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DIVAGANDO SOBRE EL UNIVERSO Y LOS SERES HUMANOS

Las criaturas que presencien la extinción del Sol dentro de unos seis mil
millones de años no serán humanas, serán tan diferentes de nosotros como
nosotros lo somos de los insectos. La “evolución poshumana” podría
alargarse tanto como la “evolución darwiniana” de la que procedemos y, lo
que es más fascinante, se trasladará hasta mucho más allá de la Tierra, incluso
hasta las estrellas.

Esta conclusión es evidente si pensamos que la evolución futura no se dará en


la escala temporal de millones de años propia de la selección darwiniana, sino
a un ritmo mucho más acelerado, producto de la modificación genética y los
avances en “inteligencia artificial”.
Los largos periodos de tiempo de nuestro pasado evolutivo son ahora parte
del saber común, pero el “lejano horizonte temporal” que se extiende ante
nosotros, aunque conocido por los astrónomos, no ha calado en nuestra
cultura de la misma manera.

La Tierra existe desde hace 45 millones de siglos y deben transcurrir unos mil
millones de años para que el continuo aumento de brillo del Sol extinga la
biosfera y, únicamente, la vida biológica que sea capaz de adaptarse a esas
condiciones extremas, con los océanos evaporados, sobrevivirá un poco más
como “organismos extremófilos”. Al planeta, aún le quedarán varios miles de
millones de años más hasta su total extinción.
No obstante, incluso con esta perspectiva temporal, el siglo actual es único.
Puede que sea el primero en el que se establezcan “colonias” con seres
humanos formando comunidades en lugares distantes de la Tierra. También en
el que quizás se creen “inteligencias artificiales” que sobrepasen nuestras
capacidades y logren tener hijos mediante bioingeniería:

Ilustración de matrices artificiales

Llevamos casi medio siglo tomando fotografías de la Tierra desde el espacio.


Del “leve punto azul pálido” con que Carl Sagan la caracterizó:
        La Tierra y la Luna observadas por la sonda Cassini desde el interior de los anillos de
Saturno.

En ellas se ve como su frágil biosfera contrasta con el estéril paisaje lunar que
pisaron los astronautas:
Estas fotos se han vuelto icónicas, pero supongamos que unos hipotéticos
alienígenas llevaran viendo la Tierra desde que existe: ¿qué habrían visto?
Durante casi toda esa inmensidad de tiempo de 4.500 millones de años, el
aspecto de la Tierra habría ido cambiando de forma muy gradual. Los
continentes se desplazaron; la capa de hielo sobre el planeta creció y menguó;
aparecieron, evolucionaron y se extinguieron sucesivas especies. Pero
durante una mínima fracción de la historia de la Tierra, los escasos últimos
millones de años, las pautas de vegetación se alteraron a mucha mayor
velocidad. Esto señaló el comienzo de la agricultura. El ritmo de los cambios
se aceleraba a medida que crecían los asentamientos humanos. La “huella” de
la humanidad se hizo cada vez cada vez mayor porque nuestra especie
comenzó a exigir cada vez más recursos y cada vez fue haciéndose mayor su
número. En un intervalo de cincuenta años, el dióxido de carbono en la
atmósfera se ha incrementado de un modo anormalmente rápido. Y ha
ocurrido algo más que tampoco tenía precedentes: vehículos espaciales
lanzados desde la superficie del planeta han abandonado por completo la
biosfera, algunos para orbitar alrededor de la Tierra, otros han viajado hasta la
Luna, los asteroides y otras “lunas” y planetas.

Pues bien, se ha presentado una iniciativa para tratar de localizar estas


“supuestas civilizaciones extraterrestres” que pudieran estar observándonos.
René Heller, astrónomo del Instituto Max Planck para la Investigación del
Sistema Solar de Gotinga, cree que la búsqueda de vida extraterrestre
inteligente debería dirigirse hacia aquellos planetas desde los cuales la Tierra
pueda verse pasando por delante del Sol. Al estudiar esos eclipses, conocidos
en jerga técnica como “tránsitos planetarios”, otras civilizaciones podrían
haber descubierto que nuestro planeta tiene una atmósfera cuya composición
química ha sido alterada por la presencia de vida. «Tendrían buenas razones
para querer contactar con nosotros, ya que nos identificarían con un planeta
habitado», razona Heller.

