad común),
manifestaron su intención de llegar hasta Lima para exigir la
revisión de los resultados si no eran afines a su candidato,
olvidando que los votos de zonas apartadas siempre tardan en
procesarse. Es que con un margen electoral tan estrecho crece la
sensación de despojo por parte de quien pierde.

Lo único que se confirma es la profunda fractura que experimenta el


vecino país entre dos candidaturas en las antípodas. Porque, más
allá de la instalación de la posibilidad de fraude, parece evidente
que existe una división entre las 2 o 3 regiones más pobladas de
Perú y el resto del país, como en Cusco, Puno o Huancavelica,
lugares donde Castillo recabó alrededor del 85% del favoritismo. Lo
que quiere decir que en Perú no todos aspiran ni sueñan con lo
mismo, ni tampoco tienen los mismos fantasmas. A lo anterior hay
que agregar otro factor a tener en cuenta, el voto de los
“suyos” exteriores. Cerca de 783 mil votos fueron emitidos en el
extranjero, de los cuales un porcentaje relevante aparentemente se
habría deslindado por Keiko. Solo en Chile, 70% de los residentes
peruanos optaron por la candidata, con apenas un 24% a favor del
profesor Castillo. Y con poco más del 90% de los votos escrutados,
la distancia del sufragio es apenas de 100 mil votos a favor de
Fujimori, menos del 1%.

En cualquier caso, si no se reconocen los resultados desde las


provincias, la ilegitimidad será un grito del Perú Profundo de la
Sierra y la Selva, a lo que habría que agregar la escasa sintonía de
Keiko con “la calle” que protagonizó la revuelta contra la vacancia
de Vizcarra y la designación de Manuel Merino por el Congreso en
noviembre de 2020, la denominada generación del Bicentenario que
grita una regeneración política. En el caso de que Pedro Castillo se
imponga, tampoco hay certezas, particularmente con un equipo
poco cohesionado, con una izquierda progresista proveniente de la
ex andidata Veronika Mendoza recién incorporándose, y un
programa de Gobierno que representa mejor al marxismo-
leninismo-mariateguista del jefe de Perú Libre, Vladimir Cerrón, que
al aspirante a la Presidencia. Pero aun así las propuestas de
Castillo acerca de la sustitución de importaciones, o el cambio
constitucional y de la Defensoría del Pueblo –por citar algunas–
parecen ser más el reflejó de su improvisación voluntarista antes
que de la reflexión conjunta y colectiva del sector que representa.

No es misterio, entonces, que la recomposición de la unidad


nacional peruana será una tarea extremadamente compleja para el
próximo gobierno, que está claro no tendrá mayoría en el
unicameral (37 corresponden a Perú Libre de Castillo y 24 a Fuerza
Popular de Keiko Fujimori, de un total de 130 escaños), por lo que
el ejercicio de la negociación política será clave para sacar adelante
cualquier agenda. 

En otras palabras, cualquiera sea el resultado, incertidumbre e


inestabilidad parecen haber llegado para quedarse en Perú y ese
escenario no se modificará sustancialmente con el arribo de nuevos
residentes al Palacio Pizarro, y ni siquiera con la designación del
Premier del consejo de Ministros alrededor del 28 de julio próximo.
Un país partido en casi dos mitades, que miran con desconfianza
absoluta a la otra parte, y un Congreso tan fragmentado, no son
buenos augurios. Es que no es lo mismo ganar las elecciones que
ganar el poder. Por lo visto en Perú sigue el final abierto.

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