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Las criaturas que presencien la extinción del Sol dentro de unos seis mil
millones de años no serán humanas, serán tan diferentes de nosotros como
nosotros lo somos de los insectos. La “evolución poshumana” podría
alargarse tanto como la “evolución darwiniana” de la que procedemos y, lo
que es más fascinante, se trasladará hasta mucho más allá de la Tierra, incluso
hasta las estrellas.
La Tierra existe desde hace 45 millones de siglos y deben transcurrir unos mil
millones de años para que el continuo aumento de brillo del Sol extinga la
biosfera y, únicamente, la vida biológica que sea capaz de adaptarse a esas
condiciones extremas, con los océanos evaporados, sobrevivirá un poco más
como “organismos extremófilos”. Al planeta, aún le quedarán varios miles de
millones de años más hasta su total extinción.
No obstante, incluso con esta perspectiva temporal, el siglo actual es único.
Puede que sea el primero en el que se establezcan “colonias” con seres
humanos formando comunidades en lugares distantes de la Tierra. También en
el que quizás se creen “inteligencias artificiales” que sobrepasen nuestras
capacidades y logren tener hijos mediante bioingeniería:
En ellas se ve como su frágil biosfera contrasta con el estéril paisaje lunar que
pisaron los astronautas:
Estas fotos se han vuelto icónicas, pero supongamos que unos hipotéticos
alienígenas llevaran viendo la Tierra desde que existe: ¿qué habrían visto?
Durante casi toda esa inmensidad de tiempo de 4.500 millones de años, el
aspecto de la Tierra habría ido cambiando de forma muy gradual. Los
continentes se desplazaron; la capa de hielo sobre el planeta creció y menguó;
aparecieron, evolucionaron y se extinguieron sucesivas especies. Pero
durante una mínima fracción de la historia de la Tierra, los escasos últimos
millones de años, las pautas de vegetación se alteraron a mucha mayor
velocidad. Esto señaló el comienzo de la agricultura. El ritmo de los cambios
se aceleraba a medida que crecían los asentamientos humanos. La “huella” de
la humanidad se hizo cada vez cada vez mayor porque nuestra especie
comenzó a exigir cada vez más recursos y cada vez fue haciéndose mayor su
número. En un intervalo de cincuenta años, el dióxido de carbono en la
atmósfera se ha incrementado de un modo anormalmente rápido. Y ha
ocurrido algo más que tampoco tenía precedentes: vehículos espaciales
lanzados desde la superficie del planeta han abandonado por completo la
biosfera, algunos para orbitar alrededor de la Tierra, otros han viajado hasta la
Luna, los asteroides y otras “lunas” y planetas.
La zona del espacio desde la que la que la Tierra podría verse transitando por
delante del Sol conforma un disco relativamente estrecho. Dicho disco resulta
más fino aún si se restringe a aquellas posiciones desde las que nuestro
planeta se vería pasar por delante del Sol a una distancia de su centro inferior
a la mitad del radio aparente de la estrella. Tales condiciones deberían
asegurar un tránsito fácil de estudiar para una civilización extraterrestre que
dispusiera de un instrumento como la sonda Kepler.
En dicha zona, y a una distancia de 1000 pársecs o menos, Heller y Pudritz han
hallado por el momento un total de 82 estrellas similares al Sol. La cifra
procede de los datos obtenidos en su día por el satélite Hipparcos, un antiguo
proyecto de la ESA. Sin embargo, los astrónomos aún no han descubierto
todas las estrellas localizadas en la región. Al extrapolar los datos disponibles,
Heller y Pudritz auguran que esta debería contener unas 10.000 estrellas.
Heller sostiene que, si esos astros albergasen planetas y si en alguno de ellos
habitase una civilización extraterrestre, hace tiempo que esta podría habernos
localizado y comenzado a enviarnos señales.
De los astros conocidos en esa zona del espacio, uno de los más cercanos es
la “estrella de Van Maanen”, una enana blanca (una estrella muerta) situada a
tan solo 4 pársecs de distancia. Dicho astro podría tener o no planetas
orbitando a su alrededor; pero, en caso de tenerlos, serían sin duda un lugar
de primera fila para estudiar la Tierra. «Si una civilización hubiese sobrevivido
a la muerte de la estrella, podrían vernos transitando nuestro propio Sol»,
apunta Heller.