Junto a Ralph Pudritz, astrónomo de la Universidad McMaster en Hamilton,


calculan que, en una distancia de 1000 pársecs (1 pársec = 3´26 años luz),
debería de haber unas 10.000 estrellas con capacidad para albergar mundos
con tales características. Los investigadores abogan por que las futuras
búsquedas de vida inteligente, como el proyecto Breakthrough Listen (un
programa de 100 millones de dólares anunciado hace poco por el filántropo
ruso Yuri Milner), se centren en tales estrellas, situadas en la región que
resulta de extender el plano del sistema solar hacia nuestro entorno galáctico.
Por ahora, el proyecto Breakthrough Listen no tiene previsto estudiar esa
región del espacio, sino el centro y el plano galácticos, así como en otras
franjas del cielo.

La zona del espacio desde la que la que la Tierra podría verse transitando por
delante del Sol conforma un disco relativamente estrecho. Dicho disco resulta
más fino aún si se restringe a aquellas posiciones desde las que nuestro
planeta se vería pasar por delante del Sol a una distancia de su centro inferior
a la mitad del radio aparente de la estrella. Tales condiciones deberían
asegurar un tránsito fácil de estudiar para una civilización extraterrestre que
dispusiera de un instrumento como la sonda Kepler.
En dicha zona, y a una distancia de 1000 pársecs o menos, Heller y Pudritz han
hallado por el momento un total de 82 estrellas similares al Sol. La cifra
procede de los datos obtenidos en su día por el satélite Hipparcos, un antiguo
proyecto de la ESA. Sin embargo, los astrónomos aún no han descubierto
todas las estrellas localizadas en la región. Al extrapolar los datos disponibles,
Heller y Pudritz auguran que esta debería contener unas 10.000 estrellas.
Heller sostiene que, si esos astros albergasen planetas y si en alguno de ellos
habitase una civilización extraterrestre, hace tiempo que esta podría habernos
localizado y comenzado a enviarnos señales.

De los astros conocidos en esa zona del espacio, uno de los más cercanos es
la “estrella de Van Maanen”, una enana blanca (una estrella muerta) situada a
tan solo 4 pársecs de distancia. Dicho astro podría tener o no planetas
orbitando a su alrededor; pero, en caso de tenerlos, serían sin duda un lugar
de primera fila para estudiar la Tierra. «Si una civilización hubiese sobrevivido
a la muerte de la estrella, podrían vernos transitando nuestro propio Sol»,
apunta Heller.
En 2010, la Batería de Telescopios Allen, en Carolina del Norte, estuvo
buscando durante cuatro días señales procedentes de la zona del espacio
directamente opuesta al Sol, explica Seth Shostak, astrónomo del Instituto
SETI, un centro de Mountain View dedicado a la búsqueda de inteligencia
extraterrestre. El objetivo de aquel rastreo era comprobar si una civilización
alienígena podría estar enviando señales que llegasen a nuestro planeta en los
momentos en que, para sus habitantes, la Tierra cruzase por delante del Sol.
Pero aquella búsqueda resultó infructuosa, y por ahora no hay planes de
retomarla. Una vez más la “paradoja de Fermi” ha impuesto su ley.
(Recuerden, Enrico Fermi en 1950 expresaba: Si los extraterrestres son tan
abundantes como algunos dicen, ¿dónde están? ¿No debería ser obvia su
presencia?
A lo largo de la historia de nuestra galaxia, cientos de estrellas como el Sol
han consumido su combustible y han terminado sus días como “gigantes
rojas” o como “enanas blancas”. Si hubieran abundado las civilizaciones en
dichas estrellas, ¿a dónde habrían ido a parar? ¿se conformaron con
extinguirse?

Toda forma de vida terrestre y también cualquier proceso bioquímico


extraterrestre imaginable depende de elementos más pesados que el
hidrógeno y el helio, sobre todo del carbono, del nitrógeno y del oxígeno, los
cuales, producto de reacciones nucleares en las estrellas, se han ido
acumulando progresivamente en el “medio interestelar” en el que se forman
las nuevas estrellas y planetas. Sus concentraciones fueron más reducidas en
el pasado, puede que demasiado bajas para que surgiese la vida. ¿Se
necesitaría una segunda o tercera generación estelar para que los procesos
necesarios para la vida se iniciaran?

El Sol cuenta, para su edad, con una relativa abundancia de tales elementos en
comparación con otras estrellas de nuestra región galáctica. No cabe, por ello,
excluir que nuestro sistema solar fuese, por casualidad, el que arrancase “en
cabeza” de la carrera del “origen” y la “evolución” de la vida.

