quedé mirando un rato con un asombro imponente y le dije:
—Bueno, espero que no lo tome a mal, porque no lo digo con mala intención, pero, de verdad, para llevar en el Reino todo el tiempo que yo creo que usted lleva, se diría que conoce usted poquísimo las costumbres. —¿Costumbres? —preguntó—. Amigo mío, el cielo es un lugar muy vasto. Los grandes imperios poseen una gran variedad de costumbres. La tienen hasta los dominios pequeños, como sin duda lo sabe usted por lo que ha visto en pequeña escala en la Verruga. ¿Cómo puede usted imaginarse que yo vaya nunca a enterarme de las variadas costumbres de los infinitos reinos celestiales? Solo con pensarlo, ya me duele la cabeza. Conozco las más corrientes en aquellas partes habitadas por quien está destinado a entrar por mi puerta, y tenga en cuenta que ya es mucho saber para un solo individuo que haya logrado atiborrarme la cabeza con esos conocimientos en los treinta y siete millones de años que llevo consagrados noche y día a semejante estudio. Pero ¿que vaya a aprenderme las costumbres de toda la apabullante extensión de los cielos? ¡Qué cosas tan disparatadas dice usted, hombre! Bueno, no dudo que esa extraña costumbre de la que usted habla esté de moda en el distrito celestial al que usted pertenece, pero en esta parte no llamará usted la atención con esas cosas. En vista de ello, me tranquilicé, le dije adiós y me marché de allí. Estuve durante todo el día paseando en dirección al extremo más alejado del inmenso vestíbulo de aquellas oficinas, esperando llegar de un momento a otro al paraíso, pero estaba en un error. Aquel vestíbulo estaba construido