En 2010, la Batería de Telescopios Allen, en Carolina del Norte, estuvo
buscando durante cuatro días señales procedentes de la zona del espacio
directamente opuesta al Sol, explica Seth Shostak, astrónomo del Instituto
SETI, un centro de Mountain View dedicado a la búsqueda de inteligencia
extraterrestre. El objetivo de aquel rastreo era comprobar si una civilización
alienígena podría estar enviando señales que llegasen a nuestro planeta en los
momentos en que, para sus habitantes, la Tierra cruzase por delante del Sol.
Pero aquella búsqueda resultó infructuosa, y por ahora no hay planes de
retomarla. Una vez más la “paradoja de Fermi” ha impuesto su ley.
(Recuerden, Enrico Fermi en 1950 expresaba: Si los extraterrestres son tan
abundantes como algunos dicen, ¿dónde están? ¿No debería ser obvia su
presencia?
A lo largo de la historia de nuestra galaxia, cientos de estrellas como el Sol
han consumido su combustible y han terminado sus días como “gigantes
rojas” o como “enanas blancas”. Si hubieran abundado las civilizaciones en
dichas estrellas, ¿a dónde habrían ido a parar? ¿se conformaron con
extinguirse?
El Sol cuenta, para su edad, con una relativa abundancia de tales elementos en
comparación con otras estrellas de nuestra región galáctica. No cabe, por ello,
excluir que nuestro sistema solar fuese, por casualidad, el que arrancase “en
cabeza” de la carrera del “origen” y la “evolución” de la vida.
La historia de la vida en la Tierra quizás nos pueda dar alguna clave más
convincente. Aquí han existido “organismos vivos unicelulares” casi desde el
principio, pero la “vida pluricelular” no apareció hasta hace unos 700 millones
de años. ¡Durante más de tres mil millones de años la Tierra estuvo habitada
únicamente por “microorganismos unicelulares”!
Un intervalo de tiempo tan grande pudiera significar que la evolución hacia un
organismo más complicado que la célula simple sea muy poco probable, de
modo que la “transición” a los “organismos pluricelulares” parece que no se
produciría más que en una reducida fracción de los millones de planetas
habitados por organismos unicelulares.
Pero, aún en el caso de que finalmente aparezcan “formas pluricelulares” en
algunos planetas que contienen vida, no por ello estas formas de vida han de
conducir a “criaturas inteligentes” y todavía menos a “civilizaciones
tecnológicas”. Como señaló Stephen Jay Gould, la evolución de la “vida
inteligente” depende de una multitud de influencias aleatorias y casualidades.
Esta situación se refleja con gran claridad, en un ejemplo que está en la mente
de todos, el fatal destino de los dinosaurios. Estos seres dominaron la Tierra
durante 140 millones de años, pero no lograron crear una “civilización
tecnológica”. Y, sin su extinción, un suceso fortuito, la historia de la evolución
hubiera sido muy diferente. ¡La evolución de la “vida inteligente” sobre la
Tierra descansa sobre un gran número de “sucesos fortuitos”, algunos de
ellos con muy pocas probabilidades de ocurrir!
Quizás enviar astronautas a Marte esté —por los pelos— al alcance de nuestra
tecnología actual, o de la tecnología que podríamos desarrollar en unas pocas
décadas, pero llegar más allá del sistema solar requiere combustibles y
tecnologías muy lejanas todavía de nuestro alcance. Las tecnologías que se
presentan como futuristas (velas espaciales, motores nucleares, hidrógeno
metálico, etc.) no nos servirían siquiera para explorar, en tiempo razonable,
nuestro entorno estelar más próximo.
Sería preciso realizar un “salto cualitativo” tanto en algunas cuestiones
científicas básicas (mejor conocimiento de la “estructura del espacio-tiempo”,
mejor conocimiento del “vacío”, etc.) como de ingeniería.
Algunos físicos han propuesto modelos teóricos de “viajes superlumínicos” compatibles con la
“relatividad especial”. Quizás el más conocido sea el del físico mejicano Miguel Alcubierre,
consistente en una burbuja de espacio que se arruga por delante de la nave y se expande por
detrás. Sería algo así como si el futuro se acercase, cuando el objeto no se movería en realidad.
Sería el “espacio” quien realizara el trabajo.
Y qué tenemos a cambio en este momento: una civilización que oscila entre la
simple, dura y pura estupidez y la grandeza. Abrimos el periódico y todo se
inunda con noticias de crisis económica cuyos orígenes son debidos a una
estupenda mezcla de imbecilidad y corrupción y la mente divaga sobre lo
mucho que tiene que cambiar antes de que sea posible hablar de viajes
interplanetarios y no digamos ya de viajes interestelares.