En teoría la “colonización de una galaxia” no llevaría tanto tiempo como


pudiera pensarse. En el siguiente modelo los colonizadores iniciarían el
proceso enviando “colonos” a dos estrellas próximas, viaje que podría durar,
con la tecnología adecuada, unos cien años. Transcurridos cuatro siglos más
para asentarse, cada “colonia” enviaría, por su cuenta, dos nuevas
expediciones y así sucesivamente:
Al cabo de 10.000 años nuestros descendientes podrían habitar todos los
sistemas estelares situados a menos de 200 años luz de distancia.
Colonizar la galaxia entera llevaría 3´75 millones de años, lo que, en términos
cósmicos, representa un instante. Bastaría con que una sola civilización
desarrollada hubiese acometido tal programa para que sus “colonias”
resultaran visibles por doquier:
Pero este argumento no es tan concluyente como pudiera parecer. Por una
parte, no se conocen las proporciones críticas mínimas de los “elementos
pesados” que puede requerir el desarrollo de la vida. Si bastara con una
décima parte de las que se encuentran en el Sol, la vida pudiera haber surgido
en torno de estrellas mucho más antiguas.

Pero, aunque en el Sol abunden esos elementos, tampoco es el único en reunir


tales condiciones. Por ejemplo, la cercana estrella 47 de la constelación de la
Osa Mayor es similar al Sol, con las mismas proporciones de elementos
pesados, pero con una edad estimada en unos siete mil millones de años.
Cualquier tipo de vida que pudiera haber surgido en ese sistema planetario se
hubiera anticipado a la nuestra en 2.500 millones de años. Muchos millones de
estrellas de antigüedad semejante y con abundancia de “elementos químicos
pesados” pueblan la galaxia, especialmente en su región central.
Por ello, es casi seguro que la evolución química de la galaxia no puede
justificar, por completo, la ausencia de señales de vida inteligente en nuestro
entorno galáctico.

La historia de la vida en la Tierra quizás nos pueda dar alguna clave más
convincente. Aquí han existido “organismos vivos unicelulares” casi desde el
principio, pero la “vida pluricelular” no apareció hasta hace unos 700 millones
de años. ¡Durante más de tres mil millones de años la Tierra estuvo habitada
únicamente por “microorganismos unicelulares”!
Un intervalo de tiempo tan grande pudiera significar que la evolución hacia un
organismo más complicado que la célula simple sea muy poco probable, de
modo que la “transición” a los “organismos pluricelulares” parece que no se
produciría más que en una reducida fracción de los millones de planetas
habitados por organismos unicelulares.
Pero, aún en el caso de que finalmente aparezcan “formas pluricelulares” en
algunos planetas que contienen vida, no por ello estas formas de vida han de
conducir a “criaturas inteligentes” y todavía menos a “civilizaciones
tecnológicas”. Como señaló Stephen Jay Gould, la evolución de la “vida
inteligente” depende de una multitud de influencias aleatorias y casualidades.
Esta situación se refleja con gran claridad, en un ejemplo que está en la mente
de todos, el fatal destino de los dinosaurios. Estos seres dominaron la Tierra
durante 140 millones de años, pero no lograron crear una “civilización
tecnológica”. Y, sin su extinción, un suceso fortuito, la historia de la evolución
hubiera sido muy diferente. ¡La evolución de la “vida inteligente” sobre la
Tierra descansa sobre un gran número de “sucesos fortuitos”, algunos de
ellos con muy pocas probabilidades de ocurrir!

En 1983, el físico Brandon Carter llegó a la conclusión de que “las


civilizaciones comparables a la nuestra, probablemente resulten
extremadamente raras, aun cuando sean corrientes en la galaxia situaciones
favorables como lo es nuestro planeta.
Si no se encuentran pruebas de otras civilizaciones de tecnología avanzada,
quizás sea la humanidad quien esté llamada a embarcarse en la “exploración”
y en la “colonización” de la galaxia.

En lo que queda de siglo, una serie de nuevas tecnologías serán


determinantes: la “biotecnología avanzada”, la “inteligencia artificial”, la
“robótica”, la “nanotecnología”… Todas ellas se desarrollan tan rápido que no
podemos predecir con seguridad ni siquiera lo que pasará cuando termine el
presente siglo. Debemos estar abiertos a avances transformadores que hoy
pueden parecernos ciencia ficción. Después de todo, el smartphone, la web y
sus derivados ya están instalados en nuestras vidas, pero habrían parecido
cosa de magia hace solo veinte años.

