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Más allá del Compliance

Por
Anna Bajo Sanjuán
-
24/07/2017

Cada vez que salta a la portada de los periódicos un escándalo empresarial, se encienden
las alarmas. Y no solo las mediáticas, también las corporativas. Toca analizar los daños y
valorar qué otros posibles riesgos existen de que la reputación se vaya al traste. Anticipar
estas situaciones y minimizar el impacto negativo, es lo que se busca con las políticas
de compliance.

El compliance es el conjunto de normas que una empresa establece para marcar el


ámbito correcto de actuación, tanto interna como externamente (ver definición).
Tiene una utilidad grande, sin duda. Ayuda a marcar las líneas rojas, aquellas que no se
deben traspasar. De ahí la importancia de que seamos luego muy estrictos en su
implantación, si no, no son percibidas como fronteras.

Se van escuchando cada vez más casos de profesionales despedidos o castigados por faltar
al «cumplimiento normativo» –compliance-. Algunas rozan la ilegalidad, y por tanto, no
se discute su aplicabilidad de las penalizaciones. En otros casos, donde la separación entre
qué está bien y no no es tan clara dan lugar a una mayor controversia. Por ejemplo, si
atender la invitación de un proveedor a una comida; si aceptar o hacer un regalo; si
recomendar a alguien para un puesto o servicio,…

Algunas de estas normas de compliance dan lugar a dudas porque los comportamientos
a revisar están muy ampliamente instauradas en nuestra sociedad. Una sociedad
donde las relaciones personales y las profesionales se vienen a confundir con mayor
frecuencia. Donde algunas personas sienten incluso que su identidad personal depende
del cargo que ponga en su tarjeta de visita. Donde el status social viene ligado al
tratamiento usado en reuniones (a veces, incluso las personales).

Sea como fuere, las normas deben siempre ser respetadas. Si nos saltamos las normas
porque consideramos que no son operativas o eficaces, lo que hay que revisar es la norma.
Pero no podemos saltárnosla porque despertaremos al monstruo de la anarquía y las
fronteras se convierten en un colador. Si cada cual hace lo que considera es mejor, sin
normas, no habrá forma de acordar un modo de funcionar que nos aplique a todos en la
organización. “No vamos a ser más papistas que el papa en la aplicación de las normas”
denotan una mala definición de normas. ¿Qué sentido tienen, pues?

Claro que, por otro lado, no debemos ceñirnos sólo a lo que las normas nos pautan.
Por muchas que existan y estrictos seamos en su aplicación, es imposible que todo lo que
podamos hacer esté incluido en normas o leyes. Pretender que nuestra única guía sean
las normas nos lleva, como siempre, a eximir al sujeto de responsabilidad moral. Y
eso es siempre un riesgo.
El espacio para la reflexión, para cuestionar incluso la norma, debe también ser
planteado en la organización. Los mecanismos de speak up, whistleblowing o denuncia
interna tienen que ser conocidos y accesibles. Pero su sola existencia tampoco garantiza
su correcto uso. Han de garantizar una fiabilidad y confiabilidad. Si los empleados
sospechan que se pueden producir represalias, serán inútiles y hasta contraproducentes.
En la empresa, incluso para establecer normas y medidas disciplinares, se precisa de la
confianza de todos los implicados. Y eso no se consigue sólo con normas.

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