Es cierto, que los avances en inteligencia artificial han pasado por «falsos
amaneceres» seguidos de periodos de desánimo. Ahora, no obstante, viven
una fase de euforia debida en parte a los impresionantes avances en el
denominado aprendizaje generalizado de las máquinas. DeepMind (una
pequeña empresa londinense recientemente adquirida por Google) consiguió
una hazaña notable a principios de 2016 cuando su ordenador derrotó al
campeón mundial del juego de mesa de origen chino Go.
Derrota del campeón mundial de Go por un ordenador.
Claro que hace ya veinte años que Deep Blue de IBM venció a Kaspárov,
campeón mundial de ajedrez. Pero Deep Blue había sido programado en
detalle por jugadores expertos. En cambio, la máquina jugadora de Go
aprendió absorbiendo enormes cantidades de partidas y jugando contra sí
misma una y otra vez. Ni siquiera quienes la diseñaron saben cómo toma la
máquina sus decisiones.
Pero los avances son discontinuos. Los robots siguen siendo más torpes que
un niño a la hora de mover las piezas de un ajedrez real. No pueden anudar los
cordones de los zapatos, ni cortar a alguien las uñas de los pies. En cambio, la
tecnología de sensores, el reconocimiento de voz, las búsquedas de
información y otras están avanzando con rapidez. De momento no pueden
hacerse cargo de un trabajo manual (de hecho, la fontanería y la jardinería
estarán entre los trabajos más difíciles de automatizar), pero sí asumir tareas
administrativas rutinarias (traspasos de titularidad de propiedades y cosas por
el estilo), diagnósticos médicos e incluso operaciones quirúrgicas.
La gran pregunta social y económica es: ¿será esta “segunda era de las
máquinas” similar a otras revoluciones tecnológicas anteriores, como el
invento del automóvil, por ejemplo, y creará tantos empleos como destruye?
¿Es diferente esta vez?
Si los robots llegaran a ser menos torpes y limitados, acabarían por observar,
interpretar y alterar su entorno tan eficazmente como nosotros. Entonces
serían considerados, y con motivo, seres inteligentes, con los que podríamos
relacionarnos.
Como indicación de la brecha que aún queda por salvar, el “ordenador jugador
de Go”, consumiría varios cientos de kilovatios durante una partida. El cerebro
del campeón humano, que, desde luego, puede hacer muchas otras cosas
aparte de jugar a un juego, consume unos 30 vatios, más o menos lo que una
bombilla.
Sea como fuere, es muy probable que, antes de que termine este siglo, robots
autónomos hayan transformado la sociedad, aunque todavía no exista
consenso sobre si serán “sabios tontos” o tendrán ya “habilidades
sobrehumanas” y una vez que las máquinas superaran las capacidades
humanas, ellas mismas podrían diseñar y crear una nueva generación de
robots aún más inteligentes, así como una serie de constructores robóticos
con capacidad de transformar el mundo físicamente.
Algunos como Ray Kurzweil, quien actualmente trabaja como jefe de ingeniería
en Google, predicen que las máquinas inteligentes «tomarán el relevo» en un
plazo de cincuenta años, desencadenando una transformación global: la
denominada “singularidad tecnológica”. Para que esto suceda, no basta con
potentes procesadores; los ordenadores precisarán sensores que les permitan
ver y oír como nosotros, y el software adecuado para procesar e interpretar lo
que les transmiten dichos sensores. Kurzweil cree que los humanos podrían
trascender la biología, fusionándose con ordenadores. Las discrepancias se
centran básicamente en la escala temporal, es decir, en la velocidad de
progreso, no en su dirección. Algunos creen que habrá una “eclosión de
inteligencia” durante este siglo. Otros opinan que estas transformaciones
pueden demorarse siglos. Pero varios siglos son un instante comparados con
la escala temporal de la “selección darwiniana“ que condujo al nacimiento de
la humanidad.
De ser así, nuestro pequeño planeta, este “punto azul pálido” flotando en el
espacio, podría ser el lugar más importante de toda la galaxia, y los primeros
viajeros interestelares que partan de él tendrán una misión cuyas
consecuencias resonarían en toda la galaxia e incluso más allá.
Fuentes: “La locura del cromagnon” de J.J. Gómez Cárdenas; “¿Qué fue de …
superar la velocidad de la luz?” de Javier Yanes; “¿Y si una civilización
alienígena estuviese estudiando nuestro planeta?” de Alexandra Witze;
“Dónde están? de Ian Crawford; “Viajes interestelares y poshumanos” de
Martin Rees.