Sin embargo, el retraso es notable e otros aspectos tal como el relativo a la


adquisición de energía, donde las cosas han cambiado poco durante el último
siglo. Sir Charles Parsons inventó la “turbina” que lleva su nombre en 1884.
Casi toda la producción de electricidad del mundo está basada en ese invento
y las modernas turbinas no han hecho otra cosa que mejorar el concepto
original. Las turbinas que mueven los aviones son una variante (nada trivial)
de la misma idea. Desde el punto de vista de energía, o de transporte, la
novedad se había acabado allá por 1920. Lo único que hemos hecho en el
último siglo, ha sido rizar el rizo.

¿Es inevitable el avance de nuestra tecnología? No parece del todo claro. La


única forma nueva de generar energía aplicable que hemos inventado en los
últimos cien años es la “fisión nuclear” que tiene incontables detractores. La
investigación en “fusión nuclear” no ha dado hasta el momento resultados y
puede que no los dé en mucho tiempo. La energía renovable no nos llevará a
las estrellas.

Quizás enviar astronautas a Marte esté —por los pelos— al alcance de nuestra
tecnología actual, o de la tecnología que podríamos desarrollar en unas pocas
décadas, pero llegar más allá del sistema solar requiere combustibles y
tecnologías muy lejanas todavía de nuestro alcance. Las tecnologías que se
presentan como futuristas (velas espaciales, motores nucleares, hidrógeno
metálico, etc.) no nos servirían siquiera para explorar, en tiempo razonable,
nuestro entorno estelar más próximo.
Sería preciso realizar un “salto cualitativo” tanto en algunas cuestiones
científicas básicas (mejor conocimiento de la “estructura del espacio-tiempo”,
mejor conocimiento del “vacío”, etc.) como de ingeniería. 

Algunos físicos han propuesto modelos teóricos de “viajes superlumínicos” compatibles con la
“relatividad especial”. Quizás el más conocido sea el del físico mejicano Miguel Alcubierre,
consistente en una burbuja de espacio que se arruga por delante de la nave y se expande por
detrás. Sería algo así como si el futuro se acercase, cuando el objeto no se movería en realidad.
Sería el “espacio” quien realizara el trabajo.

Quizás el mejor vivero de nuevas ideas se encuentre en las “extrapolaciones”


que tantos científicos han realizado en sus escritos de ciencia ficción. Para
explorar las estrellas habría que manejar conceptos similares a “agujeros de
gusano”, “energías exóticas”, motores del “tipo Alcubierre” u otros por ahora
inimaginables, que solo con el empeño decidido de nuestra civilización podría
traducirse en una “tormenta de ideas”:
Será necesaria una tormenta de ideas

Y qué tenemos a cambio en este momento: una civilización que oscila entre la
simple, dura y pura estupidez y la grandeza. Abrimos el periódico y todo se
inunda con noticias de crisis económica cuyos orígenes son debidos a una
estupenda mezcla de imbecilidad y corrupción y la mente divaga sobre lo
mucho que tiene que cambiar antes de que sea posible hablar de viajes
interplanetarios y no digamos ya de viajes interestelares.

En cuantos países los dirigentes se parecen más a bandas organizadas


dispuestas a medrar a toda costa, completamente ignorantes de todo lo que
tenga que ver con ciencia y tecnología y de preocuparse para que el
conocimiento científico sea un emblema de sus países, que de ser personas
conocedoras del momento histórico que estamos viviendo. De cuántos
hallazgos nos han privado que pudieran haber transformado nuestra salud y
nuestra vida, de cuántos años de vida nos han privado las carencias de
recursos para la investigación que se desviaron a guerras y terrorismos, de
cuánto conocimiento hemos sido privados durante tanto tiempo.

Es cierto, que los avances en inteligencia artificial han pasado por «falsos
amaneceres» seguidos de periodos de desánimo. Ahora, no obstante, viven
una fase de euforia debida en parte a los impresionantes avances en el
denominado aprendizaje generalizado de las máquinas. DeepMind (una
pequeña empresa londinense recientemente adquirida por Google) consiguió
una hazaña notable a principios de 2016 cuando su ordenador derrotó al
campeón mundial del juego de mesa de origen chino Go.
Derrota del campeón mundial de Go por un ordenador.

Claro que hace ya veinte años que Deep Blue de IBM venció a Kaspárov,
campeón mundial de ajedrez. Pero Deep Blue había sido programado en
detalle por jugadores expertos. En cambio, la máquina jugadora de Go
aprendió absorbiendo enormes cantidades de partidas y jugando contra sí
misma una y otra vez. Ni siquiera quienes la diseñaron saben cómo toma la
máquina sus decisiones.

Los ordenadores usan métodos de «fuerza bruta» y los “avances en la


potencia de los procesadores” son los que han hecho posible el «despegue»
generalizado del aprendizaje de las máquinas. Los ordenadores aprenden a
identificar perros, gatos y rostros humanos «digiriendo» millones de
imágenes, y no de la manera en que aprenden los bebés.

Pero los avances son discontinuos. Los robots siguen siendo más torpes que
un niño a la hora de mover las piezas de un ajedrez real. No pueden anudar los
cordones de los zapatos, ni cortar a alguien las uñas de los pies. En cambio, la
tecnología de sensores, el reconocimiento de voz, las búsquedas de
información y otras están avanzando con rapidez. De momento no pueden
hacerse cargo de un trabajo manual (de hecho, la fontanería y la jardinería
estarán entre los trabajos más difíciles de automatizar), pero sí asumir tareas
administrativas rutinarias (traspasos de titularidad de propiedades y cosas por
el estilo), diagnósticos médicos e incluso operaciones quirúrgicas.

La gran pregunta social y económica es: ¿será esta “segunda era de las
máquinas” similar a otras revoluciones tecnológicas anteriores, como el
invento del automóvil, por ejemplo, y creará tantos empleos como destruye?
¿Es diferente esta vez?
Si los robots llegaran a ser menos torpes y limitados, acabarían por observar,
interpretar y alterar su entorno tan eficazmente como nosotros. Entonces
serían considerados, y con motivo, seres inteligentes, con los que podríamos
relacionarnos.
Como indicación de la brecha que aún queda por salvar, el “ordenador jugador
de Go”, consumiría varios cientos de kilovatios durante una partida. El cerebro
del campeón humano, que, desde luego, puede hacer muchas otras cosas
aparte de jugar a un juego, consume unos 30 vatios, más o menos lo que una
bombilla.
Sea como fuere, es muy probable que, antes de que termine este siglo, robots
autónomos hayan transformado la sociedad, aunque todavía no exista
consenso sobre si serán “sabios tontos” o tendrán ya “habilidades
sobrehumanas” y una vez que las máquinas superaran las capacidades
humanas, ellas mismas podrían diseñar y crear una nueva generación de
robots aún más inteligentes, así como una serie de constructores robóticos
con capacidad de transformar el mundo físicamente.

Algunos como Ray Kurzweil, quien actualmente trabaja como jefe de ingeniería
en Google, predicen que las máquinas inteligentes «tomarán el relevo» en un
plazo de cincuenta años, desencadenando una transformación global: la
denominada “singularidad tecnológica”. Para que esto suceda, no basta con
potentes procesadores; los ordenadores precisarán sensores que les permitan
ver y oír como nosotros, y el software adecuado para procesar e interpretar lo
que les transmiten dichos sensores. Kurzweil cree que los humanos podrían
trascender la biología, fusionándose con ordenadores. Las discrepancias se
centran básicamente en la escala temporal, es decir, en la velocidad de
progreso, no en su dirección. Algunos creen que habrá una “eclosión de
inteligencia” durante este siglo. Otros opinan que estas transformaciones
pueden demorarse siglos. Pero varios siglos son un instante comparados con
la escala temporal de la “selección darwiniana“  que condujo al nacimiento de
la humanidad.

Existen límites químicos y metabólicos en cuanto al tamaño y el poder de


procesamiento del hardware de nuestro cerebro orgánico. Es posible que los
humanos estemos ya cerca de alcanzar nuestros límites. En cambio, los
ordenadores carecen de dichas limitaciones (y los “ordenadores cuánticos”
quizás aún menos). Para ellos, el potencial de desarrollo podría ser tan
asombroso como lo fue la evolución de los humanos a partir de organismos
unicelulares. Sea cual sea la definición que demos de “pensamiento”, la
cantidad e intensidad de la actividad de la que son capaces los cerebros
orgánicos de tipo humano quedará completamente eclipsada por la actividad
mental de la “inteligencia artificial”. Es más, la evolución hacia una
complejidad cada vez mayor se dará a una “escala de tiempo tecnológica”,
mucho más veloz que la lenta “selección darwiniana” que ha marcado la
evolución en la Tierra hasta ahora.

Estos intelectos posthumanos desarrollarán conocimientos tan alejados de


nuestra imaginación como lo está la “teoría de cuerdas” para un ratón. Estas
consideraciones tienen efectos transformadores en nuestra percepción de la
importancia cósmica de la Tierra. Aun cuando la vida inteligente fuera privativa
de la Tierra, no hay que concluir por ello que se trate de una insignificancia en
la inmensidad del cosmos. Eso nos puede parecer hoy, pero en los cientos de
millones de años que quedan por delante las especies posthumanas o las
máquinas creadas por ellas tendrían tiempo de sobra para extenderse por toda
la galaxia.

La historia de la civilización tecnológica humana, hasta ahora, se mide en


siglos, y puede que en solo unos pocos siglos más los humanos hayan sido
superados o trascendidos por una inteligencia inorgánica. Y lo más importante
es que esta inteligencia inorgánica podría perdurar y evolucionar a lo largo de
cientos de millones de años. Si este es el modelo que sigue cualquier
civilización tecnológica en el universo, lo más probable es que una señal
extraterrestre no nos llegue de una forma de vida orgánica o biológica. Es
decir, no de una “civilización extraterrestre”, sino de “inteligencias artificiales”
inmensamente complejas y potentes. En particular, la costumbre de referirnos
a “civilizaciones extraterrestres” puede resultar restrictiva. Una “civilización”
implica una sociedad de individuos. Por el contrario, los extraterrestres
podrían ser una única “inteligencia integrada”.
Inteligencia artificial

Existe la posibilidad de que la “compleja biosfera” de la Tierra sea algo único.


Pero esto no relega la vida a un papel secundario desde el punto de vista
cósmico. La evolución no ha hecho más que empezar. Nuestro sistema solar
ha alcanzado aproximadamente la mitad de su ciclo y, si la especie humana
consigue no autodestruirse, la “era potshumana” acabará llegando. Entidades
inteligentes, descendientes de la vida en la Tierra, podrían desplegarse por
toda la galaxia, evolucionando hacia seres tan complejos que ni tan siquiera
podemos concebirlos.

 De ser así, nuestro pequeño planeta, este “punto azul pálido” flotando en el
espacio, podría ser el lugar más importante de toda la galaxia, y los primeros
viajeros interestelares que partan de él tendrán una misión cuyas
consecuencias resonarían en toda la galaxia e incluso más allá.

El espacio y el tiempo pueden tener una estructura tan intrincada como la


fauna de un ecosistema complejo, pero a una escala que queda fuera del
alcance de nuestra capacidad de observación actual. Nuestro actual concepto
de realidad física podría ser tan limitado en relación al todo como la
perspectiva que tuviera de la Tierra un plancton cuyo «universo» cabe en una
cucharada de agua.
Recreación de una hipotética urdimbre espacio-temporal

Y eso no es todo. Falta el final inesperado. La inteligencia posthumana (en


forma orgánica o de artefactos que evolucionan autónomamente) desarrollará
“hiperordenadores” con una potencia de procesamiento capaz de simular
seres vivos, incluso mundos enteros. Tal vez seres avanzados puedan
aprovecharlo y superar con creces los mejores “efectos especiales” de las
películas o de los juegos de ordenador hasta el punto de replicar la totalidad
de un universo tan complejo como el que creemos habitar. Puede que ya
existan superinteligencias de este en algún lugar del multiverso, en universos
más antiguos que el nuestro, o más idóneos. ¿Qué harían estas
superinteligencias con sus hiperordenadores? Podrían crear “universos
virtuales” en número muy superior a los “reales”. Así que tal vez seamos “vida
artificial”, simulada en un universo virtual. Este concepto abre la posibilidad
de un nuevo tipo de “viaje virtual en el tiempo”, porque los seres avanzados
que creen la “simulación” podrían, en efecto, recrear el pasado. No se trata de
un “bucle temporal relativista” en el sentido tradicional, sino una
reconstrucción del pasado que permitiría a seres avanzados explorar su
historia.
Posibilidades que en su día pertenecían al campo de la ciencia ficción suscitan
hoy un debate científico serio.

Fuentes: “La locura del cromagnon” de J.J. Gómez Cárdenas; “¿Qué fue de …
superar la velocidad de la luz?” de Javier Yanes; “¿Y si una civilización
alienígena estuviese estudiando nuestro planeta?” de Alexandra Witze;
“Dónde están? de Ian Crawford; “Viajes interestelares y poshumanos” de
Martin Rees.

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